Capítulo 1

 

MEDICINA MENTAL Y MEDICINA ORGÁNICA

 

 

 

Esta patología general a la que acabamos de referirnos se ha desarrollado en dos grandes etapas.

Como la medicina orgánica, la medicina mental trató primero de descifrar la esencia de la enfermedad basándose en la asociación coherente de los signos que la indican. Constituyó pues una sintomatología en la que se consignaron las correlaciones constantes o simplemente frecuentes entre tal enfermedad y tal manifestación mórbida: alucinación auditiva, síntoma de tal estructura delirante; confusión mental, signo de tal forma demencial. Por otra parte, la medicina mental constituyó una nosografía en la que se analizaron las formas mismas de la enfermedad, se describieron las fases de su evolución y se indicaron las variantes que puede presentar: así se establecieron las enfermedades agudas y las crónicas, se describieron las manifestaciones episódicas, las alternancias de los síntomas y su evolución a lo largo de la enfermedad.

Quizá sea útil esquematizar estas descripciones tradicionales, no solo a título de ejemplo, sino también para fijar el sentido original de términos que ya son clásicos.

Tomaremos prestadas de las viejas obras de comienzos del siglo XX algunas descripciones cuyo arcaísmo no debe hacernos olvidar que fueron al mismo tiempo culminación y punto de partida.

Dupré definía la histeria del modo siguiente: «Estado en el que la potencia de la imaginación y de la sugestionabilidad, unida a esa sinergia particular entre el cuerpo y el espíritu que he denominado “psicoplasticidad”, desemboca en la simulación más o menos voluntaria de síndromes patológicos, en la organización mitoplástica de trastornos funcionales imposibles de distinguir de los que padecen los simuladores».[1] Esta definición clásica designa, pues, como síntomas mayores de la histeria: el carácter sugestionable y la aparición de trastornos tales como la parálisis, la anestesia, la anorexia que, en los casos en cuestión, no tienen un fundamento orgánico sino un origen exclusivamente psicológico.

A partir de los trabajos de Janet, se ha caracterizado la psicastenia como el agotamiento nervioso con estigmas orgánicos (astenia muscular, trastornos gastrointestinales, cefaleas), astenia mental (fatiga, impotencia ante el esfuerzo, desazón ante el obstáculo, difícil inserción en lo real y en el presente: lo que Janet llamaba «la pérdida de la función de lo real») y, por último, trastornos de la emotividad (tristeza, inquietud, ansiedad paroxística).

Las obsesiones: «aparición de obsesiones-impulso diversas, en forma de accesos paroxísticos intermitentes, en un estado mental ya habitualmente indeciso, de duda y de inquietud».[2] Las obsesiones se distinguen de la fobia, caracterizada por crisis de angustia paroxística ante objetos determinados (por ejemplo, agorafobia al encontrarse el enfermo en espacios abiertos), y también de la neurosis obsesiva, donde lo más sobresaliente son las defensas que el enfermo erige contra su angustia (precauciones rituales, gestos propiciatorios).

Manía y depresión: Magnan llamó «locura intermitente» a la forma patológica en que vemos alternar, en intervalos más o menos largos, dos síndromes que son sin embargo opuestos: el síndrome maníaco y el síndrome depresivo. El primero incluye agitación motriz, humor eufórico o colérico, una exaltación psíquica caracterizada por la verborragia, rapidez de las asociaciones y fuga de las ideas. La depresión, en cambio, se presenta como una inercia motriz en el marco de un humor triste, acompañado de una desaceleración psíquica. A veces aisladas, la manía y la depresión están asociadas con más frecuencia a un sistema de alternancia regular o irregular cuyos diferentes perfiles han sido bien descritos por Gilbert Ballet.[3]

La paranoia: sobre un fondo de exaltación pasional (orgullo, celos) y de hiperactividad psicológica, va desarrollándose un delirio sistematizado, coherente, sin alucinaciones, que cristaliza en una unidad seudológica de temas de grandeza, de persecución y de reivindicación.

La psicosis alucinatoria crónica también es una psicosis delirante, pero en este caso el delirio carece de una buena sistematización y a menudo es incoherente; los temas de grandeza terminan por imponerse a todos los demás en una exaltación pueril del personaje; finalmente lo que sostiene sobre todo este delirio son las alucinaciones.

La hebefrenia, psicosis de la adolescencia, ha sido descrita clásicamente como una excitación intelectual y motriz (parloteo, neologismos, juegos de palabras, manierismo e impulsos), caracterizada por alucinaciones y un delirio desordenado, cuyo polimorfismo va empobreciéndose poco a poco.

La catatonia se reconoce por el negativismo que manifiesta el sujeto (mutismo, rechazo de los alimentos, fenómenos que Kraepelin llama «bloqueos de la voluntad»), por su carácter sugestionable (pasividad muscular, conservación de actitudes impuestas, respuestas en eco) y, finalmente, por sus reacciones estereotipadas y sus paroxismos impulsivos (descargas motrices brutales que parecen desbordar todas las barreras instauradas por la enfermedad).

Habiendo observado que estas tres últimas formas patológicas, que aparecen bastante tempranamente en el desarrollo, tienden a la demencia, es decir, a la desorganización total de la vida psicológica (el delirio se desmorona, las alucinaciones suelen dar paso a un onirismo deshilvanado, la personalidad se hunde en la incoherencia), Kraepelin las agrupó bajo una denominación común: demencia precoz.[4] Bleuler retomó esta misma entidad nosográfica, la amplió a ciertas formas de la paranoia[5] y dio al conjunto el nombre de esquizofrenia, caracterizada, en términos generales, por un trastorno en la coherencia normal de las asociaciones —como una fragmentación o parcelamiento (Spaltung) del flujo del pensamiento— y, además, por la ruptura del contacto afectivo con el ambiente del individuo, debido a la imposibilidad de entrar en comunicación espontánea con la vida afectiva del prójimo (autismo).

Estos análisis de la patología mental tienen la misma estructura conceptual que los de la patología orgánica: en ambas se recurre a los mismos métodos para distribuir los síntomas en los grupos patológicos y para definir las grandes entidades mórbidas. Ahora bien, lo que hallamos detrás de este método único son dos postulados que conciernen, en ambos casos, a la naturaleza de la enfermedad.

Ante todo, se postula que la enfermedad es una esencia, una entidad específica que puede identificarse en virtud de los síntomas que la manifiestan pero que es anterior a ellos y, hasta cierto punto, independiente de ellos; luego se describe un fondo esquizofrénico oculto bajo síntomas obsesivos; se habla de delirios camuflados y se supone que una crisis maníaca o un episodio depresivo esconden la existencia de una locura maníaco-depresiva.

Junto a este prejuicio de esencia y como para compensar la abstracción que implica, vemos surgir un postulado naturalista que erige la enfermedad en especie botánica; la unidad que supuestamente consolida cada grupo nosográfico subyacente tras el polimorfismo de los síntomas sería comparable a la unidad de una especie definida por sus caracteres permanentes y diversificada en sus subgrupos: así la demencia precoz sería como una especie caracterizada por las formas últimas de su evolución natural y que puede presentar las variantes hebefrénicas, catatónicas o paranoides.

Si la medicina define la enfermedad mental con los mismos métodos conceptuales que la enfermedad orgánica, si aísla y reúne los síntomas psicológicos de la misma forma en que aísla y reúne los síntomas fisiológicos, lo hace sobre todo porque considera la enfermedad, sea esta mental u orgánica, como una esencia natural que se manifiesta por medio de síntomas específicos. Por consiguiente, entre estas dos formas de patología no hay una unidad real, sino solamente —y por intermedio de estos dos postulados— un paralelismo abstracto. Ahora bien, el problema de la unidad humana y de la totalidad psicosomática continúa estando enteramente abierto.

 

 

El peso de este problema hizo que la patología se orientara hacia nuevos métodos y nuevos conceptos. La noción de una totalidad orgánica y psicológica prescinde de los postulados que erigen la enfermedad en entidad específica. La enfermedad como realidad independiente tiende a desvanecerse y ya no se intenta atribuirle el papel de una especie natural respecto de los síntomas ni tampoco el papel de un cuerpo extraño respecto del organismo. Por el contrario, se privilegian las reacciones globales del individuo; la enfermedad ya no se interpone como una realidad autónoma entre el proceso mórbido y el funcionamiento general del organismo; ya no se la concibe como un corte abstracto en el devenir del individuo enfermo.

En el campo de la patología orgánica, recordemos, a título de indicación, el papel que cumplen hoy las regulaciones hormonales y sus perturbaciones, la importancia que se les reconoce a los centros vegetativos, como la región del tercer ventrículo que preside esas regulaciones. Sabemos que Leriche ha insistido en la necesidad de sustituir la patología celular por una patología tisular. Selyé, por su parte, al describir las «enfermedades de la adaptación», ha mostrado que la esencia del fenómeno patológico debía buscarse en el conjunto de las reacciones nerviosas y vegetativas que son como la respuesta global del organismo al ataque, al «estrés» procedente del mundo exterior.

En patología mental se concede el mismo privilegio a la noción de totalidad psicológica; la enfermedad sería una alteración intrínseca de la personalidad, una desorganización interna de sus estructuras, una desviación progresiva de su devenir; solo tendría realidad y sentido en el seno de una personalidad estructurada. Siguiendo esta línea, se ha tratado de definir las enfermedades mentales según la amplitud de las perturbaciones de la personalidad y así se ha llegado a distribuir los trastornos psíquicos en dos grandes categorías: las neurosis y las psicosis.

1) Las psicosis, perturbaciones de la personalidad global, incluyen el trastorno del pensamiento (pensamiento maníaco que huye, se escurre, se desliza en asociaciones de sonidos o de juegos de palabras; pensamiento esquizofrénico que salta, rebota, por encima de otros intermedios y avanza a sacudidas y por contrastes); la alteración general de la vida afectiva y del amor (ruptura del contacto afectivo en la esquizofrenia; coloraciones emocionales masivas en la manía o la depresión); la perturbación del control de la conciencia, de la capacidad de poner en perspectiva diversos puntos de vista, formas alteradas del sentido crítico (creencias delirantes en el caso de la paranoia, en la que el sistema de interpretación se anticipa a las pruebas de su exactitud y permanece impermeable a toda discusión; indiferencia del paranoico a la singularidad de su experiencia alucinatoria que para él tiene valor de prueba).

2) En las neurosis, en cambio, solo un sector de la personalidad se ve afectado: ritualismo de los obsesivos respecto de tal o cual objeto, angustias provocadas por determinada situación en el caso de la neurosis fóbica. Pero el curso del pensamiento se conserva intacto en su estructura, aun cuando en los psicasténicos es más lento; el contacto afectivo subsiste y, en el caso de los histéricos, puede exagerarse hasta la susceptibilidad; por último, el neurótico, aun cuando presente obliteraciones de conciencia como el histérico o impulsos incoercibles como el obsesivo, conserva la lucidez crítica con respecto a sus fenómenos mórbidos.

Entre las psicosis se clasifican, en general, la paranoia y todo el grupo esquizofrénico, con sus síndromes paranoides, hebefrénicos y catatónicos; entre las neurosis, encontramos, en cambio, la psicastenia, la histeria, la obsesión, la neurosis de angustia y la neurosis fóbica.

La personalidad se convierte así en el elemento en el cual se desarrolla la enfermedad y el criterio que permite juzgarla; la personalidad es, a la vez, la realidad y la medida de la enfermedad.

En este predominio de la noción de totalidad se ha querido ver un retorno a la patología concreta y la posibilidad de determinar como un terreno único el campo de la patología mental y el campo de la patología orgánica. En efecto, ¿no apuntan ambas, aunque lo hagan por vías diferentes, al mismo individuo humano en su propia realidad? Al imponerse esta noción de totalidad, ¿no convergen pues la patología mental y la orgánica tanto por la identidad de sus métodos como por la unidad de su objeto?

La obra de Goldstein podría dar testimonio de esta convergencia. Estudiando en las fronteras de la medicina mental y de la medicina orgánica un síndrome neurológico como la afasia, Goldstein recusa tanto las explicaciones puramente orgánicas referidas a una lesión local como las interpretaciones puramente psicológicas basadas en un déficit global de la inteligencia, y muestra que una lesión cortical postraumática puede modificar el estilo de las respuestas del individuo a su medio: la vulneración funcional disminuye las posibilidades de adaptación del organismo y suprime del comportamiento la eventualidad de ciertas actitudes. Cuando un afásico no puede nombrar un objeto que se le muestra pero puede reclamarlo si lo necesita, no es a causa de un déficit (supresión orgánica o psicológica) que podría describirse como una realidad en sí mismo; lo que ocurre es que esa persona ya no es capaz de adoptar una determinada actitud ante el mundo, de adoptar una perspectiva de denominación que, en lugar de acercarse al objeto para asirlo (greifen), se aleje para mostrarlo e indicarlo (zeigen).[6]

Independientemente de que sus designaciones primeras sean psicológicas u orgánicas, la enfermedad correspondía en todo caso a la situación global del individuo en el mundo; en lugar de ser una esencia fisiológica o psicológica, era una reacción general del individuo afectado en su totalidad psicológica y fisiológica. En todas estas formas recientes de análisis médico, podemos percibir una significación única: cuanto más se aborda como un todo la unidad del ser humano, tanto más se disipa la realidad de una enfermedad que sería una unidad específica; y tanto más se impone —para reemplazar el análisis de las formas naturales de la enfermedad— la descripción del individuo que reacciona a su situación de una manera patológica.

Gracias a la unidad que asegura y a los problemas que suprime, esta noción de totalidad es ideal para aportar a la patología un clima de euforia conceptual, un clima que quisieron aprovechar quienes, en mayor o menor medida, se inspiraron en Goldstein. Pero, por desgracia, la euforia no suele estar del mismo lado que el rigor.

 

 

Nosotros querríamos mostrar, por el contrario, que la patología mental exige métodos de análisis diferentes de los utilizados en la patología orgánica y que solamente por un artificio del lenguaje podemos darle el mismo sentido a las «enfermedades del cuerpo» que a las «enfermedades del espíritu». Hoy, una patología unitaria que utilizara los mismos métodos y los mismos conceptos en la esfera psicológica y en la esfera fisiológica entraría en el orden del mito, aun cuando la unidad del cuerpo y del espíritu corresponde al orden de la realidad.

1) La abstracción. En la patología orgánica, el tema de un retorno al enfermo como totalidad, más allá de la enfermedad puntual, no excluye poner rigurosamente en perspectiva la situación, lo cual permite aislar en los fenómenos patológicos las condiciones y los efectos, los procesos masivos y las reacciones singulares. La anatomía y la fisiología proponen a la medicina un análisis que justamente autoriza abstracciones válidas en el marco de la totalidad orgánica. Efectivamente, la patología de Selyé insiste en señalar, más que ninguna otra, la solidaridad de cada fenómeno segmentario con el todo del organismo, pero no la señala para hacerlos desaparecer en su individualidad ni para denunciar en ellos una abstracción arbitraria. Lo hace, por el contrario, para que sea más fácil ordenar los fenómenos singulares en una coherencia global, para mostrar, por ejemplo, cómo las lesiones intestinales, análogas a las de la tifoidea, aparecen en un conjunto de perturbaciones hormonales que tienen como elemento esencial un trastorno del funcionamiento corticosuprarrenal. La importancia que se da en patología orgánica a la noción de totalidad no excluye la abstracción de elementos aislados ni el análisis causal; permite, en cambio, una abstracción más válida y la determinación de una causalidad más real.

Ahora bien, la psicología nunca pudo ofrecerle a la psiquiatría lo que la fisiología le dio a la medicina: el instrumento de análisis que, delimitando el trastorno, permita abordar la relación funcional de ese padecimiento con el conjunto de la personalidad. En efecto, la coherencia de una vida psicológica no parece asegurarse de la misma manera que la cohesión de un organismo; en ella la integración de los segmentos tiende hacia una unidad que los hace posibles pero que se resume y se registra en cada uno de ellos: los psicólogos llaman a esto —utilizando un vocabulario tomado de la fenomenología— la unidad significativa de las conductas, que encierra en cada elemento —sueño, crimen, gesto gratuito, asociación libre— el talante general, el estilo, toda la anterioridad histórica y las implicaciones eventuales de una existencia. Por lo tanto, no es posible hacer abstracción de la misma manera en psicología y en fisiología, y cuando se quiere delimitar un trastorno patológico en patología orgánica es necesario recurrir a métodos diferentes de los exigidos en la patología mental.

2) Lo normal y lo patológico. La medicina ha visto desdibujarse progresivamente la línea de separación entre los hechos patológicos y los hechos normales; mejor dicho, ha comprendido cada vez más claramente que los cuadros clínicos no eran una colección de hechos anormales, de «monstruos» fisiológicos, sino que en parte están constituidos por los mecanismos normales; y que las reacciones adaptativas de un organismo funcionan según su norma. La hipercalcemia, que aparece tras la fractura del fémur es una respuesta orgánica situada, como dice Leriche, «en la línea de las posibilidades tisulares»:[7] es el organismo que reacciona de una manera ordenada a la lesión patológica con el objeto de repararla. Pero no olvidemos que estas consideraciones se basan en una planificación coherente de las posibilidades fisiológicas del organismo; en realidad, el análisis de los mecanismos normales de la enfermedad permite discernir mejor el impacto de la afección mórbida y, con las virtualidades normales del organismo, su aptitud para la cura: del mismo modo en que la dolencia está inscrita en el interior de las virtualidades fisiológicas normales, la posibilidad de cura está escrita en el interior de los procesos de la enfermedad.

En psiquiatría, en cambio, la noción de personalidad hace que sea singularmente difícil distinguir lo normal de lo patológico. Bleuler, por ejemplo, había opuesto como los dos polos de la patología mental el grupo de las esquizofrenias —caracterizadas por la ruptura del contacto con la realidad— y el grupo de las locuras maníaco-depresivas o psicosis cíclicas, caracterizadas por la exageración de las reacciones afectivas. Pues bien, ese análisis parecía definir tanto las personalidades normales como las personalidades mórbidas, y Kretschmer, siguiendo esa misma línea, pudo establecer una caracterología bipolar que abarcaba la esquizotimia y la ciclotimia, cuya acentuación patológica daría lugar a la esquizofrenia y la «ciclofrenia». Pero entonces el paso de las reacciones normales a las formas mórbidas no se corresponde con un análisis preciso de los procesos, y permite únicamente una apreciación cualitativa que da lugar a toda clase de confusiones.

Mientras la idea de solidaridad orgánica permite distinguir y unir afección mórbida y respuesta adaptada, en patología mental el examen de la personalidad impide hacer análisis de esa índole.

3) El enfermo y el medio. Por último, hay una tercera diferencia que nos impide tratar con los mismos métodos y analizar con los mismos conceptos la totalidad orgánica y la personalidad psicológica. Indudablemente, ninguna enfermedad puede separarse de los métodos de diagnóstico, de los procedimientos de aislamiento ni de los instrumentos terapéuticos de que la rodea la práctica médica. Pero la noción de totalidad orgánica hace surgir, independientemente de esas prácticas, la individualidad del sujeto enfermo, permite aislarlo en su originalidad mórbida y determinar el carácter propio de sus reacciones patológicas.

Desde la perspectiva de la patología mental, la realidad del enfermo no permite hacer semejante abstracción, sino que cada individualidad mórbida debe comprenderse a través de las prácticas que desarrolla el medio con esa persona. Indudablemente, la situación de internación y de tutela impuesta al alienado desde finales del siglo XVIII, y el hecho de que dependiera totalmente de la decisión médica, han contribuido a fijar, al término del siglo XIX, el personaje del histérico. Desposeído de sus derechos por el tutor y el consejo de familia, reducido prácticamente al estado de minoridad jurídica y moral, privado de su libertad por la omnipotencia del médico, el enfermo pasaba a ser el centro de todas las sugestiones sociales; y, en el punto de convergencia de esas prácticas, se ofrecía la sugestionabilidad como síndrome mayor de la histeria. Babinski imponía a su enferma desde fuera la influencia de la sugestión, la conducía a un punto tal de alienación que, derrumbada, sin voz y sin movimiento, la mujer estaba dispuesta a aceptar la eficacia de las palabras milagrosas «Levántate y anda». Y el médico encontraba en el triunfo de su paráfrasis evangélica el signo de la simulación, pues la enferma, siguiendo el mandato irónicamente profético, se ponía realmente de pie y realmente andaba. Pues bien, en aquello que denunciaba como ilusión, el médico se estaba topando de hecho con la realidad de su práctica médica: en esa sugestionabilidad lo que hallaba era el resultado de todas las sugestiones, de todas las dependencias a las que estaba sometida la enferma. Que hoy las observaciones ya no presenten semejantes milagros, no invalida la realidad de los logros de Babinski; solo prueba que el rostro del histérico tiende a desaparecer a medida que se atenúan las prácticas de la sugestión que en aquel tiempo constituían el ambiente del enfermo.

La dialéctica de las relaciones del individuo con su medio no puede plantearse siguiendo un mismo estilo en fisiología patológica y en psicología patológica.

 

 

Por lo tanto, no puede admitirse de entrada un paralelismo abstracto ni una unidad masiva entre los fenómenos de la patología mental y los de la patología orgánica. Es imposible trasponer los esquemas de abstracciones, los criterios de normalidad o de definición de individuo enfermo de una esfera a la otra. La patología mental debe librarse de todos los postulados de una metapatología: la unidad entre las diversas formas de enfermedad que aseguraría semejante enfoque solo puede ser ficticia, es decir, que corresponde a un hecho histórico, del que ya nos hemos librado.

Por consiguiente, si pretendemos analizar la especificidad de la enfermedad mental, investigar las formas concretas que pudo asignarle la psicología y determinar las condiciones que hicieron posible esta extraña condición de la «locura», enfermedad mental irreductible a toda enfermedad, tenemos que dar crédito al hombre mismo y no a las abstracciones sobre la enfermedad.

Las dos partes de la presente obra procuran dar respuesta a estas dos cuestiones:

 

1) Las dimensiones psicológicas de la enfermedad mental.

2) La psicopatología como un hecho de la civilización.