El carismático Yacov Rotkovitch, un judío del Imperio (1903-1913)
Los judíos del antiguo Imperio ruso no solo eran más rusos e imperiales de lo que antes creíamos, sino que además participaban de manera entusiasta en aquella sociedad moderna que les abría las puertas a una «vibrante vida cultural».[*]
KENNETH B. MOSS
Nacido el 25 de septiembre de 1903 en Dvinsk, en el noroeste de la Rusia zarista, Marcus Rotkovitch era el cuarto hijo de Yacov Rotkovitch, farmacéutico de la ciudad, y de su esposa Anna Goldin. Cuarenta años más tarde, ya instalado en Nueva York, Marcus decidió cambiar su nombre por el de Mark Rothko, que es con el que ha pasado a la historia del arte. Aunque el nacimiento del benjamín de esta familia burguesa fue recibido con alborozo por sus hermanos mayores —Sonia, de trece años; Moses, de diez, y Albert, de ocho—, el padre, en cambio, angustiado por los graves acontecimientos acaecidos en los últimos tiempos, no participó tanto de la celebración familiar. Y es que cinco meses antes se había producido un devastador pogromo en Kishinev —síntoma de la explosiva situación en que se encontraba el Imperio ruso— que no auguraba nada bueno a las familias judías de la Zona de Residencia.

Marcus Rotkovitch, con cuatro años, sentado junto a su primo. Dvinsk, hacia 1907. (Fotógrafo desconocido. © 2013, Kate Rothko Prizel y Christopher Rothko.)
Este territorio lo había creado la emperatriz Catalina II de Rusia hacía algo más de un siglo para satisfacer a los comerciantes moscovitas, que no veían con buenos ojos el creciente número de mercaderes judíos, «conocidos por sus trapacerías y sus embustes», que por entonces se estaban instalando en las tierras de Bielorrusia.[1] «En adelante, los judíos de Rusia —declaró la soberana en 1791— deberán establecer su domicilio, por imperativo legal, en el área denominada Zona de Residencia, un territorio constituido por quince provincias o gobernaturas que se encuentra enclavado en el suroeste de Rusia, extendiéndose por el sur desde el mar Báltico hasta Crimea y, por el oeste, desde Járkov y Smolensk hasta las fronteras de Rumanía, Galitzia y la Polonia prusiana.»[2] A partir de la década de 1880, a los cinco millones de judíos que residían en aquella zona del tamaño de Texas —y que no eran sino una pequeña minoría de la población total—,[3] se les impidió en ocasiones adquirir propiedades en los shtetls,[4] aunque a menudo sorteaban la prohibición por medio de sobornos o de alguna argucia por el estilo.
El domingo 19 de abril de 1903, primer día de la Pascua rusa, los judíos de Kishinev (hoy Chisináu, capital de Moldavia) fueron víctimas de un pogromo como no se había visto jamás. La noticia corrió como la pólvora por la Zona de Residencia. Multitud de escritores, tanto judíos como no judíos —algunos de la talla de Tolstói y Gorki—, se movilizaron enseguida para expresar su condena de lo que consideraban un punto sin retorno. Incluso Trotski — que estaba en Londres, junto con Lenin, organizando el congreso socialdemócrata— se sumó a aquellas voces. En el número de junio de la revista Iskra afirmaba estar «profundamente impresionado por lo sucedido en Kishinev», para a continuación denunciar «la avalancha de rumores monstruosos que ha[bía] propagado la policía»[5] acerca de la matanza. Pero es el poeta Jaim Najman Biálik, que investigó el pogromo en nombre de la Comisión Histórica Judía, quien nos ha proporcionado el relato más conmovedor de la tragedia en un poema épico titulado «En la ciudad masacrada». Hasta el New York Times informó la semana siguiente del pogromo: «Las noticias que nos llegan de la matanza perpetrada en Kishinev, la capital de Besarabia, son tan atroces que la censura jamás nos permitirá publicarlas», y abundando en el asunto señalaba que «[los disturbios antisemitas] respondían a un plan perfectamente orquestado que pretendía desencadenar una matanza indiscriminada de judíos en el primer día de la Pascua rusa». Esa misma tarde «se formó una enorme marabunta, guiada por sacerdotes, que al grito de “¡Muerte a los judíos!” se desplazó por toda la ciudad. A los judíos, aquella multitud enfurecida los pilló completamente desprevenidos y fueron masacrados como corderos. [...] La turba, enloquecida y sedienta de sangre, prácticamente despedazaba a los bebés con sus propias manos. [...] Y la policía no hizo absolutamente nada por controlar aquella escalada de terror. Al anochecer había montones de cadáveres y heridos diseminados por las calles».[6]
El pogromo de Kishinev fue en realidad el punto culminante de un siglo de tensiones, persecuciones y hostilidad latente contra la población judía confinada en la Zona de Residencia. Uno de los muchos ejemplos de la creciente animadversión contra los judíos es la complicidad que se dio entre Viacheslav Pleve, ministro del Interior, y Pavel Krushevan, redactor jefe de Bessarabets, el periódico local. El caso es que desde este último se lanzaban continuamente consignas antisemitas —«¡Muerte a los judíos!», «¡Luchemos contra la raza indigna!»— y acusaciones infundadas de conspiración contra el imperio, todo lo cual, según Karl Schmidt, el alcalde de la ciudad, no hacía más que exacerbar el antisemitismo entre la población rusa. Poco después de la masacre se descubrió que era el propio ministro quien financiaba el periódico. Durante algún tiempo fueron los artesanos y los funcionarios del Estado, ambos hostiles a los judíos, los que atizaron el antisemitismo. Pero cuando en abril de 1903 se acusó a los judíos de Kishinev de matar a niños cristianos y de utilizar su sangre «para sacrificios rituales», la injusticia que sufrían los judíos alcanzó su punto culminante, preparando así el terreno para el pogromo que estallaría poco después.[7] ¿Y cómo afectó la masacre de Kishinev a los Rotkovitch, a una familia que vivía en un ambiente cultural completamente distinto y en una ciudad muy lejana, a cientos de kilómetros de distancia? ¿Reaccionaron al pogromo de algún modo? ¿Recibieron alguna amenaza? En los archivos documentales no hemos encontrado ninguna prueba que apunte en este sentido. De manera que en las páginas siguientes nos ocuparemos únicamente de Yacov, un carismático judío del Imperio ruso y padre de esta ilustrada familia.
Durante los más de cien años en que reinaron los zares Alejandro I y Nicolás I, los ciudadanos judíos habían sufrido las consecuencias de algunas leyes injustas, como la ley de reclutamiento militar que en 1827 aprobó el primero, conforme a la cual todos los varones judíos de entre doce y veinticinco años debían abjurar de su religión e incorporarse al ejército por un mínimo de veinticinco años. Parcialmente excluidos de la economía rural y de la urbana, los judíos se dedicaban básicamente a oficios artesanales que realizaban en los shtetls, pequeños poblados en los que la vida giraba en torno a la sinagoga y el mercado. En 1855, el acceso al trono de Alejandro II dio lugar a una etapa de tranquilidad y proporcionó a los judíos algo de esperanza en una fase que duraría algo más de un cuarto de siglo, concretamente hasta 1881.
Fue justo entonces, en el año 1859, cuando nació Yacov Rotkovitch, el padre del futuro Mark Rothko, en Mishalishek (actualmente Mikoliškis [Lituania]), un shtetl del extremo norte de la Zona de Residencia que daba cobijo a unas doscientas cincuenta familias. A fuerza de perseverancia y de determinación, y valiéndose de todos los recursos disponibles en aquella época, Yacov consiguió acceder a la Universidad de Vilnius (Vilna) y terminar sus estudios de Farmacia. Más adelante se desplazaría a San Petersburgo, donde conoció a la joven Anna Goldin, once años menor que él. La muchacha, germanoparlante, pertenecía a una de las pocas familias judío-alemanas que, por ser consideradas «útiles» para el Imperio, pudieron aprovecharse de la política liberal del zar: eran las únicas que estaban exentas de las limitaciones impuestas a los judíos en la educación, en la carrera profesional y en los cargos de gobierno, sin contar que además se les concedió el derecho a residir en grandes ciudades como San Petersburgo y Moscú. Por aquel entonces, la Rusia zarista no concedía los mismos derechos a todos sus ciudadanos: hasta 1917 siguió habiendo diferencias legales entre la nobleza, los comerciantes y los campesinos, y es en este discriminatorio marco jurídico donde se inscriben las normas especiales que se aplicaban a los judíos.[8] Anna solo tenía dieciséis años cuando contrajo matrimonio, pero la privilegiada situación de su familia permitirá a Yacov ascender en la escala social. Pero no durará mucho la tranquilidad: la reciente emancipación de algunos ciudadanos judíos y su consiguiente acceso, aunque fuera condicionado, a las profesiones liberales, volvió a despertar tensiones y envidias entre la población rusa. Será el asesinato del zar en 1881 el que sirva de excusa, una vez más, para convertir a los judíos en chivo expiatorio, y así es como se desencadena una nueva oleada de violencia. En mayo de 1882 se extendió la idea de que los disturbios antisemitas eran consecuencia directa de la explotación económica que sufrían los campesinos a manos de los judíos, y por ese motivo se les aplicaron leyes aún más restrictivas. Tales medidas incluían, entre otras cosas, la reducción de la Zona de Residencia y la limitación de la educación secundaria para los varones judíos mediante un sistema de cuotas. En los últimos años del siglo XIX —con un crecimiento demográfico del 150 % en la zona judía entre 1820 y 1880—, la pobreza había llegado a tal extremo que los judíos, desesperados, empezaron a abandonar su propio país. Empujados por la cambiante política del Imperio ruso, los Rotkovitch se instalaron durante algún tiempo en Mishalishek, la aldea natal de Yacov, y allí fue donde vendrían al mundo sus primeros hijos: Sonia en 1890 y Moses en 1892. Dos años más tarde, la familia se trasladó a Dvinsk, una ciudad de las Gobernaturas del Báltico situada a unos cuarenta kilómetros al noreste de Mishalishek, en la que nació Albert en 1895, seguido de Marcus en 1903.
Protegida por sus murallas fortificadas y construida a lo largo del río Dvina (Dauga), Dvinsk era una ciudad próspera que creció hasta alcanzar los 75.000 habitantes. Estaba situada en un nudo ferroviario que la conectaba con San Petersburgo (por el noreste), Riga (por el noroeste) y Libau ([Liepāja] por el este); es decir, una situación privilegiada de la que daban cuenta sus tres estaciones de ferrocarril. Viajeros de todo el mundo sacaban partido del dinamismo de Dvinsk como núcleo comercial de primer orden en la ruta del mar Báltico al golfo de Finlandia y Moscú, incluido su mercado bisemanal, en el que la gente del campo vendía en sus carromatos de madera verduras, quesos, pollos y pescado. Consagrada al comercio, Dvinsk podía hacer alarde en 1912 de alojar entre sus murallas a más de seis mil trabajadores y alrededor de un centenar de industrias especializadas en el textil, el cuero, la fabricación de relojes y los materiales de construcción. En tales condiciones no es extraño que entre 1905 y 1913 duplicara su población y que, consecuentemente, en los inicios del siglo XX se convirtiese en una de las ciudades de la Zona de Residencia más activas desde el punto de vista político. El viejo parque de la ciudad era el lugar donde se celebraban, sin solución de continuidad, los mítines de los socialdemócratas, las manifestaciones de los revolucionarios y los discursos pronunciados por bundistas o por representantes de alguna organización sionista.
No es mucho lo que sabemos de Yacov Rotkovitch. Las pocas fotos en las que aparece nos muestran a un intelectual de aspecto serio que tiene la frente ancha, una barba negra cuidadosamente recortada y unas gafas de fina montura metálica. Sabemos que, al igual que su mujer y sus hijos, era un lector voraz; que su biblioteca albergaba más de trescientos volúmenes; y que en casa hablaban el ruso, una muestra más del estatus social de la familia. La población de Dvinsk tenía en gran estima a este farmacéutico de espíritu libre, y no solo por los remedios y fórmulas medicinales que les suministraba. Y es que a Yacov se le daba tan bien escribir que se había convertido en una especie de escribiente de la ciudad, un consejero que escribía cartas y súplicas en nombre del pueblo. A este carismático y popular farmacéutico, que además del ruso hablaba el hebreo y el alemán, se le ha descrito como un «idealista» que trabajaba como voluntario en el hospital y al mismo tiempo como un hombre políticamente radical, partidario de las ideas progresistas, que seguía muy de cerca las manifestaciones pacíficas que se celebraban en la ciudad. En cuanto a su mujer, Anna, las fotos nos muestran a una mujer circunspecta y elegante que aparece ataviada con vestidos de cuello blanco. Era, según su nieta Kate, una mujer «completamente secularizada», a la que su bisnieta Debby recuerda también como «una fuerza de la naturaleza» y como «la persona más alegre de la familia».[9]
El Imperio ruso en el que Marcus Rotkovitch pasó su niñez era un imperio convulso, desestabilizado tanto por la crisis económica como por la crisis constitucional que había sufrido en 1905. Este ambiente de caos generalizado favoreció el repunte de los sentimientos antijudíos entre la población, y de ahí que en los años 1905 y 1906 se registrasen centenares de pogromos. El antisemitismo, apoyado por numerosos periódicos y reavivado por la milicia de las Centurias Negras, volvió a golpear a la comunidad judía, en especial a los revolucionarios y los estudiantes, lo que provocó cerca de un millar de muertos y varios miles de heridos en más de trescientas ciudades.[10] Cuando se enteraron de que las tropas zaristas habían matado a ciento treinta manifestantes pacíficos en la ciudad de San Petersburgo el día 9 de enero de 1905 (22 de enero en el nuevo calendario) —tragedia que se conoce como el Domingo Sangriento—, los simpatizantes de las ideas socialistas, en especial los de religión judía, pasaron a la acción colectiva. Rápidamente declararon una huelga general, pero el gobierno ruso, debilitado por la guerra ruso-japonesa y por los graves problemas económicos, respondió con la promulgación del Manifiesto de Octubre (en el cual se otorgaban al pueblo las libertades civiles tradicionales) y con la institución de una asamblea consultiva de carácter electivo, la Duma, para ratificar las leyes.

Yacov Rotkovitch, 1913. (Fotógrafo desconocido. © 2013, Kate Rothko Prizel y Christopher Rothko.)

El mundo en el que nació Marcus Rotkovitch en 1903.
El 15 de enero de 1906, la ciudad de Dvinsk celebró la nueva promesa del zar relativa a la institución de esta cámara deliberativa con una espectacular concentración festiva que, tras ser reprimida por las autoridades, acabó con la ejecución de nueve personas. Aunque los judíos de Dvinsk se habían librado de las masacres, la ciudad era presa de la agitación, alboratada por las diversas asambleas que organizaba el Poalei Zion (Trabajadores de Sión, un movimiento marxista-sionista), y, sobre todo, el Bund (Federación Judía de Trabajadores), cuya sección más fuerte y activa estaba radicada en la ciudad debido a su elevado número de obreros judíos. Es posible que Yacov Rotkovitch se uniera al Bund en octubre de 1905, en el curso de la impresionante concentración organizada en apoyo de los caídos en la represión de la semana anterior. Pero esta última manifestación, reprimida igualmente por la policía, desencadenó una nueva espiral de violencia: se declaró la ley marcial, se impusieron toques de queda y quedó prohibida toda reunión de más de tres personas. «Mi padre era un militante de la socialdemocracia —diría Rothko tiempo después—, un hombre profundamente marxista y visceralmente contrario a la religión, quizá porque en Dvinsk [...] los judíos ortodoxos constituían una mayoría reaccionaria.»[11] De hecho Yacov Rotkovitch organizaba reuniones clandestinas en su propio hogar para debatir las ideas del Bund, cuyos panfletos leía a hurtadillas en la sinagoga cuando no tenía nada que hacer.[12] Poco a poco, sin embargo, las esperanzas de aquella burguesía ilustrada que, al igual que Yacov, defendía la asimilación de los judíos en el seno del Imperio ruso, se fueron desvaneciendo.
En 1905 y 1906 se registraron centenares de pogromos en la Zona de Residencia. En octubre de 1905, en el más brutal de todos ellos, fueron asesinados alrededor de seiscientos judíos en la ciudad de Odesa. Y fuera de la Zona también había masacres, como en Białystok (en la frontera de Bielorrusia y Lituania), donde el 1 de junio de 1906 murieron doscientas personas, seiscientas resultaron heridas y varios cientos de casas y comercios quedaron destruidos o asolados por los saqueos. Día tras día se registraban nuevos pogromos cada vez más cerca de Dvinsk: Minsk, Orsha, Vitebsk, Gorodok, Polotsk, Riga, Réchytsa... ¿Sintió Yacov Rotkovitch la presión del cerco en torno a la ciudad? Marcus no tenía ni tres años en el momento de la masacre de Białystok, y parece que este fue el acontecimiento decisivo que provocó el cambio radical del padre en materia de religión. De hecho, a partir de entonces es cuando las opiniones del farmacéutico de Dvinsk empezaron a cambiar, para hacerse más severas. «A mí no se me escapaba que mi abuelo había quedado muy afectado por los pogromos de 1905», me diría Kate Rothko, la hija del pintor, un día en que hablábamos de la historia de su familia. «No creo que [las masacres] llegaran a Daugavpils [nombre que recibió Dvinsk a partir de 1920], pero sin duda estaban lo bastante cerca como para aterrorizar a la gente. Y desde luego causaron un gran impacto en mi abuelo, que hasta entonces era una persona más bien laica. Aquello le hizo algo más religioso.»[13] Sea cual fuera la causa, el caso es que de un día para el otro Yacov decidió reintegrarse en la comunidad judía y volver a unir sus fuerzas con ella. Fruto de este giro radical es su resolución de inscribir a Marcus en la escuela talmúdica, mientras que para sus tres primeros hijos había optado por una educación totalmente distinta. A diferencia de sus hermanos mayores, que se habían educado en centros no religiosos —Sonia en un colegio ruso y Moses y Albert en una escuela judía de carácter laico—, Marcus asistiría a las escuelas del Talmud Torá,[14] por decisión inapelable de su padre.
Sobre esta época todavía quedan algunas cuestiones sin resolver. Por ejemplo, ¿se le buscó a Marcus un tutor privado de hebreo en estos primeros años de su infancia? Y después, ¿se le inscribió en un jéder tradicional o en uno de carácter liberal?[15] En cualquier caso, de lo que no cabe duda es de que aquel largo periodo en las escuelas del Talmud Torá —entre los cuatro y los diez años— dejó en el pequeño Rotkovitch una huella indeleble. Pero ¿qué significó para el ilustrado farmacéutico de Dvinsk aquel retorno a la religión? Desde que abandonara el shtetl, no había nada en su vida de judío cada vez más asimilado que pudiera haber presagiado esta vuelta a la tradición o, en palabras de su nieta, este súbito «arrebato de piedad».[16] Tal y como apunta el historiador Michael Stanislawski, esta clase de transformaciones no solían ser consecuencia directa de los «ataques físicos contra los judíos», sino que muy a menudo eran más bien «una reacción del individuo frente a las nuevas teorías del nacionalismo y el socialismo [que] por aquel entonces estaban atrapando las mentes y los corazones de muchas personas».[17] ¿Y no encarnaba precisamente Yacov Rotkovitch, en todas sus facetas, el «nuevo tipo social»[18] que nos describe el historiador Irving Howe? A fin de cuentas, la asimilación era cada vez más la aspiración última de buena parte de los judíos que habían abandonado los shtetls. «La historia —nos dice Howe— ha acabado reconociendo las grandes consecuencias que los nuevos movimientos obreros y socialistas tuvieron para la comunidad judía. Y es que en aquellas primeras luchas empezó a perfilarse un nuevo tipo social que terminaría convirtiéndose en el vehículo y, a menudo, en el orgullo de la cultura yidis: el del trabajador-intelectual autodidacta que, marcado en su infancia por las enseñanzas del Talmud Torá, en la madurez se veía obligado a luchar por aquella educación que sus nietos tendrían desde el nacimiento como un derecho propio; un hombre que, aun inspirado por la idea de una cultura humanista universal, estaba igualmente deseoso de absorber los textos de Marx, Tolstói y demás maestros del siglo XIX».[19] No cabe duda de que, en el caso de Yacov Rotkovitch, su evolución personal se vio lastrada por un complejo cúmulo de circunstancias. Por una parte, la pobreza que asolaba la Zona de Residencia terminó afectando al negocio del farmacéutico, cuya «legendaria generosidad», según apunta su hija Sonia, no casaba nada bien con el éxito económico del propietario de un establecimiento comercial.[20] Por la otra, el miedo a que sus dos hijos mayores «fueran obligados a incorporarse al ejército, en el cual se mataba a los judíos por pura diversión», seguramente terminó de impulsar la sorprendente transformación de Rotkovitch, sin contar que esto explicaría también su decisión de inscribir a Marcus en las escuelas del Talmud Torá.[21] Dado que los estudiantes del Talmud estaban generalmente exentos del servicio militar, ¿no sería esta última decisión suya un intento desesperado de proteger a su hijo menor?
Sean cuales fueran sus razones, el caso es que el pequeño Marcus se encontró a los cuatro años estudiando en un jéder, adonde acudía ataviado con la indumentaria negra que era de rigor. No sabemos si su profesor fue el rebi Reuvele Dunaburger, el rabí Yosef Rosen (el que fuera rabino jasídico de Dvinsk durante medio siglo) o Meier Simcha Hacohen (el rabino de los mitnagdim, que durante treinta y nueve años fue el jefe de los «opositores» al judaísmo jasídico). De todas maneras no tiene demasiada importancia, pues al fin y al cabo todos ellos eran talmudistas excepcionales con una personalidad bastante fuerte. Así pues, mientras su hermana Sonia cursaba sus estudios de odontología y sus hermanos varones hincaban los codos en Vilnius, el pequeño Marcus estudiaba afanosamente el hebreo y se pasaba los días sumergido en sus libros de rezos bajo la atenta —y a menudo amenazadora— mirada del melamed, el preceptor del jéder. La escuela talmúdica es por definición la consagrada al estudio de una disciplina pero también a una práctica intelectual precoz, y, según la tradición, en ella se toma conciencia de que el estudio tiene un comienzo pero nunca un final, porque la Torá es inconmesurable. Una vez que han aprendido a leer en hebreo, los alumnos se inician en el estudio propiamente dicho: primero en la Mishná (leyes orales) y seguidamente en la Guemará (discusión y comentario de dichas leyes), antes de abordar el Pentateuco a los seis o siete años de edad; y por último, a los trece, la edad en que se celebra el Bar Mitzvá, se abandona el jéder para pasar a estudiar a la yeshivá.[22] El desarrollo intelectual y el prestigio eran dos elementos esenciales del estudio talmúdico. De hecho, según Abraham Heschel, «los judíos no construyeron grandes sinagogas, pero sí que levantaron puentes que unían el corazón de los hombres con Dios», y por eso quienes «estudiaban el Talmud se sentían emparentados con los sabios. [...] En Europa del Este prácticamente no había ningún hogar judío, por muy humilde y miserable que fuese, que no tuviera una estantería llena de libros; porque [los libros] eran fuegos siempre vivos, receptáculos a prueba del tiempo en los que se forjaban las monedas espirituales que valdrían para toda la eternidad».[23]
El filósofo italiano Giorgio Agamben ha sido posiblemente quien mejor ha captado el contexto histórico en que surgió la pasión de los judíos por el estudio. «Talmud —apunta— significa estudio.»
Durante el exilio babilónico, los judíos, dado que el Templo había sido destruido y no podían seguir celebrando los sacrificios, confiaron la conservación de su identidad no tanto al culto como al estudio. Torá, por otro lado, no significaba en origen Ley sino doctrina y, por último, el término Mishná, que indicaba la recopilación de las leyes rabínicas, provenía de una raíz cuyo sentido era ante todo «repetir». Cuando el edicto de Ciro consintió el regreso de los judíos a Palestina, el Templo fue reconstruido; pero para entonces la religión de Israel había quedado marcada para siempre por la piedad del exilio. Al único Templo en donde se celebraba el solemne sacrificio cruento, se le sumaron las múltiples sinagogas, simples lugares de reunión y de plegaria; y la creciente influencia de los fariseos y de los amanuenses, hombres de libro y estudio, sustituyó el dominio de los sacerdotes.
En el 70 d. C., las legiones romanas destruyeron nuevamente el Templo. Pero el docto rabino Joahannah ben-Zakkaj, que había salido a escondidas de la Jerusalén asediada, obtuvo de Vespasiano el permiso para poder seguir enseñando la Torá en la ciudad de Jamnia. A partir de entonces, el Templo no volvió a ser reconstruido y el estudio, el Talmud, se convirtió de esta manera en el verdadero templo de Israel.[24]
Esta compleja relación con el Talmud es precisamente una de las claves esenciales para comprender la vida y obra de Mark Rothko.
En una foto de familia aparece Marcus Rotkovitch cuando contaba diez años de edad, pero con su austera indumentaria oscura y su forma de sentarse a los pies de su madre sosteniendo un libro (seguramente la Torá) parece más bien que tuviera cincuenta. ¿Cómo se adaptó aquel niño a la vida de las escuelas del Talmud Torá? ¿Cómo llevaba el hecho de ser el único miembro de la familia que era iniciado en aquella enseñanza tan austera? ¿Como un honor y un motivo de orgullo, o más bien como algo anómalo, como un castigo? ¿Cómo logró aquel niño de cuatro años conciliar el cerrado ambiente de su escuela con la apertura de su familia asimilada? «Hay que estar ciego para no ver la luz del Mesías», decía el rabí Pinhas de Korets. Si Marcus Rotkovitch se pasaba el día entero escuchando sentencias como esta, ¿cómo podía luego forjar su identidad en el seno de la familia, en un ambiente y una cultura que nada tenían que ver con los de la escuela talmúdica? Así las cosas, no es extraño que años más tarde, al recordar sus años de infancia, Rothko contara una y otra vez, adornando más bien su relato, que de niño solía llevar una mochila para protegerse de los golpes, ya fueran las piedras que le arrojaban los niños cuando se lo encontraban por la calle, o las descargas de los cosacos, uno de los cuales le había cruzado la cara con su fusta cuando se dirigía a la ciudad para reprimir a los manifestantes. En el hogar de los Rotkovitch, una vivienda burguesa situada en el número 17 de la calle Shosseynaya de Dvinsk, no había miembro de la familia que no sintiera los efectos de la metamorfosis del padre. Anna, en cambio, no parece haber experimentado una evolución similar, como prueban las repetidas disputas que con su marido mantenía, sobre todo en lo que concierne al cashrut; es decir, los alimentos kósher.[25]
Marcus Rotkovitch tenía siete años cuando su padre decidió cambiar Dvinsk por Estados Unidos; nueve cuando sus dos hermanos varones se reunieron allí con su padre el 21 de diciembre de 1912;[26] y diez cuando salió al fin de su ciudad natal rumbo a América acompañado de su madre y de su hermana Sonia, que para entonces contaba veintitrés años de edad. «Nunca fui capaz de aceptar aquel traslado a un país en el que jamás llegué a sentirme como en casa», manifestaría tiempo después. Por su parte, su sobrina nieta, Debby Rabin lo expresaría en los términos siguientes: «Hasta entonces habían disfrutado de una vida cómoda. Mi abuela [Sonia] trabajaba de dentista y estaba comprometida».[27] Como es natural, más allá del arraigo personal de cada cual, todos los Rotkovitch tuvieron que enfrentarse como pudieron a las circunstancias opresivas de la época y, paralelamente, a las tensiones derivadas del conflicto entre modernidad e identidad judía. ¿Cómo si no podrían haber acatado la imposición del patriarca de la familia, para quien la única posibilidad de salvación era la huida de la ciudad? En 1910 se organizó en el cementerio de Dvinsk una ceremonia conmemorativa para honrar la memoria de los «camaradas caídos» en la revolución de 1905. Los asistentes portaban banderas en las que podía leerse, en ruso y en yidis: «¡Viva la liberación nacional y social de todos los pueblos!». ¿Y Yacov Rotkovitch? ¿Asistiría también él a aquel acto celebrado poco antes de su partida a Estados Unidos? Cuando llegó a su nuevo país se dispuso a explorar las posibilidades que se le ofrecían en Portland, Oregón, donde Sam, su hermano menor —que se había cambiado el apellido por Weinstein— era el copropietario de una próspera empresa textil. Yacov Rotkovitch, por lo tanto, tuvo reacciones distintas frente a lo que percibía como amenazas externas para su familia: en un primer momento se volvió hacia la religión, pero posteriormente optó por el traslado de la familia a Estados Unidos y allí moriría de cáncer de colon el 27 de marzo de 1914, seis meses después de la llegada de Marcus al país.

Marcus Rotkovitch (a la derecha, sentado en el suelo), con diez años y acompañado de algunos parientes y miembros de su familia cercana en 1913. Su hermana, Sonia Rotkovitch, está de pie, justo detrás de él, y su madre, Anna Rotkovitch, también detrás, pero sentada. (Fotógrafo desconocido. © 2013, Kate Rothko Prizel y Christopher Rothko.)
Cuando uno trata de desentrañar el complejo entramado de influencias que intervino en las dramáticas circunstancias vitales de los Rotkovitch —desde el pogromo de Kishinev en 1903 hasta la propia muerte de Yacov en 1914—, no puede evitar pensar en Job: historia de un hombre sencillo,[28] esa magnífica novela de Joseph Roth que es como una especie de parábola de la familia Rotkovitch. En efecto, pese a las profundas diferencias sociales entre Mendel Singer —un humilde maestro de las Talmud Torá de Zuchnow, shtetl de la Rusia zarista— y Yacov Rotkovitch —el boticario de ideas liberales de la ciudad de Dvinsk—, tanto una familia como la otra sufren las humillaciones de todo judío en la Zona de Residencia, viven aterrorizados por la brutalidad de los cosacos, y han dado un vuelco a sus valores a causa de las persecuciones. Al final, ambos, Mendel y Yacov, emigran a Estados Unidos, gracias al apoyo económico de un miembro de la familia que ya está establecido allí, y ambos lo hacen para salvar a sus hijos varones del reclutamiento forzoso y a sus hijas del matrimonio con un goy.[29] «La noche del sabbat —escribe Roth—, Mendel Singer se despidió de sus vecinos. Bebieron el licor verde amarillento que había preparado uno de ellos [mezclándolo con higos secos]. [...] Todos desean suerte a Mendel. Algunos le miran escépticos, algunos le envidian. Pero todos le dicen que Estados Unidos es un país magnífico. Un judío no puede desear nada mejor que llegar a América.»[30]
Una vez tomada la decisión era preciso hacer frente al sinfín de formalidades necesarias para obtener el pasaporte y, después, al extenuante viaje en coche de caballos, tren y barco que les permitirá llegar al otro lado del Atlántico, momento que Roth refleja muy bien en su novela: «Ahora —le dijo a Mendel Singer un judío que ya había hecho el viaje en dos ocasiones— aparecerá la Estatua de la Libertad. Tiene una altura de ciento cincuenta pies. [...]. En la mano derecha sostiene una antorcha. Y lo más hermoso es que esa antorcha arde de noche y nunca se consume. Porque se ilumina eléctricamente. Cosas así solo se hacen en América».[31] Cuando en 1913 emprende viaje hacia el Nuevo Mundo, el pequeño Marcus Rotkovitch, de apenas diez años de edad, era uno de los dos millones de personas que, debido a los vaivenes de la historia europea, se vieron obligadas a emigrar al oeste.
Por esa misma época, concretamente en 1908, se fundó una asociación llamada Betsalel (Bezalel) que tenía como objetivo la promoción de las bellas artes. Un hombre nacido en 1865 en Grīva (Grive, Letonia) —una población anexa a Dvinsk— y estudiante de la escuela talmúdica antes de convertirse en el rabino de Zhoimel (Zeimelis, en Lituania) y en el de Bauska (Boisk, en Letonia), envió una larga misiva a los fundadores de Betsalel en la que pasaba revista a las razones históricas que habían dificultado la expansión de las bellas artes en el seno de la religión judía. Por entonces él estaba a punto de empezar a impartir clases en la ciudad palestina de Jaffa. «Un rayo de sol nos ha iluminado entre la densa niebla que actualmente oscurece nuestro mundo», escribía en la carta.
Aquí y allá, en la dispersión de nuestros hermanos, no hay más que desorden y oscuridad: se derrama sangre, se pisotean cuerpos, se rompen cráneos, se roban y saquean casas, tiendas, los objetos decorativos. [...] Todo lo que han hecho los jóvenes judíos no ha servido para hacer avanzar la causa de la libertad: allí mismo, en una Rusia ensangrentada, se han desprendido de lo espiritual como si se tratase de una deuda antigua [...]. Una de las señales evidentes de esta resurrección es la importante labor que ha de resultar de la asociación que ustedes dirigen: la resurrección del arte y la belleza hebreas en la tierra de Israel [...]. Este importante dominio de las bellas artes puede abrir las puertas de la subsistencia a muchas familias. Desarrollará además el sentido de la belleza y de la pureza en los hijos de Sión, que están particularmente dispuestos para ello. A las almas rotas les aportará una visión clara y luminosa de la belleza que hay en la vida y en la naturaleza [...]. Cuando nuestro antiguo pueblo vino al mundo se encontró con una humanidad envuelta en las mantillas de la infancia, que no tenía más que un sentido salvaje de la belleza, carente de lo puro y lo noble. Si a la belleza se la desconecta de la verdad científica y moral, se arriesga a ser transformada a manos de las masas incultas en un placer burdo.[32]
¿Cómo no vamos a detenernos un instante en las observaciones del rabí Avraham Yitzhaq Ha-Cohen Kook, más tarde conocido como Rav (Rabí) Kook? El caso es que, en el Antiguo Testamento, la relación etimológica entre «palabra» (dibour) y «desierto» (midbar), el lugar donde Dios se apareció por primera vez al pueblo judío, pone de manifiesto la preponderancia de la palabra —que es la única capaz de revelar lo sagrado— frente a las representaciones pictóricas, prohibidas por el Segundo Mandamiento. Es precisamente en este punto donde la afirmación de Rav Kook suponía una ruptura. Lejos de pervertirlos, él considera que la carrera en las artes y la búsqueda de la belleza auguran a los judíos un futuro prometedor. Si nos volvemos ahora hacia el pequeño Marcus Rotkovitch, inmerso a sus cinco años en el estudio del Talmud, ¿no era él justamente quien iba a cumplir la profecía de Rav Kook?
En junio de 1913, Marcus Rotkovitch abandonó la ciudad de Dvinsk acompañado de su madre y de su hermana. Cuando llegaron al Dvina cruzaron en ferry a la otra orilla, pagando un kópek cada uno, después siguieron en tren hasta Libau (Liepāja), junto al mar Báltico y, por último, se embarcaron en el SS Czar con un pasaje de segunda clase. El 17 de agosto de 1913 llegaron a Nueva York, donde se les cambió el apellido por el de Rothkowitz.[33] Los diez primeros días los pasaron en New Haven, Connecticut, en casa de unos primos suyos, los Weinstein. Después, con un cartel colgado al cuello que advertía que no hablaban inglés, emprendieron un largo viaje de Nueva York a Portland, Oregón, que Mark Rothko describirá siempre como una travesía «agotadora e interminable». Décadas más tarde rememorará aquella escena en términos bastante amargos en una conversación con su amigo Robert Motherwell: «No puedes hacerte idea de cómo se sentía un niño judío vestido a la manera de Dvinsk, tan distinta de la americana, y que cruzaba el país sin ser capaz de articular una palabra en inglés».[34]

Viaje a Estados Unidos de Marcus Rotkovitch junto con su madre y su hermana, desde su salida de Dvinsk hasta Portland, Oregón, entre junio y septiembre de 1913.