CAPÍTULO 1

CONCEPTUALIZACIÓN DEL DUELO: PERSPECTIVAS CLÁSICAS Y CONTEMPORÁNEAS

Los profesionales que trabajamos acompañando a personas que afrontan la muerte de un ser querido nos encontramos ante un dilema: por una parte, nos gusta insistir en que el duelo es un proceso natural y normal que no hay que psicologizar ni patologizar, ya que la mayoría de las personas tendrán que vivir alguna situación de pérdida en sus vidas y no por ello van a necesitar de ayuda especializada; pero, por otra, en nuestra realidad como profesionales nos encontramos algunas veces con personas en duelo que experimentan la pérdida como una vivencia trágica, de la que tienen muchas dificultades para recuperarse, y que intuimos que pueden acabar desarrollando algún tipo de duelo complicado y acudiendo a nuestra consulta con una clara patología debida al duelo no resuelto: después de varios años de la muerte de su persona amada, siguen sin poder rehacer su vida, con problemas relacionales, emocionales y/o fisiológicos. Entonces ¿cómo explicamos que el duelo es ambas cosas: un proceso normal que en ocasiones puede resultar muy complicado?

En estas dos últimas décadas se han realizado varios intentos sistemáticos de desarrollar teorías sobre qué es el duelo y cómo evoluciona en el tiempo, que permitan asimismo descifrar cuándo y por qué un duelo puede llegar (o no) a complicarse. Esto nos ayudaría a atender mejor a las personas y familias afectadas. Desde marcos empíricos o conceptuales distintos, psicólogos, psiquiatras e investigadores han desarrollado diferentes perspectivas que aspiran a mejorar la comprensión del duelo y reflejar su complejidad, y, aunque no existe aún una teoría general que las englobe a todas, cada una nos ofrece una visión particular sobre alguna dimensión específica.

Para poder valorar y comprender el alcance del impacto que la muerte de un ser querido produce en nuestras vidas, debemos, en primer lugar, saber por qué es tan importante para todo ser humano la creación de lazos significativos con las personas que lo rodean. Varias teorías nos ayudan a entender cómo se da ese proceso único de vinculación en los seres humanos desde la infancia. Dichas teorías describen las distintas funciones que tienen los lazos afectivos, cómo favorecen el desarrollo de la persona y qué es lo que ocurre cuando estos lazos se ven amenazados o rotos, es decir, el porqué del duelo. En la primera parte de este capítulo se resumen algunas de las aportaciones de las «teorías de la construcción del self» desde la visión psicoanalítica y la psicología del desarrollo (Guntrip, 1971; Winnicott, 1993; Erikson, 1950; Stern, 1985), además de la contribución única de John Bowlby y sus seguidores con su «teoría sobre los vínculos afectivos» (Bowlby, 1986-1995; Ainsworth y otros, 1978), y de la aportación de Ronnie Janoff-Bulman (1992), quien, desde un modelo sociocognitivo («las creencias nucleares»), explica cómo la tragedia de la muerte y la separación puede destruir en la persona que la sufre su mundo interno de valores, su confianza y su visión de la vida.

En la segunda parte del capítulo se trata de explicar más en detalle no ya el porqué, sino el cómo del duelo y qué características posee. Las formulaciones aquí presentadas son modelos desarrollados específicamente para situaciones de estrés y trauma y que, desde la consideración de la pérdida de un ser querido como una vivencia trágica, tienen su traslación directa al duelo. Modelos como la «teoría del ajuste traumático» de Mardi Horowitz (1993a, Horowitz y otros, 1996) y la «teoría cognitiva del estrés» de Richard Lazarus y Susan Folkman (Lazarus y Folkman, 1984; Folkman, 2001) nos aportan elementos para entender mejor el impacto que tiene lugar tras la ruptura del vínculo afectivo e intentan describir cómo se desarrolla el proceso de adaptación posterior desde el punto de vista del procesamiento emocional. Se introduce después el concepto de «trauma acumulativo» propuesto por Masud Kahn (1963) y Joan Lourie (1966) para describir los efectos del fracaso del entorno en proporcionar apoyo a la persona después de un suceso traumático y que, aplicado al duelo, señala cómo esta falta de apoyo no sólo afecta a su evolución, sino que puede convertirse en sí misma en una pérdida adicional. Esta aportación teórica, que proviene de la psicología humanista, nos ayuda a comprender mejor uno de los factores principales que determinan que el duelo pueda llegar a complicarse.

Aunque no se desarrollaran de forma específica para el duelo, estos modelos teóricos nos dan información sobre las distintas maneras en que las personas responden al trauma producido por la ausencia del ser querido y a la vez nos permiten empezar a entender por qué los dolientes responden de formas tan distintas, con estilos de afrontamiento particulares, y cuál es la función de los síntomas físicos, las cogniciones, las conductas y las emociones que experimentan.

La última parte del capítulo está dedicada a las teorías específicas sobre el duelo más importantes desarrolladas en estos últimos años: el modelo de «fases y tareas de duelo» propuesto por William Worden (Worden, 1997) y el modelo de «proceso dual de afrontamiento» del duelo de Margaret Stroebe y Henk Schut (1999, 2005). Estas aproximaciones intentan describir, con mayor o menor éxito, cómo es el proceso de afrontamiento, qué factores afectan a su evolución, cuáles son las estrategias más frecuentes de manejo del dolor, cuándo son o no adaptativas, así como algunas variables que pueden predecir un buen o mal resultado, una buena o mala resolución.

Un modelo conceptual de duelo debe incluir teorías que aclaren cuál es el final del proceso, cuál es el término, es decir, el para qué del duelo, qué sentido tiene como proceso funcional. En el último apartado se presenta un resumen del concepto de «crecimiento postraumático», contribución de los autores Richard Tedeschi y Lawrence Calhoun (Tedeschi y Calhoun, 1995, 2004; Znoj, 2006), que a mi modo de ver aclara lo que debería ser el resultado esperable como resolución final del proceso de desvinculación tras la muerte de un ser querido.

1.1. Modelos conceptuales sobre la relación y el desarrollo

EL SER HUMANO Y LA NECESIDAD DE RELACIÓN

Los seres humanos somos relacionales por naturaleza. Estamos interactuando constantemente con los que nos rodean: construimos vínculos a lo largo de toda nuestra existencia para satisfacer nuestras necesidades de seguridad y protección como niños, para desarrollar nuestra identidad como adolescentes, y para dar y recibir amor como seres maduros en nuestra vida adulta. Autores prominentes de modelos psicodinámicos han enfatizado la necesidad de relación como una de las características fundamentales del ser humano y cómo este contacto interpersonal es necesario e indispensable para su crecimiento y desarrollo (Bowlby, 1986; Guntrip, 1971; Fairbairn, 1952).

El impulso de conectar con el exterior surge desde el momento en que el bebé nace y empieza a relacionarse con la madre (Stern, 1985). Las primeras experiencias de vinculación del niño con las figuras parentales son fundamentales para su desarrollo, pues van a determinar su capacidad como adulto de estar en intimidad y a la vez ser autónomo en relación con el otro (Holmes, 1996). Si un niño, por alguna razón, no recibe contacto o es aislado emocionalmente de sus cuidadores, aunque pueda sobrevivir físicamente, las consecuencias psicológicas son devastadoras, pues no va a ser capaz de desarrollar una personalidad adecuada (Winnicott, 1979, 1993). Sin el contacto con el otro, el sentido del yo, el self, se ve dañado y el niño pierde la capacidad de relacionarse de forma sana con los demás, lo cual va a afectar a su futura vida como adulto.

¿Por qué es tan necesaria para el desarrollo sano del ser humano la vinculación con figuras de referencia del entorno? Es a través de las relaciones con lo que es externo como creamos nuestro mundo interno. Cada vez que nos comunicamos o entramos en conexión con lo de fuera, generamos sentimientos, pensamientos, fantasías, deseos y esperanzas. El mundo interno que creamos con este material está dentro de nuestra piel y es la respuesta a las múltiples interacciones con lo que nos rodea, sean personas o cosas. Este ámbito íntimo, que puede estar más o menos al alcance de nuestra conciencia, debe organizarse de forma que tenga sentido. Para esta organización es también esencial el contacto externo: sin la relación con los otros no hay capacidad de dar significado a la experiencia interna, no hay posibilidad de identificar nuestras necesidades básicas como humanos, ni de generar la acción necesaria para buscar satisfacción a dichas necesidades. La vida, y lo que en ella ocurre, no puede tener sentido sin relaciones interpersonales, y este significado emerge en la mediación satisfactoria entre la relación con los demás y nuestro mundo interno (Erskine y otros, 1999).

Este movimiento oscilatorio entre el contacto interno —darnos cuenta de lo que sentimos, de nuestras sensaciones internas— y el contacto externo —ser consciente de lo que nos rodea, de lo que está más allá de la piel, sean personas o cosas— es vital para la identificación y satisfacción de las necesidades fundamentales del ser humano. La experiencia de una necesidad produce una activación interna que mueve a la persona a salir al exterior al encuentro de los que la rodean para obtener satisfacción. Cuando la necesidad está colmada, la estimulación cesa. Ésta es una respuesta natural que se repite una y otra vez a medida que las necesidades van emergiendo y satisfaciéndose. Esta serie cíclica de Gestalts (Perls, 1973; Perls y otros, 1951) incluye reacciones fisiológicas, emocionales, conductuales y cognitivas que se van activando y desactivando, abriéndose y cerrándose, de forma espontánea y a menudo inconsciente.

Las relaciones interpersonales nos ayudan a definir los límites de nuestra identidad, quiénes somos y hasta dónde llega nuestro espacio vital en relación con el de los demás (Erskine y otros, 1999). También contribuyen a ordenar el material interno de forma adaptativa, es decir, de forma que tenga un sentido que facilite la integración de las distintas experiencias de vida, sean éstas las que sean, incluso las negativas o traumáticas. Las nociones sobre cómo funciona el mundo y la necesidad de crear entornos sociales seguros forman parte de la actividad humana sana y normal. Las personas maduras adultas, a partir de este proceso natural de contacto externo y contacto interno, son capaces de ir aumentando su conocimiento acerca de sí mismas y de la vida, desarrollando habilidades de cambio y adaptación que les permiten afrontar acontecimientos difíciles en el futuro.

Al establecer contacto relacional con los otros y con nosotros mismos, podemos identificar nuestras necesidades más íntimas y también las de los que nos rodean. Ello nos permite anticipar y predecir hasta cierto punto el entorno que nos envuelve, con lo que podemos pedir ayuda cuando las necesidades no están satisfechas, y también ofrecer ayuda a través de la compasión y la empatía a otros seres que lo necesitan para sobrevivir. Según Erikson (1950), esta capacidad, desarrollada a través de las relaciones sanas que establecemos desde niños, nos confiere un sentido de seguridad y protección en el cual basamos nuestra pertenencia, nuestro sentido de la vida y nuestras relaciones.

Resumen

— El ser humano, por naturaleza y desde que nace, entra en relación con el mundo externo que lo rodea y con el mundo interno de sensaciones, sentimientos y pensamientos.

— Este contacto interno-externo oscilatorio es vital para la satisfacción de sus necesidades de supervivencia, contribuye a la construcción y organización del material interno y le da seguridad, sentido de pertenencia y significado de vida.

Discusión

De la teoría psicoanalítica sobre el desarrollo se deduce la idea de que el duelo no trata únicamente de la recuperación por la ausencia de la relación con el otro, sino que también incluye un trabajo de reestructuración interna que tiene que ver con la pérdida de una parte de uno mismo.

En la ruptura de la vinculación con una persona que amamos y que nos ha amado no sólo perdemos la fuente de satisfacción de nuestras necesidades de afecto o de seguridad, sino que, al mismo tiempo, se ve sacudido nuestro mundo interno de pensamientos, significados, esperanzas, generado en sus aspectos nucleares a partir de la relación con esa persona significativa. El duelo puede provocar una desconexión con nuestro núcleo interno, anulándose nuestra capacidad de ordenar el material de forma que tenga sentido. Al perder a nuestro ser querido se desmantelan también valores, creencias y esperanzas: nuestra visión de la vida, de las relaciones, se quiebra; el sentido de quiénes somos se distorsiona. La experiencia de duelo comprende también el proceso de recuperación de esta identidad destruida: la necesidad de reestructurar la fragmentación interna es uno de los objetivos o tareas del duelo.

Otra conclusión importante de la combinación de algunas aportaciones de las teorías psicoanalíticas y de otras procedentes de la línea de la psicología humanista es que la recuperación del duelo debe incluir procesos que reflejen la fluctuación continua entre la necesidad de conectar con el mundo interno y la necesidad de conectar con lo que nos rodea, porque es sólo en este movimiento donde el sentido profundo del proceso del duelo puede hallarse. Las relaciones interpersonales que el doliente sostiene, y que lo sostienen, a lo largo de su experiencia de pérdida van a ser esenciales en el manejo de esta dinámica. Estos conceptos aquí descritos son fundamentales para comprender cómo se desarrolla el duelo, ya que condicionan la manera de afrontar el dolor emocional y deben tenerse muy en cuenta a la hora de plantear cuál es la mejor manera de ayudar a las personas que lo sufren.

TEORÍA DE LA VINCULACIÓN

La teoría de la vinculación, formulada por John Bowlby (1979-1988), es un constructo motivacional que nos ayuda a entender la tendencia que los seres humanos tenemos a crear vínculos con las personas que nos rodean, y por qué ante la ruptura o la amenaza de ruptura de estos vínculos reaccionamos con comportamientos y emociones intensas. Según John Bowlby, la razón principal por la que el niño tiende a vincularse con la madre es su necesidad de seguridad y protección; y en este sentido el impulso de vinculación es una reacción natural de supervivencia. El adulto actúa como una base de seguridad (una especie de campamento base) de la que el niño aprende a separarse de forma progresiva, por periodos de tiempo cada vez más largos, para poder explorar y aprender del exterior, retornando a esta figura de referencia cuando la necesita como espacio de protección y seguridad (Ainsworth y otros, 1978).

La búsqueda de proximidad, según estos autores, es una estrategia de regulación afectiva innata en el niño cuya función es la protección ante amenazas físicas o psicológicas y el alivio del malestar emocional. Si esta figura de referencia, que se ha convertido en una fuente de seguridad, desaparece o el niño siente que puede desaparecer, éste reacciona con señales de protesta emocional intensa. Esta respuesta ante la separación de sus cuidadores pasa por varios estadios o fases emocionales. La primera señal es la protesta, en la que el niño se aflige y rechaza el consuelo de los demás: llorar, gritar, enfadarse o patalear constituyen, pues, respuestas normales a la separación, cuya función biológica es intentar restablecer el vínculo con el cuidador. Si esto es así, la sintomatología ansiosa desaparece; si no es así, si el niño no consigue atraer la atención del cuidador, entonces aparecen la tristeza, la apatía, el aislamiento y la desesperanza. Finalmente, si sigue sin restablecerse el contacto, el niño llega a claudicar desvinculándose, y de forma activa rechaza los posibles contactos posteriores con el cuidador (Hazan y Shaver, 1987). Según John Bowlby (1986-1995), la respuesta de aflicción ante la muerte de un ser querido es un caso específico de ansiedad de separación, siendo el duelo una forma de ruptura de vínculo irreversible. La respuesta psicológica ante la separación está programada biológicamente en una secuencia ordenada de reacciones fisiológicas. Las cuatro fases del duelo propuestas por este autor son: a) aturdimiento, b) añoranza, búsqueda y enfado, c) desorganización y desesperanza y d) reorganización.

La mirada mutua entre la madre y el niño es un factor esencial para que éste pueda desarrollar un mundo interno donde la relación íntima con el otro es posible (Stern, 1985). A partir de esa mirada, el niño es capaz de crear una imagen interna de sí mismo vinculado al cuidador y en el contexto de una relación con el mundo. El «modelo de funcionamiento interno» que el niño ha construido y almacenado durante su desarrollo en la infancia constituye y define la manera en que, como adulto, se percibirá a sí mismo y a los demás, y por tanto condicionará su capacidad de relacionarse y de vincularse (Bowlby, 1995; Ainsworth y otros, 1978). De hecho, un buen parentaje provee al niño de la confianza básica interna para establecer relaciones y manejar situaciones difíciles en la vida (Erikson, 1950). El reto que debe afrontar el adolescente o adulto joven es la capacidad de separarse de las figuras de vinculación y construir nuevas figuras con otras personas. Estos modelos internos de funcionamiento, o estilos de vinculación, desarrollados en los primeros años de vida son particularmente estables y difícilmente van a ser modificados por experiencias posteriores. Mary Ainsworth, alumna de John Bowlby, describió cuatro modelos de vinculación entre los niños y sus madres (o padres) (Ainsworth y otros, 1978).

Un niño con estilo de vinculación segura tiene un cuidador presente, en quien se puede apoyar, que se preocupa, a quien puede pedir ayuda y que responde; y a partir de esta experiencia desarrollará una imagen de sí mismo como alguien valioso, que merece ser querido y, por tanto, con una buena autoestima que constituirá la base de todas sus relaciones futuras con los demás. Según Donald Winnicott, el ambiente de seguridad y confianza que rodea al niño y donde es apoyado y cuidado actúa como un sistema de protección psicológica y fisiológica que va a garantizarle la supervivencia emocional y física (Winnicott, 1993).

Si el cuidador no está presente física y emocionalmente de manera consistente, entonces no hay seguridad de que el niño vaya a recibir una respuesta cálida cuando aparezca una necesidad y, por tanto, va a desarrollar un estilo de vinculación insegura como una manera de adaptarse a la nutrición afectiva inadecuada. Se distinguen tres tipos de modelos internos de vinculación insegura. Si el cuidador es inconsistente, es decir, a veces cálido, a veces frío y ausente, entonces el niño desarrolla una respuesta de dependencia compulsiva. El cuidador puede estar preocupado por sus cosas, autocentrado, enfadado o demasiado ocupado y no es consciente de las necesidades del niño y, por tanto, es incapaz de establecer una confianza básica. El niño interioriza un estilo donde sólo manteniendo sus demandas de forma incesante va a poder permanecer vivo, y para él, no estar en contacto con el adulto es una experiencia terrorífica. Se establece entonces el estilo de vinculación insegura-ansiosa: ante la impredecibilidad de la respuesta del adulto de referencia, a veces el niño se apega a la madre (o padre) como una adicción para atraer su atención e intenta todo lo posible para que ésta (o éste) responda. Otras veces, cuando ella (o él) intenta ser cariñosa, el niño reacciona con enfado empujándola hacia fuera, porque le da miedo la posibilidad del rechazo.

A veces el cuidador es emocionalmente frío de forma consistente y físicamente disponible de forma inconsistente (a veces sí, a veces no). Para estos adultos el niño es una carga: el contacto físico y el abrazo son difíciles para ellos, así que lo educan de forma desapegada, generándole miedo a la vinculación, que por otra parte el niño tan desesperadamente necesita. Todos sus intentos de aproximarse y entrar en contacto con su cuidador acaban siempre en dolor emocional. El mensaje es «el contacto es doloroso», por tanto el resultado es una defensa del tipo «no te acerques» asociada a una reacción de desprecio, y se instala el estilo de vinculación inseguraevitativa. Éste suele ser el caso de las madres (padres) deprimidas, sin interés por el niño y emocionalmente distantes. El niño desarrolla la idea de que tener necesidades es algo malo y, por tanto, las minimiza, a menudo sacándolas de su conciencia. El niño evitativo anestesia su cuerpo, constriñendo la energía para la vida.

El último tipo de vinculación es el inseguro-desorganizado, que describe a niños que responden con formas de comportamiento desorganizado y que no pueden ser clasificados como evitativos o ansiosos, ya que no muestran un modelo coherente de respuesta. Se sugiere que las figuras parentales de estos niños podrían ser padres que han sufrido traumas en su vida que no han sido resueltos (Main y Hesse, 1990).

John Bowlby (1986) señala que las reacciones de duelo están condicionadas por los sistemas de vinculación que se han configurado durante el desarrollo en la infancia. Poseer como adulto un modelo interno de funcionamiento seguro es la garantía de una buena autoestima; de confianza en uno mismo y también en los otros, y de una buena capacidad de relacionarse y mantener vínculos sanos con los demás. También es un factor protector frente al impacto de posibles pérdidas futuras. Algunos autores afirman que, para niños que han estado expuestos a acontecimientos extremadamente traumáticos, la calidad de la vinculación es probablemente el determinante individual más importante de deterioro a largo plazo (McFarlane, 1988). Según Linda Luecken, la muerte del padre o de la madre en la infancia no es un predictor claro de desórdenes psiquiátricos en la vida del adulto; sin embargo, el estilo de vinculación del niño sí lo es (Luecken, 2008).

La perspectiva de la vinculación nos ofrece también un marco para la conceptualización de las complicaciones del duelo. Ya John Bowlby sugirió (1993) que los estilos de vinculación insegura-ansiosa podían asociarse a formas de duelo crónico, mientras que los estilos inseguro-evitativos podían dar lugar a duelos inhibidos o pospuestos. Esta asociación ha sido explorada por investigadores como Margaret Stroebe y Henk Schut, entre otros (Stroebe y Schut, 1999; Stroebe y otros, 2005; Mikulincer y Shaver, 2008).

Resumen

La teoría de la vinculación elaborada por John Bowlby y sus colaboradores nos aporta tres grandes ideas:

— La protesta emocional que el niño expresa ante la amenaza de desaparición de la figura adulta de referencia es una reacción natural cuya función es intentar restablecer la vinculación.

— Las reacciones emocionales ante la ruptura del vínculo afectivo se organizan en forma de estadios o fases.

— Los estilos de vinculación —segura, insegura-ansiosa, insegura-evitativa e insegura-desorganizada— desarrollados en los primeros años de la infancia son estables en la vida adulta y determinan la vulnerabilidad a posibles complicaciones en el duelo ante futuras pérdidas.

Discusión

Andrea perdió a su madre a los 2 años de edad. Su padre entró en un estado de depresión y tuvo que ser acogida por una tía que nunca la aceptó. Quedó marcada por esta pérdida y tuvo una adolescencia difícil. Ante la muerte de su marido, con el que tenía una relación muy dependiente, Irene es incapaz de rehacer su vida. Ocho años después sigue con el mismo dolor, la misma tristeza, la misma nostalgia. Lleva un año en terapia de grupo y dice que nunca estará mejor. Isabel, una viuda con dos niños pequeños, lucha por sobrevivir y se esfuerza en recuperar la ilusión por la vida; sus padres la acompañan y la sostienen en su desesperación: a pesar del dolor, es capaz de pensar en un futuro mejor.

Muy a menudo, los terapeutas, ante situaciones similares de pérdidas, nos preguntamos por qué, mientras unas personas parecen incapaces de rehacer sus vidas, otras reaccionan con más aceptación, con ganas de luchar por un futuro, a pesar de lo sucedido. La teoría de la vinculación nos aporta una posible explicación a estas diferencias descritas en el ejemplo de Irene y Judith. El modelo de estilo de vinculación que el doliente ha generado en su infancia con relación a sus cuidadores y la naturaleza de la relación entre éste y su ser querido fallecido pueden ser factores que determinen el curso del duelo, condicionando que la manera de afrontarlo sea efectiva o inefectiva.

La perspectiva de la vinculación nos propone un factor interno o intrapersonal —el modelo de vinculación interna— y un factor interpersonal —la calidad de la relación con el fallecido— que van a mediar y condicionar la adecuada evolución del proceso y, por tanto, constituyen un paradigma muy útil para la clasificación de la naturaleza y significación de las pérdidas y para entender los distintos modelos de duelo complicado. En estos últimos años se está recogiendo abundante evidencia empírica que confirma la relación entre los estilos de vinculación del doliente y la posibilidad de desarrollo de duelo complicado (Shaver y Tancredy, 2001; Stroebe y otros, 2005; Mikulincer y Shaver, 2008). Según estos autores, los adultos con historias de vinculación insegura en su infancia van a presentar una mayor vulnerabilidad al desarrollo de duelos complicados cuando afronten situaciones de pérdidas. Y los vínculos ansioso-dependientes son un factor de riesgo que predice duelos crónicos, que no se concluyen con el tiempo, como ejemplifica el caso de Irene.

La teoría de la vinculación aporta elementos que nos permiten predecir resultados en función de ciertas variables. Perspectivas teóricas específicas sobre el duelo, como el modelo de proceso dual de afrontamiento que se describe más adelante (Strobe y otros, 2005), incorporan la teoría de la vinculación de John Bowlby y la de sus colaboradores como un elemento fundamental.

Por otra parte, esta teoría describe cómo la protesta emocional ante la separación es una respuesta natural adaptativa cuya función, al menos en el niño, es la de restaurar el vínculo. Este repertorio de reacciones de protesta emocional es muy similar al que viven las personas en duelo. De hecho, las etapas que John Bolwby describe para la separación del vínculo han servido de inspiración a las teorías de modelos de fases ante la muerte y el duelo, como el modelo desarrollado por Elisabeth Kübler-Ross (1969) o, más recientemente, el modelo de fases de duelo propuesto por William Worden (1997), también descrito más adelante en este capítulo.

La funcionalidad del duelo es otra cuestión que la teoría de la vinculación propone y para la que no tiene respuesta: si establecer lazos es, evolutivamente hablando, un elemento de desarrollo para la supervivencia de la especie, ¿qué sentido tiene la respuesta emocional de protesta cuando la restauración del vínculo no es posible?, ¿la sintomatología asociada a la protesta emocional es algo que debe evitarse o que tiene una función adaptativa? o, en definitiva y en un sentido más amplio, ¿la función biológica o psicológica del duelo es adaptativa o disfuncional? Los terapeutas nos hacemos estas preguntas y buscamos respuestas en la psicología, la biología y también en la antropología y la filosofía. La mayoría de las respuestas que encontramos no son más que especulaciones que caen fuera de la posibilidad de refutación empírica, pero a partir de las cuales fundamentamos marcos teóricos conceptuales e incluso toda una praxis clínica. Por poner ejemplos extremos, uno puede considerar que el duelo, desde un modelo biomédico, es una enfermedad de la que es importante recuperarse y cuya sintomatología deberá evitarse en lo posible; por tanto la medicación va a ser una prescripción a considerar. En el otro extremo, desde modelos humanista-existenciales, podemos considerar que el duelo es un estado adaptativo y que la sintomatología es parte necesaria e incluso indispensable del proceso de elaboración y, por tanto, la medicación no siempre es aconsejable.

Todos estamos de acuerdo en que el impulso innato de búsqueda de proximidad o vinculación con los demás es parte de un sistema de adaptación desarrollado en el curso de la evolución para mejorar la supervivencia de los seres humanos, pero en ese mismo contexto, el duelo como proceso de desvinculación ¿es también una estrategia de supervivencia adaptativa? Esta cuestión despierta un interesante debate entre los teóricos y prácticos expertos, lo que explica en gran medida la profusión y heterogeneidad de modelos teóricos conceptuales y de guías de práctica clínica. Las respuestas a esta pregunta no dejan de ser en parte presuposiciones metateóricas a partir de las que distintos expertos derivan teorías clínicas específicas en un intento de explicar cómo tiene lugar el proceso y cuáles son los caminos por los que un duelo se resuelve o se complica, y de guiar en consecuencia la praxis clínica del terapeuta. Lo que está claro es que, si queremos establecer una teoría general de duelo, es fundamental hacer una reflexión profunda sobre esta cuestión.

CREENCIAS NUCLEARES Y RECONSTRUCCIÓN DE SIGNIFICADOS

La perspectiva de las «creencias nucleares» desarrollada por Ronnie Janoff-Bulman (1992) se fundamenta en la experiencia clínica y la investigación cuantitativa realizada a partir de poblaciones de víctimas de traumas. Según esta teoría, la capacidad que tiene la persona de otorgar significado a su experiencia de vida es un elemento crucial en el proceso de recuperación de posibles vivencias traumáticas. La autora afirma que tenemos varias presuposiciones básicas fundamentales —sobre el mundo, sobre nosotros mismos y sobre la interacción entre ambos—, a partir de las cuales construimos un edificio de esquemas mentales. Estas convicciones son: que el mundo es benevolente, que el mundo es ordenado y predecible, que la vida tiene un sentido y un fin determinado y que las personas somos capaces y valiosas. Sobre este edificio mental organizamos predicciones seguras acerca de nuestro día a día, y basamos nuestra confianza y capacidad de control sobre el presente y la dirección de nuestro futuro.

Según la autora, estas creencias nucleares, que constituyen el centro de nuestro mundo interno, son normalmente incuestionables e inmutables, pero a medida que nos vemos expuestos a acontecimientos de la vida, especialmente si éstos son traumáticos, estas presuposiciones son cada vez más ilusorias y en última instancia pueden verse destruidas. En circunstancias de trauma, la persona debe, o bien negar la experiencia de pérdida a fin de proteger este mundo interno de la fragmentación, o bien permitirse una cierta reorganización para poder integrar la experiencia incorporándola a unas estructuras de significados más amplias. En palabras de Ronnie Janoff-Bulman, en el proceso de recuperación de esta fragmentación «la persona se vuelve más triste, pero mucho más sabia».

Varios autores expertos señalan la necesidad de una reconstrucción cognitiva como un elemento importante del proceso de recuperación en el duelo. Colin Murray Parkes denomina «transiciones psicosociales» a esta afectación de las creencias nucleares como consecuencia de la muerte de un ser querido (Parkes, 1971, 1988). Otros autores, en una línea parecida, consideran que este proceso de reconstrucción de significados es el elemento central del duelo (Neimeyer, 2000, 2001; McCann y Pearlman, 1990). Según Robert Neimeyer, la adaptación a la pérdida traumática incluye un proceso de confrontación y exploración de las preocupaciones, que va a permitir construir nuevos significados sobre la muerte del ser querido: creencias anteriores van a ser sacudidas mientras emergen otras nuevas como en un proceso continuo de negociar y renegociar nuevos sentidos. El proceso es maladaptativo si la persona en duelo no puede explorar ni articular su continua reconstrucción de la historia de la relación con el fallecido. En sus trabajos, el autor pone el acento en intentar definir hasta qué punto esta reconstrucción está afectada por factores personales, familiares y culturales, y propone varios principios o proposiciones que pueden ayudar al doliente a vivir el duelo de una manera más adaptativa y facilitar así esa restauración. Entre otros, Robert Neimeyer propone que «el duelo es algo que hacemos, y no algo que nos hacen», estimulando el rol activo de los dolientes ante el proceso. También apunta cómo los síntomas de duelo no son más que señales de los esfuerzos para encontrar nuevos significados.

Resumen

— Una situación traumática produce a la persona que la sufre una ruptura del edificio interno de creencias nucleares acerca de la vida y acerca de ella misma. El proceso de recuperación implica necesariamente la reconstrucción de este mundo interno.

— Este desmantelamiento y posterior reconstrucción conllevan un dolor emocional necesario, cuya sintomatología asociada señala los esfuerzos de reestructuración y, por tanto, puede verse como adaptativa.

— Esta reestructuración implica la creación de nuevos significados o esquemas mentales más amplios, más maduros.

Discusión

Tengo miedo, mucho miedo, que intento controlar. Me veo mal, fracasado, no he sido un buen padre, no he podido salvarla. Ya no quiero ser padre, ¿para qué? Yo creía que lo daba todo y ahora veo que no. Pensaba que era buena persona, pero mira qué pasó. Se supone que los padres estamos para cuidar, ¿no? Podría aceptar la muerte de mi hija, pero lo que nunca aceptaré es que fue por mi culpa. Yo debería haberla salvado.

CRISTÓBAL, dos semanas después de la muerte de su hija
en un accidente doméstico

Cristóbal perdió a su hija de 1 año en un accidente doméstico. Con sus palabras expresa que no sólo vive el dolor por la ausencia de la niña, sino que además se siente muy inseguro y vulnerable, duda de su capacidad como padre y ha perdido la confianza en sí mismo. Su percepción del mundo como un lugar seguro y predecible se ha truncado: su autoestima y su confianza como padre protector se ven cuestionadas, y el significado de su vida en la función de la paternidad deja de tener vigencia. La experiencia de Cristóbal es un buen ejemplo de cómo las creencias nucleares, en situaciones de trauma intenso, se ven desmanteladas, causando dolor emocional, y cómo en su duelo, además de elaborar la ausencia de su hija, deberá hacer todo un trabajo interior de reconstrucción interna de sus percepciones sobre la vida, sobre sí mismo y sobre las relaciones.

Si la teoría de la vinculación aportaba la protesta emocional como una de las reacciones ante la pérdida de una figura externa de referencia, la teoría de las creencias nucleares añade y explica cómo el mundo interno del doliente se ve sacudido, y esa pérdida del sentido de seguridad y protección que proveían estos esquemas mentales produce un sufrimiento en forma de malestar emocional. El dolor, por tanto, es una respuesta natural en el proceso del trauma, y la reconstrucción de este mundo interno de presuposiciones es una de las tareas esenciales del proceso de recuperación.

Pero lo que esta teoría no explica es cómo se hace esa reconstrucción del mundo interno, ¿cuál es el camino para llegar a restablecer nuevos significados y a reajustar las presuposiciones antiguas o aceptar otras nuevas? Ricardo perdió a su mujer y sus dos hijos en un accidente aéreo. Cuando su terapeuta le apuntó, forzando una idea de reconstrucción de creencias nucleares, que «aprendería mucho de la experiencia y que a través de ella podría ayudar a otras personas», él le contestó muy enfadado: «Yo no quiero aprender de la experiencia, ni quiero ayudar a nadie, lo que yo quiero es que me devuelvan a mi mujer y a mis dos hijos». La idea de que hay que aprender de las experiencias de pérdidas ¿se puede aplicar a todos los dolientes? Si el término «significado» ya es un poco escurridizo, ¿cómo definir lo que es aprender de una experiencia o dotarla de sentido? ¿Aprender es un proceso exclusivamente cognitivo, o es necesaria la implicación emocional? Dice Irving Yalom, uno de los padres de la psicoterapia existencial, que los significados no pueden darse, deben descubrirse a través de la experiencia propia (Yalom y Lieberman 1991). Esto parece señalar que el camino cognitivo para la reestructuración de creencias nucleares y significados no será quizás el más efectivo. ¿Cuáles son entonces las condiciones para que se dé esa experiencia reveladora? ¿Cómo puede este padre, Cristóbal, que ha perdido a su hija en un accidente doméstico absolutamente fortuito, dar sentido a lo que ocurrió y recuperar la confianza básica en sí mismo y en la vida? ¿Podemos hablar de significados a alguien que, como Ricardo, acaba de perder a varios miembros de su familia?

Si, según estos autores, estos acontecimientos piden una reestructuración del sistema de valores, entonces muertes que suponen altas respuestas de estrés, como en los ejemplos mencionados, requerirían de reestructuraciones más importantes. También personas con esquemas mentales poco maduros precisarán a su vez reestructuraciones más complejas. Pero los terapeutas observamos que en estas situaciones la sintomatología intensa de choque es tan aguda que impide la posibilidad de cualquier trabajo de reconstrucción, al menos en los primeros momentos del duelo. ¿Cómo podemos saber si la sintomatología es un esfuerzo de afrontamiento efectivo o inefectivo? Es verdad que muchas de las personas en duelo consiguen restablecer un mundo de presuposiciones que no es tan amenazador, pero también otras muchas no lo consiguen. Por otra parte, hoy tenemos evidencia de que hay personas que, a pesar de perder a su ser querido, responden sin experimentar un serio malestar (Wortman y Silver, 2001). Según el estudio CLOC (Changing Lifes in Older Couples), el 45 % de las personas mayores que perdieron a sus parejas no mostraron estar afectadas, al menos de una manera significativa (Mancini y otros, 2006). Algunas investigaciones actuales señalan que la recuperación del duelo no forzosamente implica la necesidad de otorgar un significado a la experiencia, y que no todas las personas, como demuestra el estudio CLOC, experimentan un cambio de identidad (Bonanno y otros, 2002). Entonces, ¿en el duelo es siempre esperable o necesario algún tipo de reestructuración? Si la muerte se vive sin llevar a esos cambios de estructuras o de reconstrucción de significados, ¿estamos ante un mal duelo?

1.2. Modelos conceptuales sobre el trauma

AJUSTE TRAUMÁTICO Y TEORÍA COGNITIVA DEL ESTRÉS

La palabra «trauma» se aplica a aquellos acontecimientos que constituyen una amenaza grave para la integridad psicológica o física de las personas que los viven y frente a los que responden con una reacción intensa de temor, desesperanza y ansiedad. Son comunes además sentimientos de irritabilidad, predisposición a dar respuestas reactivas de alarma por causas menores, pesadillas, imágenes invasivas que aparecen repetidamente en la conciencia y provocan intensa angustia, sensaciones de extrañeza e irrealidad, tristeza. Estos síntomas, que se denominan en su conjunto síndrome de estrés postraumático, suelen estar fuera de control y son fuente de un profundo sufrimiento psicológico. A pesar de ello, esta respuesta se considera biológica y constituye una adaptación natural del cuerpo humano ante el trauma; eso explica que sea tan universal y que remita espontáneamente en la mayoría de los casos en los primeros meses después del acontecimiento (American Psyquiatric Association APA, 1994).

Mardi Horowitz, en su trabajo clásico sobre el ajuste traumático (Stress Response Syndromes, Horowitz, 1986, 1993a), destaca cómo estos síntomas de estrés son respuestas comunes específicas o universales que los seres humanos experimentamos ante acontecimientos inespecíficos, es decir, cualquier tipo de trauma. Este autor identifica y clasifica dentro de las respuestas de trauma dos tipos de estados: la intrusión y la evitación. La intrusión se refiere a aquellas situaciones donde la persona reexperimenta de forma compulsiva pensamientos y emociones acerca del evento, por ejemplo sueña con lo sucedido, o se mantiene en un estado de hipervigilancia, o es estimulado por un recuerdo fuera de su control. La evitación se refiere a todo aquello que contribuye a la negación del proceso, por ejemplo no acordarse de lo sucedido, incluyendo la amnesia, la disociación o la distracción. Según el autor, si la intensidad del impacto del evento es muy alta, el proceso sintomático de intrusión-evitación es más acuciante y puede indicar patología.

Mardi Horowitz vincula la teoría del estrés con la teoría psicoanalítica, explicando cómo el trauma supone una conmoción en el self, que debe responder desarrollando estrategias defensivas. En un intento de formular un modelo de afrontamiento de situaciones de trauma más completo, este autor propone una descripción detallada sobre cómo se desarrolla el procesamiento de la información traumática, para lo que toma conceptos de la teoría cognitiva del estrés y les añade el elemento del control emocional (Horowitz y otros, 1996). Su propuesta parece extensible a situaciones de duelo: un acontecimiento estresante, como es la muerte de un ser querido, llega en forma de mala noticia; esta información, que debe ser procesada neurológicamente en el cerebro de la persona, es discordante con el esquema mental preexistente: «No me podía imaginar que algo así me podía pasar a mí», y cuestiona el mundo interno en el que vivía la persona hasta el momento, por lo que para su procesamiento debe tener lugar un proceso de adaptación o revisión. Esta discrepancia entre la interpretación del evento y el mapa cognitivo preexistente estimula emociones difíciles como la culpa, el miedo, la tristeza o la rabia, que pueden estar relacionadas con experiencias pasadas conscientes o inconscientes de la persona. Las emociones, según el autor, funcionan activando la atención y haciendo que ésta se focalice en el problema para poder reconciliar las incongruencias entre la mala noticia y los esquemas preexistentes. Una vez que se ha producido esta reconciliación, mediante una revisión del mapa cognitivo o esquema previo de conocimiento, la persona reduce las alarmas emocionales y puede pasar a prestar atención a otros temas.

Horowitz también describe cómo en el procesamiento de la información traumática, ante la sintomatología producida por la discordancia entre la realidad externa y el mundo interno de la persona, puede producirse una anestesia emocional como forma de evitación, cuya función en este caso es proveer de un intervalo de tiempo necesario durante el cual la persona va a poner en marcha otros procesos de control que tendrán que ver con sus mecanismos básicos de defensa, aprendidos en el manejo de otras situaciones de trauma o separación del pasado.

Por otra parte, el proceso de transformar la información que lleva de la discrepancia a la coherencia entre los esquemas provoca no sólo unas reacciones emocionales que funcionan como señales, sino también una anticipación de hasta dónde estas emociones pueden llevar. Esta anticipación alerta sobre la posibilidad de un estado intenso de emociones negativas fuera de control. Para evitar una excitación emocional excesiva, real o anticipatoria, la persona aumenta sus procesos de control con el fin de regular el flujo de información mediante inhibidores selectivos y facilitadores o defensas.

La idea de los mecanismos de defensa o defensas para el control de las emociones es un concepto clásico del psicoanálisis (Freud, 1955), pero Mardi Horowitz (Horowitz y otros,1996) va más allá en su interesante trabajo, proponiendo una redefinición y clasificación de estos procesos de control defensivo. Según el autor, estos mecanismos pueden clasificarse en: a) mecanismos de inhibición del contenido: por ejemplo, el sujeto minimiza la importancia del evento o lo niega. Si la decisión de minimizar es consciente, hablaríamos de supresión; si es una inhibición inconsciente, se llamaría represión; b) mecanismos de inhibición del tópico: por ejemplo, desviar el foco de la atención o distorsionar el contenido mental, o anticipar el suceso; en este caso, la persona anticipa con palabras o imágenes la escena de la posible situación difícil con su posible desenlace e impacto, lo que le permite graduar el nivel emocional cuando el acontecimiento tiene lugar; c) alteración de los esquemas personales: por ejemplo, la persona construye unos esquemas mentales más competentes respecto a la posibilidad de trauma, incluyendo la posibilidad de la pérdida en su manera de conceptualizar el mundo y las relaciones, con lo cual el impacto emocional será mucho menor y se facilita así el proceso de adaptación.

Resumen

— Las respuestas ante el trauma incluyen una oscilación entre reacciones de intrusión y reacciones de evitación.

— El proceso de transformación de la información traumática se lleva a cabo mediante mecanismos de defensa que actúan como procesos de control emocional.

— Los mecanismos de defensa o procesos de control defensivo pueden categorizarse en: a) mecanismos de inhibición del tópico, b) mecanismos de inhibición del contenido y c) mecanismos de alteración de los esquemas personales.

Discusión

Varios autores han establecido el paralelismo entre el síndrome de estrés postraumático y las respuestas ante situaciones de duelo, en especial en duelos patológicos (Weiss, 1993; Horowitz, 1986, 1993a; Horowitz y otros, 1993b; Raphael y Martinek, 1997). Estos autores explican cómo muchas de las respuestas que los dolientes expresan, especialmente en el momento posterior a la muerte, son similares a las respuestas de estrés postraumático, aunque eso no significa que necesariamente tengan un duelo complicado: intrusiones de recuerdos; sueños recurrentes que producen malestar; disociación; sufrimiento psicológico ante la exposición a recuerdos u objetos relacionados con el fallecido, por ejemplo al acercarse las fechas de aniversarios, y conductas disruptivas como imposibilidad de conciliar el sueño, irritabilidad y dificultades de concentración.

Mardi Horowitz, además de su descripción de las respuestas de estrés traumático, que podemos aplicar al duelo, también aporta otros dos conceptos muy clarificadores: el modelo bifásico de afrontamiento y su propuesta de categorización de los mecanismos de defensa.

Las reacciones antitéticas intrusión-evitación como rasgos distintivos de las reacciones traumáticas tienen su aplicación en el proceso de afrontamiento del duelo. Ante la muerte de un ser querido, distinguimos también entre estos dos tipos de respuestas: soñar con él, visitar los lugares que nos lo recuerdan, hablar de él a nuestros amigos son actividades que producen una reactivación de síntomas y, por tanto, serían ejemplos de respuestas intrusivas; mientras que evitar hablar de ello, distraerse o negar la realidad de la pérdida serán ejemplos de estados de evitación. La característica oscilación que a veces presentan las personas en duelo entre estos dos estilos de afrontamiento es lo que ha llevado a los investigadores de la Universidad de Utrecht Margaret Stroebe y Wolfgang Schut (1999) a la definición de un modelo de proceso dual de afrontamiento del duelo, que se describe y discute más adelante.

Sin embargo, no queda claro si esta oscilación entre estrategias de intrusión-evitación lleva siempre a un ajuste del proceso de duelo. Según Mardi Horowitz, la intrusión-evitación no se contempla como una estrategia de afrontamiento ni como un proceso dinámico, sino más bien como una reacción adaptativa que en ciertos casos puede dar lugar a complicaciones como el trastorno de estrés postraumático, lo cual es también aplicable a los procesos de duelo. Pero ¿cómo se discrimina entre las respuestas a un evento traumático que son normales y las que no lo son?, o ¿cuándo esta oscilación es un signo de que el proceso va a complicarse? Los autores hablan de la intensidad o frecuencia de la oscilación, pero ¿cómo se mide?

La idea de Mardi Horowitz de que para adaptarse al trauma la persona desarrolla mecanismos de defensa que la ayudan a controlar el impacto de las emociones y que a la vez funcionan como estrategias de procesamiento de la información es trasladable a las situaciones de duelo. La posible noticia de la muerte de un ser querido, especialmente si ésta no ha sido anticipada, es discordante con el mundo interno de presuposición de seguridad y protección, por tanto esta discrepancia amenaza con producir sentimientos profundos de miedo y/o desesperación. El doliente, que quizás ha tenido ya en su vida otras experiencias de sufrimiento asociado a pérdidas, anticipa la posibilidad de volver a experimentar estos estados terribles de malestar y, para evitarlos, activa procesos de control defensivo, con mayor grado de conciencia (supresión) o menor (represión), que inhiben la contemplación consciente de la realidad.

En las respuestas de duelo, la posibilidad de proponer una categorización en los mecanismos de defensa según su función puede sernos muy útil. Ante la muerte de un ser querido, la persona (con más o menos conciencia) puede responder de varias maneras: a) mediante mecanismos de inhibición del contenido: por ejemplo, intentando no pensar nunca en ello, prestando atención a otros temas con el fin de evitar conectar con la pérdida; eso no resuelve el duelo pero protege al doliente de entrar en estados alterados emocionales y mentales; b) mediante mecanismos de alteración del concepto: también puede decirse a sí mismo que eso no es tan importante, o que de alguna manera él sigue conectado con la persona fallecida; c) mediante mecanismos de alteración de los esquemas personales: otra posibilidad es cambiar su conceptualización del mundo y las relaciones incluyendo en ella la eventualidad de la muerte. Poniendo en marcha estos mecanismos de inhibición, supresión o alteración del contenido de la información traumática, consigue reducir la intensidad emocional.

Quizás el punto flaco en la propuesta de mecanismos de defensa, en su categorización y su aplicación al duelo, es la falta de claridad sobre el papel que desempeñan las emociones y la sintomatología en el sistema de alteración e inhibición. Por una parte, hay emociones/síntomas que parecen funcionar como señales facilitando los mecanismos de procesamiento de la información sobre el trauma y, por otra, hay emociones que parecen funcionar inhibiendo el proceso y obstaculizándolo. La posibilidad de distinguir unos de otros va a ser clave para la comprensión de cómo puede producirse un duelo complicado y también en el diseño de modelos y estrategias de intervención.

PERSPECTIVAS SOBRE EL AFRONTAMIENTO

La muerte de un ser querido puede ser contemplada como una situación de estrés que excede las posibilidades de respuesta psicológica disponibles y, por tanto, compromete la salud y el bienestar de la persona afectada, que necesita desarrollar nuevas estrategias de afrontamiento más complejas. En su prominente trabajo Estrés, valoración y afrontamiento, Richard Lazarus y Susan Folkman (1984) apuntan que el grado de desafío a la capacidad de afrontamiento de la persona ante el trauma depende de factores personales y factores situacionales, que actúan como mediadores. Como dice Richard Lazarus (1991), «no es la situación dramática lo que tememos, sino la valoración que hacemos de ella». En el caso de una muerte, por ejemplo, no es lo mismo recibir la información del fallecimiento de un ser querido debido a un accidente de circulación que por una enfermedad durante la que lo hemos podido acompañar. Es evidente que el nivel de estrés y la dificultad de afrontamiento van a ser mucho mayores en las situaciones de no anticipación. La perspectiva del afrontamiento señala cómo las circunstancias que rodean el evento traumático de la muerte constituyen un factor situacional que va a influir en la percepción de mayor o menor amenaza o impacto. Un ejemplo que citan los autores como muestra de factores personales son las respuestas de afrontamiento específicas que la persona activa ante el evento y que van a determinar su capacidad para valorarlo y elaborarlo.

Cuando hablamos de afrontamientos nos referimos al repertorio de pensamientos o actuaciones que los individuos utilizan para responder a las demandas externas o internas de situaciones estresantes. Según el marco conceptual propuesto por estos autores, las estrategias de afrontamiento no tienen un carácter rígido, sino que son procesos activos constantemente cambiantes cuyo objetivo es manejar de la mejor manera posible el dolor de la experiencia traumática. Esta definición es una descripción orientada al proceso, ya que propone que el afrontamiento es independiente de su resultado. Para evaluar la eficacia de una estrategia concreta de afrontamiento habrá que tener en cuenta las demandas del contexto y los tipos de resultados esperados: si es útil para la supervivencia y la protección del organismo, entonces diremos que se trata de una adaptación creativa, y si no, diremos que es maladaptativa.

En su modelo de crisis vitales y crecimiento personal, Rudolf Moss y Jeanne Shaefer (1986), al hablar de distintos tipos de respuestas de afrontamiento, hacen una distinción entre respuestas enfocadas a la valoración o cognitivas, respuestas enfocadas a la resolución de problemas o conductuales y respuestas de afrontamiento centradas en las emociones. Un ejemplo de afrontamiento focalizado en la resolución de problemas sería mantenerse activo, hacer cosas para estar ocupado: el cuidador de un enfermo quizás obtiene un sentido de control en el contexto del duelo anticipado. Otro ejemplo sería la preparación del funeral, que a muchas personas las ayuda a sentirse útiles y a dar significado a la despedida. En ambos ejemplos, según estos autores, este afrontamiento comportamental puede llevar asociadas emociones positivas y a la vez funciona como una estrategia que ayuda a dar sentido a la pérdida, y con ello mejora la adaptación.

En la revisión que Susan Folkman hace de la perspectiva de valoración y afrontamiento (2001) sugiere que la dinámica cambiante de los afrontamientos se da de una forma articulada y ordenada. Aunque los afrontamientos no aparecen en la realidad de una manera tan secuenciada, en la revisión se sugiere la imposición de un orden y unas relaciones causa-efecto que podrían ser medidas empíricamente. En esta revisión se ha añadido el efecto positivo de las emociones en los procesos de afrontamiento. Susan Folkman, en la línea de lo que describe Mardi Horowitz (Horowitz y otros 1996), señala que un suceso crítico como es la muerte de un ser querido provoca una entrada de información traumática que debe ser valorada por el cerebro. Según la autora, en una valoración primaria se asigna la significación al evento, y a partir de ésta se realiza una valoración secundaria en la que se consideran las distintas opciones de afrontamiento. Ambos procesos de valoración se producen en paralelo y determinan una emoción particular que, con mayor o menor intensidad, va a generar más síntomas, afectos y cogniciones que afectan a la persona. Estos procesos de valoración aparecen como renovados esfuerzos para manejar la situación estresante. Un resultado puede tener una función de experiencia positiva en medio del proceso estresante y a la vez puede ser un afrontamiento que sostiene el proceso en el tiempo. Por ejemplo, mantener la esperanza de la recuperación, focalizar un recuerdo positivo de la persona fallecida, pensar que ya no sufre, centrarse en cosas positivas de la vida o valorar la respuesta de apoyo de los amigos son pensamientos o actividades que pueden funcionar como resultados dando un descanso al doliente, especialmente cuando el malestar deviene insoportable, y también pueden funcionar como procesos de adaptación a la nueva situación producida por la pérdida.

Resumen

Los modelos de afrontamiento proporcionan tres aportaciones importantes al duelo en las que se presta atención al contexto donde éste tiene lugar:

— La pérdida de un ser querido, como evento estresante, se produce en un marco de factores personales y situacionales que van a influir en cómo se desarrolla el proceso de elaboración.

— Las respuestas de afrontamiento y otras estrategias asociadas son formas de manejar la integración de la experiencia de pérdida, y son independientes de los resultados.

— Hay una relación causa-efecto entre los tres elementos: evento estresante, tipo de afrontamiento, resultado del proceso de adaptación.

Discusión

Cuando acompañamos a personas en duelo podemos observar cómo a menudo, ante situaciones de pérdida parecidas, algunas personas responden de una forma más adaptativa y otras son incapaces de rehacerse a pesar del tiempo transcurrido. Los modelos teóricos basados en el afrontamiento nos ayudan a entender que, muy a menudo, en la evolución del proceso de duelo tiene mayor importancia la valoración que la persona afectada hace del acontecimiento y su capacidad de responder a la realidad de pérdida que la naturaleza del evento en sí mismo.

Además, esta perspectiva confirma la idea de que las respuestas de afrontamiento en el duelo emergen como un intento de manejar el impacto emocional y son independientes de los resultados: una estrategia concreta de afrontamiento no predice por sí misma el resultado del duelo. Veamos un caso práctico:

José perdió a su hijo de 21 años como consecuencia de una enfermedad degenerativa. No quiere hablar de su muerte y anima a su mujer a seguir adelante y continuar con la vida: «Nada nos lo devolverá, no tiene sentido estar lamentándose, hicimos todo lo que pudimos».

Esta racionalización es una estrategia de afrontamiento en forma de esfuerzo cognitivo, con más o menos conciencia, que José hace para llevar a cabo una valoración del acontecimiento de forma que mitigue su impacto. En sí misma, esta estrategia de alteración del esquema mental tiene una funcionalidad dentro del proceso; es decir, a José lo debe de estar ayudando en algo, aunque no sabemos si este afrontamiento predice o no un buen resultado final.

Los modelos de afrontamiento tampoco son muy claros respecto a cuál debe ser el punto final del duelo y si esas respuestas funcionan como procesos o son resultados, o ambas cosas a la vez. Examinemos otro ejemplo:

Judith perdió a su hijo montañero presuntamente en una avalancha en el Himalaya; toda la expedición desapareció y no se pudo recuperar ningún cuerpo. Cuatro años después, ella sigue afirmando que su hijo sigue vivo, prisionero o perdido quizás en alguna de las poblaciones de la zona. Continúa esperando una llamada de teléfono. Cuando sus hijas le preguntan por qué no se ha puesto en contacto con ella, responde que debe de haber tenido un problema de amnesia.

Éste sería un buen ejemplo de un mecanismo de inhibición del input que permite a la persona manejar la realidad demasiado dura del impacto. Minimizar el sentido de la pérdida o negar la realidad de la muerte puede funcionar en un primer momento del duelo como un mecanismo de defensa para regular el impacto emocional, pero ¿qué ocurre cuando esta negación se convierte, como en el caso de Judith, en un resultado? Como proceso de control emocional, el mecanismo de procesamiento está funcionando, pero ¿es eso hacer un buen duelo? ¿Qué criterios debemos utilizar cuando evaluamos la funcionalidad de las estrategias de inhibición, supresión o negación que utiliza la persona en duelo? ¿Es posible diferenciar los afrontamientos de los resultados maladapativos que predicen un desajuste en el duelo?

La intersección de la teoría cognitiva del estrés con las perspectivas sobre el afrontamiento nos es de utilidad para poder relacionar los afrontamientos y sus resultados, y esto es interesante a la hora de planificar una investigación, pero no resuelve el problema de poder predecir qué estrategias son efectivas en el duelo ni cómo distinguir cuándo son adaptativas o cuándo no lo son, antes de que tengamos los resultados. Lo que estas teorías no nos dicen es qué elementos debemos tener en cuenta a la hora de evaluar el afrontamiento que José hace en su duelo, o el de Judith, para poder predecir cuál será el resultado y, por tanto, tener pistas de si es o no necesaria la intervención terapéutica y, dado el caso, cómo debería realizarse dicha intervención.

TRAUMA ACUMULATIVO Y DUELOS DESAUTORIZADOS

No es lo mismo vivir una situación de peligro o amenaza estando acompañado de alguien que nos sostiene, que habla con nosotros, que responde a nuestras reacciones emocionales, que vivir esa misma situación en soledad, sin nadie con quien compartir lo que nos está sucediendo, sin nadie que nos sostenga o a quien podamos expresar nuestros sentimientos de desvalimiento. Ante una situación de trauma o pérdida, el ser humano necesita del contacto interpersonal, y esa conexión es vital para su supervivencia emocional. En los trabajos realizados por Bessel van der Kolk (1996) acerca del trauma y su impacto en la memoria, se concluye que la disponibilidad o no de contacto es el factor decisivo para que una experiencia pueda llegar a ser un trauma, más decisivo quizás que la propia agudeza del evento. Es decir, que la valoración del evento, sea una muerte o un trauma, está muy mediatizada por la presencia o ausencia de una relación de apoyo con otro ser humano. La teoría del ajuste traumático describe cómo estas situaciones despiertan reacciones complejas del tipo «estados afectivos intensos» que deben regularse. Los trabajos realizados en poblaciones de víctimas de trauma indican que la disponibilidad de conexión con otro ser humano es un factor mediador en este proceso regulador emocional: si la persona lo vive en soledad, las posibilidades de que la experiencia sea almacenada de forma fragmentada, disociada, son mucho mayores; la ausencia de contacto en el momento del trauma o en el tiempo posterior provoca una incapacitación emocional y mental en la persona que sufre la experiencia, que no puede hacer un relato acerca de lo sucedido y, por tanto, no puede atribuirle significación.

La falta de apoyo se considera un factor de riesgo importante para la evolución del duelo y ha sido así descrito en numerosas investigaciones (Klass, 1988; Parkes, 1972). Una misma experiencia de duelo puede vivirse desde la soledad y el aislamiento como algo traumático, o desde la relación con los que te rodean, te comprenden y te sostienen como una experiencia difícil pero, aun así, aceptable. Esta necesidad de vinculación como protección ante el trauma hace que hoy sea universalmente aceptado que el aspecto nuclear de la intervención aguda en crisis sea la provisión y restauración del apoyo social (Raphael, 1983).

El término «duelo desautorizado» se refiere a la dimensión interpersonal o aspecto social y se aplica a aquellos duelos que no pueden ser socialmente reconocidos ni públicamente expresados (Doka, 1989, 2002, 2008). Este concepto señala cómo a ciertas personas no se les da el derecho a vivir su duelo y no reciben el apoyo de su entorno o las facilidades que habitualmente se dan en otras situaciones de duelo, por ejemplo limitar o flexibilizar las responsabilidades, posibilidad de bajas laborales, ser reconocidos como dolientes y ser escuchados y apoyados. Según Kenneth Doka, que definió el concepto en el año 1989, hay cuatro categorías de duelo desautorizado: a) cuando la relación no es reconocida: los lazos de vinculación no son valorados socialmente como significativos, por ejemplo la pérdida de un amante, o la ex pareja, o en una relación homosexual, o la muerte de un paciente con el que teníamos una relación especial. Los vínculos de amistad, con compañeros de trabajo, cuidadores, educadores o padres o hermanos adoptivos pueden llegar a ser muy intensos y permanentes; sin embargo, socialmente no se acepta que este duelo pueda requerir atención especial; b) cuando la pérdida no es reconocida y lo que muere no es socialmente valorado como significativo, por ejemplo la muerte de un animal de compañía, o las muertes sociales que se refieren a personas vivas pero socialmente invisibles, personas en coma o que están viviendo en instituciones sociosanitarias, o la muerte perinatal, es decir, la pérdida de un bebé antes, durante o poco después del parto; c) cuando el doliente es excluido: si la persona no está definida socialmente o se la considera incapaz de hacer el duelo, por ejemplo el doliente es una persona con discapacidad mental, una persona mayor o un niño; d) las circunstancias particulares de la muerte pueden influir en cómo la sociedad limita el apoyo al doliente, es el caso de muertes estigmatizadas como son el suicidio y el homicidio. Asimismo, en esta categoría se incluye la muerte por VIH, o por sobredosis en una persona adicta a sustancias. Los duelos desautorizados se han identificado como de riesgo de duelo complicado por los sentimientos de culpa, vergüenza e inadecuación y la falta de apoyo social y de rituales significativos (Rando, 1993; Stroebe y Schut, 2001).

Masud Khan y Joan Lourie (Khan, 1963; Lourie, 1996) utilizan el término «trauma acumulativo» para describir cómo, en situaciones traumáticas vividas por adultos o niños, el fracaso en proveer una relación de apoyo que sostenga la experiencia es en sí mismo otro trauma. Masud Khan señala que el niño enfrentado a situaciones difíciles en su desarrollo vive un trauma acumulativo cuando las figuras de referencia fracasan en su rol de escudos protectores (Kahn, 1963). Michael Balint habla, en términos más generales, de la falta básica para referirse a las diferencias entre las necesidades básicas del individuo y la nutrición y el cuidado disponibles en las primeras etapas del desarrollo (Balint, 1968). De la misma manera, en la edad adulta, si la necesidad y la esperanza de tener a alguien que nos comprenda y apoye ante una situación traumática se frustran y no hay disponibilidad afectiva del entorno, los efectos del acontecimiento doloroso deben vivirse en soledad. Como dice Richard Erskine, «no es el trauma lo que destruye la psique humana, sino la ausencia de una relación durante el tiempo en que ocurre un acontecimiento traumático o inmediatamente después» (Erskine, 1999). La experiencia de pérdida de un ser querido es en sí devastadora, pero la desautorización y la falta de comprensión y apoyo vivida durante el tiempo de la muerte y, posteriormente, durante el tiempo de duelo pueden producir a veces un daño igual o mayor que el propio evento trágico. Este daño psicológico es lo que llamamos trauma acumulativo en el duelo.

Resumen

— Los duelos desautorizados son aquellos en los que el doliente no es socialmente reconocido y su dolor no puede ser públicamente expresado.

— La ausencia de contacto de apoyo en el momento del acontecimiento traumático y en el tiempo posterior es, en sí misma, otra pérdida secundaria o trauma acumulativo.

Discusión

Tengo verdaderos problemas con los amigos: he ido apartando a todos los que no me han querido escuchar ni aceptar como estoy ahora. Me dicen: «Bueno, ya, déjalo estar. Siempre estás igual, hablando de lo mismo», y otros: «Estás bien, ¿verdad? Se te ve bien. Lo estás llevando muy bien». Al principio era una «pobrecita», pero después pasa el tiempo y ya no saben qué hacer contigo. No quieren verte mal; no quieren ver penas. Y te vas retirando y acabas haciéndote una coraza: dando una imagen de estar bien y no hablando del tema. Hace un año y dos meses de la muerte de mis dos hermanos y la gente está cansada de verme llorar. Estoy aprendiendo a estar sola, pero yo necesito hablar de ellos. No necesito grandes frases, sólo que me escuchen y me dejen llorar.

ANA, un año después de la muerte de sus dos hermanos

Me da más guerra la gente que el duelo de mi hija.

CRISTIAN

El fallecimiento de un ser querido es casi siempre un acontecimiento dramático: tanto si la persona llevaba enferma un tiempo como si se trata de nuestra anciana abuela, la desaparición de un ser que ha sido significativo en nuestras vidas nos llena de vacío y de dolor. De forma espontánea buscamos el acompañamiento de personas de nuestro entorno que entiendan nuestra tristeza, que sepan escucharnos, con las que podamos compartir esta experiencia, expresar nuestras emociones y hablar de la relación perdida. Personas que, desde el respeto a nuestra experiencia subjetiva, nos ayuden a encontrar alivio y a comprender lo sucedido. Esta necesidad de contacto es una necesidad psicológica y casi fisiológica en el ser humano enfrentado a la muerte. Si el doliente recibe esta ayuda, la recuperación es mejor, pero si no se recibe este apoyo, si el entorno no es capaz de reconocer y validar su sufrimiento, de ayudarlo a expresar sus necesidades, si no recibe el contacto cálido y comprensivo de sus allegados, sus sentimientos de inadecuación pueden acrecentarse. A un nivel profundo puede llegar a sentirse culpable de no estar haciéndolo bien; puede sentir vergüenza de sus propios sentimientos y del hecho de necesitar ayuda. Todos estos sentimientos añadidos a los de la pérdida constituyen un trauma acumulativo.

El trauma acumulativo como concepto en el duelo puede definirse como el resultado del fracaso en el papel del entorno social y familiar como escudo protector en el curso del desarrollo del duelo. El doliente expresa aislamiento, sufrimiento y sentimientos de alienación, como en el caso de Ana y de Cristian, causados por la incapacidad del entorno de identificar y responder a su dolor tanto en el momento de la muerte como en el tiempo posterior. Se trata de una nueva pérdida provocada por los fallos continuos en la empatía con que la familia, los amigos y los conocidos responden a las expresiones de dolor, demandas y necesidades emocionales de la persona en duelo, y que autores como Jack Jordan y Robert Neimeyer (2003) ya señalan que se producen en forma de expresiones de invalidación, desautorización, minimizaciones, descalificaciones, rechazo, impaciencia o desinterés.

Ejemplos de estos fracasos en el apoyo son:

• Relaciones no reconocidas: «¿Vas al funeral de un paciente? Te implicas demasiado», «¿una baja laboral para vivir el duelo de un amigo?», «pero si no estabais casados».

• Pérdida no reconocida, por ejemplo muerte perinatal: «Bueno, ya tendréis otros hijos», «mejor ahora que más tarde».

• Dolientes excluidos (niños, personas mayores, personas con discapacidad psíquica): «Ellos no se enteran», «no sienten tanto», «que no vayan al funeral», «mejor contarles una mentira».

• Circunstancias particulares de la muerte (suicidio, sobredosis): «Él se lo buscó», «debe de ser un alivio para la familia», «¿y no os disteis cuenta?».

Los conceptos de duelo desautorizado y trauma acumulativo se superponen cuando se refieren a la desautorización ligada a las normas sociales de cada cultura que marcan cómo deberían ser los sentimientos, la expresión y la duración de los mismos en las personas en duelo. Frases como «¿aún estás así?», «piensa en otras cosas, distráete», «llorar no te hace ningún bien» reflejan ese fracaso empático o invalidación con que el entorno a menudo responde ante el sufrimiento de la persona en duelo y cuyo efecto, según esta aproximación, es un trauma acumulativo.

Parece lógico que el trauma acumulativo y los duelos desautorizados sean factores que predicen hasta cierto punto un duelo complicado. La pérdida tiene lugar en un campo fenomenológico y no sobre la persona aislada, y los factores interpersonales van a tener también un peso muy importante. El diseño de todo programa de investigación o de tratamiento sobre el impacto que la pérdida de un ser querido tiene en el doliente debe incluir siempre una valoración de la calidad del apoyo interpersonal disponible, ya sea por la presencia de un duelo desautorizado, por trauma acumulativo o por ambos. Esta distinción es necesaria porque tiene implicaciones en la intervención terapéutica, en la que el trauma acumulativo deberá ser abordado como una pérdida adicional secundaria.

1.3. Modelos específicos de duelo

MODELO DINÁMICO DE FASES Y TAREAS

Durante muchos años, la descripción del proceso de recuperación tras la muerte de un ser querido ha estado influenciada por el concepto de trabajo de duelo. La idea de que, para elaborar la pérdida, la persona afectada debe realizar un trabajo proviene de la perspectiva tradicional psicoanalítica. Sigmund Freud, en sus primeras publicaciones (Freud, 1948, 1953), describe el duelo como un proceso de liberación del individuo de los lazos que lo mantienen atado al fallecido, y esta desvinculación, que es gradual, se realiza mediante un trabajo o labor que incluye una serie de tareas. Para su posible resolución, añade el autor, debe darse un compromiso activo de confrontación de pensamientos y sentimientos asociados con la pérdida. John Bowlby (1986), en estudios realizados con viudos y viudas, define una secuencia de estadios en los que tiene lugar este trabajo tras la ruptura del vínculo afectivo. Colin M. Parkes (1972) retoma la idea y postula que el conjunto de respuestas que configuran la protesta y la desesperación en el duelo parecen sucederse de forma secuenciada, lo que implica la posibilidad de fases. Otros autores que han contribuido a la idea del duelo como proceso dinámico son Elisabeth Kübler-Ross (1969) en su pionero trabajo descriptivo de las fases de adaptación a la enfermedad en la etapa final de la vida y, por extensión, al duelo; Mardi Horowitz (1986), que integra la visión de las respuestas de estrés frente al trauma y su paralelismo en el duelo; así como Cecily Sanders (1989), Therese Rando (1993) y William Worden (Worden, 1991). (Véase la figura 1.1)

El duelo es un proceso que se desarrolla a lo largo del tiempo y, aunque es una experiencia muy individual que cada persona vive de una manera distinta, presenta algunos aspectos comunes. La observación de rasgos similares en distintos momentos a partir del fallecimiento permite, según los modelos dinámicos, la identificación de fases o etapas, que parecen suceder de forma lineal, cada una de las cuales presenta unas particularidades descriptivas características sobre cómo los dolientes experimentan la muerte del ser querido.

El modelo dinámico de duelo más conocido hoy es el de William Worden (1997), que además asocia a las fases la idea de tareas que el doliente debe completar a fin de adaptarse a la pérdida. El concepto de fases y/o tareas, según este autor, se refiere a que, a través de su completa elaboración, mediante un trabajo activo, la persona puede llegar a superar su duelo. Al acabar el proceso, el doliente se ha adaptado a la nueva situación en la que el fallecido no está, y elaborar la pérdida significa desligarse o desvincularse. Las cuatro tareas secuenciales que William Worden propone son: a) aceptar la realidad de la pérdida, b) experimentar el dolor del duelo, c) ajustarse a un ambiente donde el fallecido no está y c) recolocar al fallecido emocionalmente y seguir con la vida.

Resumen

— El duelo es un proceso dinámico en el tiempo que se caracteriza por una secuencia de etapas con unos rasgos y funciones específicos.

— La función del proceso es elaborar el impacto de la pérdida y adaptarse a la nueva situación.

Discusión

Los modelos dinámicos de fases no son hoy muy populares entre los investigadores. El planteamiento de que las personas en duelo siguen patrones de respuestas o estados afectivos discretos, que progresan de forma lineal y que son predecibles, según Richard Tedeschi y Lawrence Calhoun, no tiene mucho sentido (2004a). La idea de fases sugiere un trabajo de elaboración a través de tareas específicas que señalan un camino único, y para muchos autores se trata de un modelo que no permite diferencias individuales: todos los dolientes deben pasar por esa ruta determinada.

A nivel empírico, los resultados de las investigaciones realizadas sobre la existencia de fases en el proceso no son concluyentes: hay estudios que muestran que no hay evidencia de secuencia de síntomas (Wortman y Silver, 2001; Wortman y otros, 1993) y que la idea de fases no debería utilizarse porque crea expectativas inapropiadas en los dolientes. Sin embargo, otros concluyen que sí hay evidencia de una posible secuencia (Maciejewski y otros, 2007). Algunos autores como Schuster y Zissock (1993) hablan de una composición de fases fluidas que se sobreponen unas con otras de manera distinta en cada persona.

En cualquier caso, todos estos autores están de acuerdo en que, en los momentos iniciales después de la pérdida, hay unas respuestas comunes, y también en que el término del duelo debe ser la remisión de la intensidad y la frecuencia del malestar psicológico. Aunque está claro que cada persona va a mostrar variaciones en su manera de experimentar estados afectivos a lo largo del tiempo, la posibilidad de proponer una progresión, aunque sea a nivel conceptual, nos provee de un marco para la observación, el diagnóstico y el pronóstico que hace que el modelo en fases sea un intento de categorización muy popular entre clínicos, adoptado por muchos por su claridad conceptual.

J. Bowlby, 1986 Aturdimiento Añoranza y búsqueda Desesperanza y desorganización Reorganización
C. Parkes, 1972 Aturdimiento Añorar y retener Depresión Recuperación
E. Kübler-Ross 1969 Negación Ira/negociación Depresión Aceptación
M. Horowitz, 1986 Protesta Negación y aturdimiento Trabajo de duelo Completar
W. Worden, 1997 Aceptar la realidad de la pérdida Experimentar el dolor del duelo Ajustarse a un ambiente donde el fallecido no está Recolocar al fallecido emocionalmente

FIGURA 1.1. Distintos modelos conceptuales de fases, según sus autores.

MODELO DE PROCESO DUAL DE AFRONTAMIENTO

El modelo de proceso dual de afrontamiento del duelo (a partir de ahora PDA), descrito por Margaret Stroebe y Henk Schut (1999), se ha desarrollado a partir de un análisis del proceso de afrontamiento inspirado en las formulaciones clásicas de la teoría cognitiva del estrés de Richard Lazarus y Susan Folkman (1984) y en la ampliación del modelo de afrontamiento bimodal del trauma (Horowitz, 1986, 1993). Recientemente, sus autores han relacionado este modelo con la teoría de la vinculación de John Bowlby (Stroebe y otros, 2005), ofreciendo una perspectiva integrada de ajuste al duelo que incluye una propuesta de categorización de duelos complicados.

Según el modelo PDA, en el proceso del duelo se dan dos tipos de mecanismos de afrontamiento. Los mecanismos orientados hacia la pérdida, es decir, hacia el proceso de elaboración de la muerte, se caracterizan por focalizar la atención en la confrontación de la experiencia misma, por ejemplo: expresar emociones, añorar, recordar o incluso rumiar acerca de la persona fallecida. Se trata de estrategias que, según los autores, facilitan este recolocar a la persona tal y como se describe en el trabajo de duelo. La reconstrucción de significados sería otro ejemplo de mecanismo orientado a la pérdida, ya que contribuye a resituar a la persona fallecida en la vida de uno mismo. Por otro lado, el modelo describe los mecanismos de orientación hacia la restauración, que incluyen todas aquellas estrategias que sirven para manejar los estresores que tienen lugar como consecuencia directa del duelo, por ejemplo asumir un cambio de identidad, aprender nuevos roles, los cambios transicionales psicosociales (Parkes, 1988) y la reconstrucción de las creencias nucleares acerca de uno mismo en el mundo después de la pérdida (Janoff-Bulman, 1992). Se trata, pues, de mecanismos cuyo foco de atención está fuera de la experiencia de pérdida.

Según estos autores, la clave para un buen proceso de duelo es la oscilación que tiene lugar entre estos dos tipos de mecanismos o estilos. Esta oscilación se da a corto plazo, por ejemplo durante un solo día, y también en el tiempo a lo largo de todo el proceso de duelo. De hecho, la adaptación al duelo es un difícil camino progresivo hacia mecanismos de restauración tales como establecer nuevas relaciones y llevar a cabo otros proyectos. Así como en la teoría de las fases se asume que hay una reorganización posterior en la última fase, en el modelo PDA la restauración se considera integral a lo largo de todo el proceso, aunque con una tendencia progresiva hacia la reorganización.

La idea de balance entre ambos componentes, confrontación-restauración, se traduce en que no podemos estar permanentemente conectados con la pérdida, y tampoco sería bueno en el duelo evitar siempre todo aquello que tenga que ver con ella. Por otra parte, la confrontación de algunos aspectos de la pérdida que no se han tenido en cuenta puede ser adaptativa, y a la vez la evitación de otros que son demasiado acuciantes o generan demasiada ansiedad también puede serlo. Esta oscilación, por tanto, tiene una función reguladora: los dolientes que no muestran oscilación se adaptan menos a la pérdida, según afirman los autores.

Margaret Stroebe, en una revisión reciente del modelo PDA (Stroebe y otros, 2005), propone una integración de esta teoría con la teoría de la vinculación de John Bowlby. La combinación de estos dos modelos permite definir de forma más precisa los estilos adaptativos y desadaptativos, y sugiere una descripción de los distintos tipos de duelo complicado en función de los procesos predominantes y la dinámica de la oscilación.

Varios autores han propuesto categorías sobre lo que es un duelo complicado para diferenciarlo de las formas normales de expresión del duelo (Parkes, 1972; Raphael, 1983). Estos subtipos propuestos de duelo complicado han recibido atención en la literatura y en la investigación clínica (Stroebe y otros, 2008a). El duelo crónico es una forma de complicación que se caracteriza por la presencia de síntomas intensos de duelo que perduran en el tiempo y por la ausencia de progreso aparente. Según el modelo PDA, los individuos con duelo crónico están focalizados en estilos de afrontamiento orientados hacia la pérdida y con poca oscilación hacia la restauración. Las personas con duelos crónicos normalmente han tenido un historial de vinculación marcadamente dependiente con sus padres y parejas. Si la relación ha sido difícil, con tiempos de enfado y disputas y tiempos de paz, la persona en duelo puede sentir una combinación de alivio seguido de autorreproche, resentimiento y culpa. Los estilos de vinculación insegura-ansiosa pueden llevar también a un duelo crónico en el que el doliente, para poder atravesar el dolor, debe primero enfrentarse a todos esos sentimientos difíciles.

En el duelo inhibido, pospuesto o ausente, la persona no es capaz de responder a la pérdida de forma inmediata, se siente anestesiada, incapaz de llorar, y las respuestas de duelo se inhiben, se suprimen o se posponen para el futuro. Según el modelo PDA, las personas con duelos ausentes tienden a focalizarse exclusivamente en tareas de restauración, evitando todo lo que las conecte con la pérdida. El duelo pospuesto se asocia típicamente a personalidades con estilos de vinculación insegura-evitativa o desapegada, en los que la persona exhibe muy poca o nula respuesta emocional pues es incapaz de conectar con sus propias emociones (Bowlby, 1986). La negación o inhibición de las reacciones de duelo se ha considerado tradicionalmente una respuesta maladaptativa que puede llevar a una patología (Osterweis y otros, 1984), aunque esta idea está actualmente en revisión (Mancini y otros, 2006).

El trastorno de estrés postraumático se considera un tercer tipo de duelo complicado que tiene lugar como consecuencia de muertes no anticipadas y muy traumáticas, como suicidios, homicidios o pérdidas múltiples (Stroebe, Schut y Finkenauer, 2001; Raphael y Martinek, 1997). Típicamente las personas responden con altos niveles de ansiedad (Weiss y Marmar, 1977) debido a la continua reexperimentación intensa del trauma, asociados a unos intensos esfuerzos para evitar los recuerdos intrusivos. Con referencia al modelo PDA, en la revisión realizada por sus autores (Stroebe y otros, 2005), éstos sugieren que hay una alteración en el proceso natural de oscilación con una fluctuación involuntaria entre intrusiones y evitaciones, algo similar a lo que describe Mardi Horowitz en su modelo bifásico (Horowitz y otros, 1979), y lo asocian a personas con estilos de vinculación insegura-desorganizada.

Resumen

— En el proceso de duelo se dan dos tipos de mecanismos de afrontamiento: los orientados a la pérdida y los orientados a la restauración.

— Para que el duelo sea ajustado, estos dos mecanismos deben darse de forma oscilatoria, aunque al avanzar el proceso en el tiempo predominan los mecanismos orientados a la restauración.

— El duelo crónico se caracteriza por que hay demasiada conexión con la pérdida; en el duelo ausente se produce muy poca conexión, y en el duelo traumático hay periodos de intensa y persistente confrontación y otros de incapacidad de confrontar.

Discusión

Me gustaría llevar un cartel colgado en el cuello que pusiera: «Hoy no os acerquéis a mí, no me preguntéis cómo estoy, habladme de otras cosas, quiero desconectar de todo», y que cuando quisiera lo pudiera cambiar por un «Hoy acercaros a mí, preguntadme por mi hija, necesito hablar de ella, dejadme llorar».

JUDITH, meses después de la muerte de su hija de 6 años

El modelo de proceso dual de afrontamiento refleja esta oscilación que se da de forma natural entre la necesidad de conectar con la pérdida y todos los recuerdos y sentimientos asociados y la necesidad de manejar la intensidad de este dolor mediante espacios de tiempo de desconexión, en los que el doliente se da un respiro, ya sea evitando todo aquello que le recuerda lo sucedido o invirtiendo energía en plantearse cómo podría ser un futuro mejor al final del proceso. En este sentido y a pequeña escala, es decir, en la observación puntual de un momento del proceso como el de Judith, esta perspectiva teórica nos puede ser útil y debería darnos pistas sobre cómo puede evolucionar el proceso en el tiempo. Los autores apoyan la idea de oscilación en un intento de buscar un modelo que explique por qué en un momento del proceso algo es útil y en otro no, pero ¿cómo conseguimos explicar cómo se da esta oscilación?, ¿cómo la medimos? En el caso de Judith, ¿es adaptativa o no?, ¿deberíamos intervenir apoyando la oscilación, o decantando el proceso hacia uno u otro lado? ¿Qué elementos debemos tener en cuenta en esta decisión?

La aplicación clínica del modelo PDA presenta otros dilemas. En la terminología que utilizan los autores para la descripción de los dos tipos de respuesta, en ocasiones parece que se den como sinónimos los mecanismos de evitación y los de restauración; los autores proponen que afrontamientos como la asunción de nuevos roles o el trabajo de reconstrucción de creencias nucleares están en el mismo paquete de estrategias de distracción. Pero desconectar de la pérdida con estrategias de desactivación no necesariamente implica estar invirtiendo en la restauración o adaptándose a la nueva situación. La descripción de los mecanismos orientados a la pérdida o a la restauración parece hacerse de forma independiente de los resultados, pero para medir la efectividad de un afrontamiento hay que tener en cuenta el resultado. Asumir un nuevo rol, por ejemplo, decidiendo un cambio importante en la vida laboral o un cambio de lugar de residencia, no necesariamente es una forma de restauración o de final del duelo: puede funcionar también como un mecanismo de evitación. Por ejemplo, la persona decide «dedicarse a cuidar de los demás» para no vivir su propio dolor, o «se traslada de lugar» para evitar recuerdos; por tanto estos mecanismos no son de restauración sino de desconexión. Otro ejemplo es «la expresión de emociones» que los autores describen como mecanismo orientado a la pérdida; pero expresar el dolor por todo lo que no podrá ser vivido, por el futuro perdido con nuestro ser querido, es también un paso necesario para la restauración: sin esa expresión no hay restauración posible y, en este sentido, expresar las emociones asociadas a la relación es un proceso de confrontación y de restauración a la vez. El modelo tampoco permite diferenciar entre expresiones de dolor productivas y otras expresiones que pueden ser improductivas, por ejemplo en la tristeza crónica que puede llevar a la depresión y a un duelo complicado. Rumiar, otro ejemplo, puede ser productivo como estrategia de proceso de duelo o puede convertirse en un problema si con el tiempo llega a fijarse como pensamiento obsesivo (Nolen-Hoeksema, 2001). Si bien es verdad que la evitación en el trabajo de duelo puede ser adaptativa (Bonanno, 2001a), también es cierto que hay una evitación que predice un mal duelo. La única manera de distinguir si estrategias concretas de confrontación o de evitación son adaptativas es observar si contribuyen a que el proceso se desarrolle de forma saludable, en cuyo caso serían estrategias de restauración. Para ello deberíamos definir en qué consiste un buen duelo; es decir, cuál debe ser el resultado final esperado.

Según los autores del PDA, para que el duelo sea ajustado es preciso que exista una oscilación equilibrada entre la confrontación y la restauración, pero la resolución del duelo sólo podrá tener lugar mediante una transición gradual a mecanismos de restauración. En su crítica a las teorías de fases, los autores de este modelo señalan que, según esa perspectiva, es necesario trabajar las tareas de cada fase, y para ello se propone un camino único, sin permitir diferencias individuales; pero en su modelo, por un lado, se apoya la oscilación como única vía posible de un duelo ajustado y, por otro, parece señalarse la necesidad de un camino que finalmente también acaba siendo unidireccional, pues el punto final es la restauración.

En cualquier caso, si el modelo de proceso dual mantiene su validez como teoría específica de afrontamiento del duelo, es fundamental que los autores hagan un esfuerzo de comprensión y definición de esta dinámica oscilatoria, de redefinición del concepto de restauración, y que señalen pistas a los clínicos para el diagnóstico precoz de posibles complicaciones del duelo, que los ayuden a diseñar estrategias de apoyo psicológico que promuevan la confrontación y estrategias que promuevan la restauración, y que aporten indicaciones sobre en qué momento deben utilizarse unas u otras.

CRECIMIENTO POSTRAUMÁTICO

Estoy segura de que la vida es hermosa y de que a pesar de todo vale la pena vivirla. Esto no significa que yo esté siempre llena de alegría. A menudo me siento agotada después de haber estado tanto tiempo de pie aguardando en la cola, pero sé que esto forma parte de la vida, y en algún lugar dentro de mí siento que hay algo que nunca me abandonará. He visto nuestra desolación, nuestro terrible final, que ya ha empezado a suceder ante mis propios ojos, de tantas pequeñas maneras en nuestra vida cotidiana… Yo lo acepto sin ninguna réplica, pues mi amor por la vida sigue incólume. No estoy amargada, ni me rebelo, ni estoy en modo alguno desanimada. Sigo creciendo cada día, incluso cuando contemplo la devastación que se cierne sobre nosotros. La realidad de la muerte es ahora parte de mi vida. Podría decirse que mi vida ha sido expandida por la idea de la muerte, porque la he contemplado cara a cara y la he aceptado: acepté que la destrucción forma parte de la vida y ya no malgasto mis energías sintiendo miedo de la muerte o rechazando aquello que es inevitable. Parece paradójico pero, si excluimos la muerte de nuestras vidas, nunca seremos capaces de vivir una vida plena, mientras que si la admitimos podemos hacer que nuestra existencia sea algo grande y fructífero.

ETTY HILLESUM, Auschwitz, 1943

(Hillesum, 2002)

La posibilidad de que acontecimientos dramáticos como muertes, enfermedades o catástrofes puedan derivar para las personas que los sufren en cambios positivos o de transformación, es decir, de crecimiento más allá de su nivel de funcionamiento previo, es algo que ha sido reiteradamente descrito en las corrientes de la psicología humanista-existencial por autores tales como Victor Frankl, Erich Fromm, Elisabeth Kübler-Ross, Abraham Maslow, Carl Rogers o Irving Yalom; y que queda expresado de una manera conmovedora en el relato de Etty Hillesum.

En esta última década, estudios de poblaciones que han sobrevivido a traumas han comenzado a describir cómo algunos individuos experimentan cambios positivos como resultado del proceso de afrontamiento desencadenado por la vivencia del evento. El afectado no sólo consigue sobrevivir, sino que además la experiencia traumática opera en él un cambio positivo que lo lleva a una situación mejor respecto a aquella en la que se encontraba antes de ocurrir el suceso. Algunas personas dicen haber adquirido un mayor sentimiento de gratitud, nuevas prioridades en la vida, sensación de mayor fuerza personal o una mejora en la calidad de las relaciones personales. Lawrence Calhoun y Richard Tedeschi utilizan el concepto de «crecimiento postraumático» (a partir de ahora CPT) para referirse a esta mejoría o cambio (Calhoun y Tedeschi, 1999, 2004; Tedeschi y Calhoun, 2004b, 2006). Estos autores detallan características de personalidad que, a raíz de las experiencias traumáticas, pueden facilitar u obstaculizar este desarrollo o cambio positivo: por ejemplo, el optimismo, la esperanza, las creencias religiosas y la extraversión. También describen tres categorías de crecimiento postraumático que pueden experimentar las personas: cambios en uno mismo, cambios en las relaciones interpersonales y cambios en la espiritualidad y en la filosofía de vida.

Cambios en uno mismo: muchas de las personas que han vivido una situación muy difícil en el pasado señalan como algo común el aumento de la confianza en las propias capacidades para afrontar cualquier hecho adverso que les pueda suceder en el futuro. Al haber conseguido hacer frente a un suceso doloroso y traumático, la persona siente que ha resurgido más fortalecida, más reafirmada y con más capacidad de enfrentarse a cualquier otra cosa; se ve a sí misma como alguien más fuerte, más capaz, con mayor tolerancia a la adversidad, con una mejor autoimagen y estima personal: «Ahora me veo como otra persona, es como si hubiera surgido otro yo más sensible y a la vez más fuerte».

Cambios en las relaciones interpersonales: la red de apoyo social que rodea a la persona afectada por el trauma puede verse reforzada a partir de esta experiencia. Es frecuente oír decir a supervivientes de traumas: «He descubierto a personas que no imaginaba que tenía a mi lado. Esta vivencia me ha ayudado a darme cuenta de quiénes son mis verdaderos amigos». Muchas familias y padres enfrentados a situaciones adversas dicen sentirse más unidos y con una relación más íntima y sólida que antes del suceso (Affleck y otros, 1985). La muerte de un familiar puede hacer que los miembros de la familia se acerquen más entre sí al darse cuenta de la posibilidad de perder al otro (Pérez-Sales y Vázquez, 2003).

Cambios en la espiritualidad y en la filosofía de vida: las experiencias traumáticas tienden a sacudir de forma radical las concepciones e ideas sobre las que se construye la forma de ver el mundo (Janoff-Bulman, 1992). «Nunca pensé que algo así pudiera sucederme a mí: esta experiencia ha sido para mí un revulsivo. Antes me preocupaba por cosas insignificantes, ahora valoro más las relaciones con la gente que amo.» También individuos enfrentados a enfermedades graves y hospitalizaciones de larga duración manifiestan haber experimentado procesos de crecimiento o aprendizaje, como tomarse la vida de otra forma y disfrutar más de ella (Taylor y otros, 1984). «Mi vida, desde la enfermedad, es más auténtica, más profunda, he cambiado mis prioridades.» Todos estos cambios son ejemplos de cómo el trauma puede fomentar una reestructuración de la escala de valores, de los esquemas mentales, en el sentido de mayor madurez y plenitud.

Es importante señalar que, según Richard Tedeschi y Lawrence Calhoun, la vivencia de aprendizaje o crecimiento no anula necesariamente el sufrimiento, sino que puede coexistir con él (Park, 1998; Park y Folkman, 1997; Calhoun y Tedeschi, 2004). Es decir, que las personas pueden estar sintiendo emociones difíciles como tristeza, impotencia, culpa o irritabilidad y a la vez experimentar cambios positivos de crecimiento. En muchos casos, apuntan los autores, sin la presencia de las emociones difíciles el crecimiento postraumático no se produce.

La naturaleza del crecimiento postraumático puede ser interpretada desde dos perspectivas diferentes: como resultado o como proceso (Park, 1998). El doliente pone en marcha una serie de estrategias de afrontamiento que lo llevan a encontrar algún beneficio en su experiencia y, por tanto, el crecimiento postraumático puede ser considerado como un resultado; o bien el crecimiento postraumático puede ser entendido como una estrategia en sí mismo, es decir, la persona utiliza esta búsqueda de beneficio para afrontar su experiencia, de manera que más que un resultado es un proceso de afrontamiento. Según Hansjörg Znoj (2006), el CPT es una estrategia de afrontamiento y un resultado a la vez. Después de un trauma, las personas experimentan mucha sintomatología de malestar, y eso contribuye a su crecimiento, lo cual funciona a su vez como un proceso, pues va a promover que el malestar y la sintomatología disminuyan con el tiempo; pero si el malestar no disminuye con el tiempo, entonces no puede darse crecimiento. Según este autor, el CPT refleja la capacidad de la mente de transformar eventos o pérdidas del pasado en pequeñas luces de esperanza. En sus propias palabras: «Después del impacto de un acontecimiento devastador necesitamos encontrar un sentido, y esta necesidad es ya una estrategia de afrontamiento; de ahí surgirá una nueva percepción del mundo, con sus limitaciones y contingencias».

Resumen

— Algunas personas afectadas por un acontecimiento traumático pueden, como consecuencia de su afrontamiento, experimentar cambios positivos en su vida.

— Hay factores de personalidad que pueden predecir este crecimiento postraumático.

— Este crecimiento incluye cambios en uno mismo, en las relaciones interpersonales y en la filosofía o sentido de la vida.

— El crecimiento postraumático puede coexistir con el sufrimiento. De hecho, las emociones difíciles pueden ser necesarias para que se produzcan estos cambios.

Discusión

Es fuerte que lo tenga que decir así, pero ha tenido que morir mi hijo para que yo me transformara en otra persona.

MONTSE

Actualmente hay coincidencia en la literatura de duelo acerca de que el duelo resuelto no es necesariamente aquel en que la sintomatología y el malestar han desaparecido, ni tampoco aquel donde se produce una decatexis o desvinculación con el ser querido tal y como describía Sigmund Freud (1948, 1953). Hoy se utilizan modelos que describen ese final en que el doliente puede «aprender a vivir sin su ser querido» y «ajustarse a esa realidad» (Rando, 1993; Worden, 1997); o modelos que defienden la posibilidad de «mantener los lazos de forma continua con el ser querido fallecido» (Klass y otros, 1996). Otras teorías empiezan a sugerir que en un duelo elaborado no se puede volver al punto anterior, y que siempre debe darse un cierto nivel de cambio en el sentido de «crecimiento personal» (Hogan y Schmidt, 2002).

La aplicación del concepto de crecimiento postraumático al duelo, que está siendo contemplada en la actualidad (Davis, 2008; Znoj, 2006), aporta una idea fundamental: a pesar de experimentar sufrimiento y malestar emocional, la persona en duelo puede estar viviendo un cambio profundo en el sentido de que está creciendo. Este crecimiento puede expresarse en cambios en la percepción de uno mismo, de las relaciones y del sentido de la vida en general. En ocasiones, la persona en duelo puede abrirse a la posibilidad de significados espirituales, a nuevas relaciones o, como Montse, a verse como una persona distinta y renovada. Todo ello apunta a que el duelo puede ser una oportunidad de transformación personal y transpersonal. Si esta transformación es el resultado final, entonces tenemos una manera de identificar cuándo la persona está desarrollando un duelo saludable y cuándo no y, por tanto, discernir entre estilos o estrategias que contribuyen al resultado deseado.

El CPT aplicado al duelo clarifica cómo la sintomatología, el malestar y el sufrimiento psicológico son independientes del resultado final: personas con sintomatología, es decir, que están sintiendo aún dolor, enfado o culpa, pueden estar en camino de transformar esta experiencia en cambios significativos en su vida; y personas que no están bien de salud física o mental pueden estar manifestando que al mismo tiempo están creciendo con la experiencia de duelo o de enfermedad. Y al contrario, las personas que experimentan un suceso mayor en sus vidas sin sufrir ninguna sintomatología no experimentan un crecimiento relacionado con el trauma. Si esto es así, entonces las personas con estilos muy evitativos pueden parecer resilientes al duelo, pues aparentan no estar afectadas por la pérdida de un ser querido (Bonanno, 2004). Pero, aunque el resiliente es capaz de mantenerse estable y emocionalmente equilibrado y de conservar un funcionamiento sano en el plano físico y emocional, eso no significa que necesariamente esté caminando hacia un crecimiento. Un proceso resiliente puede o no llevar a un crecimiento postraumático, de la misma manera que el crecimiento postraumático puede darse a partir de procesos en que la persona experimente periodos de intensa vulnerabilidad, es decir, con respuestas nada resilientes.

Estas reflexiones son importantes porque tienen implicaciones terapéuticas. La teoría del crecimiento postraumático nos señala la necesidad de un modelo de atención al duelo en el que la sintomatología sea acogida como parte importante y necesaria del proceso, en el que los estilos evitativos y/o negadores puedan ser interpretados como adaptativos si funcionan como procesos, pero si la evitación/ negación se convierte en resultado serán vistos como estilos de riesgo de no resolución del duelo. Si el punto final del duelo es el crecimiento postraumático, entonces la resiliencia y los estilos evitativos podrían, en algunos casos, funcionar como una defensa de fortificación ante la vivencia de trauma, que protege frente a la sintomatología, pero que oblitera la posibilidad de un crecimiento postraumático. El CPT nos permite definir como hipótesis cuáles son los resultados esperables que definen lo que es un buen duelo. La funcionalidad de un afrontamiento se medirá no tanto por su capacidad de manejar la sintomatología, sino por su contribución a la producción de cambios en el sentido de crecimiento.

La idea de crecimiento y transformación personal como resultado del duelo apoya también la visión de éste como proceso que evoluciona en el tiempo y que puede tener etapas. Si el punto final es ese cambio, entonces podemos intentar describir e identificar los distintos momentos en que dicho cambio debe producirse y qué estrategias son útiles para su consecución.