Las cosas no cambian: cambiamos nosotros.
HENRY DAVID THOREAU
El necio no se deleita en la prudencia, sino sólo en revelar su corazón.
PROVERBIOS 18, 2
Conversamos acerca del cambio cada día y de forma natural. Pedimos cosas a los demás y somos muy sensibles a los aspectos del lenguaje cotidiano que denotan reticencia, buena disposición, compromiso... De hecho, aparte de transmitir información, una de las funciones más importantes del lenguaje es motivar e influir en la conducta del otro. Puede ser algo tan sencillo como pedirle a alguien que nos pase la sal o algo tan complejo como negociar un tratado internacional.
También hay conversaciones acerca del cambio que suceden en forma de consulta a un profesional y mediante las que una persona intenta ayudar a otra a cambiar. Terapeutas, trabajadores sociales, religiosos, psicólogos, coaches, agentes de libertad condicional y profesores mantienen con regularidad este tipo de conversaciones. Gran parte de la atención sanitaria tiene que ver con la gestión de enfermedades crónicas en las que la conducta y el estilo de vida del paciente determinan su salud, su calidad de vida y su longevidad. Por lo tanto, médicos, dentistas, enfermeros, dietistas y nutricionistas también mantienen con regularidad conversaciones sobre el cambio de conducta y de estilo de vida (Rollnick, Miller y Butler, 2008).
Otras conversaciones profesionales se centran en un tipo de cambio no tan directamente relacionado con la conducta, a no ser que entendamos «conducta» de un modo tan genérico que abarque toda la experiencia humana. Por ejemplo, la capacidad de perdonar es una cuestión psicológica con implicaciones importantes para la salud (Worthington, 2003, 2005). El receptor del perdón puede ser alguien que ya ha fallecido y el acto de perdonar afectará más a la salud mental y emocional de quien perdona que a su conducta manifiesta. El autoconcepto, la toma de decisiones, las actitudes elegidas, el duelo y la aceptación son cuestiones clínicas que pueden afectar a la conducta pero que deben resolverse, fundamentalmente, a nivel interno. En esta edición, incluimos explícitamente este tipo de cambio como un objetivo potencial para la EM (Wagner e Ingersoll, 2009).
La EM presta atención al lenguaje natural acerca del cambio, y su propósito es tener conversaciones más efectivas acerca del mismo, sobre todo cuando se dan en un contexto en el que alguien ofrece ayuda profesional a otra persona. En nuestra experiencia, muchas de estas conversaciones transcurren de un modo disfuncional, por muy buenas que sean las intenciones del entrevistador. La EM se ha diseñado para encontrar un modo constructivo de superar los retos que suelen aparecer cuando alguien, con la intención de ayudar, se adentra en la motivación para el cambio de otra persona. En concreto, la EM consiste en organizar las conversaciones de modo que las personas se persuadan a sí mismas para cambiar, en función de sus propios valores e intereses. Las actitudes no sólo se reflejan en el discurso, sino que este puede modelarlas activamente.
Un continuum de estilos
Podemos pensar en las conversaciones de ayuda como si estuvieran situadas a lo largo de un continuum (recuadro 1.1). En un extremo encontramos el estilo directivo, donde quien presta la ayuda ofrece información, instrucciones y consejo. Un director es alguien que dice a los demás qué hacer y cómo hacerlo. El mensaje implícito en un estilo directivo es: «Sé lo que debes hacer y cómo debes hacerlo». El estilo directivo otorga funciones complementarias al receptor de la instrucción, como obedecer, adherirse o cumplir. Algunos ejemplos habituales de estilo directivo ocurren cuando un médico nos explica cómo tomar correctamente la medicación o cuando un agente de la libertad condicional explica las condiciones y las consecuencias que ha impuesto el tribunal.
RECUADRO 1.1. Un continuum de estilos comunicativos
Dirigir ←→ Guiar ←→ Acompañar
En el extremo opuesto de este continuum encontramos el estilo de acompañamiento. Quienes saben escuchar demuestran interés por lo que dice la otra persona, se esfuerzan en entenderla y se contienen respetuosamente (al menos en un principio) de hacer aportaciones propias. El mensaje implícito de un comunicador con estilo de acompañamiento es: «Confío en tu juicio, me quedaré contigo y dejaré que lo resuelvas a tu manera». Algunas de las funciones complementarias que otorga el estilo de acompañamiento a su interlocutor son las de tomar las riendas, avanzar y explorar. En la mayoría de contextos se dan situaciones en las que el estilo de acompañamiento es el más adecuado: por ejemplo, limitarse a escuchar, en tanto que ser humano, a un paciente moribundo por el que ya se ha hecho todo lo posible o a un cliente que llega a la sesión embargado por una emoción muy intensa.
En el centro encontramos el estilo de guía. Imagine que viaja a un país extranjero y contrata a un guía para que lo ayude. El trabajo del guía no consiste en decirle cuándo debe llegar, adónde debe ir o qué debe ver o hacer. Un buen guía tampoco se limita a seguirle donde quiera que vaya. Un guía hábil sabe escuchar y ofrece información experta cuando es necesario. La EM se sitúa en este territorio intermedio entre dirigir y acompañar e incluye elementos de ambos. Ayudar a un niño a aprender una tarea nueva exige guiarlo: ni hacer demasiado ni demasiado poco para ayudarle. En el recuadro 1.2 encontrará algunos verbos asociados a cada uno de los tres estilos comunicativos y que se dan de forma natural en la vida cotidiana.
El reflejo de corrección
Valoramos y admiramos a quienes deciden ayudar a los demás. Henri Nouwen (2005) observó que «todo el que se introduce voluntariamente en el dolor de un extraño es una persona extraordinaria», y estamos totalmente de acuerdo con él (p. 16). Una vida de servicio a los demás es un regalo profundo. Las personas llegan a profesiones de ayuda a los demás por distintos motivos desinteresados: el deseo de devolver algo a la sociedad, prevenir y aliviar el sufrimiento, manifestar el amor a Dios, marcar una diferencia positiva en las vidas de otros y en el mundo...
Irónicamente, estos mismos motivos pueden llevar a un uso excesivo del estilo directivo, que llega a ser inefectivo o incluso contraproducente cuando la tarea que tenemos entre manos es ayudar a las personas a cambiar. Queremos ayudar, arreglar las cosas, hacer que las personas emprendan el camino hacia la salud y el bienestar. Ver que alguien va por el camino equivocado despierta el deseo natural de ponerse frente a él y exclamar: «¡Detente! ¡Vuelve atrás! ¿Es que no lo ves? ¡Hay una manera mejor!», y lo hacemos con las mejores intenciones, de corazón. Lo llamamos «el reflejo de corrección», el deseo de enderezar lo que parece estar torcido en los demás y de orientarles rápidamente en la dirección adecuada recurriendo sobre todo al estilo directivo. ¿Qué puede haber de malo en eso?
RECUADRO 1.2. Algunos verbos asociados a cada estilo comunicativo

Ambivalencia
Ahora, recordemos que la mayoría de personas que necesitan hacer un cambio sienten cierta ambivalencia ante el mismo. Ven motivos para cambiar y motivos para seguir igual. Quieren cambiar y no quieren cambiar, todo a la vez. Es una experiencia humana habitual. De hecho, forma parte del proceso de cambio normal, es uno de los pasos en el camino (DiClemente, 2003; Engle y Arkowitz, 2005). Si siente ambivalencia, ya ha dado un paso hacia el cambio.
También hay personas que necesitan cambiar (o, como mínimo, eso es lo que piensan los demás), pero ven muy pocos motivos, o ninguno, para hacerlo. Quizás las cosas ya les estén bien tal y como están ahora o quizás intentaron cambiar en el pasado y fracasaron. ¡Para ellos, desarrollar ambivalencia acerca del cambio sería un gran paso hacia delante! (Abordaremos este tema en el capítulo 18.)
Sin embargo, la ambivalencia es el escollo más habitual en el camino hacia el cambio. La mayoría de personas que fuman, beben demasiado o no hacen el ejercicio suficiente son muy conscientes de los inconvenientes de su conducta. La mayoría de personas que han sufrido un infarto de miocardio saben perfectamente que deberían dejar de fumar, hacer ejercicio con regularidad y seguir una dieta más saludable. La mayoría de personas diabéticas pueden recitar de memoria las terribles consecuencias de no controlar adecuadamente los niveles de glucosa en sangre. Desde el lado positivo, la mayoría de personas pueden describir también las ventajas de ahorrar, de hacer ejercicio, de reciclar, de comer mucha fruta y verdura y de ser amables con los demás. Sin embargo, otras motivaciones entran en conflicto con hacer lo correcto, por mucho que sepamos qué es lo correcto. La ambivalencia consiste en querer y no querer algo al mismo tiempo, o querer dos cosas incompatibles. Forma parte de la naturaleza humana desde el principio de los tiempos.
Por lo tanto, es normal que, si hablamos con una persona ambivalente, escuchemos dos tipos de discurso mezclados. Por un lado, escuchamos el discurso de cambio: los argumentos de la propia persona en favor del cambio. En nuestra primera edición (Miller y Rollnick, 1991) los llamamos «afirmaciones automotivacionales». Por el otro, escuchamos un discurso contrario, el discurso de mantenimiento: los argumentos de la propia persona para no cambiar y para mantener la situación actual. Si escuchamos a una persona ambivalente, el discurso de cambio y el discurso de mantenimiento suceden a la vez y, con frecuencia, en la misma frase: «Tengo que hacer algo con mi peso [discurso de cambio], pero lo he intentado todo y nunca consigo ser constante con nada [discurso de mantenimiento]. A ver, sé que necesito perder peso por motivos de salud [discurso de cambio], pero es que me encanta comer [discurso de mantenimiento]». El «sí, pero» es el estribillo de la ambivalencia.
La ambivalencia es el escollo más habitual en el camino hacia el cambio.
La ambivalencia tiene una cualidad especialmente pegadiza, a pesar de que también puede resultar incómoda. Las personas pueden quedar encalladas en la ambivalencia durante mucho tiempo, vacilando entre dos opciones, dos caminos o dos relaciones. Dan un paso en una dirección y, de repente, la otra empieza a parecer mejor. Cuanto más nos acercamos a una alternativa, más claros parecen sus inconvenientes, al tiempo que empezamos a sentir nostalgia por la otra. Uno de los patrones habituales consiste en pensar un motivo para cambiar, entonces pensar en un motivo para no cambiar y, finalmente, dejar de pensar sobre ello. La única manera de escapar de la ambivalencia es elegir una dirección y seguirla; avanzar hacia ella sin detenernos.
Ahora, pensemos en lo que sucede cuando una persona ambivalente se encuentra con alguien que quiere ayudarla y que presenta el reflejo de corrección. La persona ambivalente ya cuenta con argumentos a favor y en contra del cambio. El reflejo natural del que ayuda es recurrir a los argumentos «positivos» y explicar por qué es necesario el cambio y cómo llevarlo a cabo. Si hablara con una persona dependiente del alcohol, podría decir algo parecido a: «Tienes un problema muy grave con la bebida. Tienes que dejarlo». En su fantasía, la respuesta es: «Tienes razón. No era consciente de la gravedad de la situación. Muy bien, lo haré». Sin embargo, la respuesta más probable es: «No, te equivocas». Del mismo modo, el reflejo de corrección natural si estamos tratando a una alcohólica embarazada es explicarle lo peligroso que el alcohol es para el feto.
Sin embargo, lo más probable es que esas personas ya hayan escuchado antes los argumentos «positivos» y no sólo de boca de otras personas, sino de su propia voz interior. La ambivalencia se parece a tener un comité en el cerebro y que sus miembros no se pongan de acuerdo sobre lo que hay que hacer. El terapeuta que sigue su reflejo de corrección y defiende el cambio no hace más que apoyar a una de las voces del comité interno de la persona.
La persona ambivalente ya cuenta con argumentos a favor y en contra del cambio.
RECUADRO 1.3. Reflexión personal: el origen de la entrevista motivacional
No es casualidad que la EM surgiera en el contexto del tratamiento de las adicciones. Me sorprendía que los artículos y las opiniones de los profesionales de este sector fueran tan negativos con quienes padecen trastornos por abuso de sustancias y los describieran como mentirosos patológicos con formidables defensas inmaduras, en negación constante y sin contacto con la realidad. Esa no había sido en absoluto mi experiencia al tratar con estas personas y apenas había pruebas científicas de que, como grupo, tuvieran estructuras de personalidad o defensivas anormales o distintas en cualquier modo a las personas «normales». Por lo tanto, si entraban por la puerta de las clínicas de tratamiento de la adicción siendo tan diversos como la población general, ¿por qué los médicos los percibían de un modo tan inexorablemente parecido y difícil? Cuando las características preexistentes no explican las similitudes conductuales, el siguiente lugar natural donde buscar una explicación es el contexto, el entorno. ¿Era posible que la aparente homogeneidad de la conducta anormal fuera consecuencia del trato que recibían esas personas?
En la década de 1980, no hacía falta buscar mucho para verlo. En Estados Unidos, el tratamiento de las adicciones solía ser muy autoritario, beligerante e incluso despreciativo, y se basaba en un estilo terapéutico muy directivo. Tuve la suerte de que mi primera experiencia como terapeuta de personas que tenían problemas con el alcohol fuera en una unidad que no funcionaba así y, como sabía muy poco sobre el alcoholismo, escuchaba mucho a los pacientes de la planta. Aprendía de ellos e intentaba entender su dilema. En general, me parecían personas abiertas, interesantes y consideradas, muy conscientes del caos al que les había llevado la bebida. Por eso, cuando empecé a leer descripciones clínicas, pensé que no se parecían en absoluto a las personas a las que yo había visto.
Muy pronto, se me hizo evidente que la actitud abierta o la actitud defensiva del paciente, así como el discurso de cambio o el discurso de mantenimiento, dependían de la relación terapéutica. La «resistencia» y la motivación se dan en un contexto interpersonal. A estas alturas, la investigación ya lo ha demostrado con claridad y también es fácil de observar en la práctica clínica habitual. El modo en que se habla al paciente puede aumentar o reducir la motivación (o reticencia) del mismo, como si se tratara del volumen de la radio. Con frecuencia, la «negación» en el tratamiento de adicciones no es tanto un problema del paciente como algo relacionado con la habilidad del terapeuta. Si la terapia evoca la defensa y los argumentos del statu quo, lograr el cambio es mucho más difícil. Y, a su vez, esto confirma la creencia del terapeuta de que se trata de personas difíciles, resistentes e intratables. Es una profecía autocumplida.
Entonces, me propuse descubrir cómo ayudarles de un modo que evocara en ellos su propia motivación para cambiar, en lugar de ponerlos a la defensiva. Uno de los sencillos principios que apareció desde las primeras sesiones fue que era el paciente, no el terapeuta, quien debía enunciar las razones para cambiar. Luego, comprobamos que el uso excesivo del estilo directivo no era propiedad exclusiva del tratamiento de adicciones, y la EM empezó a aplicarse con éxito en otros campos, como la atención sanitaria, correccionales y trabajo social.
WRM
Antes de leer el primer artículo sobre la EM, tuve una experiencia que sembró la semilla del interés que sentiría más adelante por la misma. Trabajaba de auxiliar de enfermería en un centro de tratamiento para personas con problemas de alcoholismo. El centro se regía por una filosofía agresiva y bastante intimidante, en la época, para un chico de veintitrés años de edad. El mensaje era que teníamos que ayudar a los clientes a superar la negación de su problema, porque, de otro modo, seguirían mintiéndose a sí mismos y a los demás acerca de su hábito destructivo. Gracias a las presentaciones de caso y a las conversaciones en las máquinas de café, no tardé mucho en averiguar qué pacientes eran especialmente «resistentes». Uno de ellos participaba en uno de los grupos de jóvenes que yo dirigía. Una tarde, después de que no hubiera dicho prácticamente nada durante la reunión de grupo, mató a su mujer de un disparo y luego se suicidó, todo en presencia de sus dos hijos pequeños.
Unos años más tarde, leí un artículo (Miller, 1983) en el que se sugería que la «negación» podía entenderse como la expresión de una relación disfuncional y de un vínculo deteriorado y que podía reconducirse en una dirección positiva si se adoptaba un estilo más colaborativo con los pacientes. Me di cuenta, con cierta sorpresa, de que el estilo personal y profesional que se caracterizaba por culpar, juzgar y etiquetar a los demás por ser «resistentes» y mostrarse «desmotivados» no se limitaba al terreno de las adicciones. Se daba en prácticamente todas las situaciones de atención sanitaria en las que me encontraba. La EM proponía una manera nueva de abordar estas conversaciones acerca del cambio.
SR
Entonces, ¿qué sucede a continuación? Hay una respuesta muy predecible cuando una persona que siente ambivalencia hacia algo escucha cómo alguien refuerza una de las alternativas: «Sí, pero...» o incuso sólo «Pero...», sin el «Sí». (Esto también sucede en los comités cuando hay desacuerdo.) Si defendemos una alternativa, lo más probable es que la persona ambivalente defienda la otra. A veces lo calificamos de «negación», «resistencia» u «oposición», pero estas respuestas no son en absoluto patológicas. Forman parte natural de la ambivalencia y del debate.
Este debate podría parecer terapéutico (una especie de psicodrama en el que la persona pone de manifiesto su ambivalencia con la ayuda del terapeuta, que representa la parte a favor del cambio), si no fuera por otro principio de la naturaleza humana: la mayoría de las personas tienden a creerse a sí mismos y a confiar más en sus propias opiniones que en las de los demás. Hacer que alguien verbalice los argumentos en favor de una postura tiende a inclinar la balanza de su opinión en ese sentido. En otras palabras, las personas aprenden sus actitudes y creencias del mismo modo que los demás: escuchándose hablar a sí mismas (Bem, 1967, 1972). Desde esta perspectiva, si como terapeutas defendemos el cambio y el cliente defiende el mantenimiento, estamos haciendo justo lo contrario de lo que necesitamos. Idealmente, es el cliente quien debe enunciar los argumentos en favor del cambio. Todos los buenos vendedores lo tienen clarísimo. Las personas son muy sensibles al modo en que se les habla sobre un tema en el que están ambivalentes, en parte porque ya han mantenido consigo mismos estas conversaciones acerca del cambio. El reflejo de corrección asociado al estilo directivo tiende a instaurar un patrón de conversación opositivo. ¿Realmente resulta constructivo? ¿Qué resultado es más probable?
Si defendemos el cambio y el cliente defiende el mantenimiento, estamos haciendo justo lo contrario de lo que necesitamos.
La dinámica de las conversaciones de cambio
El reflejo de corrección parte de la creencia de que debemos convencer o persuadir a la persona para que haga lo correcto. Si hacemos las preguntas adecuadas, si encontramos los argumentos correctos y si seguimos la lógica acertada, la persona verá la luz y cambiará. Esta era la premisa imperante en el tratamiento de las adicciones durante gran parte de la segunda mitad del siglo XX: las personas con este tipo de problemas eran incapaces de percibir la realidad por sí mismas y, para que pudieran cambiar, antes había que derribar sus defensas patológicas. Esta perspectiva exige un fortísimo reflejo de corrección por parte del terapeuta: confrontar a la persona con la realidad, ofrecer una solución y, cuando hay resistencia, subir el volumen (White y Miller, 2007). Los clientes tienden a responder del modo previsto, por lo que se llega a la conclusión, errónea, de que todas las personas con adicciones tienen una personalidad inmadura, alzan defensas feroces y están «en negación» (Carr, 2011). Este fenómeno no es en absoluto exclusivo del tratamiento de las adicciones. Pueden encontrarse ecos de este fenómeno y de los juicios asociados en muchos ámbitos de la atención sanitaria y social y de la justicia penal.
Pruebe este experimento teórico o, mejor aún, póngalo en práctica con un amigo. Elija algo que haya estado pensando en cambiar, que debería cambiar o que quizás quiere o necesita cambiar, pero que aún no ha cambiado. En otras palabras, piense en un cambio ante el que se muestra ambivalente. Todos tenemos alguno. Ahora, haga (o imagine) que un «terapeuta» le explique lo necesario que es el cambio, le dé toda una lista de motivos por los que debe cambiar, insista en la importancia del cambio, le diga cómo debe hacerlo, le garantice que puede hacerlo y le exhorte a emprender el proceso. ¿Cómo cree que respondería? Hemos puesto en práctica este ejercicio en todo el mundo y las respuestas que nos han dado son muy parecidas en todas partes. Algunos lo encuentran útil, quizás uno de cada veinte (la proporción suficiente para que los terapeutas sigan insistiendo), pero lo más habitual es que la persona «ayudada» se sienta de alguna de estas maneras, si no de todas:
Enfadado (agitado, molesto, irritado, no escuchado, no comprendido)
A la defensiva (despreciado, juzgado, justificativo, opositivo, no dispuesto a cambiar)
Incómodo (avergonzado, abrumado, con ganas de irse)
Impotente (pasivo, en inferioridad, desalentado, desmotivado)
De hecho, durante este tipo de interacción la persona «ayudada» concluye que en realidad no quiere cambiar. Obviamente, esa no suele ser la intención de quien quería ayudarla. Sencillamente, es la respuesta normal ante el reflejo de corrección y de cuando nos dicen qué, cómo y por qué debemos hacer. El reflejo de corrección suele hacer que nos sintamos mal; y sentirnos mal no nos ayuda a cambiar.
Ahora, pruebe otra vez, pero entonces su amigo hará algo distinto. De nuevo, hablen de algo que quiera, deba o necesite cambiar, de algo que está pensando en cambiar pero que no ha cambiado aún. Sin embargo, ahora su amigo no le dará ningún consejo, sino que le hará una serie de preguntas y escuchará con respeto lo que usted tenga que decir al respecto. En 2006, desarrollamos estas preguntas para que los principiantes pudieran hacerse a la idea de cómo funciona el proceso de la EM:
1. ¿Por qué querrías cambiar?
2. ¿Qué crees que podrías hacer para conseguirlo?
3. ¿Cuáles son los tres mejores motivos para hacerlo?
4. ¿Cuán importante es para ti el cambio y por qué?
Su amigo escucha con paciencia y, entonces, le devuelve un breve sumario de lo que usted ha dicho: por qué quiere cambiar, por qué es importante, cuáles son los mejores motivos para el cambio y qué puede hacer para conseguirlo. Entonces, su amigo le hace otra pregunta y, de nuevo, se limita a escuchar la respuesta:
5. Entonces, ¿qué piensas hacer?
Y ya está. Aún no hemos explicado qué sucede en esta conversación acerca del cambio y tampoco le hemos explicado la teoría ni dado directrices. Las preguntas en sí mismas no son el método, pero sí que permiten vislumbrar el espíritu y el estilo centrado en la persona de la EM. También hemos puesto en práctica este ejercicio en todo el mundo y, de nuevo, las personas tienden a responder (independientemente de la formación previa de quien trata de ayudarlas) de modos parecidos. Suelen decir que se han sentido:
Implicadas (interesadas, con ganas de cooperar, con una visión positiva del terapeuta, con ganas de seguir hablando)
Potentes (capaces de cambiar, esperanzadas, optimistas)
Abiertas (aceptadas, cómodas, seguras, respetadas)
Entendidas (conectadas, escuchadas, atendidas)
El tema de la conversación es el mismo en ambos casos: la posibilidad de un cambio caracterizado por la ambivalencia. Sin embargo, los resultados suelen ser muy distintos. ¿Con quién prefiere trabajar? ¿Con (1) personas enfadadas, a la defensiva, incómodas y pasivas a las que les cae mal? ¿O con (2) personas que se sienten implicadas, potentes, abiertas y entendidas y que están a gusto con usted? Son las mismas personas. Lo que cambia es la dinámica de la conversación.
Una primera definición
Entonces, ¿qué es exactamente la EM? Ciertamente, no se trata de una sencilla serie de cinco preguntas para promover el cambio. La EM hábil es mucho más que hacer preguntas y exige una escucha de calidad. En nuestra primera edición (Miller y Rollnick, 1991) no ofrecimos ninguna definición. Desde entonces, hemos ofrecido varias aproximaciones (Miller y Rollnick, 2002, 2009; Rollnick y Miller, 1995). Parte del problema reside en la complejidad de la EM. En esta tercera edición, ofrecemos tres niveles de definición distintos, uno en cada uno de los tres primeros capítulos. La primera es una definición para el público general que se centra en el propósito de la EM:
La entrevista motivacional es un estilo de conversación colaborativo cuyo propósito es reforzar la motivación y el compromiso de la persona con el cambio.
En primer lugar y sobre todo, la EM es una conversación acerca del cambio. Si hubiéramos tenido que llamarla de otra manera, probablemente hubiera sido «conversación motivacional». Puede ser breve o prolongada y puede darse en muchos contextos distintos, individualmente o en grupo, pero siempre se trata de una conversación colaborativa, jamás de un sermón o de un monólogo. Se trata más de guiar que de dirigir. Además, tal y como indica el nombre, su propósito principal es reforzar la motivación para el cambio: la motivación de la propia persona. La motivación sin compromiso es incompleta y, en esta edición, prestamos más atención a la relación entre la EM y la planificación y la aplicación del cambio (parte V). En el capítulo 3, ofreceremos una visión general del método de la EM, pero primero reflexionaremos sobre el espíritu subyacente que guía las buenas prácticas.
Puntos clave
√ La entrevista motivacional es un estilo de conversación colaborativo cuyo propósito es reforzar la motivación y el compromiso de la persona con el cambio.
√ El estilo general de la EM es de guía, a medio camino entre los estilos directivo y de acompañamiento, de los que también incorpora algún elemento.
√ La ambivalencia es un elemento normal del proceso de preparación para el cambio y se trata de un estado en el que la persona puede quedar atrapada durante cierto tiempo.
√ Cuando el terapeuta usa un estilo directivo y defiende el cambio ante una persona ambivalente, esta reaccionará defendiendo los argumentos opuestos.
√ Las personas suelen quedar más convencidas por lo que se escuchan decir a sí mismas.