Al principio, era la física. La física describe el modo en que se comportan y se relacionan entre sí la materia, la energía, el espacio y el tiempo. La interacción de estos personajes en nuestro drama cósmico subyace a todos los fenómenos biológicos y químicos. De ahí que todo lo fundamental y familiar para nosotros, los terrícolas, comience con las leyes de la física y se base en ellas. Si aplicamos estas leyes a escenarios astronómicos, estamos ante una física a gran escala que denominamos «astrofísica».
En casi cualquier ámbito de la investigación, pero sobre todo en la física, la frontera del descubrimiento se sitúa en los extremos de nuestra capacidad para medir sucesos y situaciones. En un extremo de la materia, algo parecido al vecindario de un agujero negro, la gravedad comba con enorme fuerza el continuo espacio-tiempo circundante. En un extremo de la energía, la fusión termonuclear se mantiene en los núcleos de las estrellas a 15 millones de grados. Y en cualquier extremo imaginable hallamos las condiciones exageradamente calientes y densas que predominaron en los primeros instantes de vida del universo. Entender qué pasa en cada uno de estos escenarios requiere leyes físicas descubiertas después de 1900, durante lo que los físicos denominan actualmente la era moderna para diferenciarla de la era clásica, que incluye toda la física anterior.
Una característica importante de la física clásica es que los acontecimientos, las leyes y las predicciones adquieren de veras sentido cuando uno se para a pensar en ellos. Todo se descubrió y evaluó en laboratorios normales ubicados en edificios normales. Las leyes de la gravedad y el movimiento, de la electricidad y el magnetismo, de la naturaleza y la conducta de la energía calorífica, todavía se enseñan en las clases de física de los institutos. Esas revelaciones sobre el mundo natural alimentaron la revolución industrial, que transformó la cultura y la sociedad de maneras inimaginables para las generaciones anteriores, y siguen siendo esenciales para entender lo que pasa, y por qué, en el mundo de la experiencia cotidiana.
Por contra, en la física moderna nada tiene sentido porque todo sucede en sistemas situados muy lejos de aquellos a los que los sentidos humanos responden. Esto es bueno. Podemos afirmar, encantados, que nuestra vida cotidiana carece totalmente de física extrema. En una mañana normal, nos levantamos de la cama, deambulamos por casa, comemos algo, salimos disparados por la puerta. Al final del día, nuestros seres queridos esperan vernos igual que cuando nos fuimos y que regresemos a casa sin novedad. Pero supongamos que llegamos a la oficina, entramos en una sala muy caldeada para asistir a una importante reunión a las 10 de la mañana y de repente perdemos todos los electrones —o aún peor, cada átomo del cuerpo va por su lado—. Mal asunto. Imaginemos ahora que estamos sentados en el despacho intentando trabajar un poco bajo una lámpara de mesa de 75 vatios y que alguien enciende unas luces del techo de 500 vatios y que nuestro cuerpo se pone a rebotar al azar de una pared a otra hasta quedar colgado de la ventana. O que después del trabajo asistimos a una pelea de sumo y vemos a dos caballeros casi esféricos que chocan, desaparecen y luego, espontáneamente, se convierten en sendos rayos de luz que abandonan la estancia en direcciones opuestas. O figurémonos que, camino de casa, tomamos un camino menos transitado y que un edificio oscuro nos aspira por los pies y nos estira el cuerpo de arriba abajo estrujándonos los hombros, desaparecemos por un agujero y nunca más se sabe nada de nosotros.
Si estas escenas se produjeran en la vida cotidiana, la física moderna nos parecería mucho menos extraña; nuestro conocimiento de las bases de la relatividad y la mecánica cuántica fluiría con naturalidad desde la experiencia diaria; y nuestros seres queridos seguramente no nos dejarían ir a trabajar. Sin embargo, en los primeros minutos del universo esa clase de cosas ocurrían todo el tiempo. Para imaginarlo, y entenderlo, no tenemos más remedio que establecer una nueva forma de sentido común, una intuición modificada sobre cómo se comporta la materia, y sobre cómo las leyes físicas describen dicho comportamiento en los valores extremos de temperatura, densidad y presión.
Hemos de entrar en el mundo de E = mc2.
Albert Einstein publicó por primera vez una versión de su famosa ecuación en 1905, año en que su influyente trabajo de investigación titulado «Zur Elektrodynamik bewegter Körper» apareció en Annalen der Physik, la ilustre revista alemana de física. En castellano, el título del artículo es «Sobre la electrodinámica de los cuerpos en movimiento», pero el trabajo es mucho más conocido como «teoría especial de la relatividad» de Einstein, la cual introdujo conceptos que cambiarían para siempre nuestras nociones del espacio y el tiempo. En 1905, con solo veintiséis años, mientras trabajaba como examinador de patentes en Berna, Suiza, Einstein ofreció más detalles, incluida su ecuación más conocida, en otro trabajo, cortísimo (dos páginas y media), publicado meses después ese mismo año y en la misma revista: «Ist die Trägheit eines Körpers von seinem Energieinhalt abhängig?», o «¿Depende la inercia de un cuerpo de su contenido en energía?». Para ahorrar al lector el esfuerzo de localizar el artículo original, diseñar un experimento y verificar de este modo la teoría de Einstein, la respuesta a la pregunta es «sí». Tal como escribió Einstein,
Si un cuerpo emite la energía radiante L, su masa disminuye en L/c2 [...]. La masa de un cuerpo es una medida de su contenido en energía; si la energía cambia en una cantidad L, la masa cambia en la misma cantidad.
No muy seguro de la validez de su afirmación, a continuación sugirió lo siguiente:
No es imposible que un cuerpo cuyo contenido energético sea variable en un alto grado (por ejemplo, con sales de radio) la teoría pueda ser puesta a prueba con éxito.1
Pues ahí está. Esa es la receta algebraica para todas las ocasiones en que queramos transformar la materia en energía, o la energía en materia. E = mc2 —energía igual a la masa por la velocidad de la luz al cuadrado— nos ofrece una potente herramienta computacional que amplía nuestra capacidad para conocer y comprender el universo en su estado actual y remontarnos a fracciones infinitesimales de segundo tras el nacimiento del cosmos. Con esta ecuación, podemos saber cuánta energía radiante puede producir una estrella, o cuánto podríamos ganar convirtiendo las monedas del bolsillo en formas útiles de energía.
La forma más conocida de energía —que brilla a nuestro alrededor, aunque nuestra imaginación no suele reconocerla ni identificarla— es el fotón, una partícula irreducible, sin masa, de luz visible o de cualquier otra forma de radiación electromagnética. Vivimos todos en un ininterrumpido baño de fotones: del Sol, la Luna o las estrellas; de la estufa, la araña o la lamparilla; de centenares de emisoras de radio y televisión; y de innumerables transmisiones por móvil y radar. ¿Por qué no vemos, entonces, la transmutación diaria de energía en materia o de materia en energía? Cuando se convierte en energía mediante E = mc2, la energía de los fotones comunes se sitúa muy por debajo de la masa de las partículas subatómicas de menor masa. Como estos fotones cuentan con demasiada poca energía para llegar a ser otra cosa, llevan una vida sencilla, prácticamente sin incidentes.
¿Echamos en falta un poco de acción con E = mc2? Empecemos frecuentando fotones de rayos gamma que tienen algo de energía real —al menos doscientas mil veces más que los fotones visibles—. Enseguida enfermaremos y moriremos de cáncer; pero antes de que pase esto, veremos formarse súbitamente pares de electrones, uno de materia y el otro de antimateria (solo uno de los muchos dúos dinámicos partícula-antipartícula del universo), donde antaño deambulaban los fotones. Mientras miramos, vemos también chocar pares materia-antimateria de electrones, con lo que se destruyen mutuamente y crean de nuevo fotones de rayos gamma. Si incrementamos la energía de los fotones en otro factor de dos mil, tendremos rayos gamma con suficiente energía para transformar a personas susceptibles en Hulk. Algunos pares de estos fotones manejan suficiente energía, perfectamente descrita por la potencia de E = mc2, para crear partículas como neutrones, protones y sus parejas de antimateria, cada una con una masa casi dos mil veces mayor que la del electrón. Los fotones de alta energía no andan sin más por cualquier parte, sino que existen en muchos crisoles cósmicos. Para los rayos gamma, bastará casi cualquier entorno con una temperatura superior a unos cuantos miles de millones de grados.
La importancia cosmológica de las partículas y los paquetes de energía que se transforman unos en otros es pasmosa. En la actualidad, la temperatura del universo en expansión, calculada midiendo el baño de fotones de microondas que domina todo el espacio, es solo de 2,73 grados Kelvin. (En la escala Kelvin, todas las temperaturas son positivas: las partículas tienen la menor energía posible a 0 grados; la temperatura ambiente es de unos 295 grados; y el agua hierve a 373 grados.) Como pasa con los fotones de luz visible, los fotones de microondas son demasiado fríos para tener alguna esperanza realista de transformarse en partículas mediante E = mc2. En otras palabras, ninguna partícula conocida posee una masa tan pequeña que se pueda obtener partiendo de la exigua energía de un fotón de microondas. Ocurre lo mismo con los fotones que forman ondas de radio, infrarrojos y luz visible, así como rayos X y ultravioleta. Dicho de manera más simple: todas las transmutaciones de partículas requieren rayos gamma. Ayer, sin embargo, el universo era un poco más pequeño y un poco más caliente que hoy. Anteayer era aún más caliente y pequeño. Si retrocedemos un poco más—pongamos, trece mil setecientos millones de años—, llegaremos a la sopa primordial posterior al Big Bang, momento en que la temperatura del cosmos era lo bastante elevada para ser interesante desde el punto de vista astrofísico mientras los rayos gamma llenaban el universo.
Entender el comportamiento del espacio, el tiempo, la materia y la energía desde el Big Bang hasta hoy es uno de los grandes triunfos del pensamiento humano. Si buscamos una explicación completa de los sucesos de los primeros momentos, cuando el universo era más pequeño y caliente de lo que lo ha sido después, hemos de hallar la manera de que las cuatro fuerzas conocidas de la naturaleza —la gravedad, el electromagnetismo, y las fuerzas nucleares débil y fuerte— hablen entre sí, se unifiquen y lleguen a ser una sola metafuerza. También deberemos encontrar el modo de reconciliar dos ramas de la física actualmente incompatibles: la mecánica cuántica (la ciencia de lo pequeño) y la relatividad general (la ciencia de lo grande).
Espoleados por el feliz matrimonio de la mecánica cuántica y el electromagnetismo a mediados del siglo XX, los físicos se pusieron en marcha enseguida para combinar la mecánica cuántica y la relatividad general en una teoría única y coherente de la gravedad cuántica. Aunque hasta ahora han fracasado todos, ya sabemos dónde están los principales obstáculos: en la «era Planck», la fase cósmica de hasta 10–43 segundos (una diez millonésima-billonésima-billonésima-billonésima de segundo) después del comienzo. Como la información no puede viajar a una velocidad superior a la de la luz, 3 x 108 metros por segundo, un observador hipotético situado en cualquier lugar del universo durante la era Planck no podría ver más allá de 3 x 10–35 metros (tricentésima mil millonésima-billonésima-billonésima parte de un metro). El físico alemán Max Planck, que da nombre a estos tiempos y distancias inconcebiblemente pequeños, propuso en 1900 la idea de «energía cuantificada»; se le considera el padre de la mecánica cuántica.
De todos modos, que nadie se preocupe de momento por la vida cotidiana. El choque entre la mecánica cuántica y la gravedad no plantea problemas prácticos en el universo contemporáneo. Los astrofísicos aplican los principios y las herramientas de la relatividad general y la mecánica cuántica a problemas completamente distintos. Pero al principio, durante la era Planck, lo grande era pequeño, por lo cual debió de haber alguna clase de boda de penalti entre las dos. Pero, ay, como las promesas intercambiadas durante la ceremonia siguen siéndonos esquivas, ninguna ley (conocida) de la física describe con suficiente solidez cómo se comportó el universo durante la breve luna de miel, antes de que su expansión obligara a lo muy grande y lo muy pequeño a separarse.
Al final de la era Planck, la gravedad se libró de las otras fuerzas de la naturaleza, todavía unificadas, y alcanzó una identidad independiente muy bien descrita por las teorías actuales. Cuando el universo envejeció y superó los 10–35 segundos, continuó expandiéndose y enfriándose, y lo que quedaba de las antaño unificadas fuerzas se dividió entre la fuerza electrodébil y la fuerza nuclear fuerte. Más adelante, la fuerza electrodébil se escindió entre las fuerzas electromagnética y nuclear débil, lo que dejó al descubierto cuatro fuerzas familiares y diferenciadas: la fuerza débil que controla la desintegración radiactiva, la fuerza fuerte que une las partículas de cada núcleo atómico, la fuerza electromagnética que mantiene juntos a los átomos en las moléculas, y la gravedad que sujeta la materia en grandes cantidades. Para cuando el universo hubo envejecido hasta superar la billonésima de segundo de vida, sus fuerzas transformadas, junto con otros episodios críticos, ya habían conferido al cosmos sus propiedades fundamentales, cada una digna de su propio libro.
Mientras transcurría el tiempo durante la primera billonésima de segundo, la interacción de la materia y la energía continuó sin cesar. Poco antes, durante, y después de que las fuerzas electrodébil y fuerte se hubieran dividido, el universo contenía un hervidero de quarks, leptones y sus hermanos de antimateria, amén de bosones, las partículas que permiten a las otras relacionarse entre sí. Por lo que sabemos actualmente, ninguna de estas familias de partículas puede dividirse en nada más pequeño o más básico. Aun siendo fundamentales, cada familia de partículas cuenta con varias especies. Los fotones, incluidos los que constituyen la luz visible, pertenecen a la familia de los bosones. Los leptones más familiares para los no físicos son los electrones y (quizá) los neutrinos; y los quarks más familiares son... bueno, no hay quarks familiares, pues en la vida corriente siempre encontramos a los quarks unidos en partículas como los protones y los neutrones. A cada especie de quark se le ha asignado un nombre abstracto que no tiene una verdadera finalidad filológica, filosófica ni pedagógica salvo la de distinguirlo de los demás: «arriba» y «abajo», «extraño» y «encantado», «superior» e «inferior».
A propósito, bosón recibe el nombre del físico indio Satyendranath Bose. La palabra leptón procede del griego leptos, que significa ‘ligero’ o ‘pequeño’. Quark, por su parte, tiene un origen literario y mucho más imaginativo. El físico norteamericano Murray Gell-Mann, que en 1964 propuso la existencia de los quarks, y que después pensó que la familia de los quarks solo contaba con tres miembros, sacó el nombre de una escurridiza frase del Finnegans Wake de James Joyce: «¡Tres quarks para Muster Mark!». Los quarks pueden reivindicar una ventaja: todos sus nombres son sencillos; algo que los químicos, los biólogos y los geólogos parecen incapaces de lograr al bautizar sus cosas.
Los quarks son extravagantes. A diferencia de los protones, que tienen una carga eléctrica de +1, o los electrones, con una carga de –1, los quarks poseen cargas fraccionarias que se expresan en unidades de 1/3. Y a excepción de las condiciones más extremas, nunca cogeremos a un quark solo: siempre estará firmemente agarrado a uno o dos quarks más. De hecho, la fuerza que mantiene a dos de ellos (o más) juntos aumenta al intentar separarlos, como si los sujetara una especie de goma elástica subnuclear, que se rompe si los separamos lo suficiente. La energía almacenada en la goma estirada emplaza ahora a E = mc2 a crear una nuevo quark en cada extremo y nos deja de nuevo donde empezamos.
Durante la era quark-leptón en la primera billonésima de segundo del cosmos, el universo tenía una densidad suficiente para que la separación promedio entre quarks libres compitiese con la separación entre quarks pegados. En esas condiciones, como las lealtades entre quarks adyacentes no podían establecerse de forma clara, se movían con libertad entre sí. La detección experimental de este estado de la materia, denominado como es lógico «sopa de quarks», fue dada a conocer en 2002 por un equipo de físicos de los Laboratorios Nacionales Brookhaven, en Long Island.
La combinación de observación y teoría sugiere que un episodio del universo más temprano, quizá durante una de las divisiones entre distintas clases de fuerza, dotó al cosmos de una extraordinaria asimetría, en la cual las partículas de materia superaban en número a las de antimateria solo en una milmillonésima parte aproximadamente, una diferencia que nos permite existir en la actualidad. Esta minúscula discrepancia en cuanto a la población apenas habría sido percibida entre la continua creación, destrucción y nueva creación de quarks y antiquarks, electrones y antielectrones (más conocidos como positrones) o neutrinos y antineutrinos. En esa era, lo extravagante —el ligero predominio de la materia sobre la antimateria— tuvo muchas oportunidades de encontrar otras partículas con las que aniquilarse, lo mismo que les pasó a estas.
Pero no por mucho más tiempo. Mientras el universo seguía expandiéndose y enfriándose, su temperatura descendió deprisa por debajo de 1 billón de grados Kelvin. Había pasado una millonésima de segundo desde el principio, pero este universo tibio ya no tenía una temperatura ni una densidad suficientes para cocinar quarks. Todos los quarks buscaron enseguida parejas de baile, lo que creó una familia nueva y permanente de partículas pesadas denominadas «hadrones» (del griego hadros, que significa ‘denso’). Esta transición de quark a hadrón generó rápidamente protones y neutrones así como otras clases de partículas pesadas, menos conocidas, compuestas todas de diversas combinaciones de quarks. La ligera asimetría materia-antimateria de la sopa de quarksleptones pasaba ahora a los hadrones, con unas consecuencias insólitas.
Mientras el universo se enfriaba, fue disminuyendo continuamente la cantidad de energía disponible para la creación espontánea de partículas. Durante la era de los hadrones, los fotones ya no podían recurrir a E = mc2 para fabricar pares quark-antiquark: su E no podía cubrir la mc2 de los pares. Además, los fotones surgidos de todas las destrucciones restantes seguían perdiendo energía en un universo en continua expansión, por lo que a la larga su energía cayó por debajo del umbral requerido para crear pares hadrón-antihadrón. Cada mil millones de aniquilaciones dejaba una estela de mil millones de fotones, y solo sobrevivía un hadrón, testimonio mudo del diminuto exceso de la materia respecto a la antimateria en el universo temprano. Al final, estos hadrones solitarios se lo pasarían todo lo bien que puede pasárselo la materia: se convertirían en la fuente de las galaxias, las estrellas, los planetas y las personas.
Sin el desequilibrio de mil millones + 1 respecto a unos simples mil millones entre partículas de materia y antimateria, toda la masa del universo (salvo la materia oscura, cuya forma sigue siendo desconocida) habría quedado destruida antes de que hubiera transcurrido el primer segundo del universo, con lo que habríamos tenido un cosmos en el que habríamos visto (si hubiéramos existido) fotones y nada más; el escenario primordial de «hágase la luz».
A estas alturas, ha pasado un segundo de tiempo.
A mil millones de grados, el universo sigue siendo muy caliente, y aún es capaz de cocinar electrones, que, junto con sus homólogos positrones (antimateria), continúan apareciendo y desapareciendo. Sin embargo, el universo —que se expande y se enfría continuamente— tiene los días (en realidad, segundos) contados. Lo que antes fue cierto para los hadrones es cierto ahora para los electrones y los positrones: se destruyen unos a otros, y solo surge un electrón entre mil millones, único superviviente del pacto suicida entre materia y antimateria. Los otros electrones y positrones han muerto para inundar el universo con un mar mayor de fotones.
Concluida la era de la aniquilación de electrones-positrones, el cosmos ha «congelado» en la existencia un electrón por cada protón. Mientras el cosmos sigue enfriándose —la temperatura ya ha bajado de los 100 millones de grados—, sus protones se fusionan con otros protones y con neutrones, formando núcleos atómicos e incubando un universo en el que el 90 % de estos núcleos son de hidrógeno y el 10 % de helio, junto con cifras relativamente minúsculas de núcleos de deuterio, tritio y litio.
Ya han pasado dos minutos desde el principio.
Durante otros trescientos ochenta mil años no le pasan demasiadas cosas a nuestra sopa de núcleos de hidrógeno y de helio, electrones y fotones. A lo largo de estos centenares de milenios, la temperatura cósmica permanece lo bastante caliente para que los electrones deambulen libres entre los fotones, golpeándolos de un lado a otro.
Como detallaremos en breve en el capítulo 3, esta libertad finaliza bruscamente cuando la temperatura del universo desciende por debajo de los 3.000 grados Kelvin (aproximadamente la mitad que en la superficie del Sol). En ese momento, todos los electrones adquieren órbitas alrededor de los núcleos, con lo que se forman átomos. El matrimonio de los electrones con los núcleos deja a los recién constituidos átomos dentro de un omnipresente baño de fotones de luz visible, lo cual completa la historia de cómo aparecieron las partículas y los átomos en el universo primigenio.
Mientras el universo continúa expandiéndose, sus fotones siguen perdiendo energía. En la actualidad, dondequiera que miren los astrofísicos, observan una huella digital cósmica de fotones de microondas a una temperatura de 2,73 grados, lo que representa una disminución de mil veces en la energía de los fotones desde que comenzaron a formarse los átomos. Los patrones de los fotones en el cielo —la cantidad exacta de energía que llega desde distintas direcciones— conservan un recuerdo de la distribución cósmica de la materia justo antes de la formación de los átomos. Partiendo de estos patrones, los astrofísicos pueden obtener datos importantes, entre ellos la edad y la forma del universo. Aunque ahora los átomos son parte de la vida cotidiana, a la ecuación de Einstein todavía le queda mucho trabajo por hacer: en los aceleradores de partículas, donde se crean como rutina pares de partículas materia-antimateria partiendo de campos de energía; en el núcleo del Sol, donde 4,4 millones de toneladas de materia se convierten cada segundo en energía; y en los núcleos de todas las demás estrellas.
E = mc2 también logra aplicarse cerca de los agujeros negros, justo más allá de sus horizontes de sucesos, donde los pares partícula-antipartícula pueden existir de pronto a costa de la formidable energía gravitatoria del agujero negro. En 1975, al describir los high jinks, el cosmólogo británico Stephen Hawking demostró que toda la masa de un agujero negro podía evaporarse lentamente mediante ese mecanismo. En otras palabras, los agujeros negros no son negros del todo. El fenómeno se conoce como «radiación de Hawking» y sirve como recordatorio de la ininterrumpida fecundidad de la ecuación más famosa de Einstein.
Pero ¿qué pasó antes de toda esa furia cósmica? ¿Qué pasó antes del principio?
Los astrofísicos no tenemos ni idea. Mejor dicho, nuestras ideas más creativas tienen poca base, o ninguna, en la ciencia experimental. Sin embargo, una persona con fe religiosa tiende a afirmar, a menudo con un dejo de petulancia, que algo debió de iniciarlo todo: una fuerza superior a las demás, una fuente de la que surge el resto de cosas. Un activador fundamental. En la mente de una persona así ese algo es, lógicamente, Dios, cuya naturaleza varía de un creyente a otro, pero que siempre corre con la responsabilidad de poner la pelota a rodar.
Pero y ¿si el universo estuvo siempre ahí, en un estado o condición aún por identificar, un multiverso, por ejemplo, en el que todo lo que denominamos universo equivale tan solo a una diminuta burbuja en un mar de espuma? Y ¿si el universo, como sus partículas, empezó a existir sin más, a partir de nada que podamos ver?
Por lo general, estas réplicas no satisfacen a nadie. En cualquier caso, nos recuerdan que la ignorancia bien informada propicia el estado natural de la mente para los investigadores en las siempre cambiantes fronteras del conocimiento. Las personas que creen que lo saben todo nunca han buscado ni se han encontrado con los lindes entre lo conocido y lo desconocido en el cosmos. Y ahí reside una dicotomía fascinante. «El universo siempre estuvo» no merece ningún respeto como respuesta legítima a la pregunta de qué había ahí antes del principio; sin embargo, para muchas personas religiosas, «Dios estuvo siempre» es la respuesta obvia y satisfactoria a qué había ahí antes de Dios.
Al margen de dónde se posicione cada uno, participar en la búsqueda por descubrir dónde y cómo empezó todo puede provocar cierto fervor emocional; como si el hecho de conocer nuestros inicios nos otorgara cierta forma de fraternidad con lo que viene después, o acaso de gobernanza sobre ello. Así pues, lo que es válido para la vida misma es válido para el universo: saber de dónde venimos no es menos importante que saber adónde vamos.