CAPÍTULO 6

La emancipación de los siervos

 

 

 

Los rusos habían quedado en Crimea como Cagancho en Almagro.

El nuevo zar, Alejandro II, comprendió que Rusia era un gigante con pies de barro: un atrasado país agrícola no podía enfrentarse a las potencias industriales de Occidente. El progreso requería reformas en el Gobierno, la educación, el Ejército y la economía, y sobre todo requería la abolición de la servidumbre, un arbitrio urgente que sus predecesores habían ido aplazando por temor a enfrentarse con la aristocracia propietaria de las almas.

Ya vimos páginas atrás que los siervos de Rusia se deslomaban sobre el surco de sol a sol, a veces de sol a luna, a cambio de la mínima cantidad de pan adulterado, col en vinagre y cebolla necesaria para no morirse de hambre.

El sistema estaba calculado para explotarlos como si fueran animales de granja: producción óptima con el mínimo gasto. Si el año venía malo, ese mínimo gasto se traducía en hambruna.

A veces, los siervos hambrientos y desesperados se rebelaban. Solo entre 1844 y 1849, se produjeron seiscientos cincuenta levantamientos locales. También menudeaban las fugas de siervos (curiosamente, como las de negros en las plantaciones de Luisiana). Pueblos enteros huían hacia el Cáucaso convencidos de que más allá de las montañas azules y blancas encontrarían el reino de Opona, un paraíso a la orilla de un río donde los campesinos viven felizmente sin caballeros y sin Estado opresor.

Alejandro II era un hombre culto y realista. Comprendía que la anacrónica institución de la servidumbre tenía que desaparecer de Rusia como había desaparecido en Europa siglos antes. Comprendía también que la servidumbre era una carga para el Estado, y que, mientras hubiera siervos, Rusia no podría progresar hasta situarse a la altura de las otras naciones europeas, su sueño largamente acariciado. Y que la mano de obra liberada en el campo era necesaria en la naciente industria.

«Es preferible abolir la servidumbre desde arriba que esperar a que comience a abolirse desde abajo», declaró en un discurso a la nobleza moscovita el 30 de marzo de 1856.

En 1861 Alejandro II se ató los machos y emprendió la era de las grandes reformas: emancipación por decreto de casi veinte millones de siervos a los que se concederían lotes de tierra a bajo precio. A los propietarios perjudicados por tal medida les ofreció una adecuada compensación.

La reforma no causó el efecto esperado porque resultó más de iure que de facto. Los propietarios quedaron arruinados y los siervos siguieron siéndolo, aunque sobre el papel se hubieran emancipado.

—El pájaro que ha vivido siempre en la jaula no es fácil que sobreviva en libertad —sentencia Katia Kozlovsky.

—Son unos desagradecidos que muerden la mano que les da de comer —replica su amiga Yelizaveta Fen.

En 1879 y 1880 el zar ha sufrido sendos atentados por parte de pistoleros pertenecientes a la organización anarquista Voluntad del Pueblo (Naródnaya Volia) que está empeñada en acabar con la vida del soberano.

La policía tiene barruntos de la preparación de un nuevo atentado. Esta vez es posible que no envíen a un pistolero inexperto incapaz de acertar al voluminoso Alejandro II a pocos pasos de distancia. Escarmentados por los anteriores fracasos, los de Naródnaya Volia han decidido matar al zar con explosivos.

—¿Explosivos?

—Sí, hombre: hay que modernizarse.

En un principio habían pensado en usar nitroglicerina, un explosivo cien veces más potente que la pólvora, pero desistieron porque ese líquido infernal resulta tan inestable y volátil que al menor contratiempo estalla en las manos o en el bolsillo del portador.

En una de las tenidas anarquistas surge la solución: en los campos petrolíferos de Bakú se está utilizando para las voladuras un nuevo explosivo inventado por el químico sueco Alfred Nobel (que se hizo millonario con el invento y fundó los famosos Premios Nobel).

—¿Qué explosivo?

—En realidad no deja de ser la peligrosa nitroglicerina, pero el químico sueco ha conseguido domesticarla al mezclarla con tierra de diatomeas, tan rica en dióxido de silicio. El explosivo resultante es una especie de barro inofensivo que se puede percutir o quemar sin que estalle. Para que explote hay que utilizar un detonador eléctrico o químico.

¡Volar al zar con dinamita! El progreso industrial al servicio del progreso ideológico. En noviembre el zar regresará de Livadia a San Petersburgo en el tren imperial. Una estupenda ocasión para volarlo. Los terroristas adquieren dinamita en Suiza y la depositan en tres zulos a lo largo de la vía férrea que utilizará el zar.

La Providencia, si existiera, parece que acude en ayuda del tirano. El día de autos el tren imperial sufre un retraso y los anarquistas vuelan el tren equivocado, un mercancías cargado de fruta.

—¿Por qué ese empeño en matarme? —se queja Alejandro, incapaz de comprender que haya descontentos en Rusia a pesar de las medidas liberalizadoras que ha tomado.

Nuevo intento: los anarquistas infiltran a uno de los suyos entre la servidumbre del Palacio de Invierno, un joven carpintero llamado Stepán Jalturin, un chico servicial, quizá un poco bobo, lo que lo libra de sospecha y, lo más importante, bastante manitas.

El muchacho llega todos los días temprano al trabajo con la bolsa del almuerzo y saluda jovial a los guardias que lo dejan pasar sin registrarlo, tan inofensivo les parece. Gracias a ese descuido, Naródnaya Volia consigue acumular más de cien kilos de dinamita bajo el suelo del salón donde el zar ofrecerá un banquete el 17 de febrero de 1880. El temporizador detonará la carga a las seis de la tarde, cuando los comensales estén dando cuenta del segundo plato.

Otra vez la Providencia o la casualidad acuden en auxilio del zar: el tren del ilustre huésped alemán al que homenajeaban llega con retraso. La carga explota causando once muertos y treinta heridos en ausencia del zar y su ilustre invitado.[26]

—Hemos pinchado en hueso —se lamenta Andréi Zhelyabov, líder de Naródnaya Volia.

—Habrá que intentarlo de nuevo —lo consuela su amante Sofía Perovskaya.

San Petersburgo, 13 de marzo de 1881. Alejandro II, hombre de costumbres rutinarias, se dirige al cuartel de la Academia de Equitación de San Miguel (hoy Zimny Stadion), donde todos los domingos asiste al alarde de los cadetes. Para el breve itinerario entre el palacio y la academia, el zar utiliza un carruaje blindado regalo de Napoleón III. Lo escolta un escuadrón de jinetes circasianos.

La zarina ha tenido esa mañana un mal presagio. Últimamente los informes policiales alertan sobre posibles atentados terroristas.

—¿Cuándo no? —la tranquiliza Alejandro.

Ella insiste. Le ruega que esta vez escoja un itinerario alternativo. El zar se lo promete: regresaré del cuartel por la calzada del canal de Catalina.

Después de asistir al alarde de los cadetes, el zar altera su rutina dominical y en lugar de regresar directamente a palacio se desvía para visitar a su prima, la archiduquesa Yekaterina Mijáilovna.

Gran decepción para los de Naródnaya Volia, que habían excavado túneles bajo la calzada habitualmente usada por el zar y los habían cebado con cargas de dinamita (un atentado similar al que mató a Carrero Blanco).

Sofía Perovskaya, la directora de la operación, no se arredra. Esto es solo un pequeño contratiempo. Cambia el plan sobre la marcha: habrá que hacerlo con bombas. El posible itinerario alternativo discurre por la calzada paralela al canal de Catalina, atraviesa el puente Pévchesky, y pasa frente a la catedral de San Isaac. Lo más probable es que la comitiva del zar regrese por esa calzada, que es bastante estrecha y por lo tanto ideal para un atentado. Envía allí a tres de sus más entusiastas alevines pertrechados con explosivos.

En la calzada del canal de Catalina, flanqueada por estrechas aceras, la comitiva del zar se cruza con un joven de insignificante aspecto, envuelto en un tabardo negro, que porta un paquete. La guardia lo toma por un inofensivo transeúnte y no le presta atención. Craso error: al llegar a la altura del carruaje imperial, el joven le arroja el paquete. Explosión considerable, pero insuficiente. Protegido por la sólida estructura del coche blindado, Alejandro II solo sufre una ligera conmoción. La bomba mata a uno de los escoltas y hiere al cochero y a varios de los transeúntes que circulan por la acera.

Los escoltas caen sobre el terrorista y lo reducen. Él no se resiste, pero grita «Acábalo tú» en dirección al público espectador. ¿Tiene algún compinche entre los mirones? Alarmado por la posibilidad de un segundo atentado, Dvorzhitsky, jefe de la policía, se dirige al zar:

—Señor, permanezca en la carroza.

El cochero algo repuesto del zambombazo avisa que el vehículo no ha recibido daños importantes y solicita permiso para transportar al zar a un sitio seguro. Pero Alejandro considera que largarse del lugar sin interesarse por sus fieles circasianos heridos sería indigno de él. Desoye los ruegos del jefe de policía y se apea. Los guardias acuden a protegerlo:

—¿Se encuentra bien su majestad imperial? —le preguntan.

—Gracias a Dios estoy bien —responde el zar—. Ahora ocupémonos de los heridos.

En ese momento se adelanta el segundo terrorista que ha asistido a la escena confundido entre los espectadores.

—Demasiado pronto se lo agradece a Dios, Alexandr Nikoláievich —sentencia al tiempo que deja caer una segunda bomba a los pies mismos del zar.

El artefacto estalla levantando una nube de cascotes y nieve.

Los horrorizados guardias ven al zar tendido en la nieve ensangrentada. Entre los jirones del pantalón se ve un amasijo de carne y esquirlas de hueso. El zar ha perdido las piernas. El terrorista también ha resultado herido de gravedad y morirá pocas horas después.[27]

Cosacos de la guardia, auxiliados por algunos cadetes que andaban en su paseo dominical, recogen al zar, lo tienden sobre uno de los trineos de la escolta y lo llevan al Palacio de Invierno.

Confundido entre los espectadores se disimula el tercer terrorista del grupo, Iván Yemelyanov cuyo cometido era arrojar una tercera bomba si las dos anteriores fallaban.

Los médicos de la corte, eminencias todos, hacen lo que pueden por detener la hemorragia, aunque desde que subieron la escalinata viendo el reguero de sangre que el ilustre paciente había dejado sospechan que cuanto hagan será en vano (en aquel tiempo no se hacían transfusiones de sangre).

El zar muere después de recibir la extremaunción de manos del barbado patriarca de San Petersburgo.

—Su majestad imperial ha expirado —anuncia un doctor.

La zarina, que no se ha apartado un momento de la cabecera del moribundo, se desmaya. Sus damas la llevan en volandas a otra estancia. Junto al cadáver queda desamparado el nieto de Alejandro, Nicky, futuro zar Nicolás II, un niño tímido y retraído de trece años cuyo destino trágico, víctima de la revolución, nadie puede todavía adivinar.

La noticia del asesinato del zar causa una tremenda impresión. ¡Se ha cumplido la profecía! El beato Fiódor, un hombre santo, saludó el nacimiento de Alejandro con unas palabras misteriosas: «Será un zar poderoso, glorioso y fuerte, y morirá con unas botas rojas».

Fiódor no pudo entrever en su visión que no había tales botas, sino unas piernas ensangrentadas.

Lo que son las cosas: el mismo día que lo asesinaron el zar iba a firmar un paquete de reformas liberales destinadas a cambiar la vida política, social y económica de Rusia. En el Gobierno llamaban al conjunto «la Constitución de Lorís-Mélikov», por el reformista ministro del Interior Mijaíl Lorís-Mélikov.

En el lugar del magnicidio, en torno a los adoquines manchados con la sangre del zar, hoy enmarcados por un cerco de topacio, lazurita y otras piedras semipreciosas, se levantó la medievalizante iglesia del Salvador sobre la Sangre Derramada, que a causa de sus magníficos mosaicos es hoy uno de los monumentos más visitados de San Petersburgo.

 

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El segundo terrorista arroja la bomba a los pies de Alejandro II. Imagen de la época.