CAPÍTULO 1

Marx en la Británica

 

 

 

 

Hace unos años, el que esto escribe pasó una temporada trabajando en Londres, en la National Library cuando la venerable institución todavía compartía edificio con el British Museum. Después de unos días noté que por muy temprano que llegara siempre había dos o tres usuarios aguardando impacientes a que abrieran la puerta. Cuando el ujier apartaba solemnemente el cordón de la entrada, exactamente at nine o’clock, los susodichos salían disparados como galgos y se disputaban el asiento 07.

¿Qué tenía de particular el 07? En apariencia era uno más de los cerca de doscientos asientos que ofrecía la sala de lectura bajo la imponente cúpula de cristal y hierro colado diseñada por Sydney Smirke.

—¿Por qué se disputan ese asiento, qué tiene de especial? —le pregunté a uno de los bibliotecarios de bata azul que servían en el request desk.

Se sonrió.

—Esperan recibir un soplo de inspiración del profeta, supongo.

—¿El profeta?

—Sí, hombre, Karl Marx, el fundador de la última gran religión monoteísta. En ese preciso pupitre instaló sus posaderas durante años. Venía aquí en busca del sosiego tan necesario para un intelectual, que en su casa no tenía, aparte de por ahorrar calefacción. Ahí escribió gran parte de su obra.

En aquel tiempo no diferenciaba yo mucho a Karl de Groucho, el otro Marx famoso. Movido por la curiosidad me dirigí a las estanterías de referencia y consulté la omnisciente Enciclopedia británica. No sin asombro descubrí que el hombretón barbudo está considerado la figura histórica más influyente, detrás de Jesucristo y seguido de cerca por Mahoma (que, viendo cómo está el mundo, quizá pronto lo sobrepase).

Supe que el gran benefactor de la humanidad había nacido en el reino de Prusia, en el seno de una acomodada familia judía recientemente convertida al luteranismo para ahorrarse disgustos.

Supe que se escapó de hacer el servicio militar alegando «debilidad de pecho» y que el padre se empeñó en que estudiara derecho, aunque él, rebelde, prefirió historia y literatura.

Supe que fue un alumno irregular y algo jaranero. Aficionado a la cerveza y al aguardiente, llegó a ser vicepresidente de la Taberna de Tréveris, un alegre club de estudiantes.

Supe que el famoso intelectual, filósofo y profeta padre del socialismo científico, del comunismo moderno, del marxismo y del materialismo histórico, no consiguió sustraerse a la institución burguesa de la familia: a los dieciocho años se comprometió con una amiga de su infancia, la atractiva baronesa Jenny von Westphalen, cuatro años mayor que él, con la que tendría seis hijos.

Terminados los estudios, el joven Marx concibió el proyecto de redimir a la humanidad de sus lacras y empezó a predicar su buena nueva en la prensa radical, una actividad que le acarreó frecuentes disgustos y lo obligó a exiliarse primero en París y luego en Londres.

¡Marx en Londres! Un apuesto mozancón treintañero con poblada barba y sin un céntimo en el bolsillo. Desembarcó en el Támesis y se instaló en un apartamento miserable de Dean Street, en el Soho, el barrio bohemio de las tabernas y los prostíbulos. Allí sobrevivió en condiciones de extrema pobreza, sin un penique para un café o un corte de pelo, incluso con desahucios y acoso de acreedores.[3] De estos apuros lo redimieron la ayuda pecuniaria de su amigo y colega Friedrich Engels, y, sobre todo, la herencia de la sufrida esposa.

Más repuesto económicamente, se pudo mudar a una casita con siete habitaciones y jardín en Grafton Terrace, 9, cerca de Hampstead Hill. Aquí el gran filósofo pudo permitirse incluso una criada (hoy él preferiría llamarla asistenta), Helene Demuth, a la que, consecuente con sus ideas desprejuiciadas, trató con tanta familiaridad que le hizo un hijo, Freddy Demuth, cuya paternidad, temeroso de la reacción de la legítima, endosó a su amigo y benefactor Engels, un hombre paciente que lo mismo servía para un roto que para un descosido. Tampoco molestó mucho el rapaz porque lo dieron en adopción y acabó siendo un solvente tornero, sin interés alguno por la política.[4]

Cerré el tomo de la Británica, ese pozo de sabiduría, enterado por fin de quién era Marx, el profeta que predicó a la humanidad la nueva religión socialista.

El empleado que me había revelado el secreto del asiento 07 se me acercó con una sonrisilla de conejo.

—Como veo que usted se interesa por el tema le revelaré que otro famoso comunista también frecuentó esta biblioteca.

—¿Otro?

—Vladimir Lenin, solo que el taimado andaba siempre de incógnito, la barba al hombro, temeroso de los agentes de la Ojrana y firmaba Jacob Richte.

—¿La Ojrana?

—La policía secreta del zar, hombre de Dios. ¿Es que no ha visto Doctor Zhivago, la inmortal película de David Lean?

—Sí que la vi, pero solo me fijé en Julie Christie.

 

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Lenin en su ficha policial de 1895.

La miseria del pueblo

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