INTRO

A favor de la ira, del cabreo, del patadón en la mesa
y de los estallidos que cambiaron el mundo.

A mejor, muchos de ellos. Breve historia de la ira

No se asusten, ni se me vayan a enfadar sin motivo: esto que están a punto de empezar a leer no es una sesuda tesis doctoral a propósito de la ira, ni un canto a favor de ese cabreo sordo que solo sirve para amargar la existencia de quienes conviven con el enfurruñado permanente. No. Esto es un repaso entre admirado y estupefacto —y a veces asqueado, a qué lo voy a negar si después no voy a poder disimularlo— por los pollos que cambiaron el mundo, y quien dice pollos dice pifostios, rebotes, pitotes o cabreos. Digo, y escribo: enfados fértiles, germinales, patadas en la mesa o puñetazos sobre el tablero que, de forma más o menos inesperada, acabaron funcionando como un big bang de nuevos microuniversos, de reglas del juego inaugurales, que hoy están ahí fuera; como la verdad. O como los taxis (libres y ocupados).

Este desfile por el «hasta aquí hemos llegado», este catálogo de brotes de indignación, es también un peculiar cóctel de lo divino y lo humano. De lo divino monoteísta y politeísta; de lo humano monotemático y politoxicómano. La vida misma. O la misma vida que veo y leo desde el balcón de un primer piso desde donde consumo muchas horas de televisión al día, devoro libros y, a veces, hablo con seres humanos que suelen ser de lo más encantador. Historia e intrahistoria. Alta cultura y pop bajuno. Bibliografía y zapeo. Wikipedia y ortopedia.

Este libro habla —un poco— de Dios, de dioses y de monstruos —aunque no solo—. De dioses y de monstruos, que es de lo que están hechos nuestros sueños de la razón —sí, señor Francisco de Goya—, pero también de la sinrazón: el sueño de la sinrazón también produce monstruos, engendros que cobran vida propia y crecen por encima de nosotros para devorarnos y alimentarse de nuestro cabreo. A veces particular, a veces colectivo. Ya me iré explicando mejor más adelante, que tampoco es mi intención darlo aquí todo y que las páginas que vienen a continuación no resulten tan apasionantes como me gustaría que fueran: para mí, como autor interesado en lo que escribe; para ustedes, como lectores y clientes (gracias).

CUANDO HACES BOP YA NO HAY STOP (que así se titula este ejemplar que tienen ahora entre sus manos) apenas tiene pretensiones, aunque sí pretende su diversión, que no su entretenimiento. Yo quiero que se diviertan leyéndome, no entretenerles. Porque yo ODIO esa identificación contemporánea de ambos conceptos: divertir es una cosa complicada, elaborada, que supone un esfuerzo por las dos partes y que acaba generando una felicidad bilateral. Entretener no, entretener es otra cosa; hay gente que se entretiene con cualquier tontería. Y no, yo no he venido aquí para eso. Y si, una vez acabado este libro, alguno de ustedes se acerca a mí y se atreve a decirme «me pareció muy entretenido», prepárense para mi peor cara de ofendido y mi airada indiferencia. No me busquen, que me van a encontrar y yo, por si no lo saben, cuando hago BOP, ya no tengo STOP.

Y, ahora, diviértanse, por favor.

O al menos, inténtenlo. Intenten divertirse y pensar —solo un poco— acerca de todas esas veces que alguien no pudo más y se plantó de manera activa y altisonante ante algo que consideraba injusto, insoportable o demasiado doloroso. No siempre tuvo razón, no siempre logró cambiar las cosas, pero sí ocupar un espacio en nuestra memoria. Ni siquiera fueron siempre cabreos por razones importantes —o al menos no lo parecieron en ese momento—, aunque con los años fueron cambiando las cosas que nos empezaron a parecer importantes. Quizás, y en parte, gracias a ellos. Quizás, y en parte, gracias a nosotros, que aprendimos que no todas las frases dichas a gritos o entre exclamaciones altisonantes merecían nuestra atención. Por eso, también por eso, he querido escribir este libro y no tomarme tan en serio; ni a mí ni a quienes aparecen como estrellas invitadas, con el pulso acelerado y los nervios al punto de ebullición.

Esto va a ser divertido. Eso espero.

1. LA IRA DE LOS DIOSES
O ¡ESTA IRA ES DIVINA Y NO ES
IRA DE FÜRSTENBERG!

Antes de nada, lo importante. ¿Quién diantres es Ira de Fürstenberg y por qué ocupa el privilegiado lugar del chiste inaugural para el primer capítulo de este librito? Me gusta que me hagan esta pregunta y confieso que, más allá del juego de palabras con su nombre y el shock que me provocó leer su libro de consejos estéticos Bella a cualquier edad, no me interesa nada esta rica heredera. Ni ella ni su excuñada modista: «A mí me gusta mucho más Carolina Herrera que mi excuñada Diane von Fürstenberg», le comentó Ira a Boris Izaguirre en una entrevista. Pues eso. Que ese es el percal.

Vayamos pues con la ira divina. La de verdad. Divina de dioses, ¡como Dios manda! Vayamos a esa ira del Antiguo Testamento y de la mitología griega que tan locamente nos chifla y que supone un hito fundacional del cabreo en grandes dimensiones, del cabreo definitivo, ese que nos marcaría para toda la vida, para toda la eternidad y para toda la especie.

Vayamos con Dios. Y recibamos a Dios —al dios cristiano—, con mayúsculas, porque es nombre propio y coprotagonista de este capítulo, no porque esté reivindicando su condición de dios único, todopoderoso ni nada por el estilo. Dios como personaje, como personajazo de esta especial «ira divina» (y no, no pienso contar que Ira de Fürstenberg estuvo casada con Alfonso de Hohenlohe y eso la convirtió en una de las glorias vivas de la época marbellí menos siniestra o menos exhibicionista).

Paso de Ira. Total. Me quedo con Dios (que es una frase que podría lucir en una camiseta Tamara Falcó, lo sé).

Dios. A lo que iba. Dios descansó al séptimo día tras crear un mundo muy completito, y al octavo día ya estaba haciendo advertencias a Adán y Eva para que hicieran el favor de no comer del fruto que ofrecía el árbol que ocupaba el centro del Jardín del Edén. El árbol de la ciencia (un beso, Pío Baroja, te sigo mucho y te leo, y no como Sofía Mazagatos a Vargas Llosa), el árbol del bien y del mal. Ese árbol. El de las manzanas (un beso, Ana Botella). Hasta que llegó la serpiente, que era un poco satánica, a qué lo vamos a disimular a estas alturas, y enredó a Eva: «¿Cómo es que Dios os ha dicho “No comáis de ninguno de los árboles del jardín?”». Y, claro, Eva, que era muy de precisar las palabras pronunciadas por los reptiles habladores en medio de un parque natural y/o espacio verde protegido de reciente creación, le respondió que no, que no era así, que no era cierto lo que decía (de haber estado como invitada a un debate televisivo, Eva le habría dicho a la serpiente que eso que decía sería «su verdad») y le corrigió: «Podemos comer del fruto de los árboles del jardín. Mas del fruto del árbol que está en medio del jardín, ha dicho Dios: “No comáis de él, ni lo toquéis, so pena de muerte”». Acabáramos. Ante eso, obviamente, la serpiente tenía algo que añadir. Un desmentido —no oficial, claro—: «De ninguna manera moriréis…, seréis como dioses, conocedores del bien y del mal».

EXPULSIÓN

«… y habiendo expulsado al hombre, puso delante del jardín del Edén querubines y la llama de una espada vibrante, para guardar el camino del árbol de la vida» (Génesis 3, 23-24).

Lo que demuestra que Dios, incluso en su infinito cabreo, seguía siendo un creador de tendencias y que, a la vez que nos condenaba a parir hijos con dolor y a ganarnos el pan con el sudor de nuestra frente, era capaz de combinar un estampado muy de Versace (Gianni, no Donatella) con un motivo icónico del tunning más clásico: ¡la llama de una espada vibrante! ¡TOMA CASTAÑA! Pilonga. Yo me imagino a Adán y a Eva, ya expulsados del Paraíso, hechos polvo, agarrados de la manita, mirando la puerta de entrada del Edén y diciéndose: «No, si lo peor no es que nos echara. Lo peor es que haya dejado esta entrada tan fea, que hace hasta daño a la vista, coño». Cierto es que, históricamente, no está del todo comprobado que Adán y Eva pronunciaran la palabra coño, pero tendrán que permitirme algunas licencias poéticas, incluso en un momento como este, mientras analizo un documento científico tan verosímil como la Biblia. Ejem.

Huelga decir a estas alturas que yo soy muy creyente. Pero no en Dios, ni en dioses. Si me apuran, creo mucho más en los adioses; esos sí que son omnipotentes y, cuando duelen tanto como algunos duelen, son omnipresentes y —por desgracia— eternos. Creo. No solo en los adioses: también creo en los encuentros, en los destellos, en la bondad del ser humano, en nuestro rostro durante el orgasmo (dudo que haya tanta verdad en ningún otro de nuestros gestos, ni siquiera en el dolor físico somos tan sinceros). Creo en los amigos, en la familia elegida —sí, esas «afinidades electivas» sobre las que escribió Goethe—, en la inteligencia, en el sentido del humor, en el miedo como un poderoso resorte que nos impulsa y en quitarse el miedo a fuerza de abrazos como otro poderoso resorte que nos mueve a buscar a quien nos dé ese abrazo y se deje abrazar. En todo eso creo. ¿En Dios? Pues no. Lo que no quita para que me divierta horrores su relato épico. Qué le vamos a hacer. Tampoco creo en Luke Skywalker, pero me quedé de piedra pómez cuando me enteré de que era hijo de Darth Vader y hermano de la princesa Leia. Tremendísima trinidad.

Dios. Sigo con Él. Ese Todopoderoso. Ese Creador creado, ese catálogo de arranques de ira incontrolada que tiene para todos y no se corta un pelo, que lo mismo es capaz de coger un pellizco de barro y crearte a la humanidad a su imagen y semejanza, que se viene arriba en un momentito y decide que hasta aquí hemos llegado. Que una cosa es tener un universo propio bastante apañado, y otra aguantar que se te suban a las barbas como si aquello fuera una reproducción futura de algún artista infiel más aficionado al vino que a las obleas. Así, después de haber condenado a la parte femenina de la humanidad a parir con dolor (un abrazo, Chiquito de la Calzada) y de haber ordenado a la humanidad al completo que creciera y se multiplicara, he aquí que los caprichos de Dios volvieron a ser insondables e impredecibles: decidió que estaba hasta el «altísimo moño» de su propia creación y que algo tenía que hacer. ¿Una terapia de grupo? ¿Un «tenemos que hablar»? ¿Una sesión de paintball en algún descampado inhóspito? Para nada.

EXTERMINIO

Tal cual. Un buen día (para Dios, aunque bastante malo para todos los demás), se levantó por la mañana y se sintió extraño (igualito que Rocío Durcal y Bárbara Rey en aquella película de los años 70, pero con menos filtro en la cámara y menos saltos de cama de poliéster). Dios se sintió extraño y pensó (en atronadora voz alta, sospecho): «Voy a exterminar de la faz de la tierra al hombre que he creado porque me pesa haberlo hecho». En serio. Palabrita de Dios. Resulta que Él se había hartado. Otra vez. Después de que la humanidad empezara a multiplicarse y de que su maldad (la nuestra, la de los hombres y mujeres que habían seguido a pies juntillas las instrucciones de su jefe supremo y señor) cundiera, tomó la determinación —pelín radical, todo sea dicho— de mandarlo todo al garete. Bueno, todo, todo, no. Dios, que tampoco quería cargarse completamente el trabajo que le había costado la Creación (que sí, que había sido solo una semana, pero muy bien aprovechada, muy intensiva, y con unos resultados dignos de miles de años de evolución de las especies —otro beso para ti, Charles Darwin—; con su humanidad, su fauna, su flora autóctona, sus microorganismos...), optó por llamar a su vera al único hombre a quien soportaba en ese momento, al hombre que a Él le parecía en ese momento el mejor en su género: Noé. Dentro Biblia: «Dijo, pues, Dios a Noé: “He decidido acabar con toda la carne, porque la tierra está llena de violencia por su culpa. Por eso, he aquí que voy a exterminarla de la tierra. Hazte un arca de maderas resinosas […] porque dentro de siete días haré llover sobre la tierra durante cuarenta días y cuarenta noches y exterminaré a todos los seres que he creado sobre la faz del suelo». ¿PERDONA? Vamos, que Dios elige a Noé porque es el único hombre bueno y le suelta un marrón de mil demonios, le conmina al bricolaje extremo, le da siete días para construir un arca («Hazte un arca de maderas resinosas»). ¡Tócate el dobladillo de la túnica! En verdad una cosa os digo; soy yo Noé y se me aparece Dios con esas exigencias, y lo primero que le digo es que, a ver, que tampoco soy tan bueno, que mejor que se busque a otro para el encargo y que ya, si eso, me voy poniendo el neopreno. Hazte un arca de maderas resinosas en una semana y, en los ratitos muertos que tengas, Noé —que yo sé que tú eres buenísima persona y no me vas a fallar, porque tú sí que eres un hombre justo, no como todos esos hombres y mujeres que andan por ahí poniéndolo todo perdido de violencia—, me vas buscando a una pareja de cada especie animal para meterlos en el arca y salvarlos de la muerte y la destrucción que pienso provocar, yo solito, después de un arranque de ira divina que he tenido y que me ha puesto del mismísimo bolo. Qué barbaridad, qué cabreo más tonto y qué manera tan poco razonable de acabar con toda la carne. ¿Que no podría haberse hecho vegano el Señor? ¿Que no le podía haber dado por posar en pelota picada para un cartel de la asociación animalista internacional PETA? Pues no. Un diluvio. Y universal. Y de cuarenta días y cuarenta noches. Eso sí que tuvo que ser una crisis de los cuarenta y no lo mío.

Yo creo que la humanidad aún no se ha recuperado de aquello. De hecho, yo creo que esta obsesión de la humanidad por la información meteorológica en la tele —y en las aplicaciones móviles del teléfono inteligente— viene de entonces. Del miedo que nos da que nos manden otro diluvio. Y no por lo molesta que es la lluvia, que también, y te deja el pelo hecho unos zorros, y se te quitan las ganas de calle, y te entran otras muy locas de meterte en la cama hasta que escampe y ver comedias románticas de Jennifer Aniston, porque ella tiene un pelo perfecto sobre el que no ha llovido, y además te apetece mucho recrearte en la autocompasión viendo a la Aniston, esa actriz americana de quien Brad Pitt se divorció para irse con Angelina Jolie y repoblar el mundo. Jennifer Aniston, la Belén Esteban de Hollywood. Tal y como os lo digo: la americana ha dado casi tantas entrevistas contando lo mal que se portó Brad con ella como las que ha dado la española relatando su salida de Ambiciones y poniendo a caer de un burro —disecado, suponemos— a su ex, Jesulín de Ubrique…

¿Qué iba diciendo? Ah, sí, que nuestra obsesión enfermiza por conocer las previsiones meteorológicas viene del miedo a otro diluvio. Y que no es por lo mal que nos sienta la lluvia, sino por lo mal que cargamos con la culpa. Es ese temor a la lluvia que tiene algo de miedo a otras cosas, al «algo habrás hecho». ¿Que se va a pasar toda esta semana lloviendo sin parar? ¡Eso es que Dios —que para mí no existe, pero para mucha gente es verdad, camino y luz— se ha vuelto a cansar de tanta carne y nos piensa exterminar! Y, claro, esto también explicaría el éxito del bricolaje: tantas mujeres y hombres temerosos de Dios que se creen buenos, los mejores de su especie, esperando SU aparición para darles un mensaje rollo Noé. Esperando ahí, bien preparados: con las láminas de madera resinosa apiladas, las herramientas a punto y el garaje ordenado. A mí, esa gente me da más miedo que la lluvia. Más miedo que un nublado que pudiera preceder a otro diluvio universal como radical campaña de impacto contra la carne. Más miedo que esa masa enfurecida que se acaba de apostar debajo del balcón de mi casa, junto al que escribo (como ya he comentado antes, vivo en un primer piso y, alguna vez, en verano, mientras tecleaba en el ordenador con las puertas del balcón abiertas, me encontré a un señor, abajo en la acera, chistándome, «¡Tch, tch, tch!», y preguntándome si le podía lanzar un euro. De verdad. Prometido. No lo hice, claro. No por racanería, sino porque soy consciente de mi pésima puntería y no quería acabar descalabrando al pobre hombre de un eurazo en la cabeza). Pues bien, hoy no tengo a un buen señor debajo de mi casa pidiéndome un euro, sino a una masa enfurecida que ha leído por encima del hombro desde la calle —no me pregunten cómo lo han hecho— y me grita:

«¡MUCHO METERTE CON DIOS,

PERO SEGURO QUE CON ZEUS NO TE ATREVES!».

¡Ah, no! ¡Desafíos a mí, no! Y mucho menos desafíos a pleno pulmón enfrente de mi casa. ¿Que no soy capaz de meterme con Zeus, el dios griego? Lo vais a flipar. «LO VAIS A FLIPAR», grito a los manifestantes apostados bajo el balcón de mi casa con los brazos en alto y a punto de marcarme un «No llores por mí, Argentina» mítico. Pero sé que tengo que seguir con este libro y que tengo una cuenta pendiente con Zeus, el griego. Zeus, vamos a hablar tú y yo. Que me he enterado de cosas tuyas, Zeus, que no me gustan ni un pelo. Y conste que no me he enterado por ahí de la boca de cualquiera, o en una cuenta de Tuiter de fuentes poco fiables. Ah, no. Yo sé esto gracias a El banquete de Platón; más exactamente al discurso de Aristófanes que refiere Platón en su «banquete». Y como tú comprenderás, Zeus, yo confío a pies juntillas en ambos: en Platón y en Aristófanes. Porque yo soy fiel a mis clásicos.

Cuenta Aristófanes en su discurso el mito del andrógino. Uno de mis mitos favoritos. Un mitazo. Por si acaso no lo recuerdan, les refresco brevemente la memoria: narra la leyenda que, al principio de los tiempos felices, sobre la faz de la tierra convivían tres géneros humanos: el masculino, el femenino y el andrógino. Del masculino y el femenino poco les voy a contar que ya no sepan..., mejor me centro en los andróginos, que eran unos felices seres redondos, con cuatro brazos, cuatro piernas, dos rostros en una misma cabeza y dos órganos sexuales (masculino y femenino) que quedaban enfrentados el uno al otro por debajo del vientre, que los unía por la mitad. Lo cual explica, en parte, que vivieran en un estado de felicidad constante. Una dicha tan efervescente que les hacía fuertes y poderosos, tanto que se les subió a la cabeza y decidieron echarse al monte (del Olimpo) y atentar contra los dioses. ¡Mal! ¡Muy mal! Porque eso a Zeus no le hizo ni pizca de gracia y, en pleno arranque de ira ciega, decidió acabar con ellos. Pero, y atención a esto que es MUY bueno, Zeus decidió acabar solo con los andróginos y no con toda la raza humana. ¿Y por qué? ¿Porque los hombres y mujeres no habían decidido atentar contra los dioses? ¿Porque ellos eran inocentes de esa falta, de ese exceso de soberbia y de esos instintos iconoclastas que los andróginos abrazaron —a su manera, claro, de perfil, supongo— con fruición? Pues no. No fue por eso por lo que Zeus decidió acabar solo con los andróginos. Fue por una razón que me chifla locamente a ritmo de Las Grecas: el dios jefe de los griegos, el puto amo del dioserío heleno clásico acabó solo con parte de la humanidad —la andrógina, la rebelde— porque si acababa con todos los hombres y mujeres —que también podrían acabar siendo una amenaza para el Olimpo en algún momento—, perdería lo más importante que posee un dios: a quienes creen en él. En efecto, Zeus no acabó con los seres humanos, porque Zeus necesitaba a los seres humanos para que creyeran en él, porque sin los creyentes, él dejaría de existir, porque sin quienes se alimentaban de su mito, quienes le temían, veneraban, consultaban e invocaban, Zeus no sería. No estaría. No tendría sentido ni entidad. Piénsenlo bien, porque es absolutamente maravilloso; porque es pura poesía conceptual y una joya ontológica que, por otro lado, podría explicar también el asunto de Dios y Noé: tal vez Dios no eligiera salvar a Noé y cargarle con el marronazo del arca y el zoo acuático porque Noé fuera el mejor hombre sobre la tierra, sino porque su fe en Él era inquebrantable. Y eso, maravillosa paradoja, no garantizaba la supervivencia del género humano y animal tras el diluvio, sino la del mismo Dios. Si Dios hubiera acabado con todos en ese diluvio universal de cuarenta y días y cuarenta noches, no habría quedado nadie sobre la faz de la tierra que creyera en él. Y eso le hubiera hecho desaparecer. ¿Todopoderoso? Claro. Y un rato listo...

Pero volvamos un momento al mito del andrógino, porque su hermosa y pulida superficie me servirá como trampolín para un salto a otras ficciones, contemporáneas en este caso. A una ficción fabulosa que también tiene que ver —y mucho— con el trasunto de este libro: la ira, el enfado. Esa magnífica ficción es una película que fue primero un musical del off Broadway y que vuelve como musical del Broadway más in: Hedwig and the angry inch (Hedwig y la pulgada enfadada), que relata la historia de un niño de Alemania del Este (cuando esa Alemania y ese Este aún existían) que, para poder cruzar el muro en compañía de su novio, soldado americano, opta por extirparse el pene y pasar a ser mujer en su pasaporte, para así poder casarse legalmente. Pero algo sale mal durante la cirugía —sí, ese algo tiene que ver con la pulgada que aparece en el título de la película— y, entre espléndidas canciones en homenaje al punk rock, una historia de amor, fama y éxito conmovedora y muchas pelucas, acabamos conociendo la historia de Hedwig y su pulgada airada. Hedwig, que incluye en su repertorio musical una de mis canciones favoritas: «The origin of love» («El origen del amor») en la que se narra el mito del andrógino ilustrado con unos preciosos dibujos. Una maravilla. Si no la han visto, no sé a qué esperan. Porque el enfado de Hedwig, quizás más que los de Dios y Zeus, también han hecho que el mundo cambie. En este caso, mi mundo. Y a mejor.

ENSEÑANZAS

  • Los dioses necesitan que creamos en ellos mucho más de lo que nosotros necesitamos que ellos crean en nosotros. Nosotros existimos sin ellos, ellos no existen sin nosotros.
  • Si, por un casual, se te aparece Dios para decirte que viene a darte un premio por tu buen comportamiento, vete preparando el kit de ebanistería. Y un impermeable. Avisadas estáis, amigas.
  • Que Zeus Tous se llame así no es una casualidad del destino; su carrera musical ha llegado para culminar la sed de venganza del capo de los dioses del Olimpo.
  • Vean Hedwig and the angry inch. Les va a encantar.

2. CALÍGULA, NERÓN
Y OTROS EMPERADORES LOCOS DEL MONTÓN

Si el capítulo anterior acababa con un mundo mejor, este que viene ahora aborda el fin de otro, la decadencia de un imperio, de toda una civilización a la que debemos mucho (que se lo digan a los corruptos comisionistas de obras civiles, ese gran invento romano) y uno de mis delirios favoritos: los emperadores destructores. Ya ven que empiezo a cumplir con tópicos y todos mis caminos llevan a Roma. Allá vamos.

Si bien, antes de lanzarnos al barro de los desmanes de los mandamases del imperio, me gustaría lanzar una nueva obviedad contra ustedes, pacientes lectores: la historia la escriben siempre los ganadores (de las historias nos encargamos los perdedores) y, lamentablemente, esos vencedores han sido (casi) siempre hombres. ¿Que por qué me da por eso para empezar con mi recorrido por los disparates del Imperio romano y sus prohombres? Porque en esta historia, si nos ceñimos a criterios genealógicos y cronológicos, hay una gran mala de la película: ¡Agripina! «¡La culpa de todo la tiene Yoko Ono!», cantaba DEF CON DOS. Pues igual, pero en plan clásico.

AGRIPINA LA MAYOR

Esta dama noble, ejemplo de las «virtudes» romanas, era nieta del emérito Augusto y madre, a su vez, de Calígula y de Agripina la Menor, quien fue madre, a su vez, de Nerón, otro que tal baila y canta y toca la lira aunque algo regular. Ahí es nada.

Agripina, una de esas mujeres ambiciosas —ese adjetivo que el machismo sigue considerando chungo cuando va a asociado a una mujer— que siempre tuvo claro que lo suyo no era quedarse en casa gritando a esclavos. ¡Bien por Agripina! De acuerdo total con ella. Agree con Agripina, total. Aunque la Mayor a mí ya me parece un sobrenombre poco adecuado para una señora, nieta, madre y abuela de emperadores. ¡La mayor! ¡Qué poco bonito!

Agripina la Mayor (con perdón, señora) seguía a su marido Germánico de campaña en campaña, con su —adorable hoy y desaforada mañana— prole. Hasta que la misteriosa muerte de Germánico la hizo implicarse aún más en la carrera de sus retoños, sobre todo tras descubrir que detrás del asesinato de su esposo estaba la mano nada inocente del tío de este: Tiberio, a la sazón emperador. Así, nuestra protagonista, que no se andaba con chiquitas ni había padecido las inclemencias y barrizales de los campos de batalla en balde, organizó a una masa enfurecida que usó como ariete de carga contra Tiberio y, tras mucho complot, muchas malas artes, enredos y algunos asesinatos sin importancia, consiguió colocar a sus hijos en los primeros puestos de la sucesión al trono. Lo cual demuestra que, muchos siglos antes de ¿Quién quiere casare con mi hijo? ya existía un formato similar: ¿Quién quiere laurear a mi hijo? Increíble, pero cierto… O no.

A todo esto, ni a Tiberio ni a su sucesor les convencía demasiado el asunto sucesorio organizado por la señora y decidieron hacer lo que estaba en sus manos, que no era poco. De modo que acusaron a Agripina la Mayor de conspiración, y ella acabó detenida, juzgada y condenada. Detenida de tan mala manera que, durante su captura, perdió un ojo a manos de los soldados que la apresaron. Juzgada y condenada al exilio en la isla Pandataria junto a casi todos sus hijos y en la que, tres años después, murió de hambre.

¡Un momento! ¿He escrito «condenada al exilio junto a casi todos sus hijos»? ¿Casi todos? En efecto. Esto es importante, porque el único hijo de Agripina que no padeció el destierro fue…

¡CALÍGULA!

Gaius Julius Caesar Augustus Germanicus (Cayo Julio César Augusto Germánico) o el artista del mal también conocido como Calígula. Hijo de Agripina la Mayor, sangre bastarda de los fundadores del imperio, urbanista dispendioso e inconmensurable, golfo sublime, ridículo delirio del poder; un pieza.

¿Y a todo esto, de dónde viene el apelativo de Calígula? ¿Por qué un sobrenombre tan corto cuando el futuro emperador tenía tantos y tan imperiales? Ahí va la respuesta: Calígula es un apodo que recibió nuestro emperador cuando aún era solo un proyecto de tirano. Calígula es un diminutivo de Caligas, que era el nombre romano para las botas de legionario. Porque Calígula creció en campamentos militares, rodeado de hombres sudorosos en falda corta y sandalias altas, y allí se ganó el cariñete de las tropas, que, como muestra de su afecto, empezarían a llamarle por ese nombre que ha pasado a la historia: Calígula o, lo que es lo mismo, traducido, Botitas, la mascota de la Legión. ¿Es o no es una preciosidad? Por cierto, si hay algún historiador en la sala, que me permita ciertas… ligerezas; esta historia está basada en hechos reales. Una tía mía estaba allí. O al menos eso asegura ella entre lingotazo de anís y lingotazo de anís.

Calígula. Botitas. Un tío olímpico y faraónico. Ya de joven, cuando era militante de las Nuevas Generaciones del Imperio, fue nombrado heredero por su tío Tiberio, que esperó hasta el lecho de muerte para anunciar su polémica decisión. Muerte, por otro lado, tampoco exenta de polémica.

Antes de morir Tiberio, asfixiado bajo el plomizo peso de una almohada…

ATENCIÓN, digresión a cuenta del plomo (literal): estamos hablando de una alta sociedad con un gusto decadente por el exceso etílico, especialmente el vino, ¿sí?, perfecto; quiero recordar en este punto la sospecha que algunos estudios sobre la época comparten al señalar como causa de tanto delirio y desparrame no ya el ingente consumo de vino —que también—, sino una aguda y endémica contaminación alimentaria a causa del plomo que se desprendía de copas y platos, especialmente durante el preparado del vino. El proceso consistía en hervir a fuego lento el licor en un gran caldero de plomo para su óptimo disfrute, lo cual generaba, básicamente, acetato de plomo con una concentración de entre 250 y 1000 miligramos por litro, cuando una cucharadita de este líquido a diario bastaría para causar una intoxicación crónica por plomo, entre cuyos síntomas se observan, además de una dolorosa gota que sentó a muchos de los aristócratas y gobernantes del imperio, importantes alteraciones mentales, pues el plomo se deposita en las neuronas, y eso no es sano, amigos. Claro que también es verdad que esa euforia aterradora con que se retrata a nuestros iracundos personajes tiene mucho que ver con la intoxicación por alucinógenos, lo que me lleva a pensar que descuidaban, por ejemplo, la elaboración del pan, que terminaba por convertirse en un cultivo de cornezuelo del centeno, un hongo cuyo principio activo es la dietilamida del ácido lisérgico (LSD); y, como todo el mundo sabe, de flipar colorines a decapitar rivales políticos, andar de orgía en orgía y creerse dios, hay un tris.

Antes de morir Tiberio, decía, señaló a su sobrino Calígula y le dijo aquello de: «Todo esto algún día será tuyo». Y ese día no tardó mucho en llegar.

Así se encaramó Calígula al poder en una de las épocas más prósperas del imperio. Después ingresó en la Betty Ford Imperial, pero nunca sería el mismo. Cuando salió, la que podría haber sido una típica historia de conspiraciones, borracheras desmedidas, infidelidades, asesinatos, puterío y conquistas guerreras, se convirtió en LA IRA DEL DIVINO CASTIGO CALÍGULA.

Calígula o no intenten hacer esto en sus casas.
Ni en sus imperios

Porque enfrentar el fin propio, recuperar la conciencia y despertar uno entre dos olvidos impepinables, el del exceso y el de la muerte, fortalece a cualquiera, más si anda uno alucinado perdido, que algo tejerá en la voluntad a la hora de menear aquellas mezquindades, de uno y de los otros, que pesan en el tiempo como un no sé qué que qué sé yo. O ya lo tenía planeado de antes, vayan ustedes a saber: la cuestión es que fue salir de rehabilitación y ¡zas!, violentó a los exiliados durante su gobierno —su mujer, su suegro Marco Silano y su primo Tiberio Gemelo— y les forzó al suicidio; decretó reformas públicas y políticas de todo pelaje; abolió algunos impuestos; impuso el pan y el circo a gogó; instauró elecciones democráticas, corruptelas y chanchullos; ejecuciones al gusto… ¡Qué bonito es todo cuando el imperio va bien! Pero, ¡ah!, cuando se acaban los posibles y los presupuestos generales del imperio titilan en números rojos, qué mal todo. Tan mal que, tras sus dispendios iniciales, Calígula no tuvo otra que volver a subir los impuestos y aplicar nuevas tasas para actividades básicas del imperio: prostitución, juicios, bodas, testamentos, venta de gladiadores…

Un cambio de política impositiva que provocó la ira de la plebe, claro. Porque sí, muchas de las nuevas construcciones eran edificios públicos, pero —seguro que esto les suena— Calígula también edificó palacetes para su uso personal y orgiástico. Es decir: que la ira va por barrios, pero hace más ruido si tienes quien ejecute tus planes de asesinato, algo muy romano: vino, orgías y ejecuciones; el sexo, drogas y rock ‘n’ roll de la época.

¿Y qué hizo Calígula ante el malestar generalizado de la población? ¿Dimitir? ¿Echarle la culpa a una señora alemana rubia que pasaba por allí? Para nada. Calígula optó por ponerse divino. Literalmente.

Ahí tienen a Calígula instaurando el culto a su persona como si se tratara de una divinidad; observen su comportamiento en el Senado, donde firmaba los documentos oficiales con el nombre de Júpiter (padre de los dioses romanos), la construcción de templos en su honor, su extraña relación de amor con su caballo…

… hasta que varios senadores, hartos de las revueltas, de los escándalos y de sentir cómo el suelo del imperio se tambaleaba bajo sus pies, resolvieron solucionar aquello de la manera más política posible: ordenando el asesinato de Calígula, que cayó a manos de su propia guardia pretoriana en la calle, mientras el emperador charlaba con unos actores en plena faena. Muerto Calígula. La rabia sigue.

Calígula, que había sido amante y proxeneta de sus propias hermanas —a quienes colocó como prostitutas de la corte—, se ganó así, probablemente, el odio incondicional de una de ellas: Agripinila, quien, como su propio hermano, nació de la ambición y maduró con el odio al polvo que afea las copas, cuando el asiento del trono se queda frío y la carrera de la sangre no se distrae de su paso por las venas. Agripinila ni parpadeó mientras maquinaba conspiraciones familiares contra Calígula, que le costarían la libertad y un destierro a Pandataria, condenada a cargar con las cenizas de uno de sus amantes, mientras el joven Nerón (su hijo) se criaba en Roma con su tía paterna. Y hacía carrera.

¡ADIÓS, CALÍGULA; HOLA, NERÓN!

Nerón Claudio César Augusto Germánico fue colocado en el trono por su tío Claudio. ¡Ah, Claudio!, un pedorro narcisista, enfermo de aerofagia hasta tal irreprimible punto que, de tan avergonzado como se sentía por su incapacidad para aguantarse los pedos durante las sesiones del Senado, legisló la obligación para todos los hombres del imperio de ventosear dos veces por cada pedo que saliera de su egregio esfínter; Claudio, muy metido en la onda de las orgías que tan poco conmemoramos en esta mojigata y tristona sociedad, a quien Calígula humillaba tan despiadadamente en público que terminó por enfermar de estrés —¡un emperador estresado, como lo leen!— y convertirse en una figura incapaz de sostener nada en sus frágiles manos sin que se le cayera al suelo; emperador disperso, epiléptico borracho, brillante estratega militar cojo y tartamudo, asesino de trescientos conspiradores que, en realidad, eran sospechosos de haber participado en orgías —ese deporte de riesgo romano— con su mujer. Otra perla cultivada en los mares de vinazo con plomo y los cruces genéticos endogámicos.

Así era Claudio, el marido celoso que en un arranque de ira ejecutó a trescientos señores solo por pereza; solo por no averiguar qué cuatro o cinco habían estado con su mujer. Lo que viene siendo un redondeo por arriba bastante generoso.

Ahora, volvamos con el sobrino de Claudio, Nerón; tirano y personajazo.

Nerón, discípulo de Séneca, fue investido emperador a los 16, con el pezón de Agripinila —y de alguna otra— todavía en la boca (mira, una madre sobreprotectora; qué bonita película haría Hitchcock con un motel y una ducha). Nerón, Edipo revirado que contaba con Séneca como asesor. Para que se fíen de las asesorías… Puedo imaginar a Séneca mientras alecciona al emperador Nerón, a Séneca en pleno brote de retórica: «Que la virtud vaya, pues, delante: siguiendo sus huellas, siempre estaremos en seguro: y el placer excesivo daña; en la virtud no hay que temer que haya exceso, porque en ella misma está la mesura; no es bueno lo que padece por su propia magnitud». Y Nerón, el muy perro, con sus amigotes imperiales al grito de: «Cada vez que diga virtud, ¡CHUPITO!». Sí, así es justo como lo imagino. Que se note mi formación humanista, ¡maldita sea! Claro, que fue gracias a los sabios consejos de Séneca que Nerón se dio cuenta de que su madre era una perraca del infierno —hay quien dice que Agripinila envenenó al tío Claudio—. Qué poderío, insisto, el de cepillarse a la familia.

Veamos el proceso que concluyó en la ejecución de Agripinila. Nerón creció como emperador sin quitarse el peso de las acechanzas urdidas por su madre. Paranoico perdido, «to loco», existe el rumor de que llegó a obligar a Aulio Placio, supuesto amante y aliado complotista de Agripinila, a practicarle una felación y, al terminar, decir: «Que venga ahora mi madre y bese a mi sucesor». Verdad o no, tiene potencia dramática, no me lo pueden negar. Lo mismo que imaginar a un Nerón adolescente amenazando a su madre, no con irse de casa, sino con abdicar: «¡No me mandes a mi cuarto, que abdico y te dejo sin puestazo imperial, MAMÁ!».

Pobre Nerón, que ordenó asesinar a su madre aconsejado por una de sus esposas, y tras varios intentos fallidos, como invitarla a un paseo en barco para huir, y hundirlo con ella a bordo —¡la tía escapó a nado!—, finalmente se dejó de sutilezas fuera de la ley y optó por poner la maquinaria del poder a sus pies: la acusó de no sé qué líos de una conspiración (otro clásico) y ya no se quitó la culpa ni con el crepitar de las llamas de fondo. ¡Musas, a mí! ¡Mamá ha dejado de ser un problema!

A todo esto, resulta muy inquietante descubrir cómo la mitología, la literatura y la historia han desarrollado una tendencia, muy marcada, que insiste en los inconvenientes de ser hijo de una mujer con planes propios. Muchos dioses y héroes olímpicos no tuvieron ese problema, pues Zeus tenía un prodigioso y fértil muslo donde cultivó a algunos de sus descendientes. Será que nadie enseñó a estos hombres, emperadores, diosecillos, a soportar esto; no hay pedagogía —igualitaria— de género en las tragedias, por tanto, puede interpretarse que entendieron que el poder (divino) de un hombre está limitado por los malévolos planes de una mujer, que siempre estará cerca, desde el nacimiento, tras el matrimonio y hasta marcando el camino a su propia mortalidad, límite último de todo. La iracundia del espacio y del tiempo es una espiral temblorosa, dibujada en la aureola femenina, que se alimenta de la misoginia y el machismo de los cronistas vencedores. No es difícil ver en todos estos hechos la sombra de la lucha de géneros por el poder a lo largo de la historia. No es que sea todo lo que pase, pero sí parece que pasa en todo. No es mal recordatorio para privilegiados, querido hombre blanco heterosexual.

HELIOGÁBALO, EN PLAN TRAVESTI

Como esperanzador corolario no quiero dejar de hablar de Heliogábalo, emperador revolucionario. Y un poco travesti. La precocidad le pilló joven, fue coronado a los 14, después de una revuelta instigada por su abuela, Julia Mesa. Heliogábalo, de nacimiento Vario Avito Bassiano, vivió a tope, murió joven y dejó un bonito cadáver (bonito, aunque un tanto fragmentado). Sabed de él que se pasó por el forro de la toga el sistema religioso olímpico sin dejar de dedicarse al reconfortante acto de la sodomía inter pares, lo cual provocó un escándalo entre la Guardia Pretoriana y el Senado. Como si aquello fuera una novedad...

Heliogábalo, emperador, instauró un orden religioso heliocéntrico que adoraba al Deus Sol Invictus, cuya celebración principal veneraba el renacimiento cíclico del sol tras el solsticio de invierno, entre el 21 y el 25 de diciembre. Todo esto le costó muy mala prensa, claro. ¿Y por qué me ha dado por Heliogábalo? Bueno, me sobran las razones, aunque me reconozco megafan de un tipo que, en aquellos tiempos de bruticie, se maquillaba, se depilaba, se calzaba una peluca y zascandileaba por las tabernas, no siempre erguido sobre sus dos piernas. Que tuvo el valor de invitar a dos mujeres, su madre y su abuela, a participar (abiertamente) en el Senado, cuando aquello —igual que algunos licores infectos— era cosa de hombres. O que presumiera de chulángano en público, que se refiriera a él como a su marido, que intentara nombrarlo César. MA RA VI LLA.

Lástima que no le diera tiempo a mucho más. Puesto que Heliogábalo fue asesinado a los 18. Decapitado y lanzado, junto a su madre, también descabezada, al mar. ¿Y qué hay de su furia, de la ira que convoca a estas páginas a tantos ilustres invitados? He aquí un entrañable suceso, de esos que tanto gozamos, que relata que, furibundo y llevado por una atroz envidia de pene, Heliogábalo mandó castrar a unos cuantos hombres de la corte. Cierto o no, está bien recordar que uno de los personajes que malmetió a su favor durante las intrigas que lo llevaron a ser emperador era, ni más ni menos, el consejero eunuco de su madre. Ahí queda eso. Sin un par. Ni falta que le hizo.

ENSEÑANZAS

  • Si ves que mamá planea un futuro brillante para ti mientras afila cuchillos y aliña venenos, casi mejor opta por tomar las riendas de tu propia carrera.
  • Evita el consumo de plomo, bien sea vía oral o tópica. Quítate ese peso de encima.
  • Cuidado con las herencias recibidas. Yo me entiendo.

3. LOPE DE AGUIRRE O
¡DIOS, QUÉ CÓLERA!

De casi cincuenta años, pequeño de cuerpo y poca persona,

la cara chupada; los ojos les estaban bullendo en el casco...

FRANCISCO VÁZQUEZ

(cronista del viaje de Aguirre al Amazonas)

Mucho antes de que Nino Bravo cantara América, allí estuvo Lope de Aguirre, ese hombre del siglo XVI que representa lo peor de una época y de un género. ¿El de aventuras épicas? No; el género humano.

Permítanme abrir mi retrato de Lope de Aguirre con un arranque de retórica en voz alta y déjenme que me pregunte: ¿hay algo mejor para alimentar las brasas de la ambición de un hidalgo desheredado —cansado de recibir coces, cepillar crines y limpiar boñigas de caballo en una hacienda arruinada— que una época en la que se asumía como cierta la leyenda de un continente donde caía el oro de los árboles?

No, no lo hay.

LOPE DE AGUIRRE O ¿QUIÉN ES ESE HOMBRE?

Lope de Aguirre no era más que un hombre. Uno de tantos ilustres malnacidos que han encarnado la mala baba patria y la depredadora astucia del superviviente, desde los más altos estamentos a las inmundas cloacas de nuestra España querida, esta España nuestra, de cualquieras e hijosdalgo, cuatreros, bárbaros, lazarillos y matarifes; Unamuno y Millán Astray; dictadores o mierdasecas; desde antes de los tiempos del imperio siempre soleado a la democracia de dehesa, meseta yerma, desindustrialización y ladrillo.

No faltan en el catálogo de furia, cabreo y reprimenda tipos como Lope de Aguirre, que primero quedaron deslumbrados por la posibilidad del pelotazo al otro lado del charco y de ahí saltaron a la barbarie y la demencia. Lo normal. No me pidan que dé nombres contemporáneos, que nos secuestran el libro. Y no es plan.

Pídanme que les cuente La aventura equinoccial de Lope de Aguirre (una estupenda novela de Ramón J. Sender que me fascina) y yo, encantado de la vida, lo haré.

Vamos a ello.

De Lope de Aguirre sabemos que nació entre 1510 y 1515, bien en la población vasca de Oñate (que por aquel entonces pertenecía al reino de Castilla), bien en un valle de Álava. Vamos, que del origen y nacimiento de Lope de Aguirre sabemos cosas (así, en general) pero no del todo. Tenemos una idea, un margen de fechas y un dato geográfico que obligaría a darle mucho zoom al Google Maps. Pero es lo que hay, y tampoco me ha dado a mí por ponerme a investigar más allá; de hecho, el día que iba a hacerlo me dieron hora para la manicura y lo tuve que dejar todo. Así fue, y así se lo cuento, para que vean que soy un creador honesto, de los que ya no quedan. O sí.

Veintiún años después de aquello que medio sabemos, sí tenemos un dato claro (¡albricias!): Lope de Aguirre había llegado a Sevilla para alistarse en una expedición con rumbo a Perú. Una expedición junto con otros doscientos cincuenta hombres y en la que nuestro Lope «De» vio una oportunidad de oro (literalmente) para abandonar ese pozo de ruina en que se encontraba y recuperar el esplendor perdido de los Aguirre de toda la vida (de Oñate o de un valle de Álava, lo mismo nos da).

Tras el viaje Sevilla-Cuzco (que tuvo que ser lo menos parecido que pueda uno imaginarse a Vacaciones en el mar), Lope de Aguirre y sus doscientos y pico compañeros (en estas travesías no sobrevivían todos; siempre había más de uno y más de dos que se quedaban en el camino en forma de simpático cadáver flotante) llegaron a América («cuando dios hizo el Edén, pensó en América», que cantaba Nino Bravo) y se encontraron con un panorama que hubiera dejado mudo al mismísimo Nino con su vozarrón: aquello era un disparate, un continente recién estrenado para entrar a vivir —y a expoliar— donde los conquistadores se dedicaban a luchar entre sí para hacerse con el dominio de tierras, encomiendas, indígenas y todos sus tesoros (imaginarios y reales). Como una combinación loquísima entre Gran Hermano, Supervivientes y un episodio de Dinastía con Alexis Colby a dieta: el horror.

LOPE DE AGUIRRE GOES TO AMÉRICA

Fue llegar Lope de Aguirre a Perú y encontrarse con el panorama: un tal Almagro y los hermanos Pizarro se habían enfrascado en una guerra civil por el control de Cuzco. Cuzco en guerra, Lope de Aguirre recién llegado y algo tenía que hacer: pelear como un soldado, que es lo que mejor se le daba. Así, Lope de Aguirre luchó del lado de los hermanos Pizarro y, junto a ellos, resultó victorioso en la batalla de las Salinas, que sirvió para que los Pizarro se hicieran con el control de Cuzco y para que muchos conocieran ya el carácter pendenciero y sanguinario de Lope de Aguirre dando guerra. Que digo yo que hay que ser muy animal para destacar como asesino en plena batalla, donde al que más o al que menos se le va pelín la mano. Bueno, pues a Lope se le fue (la mano y la cabeza) tanto, que ya empezó a convertirse en leyenda. Y nada buena, huelga decir. Aunque muy eficaz como mercenario salvaje para quien contara con él en sus filas. De momento, los Pizarro.

Mientras tanto, en la capital del imperio donde no se ponía el sol (capital que en aquel momento aún era Toledo), a Carlos I (de España y un poco de Alemania) se le erizaba la capa de armiño ante las noticias que le llegaban de las guerras intestinas entre conquistadores que se estaban dando en el Nuevo Mundo y que amenazaban con amargarle el exitazo de crítica y público que estaba teniendo su reinado de mucha luz y mucho color. América era un follón, Carlos I empezaba a estar harto de las malas nuevas que llegaban con sus emisarios y temía por el buen nombre de los españoles en el mundo. Normal. Que una cosa era mandar a esbirros a expoliar el oro de un continente y otra, muy distinta, que lo fueran dejando todo perdido de sangre, miembros amputados y mala fama.

Y, por si todo esto fuera poco, había aparecido en escena un fraile, Bartolomé de las Casas, que los dejó a todos boquiabiertos con un alegato a favor de los indígenas que estaban siendo masacrados en América: Brevísima relación de la destrucción de Las Indias (un título de lo más ilustrativo acerca del caso). Un escrito que generó un juicio —en Burgos, ya que no me preguntan— en el que se trató de dilucidar si los indígenas tenían alma o no. Finalmente, se concluyó que sí. Y Carlos I entendió que aquello no podía seguir así: guerras intestinas entre sus conquistadores de cabecera, maltrato y destrucción de los indígenas. «¡HASTA AQUÍ HEMOS LLEGADO!», debió de pensar el rey (aunque a lo mejor lo pensó en alemán, que él era muy Austria para sus cosas).

Fue entonces cuando el monarca decidió mandar a un emisario para que pusiera orden en el nuevo continente, y para allá se fue Cristóbal Vaca de Castro en una gira internacional de esas que hacen historia: tras pacificar regiones de Panamá, Colombia y Ecuador, Vaca de Castro llegó a Perú, donde se encontró con un pastelazo de impresión, ya que tras la victoria de los Pizarro (con la inestimable colaboración de Lope de Aguirre), en Cuzco habían pasado muchas cosas. ¿Recuerdan que los Pizarro brothers habían acabado con Diego de Almagro en la batalla de las Salinas? Pues bien, les voy a dar un detalle sin importancia, una de esas minucias históricas que viene bien saber y que dan tanto juego en las conversaciones de sobremesa en reuniones familiares: fue Hernando Pizarro quien, con sus propias manos, estranguló a Diego de Almagro en plena batalla para después, ya fiambre, mandarlo decapitar en la plaza pública. Un gesto quizás un poco cruel que al hijo del perdedor, Almagro el Mozo, no le tuvo que hacer demasiada gracia y que —no digo yo que fuera así, aunque tiene toda la pinta— sirvió para alimentar su sed de venganza familiar durante años. Hasta que la sació. ¿Cómo? Asesinando a otro hermano Pizarro, Francisco, y erigiéndose gobernador de Perú.

Como lo leen. En estas llegó a Cuzco Cristóbal Vaca de Castro y no tardó en cumplir su encargo: pacificar aquello. Dicho y hecho. Mandó ejecutar a Almagro el Mozo y se quedó con su puesto de gobernador. Eso sí que es pacificar y lo demás son tonterías. De haber existido entonces el Nobel de la Paz, seguro que le habría caído a Vaca de Castro quien, a todo esto, tras asumir su nuevo puesto quiso tener en su equipo de seguridad, vigilancia y crimen al hombre violento de moda en Cuzco. Sí, él: Lope de Aguirre.

Una vez cumplido su cometido, a Vaca de Castro vino a sustituirle un nuevo hombre de Carlos I, Blasco Núñez Vela, que llegó a Perú como primer virrey y llevaba consigo las leyes nuevas, promulgadas por Carlos I e inspiradas en la teoría de Bartolomé de las Casas, que afirmaba que los indígenas eran humanos y merecían un trato digno. Esas teorías del juicio de Burgos que ya les había contado antes. Exacto. Lope de Aguirre, por supuesto, también se mantuvo fiel a este nuevo virrey, sospechamos que no tanto por su respeto a las instituciones como porque Lope de Aguirre era muy de estar con quien estuviera al mando en cada momento. Aunque las cosas cambiarían pronto para él.

Muy pronto. Tan pronto como Gonzalo Pizarro decidió oponerse a las leyes nuevas que defendían la dignidad y la vida de los indígenas y, en un arranque de Soy rebelde porque el mundo me hizo así —y porque soy bastante hijo de la gran perra y no respeto la vida humana, que todo hay que decirlo—, hizo prisionero al virrey para mandarlo de vuelta a España con sus leyes, su gola y sus zapatos de hebilla.

Gonzalo Pizarro 1 – Virrey 0.

Sin embargo, el virrey no estaba dispuesto a dejarse vencer tan fácilmente. «Aún queda liga», dicen que pensó, y en su camino hacia España —y con la complicidad de Lope de Aguirre, que no tuvo ningún empacho en traicionar a sus expatrones, los Pizarro— organizó un ejército con el que regresó a Perú para luchar por su puestazo de virrey. Ahí, de nuevo, volvió a ser derrotado por Pizarro en la batalla de Añaquito.

Gonzalo Pizarro 2 – Virrey 0 (y muerto, que es menos que cero).

Tras esta segunda derrota, Lope de Aguirre, que no era nada tonto, optó por ser fiel a la Corona y abandonó Perú para trasladarse a Nicaragua, donde le ascendieron a sargento mayor en premio a los servicios prestados. Corría el año de 1546 y pasarían unos cuantos más hasta que Lope de Aguirre volviera a Cuzco. Normal.

Mientras tanto, Carlos I, a quien los Pizarro le habían matado un virrey en Cuzco, decidió insistir en hacer de Perú un sitio tranquilo y mandó para allá a un nuevo emisario, Pedro de la Gasca, como presidente de la Real Audiencia. De la Gasca, con más miedo que vergüenza, llegó allá para ofrecer el perdón de la Corona a los sublevados y derogar las leyes nuevas.

Los Pizarro 1 – Derechos humanos 0.

Tras pacificar aquello, a costa de la vida y la dignidad de los indígenas, Pedro de la Gasca volvió a España. Vivo, que es algo de lo que no pudieron presumir sus predecesores y que a Carlos I le ahorró un entierro de ultramar, con lo carísimo que salía aquello y la falta que hacía entonces cada gramo de oro.

LOPE DE AGUIRRE, ESCLAVISTA Y MERCENARIO.
EL TÍPICO EMPRENDEDOR

Pero volvamos a Lope de Aguirre, igual que él, en 1551 —cinco años después de su marcha a Nicaragua— volvió a Perú como emprendedor para montar un bonito negocio de compra/venta de esclavos. ¡Toma ya! Un negocio que, pese al fracaso de las leyes nuevas en defensa de los indígenas, no era legal. Afortunadamente. Así, el juez Francisco de Esquivel condenó a Lope de Aguirre por su actividad tras un juicio donde el acusado argumentó, en su defensa, que era un hidalgo de buena familia, y que eso debería servir para eximirle de toda culpa. Permítanme, estimados e inteligentes lectores, que aquí no haga ningún comentario enlazado con la actualidad española. Gracias. La condición de hidalgo de buena familia no sirvió de nada, y Lope de Aguirre fue condenado.

¿Francisco de Esquivel 1 – Lope de Aguirre 0?

Mmmmm, no se crean: Francisco de Esquivel, el juez que lo condenó a ser azotado, pagó cara su imprudencia y acabó apuñalado por Lope de Aguirre en su propia biblioteca, un crimen que contribuyó a que el ya célebre psicokiller Lope de Aguirre se hiciera aún más famoso, más temido y más loco. Lo que nos faltaba.

Por supuesto que Lope de Aguirre fue condenado por este crimen. ¡Faltaría más! Pero tan obvia como su condena fue su inmediato indulto, a cargo de la Corona, que necesitaba de Lope de Aguirre y sus malas artes asesinas para integrar un comando de soldados que ayudara a combatir a otro rebelde en Cuzco (que debería inspirar una colección de John Galiano lo antes posible: Rebeldes en Cuzco. Lo veo). Así, Lope de Aguirre y el resto de sus compañeros mercenarios lucharon contra el rebelde, Francisco Hernández Girón, que acabó por vencer al bando leal (al rey) de Lope de Aguirre, quien no solo tuvo que asumir una nueva derrota, sino que resultó malherido en el pie derecho, lo cual le provocó una cojera de por vida. Eso, y unas terribles quemaduras en las manos a causa del estallido de un arma de fuego. Justo lo que necesitaba nuestro Lope para endulzar aún más su carácter difícil.

Unos años después, en 1560, con la llegada de un nuevo virrey a Cuzco —ya bajo el mandato de Felipe II como rey de España—, el destino y la vida de Lope de Aguirre cambiarían para siempre. Andrés Hurtado de Mendoza, que así se llamaba el nuevo virrey, se encontró allí con un excedente de mercenarios con una lealtad más que discutible y unas dotes para montarlas muy gordas, dignas de una versión delincuente de El circo del sol. Hurtado de Mendoza, que no sabe qué hacer con tanta soldadesca incontrolable, tiene una idea brillante para quitárselos de encima. Una idea que, además, de salir bien, supondría una más que bienvenida inyección de capital para las arcas del Imperio español. Así, decide montar una expedición para la conquista de El Dorado, la misma que años antes ya había llevado a cabo Francisco de Orellana y le llevó a descubrir el Amazonas.

FUERON A BUSCAR EL DORADO
Y DIERON CON EL RESPLANDOR

La expedición en la que partió Lope de Aguirre en busca de El Dorado estuvo liderada por Pedro de Ursúa, un navarro de carácter prudente y taimado con el que Lope de Aguirre nunca hizo buenas migas. El contraste entre la prudencia de Ursúa y el comportamiento temerario y casi suicida de Lope de Aguirre fue motivo de fricción entre ambos durante todo el viaje. Y menudo viaje: una expedición de trescientos soldados, numerosos esclavos negros y más de quinientos porteadores indígenas a la que muchos pidieron a Ursúa que no convocara a Lope de Aguirre. Pero el navarro no hizo caso. E hizo mal. Una expedición que cruzó los Andes hasta llegar al Amazonas, donde fueron atacados por las míticas guerreras del lugar y sufrieron numerosas pérdidas, tanto humanas como equinas: la barcaza donde navegaban los caballos se hundió y se ahogaron todos. Lo que les obligó a hacer miles de kilómetros a pie, algo que para el cojo Lope de Aguirre supuso una enorme tortura que se sumó a la de los mosquitos, los ataques de indígenas, la falta de alimentos y el calor. Lo que viene siendo un domingo de verano con la familia, pero alargado en el tiempo.

Por si todo esto fuera poco, Ursúa, el jefe de la expedición, había tenido la brillante idea de viajar acompañado de su amante, Inés de Atienza, a quien el resto de soldados no veía con buenos ojos… en compañía de cualquier hombre que no fuesen ellos. Ya me entienden.

Así, en este ambientazo donde a la tensión se le podían hacer trenzas de raíz y en el que también participaba una hija de Aguirre, Elvira, los ánimos estaban cada vez más encendidos tras recorrer miles de kilómetros a pie sin dar con El Dorado, que no era un club de carretera. Todavía. Y, como suele pasar en los peores momentos de la humanidad, comenzaron las sospechas: a algunos soldados les dio por pensar que los indios brasiles que les guiaban en realidad se estaban burlando de ellos —que no digo yo que no fuese así, ni que no hicieran bien en burlarse de esos explotadores—, a otros les empezó a parecer fatal tirando a lo peor que su jefe, Ursúa, no parara de refocilarse junto con su amante mientras ellos tenían que conformarse con… con lo que fuera. Tanta era su envidia hacia Ursúa y su odio hacia Inés de Atienza que incluso llegaron a asegurar que la mestiza había hechizado al navarro con sus artes amatorias para impedir que la expedición llegase a su destino y se hiciera con los tesoros indígenas. Tesoros que, a todo esto, seguían sin aparecer en forma de racimos de oro colgando de los árboles. Un timo, una estafa, una mierda selvática de mucho cuidado.

Así permanecían —de mal— las cosas cuando se montó el primer motín. Ya estaban tardando. Motín que Ursúa detectó a tiempo y a cuyos cabecillas castigó con trabajos físicos extra en la expedición. Doce traidores entre quienes se encontraba…, ¿lo adivinan? BINGO, el mismísimo Lope de Aguirre. Doce traidores que, tras padecer el castigo de Ursúa, se cabrearon aún más de lo que ya estaban y decidieron hacer las cosas a su manera.

El 1 de enero de 1561, Lope de Aguirre y sus cómplices decidieron felicitarle el Año Nuevo a Ursúa de una forma muy poco convencional: apuñalándolo en su tienda de campaña hasta la muerte. «¡Pues sí que empiezo bien el año!», imagino que alcanzaría a pensar Ursúa. Eso es lo que pasa cuando te pilla el 31 de diciembre en plena selva y no te da para comer las doce uvas de la suerte con las doce campanadas del reloj de la Puerta del Sol. Otra gran lección que nos da la historia.

Tras la muerte violenta de Ursúa, Fernando de Guzmán pasa a convertirse en general de la expedición y nombra a Lope de Aguirre «maese de campo». Y continúan la ruta, no sin antes escribir una carta a su rey, Felipe II, donde tratan de justificar el asesinato de su superior, Ursúa, aduciendo que con él las cosas no iban bien. Excusas...

LOPE DE AGUIRRE, «TRAIDOR»

Una carta que Guzmán firma como General y Lope de Aguirre, en un arranque de lucidez muy punk, rubrica con un Traidor tras su propio nombre. De verdad que si no fuera porque el tipo era un criminal demente sanguinario, sería para cogerle cariño...

Tras esto, Aguirre se pone aún peor de lo suyo (de la cabeza) y llega a una conclusión que comparte con quienes le escuchan con los pelos como escarpias: haber matado al gobernador de la expedición (Ursúa) es haber matado al representante del rey, Felipe II. De hecho, es tan grave como si hubiera atentado contra el mismo rey. Y eso no tiene perdón posible. De ahí que Aguirre elabore una interesante teoría tirando a plan turulato: están acabados y sin salvación… si siguen siendo súbditos del mismo rey contra el que han atentado. ¿Qué hacer, pues? Pues una cosita muy sencilla que se le ocurre también a nuestro Aguirre: volver a Perú, conquistarlo por la fuerza y crear un nuevo reino independiente donde Fernando de Guzmán se coronaría como Fernando I el Sevillano y en el que Lope de Aguirre sería primer mando militar. ¿Ven cómo era muy fácil?

Si a estas alturas quedaba alguien aún en la expedición que no considerara a Aguirre un orate, a partir de su último proyecto loco, todos lo tuvieron clarísimo. Tanto, que empezaron a dormir con un arma en la mano, por si acaso.

No sirvió de nada, porque la paranoia de los soldados era una nimiedad comparada con la ira y la locura de Lope de Aguirre, que veía conspiradores por todas partes y optó por ir matando a soldados en la selva antes de que ellos se lo cargaran a él. Como un Diez negritos de Agatha Christie pero en plan gang bang. Una escabechina en la que, además de decenas de soldados, también cayó la viuda/amante de Ursúa, esa mujer que tuvo que arrepentirse mucho de decir: «¡Nunca me llevas contigo a ningún sitio!».

Hasta que le llegó el turno al futuro rey de ese nuevo reino para el que Lope de Aguirre incluso llegó a diseñar una bandera con dos espadas cruzadas que goteaban sangre. Muy rollo tatuaje.

Lope de Aguirre se hizo con cuarenta hombres para acabar con Guzmán y los suyos y lo consiguió, por supuesto. Acto seguido le escribió otra carta a Felipe II, poniéndole al corriente de sus planes y llamándole de todo menos «amado líder», y continuó con su demente huida hacia adelante hasta que llegó a Venezuela, donde las tropas del rey dieron con él después de que sus propios hombres le abandonaran. Ese sería el final para Lope de Aguirre, aunque antes él se encargaría de cometer su último desmán: matar a su propia hija al tiempo que le decía: «Mejor morir ahora como hija de rey que después como hija de traidor y como puta de todos». Y ¡ZAS!

Después, Lope de Aguirre sería abatido a tiros por los soldados leales al rey, degollado y troceado como un animal salvaje.

Adiós, Aguirre, adiós.

ENSEÑANZAS

  • Recuerda que coser y matar, todo es empezar.
  • Un exceso de vida al aire libre, oxígeno puro y contacto con la naturaleza puede volverte loca.
  • Si él quiere irse de expedición con sus amigotes a El Dorado, que vaya solo. Casi mejor.
  • No es oro todo lo que reluce. Pero cuando sí lo es, tiene un empeño.

4. HAMLET.
SER O NO SER.
ESTAR O NO ESTAR… «TO LOCO».
SHAKESPEARE PARA DUMMIES

Dinamarca. Siglo XVI. Elsinor, sede del castillo real y puerto comercial del reino. No me hagan mucho caso, pero, al parecer, un fantasma ronda por el castillo. Un fantasma clavadito al rey fiambre (sí, hay un rey muerto, que aún no se lo había dicho) que algunas noches hace su paseíllo sobrenatural vestido para la guerra, con gesto contraído, «más por el dolor que por la ira», o eso escribió Shakespeare en su momento. Aunque también es verdad que podría haberlo dicho el mismísimo Íker Jiménez milenarista para describir cualquier presencia del más allá (de su pelazo).

En el castillo hay ambiente de guerra, ambientazo, después de que en la última disputa internacional (no, Eurovisión no existía todavía, por desgracia), el rey Hamlet matara al rey de Noruega, Fortimbrás, y se pactara un reparto de tierras que, a reno pasado, el irascible hijo de este, Fortimbrás Jr., quería deshacer a golpe de invasión (¿lo ven?, si hubiese existido Eurovisión, habría sido a golpe de cadera y nadie hubiera salido herido. Bueno, salvo los sufridos espectadores). Esa era, por tanto, la gran movida del reino en aquel momento. De ahí que todas las fuerzas militares del castillo danés estuviesen ojo avizor, no fuera a ser que a los noruegos les diera por partir el bacalao.

Y en esas estaban los soldados del turno de noche cuando, ¡ZAS!, se les apareció el fantasma del rey cadáver. ¿A rey muerto, rey puesto? No; en este caso, a rey muerto, rey zombi. «Walking dead» king. Aparición que los soldados nocturnos reportaron, inmediatamente, al hijo del finado: Hamlet. Pues solo le faltaba eso al príncipe Hamlet.

HAMLET, ESE PRÍNCIPE AZULOSCUROCASINEGRO

Hamlet, que, a todo esto, no estaba pasando por su mejor momento, ni como hombre ni como príncipe ni como huérfano ni como monologuista, soportaba como podía el hecho de que su tío Claudio ostentara el trono del muerto y, por si eso fuera poco, además se hubiera casado con su viuda —Gertrudis, madre de Hamlet— cuando el cadáver real aún estaba caliente. A ver, bonito no era, la verdad. Supongo que de ahí el bajón de Hamlet y su rollo siniestro (emo, para quienes hayan nacido después de los Juegos Olímpicos del 92). Un rollo que Hamlet, por otro lado, no disimulaba nada. ¿Que su madre le preguntaba, así por cumplir, qué tal su día? Pues él se despachaba a gusto: «Ni el color negro de este manto, ni el traje acostumbrado en solemnes lutos, ni los interrumpidos sollozos, ni en los ojos un abundante río, ni la dolorida expresión del semblante, junto con las fórmulas, los ademanes o las exterioridades de sentimiento bastarán por sí solos, mi querida madre, a manifestar el verdadero afecto que me ocupa el ánimo». Eso pasa por preguntar.

Suerte que Hamlet tiene un amigo, un buenísimo mejor amigo, el soldado Horacio, con quien nuestro príncipe torturado puede compartir su último dramón: la aparición de su padre muerto en forma de ectoplasma fantasmal.

Mientras tanto siguen pasando cosas. Sí, más cosas. Por si no lo sabían, Shakespeare es trepidante. Sigo.

OFELIA Y LOS HOMBRES. UN DESASTRE ÉPICO

Laertes, héroe del reino e hijo de Polonio —a la sazón, consejero de Claudio, tío de Hamlet, segundo marido de su madre viuda y nuevo rey—..., Laertes, les iba contando, que además es hermano de Ofelia, se alista para largarse a Francia.

Se marcha y no deja pasar la ocasión para despedirse de su hermana con un enternecedor discurso que sirve para que nos enteremos de que entre Ofelia y Hamlet hay rollito, amor, compromiso y esas cosas. Pero ojo, «cuidao», que Laertes antes de partir a Francia le deja las cosas bien claritas a su hermana: que sí, que estará muy enamorada de Hamlet y todo lo que ella quiera, pero que no se vuelva loca (ejem) y recuerde que Hamlet no es solo un hombre, que es también un príncipe y un partidazo. Vamos, viva el amor y todo eso, pero que lo importante es que mantenga la tensión sexual con Hamlet y no se le ocurra entregarle su castidad, no vaya a ser que él pierda el interés y, con ello, el buen Laertes se quede sin su gran oportunidad, o sea, pasar a ser cuñadísimo de la corte: «La doncella más honesta es libre en exceso si descubre su belleza al rayo de la luna. La virtud misma no puede librarse de los golpes de la calumnia». Por si esto no hubiera sido bastante para que a Ofelia se le pusiera el moño como una granada de mano, en ese momento aparece su padre y empeora aún más la escena de despedida; empieza por lanzar sus deseos de buena ventura a su hijo Laertes y remata el discurso con otra píldora envenenada de autoayuda virginal para su hija: «De hoy en adelante cuida de ser más avara de tu presencia virginal; pon tu conversación a precio más alto, y no a la primera insinuación admitas coloquios». Una pena que, en aquel entonces, Madonna aún no hubiera lanzado su Like a virgin, porque a Ofelia le habría venido de perlas (falsas) ponerse a cantarlo como una loca (ejem) mientras se levantaba la falda hasta los muslos y les sacaba la lengua a ese par de trepas que a la pobre muchacha le tocaron en desgracia como padre y como hermano. Una lástima. Con lo que bien que le habría venido ese anacronismo a nuestra heroína...

Tras el sonado momento machista «Ofelia, no muevas tu cucu», volvamos a Hamlet y a su Horacio, que han montado guardia en una de las torres del castillo junto a varios soldados en plan «cazafantasmas» por ver si reaparece el espectro del rey muerto. Una guardia que coincide con un fiestón que Claudio celebra en el interior del palacio. ¡Pues no estaba la cosa para mucha fiesta!, pensarán ustedes. Y tienen toda la razón. La misma razón que Claudio perdió durante ese sarao, donde se puso ciego como un piojo, perdió la compostura y acabó mandando al garete el respetable nombre del reino, hasta ese momento reconocido en todo el mundo por su mesura (bueno, y por algunas apariciones sobrenaturales que lo acabaron haciendo más famoso que el fantasma de Raimunda al palacio de Linares).

«HAMLET, SOY TU PADRE. MUERTO.
Y ESTO NO ES LO MÁS FUERTE QUE VENGO A CONTARTE»

En resumen: Claudio de fiesta en uno de los salones palaciegos, puesto hasta las trancas, y Hamlet, Horacio y varios soldados, montando guardia en un torreón del castillo a la espera de una reaparición estelar del fantasma del rey (muerto).

¡DONG! ¡DONG! ¡DONG! ¡DONG! ¡DONG! ¡DONG! ¡DONG! ¡DONG! ¡DONG! ¡DONG! ¡DONG! ¡DONG! ¡Las doce!

Puntual, como el cardado de Anne Igartiburu una Nochevieja cualquiera en la Puerta del Sol, se aparece el fantasma del rey finado y conmina a Hamlet a seguirle hasta una playa cercana para hablar de hombre a espectro con un poquito de intimidad. Y allá que va Hamlet, un poco receloso al principio, pero valiente y decidido. Al fin y al cabo, qué mejor para un príncipe siniestro… ¿un recopilatorio de The Cure? No; un cara a cara con un espíritu. Y si es de la familia, mejor. Pues eso.

El fantasma, muy a lo Darth Vader 1.0, le confiesa a Hamlet: «soy tu padre. Muerto», y, tras esta epatante revelación, sigue elevando el listón de las declaraciones hasta niveles que harían estremecerse a cualquier poligrafista devota de la Virgen del Pilar: que si hállome condenado a vagar eternamente, que si hay que ejecutar una venganza, que si esto que viene ahora es muy gordo: tu tío Claudio, que lo sepas, es un asesino. ¡TACHÁN! Un asesino que me envenenó (a mí, al rey) vertiendo un veneno fatal en mi oído a la hora de la siesta en los jardines reales. Tal cual. Menuda siestecita me dio. Ahí queda eso. Y ahora, Hamlet, tú verás qué hacer con ese malnacido...

¿Qué hay de mamá? Gran pregunta. Y mejor respuesta. De Shakespeare, claro, que te mejora cualquier cosa que da gusto: «Si oyes la voz de la naturaleza, no sufras, no, que el tálamo real de Dinamarca sea el lecho de la lujuria y abominable incesto. Pero, de cualquier modo que dirijas la acción, no manches con delito el alma, previniendo ofensas a tu madre. Abandona este cuidado al Cielo: deja que aquellas agudas puntas que tiene fijas en su pecho la hieran y atormenten. Adiós. Ya la luciérnaga, amortiguando su aparente fuego, nos anuncia la proximidad del día. Adiós. Adiós. Acuérdate de mí».

Adiós, majo.

Y, de nuevo, volvemos a echar de menos que Madonna no editara un grandes éxitos en el siglo XVI, porque un Papa, don’t preach hubiera quedado estupendamente en este gran momento de confidencias padre (muerto) / hijo (estupefacto) con claras instrucciones de fulminar a su tío incestuoso, traidor y asesino. Que de su madre ya se encargará la vida misma, que bastante tiene ella con lo que tiene, o algo parecido. Si esto no merece constar en esta enciclopedia absurda del cabreo loco, que venga Fernán-Gómez y lo vea.

ALGO HUELE A PODRIDO EN DINAMARCA.
Y NO, NO SON LOS ARENQUES

A Hamlet, tras aquello, se le quedó el cuerpo con muy pocas ganas de jota; la cabeza, tarumba, porque «un hombre puede halagar y sonreírse y ser un malvado; al menos, estoy seguro de que en Dinamarca hay un hombre así, y ese es mi tío...», tal como les dijo a sus vasallos cuando se reunieron tras su encuentro cara a cara. Y más: que las apariciones deben quedar en secreto, bajo solemne juramento. Que no se fueran a hacer un Pitita Ridruejo con la Virgen de El Escorial.

Al fin, parece que la movida de este reino iba más allá de una disputa de tierras, un quítame allá esas hectáreas; ahí pasaban cosas que desafiaban al orden de la naturaleza, y cuando Hamlet decía naturaleza, algo quería decir también de las buenas prácticas para la vida y la feliz convivencia entre personas, de acuerdo a la recta razón. Fuera lo que fuera eso. Fuera a ser o no ser, lo que fuera o no fuera.

HAMLET, A TI TE PASA ALGO...

El segundo acto comienza con Polonio, mano derecha del chungo Claudio y padre de Ofelia y Laertes. Claudio, uno de esos personajes menos astutos que inteligentes —lo que siempre acaba dando como resultado un grave error a la hora de calcular la influencia de la astucia propia, háganme caso—, había enviado a uno de sus lacayos a Francia para hociquear en la vida de Laertes, no fuera que anduviese disoluto por tierras galas como si se tratara de un presidente de la República francesa del futuro. Y hasta ahí puedo escribir. De momento. Tampoco es que don William le diera mucha más bola, la verdad.

Tras encargarse de mantener a su hijo vigilado, Polonio no deja pasar la ocasión para hacer lo propio con su hija Ofelia, que, en un arranque de esa confianza familiar que tanto mal hizo a los Ruiz Mateos, se lanzó a confesarle a papá su último y peregrino encuentro con el príncipe Hamlet (quien se había colado horas antes en su cuarto hecho una penita, con rollo raro y pesaroso, con la manita en la frente y mirándola fijamente): «hasta que por último, sacudiéndome ligeramente el brazo, y moviendo tres veces la cabeza abajo y arriba, exhaló un suspiro tan profundo y triste que pareció deshacérsele en pedazos el cuerpo, y dar fin a su vida». A ver, nosotros porque sabemos lo que sabemos, pero Ofelia, que no tenía ni idea del encuentro en la cumbre de lo paranormal que había tenido Hamlet, lo tuvo que flipar mucho y muy fuerte. De ahí que necesitara contárselo a alguien, y que le pareciera normal que fuera su padre su confidente.

Su padre. Polonio. Ese canalla moderadamente astuto y rematadamente pelota, decidió entonces que lo mejor que podía hacer con esa información que le había proporcionado su cándida hija sobre lo raruno que andaba Hamlet con ella era servírsela al tío Claudio, dándole a entender que el intranquilizador aspecto de Hamlet se debía, sin duda, a la zozobra que sus amores por Ofelia provocaba en su ánimo. Primer diagnóstico: mal de amores.

Mucha atención, que a Claudio —en sus propias palabras— se le dilataba el veros: «Además de lo mucho que se me dilataba el veros» (acto II, escena III). Un maravilloso giro verbal que, al fin, podría explicar con carácter retroactivo esa deliciosa confusión entre ‘dilación’ y ‘dilatación’. ¿Ven todo lo que se aprende con Shakespeare? No solo a matar con venenos, ya ven.

En esas andaba la trama de dimes y diretes —que también es una cosa muy shakespeariana— cuando se encomienda la vigilancia de Hamlet a un par de amiguitos suyos, Ricardo y Guillermo, dos muchachos dicharacheros que acuden al lado del príncipe triste (qué tendrá el príncipe) por encargo de su propia madre, Gertrudis, para averiguar las razones de su pena, penita, pena. Segundo diagnóstico: duelo por la muerte del padre.

Seguimos para bingo.

El culebras de Polonio (enriquecido, seguro) se llegó al encuentro de Claudio, rompió el hielo congratulándose del éxito de la misión a Noruega y, ya que estaba, fue y lo cascó: que sabía lo que le pasaba al príncipe. ¿Y qué es lo que es? Ante la curiosidad de Claudio, Polonio decidió hacerse un poco el misterioso remolón y optó por dejar el cebo lanzado y hacer un poco de caso a los embajadores recién llegados de Noruega, que habían acudido a rendir cuentas al flamante rey danés. «¡Salmón fresco, ya iba siendo hora!», podría haber dicho. Pero no. Tan gañán no era.

Y tras tanta sección de sociedad —y un poco de sucesos—, llega el momento en la pieza para internacional: los embajadores, a cuya cabeza se situaba Voltiman (famoso superhéroe noruego), no llevaban más que buenas noticias, tal que: tenemos al niño vigilado, el muy canalla nos la quería dar con la excusa de ir a atacar al polaco, pero ha jurado el joven Fortimbrás que nada de eso pasará, a cambio de unos míseros sesenta mil escudos anuales y del permiso de su tío para aprovechar ese ejército que estaba montando en ir a guerrearle al polaco. Y ya que estaban en plena faena diplomática, Voltiman le transmitió a Claudio la petición del rey de Noruega para que se le franqueara el paso a sus tropas de camino a Polonia, de buen rollo, ¿eh? Que ya si eso lo hablamos, respondió Claudio. ¿Vais a la fiesta? Pues ahí nos vemos.

Fin de la sección de internacional.

Polonio, que no pensaba desaprovechar su momento y había ido a lo que había ido a ver a Claudio rey, no pudo aguantar más el exclusivón que creía haber obtenido tras las declaraciones de su hija y lo soltó, así, a lo bruto: «Vuestro noble sobrino está loco; y le llamo loco porque (si en rigor se examina) ¿qué otra cosa es la locura, sino estar uno enteramente loco?». Claro, Polonio, y el cielo está enladrillado y quién lo desenladrillará… Y ahí siguió, el tío, a lo suyo: «Ahora falta descubrir la causa de este efecto, o por mejor decir, la causa de este defecto, porque este efecto defectuoso nace de una causa, y así resta considerar lo restante...». Si en ese momento se hubiera aparecido en esa estancia palaciega Groucho Marx, puro en boca y con el bigote pintado, recitando aquello de «La parte contratante de la primera parte...», tengan por seguro que a nadie le hubiera extrañado nada. A nadie que siguiera despierto ante el despliegue de retruécanos locos de este Polonio, a quien cada vez que escucho me dan ganas de invadir a Wagner. Tal cual. Y todo para acabar lanzando su hipótesis sentimental: que la melancolía de Hamlet no era otra cosa que mal de amores.

Pero como sin experimentación no hay teoría que valga, Polonio propuso a Claudio espiar a Hamlet usando a Ofelia como cebo para que sus propios actos y palabras determinaran las inclinaciones de la naturaleza de su mal. Lo que entonces se llamaba un plan maestro y hoy podría denominarse, perfectamente, un montaje. Solo nos falta añadirle un posado / robado y lo tendríamos, listo para portada.

Ajeno a lo que el rey y Polonio tramaban, Hamlet se topa con esos amigotes que conocimos páginas atrás, Guillermo y Ricardo, cuyos torpes intentos por sonsacar a nuestro príncipe protagonista contribuyen aún más a que su cabreo empiece a hincharle un poco las polainas reales. Tanto que Hamlet, medio en broma pero con los dientecitos apretados, les acaba soltando una fresca —pero en plan Shakespeare, que esto no es Doña Francisquita—: «Yo no estoy loco, sino cuando sopla el nordeste; pero cuando corre el sur, distingo muy bien un huevo de una castaña». Chúpense esa. Castaña.

SER O NO SER. Y SI ESO, YA TAL

Al quedarse solo —y bastante a gusto después de haber despachado a esos amigos simpaticotes que no eligieron el mejor momento para hacerse los graciosos—, Hamlet se desquita con un monólogo, uno de los suyos: «¿Será generoso proceder el mío, que yo, hijo de un querido padre (de cuya muerte alevosa el cielo y el infierno mismo me piden venganza), afeminado y débil desahogue con palabras el corazón, prorrumpa en execraciones vanas, como una prostituta vil, o un pillo de cocina?». Acto seguido —aunque sin cambiar de acto (todavía)—, nuestro protagonista declara su intención de pasar de las palabras a los hechos y cumplir su venganza contra el tío, no sin antes hacer que aflore su culpa durante una representación teatral programada para esa misma noche y en la que Hamlet ha decidido meter mano escribiendo él mismo, con sus manitas y sus abalorios, una escena que, de ser cierto lo que su padre muerto le dijo en la playa, dejaría claro que su tío Claudio es un criminal. Porque una cosa es que Hamlet esté dispuesto a cargarse a su tío, y otra que vaya a hacerlo sin otra prueba que las declaraciones —también en exclusiva— de su padre muerto y aparecido, solamente, para contribuir a desestructurar aún más esa familia real danesa.

Aquí cada cual tiene un plan. Quien no tiene un plan no está vivo, o es personaje de puro apaño. Mamporrero de los hechos. O es mujer y su plan es pasivo. Por orden:

Hamlet meets Ophelia

Andaba Hamlet por los pasillos de palacio, afrontando la gravedad de la existencia, y el suplicio de la muerte sin reposo, preguntándose si ser o no ser, si existir o no existir, esa era la cuestión en aquel momento, «¿Cuál es más digna acción del ánimo, sufrir los tiros penetrantes de la fortuna injusta u oponer los brazos a este torrente de calamidades y darles fin con atrevida resistencia?»; en definitiva, barajando pensamientos suicidas como quien no quiere la cosa, cuando Ofelia, con ese don de la oportunidad tan suyo, se apareció en su camino para preguntarle: «¿Cómo os habéis sentido, señor, en todos estos días?». A ver, Ofelia, que el buen señor va por ahí dándole vueltas a la idea de quitarse de en medio, que tampoco tengo yo muy claro que esa sea una buena pregunta. Por mucho que él disimule y responda con un «Bien, gracias».

Bonito diálogo al que sucede una aún más entrañable escena: ella, Ofelia, quiere devolverle sus cosas antes de que lo suyo vaya a más (del rosario de su madre aún no se hablaba en aquel entonces) y el otro, Hamlet, la manda al convento; así, sin anestesia. En su haber hay que anotarle el mérito de la galantería y de la elocuencia: «La naturaleza os dio una cara y vosotras os hacéis otra distinta. Con esos brinquillos, ese pasito corto, ese hablar aniñado, pasáis por inocente y convertís en gracia vuestros defectos mismos». Sí, sí, pero al convento, bonita.

Mientras tanto, en otra ala de palacio, el trending topic es #HamletLoco. Claudio lo ve muy cuerdo; Polonio, erre que erre, propone encerrarlo con su madre Gertrudis, para que le sonsaque ella. ¿Que no da resultado? Pues se le manda a morir a Inglaterra, y santas pascuas.

HamLet it be. El musical

¡Un momento, lectores! ¡Que ha llegado la hora de la comedia! Teatro dentro del teatro. Metateatro (¿cuánto pagará de IVA? ¿El doble? ¿Un 42.%?) Shakespeare en estado puro y toda una lección de dramaturgia para futuros directores de escena, empleados de sucursales bancarias que colocaron preferentes e imputados en casos de corrupción.

Aplausos. Los espectadores ocupan sus asientos, Hamlet se sienta a los pies de Ofelia (conste que primero pensó en acomodarse entre sus piernas, pero acabó decidiendo que mejor no, que esas cosas no se le hacen a una futura novicia).

Los cómicos —con un argumento del propio Hamlet como guionista estrella de un drama «basado en hechos reales»; lo mismo que en un telefilme de sobremesa pero sin Tori Spelling como protagonista— representan la escena muda del envenenamiento del rey fantasma. Desconcierto entre el público, que había acudido para ver una comedia ligera y se acaba encontrando con un regicidio. Y mudo. Solo les faltó hacerlo en blanco y negro para que los espectadores cortesanos montaran una revolución aristocrática, así, a lo tonto.

Los actores, siguiendo las instrucciones del príncipe, representan en su obra toda la conspiración criminal de Claudio y su posterior matrimonio con Gertrudis, con lo que se cumple el plan del airado Hamlet: cuando Gonzago —trasunto de Claudio en la ficción— muestra al público el veneno con el que piensa lubricar la coronación, Hamlet adelanta los hechos en voz alta: «¡Ahora le envenena en el jardín para usurparle el cetro. El duque se llama Gonzago, es historia cierta y corre escrita en muy buen italiano. Presto veréis cómo la mujer de Gonzago se enamora del matador!». ¡Tomen ya spoiler! Estas cosas, de verdad se lo digo, no pasaban en el teatro La Latina cuando lo regentaba Lina Morgan...

Claudio, al ver recreado lo suyo en escena por una panda de cómicos de la legua, reacciona y manda interrumpir la representación. Lo normal. Hamlet, que sigue cabreado como un mono en cautividad, pero sigue siendo de natural prudente, espera que Claudio haya pillado la indirecta, se derrumbe vivo y confiese su crimen ahí mismo, en público, ante todos y con mucho aspaviento. Pero no, Claudio no era de esos. Claudio no tenía un buen Deluxe, que lo sepan.

Suerte para nosotros que, en un aparte teatral —lo que hoy sería una pausa publicitaria en la que las cámaras seguirían grabando—, Claudio declara, lleno de culpa, su propósito de enmienda, aunque, ¿qué perdón puede merecer un incestuoso fratricida? Poco arreglo tiene la cosa. Que se lo pregunten a Hamlet, que en ese momento lo vigila y confirma dos cosas estremecedoras: una, que su tío mató a su padre. Y dos, que el muerto que se le apareció decía la verdad. Que los fantasmas existen y, lo que es peor, son más sinceros que los vivos. Francamente, no sé cuál de estos dos descubrimientos me provocaría más miedo.

Hamlet, en pleno arrebato de esa crueldad principesca que Sissi nos ocultó en todas sus películas no aptas para diabéticos, decide no matarlo en ese momento, puesto que, con muy buen criterio sobrenatural y nada piadoso, pensó que de cargarse a su tío en pleno arrepentimiento, a Claudio se le franquearían las puertas del Paraíso como pecador pródigo. Y eso sí que no. Hasta ahí podíamos llegar. Mejor esperar «Cuando esté ocupado en el juego, cuando blasfeme colérico, o duerma con la embriaguez, o se abandone a los placeres incestuosos del lecho, o cometa acciones contrarias a su salvación; hiérele entonces, caiga precipitado al profundo y su alma quede negra y maldita, como el infierno que ha de recibirle». Es obvio que Hamlet conocía bien a su tío y sabía que iba a tener oportunidades de sobra para acabar con él en pleno pecado mortal. Era eso, o que le habían asegurado que Eurovegas acabaría instalándose en Elsinor (Dinamarca).

HAMLET Y TODO SOBRE SU MADRE

Dejemos a Claudio con su arrepentimiento y vayamos con su señora, Gertrudis, madre de Hamlet y secundaria de lujo en esta conspiración magnicida.

Con ustedes, Mami, ¿qué será lo que tiene Hamlet? El musical. La escena transcurre en los aposentos de Gertrudis, donde madre e hijo tienen un encuentro que ellos creen a solas (si bien Polonio, ese cenizo, se halla escondido tras un tapiz, no vaya a ser que se pierda algo importante y no pueda irle con el chisme a quien sea que sepa recompensarlo). Hamlet, ya fuera de sí a la vez que dentro de los clásicos de la literatura universal por méritos propios, tiene con su madre unas palabras. Palabras llenas de bilis, ira, furia, crueldad y sarcasmo. Palabras a gritos que, Gertrudis —quien sabe que en esa familia no hay nadie demasiado bien de lo suyo— interpreta como un largo prólogo a las intenciones asesinas de su hijo enajenado. «¡SOCORRO!», grita Gertrudis para salvar su vida, y en estas Polonio se retuerce tras el tapiz, de la impresión. Y claro, Hamlet, en pleno subidón de ira, cree que tras ese tapiz se encuentra escondido Claudio y, sin mirar, clava ahí su espada para darle muerte (si estaba espiando escondido, estaba pecando: infierno seguro, pensaría el príncipe), y a renglón seguido, echa un chiste: «Qué es esto?… ¿Un ratón? Murió...».

Claro que la reacción de Gertrudis tampoco es que sea muy normal: «¡Qué acción tan precipitada y sangrienta!», le dice a su hijo, que acaba de asesinar a un empleado doméstico. Solo le falta decir «¡Qué pena de tapiz!».

Menos mal que el clímax dramático mejora sustancialmente gracias a un «Ay, Hamlet, tú despedazas mi corazón» de Gertrudis, a la repentina aparición del padre muerto ante los ojos de Hamlet para pedirle clemencia con su madre…, y a que, de repente, todos se acuerdan de que había un viaje planeado a Inglaterra, hacia donde Hamlet debe partir cuanto antes.

—Oye, asesino hijo mío, ¿tú no tenías que irte a Inglaterra?

—Pues es verdad, incestuosa y criminal madre mía, qué mala cabeza tengo...

A todo esto, la corte anda toda revolucionada con el asesinato de Polonio; la demencia de Hamlet vuela y, como locos con cazamariposas, andan todos tras él, que quieren saber dónde está el cadáver de Polonio antes de embarcar a Hamlet hacia Inglaterra, camino de una muerte anunciada que él se huele y no piensa permitir, desde ya se lo digo.

EL REINO ESTÁ LOCO, LOCO, LOCO

La locura, igual que los planes de asesinato, se propaga cual mantequilla en las típicas galletas locales por esa corte danesa: ahora es Ofelia quien va enlazando versos y tejiendo coronas de flores, enajenada viva («Dicen que la lechuza fue antes una doncella, hija de un panadero. ¡Ah! Sabemos lo que somos ahora; pero no lo que podemos ser. Dios vendrá a visitaros»), doliéndose por la muerte de su padre Polonio y su deslucido funeral, algo que obra un nuevo prodigio inverosímil, también muy shakespeariano: el súbito regreso de Laertes, hijo del muerto Polonio y hermano de la ahora desquiciada Ofelia, hecho un basilisco y elegido como nuevo rey por la amable y muy reflexiva plebe danesa. Por supuesto, Laertes también quiere matar a alguien, «Solo aspiro, y este es el punto en que insisto, solo aspiro a dar completa venganza a mi difunto padre». A Hamlet se le acumulan las ofensas. Y a los enterradores, el trabajo.

Entretanto, unos marineros mamporreros entran con una carta para Horacio, de Hamlet ¡vivo!: «Llevábamos dos días de navegación, cuando empezó a darnos caza un pirata muy bien armado. Viendo que nuestro navío era poco velero, nos vimos precisados a apelar al valor. Llegamos al abordaje: yo salté el primero a la embarcación enemiga, que al mismo tiempo logró desaferrarse de la nuestra, y por consiguiente me hallé solo y prisionero. Ellos se han portado conmigo como ladrones compasivos; pero ya sabían lo que se hacían, y se lo he pagado muy bien».

Claudio, que no es rey, asesino ni conspirador por casualidad, elabora un nuevo plan contra Hamlet (¿pero no iba a Inglaterra a morir?) para el que se vale del ansia de venganza de Laertes. Un planazo que prepara de manera que parezca una venganza en pleno arrebato, y no un asesinato más que premeditado y alevoso.

Un crimen que no debe parecerlo para así evitar la furia de la plebe, que adora a Hamlet —y eso que aún no lo han visto en teatro—, y que Claudio y Laertes planean de modo que parezca un duelo a espadas entre el hijo de una víctima y su verdugo. Que parezca un accidente, o casi. Aunque en realidad se trate de un clásico 2x1 para el que Claudio vuelve a insistir en su querencia por el uso de los venenos: tú, Laertes, le cansas, le das un par de pinchazos con la espada que le hagan sangrar, pero que no le matarán y, cuando le tengamos agotadito, le ofrecemos una copa de vino aliñada con veneno del bueno para que recupere el resuello y con eso solucionamos la papeleta. ¿Elegante? ¿Caballeroso? Poco. ¿Efectivo? Ya veremos...

(¡Laertes, Laertes! La loca de tu hermana Ofelia ha muerto. Esto…, sí…, estaba subida a un árbol… buscando flores, criaturita…, cantaba, mientras se la llevaba la corriente…, eso, hasta que se hundió por el peso de su ropa empapada…, no, no llores, Laertes, que ya verás qué cuadros más bonitos le van a dedicar los prerrafaelitas dentro de unos cuantos siglos).

HAMLET, EL RETORNO

El último acto abre con una escena de dos sepultureros en plena faena: trabajadores, gente del pueblo, que hablando del injusto reparto de los privilegios y entre acertijos y tragos de aguardiente sobrellevan, mal que bien, su día de trabajo. «La mano que menos trabaja tiene más delicado el tacto». Ahí los tienen; dos hombres sencillos que charlan y laboran, mientras en la corte sus gobernantes se despedazan entre intrigas, planean crímenes horrendos, provocan suicidios y se reparten un trono cubierto de sangre. Ahí tienen al Shakespeare más social y más crítico con esas elites gobernantes que a él también le tocó padecer como vasallo.

Volvemos a Ofelia, que, después de haber tragado tanta agua, se dispone a tragar tierra, para siempre. La pobre. Pues sí, estamos en el entierro de Ofelia. Laertes sigue furioso, en lo que se presume uno de los regresos al hogar más tristes nunca registrados, y lo paga con el cura que oficia el sepelio, un tipo que cumple con su trabajo. Otro hombre que solo hace su trabajo y es increpado por un poderoso. No les digo más. Por si no tenía bastante Laertes con la mala racha familiar que lleva últimamente, entra en escena Hamlet, que andaba por el cementerio filosofando sus cositas con los sepultureros y con Horacio, ese amigo leal que tanto nos gusta. Como buenos hombres primarios, a cada cual más amante de Ofelia, Hamlet y Laertes se retan como pandilleros ante el sepulcro de la difunta. Acabáramos (bueno, en ello estamos).

Pero ¡un momentito! ¿De dónde sale ahora Hamlet, qué ha pasado con su viaje a Inglaterra, cómo es que está vivo? Bueno, en un receso entre tanta tragedia, muerte y destrucción, nuestro príncipe tiene a bien hacerle a Horacio un Cuéntame cómo pasó pero sin voz en off de Carlos Hipólito: resulta que Guillermo y Ricardo, esos amigotes tan divertidos, llevaban una carta del rey Claudio dirigida al rey de Inglaterra con la orden de matar a Hamlet. Para que se fíen ustedes de los chistosos. Hamlet, por esas casualidades de la vida entre chacales, descubrió esa carta y, ni corto ni escrupuloso, decidió sustituirla por otra —falsificada, claro— con la orden de matar a los dos siervos graciosetes que le acompañan. Dos menos. Tras este pequeño incidente (¿qué son dos muertos en alta mar después del carrerón que lleva la obra?), sucedió aquello de los piratas que contaba en la carta que leyó Horacio y que les relaté con anterioridad.

Hamlet, superviviente, llega para encontrarse con Ofelia muerta y con una corte danesa que hace apuestas ante su duelo con Laertes, que ya está regularizado con regio sello de calidad. Hamlet recoge el guante, sin extrañarse lo más mínimo de que sea Claudio quien apueste por su victoria. A estas alturas, no creo que le extrañase ya nada. «Hamlet, eres mujer», le podría haber dicho en ese momento el fantasma de su padre muerto. Y Hamlet se habría plantado una bata de cola para cantar María de la O sin oponer resistencia. No era para menos. A Hamlet le poseía de tal modo su propia ira que todo lo demás le importaba muy poco. Incluidos él mismo y su destino: «Si mi hora es llegada, no hay que esperarla, si no ha de venir ya, señal que es ahora, y si ahora no fuese, habrá de ser después: todo consiste en hallarse prevenido para cuando venga. Si el hombre, al terminar su vida, ignora siempre lo que podría ocurrir después, ¿qué importa que la pierda tarde o presto? Sepa morir». Y olé.

Antes del duelo, o el «derby entre nobles» como lo llamarían los aficionados de la época, Laertes y Hamlet, como buenos caballeros, sellaron la paz. O eso fingió Laertes, que, muy ladino, se preparaba para asestar su golpe final: Laertes sabe que no todos los floretes son iguales, y escoge para el duelo el de la punta envenenada que le han preparado para la ocasión; Claudio, con la excusa de brindar tras la victoria de Hamlet, dispone una mesa llena de copas con vino, entre las que está la copa con veneno, que señala hundiendo una perla en ella. Así, sencillo.

¡DING! ¡Comienza el duelo! Entre estocada y estocada, Claudio ofrece un trago a Hamlet, porque, aunque el príncipe se maneja bien como espadachín, su forma ya no es la que era en sus años mozos, y la molicie del principado empieza a pesarle en la cintura. Pero Hamlet rechaza la copa, está a tope, no problema; sin embargo, Gertrudis tiene sed: ¿no querías caldo? ¡Toma vinazo! Mucho cuidado aquí, que ya solo faltaba la intervención del azar, y acaba de presentarse justo en el último momento… Se desmaya Gertrudis, «¡La bebida!… ¡Querido Hamlet! ¡La bebida! ¡Me han envenenado!». Caen heridos al mismo tiempo Laertes y Hamlet, momento en que Laertes se da cuenta, no demasiado alegre, todo hay que decirlo, de que se equivocó al escoger florete y eligió mal; la punta envenenada le ha pinchado a él, así que, como hombre de bien, decide en ese preciso momento de desgracia, cuando ya no tiene más que la escasa honra que le queda por perder, destapar la iniciativa de Claudio y así dejar al multiasesino al descubierto.

Hamlet ensarta a Claudio para aprovechar los últimos restos del veneno, y cuando está con los estertores de muerte, le obliga a beber de la copa envenenada, para no dejar ningún cabo pendiente ni desperdiciar nada. En esas, entra en escena Horacio, que se confirma, una vez más, como leal amigo, y llega junto a Hamlet, malherido y moribundo: «Yo tengo alma romana, y aún ha quedado aquí parte del tósigo», recita Horacio a punto de beberse el veneno que aún queda y compartir suerte y muerte con su amigo. Hamlet le quita la copa de las manos y derrama su contenido, «¡Oh! ¡Querido Horacio! Si esto permanece oculto, ¡qué manchada reputación dejaré después de mi muerte! Si alguna vez me diste lugar en tu corazón, retarda un poco esa felicidad que apeteces; alarga por algún tiempo la fatigosa vida en este mundo lleno de miserias, y divulga por él mi historia…». Precioso, ¿no?

En pleno jaleo mortuorio, y por si no había suficiente follón en escena, va y aparece Fortimbrás, que regresa victorioso de Polonia, ya resueltas las movidas del reino. Antes del último suspiro, Hamlet aprovecha la ocasión para asegurar que Fortimbrás será un buen rey para Dinamarca. Andan por ahí también los embajadores de Inglaterra para decir que ya se despacharon a Guillermo y a Ricardo. Horacio se anuncia como narrador de los hechos. Fortimbrás encarga que limpien eso de cadáveres. La alfombra del salón ha quedado para tirar. Salva y trompetas. Fin.

Tremendo.

Y ahora, mientras recuperamos el aliento, conectamos con nuestro experto en Hamlet. Adelante: «La locura en Hamlet ha sido tratada ampliamente, y su heroísmo y conflicto reconcentrado ha cambiado de color según la época: a principios del siglo XVII se convirtió en paradigma de tragedia de enredos y muertes y locuras, gracias a su vívida representación de la melancolía y de la demencia; a fines del XVII, los popes de la Restauración —no, no estamos hablando de los antecesores de Ferran Adrià— la censuraron como una narración impía y mal escrita, falta de unidad. En el XVIII, Hamlet se consideraba un héroe inimitable que luchaba por restituir la justicia contra unas circunstancias terribles; a mediados del XVIII los góticos la gozaron con los fantasmitas, el rollo emo, la turbación psicológica y el ambiente místico; a finales de ese mismo siglo, muchos críticos concluyeron que era una obra inconsistente y poco fiable, no ofrecía certezas acerca del papel de Hamlet, no era fácil de interpretar: o estaba loco o no; o era un héroe o no lo era. En el XIX, los románticos disfrutaron enormemente de los conflictos que tanto gozaron los góticos, pero con menos artificio, más centrados en la lucha interna del personaje, en su tremendo conflicto y en los dilemas que la acción planteaba...».

Bien, gracias, no tenemos más tiempo para bostezar y devolvemos la conexión a los estudios centrales, no sin antes compartir con ustedes las enseñanzas que Hamlet nos ha dejado.

ENSEÑANZAS

  • Si se le aparece un muerto para contarle las verdades de la vida y ponerle la cabeza como un bombo con grandes planes de venganza, simplemente diga no. Diga que no es mucho de fantasmas y que gracias por venir, pero que ahora mismo le va fatal.
  • Si tras la lectura de este capítulo se imagina a Horacio —el mejor amigo de Hamlet— cantando ese clásico de Los Chunguitos que es Dame veneno, su futuro en el teatro musical está más que asegurado.
  • Los príncipes azules no existen. Y si están azules, es que han bebido de la copa envenenada. Que lo sepan.

5. DEL ANTIGUO AL NUEVO RÉGIMEN:
FRANCE IS LIVING A REVOLUTION!
(CANTA, ROSA LÓPEZ; DIRIGE LA
ORQUESTA, EL PUEBLO OPRIMIDO)

Supongo que saben que la Ilustración nació en Francia en el siglo XVIII, sí, pero en un primer momento nada hacía pensar que sus ideas fueran a provocar una revuelta política al rebufo de los planteamientos de estos intelectuales enciclopédicos que, a la manera más goyesca, entendieron que el sueño de la razón producía monstruos. Monstruos insaciables en cuyas fauces se trituraban los derechos y la dignidad de los menos privilegiados. Que éramos también nosotros, pero con unos cuantos siglos menos.

También es verdad que, más allá de los nuevos planteamientos intelectuales de la época, la explosión demográfica y el desarrollo económico de la década que fue de 1760 a 1770 provocó un aumento loquérrimo de los precios, allá por 1785-1789 (aplaudan la precisión, por favor). ¡Un palo, un palo, un palo!… para las clases con sueldos fijos —y escasos—, que se vieron condenadas a la miseria mientras los terratenientes y la burguesía comercial y financiera sacaban tajada de esta circunstancia. Ya no se trataba de un despertar intelectual, sino de una cuestión de pura —y dura, cada vez más dura— supervivencia.

El Antiguo Régimen, que así se conoce hoy al gobierno de entonces, estaba constituido por una población dividida en tres estamentos o estados: nobleza, clero y tercer estado. La nobleza y el alto clero gozaban de los mayores privilegios fiscales, mientras que las condiciones económicas del bajo clero —habitante del tercer estado— eran más difíciles. También la burguesía —la nueva clase de moda— habitaba en ese tercer piso, que funcionaba como un tríplex de nueva construcción en la periferia social: allí convivían, en plantas diferentes, la alta, la media y la pequeña burguesía, esta última particularmente sujeta a la oscilación económica vinculada a las variaciones del mercado y al aumento de los precios. Y quien dice «particularmente sujeta» dice víctima, secuestrada, atada y vapuleada. No creo que haga falta que les explique mucho más. Con que echen un vistazo a su factura de la luz de este mes, seguro que lo entienden. Pues eso.

Y no nos olvidemos de los campesinos, claro, muchísimos campesinos, que se enfrentaron, junto al bajo clero y a la causa burguesa, contra los privilegios feudales y contra la nobleza —especialmente después de la hecatombe financiera que sacudió Francia a finales del siglo XVIII—.

MALOS NÚMEROS PARA LA PLEBE:

DE 1774 A 1789 O «15 AÑOS TIENE MI HORROR»

Sincronicemos agendas. Estamos en mayo de 1774, y Luis XVI ocupa el trono después de que Luis XV muriera a causa de la viruela negra. Es entonces cuando el nuevo rey nombra a Anne Robert Jacques Turgot controlador general de las finanzas, y este, en una carta que escribe el 24 de agosto, expone las medidas que permitirán financiar las reformas estructurales que el reino necesita: «nada de bancarrota, nada de aumentar los impuestos, nada de endeudamiento». Un beso, Angela Merkel.

Esta política de reducción de gastos permite, a partir de 1775, contener el déficit y recuperar el crédito. A costa de los de siempre, sí, pero lo permite. Turgot, un liberal de libro (de Stephen King), instaura en ese momento la libertad de circulación y de precios sobre el grano. La clásica liberalización, ya saben, que no tarda en dar sus frutos… envenenados: las malas cosechas de ese año provocan un aumento del precio del pan y de la harina —hambre, en definitiva— y esto hace que estallen revueltas en las provincias y en la región parisina.

Unas revueltas que María Antonieta —sí, claro, ¿no pensarían que iba a olvidarme de ELLA?— aprovechó para psicopatear de lo lindo a Turgot y forzar su dimisión pocos meses después.

EL PAPELÓN DE MARÍA ANTONIETA.

BASADO EN HECHOS REALES

María Antonieta no quería ser una reina objeto, y tenía claro que lo suyo era ser una mujer de acción. De ahí que tratara por todos los medios —no siempre legítimos— de influir en la política del rey nombrando y destituyendo ministros caprichosamente o siguiendo los consejos interesados de sus amigos. She’s got the look!, que habría cantado Prince, sí, pero She’s got the power!, también, como habría vociferado Paulina Rubio con los deditos índice y corazón en forma de V ante la cámara de su propio teléfono móvil.

El barón Pichler, secretario de María Teresa I (reina de Austria y madre de María Antonieta; no confundir con la madre de Terelu Campos), resumió con mucho tacto la opinión general sobre M. A. (María Antonieta) cuando escribió: «Ella no quiere ser gobernada, ni dirigida, ni siquiera guiada por las personas entendidas. No reflexiona demasiado, y el uso que ha hecho, hasta el momento, de su independencia es evidente, pues solo se ha preocupado de la diversión y la frivolidad». ¡ZAS, en toda la tiara!

Hay que reconocer que María Antonieta fue víctima de una campaña de desprestigio contra ella desde que accedió al trono. De haber existido el Cuore Ancient Regime, la habrían puesto fina a «AAAARGS». También es verdad que ella se lo puso muy fácil a sus detractores; así, mientras el hambre se extendía por Francia, ella se dedicaba a hacerse con un fastuoso vestuario, a organizar fiestas locas o partidas de cartas con apuestas millonarias. ¡Olé su tiara! A falta de Cuore Ancient Regime, por la corte francesa circulaban los panfletos que daba gusto, panfletos en los que se acusaba a María Antonieta de tener múltiples amantes, tanto masculinos (el conde de Artois —su cuñado— o el conde sueco Hans Axel de Fersen) como femeninos (la condesa de Polignac o princesa de Lamballe); de despilfarrar el dinero público en frivolidades o en caprichos para sus favoritos, e incluso de seguirle el juego a Austria, gobernada por su hermano, José II. Ya ven, una mezcla de chismorreo y alta política. A lo Hollande, pero en plan retro.

Entre tanto jaleo cortesano, la reina se quedó solísima; Versalles se quedó vacío tras la huida de los cortesanos desdeñados por la reina y de todos aquellos, nuevos pobres, sin medios suficientes para sostener los gastos de la corte, que se estaban poniendo por las nubes, inaccesibles hasta para los más privilegiados.

María Antonieta se quedaba así más sola que Gunilla von Bismarck en plena Operación Malaya marbellí.

A FALTA DE PAN, BUENAS SON QUEJAS

Tras los numerosos escándalos protagonizados por María Antonieta, sus intrigas cortesanas y un lío tremendo con un collar carísimo —que no les cuento porque merece la pena que lean la narración que del asunto hizo el gran Stefan Zweig hace unos años—, el desastre financiero había ido a más en Francia. Los precios seguían disparados y, tras una escabechina de ministros de finanzas que habían ido ascendiendo —muchos gracias a la insistencia de la reina— y cayendo por su propio peso, llegó una medida desesperada por parte de Luis XVI: la celebración de los Estados Generales. El empezose del acabose.

Las asambleas provinciales encargadas de elegir a sus representantes redactaron un documento (un cuaderno de quejas) donde los miembros del bajo clero y la burguesía exponían sus peticiones y exigían que la nobleza y el alto clero también contribuyeran al pago de los gastos, que, hasta ese momento, solo recaían sobre los campesinos y los miembros del tercer estado. Estaban hartos de ejercer de «pagafantas», y esta vez no pensaban conformarse con hablar mal del rey y su señora, que también tenía lo suyo. Esta vez tenían otros planes. A lo mejor lo de la Revolución francesa les quedaba un poco grande como proyecto en ese momento, pero, oye…, a lo tonto, a lo tonto...

El 17 de junio de 1789 el tercer estado se declaró como único integrante de la Asamblea Nacional: una asamblea no de los estados, sino «del pueblo». Jean-Sylvain Bailly fue elegido primer presidente de la Asamblea. Aunque la Asamblea invitó al resto de estados a que se les unieran, el mal rollo entre ellos era tal que fue imposible que se sumaran a ella los nobles o el alto clero, que, por otro lado, tampoco tenían mucho que cambiar: les iba bien de esa manera.

La nueva Asamblea enseguida se alineó con los capitalistas burgueses, fuente de crédito necesaria para financiar la deuda pública, y estableció un comité de subsistencia para ocuparse de los déficits alimentarios. Inicialmente, la Asamblea anunció, y en gran medida hasta se lo creyó, que estaba trabajando tanto en el interés del rey Luis XVI como en el de la gente. En teoría, el rey todavía era la máxima autoridad frente a las nuevas leyes, que seguían requiriendo del consentimiento y la firma real. Pero ya saben que las apariencias engañan, y que muchas veces lo «real» no siempre es tan real…

Si el despotismo ilustrado había jugado a «Todo por el pueblo, pero sin el pueblo», aquello empezaba a cambiar de cara y los burgueses empezaban a descubrir en sus asambleas un «Todo por el rey, pero sin el rey». Fue por aquellos días cuando un grupo de representantes del tercer estado en la Asamblea de los Estados Generales fundaron el Club Bretón (que después se convertiría en el Club de los Jacobinos), un foro de debate y reflexión en torno a la redacción de los cuadernos de quejas, y a la preparación de los debates en la Asamblea. El típico foro de debate que daría mucho que hablar. Más que el de Forocoches, ya se lo digo yo.

El 20 de junio de 1789, con el pretexto de unas reparaciones que debían hacerse en la sala de los Menus-Plaisirs, en la que se celebraban las sesiones de los Estados Generales de Francia, la guardia de Luis XVI impidió que los diputados del tercer estado se reunieran allí. Mmmmmmmm. Alguien empezaba a olerse algo…, y no, no eran croissants recién hechos. Y sí, la excusa del retraso en una reforma ya era más que verosímil en aquellos tiempos prerrevolucionarios.

Los diputados, entonces, gracias a la idea de Joseph-Ignace Guillotin —que no es el inventor de la guillotina, aunque sí se mostraría como un fervoroso seguidor de sus posibilidades; tanto que sus descendientes tuvieron que cambiarse el apellido a causa del amor que profesó el abuelito a dicho artefacto—, se reunieron en la sala del Jeu de Paume (la sala del juego de pelota) de Versalles. Allí se redactó la fórmula del célebre —que sí, que seguro que se acuerdan— juramento del juego de pelota: «De no separarse jamás, y reunirse siempre que las circunstancias lo exijan hasta que la constitución sea aprobada y consolidada sobre unas bases sólidas». Este texto fue leído por Jean-Sylvain Bailly, y el juramento fue votado por unanimidad, excepto por una voz, la de Martin d’Auch. La Asamblea Nacional se declaró Constituyente. Y con este sencillo acto —bueno, no tanto— nació oficialmente lo que hoy conocemos como Revolución francesa y por aquel entonces algún aristócrata denominaría El marronazo que se nos viene encima. Eso sí, de esta se me pasa el dolor de cervicales. O algo así.

Ante ese panorama, nada alentador para unos y de lo más interesante para otros, Luis XVI se enfrentó el 23 de junio de 1789 con los tres estamentos y fue a entregarles una constitución bastante más ligerita que la que había aprobado la Asamblea Nacional. «Si cuela, cuela», debió de pensar el señor XVI. Pero no coló, amigas. Y cuando el rey ordenó disolver la reunión, solo le obedecieron los suyos, nobleza y clero (top); los diputados del tercer estado, para quienes esta constitución era una tomadura de pelo —porque ellos lucían pelo y no peluca empolvada, como los otros—, permanecieron en sus asientos calladitos y con cara de pocos amigos, hasta que Mirabeau, jacobino y elocuente, se rebeló, harto de que quisieran echarlos de la sala: «Para ser claro y breve os digo que, si os han encargado echarnos de aquí, habréis de emplear la fuerza: pues solo cederemos ante la fuerza de las bayonetas». Muy claro y muy breve, eso no me lo van a discutir.

El 9 de julio de 1789, la Asamblea se reconstituyó a sí misma en Asamblea Nacional Constituyente y, como primera medida, exigió al rey que retirara las tropas de Versalles, Sèvres, el Campo de Marte y Saint-Denis, donde Luis XVI las había colocado por lo que pudiera pasar. «¿Que retire qué? ¿Me estáis mandando vosotros que YO mande retirarse a mis soldados? A ver si os queda claro que esa es una decisión MÍA y que, además, si las tropas están donde están es solo como medida de prevención» (todo esto en un francés mucho mejor que el mío...). Rey prevenido vale por dos: uno, la cabeza. Dos, el resto del cuerpo. Ya verán, ya...

LA TOMA QUE TOMA QUE TOMADE LA BASTILLA

Los parisinos sospechaban que muchos de sus problemas —hambre, ¿les parece un problema menor?— tenían que ver no solo con la escasez de alimentos, sino con el afán especulador con que los mercaderes acaparaban víveres. En esos trepidantes días de julio, empezaron a sucederse saqueos a tiendas y almacenes, hasta que, el día 10, el grupo de delegados de París para los Estados Generales se reunió en el ayuntamiento de la capital y decidió ejercer como nuevo poder municipal, a cargo de una también nueva Guardia Nacional que se encargaría de mantener el orden en la ciudad y frenaría la fiebre destructora. ¿Saqueos? No, gracias, «¡Que somos compañeros, coño!». Más o menos.

Durante la madrugada del 13 de julio, cuarenta de los cincuenta puestos que controlaban la entrada a París fueron incendiados. Y no, no hay constancia pictórica de que Rita Barberá apareciera por allí vestida de fallera. Ya nos gustaría que apareciera algo así en los sótanos del Louvre una tarde de estas...

En pleno motín de ciudadanos que exigían una rebaja en el precio del trigo —y, por ende, del pan—, se extendió un rumor por París: el trigo iba a almacenarse en el convento de Saint-Lazare. A las pocas horas, el convento estaba tomado. En torno al ayuntamiento de París se amontonaban los manifestantes, a quienes la genialidad del comité de electores decidió armar..., y bien que se armó.

Para tratar de controlar este sindiós, el propio comité creó, deprisa y corriendo, una Guardia Nacional, sin armas ni municiones. Se planteó, como solución de urgencia, asaltar la prisión de la Bastilla para así armar a todos los revolucionarios con lo que tuvieran ahí dentro.

Mientras tanto…, en el diario de Luis XVI, aparecía esta entrada para ese mismo 13 de julio: «Rien» (en español: «Nada»). Maravilla total. Buen rey no sería, pero como cronista no tenía precio.

LA BASTILLA, ALGUNOS DATOS. ABSTENERSE AGENCIAS

La Bastilla, una de las joyas inmobiliarias represivas del Antiguo Régimen, ya en esos días andaba flojilla de huéspedes: unos cuantos falsificadores de papel moneda y obras de arte, un pobre tipo acusado de escándalo público, el típico aristócrata incestuoso y el cómplice de un intento de asesinato a Luis XV. Lo que hoy llamaríamos «un casting ideal para ser finalistas de Gran Hermano».

De la toma de la Bastilla, además de una instantánea revolucionaria simbólica que ha perdurado en el imaginario colectivo, el pueblo sacó algo más: harina, armas y municiones suficientes para seguir con el jolgorio callejero. Eso, y las primeras ejecuciones de la revolución: el alcaide de la prisión, algunos guardias y el jefe de los mercaderes parisinos, que acabó decapitado y expuesto como ejemplo en las calles de la ciudad. Lo que entonces se entendía por «un buen ejemplo ciudadano» ha cambiado mucho en estos siglos...

Mientras tanto, en Versalles...

«—Pero ¿es una rebelión? —preguntó Luis XVI.

—No, señor, no es una rebelión; es una revolución —respondió el duque de La Rochefoucauld».

Tal cual.

LA REVOLUCIÓN EN EL CAMPO (EL GRAN MIEDO)

El eco de los sucesos de París se difundió rápidamente por todas las ciudades francesas, donde las autoridades municipales fueron derrocadas y sustituidas por gobiernos locales revolucionarios. Las repercusiones más amplias y profundas se dieron en el campo, donde los campesinos se sublevaron, al fin, para acabar con un régimen feudal al que vivían sometidos desde una Edad Media que, para ellos, pasó a ser contemporánea de repente, sin pasar por la moderna.

En el campo francés cundía lo que hoy se conoce como el Gran Miedo: campesinos desbocados atravesaban los campos para asaltar las casas de los nobles y quemar sus archivos, movidos por el rumor de que estos iban a restablecer el orden, y para destruir los registros donde se inscribían las rentas y las obligaciones feudales. Las suyas, claro. De la violencia como viaje en el tiempo: hacia el futuro.

Ante la paranoia generalizada del campesinado, existe la idea del «complot aristocrático», desarrollada por el historiador Georges Lefebvre en 1932, según la cual la aristocracia habría contratado bandidos para que recorrieran los campos cortando el trigo verde y estropearan la cosecha. No se demostró nada. Un ejemplo de esto sucedió en Champaña, donde el polvo que levantaba un rebaño de ovejas fue tomado por el de un ejército. Armados los campesinos, organizados y con la mosca detrás de la oreja como andaban, airearon odios de lindes contra el señor local por encima del noble ideal revolucionario. El miedo. Maldito sea.

En algunos lugares, si bien hubo pánico, este no dio lugar a ninguna revuelta, y varios autores comprobaron la existencia de lo que se ha llamado solidaridad vertical. En muchas aldeas y pequeñas ciudades, los habitantes pidieron protección a la nobleza local y le encargaron el mando de las milicias. El miedo, sí, pero también el instinto de supervivencia. Todo muy humano.

LIBERTAD, IGUALDAD, Y FRATERNIDAD.

QUE QUE LO ESTABAN DESEANDO...

En fin, que la revuelta se extendió con éxito desde Champaña al resto del país. Tras el éxito de las dos fases revolucionarias, la municipal y la campesina, el 4 de agosto de 1789 la Asamblea Constituyente de París suprimió los privilegios feudales y estableció la igualdad de todos los franceses ante la ley y los impuestos. Así abre el decreto: «Artículo I. La Asamblea Nacional suprime enteramente el régimen feudal y decreta que los derechos y deberes, tanto feudales como censales, los que se refieren a la mano muerta real o personal y a la servidumbre personal y los que los representan, son abolidos sin indemnización, y todos los demás declarados redimibles, y que el precio y el modo de la redención serán fijados por la Asamblea Nacional. Aquellos de los dichos derechos que no sean suprimidos por este decreto continuarán, sin embargo, siendo percibidos hasta su reembolso». Por fin, se llegó a la proclamación solemne del final del Antiguo Régimen y a la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano (26 de agosto de 1789): «El principio de toda soberanía reside esencialmente en la nación», y mucha libertad, igualdad, y fraternidad; propiedad privada y seguridad pública, tampoco nos vayamos a volver locos...

ACONTECIMIENTOS DE ENTRETIEMPO:

PARÍS NO QUIERE QUE EL REY ESTÉ TAN LEJOS

1 de octubre de 1789 (menudo añito lleva Francia...). Ópera Real. Los guardias personales de la corte deciden organizar un banquete para honrar la llegada de un nuevo regimiento, el de Flandes. Doscientos diez cubiertos en el patio de la ópera. El vino corre a raudales. Los brindis se suceden en honor a la familia real, que es aclamada al hacer acto de presencia. La orquesta toca O Richard, O mon roi, de Grétry (la acabo de escuchar en Spotify y les aseguro que es una pieza ideal para ponerse en pie ante la llegada de las autoridades).

El eco de estas ruidosas demostraciones de fidelidad monárquica despierta la ira de la capital. Las gacetas transforman el banquete en una orgía, cuentan que la cocarde tricolor fue pisoteada y que algunos llegaron incluso a volverla del lado blanco, símbolo del rey, juramento a los borbones. ¡Organizar un banquete cuando el pueblo está hambriento es el colmo! Marat, Danton y Desmoulins, futuros líderes de la revolución, hacen un llamamiento para marchar sobre Versalles. Lo que nos faltaba. Con lo bien que lo estaban pasando en la corte...

… ¿y en París? En París las cosas seguían de lo más animado.

La mañana del 5 de octubre, delante del mercado, una joven tocaba un tambor frente a un grupo de mujeres enfurecidas (llamadas despectivamente las furias) por la escasez de víveres y por el alto precio del pan. El grupo se dirigió a los mercados del este de París, entonces conocido como faubourg Saint-Antoine, y obligó a una iglesia próxima a tocar las campanas. Las revoluciones son así de ruidosas. Es más, si les hablan de revoluciones silenciosas, no se fíen. Seguro que son cosa de marketing.

Sigo.

Mujeres procedentes de otros mercados cercanos se sumaron a las manifestantes, muchas de ellas armadas con cuchillos de cocina y otras armas improvisadas, y la marcha comenzó. En varios distritos, las campanas de las iglesias sonaban sin cesar. La marcha hizo un parón en el ayuntamiento, donde exigieron pan y armas. Entre mujeres y hombres, se calcula que había entre seis mil y siete mil personas o incluso, según algunas estimaciones, hasta diez mil.

Uno de los manifestantes era el audaz Stanislas-Marie Maillard, capitán de los Voluntarios de la Bastilla desde el día de la toma, quien, con su propio tambor, incitaba al pueblo gritando: «¡a Versalles!».

Se veía venir. Se veían marchar.

Maillard designó a algunas mujeres como líderes del grupo, dirigió a la multitud y la condujo fuera de la ciudad bajo la lluvia.

Cuando los manifestantes salieron, miles de hombres de la Guardia Nacional, sabedores de lo que había ocurrido, empezaron a agruparse en la plaza de Grève.

El marqués de La Fayette, comandante en jefe en París, se quedó de piedra pómez al darse cuenta de que sus hombres, sus empleados, sus soldados, simpatizaban con la marcha del pueblo, y que estaban más que por la labor de unirse a ellos y mandar un poco a tomar vientos su lealtad con el rey y el régimen anterior, que empezaba a estar más antiguo que el de las mil calorías. Conste que La Fayette lo intentó, recurrió a su condición de héroe de guerra y trató de convencer a sus soldados de que siguieran a sus órdenes, pero no tuvo ningún éxito. De repente, sus tropas también querían ir a Versalles en busca del rey, junto a miles de ciudadanos de París. Era eso o desertar. Y La Fayette no podía permitirse una deserción en masa. Ni tampoco impedir que siguieran adelante sin poner en juego no solo su vida, sino también que su nombre apareciera en lo alto de unos grandes almacenes en el futuro. La Fayette se jugaba mucho, y lo jugó bien: se mantuvo al frente de sus tropas de camino a Versalles, si bien él lo justificó diciendo que lo hacía para proteger al rey una vez llegaran todos al palacio. Bien jugado, sí señor.

Versalles. Exterior noche. Se cierran las verjas del palacio. La reina María Antonieta, sobre aviso, se retira a sus aposentos con más miedo que esa vergüenza que nunca tuvo. Tan poca, que incluso tuvo la desfachatez de quedarse dormida. «Borracha, seguro» (calla, Sophia Coppola, que este es mi libro, no tu videoclip).

A la llegada del ejército, el rey confía su defensa a La Fayette, que despliega a sus hombres por la place d’Armes. El pueblo, calado por la lluvia y agotado tras la caminata, llega a medianoche, pero no se ve con fuerzas para invadir el palacio (de verano en este caso) hasta las seis de la mañana. Maillard, como líder del grupo, dijo entonces: «Hemos venido a Versalles para exigir el pan, y para pedir el castigo de los esbirros reales que han insultado a la escarapela patriótica». Creo que la próxima vez que vaya a comprar una baguette a la panadería de mi barrio, la voy a pedir así: «He venido a comprar el pan y a pedir el castigo de los del 2.º A, que han insultado a las sábanas blancas que tenía tendidas con las migas del mantel que sacudieron por el balcón».

Ya de madrugada, y tras la escena de sainete revolucionario palaciego, el cortejo real abandonó Versalles. Durante el trayecto, el gentío declara traer «al panadero, a la panadera y al aprendiz de panadero» (que no eran otros que el rey, la reina María Antonieta y su hijo, el delfín, el heredero). Al marchar, Luis XVI le pidió a su ministro de la Guerra que cuidara «de su pobre Versalles», convencido de que regresaría a no mucho tardar. El palacio dejará entonces de ser la residencia de los reyes. Le aguardaba un destino peor: el turismo masivo.

Al rey, en cambio, le esperaba una papeleta como primer funcionario del Estado, a cargo tan solo del poder ejecutivo y rehén de los parisinos en las Tullerías. Una condición que no le hacía demasiado feliz y que, con el apoyo incondicional de la tarada de su señora María Antonieta, trató de cambiar a mejor. ¿Lo consiguió? Ustedes verán...

LA HUIDA DEL REY

La revolución y sus consecuencias eran una china en el zapato de las monarquías europeas, que empezaban a preocuparse por el estado del remojo —en agua de colonia, pero en remojo, al fin y al cabo— de las barbas de sus vecinos franceses. Aunque a María Antonieta lo que de verdad le preocupaba era que su hijo fuera a heredar un trono hecho unos zorros. Una cosa de baratillo y degradé total. Una fatalidad, vamos. Una mierda de reinado: pasar de «Rey Sol», como su bisabuelo, a reyezuelo «rayo UVA»…, ¡qué mal!

María Antonieta, desesperada como Marta Sánchez en solitario, planeó entonces una fuga de París que, en su cabeza (ah, esa cabecita, Antonia...), serviría como una exhibición de poderío regio y posibilitaría la restauración de su supremacía ante el pueblo. Efectivamente, no había entendido nada.

La fuga fue planeada y organizada por el conde Hans Axel de Fersen, representante en la corte de Gustavo III de Suecia, un guaperas amante de la reina: se hacían ojitos, él visitaba mucho los aposentos de María Antonieta, se mudó a una casa cerca de Versalles…, ¿hace falta que siga? Pues eso.

El plan pasaba por sacar a Luis XVI en un pequeño y discreto carruaje. Pero había un problema: Luis XVI creía que él debería viajar en un carruaje hecho para reyes. Sí, el rey era un soberano coñazo. Este carruaje habría despertado la curiosidad de cualquiera, lo que era la última cosa que la familia real deseaba, de modo que —tras muchas discusiones— consintió en ir en un carro pequeño. O lo que para él sería pequeño y para nosotros una especie de tanqueta.

Pero hubo más inconvenientes, no se crean. Y es que los reyes pensaron que no podían viajar solos, sino que tendrían que llevar con ellos a un par de enfermeras y… ¡al estilista de María Antonieta, Leonardo! Ante este panorama, la familia real tuvo que retrasar su partida para tener a todos los que necesitaban con ellos, y al ser numerosa la pandilla, se hicieron aún más difíciles de ocultar —y eso que iban en un carruaje sencillo.

La tarde del 20 de junio de 1791 la familia real abandonó las Tullerías, todos disfrazados —de pobres, imagino—. Luis XVI, por supuesto, dejó una declaración quejándose del trato que había recibido y revocando su asentimiento a todas las medidas que habían sido tomadas. ¡Pues menudo era él!

A la mañana siguiente, como era de esperar, les descubrieron y apresaron. A todos. Por listos. Si bien, y con el fin de no tener líos con otras monarquías de los alrededores, la Asamblea optó por hacer pasar el intento de fuga por un secuestro y devolver los poderes al rey. Grandes. Apenas llevaban unos meses ostentando el poder y ya sabían manejar el cinismo con soltura, sí, señores. Así da gusto.

AQUÍ Y AHORA, UN INCISO PARA MARAT, QUE SE LO MERECE

En septiembre de 1789, Marat había creado su propio periódico, llamado al principio Moniteur Patriote (Monitor Patriótico), cuya cabecera cambió cuatro días después a Publiciste Parisien (Divulgador Parisino), y al que finalmente llamó L’Ami du Peuple (El Amigo del Pueblo). Esto es reinventarse y no lo de Hannah Montana / Miley Cyrus...

Desde esta posición de magnate de la comunicación, Marat repartía sospechas a diestro y siniestro entre los poderosos que pudieran haber traicionado el espíritu de la revolución y decidía quiénes eran «enemigos del pueblo» y quiénes no. Como los modelos del desplegable central del Playgirl, pero en plan «traidor del mes». Desde su atalaya periodística, Marat condenó a varios grupos desde L’Ami du Peuple (para que te fíes de los amigos) y gracias a ello acabó ganándose —a pulso— el sobrenombre popular de La ira del pueblo. ¿Qué? ¿Se merecía o no se merecía Marat este inciso? Lo suyo sí que fue hacer BOP sin stop.

Bueno, no es cierto. Del 8 de octubre al 5 de noviembre de 1789 hizo stop. En la cárcel. Por meterse con quien no debía y elegir mal a los enemigos poderosos.

Tras un tiempo en Londres, donde pasó varios meses exiliado en 1790, Marat regresó a París y volvió a las andadas con una de esas editoriales que dejan las de PedroJota en mantilla (de Ágatha Ruiz de la Prada, por supuesto): «Quinientas o seiscientas cabezas cortadas habrían asegurado tu descanso, libertad y felicidad. Una humanidad falsa ha sostenido tus brazos y ha suspendido tus soplos; debido a esto, millones de tus hermanos perderán sus vidas».

Q LARGA SE ME ESTÁ HACIENDO ESTA REVOLUCIÓN

En abril de 1792, cuando todo lo que parecía ir mal empezó a ir a peor, el Gobierno francés le declaró la guerra a Austria. Una guerra un poco de pacotilla con la que Luis XVI esperaba lograr que su cuñado (el rey Leopoldo II, hermano de María Antonieta) ganara al desastroso ejército francés y acabara con la revolución. A Leopoldo le sustituyó su hijo Francisco II (sobrino de M. A.), quien formó una coalición antifrancesa junto a Federico Guillermo II de Prusia para acabar con la revolución. ¿Y qué pasó? Pues pasó de todo; hubo incluso traiciones a la patria por parte del mismísimo rey y sus cortesanos que estuvieron a punto de costarle la derrota a Francia, que acabó ganando esa guerra y entrando en una nueva dimensión revolucionaria con la Comuna de París —que merecería un libro entero que no es este— y un posterior septiembre sangriento que no dejó títere con cabeza. Con perdón.

Muy bien, muy bien, pero al final… ¿qué pasó?

¡VIVA LA REVOLUCIÓN!

El 21 de enero de 1793, Luis XVI, condenado por traición, era conducido al patíbulo en la plaza de la Revolución (hoy, plaza de la Concordia).

Las últimas palabras de Luis XVI a la muchedumbre fueron: «¡Pueblo, muero inocente!». Después, se giraría y les diría a los verdugos: «Soy inocente de todo lo que se me acusa. Ojalá mi sangre pueda cimentar la felicidad de los franceses».

No nos consta que dijera nada del frío que hacía ese día.

¡ZAS! Así sonó el filo de la guillotina segando el gaznate de Luis XVI. Nada más. Lo demás era silencio. Poco después, entre salvas de cañón, empezaron a escucharse los gritos: «¡Viva la revolución!».

Apenas seis meses después, el 13 de julio de 1793, Marat moría apuñalado en su bañera por la girondina Charlotte Corday.

El 16 de octubre de ese mismo año, María Antonieta seguía la suerte de su difunto marido, el rey, y tras ser condenada también por traición, pasó por la guillotina. Por debajo, para ser preciso.

«¡Viva la revolución!».

ENSEÑANZAS

  • Si lees un tuit de @marianorajoy que diga: «Hoy, nada, día tranquilo», prepárate para salir a la calle armado hasta los dientes. Seguro que en tu barrio ya ha estallado la revolución.
  • Si eres de los que cuando abren la boca, sube el pan, procura que tus vecinos no se enteren. Y tómate la Bastilla de las ocho, haz el favor.
  • Deja de pedir que vuelvan a instalar las guillotinas en las plazas. Que una vez que empiezan a funcionar, no hay quien las pare.
  • Desconfía de los amigos del pueblo. La gente con tantos amigos no suele ser de fiar.

6. «UN HOMBRE ES TAN GRANDE
COMO LAS COSAS QUE LE HACEN ENOJAR»,
WINSTON CHURCHILL

Una de las imágenes más impactantes de Winston Churchill es la foto que en diciembre de 1941 le tomó en Canadá el fotógrafo Yousuf Karsh. En ella, los ojos de Churchill expresaban la furia y la férrea determinación de un hombre y, si me permiten ponerme transcendental y patriotero, la de una nación.

A pesar de la mala leche que transmite esa imagen, Winston era un tipo jovial, enrollado, el típico manipulador pasivo-agresivo, un control freak que conoce sus límites y, lo que es mejor, los límites de los demás; no en vano es una de las divas del management contemporáneo.

Por eso, para Winston, la ira era «un desperdicio de energía. El vapor que hace saltar la válvula de seguridad». Para él, pragmático como era, ese vapor «sería mejor utilizado en mover la maquinaria». Se lo advertí: control vapor freak total. Vaporetas Churchill. Ya están tardando en copiarme la idea de marca.

CHURCHILL ESTALLA. BAJO LAS BOMBAS

Una tarde de septiembre de 1940, recién nombrado primer ministro, y en medio de los continuos bombardeos de la Luftwaffe (fuerza aérea alemana) que arrasaban Londres, la cólera de Churchill hizo retumbar el búnker donde se alojaba, casi como si los alemanes hubiesen dado en el blanco.

Y no era para menos. Winston Churchill se acababa de enterar en ese mismo momento de que el búnker donde estaba concentrado el Estado Mayor del Gobierno británico, el celebérrimo Cabinet War Room…, ¡no estaba construido a prueba de bombas! ¡TOMA YA! ¡BOOOOM!

El burócrata Patrick Duff, a la sazón secretario permanente en la Oficina de Obras Públicas británica, debió de ver pasar en ese momento su vida en Power Point —o en las diapositivas de entonces— al ver a Winston Churchill con los ojos desorbitados, la cara enrojecida, esgrimiendo como arma arrojadiza un habano humeante, acusándole a grito pelado de haberle engañado, de haberle vendido la moto (sold him a pup) al asegurarle que el lugar era un buen refugio antiaéreo. Mentira podrida.

Construido a tan solo tres metros de profundidad, el famoso búnker era más inseguro que cualquiera de las líneas de metro de Londres y tenía una gran desventaja: estaba bajo Whitehall, uno de los más que probables blancos elegidos por los alemanes al tratarse de la sede gubernamental. Todo fenomenal, vaya.

Gran parte del centro de Londres estaba siendo castigado por los continuos ataques aéreos de la Luftwaffe. Edificios muy queridos por Winston Churchill, como el Hotel Carlton, habían sido reducidos a cenizas por el fuego de las bombas nazis. Fue precisamente en ese hotel, en el restaurante regentado por el cocinero estrella del momento —inventor del melocotón melba y del menú a la carta—, August Escoffier, donde, algunos años antes, la declaración de la Primera Guerra Mundial había sorprendido a Winston Churchill cenando las viandas que entonces preparaba en los fogones un cocinero de nombre Van Ba, que después sería conocido como Ho Chi Minh en su célebre faceta de líder comunista vietnamita. Con las manías anticomunistas que tenía ya por entonces nuestro Winston, si se llega a enterar de quién le preparaba la cena, le hubiera dado un corte de digestión que, probablemente, habría cambiado el curso de la historia. Y también el de la alta cocina.

Volvamos a la Segunda Guerra Mundial, cuando acabar su vida bajo las bombas alemanas significaba para Churchill el fin de la civilización. Bien sabía él que parte de la familia real no compartía su posición de enfrentarse a Hitler costase lo que costase. La mismísima reina madre prefería ver como primer ministro a lord Halifax, partidario de una paz negociada con los nazis a cambio de mantener a los Windsor en el trono. No, Winston no las tenía todas consigo y no se fiaba nada de los tics filonazis de algunos de los Windsor, cuyos nudos no siempre ataban corbatas, sino que hubieran servido para alianzas mucho peores.

A pesar del inminente riesgo, Churchill decidió continuar en aquel búnker claramente inseguro y encargar a una versión británica de Pepe Gotera y Otilio el refuerzo del búnker, algo que solucionaron colocando una losa de hormigón y que, por el bien del orgullo nacional, mantuvieron en secreto durante décadas. Si hicieron factura con IVA o sin IVA, no consta en los archivos del Museo de la Guerra.

LAS AVENTURAS DEL JOVENCITO CHURCHILL,
O AQUÍ VIENE WINSTON LIGHT

Asumir el peligro con arrojo y valentía —en plan boy scout modo pro— era una de las características que ya mostró Churchill en su juventud. En sus primeros años como militar no se quiso perder ningún sarao bélico. Allá donde había follón, allá estaba él. También es verdad que eran tiempos mozos para nuestros protagonistas, y aún no le precedía su barriga minutos antes de su llegada al lugar.

A los 20 años, en 1894, recién graduado como teniente, ya estaba en el 4.° Regimiento de Húsares en Bangalore, India. Pero pronto se aburrió de los ejercicios militares y de practicar polo en su tiempo libre. Del gintonic, no, del gintonic no se aburre uno nunca. Ni siquiera cuando parece un acuario que albergara media huerta murciana (aprovecho la ocasión para pedir que, si hay algún barman en la sala, deje de echarme frutas y verduras en mi copa, por favor. Con una rajita de limón, basta. Gracias).

Tras su aventura en la India, Winston se consiguió un permiso como observador militar del Ejército británico en Cuba, cuando España se enfrentaba allí a una insurrección independentista en 1895 (poco después, España lo perdería todo y daría lugar a esa generación del 98 tan animada y optimista). Esta primera aventura, Churchill se la autofinanció sirviendo como corresponsal de guerra para el periódico neoyorquino The Daily Graphic e iniciando su carrera como reportero.

Winston permaneció dieciséis días en Cuba, de los cuales se pasó ocho en plena campaña en medio de la selva. Con tan buena fortuna que acabó celebrando allí su 21 cumpleaños con el típico tiroteo animado de tres días entre los rebeldes y las tropas del general Suárez Valdés. Una fiesta temática del Caribe muy especialita: nada de mulatas, mojitos ni confeti, pero con mucho sabor a pólvora y dos recuerdos que colgaron de su pecho, ambos concedidos por España: una medalla in situ al Mérito Militar y otra por la campaña de Cuba, que recibiría veinte años después. Más se perdió en Cuba, sí, pero al menos le regalamos a Winston un bonito recuerdo para su fiesta de mayoría de edad.

Churchill regresó a casa desde Cuba, no sin antes pasar por los Estados Unidos, donde fue presentado en sociedad por Bourke Cockran (mejor no hacer traducciones literales a costa de la etimología del apellido), un señor que ejercía como amante de la madre de Winston, una pija multimillonaria norteamericana de la que hablaremos más adelante, largo y tendido, muy al gusto de la señora, por otro lado.

Nada más llegar a Londres, Winston se enteró de que en los Balcanes se había montado otro fiestón de los buenos, gracias al estallido de la guerra entre Turquía y Grecia en 1897 por el dominio de Creta, pero, para desgracia de nuestro belicoso muchacho, no alcanzó a llegar a tiempo; la guerra dura solo treinta días y RyanAir no tenía vuelo directo. Todavía.

Por suerte para él, poco después se iniciaba en la frontera noroeste de la India una rebelión Pastún, y Winston, ni corto ni perezoso, decidió unirse a la fuerza de ataque Malakand como militar y como corresponsal de guerra. Esta vez sí llegó a tiempo. Albricias.

Por fin entraba en acción de verdad. Ahí estuvo, combatiendo seis semanas, y como oficial destacado en la batalla de Agrah, una de las más duras y sangrientas de la época. Su osadía y arrojo le hicieron merecedor de cierto protagonismo en los partes de guerra que llegaban a Londres. Winston, feliz como una perdiz (viva), había adquirido fama y dinero, fusil y pluma. No le podía pedir más a la vida. Bueno, sí, otra copa. Pero no me la cargues mucho, que tengo que escribir. Fue entonces cuando decidió tomarse un pequeño descanso del guerrero y aprovechó para escribir su primer libro, The Story of the Malakand Field Force.

Después del ínterin literario, nuestra versión decimonónica de Rambo ilustrado volvió a la India, donde, ante la falta de follones locales de magnitud, se dedicó a malmeter e intrigar para que le invitasen a otra soirée bélica: la reconquista de Sudán. Si bien en esta ocasión no lo tenía nada fácil, puesto que el comandante Horatio Kitchener no quería tener a Churchill cerca. Lo entendemos; Winston se había convertido ya en una vedette pendenciera del Imperio británico, y su afán de fama, síndrome de Diógenes de medallas, unido a su ego literario no eran bien vistos por sus compañeros de armas, que preferían compañías más tranquilas y menos estelares.

Tras mucho insistir, Churchill logró salirse con la suya, no sin antes llegar a involucrar en sus aspiraciones aventureras al mismísimo primer ministro lord Salisbury. Winston consiguió que le nombraran teniente supernumerario en el 21.° Regimiento de Lanceros para la campaña de Sudán. Eso sí, le dejaron muy claro que se tenía que costear su participación y que el ejército no se haría responsable si caía muerto o herido. Ya ven, ya entonces la iniciativa privada iba tomando posiciones para el servicio a su majestad británica (Margaret Thatcher, muerta, me acaba de dar un Like en Facebook a esta frase. Miedo).

CHURCHILL, REPORTERO DE GUERRA O «TINTIN,

YO SOY TU PADRE»

Nada detenía el ímpetu guerrero de Churchill y menos aún la minucia del dinero, pues para eso era un corresponsal de guerra muy bien cotizado. Para pagarse los caprichos. ¿Y qué es una guerra sino un capricho caro? Pues eso. Así, Winston fue testigo y protagonista de la batalla de Omdurmán, una de las últimas grandes cargas de caballería de la historia. Los ingleses y sus aliados apenas sufrieron quinientas bajas frente a las casi diez mil de los derviches. Lo que se conoce como un ceviche de derviches. Con perdón.

De regreso a Londres, Churchill se retiró del ejército, publicó The River War, sus memorias de la reconquista de Sudán en dos volúmenes, y se lanzó a la política. Sin éxito. Afortunadamente, no hay minuto en la historia del mundo en que no haya un follón, y el culo guerrero de Winston tenía un preciso detector de jaleos internacionales.

Tardó más en declararse la segunda guerra de los Bóers, de lo que tardó Churchill en aparecer en Sudáfrica, ahora como corresponsal de guerra para The Morning Post. Un corresponsal de guerra que, a todo esto, tardó solo dos semanas en liarla muy gorda después de que, ante un ataque de los bóers al tren en el que viajaba, decidiera tomar el mando de las tropas, tras lo cual cayó prisionero.

Esa vez celebraría su 25 cumpleaños en una cárcel de Pretoria, y un mes después protagonizaría una cinematográfica fuga recorriendo 480 kilómetros hasta llegar, sano y salvo, a la colonia portuguesa de Maputo. Una vez allí, y como no había tenido bastante, en vez de regresar a Londres decidió regresar a Durban y alistarse de nuevo en un regimiento de caballería irregular. De verdad te lo digo, Winston Churchill: ¡qué cansada me tienes!

En los meses posteriores, Churchill participó en las batallas de Acton Holmes, Potgietter’s Drift, Spion Kop, Tugela River y en la liberación de las ciudades de Ladysmith y Pretoria, donde, junto a su primo el duque de Marlborough, logró la rendición de los bóers y encabezó la liberación de sus compañeros de presidio. Solo le faltaba tener un hijo y plantar un árbol.

CHURCHILL, EL PRIMER TERTULIANO SUPERSTAR

De regreso a Londres, en 1900, Churchill amortizó la experiencia bélica con dos nuevos tomos de memorias: De Londres a Ladysmith vía Pretoria y La Marcha de Ian Hamilton. Alguien debería haberle dicho que existía la ficción, porque a ese paso iba a incendiar el mundo para poder contarlo por escrito...

En cinco años Churchill había recorrido medio planeta para no perderse tiroteo, carga de caballería o infantería para así tener la oportunidad de narrarlo. Y de cobrar por ello, por supuesto, porque no fue poco lo que ganó, no solo por sus corresponsalías de guerra o las ventas de sus libros. Despuntando el siglo XX fue un cotizado conferenciante que hizo giras por los Estados Unidos con Mark Twain como telonero de lujo. Se había convertido en toda una vedette tertuliana. Su fama como hombre de acción y su heroísmo en Sudáfrica no solo le harían rico, sino que también lo catapultarían al Parlamento.

Con este ánimo pendenciero y dicharachero no es de extrañar que Winston desate hoy en día enorme fervor —más propio de beliebers adolescentes que de adultos— entre la sección más ultra de algunos de nuestros tertulianos, que juran que son su reencarnación cañí. Pero Churchill dista mucho del corresponsal de guerra que escribía sus crónicas de la guerra del Golfo desde una cómoda habitación de un hotel en Londres o del periodista que se excitaba con solo pensar en pegar tiros en el extranjero cuando lo único que pegaba era lingotazos en un piano bar karaoke de Madrid.

«LOS FASCISTAS DEL FUTURO SE LLAMARÁN A MISMOS ANTIFASCISTAS».

PUES NO

Tal vez la mala imagen de Winston Churchill venga dada precisamente al ver cómo unos mediocres se regocijan en sus hazañas y las hacen prácticamente suyas. Ese expolio vital llega hasta el punto de inventarse una frase que Churchill nunca dijo, ni escribió, y ponerla a circular en las redes sociales como un mantra: «Los fascistas del futuro se llamarán a sí mismos antifascistas». La dichosa frasecita es empleada por los herederos de los fascistas del pasado para que no podamos identificar a los fascistas del presente y de paso condenarnos a un futuro fascista.

Expertos conocedores de la obra y vida de Winston Churchill, como la Winston Churchill Society, han certificado que no hay evidencia documental que permita afirmar que Winston soltara semejante perla. De lo que sí hay referencia es de una frase similar pronunciada por un polémico político gobernador de Luisiana en los años de la Gran Depresión, Huey Long, quien dijo: «Seguramente tendremos un movimiento fascista aquí, pero cuando eso suceda se presentará como un movimiento antifascista». Y tenía más razón que un santo, basta con comprobar cómo se comporta el Tea Party de unos años a hoy mismo.

CHURCHILL Y FAMILIA

Pero volvamos a Winston y sus pendencias, que no eran gratuitas, que le venían de casta. Su padre, Randolph Spencer Churchill, descendía del duque de Marlborough, que participó en la guerra de Sucesión española, y en honor de quien los franceses compusieron una canción satírica, Marlborough s’en va-t-en guerre, tras haber sido derrotados en la batalla de Malplaquet. Los Borbones, con su innegable don de lenguas, trastocaron el Marlborough en Mambrú y la hicieron popular en España. Efectivamente, amigas: Mambrú se fue a la guerra no es sino una libérrima traducción del título de dicha canción. Fascinante. Ahora solo falta que algún cantautor republicano lance un temazo con el estribillo «Corina se fue de Cacería, qué dolor, qué dolor, qué pena; me he equivocado y no lo volveré a hacer». Lo iba a petar.

Por las venas de Churchill no solo corría sangre guerrera, sino que, gracias a una de sus abuelas paternas, lady Frances Vane, su linaje se relaciona también con el de poderosos banqueros medievales florentinos como los Medici o los Bardi, inventores de las cartas de crédito y los talones.

Por parte de madre tampoco hay desperdicio, como ya advertí hace unas cuantas páginas: Jennie Jerome, una pija norteamericana, era hija de Leonard Jerome, un acaudalado especulador conocido como el rey de Wall Street, que quebró y reconstruyó su fortuna al menos tres veces. Leonard también demostró ser un hombre de armas tomar cuando como accionista de The New York Times se puso al frente de una metralleta para defender, junto al fundador del diario, Henry Jarvis Raymond, la sede del periódico ante la ira de la turba que no quería ir a luchar contra los unionistas en la guerra de Secesión norteamericana. Sí, antes de Vietnam ya existieron unos «no a la guerra» racistas que pusieron Nueva York patas arriba, y llegaron a asesinar a más de una decena de hombres negros para evitar ir a luchar contra los esclavistas del sur. Fueron tres días de violentas revueltas, las más graves después de la misma guerra de Secesión. Y allí, por supuesto, no podía faltar el abuelo materno de Churchill.

Vamos de regreso a mamá: Jennie, una de las mayores socialites de la época, famosa por su belleza y gracejo, carne de comidilla para los tabloides británicos gracias a su agitada vida sentimental, antes, durante y después del matrimonio con Randolph Churchill. Tanto es así que hay quienes aseveran que el hermano menor de Winston, John, no era hijo del marido de su madre, sino del séptimo vizconde de Falmouth Evelyn Boscawen. ¡Pues qué bien! Pues ya nos quedamos mucho más tranquilos todos.

Lady Churchill se dedicó tanto a hacer el amor, como su hijo la guerra. Entre sus amantes se contaron el príncipe austrohúngaro Karl Kinsky; el príncipe de Gales, futuro rey Eduardo VII, y Herbert Von Bismark, hijo de Otto, el canciller alemán.

Lady Churchill se casó en tres ocasiones; primero en París con Randolph (el padre de Winston), tras varios meses de negociaciones entre los padres de ambos a costa de la configuración de la dote. Unas negociaciones que los novios aprovecharon para algo más que ir a la ópera o recorrer el Sena, si tenemos en cuenta que Winston nació de forma prematura con apenas siete meses. ¡Ahá!

Randolph tuvo que acudir a una rocambolesca historia para justificar ante sus suegros el parto. Según su versión, Jennie sufrió una caída un día de cacería, tras lo cual tuvo que volver al palacio en un atropellado viaje a bordo de un carruaje tirado por ponis. Dos días después venía al mundo Winston. Es una lástima que a Randolph no se le conozca como precursor de los Monty Python. Los padres de Jennie, que bien la conocían, sabían que esa situación era perfectamente posible (a lo de los Monty Python no llegaron a tiempo).

Porque la madre de Winston era todo un huracán. Con la misma alegría pasaba de un príncipe a otro como montaba un barco hospital para atender soldados en la guerra de los Bóers. Llegó a editar la revista trimestral de carácter conservador Anglo-Saxon Review, donde escribieron Henry James o Henry De Vere Stacpoole, autor de la novela La laguna azul, en la que se han basado varias películas homónimas, entre ellas la de Brooke Shields. También escribió una obra de teatro, His Borrowed Plumes, que fue un rotundo fracaso, y sus memorias, The Reminiscences of Lady Randolph Churchill, una mezlca perfecta —y británica— de Tita Cervera, Isabel Preysler y Carmina Ordóñez. Un joyón.

A Jennie le gustaban los hombres jóvenes. Ya viuda, contrajo segundas nupcias con George Cornwallis-West, un capitán de la Guardia Escocesa que tenía la misma edad que Winston. Y una vez divorciada de este, al finalizar la Primera Guerra Mundial, se casó con Montagu Phippen Porche, un funcionario colonial británico tres años menor que su hijo.

Su muerte no deja de ser tan loca como la historia del parto de Winston. El comienzo de su fin tuvo lugar en casa de un amigo, por cuyas escaleras rodó al estrenar unos zapatos de altísimo taconazo. Una mujer de 67 años subida a unos tacones de vértigo, lo mejor para evitar la longevidad y los molestos achaques de la edad, sin duda. La caída le produjo una fractura abierta que degeneró en gangrena, amputación y finalmente la muerte, desangrada, dos meses después. Un final nada chic para una señora que se merecía algo un poquito más lustroso, más mono, más arregladito.

CHURCHILL EN «, SEÑOR MINISTRO»

A la muerte de Jennie, en 1921, su hijo, nuestro Winston Churchill, ya había relajado su ímpetu guerrero tras su última intervención militar, junto a un batallón de fusileros escoceses en la Primera Guerra Mundial. Allí había ido a parar después de ser lord del Almirantazgo (ministro de Guerra) y, como tal, responsable directo del desastre de Gallipoli, donde los británicos perdieron doscientos cincuenta mil hombres.

Churchill volvió a ser ministro de Armamento al finalizar la Primera Gran Guerra y quiso continuar con el esfuerzo bélico aliado, pero ahora contra los bolcheviques rusos (ya saben, esa cosa anticomunista que no le dejaba vivir). Con una gran oposición interna, Churchill mantuvo la ayuda a los contrarrevolucionarios durante dos años, incluso se las arregló para apoyar a los polacos en su invasión de Ucrania. Winston era un anticomunista a tiempo completo; su ímpetu guerrero había pasado del campo de batalla al escritorio, de la bayoneta a la pluma.

Al finalizar su paso por el Gobierno, continuó su bamboleante y equívoca carrera política.

Bamboleante porque ya había pasado del Partido Conservador al Liberal por un quítame allá esos impuestos, y durante los años 20 haría el camino de regreso al Partido Conservador. Como él mismo acuñó: «Cualquiera puede cambiar de partido, pero se necesita cierta imaginación para cambiar dos veces». Así que, ya sabes, Rosa Díez, a ojos de Winston todavía te faltan muchos méritos.

Equívoca porque si ya había fracasado como lord del Almirantazgo en la Gran Guerra, ahora lo haría como ministro de Economía al implantar de nuevo el patrón oro en 1924 y provocar una crisis económica que produjo una gran huelga minera en 1926 que él, de forma muy desafortunada, condenó alabando a la Italia fascista de Mussolini. Durante esos años, cada vez que hablaba Winston, subía el pan —e incluso los plumcakes—; sus opiniones en contra de la independencia de la India, o a favor de la abdicación de Eduardo VII no fueron nada bien recibidas, ni siquiera por sus partidarios. Todos estos errores, unidos a cierta chulería muy suya, le hundieron en el ostracismo.

Tal vez ese carácter errático fue lo que hizo que sus advertencias contra el peligro de una política de apaciguamiento hacia Hitler no tuvieran eco. Pero ese papel de Casandra le sirvió para que le convocaran cuando no había otra alternativa que enfrentarse a la amenaza nazi. Y ahí estuvo él, al frente de esa lucha en un refugio que no era a prueba de bombas y que, milagrosamente, aún permanece intacto, sin duda una prueba más de que Winston era un buen amigo del Dr. Who (guiño solo apto para fans de la serie).

Y ahí tenemos a Winston Churchill, con esa mirada fiera que nos ha dejado para la historia el testimonio de su iracundo carácter, una de las imágenes más reproducidas de la historia según algunos y una de las míticas portadas de la revista Life de todos los tiempos.

LA FOTO DE CHURCHILL AIRADO. EL MAKING OF

Tras haber pronunciado uno de sus elocuentes discursos en la Cámara de los Comunes de Ottawa, Churchill estaba tomando un refrescante vaso de whisky con el primer ministro canadiense Mackenzie King, que era más de té. En medio de la animada charla entre ambos líderes, el canadiense le propuso a Winston que se hicieran juntos una foto; lo que hoy habría sido un selfie a dos, pero que, en ese momento previo a teléfonos con cámara, tuvo que hacer un fotógrafo tradicional.

A Winston no le gustó nada descubrir la sorpresa que le tenían preparada: la foto no tenía nada de casual, sino que en una habitación contigua estaba preparado el fotógrafo Yusuf Karsh con toda la parafernalia de luces y cámaras a punto. Churchill aceptó a regañadientes y advirtió con tono chulesco al fotógrafo que solo tendría dos minutos. Y se lo dijo mientras se encendía un puro.

Yusuf le pidió amablemente que apagara el cigarro, pero Churchill se negó. La tensión fue en aumento y los ciento veinte segundos de gracia se agotaban. El fotógrafo se acercó a Churchill, ajustó un par de luces y, con un rápido movimiento, le quitó el cigarro de la boca con un dulce «Lo siento, señor primer ministro». A continuación, se dio media vuelta, salió de foco y accionó un disparador remoto. Así pues, la ira de Churchill no fue más que la de un niño a quien le acaban de quitar un dulce de la boca.

En un gesto muy típico de nuestro personaje, Churchill pasó de la ira a la benevolencia, sonrió, le permitió al fotógrafo que le tomara otra instantánea, y se despidió de él alabando su osadía con un «Usted sería capaz de detener a un león rugiente para tomar una fotografía».

Así era Churchill, un pendenciero irredento, que en su tercer mandato como primer ministro en la década de los 50 volvió a liarla parda en Irán, Kenia y Malasia para luchar por la supervivencia del ya decadente Imperio británico y contra el comunismo que empezaba a expandirse por África y el sudeste asiático.

También es verdad que, gracias a su ira —o mejor, al manejo que hizo de esta—, nos libró de ser los fascistas del futuro. Tal vez.

ENSEÑANZAS

  • Que no, que no insistan, que Churchill nunca rubricó lo de los fascistas del futuro. Ni tampoco aquello de que «Los gays tienen una sensibilidad especial».
  • Perdona que te diga, María Teresa Campos, pero no sé si esos taconazos de 18 centímetros son los más adecuados para una señora de tu edad. No lo digo yo, lo dice la madre de Winston Churchill, desde el más allá.
  • Si el contratista le asegura que su búnker es a prueba de bombas, no se fíe, y espere a que empiece la tercera guerra mundial. Ya verá cómo se acaba llevando una sorpresa. De nada.

7. STONEWALL O CÓMO LAS BALDOSAS
AMARILLAS QUE LLEVABAN A OZ SE
CONVIRTIERON EN ADOQUINES
ARROJADIZOS CONTRA EL ATROPELLO
Y LA HOMOFOBIA

Cada 28 de junio, desde 1970, se celebra el Día del Orgullo Gay en el mundo occidental. Por desgracia, aún quedan muchos lugares, en África, en Rusia y en algunos países asiáticos, donde no hay mucho que celebrar. Por eso también nos manifestamos ese día; por todos aquellos que no pueden salir a la calle agarrados a una bandera del arco iris sin temer por su integridad, sin que grupos reaccionarios y homófobos se líen a palos contra ellos o la policía local la emprenda a hostias. Exactamente lo que sucedió en Nueva York, en un bar del Greenvich Village una madrugada del 28 de junio de 1969. El día que empezó todo y el día que comenzaron a terminarse muchas cosas. Afortunadamente. Les cuento.

LA MUERTE DE JUDY GARLAND, LA PRIMERA FOLCLÓRICA

Para empezar, les cuento que solo una semana antes, el 22 de junio de 1969, Judy Garland había muerto. Judy Garland, la Dorothy de El mago de Oz, la misma que recorrió el camino de baldosas amarillas rumbo a algún lugar, hacia el arco iris. Todo un icono gay de la época y uno de los escasos ejemplos de cómo el divismo gay puede ser hereditario: la hija de Judy, Liza Minelli, también se acabaría convirtiendo en diva gay al cabo de los años. Tal vez tuviera que ver el hecho de que ambas compartieran el mismo buen ojo para los matrimonios y se casaran con señores obviamente maricas: Judy con Vicente Minelli (padre de Liza) y Liza con un tipo con cara de teleñeco cuyo nombre ahora mismo no recuerdo y a cuya boda acudieron Liz Taylor como madrina y Michael Jackson como padrino (si pueden buscar la fotografía de esa boda en Internet, háganlo. Me lo van a agradecer mucho).

Judy Garland, con solo 47 años, acababa de morir el 22 de junio. Dijeron que de un paro cardiaco, dijeron que de una sobredosis de barbitúricos a los que se había vuelto adicta tras una vida de ansiedad, miedo, niñez prodigiosa y numerosos fracasos emocionales, altibajos artísticos y pavor al futuro incierto. Dijeron que fue una muerte casual, contaron que fue un suicidio. No importa. Lo significativo es que Judy murió y para su funeral neoyorquino se congregaron en las calles veinte mil personas que lloraron, aplaudieron y cantaron ante el paso del coche fúnebre de camino al cementerio. Veinte mil personas entre las cuales se contaban numerosos maricas (NOTA: uso la palabra marica y no otras —gay, homosexual— porque considero que en la comunidad GLBT —a la que pertenezco como marica— hemos logrado hacerla nuestra, arrebatársela a quienes empezaron usándola como insulto y, al fin, nos hemos adueñado de ella como una forma de reivindicación. De orgullo marica —ni maricón ni mariquita: marica—, y a mucha honra). Veinte mil personas que esperaron pacientemente el paso del coche fúnebre con el cuerpo inerte de Judy Garland por las calles de Nueva York para aplaudirla, cantar algunas de sus canciones a su paso, rendirle un último homenaje que, si lo piensan, en realidad fue el primer gran tributo a una folclórica internacional (Judy Garland es la primera gran folclórica internacional). Tras ella, Concha Piquer, Lola Flores y Rocío Jurado. La precursora fue Judy, después vinieron las demás. Primero fue Liza Minelli, después le tocó el turno a Concha Márquez Piquer, Lolita y Rocíito. Ya, ya sé que no es lo mismo, pero no me digan que no inquieta el paralelismo. Folclóricas y herederas. Repertorios de bares travestis y caspa que se transforma en lentejuelas. Ahí lo dejo. Hagan con ello lo que quieran.

UNA MALA NOCHE EN EL STONEWALL
TRAS UNA MALA RACHA PARA TODOS

Una semana después de la muerte y el funeral de Judy Garland, un sábado de finales de junio, los habituales del bar gay Stonewall bebían y, como reza el maravilloso tango de Los mareados, «y en el fragor del champán, locos reían por no llorar». Mentira. También lloraban por la muerte de uno de sus iconos, por Judy, con quien muchos de ellos se identificaban por su vida infeliz, por su constante búsqueda de la paz —que acabaría encontrando finalmente de la peor forma posible y demasiado pronto— y por ese don para poner a los malos tiempos buena cara, su mejor sonrisa y una canción. Ser marica o lesbiana entonces era algo muy parecido a eso. Bien fuera en Nueva York o en San Francisco. En Madrid o en Barcelona era aún peor. Tanto que resulta demasiado triste para un libro que, como este, pretende ser de humor.

Ser marica o lesbiana en Nueva York a finales de los años 60 suponía enfrentarse cada día a unas leyes que penaban cualquier expresión que pudiera relacionarse con los afectos hacia alguien del mismo sexo. Implicaba jugarse la libertad, la carrera profesional y la vida solo por un gesto amanerado, un chivatazo de un vecino cabrón o una redada en un bar de reputación gay.

Los 50 y los 60, esa época que Hollywood retrató tan familiar y tan technicolor, fueron un infierno para la comunidad GLBT en los Estados Unidos —y no solo, pero es el país que me ocupa en este capítulo—. Cualquiera podía perder su trabajo ante una acusación de homosexualidad, el Gobierno tenía derecho a espiar el correo para descubrir si a los buzones llegaban publicaciones «con temática homosexual». En serio. Si ahora les parece fuerte lo de Obama y sus esbirros revisando nuestros correos electrónicos o nuestros mensajes de Whatsapp, imagínense cómo era aquello. Porque aquello no solo permitía violar la sagrada confidencialidad postal, sino que servía como prueba definitoria para que a uno lo metieran en un psiquiátrico por el mero hecho de recibir en casa una revista con fotografías de señores desnudos posando junto a otros señores desnudos. Tal cual se lo estoy contando.

Ante ese panorama, no es de extrañar que los maricas se acabaran dando a la bebida un sábado por la noche en un bar. Yo lo he hecho muchas veces, y lo mío no pintaba tan mal…, así es que imagínense ellos, en aquel entonces, con aquella presión y en medio de aquella soledad hostil de un mundo que no se limitaba a despreciarlos, a considerarlos enfermos, sino que hacía todo lo que estaba en sus manos y en sus leyes para excluirlos de la vida.

Y si salías una noche a tomar algo y en busca de alguien con quien compartir ese extravío hostil de la ciudad, ese desprecio por ser quien eras, además te arriesgabas a que se produjera una redada, entrara la policía al local, sacara de allí a todo el mundo para llevarlos a comisaría y, antes de subir a la furgoneta, una panda de fotógrafos de los tabloides reaccionarios más deleznables te retratara en una instantánea que sería portada en su diario al día siguiente junto a un titular que hablara de pervertidos, enfermos o sátiros pillados in fraganti. Lo que venía siendo un fin de semana de mucho ajetreo, y no en el mejor de los sentidos. Supongo que, por aquel entonces, el gran triunfo no era ligar con alguien que mereciera la pena, sino poder volver a casa sano y salvo. ¡Menuda mierda!

Hasta ese sábado de finales de junio de 1969, cuando los parroquianos del Stonewall, tristísimos tras la muerte de Judy solo una semana antes, se vieron sorprendidos por una redada policial y decidieron que ¡YA ESTABA BIEN! ¡Que esa noche, no! Que estaban demasiado tristes, demasiado hartos, demasiado acostumbrados a tantas humillaciones y que no, que se había acabado. Y se revolvieron, y no se dejaron detener, vejar ni insultar como otras veces por los agentes del orden (impuesto por otros), sino que opusieron resistencia, les lanzaron vasos y botellas dentro del bar y piedras cuando salieron a la calle. Les lanzaron todo eso, y también monedas. Porque todos sabían que, además, esa panda de policías estaba formada por corruptos que aceptaban sobornos de los dueños de los bares a cambio de ahorrarse las redadas. Si una semana dejaban de recibir el sobre con dinero, entraban y acababan con la fiesta. Pero no en plan Paloma San Basilio cantando La fiesta terminó, sino a porrazos. Lo que demuestra, una vez más, que puede haber cosas incluso peores que Paloma San Basilio.

DE STONEWALL AL BARRIO,
DE LOS MARICAS Y DRAGS A LOS VECINOS

La pelea entre los clientes del bar y la policía duró varias horas; lo que empezó como una bronca se acabó convirtiendo en una rebelión contra los polis a la que se sumaron los parroquianos de otros bares adyacentes —que no eran bares gays— en solidaridad contra la injusticia, que asumieron, también, que las cosas no podían seguir así. Porque las cosas así eran una mierda. Porque hacía años que muchos ciudadanos norteamericanos se habían opuesto al pisoteo de los derechos sociales de los negros, de las mujeres, de los obreros blancos, de los obreros negros, de las mujeres trabajadoras, pero nadie había hecho nada por los derechos civiles de los maricas y lesbianas. Todos habían mirado hacia otro lado. Todos, excepto algunos grupos de lesbianas en San Francisco, que iniciaron la lucha unos años antes. Lesbianas militantes también en su condición de mujeres y feministas con quienes la historia no ha sido demasiado amable, una vez más. Porque una vez más, la historia —también la de los derechos civiles GLBT— la han escrito los hombres y han querido que pensemos que fueron otros hombres (maricas) quienes iniciaron la revolución gay. Y no fue así. Primero fueron ellas, en San Francisco. Y a ellas, a un grupo de lesbianas que solo pedían que les dejasen bailar juntas y en paz en un bar de la ciudad, les debemos el primer manifiesto a favor de la igualdad de maricas y lesbianas. Ellas se autodenominaban las Hijas de Bilitis y me habría sentido fatal de haberlas obviado, yo también, en esta crónica de lo que sucedió después en Stonewall y nos cambió la vida. Gracias, hermanas de Bilitis.

Vuelvo a Stonewall y a la que se lió esa noche y los días posteriores tras la revuelta. Vuelvo al barrio de Greenwich, que, en esa época, se había convertido en un oasis de libertad donde muchos poetas y artistas beat habían encontrado refugio (Ginsberg, Burroughs), y espacios para escribir y recitar sus prosas y poemas eróticos, sus cantos a la libertad sexual y a todo aquello que la moral de la época, las leyes infames y la homofobia imperante combatían.

DE STONEWALL A MECANO.
DE GINSBERG Y BURROUGHS A LOS HERMANOS CANO.
CON PERDÓN

Pero, ¡un momento!, antes de regresar al barrio que vio cómo las baldosas amarillas —que conducían al reino de Oz y a algún lugar más allá del arco iris— se convertían en adoquines arrojadizos contra la policía corrupta y represora, me gustaría enfrentarles a un hallazgo que me tiene en ascuas y que aún no sé si se trata de una simple casualidad o de un sutil homenaje que, hasta ahora, se me había pasado por alto. Un momento, porque de Ginsberg y Burroughs en los años 60 en Nueva York voy a saltar a los hermanos Cano (Nacho y José María) y a Ana Torroja. A su disco Descanso dominical, publicado en 1986 y cuyo primer single fue «No hay marcha en Nueva York» («Y los jamones son de york», ya saben...). Que me perdone Allen Ginsberg, pero tenía que hacer esto.

En Descanso dominical, además de aquel «No hay marcha en Nueva York» («Aunque lo jure Henry Ford», qué más quieren que les diga), que fue su primer single, los Mecano incluyeron otra canción de mucho éxito que se acabó convirtiendo en una especie de himno gay pelín cursi, una canción sobre el amor lésbico, «Mujer contra mujer», y que incluía una estrofa, escrita por José María Cano, que decía así: «No estoy yo por la labor / de tirarles la primera piedra / si equivoco la ocasión / y las hallo labio a labio en el salón / ni siquiera me atrevería a toser / si no gusto ya sé lo que hay que hacer / que con mis piedras hacen ellas su pared».

¡«Que con mis piedras hacen ellas su pared»! ¿Y cómo se traduce al castellano stonewall, si stone es piedra y wall pared? ¡Como «pared de piedra»! ¿Estamos, pues, ante un homenaje de José María Cano a los sucesos de Stonewall cantado por Ana Torroja? Reflexionen sobre ello, que yo me veo incapaz: lo he intentado y me han saltado las horquillas en todas las direcciones.

DESPUÉS DE STONEWALL, EL ORGULLO. GAY, CLARO

Ahora sí que vuelvo a Stonewall, y a las consecuencias que aquella rebelión ciudadana tuvo sobre la comunidad GLBT (por si alguien aún no lo sabe, esas son las iniciales de gay lésbico bisexual y transexual. Últimamente se ha añadido la «I» de intersexual, y las siglas se han ampliado a GLBTI. De nada. Para eso estoy yo aquí; para mostrarles la luz al final del túnel. Y del cuarto oscuro). Tras Stonewall, y tras la atención que dedicaron muchos diarios —no sensacionalistas, en esa ocasión— a los tumultos, a las portadas en The New York Times y al debate que se generó en muchos medios de comunicación, las cosas cambiaron. Pero las cosas no cambiaron solo porque la denuncia de la brutalidad policial y las detenciones arbitrarias llegaran a sensibilizar a la población lectora y consumidora de información, sino porque las cosas no podían seguir así. Porque se trataba de derechos civiles de un colectivo maltratado y humillado que había aguantado la exclusión y el dolor durante demasiado tiempo. Y porque, al fin, los medios de comunicación les habían dado voz para expresar su rabia, su pena y su ira. Y aquello no tenía marcha atrás. Y porque sucedió lo que sucede muchas veces ante las injusticias: que quienes las soportan callados se cansan de hacerlo, y quienes se limitan a ejercer como cómplices silenciosos toman la palabra para dejar de ser eso, cómplices, y oponerse a la injusticia, para alinearse con la comunidad GLBT, más como vecinos que como militantes. Más como ciudadanos en defensa de los derechos de sus iguales que como teóricos de la igualdad. No importa. Desde entonces, todo fue a mejor. Empezó a cambiar durante los días siguientes, cuando las manifestaciones se sucedieron frente al Stonewall, cuando parejas de chicas se cogieron de la mano ante la policía y otros ciudadanos impidieron que las detuvieran. Cuando parejas de chicos empezaron a hacer lo mismo y consiguieron pasear por el barrio agarrados.

Por supuesto que no fue el final de la discriminación, ni el de las redadas en los bares gays, pero sí el inicio de una nueva visibilidad social y unas reivindicaciones que persisten hasta hoy.

El 28 de junio de 1970 salió desde el Stonewall —que ya había cambiado de dueños para ese momento— la primera manifestación del Orgullo Gay que recorrió las calles de Nueva York. Un año después, el enfado y la tristeza se habían transformado en orgullo. En orgullo de ser quienes somos y de querer luchar por los mismos derechos que el resto de ciudadanos, sin importar a quién amemos o deseemos hasta el delirio (o no, que también hay muchas modalidades de deseo).

Más de cuarenta años después de aquello, todavía hay quienes no entienden que, una vez al año, nos lancemos a la calle a celebrar que seguimos en la lucha; que hemos conseguido muchas cosas, pero todavía nos quedan algunas para lograr la igualdad plena de derechos, el respeto y, por supuesto, salimos para manifestarnos en nombre de todos aquellos que aún no pueden hacerlo por miedo a su propia vida: Rusia, numerosos países africanos, sociedades integristas islámicas, estados norteamericanos ultraconservadores...

Stonewall fue una lección para muchos y fue, sobre todo, una demostración de hasta dónde puede llegar la tristeza cuando se mezcla con el hartazgo y el enfado ante la injusticia.

ENSEÑANZAS

  • Nunca infravaloren el poder social de una diva gay. Si alguna reina se hubiera trabajado más su papel de diva gay cardada, más de una monarquía gozaría hoy de mucha mejor salud.
  • Tú sácame de un bar a rastras y verás la que te monto.
  • El Orgullo Gay es mucho más que orgullo; es dignidad. Y hay que celebrarlo. Siempre.