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ADOLF HITLER, EL ANTICRISTO DEL SIGLO XX

De las cenizas de la Gran Guerra se alzó un personaje que hasta entonces había sido insignificante. Apenas un desconocido a principio de los años veinte, una década después se había convertido por caprichos incomprensibles del destino, en el hombre más poderoso de Alemania, y puso en jaque a las democracias de toda Europa. Su solo nombre inspira terror: Adolf Hitler. A punto de conquistar el mundo, sus delirios megalómanos fueron frenados por las potencias aliadas en una guerra total, pero su rastro de sangre y destrucción sigue siendo visible aún hoy.

Un sendero de locura y muerte que, para muchos, ya había sido vaticinado siglos antes del ascenso del Führer al poder. Pero antes hagamos un pequeño esbozo de la existencia de un auténtico desconocido, que, en su juventud, se vio obligado a vivir algún tiempo de la beneficencia, pero que acabó convirtiéndose en el dueño de medio mundo en tan sólo doce años y unos meses. Unos años que fueron, no obstante, los más devastadores de la historia humana, y que él, con sus delirios místicos y su concepción dualista de la historia, pensaba que se prolongarían un milenio en un Reich de hombres arios y puros. Una utopía sanguinaria que causó millones de muertos bajo los brazos quebrados de la cruz gamada.

Un nacimiento que cambiaría el mundo

Adolf Hitler vino al mundo el 20 de abril de 1889 en la localidad austríaca de Braunau am Inn, en una zona fronteriza cerca de Linz. Con los años, el dictador vería el hecho de haber nacido en un lugar muy cercano a Alemania como algo providencial, conforme a su ideario mesiánico. En aquel entonces, Braunau era célebre por ser el lugar de nacimiento de un número importante de médiums; es más, se dice que Hitler tuvo la misma nodriza que dos famosos «canalizadores» de esos días: Rudi y Willi Schneider.*

El pequeño Adolf pertenecía a una familia de clase media baja. Su padre, que marcó fuerte y negativamente su personalidad, era un funcionario de aduanas llamado Alois Hitler, y su madre, Klara Pölzl, por la que siempre sintió una devoción especial, era, al parecer, prima segunda de éste, lo que les obligó a pedir una dispensa papal para contraer matrimonio.

La vida de Alois estuvo marcada por los desencuentros familiares y amorosos. Su apellido original era Schicklgruber, el de soltera de su madre, Maria Anna, pero en 1876, siendo ya suboficial de aduanas, quiso adoptar el de su padrastro, Johann Georg Hiedler. Así, se presentó ante un sacerdote en Döllersheim para solicitar el cambio, y las autoridades civiles admitieron la modificación de los registros. El cambio oficial, registrado en la oficina gubernamental de Mistelbach en 1877, lo convirtió en Alois Hiedler, apellido que no tardó en germanizar como Hitler. Como tantas otras veces en la historia, esa variación nominal se convirtió en una auténtica transformación que influyó en el futuro no sólo de su familia sino en el del mundo entero.

No obstante, existe bastante consenso en considerar que Johann Georg Hiedler no fue el padrastro de Alois sino su verdadero padre biológico, pero esas confusiones sobre sus orígenes y la transformación del apellido dieron pie a afirmar que los ancestros de Adolf, además de inciertos, tenían un origen judío. El mayor antisemita de la historia habría perseguido, por tanto, a su propio pueblo. No parece demasiado probable que eso sea cierto, aunque a día de hoy la pregunta sigue en el aire.

Cuando Hitler ya se había convertido en una amenaza para las potencias democráticas, los servicios de Inteligencia de países como Francia o Inglaterra comenzaron a indagar los ascendientes familiares del líder germano en busca de un pasado hebreo, con la intención de desprestigiarle ante un pueblo al que vendía una Alemania sin judíos. La contrapropaganda, la desinformación y la propaganda negra fueron algunas de las armas más eficaces que se emplearon en la guerra, y contribuyeron a generar una gran confusión que, a día de hoy, complica mucho el trabajo a los investigadores.

El apellido original de su padre, Schicklgruber, fue la fuente de numerosos rumores cuando Hitler llegó al poder en 1933, una propaganda que partía de sus enemigos políticos; éstos afirmaban que la madre de Alois, la abuela paterna de Adolf, Maria Schicklgruber, había concebido a aquél tras mantener relaciones con un judío en cuyo domicilio había trabajado como sirvienta (al parecer, un muchacho de tan sólo diecinueve años apellidado Frankenberger).

Es una tesis tentadora que suele cobrar fuerza cada cierto tiempo, aunque no está definitivamente probada. En 2010, los medios de comunicación se hicieron eco de un estudio que arrojaba datos interesantes, aunque no concluyentes, sobre la ascendencia de Hitler. Según recogía el diario The Daily Telegraph, tras una ardua búsqueda, el periodista belga Jean-Paul Murders y el historiador Marc Vermeeren habían encontrado a treinta y nueve familiares del líder nazi, incluyendo a uno de sus primos, un campesino austríaco, y les habían tomado muestras de saliva, a las que se les hizo un análisis de ADN. Los datos que arrojaron estos análisis fueron muy interesantes, ya que las muestras contenían un cromosoma muy poco frecuente en Europa Occidental, pero sí común entre los habitantes originarios de Marruecos, Argelia y Túnez, así como entre la comunidad judía.

Aunque esto no implica que Hitler tuviese sangre hebrea o que compartiera la ascendencia de aquellos a los que consideraba miembros de «razas inferiores», lo cierto es que la noticia causó revuelo en los medios, que publicaron titulares como: «Hitler tenía raíces judías y africanas». Jean-Paul Mulders, en la revista belga Knack, que publicó los resultados de la investigación, escribió que: «A partir de ese supuesto, se puede concluir que Hitler estaba relacionado con personas a la que despreciaba». Por su parte, Ronny Decorte, un especialista en genética de la Universidad de Lovaina, apuntó que «se trata de un resultado sorprendente» y añadió que: «La preocupación de Hitler por sus orígenes estaba justificada. Los análisis demuestran que él tampoco era un ario puro».

La mayoría de los investigadores continúa sosteniendo, no obstante, que Hitler parece descender de una estirpe claramente germánica, a pesar de tener un aspecto diametralmente opuesto al ideal «ario», rubio, alto y de ojos azules, que postularía más tarde la propaganda nazi. Sin embargo, esto no era tan extraño, a diferencia de en otros lugares, en el Imperio austrohúngaro, donde abundaban las diferentes nacionalidades y se hacía una clara distinción entre ellas.

La moral de entonces rara vez permitía la mezcla racial. No olvidemos que, aunque más tarde fuera azote de la Iglesia, Hitler fue educado en la fe católica, y su madre, a la que veneraba, era una devota practicante. Existen, además, pruebas del temprano antisemitismo de Hitler, probablemente heredado de su padre, un oficial prusiano de marcado nacionalismo. El odio hacia los diferentes y los judíos era, por tanto, casi una herencia familiar.

Aunque por su autobiografía parece deducirse que era hijo único (tras la muerte de sus progenitores, la relación con el resto de su familia fue prácticamente nula), lo cierto es que en los años inmediatamente anteriores a que él viniera al mundo nacieron Gustav, Ida y Otto, aunque todos ellos murieron durante la infancia. Más tarde nacieron Edmund y Paula. Además, Adolf tenía dos hermanos de un matrimonio anterior de su padre, Alois y Angela. Sin embargo, parece indudable que su madre, Klara, lo consideró su hijo predilecto y le consintió todos los caprichos.

A pesar de no padecer dificultades económicas gracias al trabajo de su padre como funcionario de aduanas, la infancia de Adolf transcurrió en un ambiente inestable, con continuos cambios de domicilio y frecuentes palizas, que su padre alcohólico propinaba a su madre y al pequeño. Hechos traumáticos que algunos investigadores han esgrimido como causa de su ira, pero que no son suficientes para justificar en qué acabaría convirtiéndose aquel joven de mirada desconfiada.

En 1897, con ocho años, Adolf asistió a la escuela de Lambach, donde obtuvo, gracias a su voz «clara y bella», que más tarde se convertiría en combativa y estridente, un puesto en el coro infantil del Convento de los Benedictinos de este edificio sacro. Fue en aquel monasterio, alejado del mundanal ruido que más adelante le atronaría los oídos en Viena y después en Berlín, donde el joven austríaco se encontró por vez primera con el que acabaría por ser el símbolo mágico de su ideario: la esvástica. Se hallaba en el blasón de la Fundación, tallada en las paredes de la sacristía sobre un fondo claro, y al verla, Adolf se quedó «hipnotizado» por su magnetismo.

Alois, tras el infierno que había hecho pasar a su familia, murió, posiblemente de un derrame pleural, la mañana del 3 de enero de 1903, a los sesenta y cinco años, mientras se encontraba, como solía, en la cafetería Gasthaus Wiesinger, que aún conserva el sillón sobre el que colocaron su cuerpo mientras esperaban a los sanitarios. Aquel hombre de bigotes al estilo «imperial», duras facciones y mirada que parecía odiar todo lo que le rodeaba, según se desprende de las pocas instantáneas que de él se conservan, habría pasado sin pena ni gloria al desván de la historia de no haber engendrado a uno de los personajes más temibles de la humanidad. Que no es poco.

Contrariamente a lo que se encargaría de divulgar la propaganda nazi, a la muerte de Alois, el resto de la familia no vivió en la miseria, y Hitler recibió especial atención y cariño de su progenitora. Según uno de los mejores biógrafos del Führer, Ian Kershaw, que, como la mayoría de los historiadores ortodoxos, ha pasado de puntillas por los muchos aspectos esotéricos del Tercer Reich, Klara adquirió por aquel entonces un confortable piso en la Humboldstrasse de Linz, adonde se mudó, con Adolf y Paula, junto a su hermana Johanna. Edmund había fallecido en 1900, antes de cumplir los seis años de edad, a causa del sarampión.

Hitler contaba trece años cuando cayó enfermo de neumonía, lo que le obligó a abandonar los estudios durante un año. Después decidió no volver a estudiar, y deambuló por Linz, la ciudad a orillas del Danubio, en compañía de su amigo August Kubizek, quien, en 1951 y tras rechazar varias ofertas anteriores, escribió unas reveladoras memorias sobre esos desconocidos años de Hitler, para la editorial austríaca Leopold Stocker Verlag. En ellas explicó que acudían juntos al teatro de la ópera, en Viena, donde, de pie, ya que no podían costearse un asiento, caían rendidos ante las epopeyas heroicas de Richard Wagner. Sigfrido, Tristán e Isolda, Parsifal o la tetralogía El anillo del nibelungo marcaron profundamente el carácter del joven Hitler, pero fue tras ver Rienzi, también de Wagner (una de las óperas más largas del compositor y más tarde denostada por éste), cuando sufrió una especie de transformación mística; desde aquel día no volvería a ser el mismo.

La obra, tercera de la creación operística del autor, es una adaptación de la novela homónima y narra la historia de Cola di Rienzi, un líder popular (cuyo verdadero nombre era Niccolo Gabrini, a menudo llamado «el último de los romanos») que vivió en la Italia del medievo y que se enfrentó abiertamente y con gran valentía a la tiranía de los mandatarios de Roma para entregar el poder al pueblo. Así, Hitler comenzó ya desde temprana edad a creer que también él podía erigirse en un héroe que llevase al pueblo oprimido hacia la salvación, como le espetaría a un asombrado Kubizek. Éste recuerda en sus Memorias las extrañas poses y la absorta mirada de Hitler; los ensayos de discursos, que continuaría realizando toda su vida, y sus palabras siniestramente proféticas. Precisamente, años más tarde, el propio Adolf confesó a sus allegados, hablando de aquella ópera, que «allí empezó todo».

Paradójicamente, parece que el «visionario» Rienzi y el «visionario» Hitler compartieron un destino común: primero un héroe para el pueblo, Cola di Rienzi acabó abrazando la tiranía que tanto denostaba, y su final, sepultado entre los cimientos de un Capitolio reducido a cenizas por el pueblo, recuerda no poco al del propio Hitler en las postrimerías del régimen nazi, en su búnker berlinés. Curiosamente, la nuera de Wagner, Winifred Wagner, ferviente nazi, le regaló a Hitler el manuscrito original de Rienzi, que acabó quemándose también en el Führerbunker. Hasta sus últimos momentos, el dictador alemán mostró una devoción rayana en la locura hacia el responsable de hacer cabalgar a las valquirias a un ritmo triunfalista.

Otra anécdota relacionada con el entorno «ocultista» de Hitler es que el libreto de Rienzi estaba basado en una novela histórica sobre la Roma medieval escrita por el célebre ocultista y autor inglés lord Edward Bulwer-Lytton, conocido principalmente por la obra Los últimos días de Pompeya, y autor de populares novelas de tintes ocultistas, como Zanoni y Vril: la raza venidera, esta última inspiradora de una sociedad secreta del mismo nombre, a medio camino entre la realidad y la leyenda, que volverá a aparecer más adelante.

Pero volviendo a Linz, en aquellos tiempos, según el mismo Hitler recordaría, además de impregnarse de las óperas barrocas, devoró textos sobre historia y mitología germánicas, que le convirtieron, ya en la adolescencia, en un ardiente nacionalista, junto con textos antisemitas y numerosas obras sobre religión y ocultismo.

Sería poco acertado, casi una ofensa para el lector, narrar con detalle la historia de un personaje del que existen minuciosas y documentadas biografías, traducidas prácticamente a todos los idiomas, y en cuya composición los más reputados investigadores, tanto del campo de la historia como de la sociología o la psiquiatría, muchos de ellos citados en este trabajo, han invertido casi toda su trayectoria profesional, pasando incontables horas entre montañas de documentos. Sólo me centraré, por tanto, en aquellos episodios que tienen especial relevancia en la forja de la mentalidad de Hitler y en aquellos claramente relacionados con lo oculto o lo místico, que no son pocos, decisivos para la historia que sólo estamos comenzando a narrar.

Volvamos, pues, a los episodios fundamentales de su devenir vital. En septiembre de 1907 viajó a Viena, empeñado en labrarse una carrera artística en pintura o arquitectura, tarea en la que, como es harto conocido, fracasó. De este fracaso culpó a una supuesta conspiración judía, con la que se había familiarizado a través de la lectura de opúsculos antisemitas y ocultistas.

Por aquel entonces, Hitler se enteró de que su madre se hallaba gravemente enferma de cáncer y regresó a Linz para estar a su lado. A Klara la estaba tratando el médico judío de la familia, el doctor Eduard Bloch, quien les comunicó que ésta tenía escasas posibilidades de sobrevivir. Adolf quedó muy afectado, y hay quien ha querido ver en este episodio el origen de su antisemitismo, ya que culpó al facultativo de no haber hecho todo lo posible por salvar a su madre. No parece probable que ése fuera el origen de su postura, aunque quizá contribuyera a radicalizarla aún más. Por ejemplo, el historiador Rudolph Binion sostenía que el origen del antisemitismo de Hitler se hallaba en el descubrimiento de las notas en código del propio Bloch, una hipótesis que no ha tenido demasiado apoyo y que, aunque nadie ponga en tela de juicio la profesionalidad de Binion, roza lo esperpéntico.

Así, inevitablemente, el 21 de diciembre de 1908 fallecía Klara Pölzl. Aquél fue un duro golpe para Hitler. Repuesto de la pérdida, viajó de nuevo a la capital imperial, y allí comenzó a leer con avidez publicaciones antisemitas, muchas de ellas elaboradas por los círculos pseudoesotéricos que vivieron un gran auge en la época de entreguerras y marcaron la mentalidad de algunos de los futuros nazis. Estos círculos distribuían panfletos y publicaciones que combinaban un pasado mítico con el ocultismo y un fuerte antisemitismo, conceptos que se mezclaron en la mente de Hitler para desembocar en una peligrosa ideología.

A mediados de 1909, la escasez de dinero le obligó prácticamente a mendigar y tuvo que recurrir al asilo nocturno de Meidling y a los comedores sociales. A diferencia de aquellos que frecuentaban los mismos lugares marginales y asilos nocturnos que él, Hitler no bebía, no jugaba, ya no fumaba y parece que evitaba el contacto con mujeres. Prefería pasar la noche devorando libros, como en los tiempos de Linz.

Levenda señala que fue en la capital imperial, en una fecha imprecisa de 1909, cuando Hitler se entrevistó con Lanz von Liebenfels, líder de la Orden de los Nuevos Templarios, místico, ocultista y antisemita, en la oficina del fundador de la feroz publicación racista y nacionalista Ostara. El líder de la ONT recordaría más tarde que el joven Hitler parecía tan perturbado y pobre que el neotemplario le regaló unos números atrasados de su publicación (de la que, al parecer, Hitler era lector asiduo) y algo de dinero en metálico para que cogiera el autobús de regreso. Este episodio, al margen del testimonio en primera persona del propio escritor völkisch, no se ha podido corroborar por ninguna otra fuente y nunca fue mencionado, al menos públicamente, por el propio líder nazi.

Si vamos unos años atrás, una historia, que bien podría ser apócrifa, narra que durante la estancia de un Hitler aún niño en Lambach, visitó la importante biblioteca de ese convento nada menos que Liebenfels, y se produjo el primer encuentro entre ambos personajes. Es poco probable que el místico realizase aquella «excursión», y menos precisamente cuando Adolf se hallaba allí. Sería demasiada coincidencia. Y es aún menos probable que un niño de sólo ocho años mantuviese algún tipo de conversación de corte místico con un iluminado en cuyo castillo austríaco, Burg Werfenstein, ondeó, eso si, a partir de 1907, una bandera que lucía una esvástica solar, emblema de la ONT y otros grupos nacionalistas.

Con los años, fue precisamente Liebenfels quien alabó la ascensión al poder de Hitler en Alemania, calificándola como una señal del gran poder oculto «que se extendía por el mundo bajo el signo de la esvástica»; elogios que duraron hasta que Liebenfels, como les sucedió a otros entusiastas de los primeros tiempos del régimen nacionalsocialista, fue silenciado por los propios nazis en 1938, tras la anexión de Austria.

El 1 de enero de 1910, a punto de cumplir los veintiún años, Adolf debía presentarse en un centro de reclutamiento para realizar el servicio militar obligatorio. No lo hizo, según él mismo explicaría más tarde, «por su negativa a servir con las armas al Estado de los Habsburgo», a quienes consideraba, como a los judíos o al Vaticano, enemigos de Alemania.

En los años anteriores a la primera guerra mundial y tras la muerte de su madre, Hitler vivió en la pobreza en Viena y fue dando evasivas al mando austríaco, que le conminaba a cumplir con el obligado servicio militar. El mismo hombre que pondría en jaque a media Europa con su «guerra relámpago», pretendía eludir su responsabilidad patriótica. A la larga, tendría su propio espacio en un albergue para hombres, donde, después de ser despiojado, se le dio un cuarto pequeño y limpio para él solo. Luego se las arregló, según Peter Levenda, para comprar algunas pinturas de agua, y haciendo gala de su «creatividad», pintó escenas de iglesias y paisajes locales, creaciones que un amigo le vendía por las calles, paradójicamente, en su mayor parte a clientes judíos.

Alrededor de 1911, Hitler conoció a un residente del albergue masculino llamado Josef Greiner, un farolero desempleado, con quien el austríaco pasaría horas discutiendo conocimientos arcanos de temas como la astrología, la religión o las ciencias ocultas, según recoge el historiador John Toland. Greiner, en sus memorias, publicadas en Zúrich en 1947, muy poco después del final de la guerra, bajo el título de Das Ende der Hitler-Mythos («El fin del mito de Hitler», no traducidas al español), apunta que: «Hitler estaba fascinado con las historias de yoga y los resultados mágicos de los faquires hindúes. Leyó con entusiasmo los libros de viajes del explorador sueco Sven Hedin,* quien abrió rutas a través del Himalaya en busca de los Shangri-La tibetanos».

Hay pruebas de que Hitler también mostró un cierto interés por teorías heterodoxas como la del hielo cósmico, de Hans Hörbiger, que intentarían demostrar algunos guardias negros de las SS en un misterioso viaje al Tíbet en 1939, o la teoría de la tierra hueca, hipótesis que hoy están consideradas como meras extravagancias pseudocientíficas.

Pero, al margen del ocultismo, volvamos al ambiente político y social que se respiraba por aquel entonces en Centroeuropa y que sería también decisivo en la forja de la mentalidad de Hitler. En aquellos tiempos, el comunismo y los movimientos sindicales iban ganando poder, y Hitler llegó a afirmar que tenía miedo del futuro y que veía enemigos por todas partes.

La capital imperial era un núcleo heterogéneo de razas y nacionalidades en el que abundaban los judíos y en el que la opulencia de las clases altas contrastaba marcadamente con la pobreza de una gran parte de la población. En tal ambiente no fue extraño que el antisemitismo que llevaba siglos latente en Europa, y principalmente en Austria y Alemania, resurgiera hasta tal punto que muchos sectores de la población comenzaron a ver en el pueblo hebreo una amenaza en forma de asesinatos y violaciones, lo que recuerda a los sinsentidos del medievo, cuando se les culpó de propagar la peste negra al envenenar los pozos de la cristiandad. Tales mentiras quizá se pudieran justificar por la mentalidad arcaica de los siglos oscuros, pero parecía imposible que se dieran en pleno siglo XX.

Esos miedos raciales que convertían a los judíos en el objetivo de todas las iras, acabaron convirtiéndose en una peligrosa ideología, plasmada en escritos, panfletos políticos y esotéricos que dejarían una impronta terrible en el carácter de muchos fanáticos, entre ellos nuestro protagonista.

La forja de un carácter inestable y vengativo

El 5 de enero de 1914, Hitler fue declarado «inútil para el servicio militar», poco antes de que el Viejo Continente se sumiera en la primera gran sangría del siglo XX. El 28 de junio de ese año fue asesinado, en Sarajevo, el heredero al trono del imperio austrohúngaro, Francisco Fernando de Austria, a manos, al parecer, de un miembro de una sociedad secreta conocida como La Mano Negra. Ése fue el detonante de la primera guerra mundial, que pronto se conocería como la Gran Guerra, pues nadie pensaba que un conflicto de aún mayores proporciones pudiera volver a desencadenarse.

Una fotografía para la historia muestra a un jovencísimo Adolf Hitler, que ya lucía su característico bigote, en medio de una gran multitud, entusiasmado en la Plaza de la Ópera de Múnich tras la declaración de guerra. Todos entonaban La guardia del Rin, sin sospechar que lo que le esperaba al otrora grandioso imperio era la derrota.

Esa guerra sirvió a Adolf Hitler para realizar el primer acto relevante de su vida: cuando formaba parte del decimosexto Regimiento de Reserva o List, obtuvo la cruz de hierro de primera y segunda clase por su actuación en combate (aunque esto quizá fuera fruto, décadas después, de la eficiente maquinaria propagandística nazi, que posiblemente manipulara su expediente militar). Entre sus compañeros se mostró como un joven reservado, de hábitos casi monacales, pero, como recordarían algunos de ellos más tarde, ya estaba convencido de que el destino le tenía reservada una importante misión que cumplir.

En esa conflagración, Hitler, que en Mein Kampf vería la paz como algo nocivo para la humanidad y glorificaría la guerra, encontró la oportunidad anhelada de convertirse en un hombre y salir del estado de abandono en el que se hallaba. Tenía veinticinco años, y el 3 de agosto envió una súplica al rey de Baviera para enrolarse como voluntario, ya que aún no poseía la nacionalidad alemana.

Según John Toland, Hitler, obsesionado por algunas de sus ideas ocultistas, escribió un poema en el otoño de 1915, mientras se hallaba en las trincheras, aterido de frío y atenazado por el hambre, como el resto de sus compañeros de batallón. En esos versos cantaba alabanzas a Wotan, el dios padre de la mitología teutona, y a las letras rúnicas, con sus conjuros y fórmulas mágicas.

No obstante, con los años, Adi (como le conocían en el ejército) mostró una mayor devoción por las culturas mediterráneas de la Antigüedad clásica, griega y romana, y la fascinación por las runas, la «escritura mágica» del Tercer Reich, quedaría como campo prácticamente exclusivo de las SS de Himmler y de los místicos cercanos al Movimiento.

El 5 de octubre de 1916, durante la larga y sangrienta batalla del Somme, Hitler fue herido en un muslo e internado en el hospital de Beelitz, cerca de Potsdam. El 2 de diciembre fue dado de alta, ascendido a de cabo y destinado a un batallón de reserva. De nuevo en el frente, tomó parte en las terribles batallas del Chemin-des-Dames y Soissons. En mayo de 1918 recibió el diploma al «valor excepcional», y el 4 de agosto de ese año le condecoraron con la Gran Cruz de Hierro de primera clase, al parecer por utilizar su propio cuerpo como escudo para proteger la vida de su coronel. No obstante, nunca ascendió más en la filas del ejército, porque sus superiores le consideraban «incapaz de hacerse respetar».

Tres semanas antes del fin de la guerra, el 16 de octubre de 1918, la artillería inglesa bombardeó las líneas alemanas con proyectiles de gas venenoso, y Adolf Hitler fue herido en los ojos e ingresado en el hospital de Pasewalk, en Pomerania, con ceguera transitoria. El 10 de noviembre llegó al hospital la noticia de que, tras la huida del káiser a Holanda, se había proclamado en Berlín la república de Weimar y, un día después, sus dirigentes habían firmado el armisticio que reconocía la derrota de Alemania en la guerra.

Cuando Hitler, que ya había mejorado de sus heridas, lo supo, quedó ciego de nuevo por el shock, y durante el tiempo de convalecencia experimentó una visión «profética» que cambiaría su vida y la de millones de personas tiempo después; él mismo diría que, al quitarse la venda que le cubría los ojos, se dio cuenta de que debía dedicarse por completo a la política para frenar a los «enemigos de Alemania». Un episodio sobre el que volveremos más adelante por su importancia capital en lo que sucedió después.

Las exigentes reparaciones de guerra a las que los aliados sometieron a Alemania por el Tratado de Versalles, convirtieron el país en un polvorín de fuerzas ideológicas enfrentadas. Grupos de radicales, tanto de izquierdas como de derechas, aprovechaban el descontento y la miseria para ganar seguidores y crear doctrina, haciendo de Centroeuropa un campo de batalla.

Los cimientos del Partido Nazi

Múnich. 5 de enero de 1919. Dos meses después de la capitulación alemana.

Aquel día, el periodista deportivo Karl Harrer y el cerrajero ferroviario Anton Drexler fundaban en Múnich un pequeño partido político bajo el nombre de Deutsche Arbeiterpartei o Partido Obrero Alemán (DAP), germen del futuro Partido Nazi. El DAP contaba con una treintena de miembros de la extrema derecha, entre ellos el capitán del ejército Ernst Röhm, jefe de los Freikorps, y el futuro editor del Völkischer Beobachter, Hermann Esser. Este grupo se reunía una vez por semana en los salones de la cervecería bávara Sternecker.

Hoy sabemos que el DAP surgió de una escisión de la sociedad secreta Germanenorden, la Sociedad Thule, el más célebre grupo ocultista relacionado con el nazismo, comandada por el barón Rudolf von Sebottendorf. Está demostrado que Karl Harrer y más tarde Rudolf Hess formaron parte de ese grupo ocultista völkisch, racista y de extrema derecha,* que organizaba reuniones en el selecto hotel Vier Jahreszeiten, con la intención de derrocar el recién estrenado régimen comunista de Baviera.

Es evidente que la camarilla de los primeros nazis no era un grupo de nigromantes que se reunían en torno a un grimorio para trazar un siniestro plan de conquista del mundo (una imagen similar, por cierto, a la de los judíos en los inefables Protocolos de los sabios de Sión, texto de cabecera del nacionalsocialismo), pero el peso que en su ideario tuvieron diversos grupos semisecretos de los que pululaban entonces por el descompuesto Imperio austrohúngaro ya está también más que demostrado, por mucho que les pese a los investigadores más ortodoxos.

A su regreso en Múnich, Hitler entró a formar parte del servicio del comando de Inteligencia del Ejército alemán, en calidad de espía (V-Mann), con la misión de infiltrarse en algunos de los numerosos grupos políticos radicales de izquierdas que estaban surgiendo con fuerza debido a las durísimas condiciones de vida. Al excabo le tocó investigar, precisamente, el DAP, que, contrariamente a lo que creía el Ejército, era un grupo de exaltados nacionalistas y antisemitas de derechas que, no obstante, tenían una fuerte base social, lo que años más tarde provocaría escisiones en el seno del Partido.

Adolf fue enviado a uno de los mítines de la organización por el capitán Mayr, miembro del departamento político de asuntos de prensa del Ejército en un distrito muniqués, quien se hallaba bajo las órdenes de una camarilla de industriales acaudalados y oficiales, preocupados por el avance de las ideas de izquierda. Hitler no tardó en caer cautivado por la ideología del DAP, surgido del Círculo Político de los Trabajadores, organizado por Sebottendorf.

El 16 de octubre de 1919, el cabo licenciado ofreció su primer discurso durante un acto público del Partido, celebrado en la cervecería Hofbräukeller. Su oratoria era visceral, implacable, retórica y cautivadora para un público entregado y fanatizado por las circunstancias. Con los años, el austríaco se convirtió en un maestro del arte de la oratoria, capaz de realizar discursos de horas de duración, que previamente había ensayado frente al espejo con una enorme paciencia; soflamas que todavía hoy ponen los pelos de punta.

Sus objetivos no cambiaron mucho con el paso de los años, y en sus actos clamaba contra las medidas abusivas del tratado de Versalles, contra los Habsburgo, contra la burguesía (que finalmente acabaría siendo una de las grandes financiadoras de su régimen) y contra los judíos, siguiendo la falsa teoría de la «puñalada por la espalda» (Dolchstosslegende), según la cual éstos, los socialistas y los demócratas de Weimar habían sido los responsables de una derrota que no se había decidido en el frente de batalla sino en los despachos de los burócratas.

Cada vez eran más los que acudían a inscribirse en el Partido, un pequeño grupo de exaltados, incómodos con la democracia, que comenzaban a degustar las mieles de un pequeño poder que más tarde se transformaría en absoluto. Una vez en las filas del DAP, donde ingresó con el número 555 (a la primera tarjeta, para dar una impresión de militancia nutrida, se le asignó el número 501), Hitler tuvo como compañeros de ideología al orondo as de la aviación Hermann Göring; a los hermanos farmacéuticos de Landshut, Otto y Gregor Strasser; al arquitecto balticoalemán Alfred Rosenberg, uno de los ideólogos del Movimiento; al violento paramilitar Ernst Röhm, y poco después, al fiel y hermético Rudolf Hess, uno de los personajes clave de esta historia fatídica.

Se había abierto la caja de Pandora, y ya nadie fue capaz de cerrarla hasta que apareció en el horizonte la figura impertérrita de Winston S. Churchill, quien ya en aquellos tiempos era un hombre muy conocido en Reino Unido.

Pronto, el antiguo residente del pensionado para hombres, que había rozado la miseria en Viena, inició una nueva vida y empezó a relacionarse con un círculo de pintorescos personajes, cuyo denominador común era el amor hacia todo lo alemán y el temor al marxismo. Según John Toland, entre ellos se hallaba un médico de Múnich que se hacía llamar Maestro del Péndulo Sideral, un iluminado que afirmaba que dicho artilugio, utilizado por muchos paragnostas, le confería «el poder de detectar la presencia de un judío en cualquier grupo de personas».

Cuando, en diciembre, el DAP alcanzó los treinta mil afiliados, Hitler le cambió el nombre por el de Partido Nacional-Socialista Obrero Alemán (Nationalsozialistische Deutsche Arbeiterpartei), NSDAP, en sus siglas en alemán, ya con la esvástica como emblema.

El 7 de diciembre de 1921, el Partido compró una publicación bisemanal antisemita, el Völkischer Beobachter («El observador popular»), gracias a la ayuda proporcionada por los representantes de las clases dirigentes conservadoras, temerosas del avance del movimiento obrero. Después vendría la creación de las «tropas de asalto», las SA (Sturmabteilung), comandadas por Röhm; los mítines continuos; la extorsión… El Partido Nazi había comenzado su discreta andadura en la historia… para acabar convirtiéndose en una fuerza implacable en pocos años.

Un dulce encierro

Uno de los episodios fundamentales que dio forma al nazismo, y que es necesario recordar aunque sea tangencialmente, fue el llamado Putsch (golpe de estado) de la Cervecería, ocurrido en Múnich entre el 8 y el 9 de noviembre de 1923. Un grupo de exaltados liderado por Hitler (quien pretendía emular la marcha de Mussolini sobre Roma de tan sólo un año antes) intentó tomar el poder bávaro por la fuerza. Durante este episodio, harto conocido y que fracasó, Hitler y Göring fueron heridos y murieron dieciséis miembros del Partido Nazi, que más tarde serían convertidos en los Mártires del Movimiento, dentro del marcado carácter religioso del Reich.

Tras el fracaso de la intentona golpista, Hitler logró huir y refugiarse en la casa que su amigo Ernst Hanfstaengl y su esposa tenían en Uffing. Allí, desesperado, el excabo valoraría la posibilidad del suicidio como única vía de escape, por el temor no sólo a la reacción de las autoridades, sino a la de los familiares de los dieciséis nazis caídos en la Feldherrnhalle bajo los disparos de la policía, que también perdió a varios agentes en el fuego cruzado. Parece ser que fue Helene Hanfstaengl quien entonces convenció a Hitler, que la adoraba, de que siguiera adelante. Dos días después, fue detenido, tras confiar la dirección del Partido Nazi, que enseguida sería prohibido, al místico y racista Alfred Rosenberg, un obseso de la arqueología mítica, que años después sería el líder de la RuSHA, la temible Oficina de Raza y Reasentamiento.

El proceso contra Hitler se desarrolló en el tribunal popular de un cuartel de infantería bávaro, en medio de una gran expectación pública y entre grandes medidas de seguridad (alambradas y tropas armadas que custodiaban a los reos), el 26 de febrero de 1924. Aunque se le acusó de alta traición, cuya pena, según el código penal alemán, era la reclusión perpetua, en el juicio, Hitler, que reconoció su culpabilidad, se erigió en acusador, defendiendo su actuación y ganándose la simpatía de gran parte de la opinión pública. Jugó en su favor el hecho de que el tribunal estuviera presidido por el doctor Georg Neidhart, un nazi ferviente, al igual que lo eran dos jueces togados y los tres jurados (un comerciante y dos empleados de seguros).

Así, el 1 de abril, su sentencia fue la pena mínima: cinco años de reclusión, con la posibilidad de solicitar la libertad condicional a los seis meses. De haber sido condenado a la pena máxima, el mundo no habría conocido el terror que se avecinaba; pero el destino es así de caprichoso y de impredecible, a pesar de las «profecías» que vaticinaban, según algunos exégetas, la llegada de Hitler siglos antes de su nacimiento.

En la fortaleza-prisión de la población de Landsberg am Lech, a sesenta y cinco kilómetros al Oeste de Múnich, Hitler permaneció recluido apenas ocho meses, en medio de todo tipo de comodidades. Ocupaba la celda número siete, una estancia en la que no faltaban flores frescas, periódicos diarios, té y chocolate. Una confortable prisión que, hasta aquel momento, tenía un único ocupante: el recluso Anton Graf von Arco auf Valley, quien había asesinado a sangre fría al escritor judío Kurt Eisner, de un tiro en la espalda, el 21 de febrero de 1919, en Múnich.

Valley, al igual que Hitler, era un austríaco que había decidido adoptar a Alemania como nación. Era un aristócrata, monárquico, nacionalista y antisemita, enojado por la derrota y las reparaciones de guerra; a pesar de tener ascendencia judía, odiaba a los izquierdistas y particularmente a Eisner, líder judío de los socialistas y primer ministro de la República Socialista de Baviera, al que acusaba de no sentirse alemán y de ser «un traidor a esta tierra».

Trato brevemente la figura de Valley no sólo por ser el único recluso de Landsberg, sino porque decidió matar a Eisner precisamente porque la Sociedad Thule había rechazado su solicitud de ingreso debido a su ascendencia hebrea. De este modo quería demostrar a sus integrantes, viscerales antisemitas, que él era digno de pertenecer a esa organización secreta. Precisamente, el asesinato de Kurt Eisner provocó numerosas represalias por parte de los movimientos de izquierda, que acabaron con la vida de, entre otros, el príncipe Gustav von Thurn und Taxis, también miembro de la Sociedad Thule.

Aunque, en un principio, Valley fue condenado a muerte, un juez conservador redujo su pena a sólo cinco años de prisión. Tras su sangrienta acción se convirtió en un héroe para los nacionalistas y antisemitas de derechas alemanes, y en una fuente de inspiración incluso para un joven Joseph Goebbels. Era un orgullo, por tanto, para Hitler ocupar la prisión de un «héroe nacional» entre los derechistas, a pesar de que ideológicamente divergieran en varios puntos.

Junto a Hitler se hallaban en Landsberg dos ayudantes voluntarios: Rudolf Hess, en calidad de secretario, y Emil Maurice, comandante de las escuadras nazis. En su reclusión le visitaron personalidades procedentes de Múnich; numerosas mujeres de la alta sociedad, que sentían una gran admiración y atracción por el excabo, y varios políticos, entre ellos el profesor Karl Haushofer, que fue un personaje fundamental en el entramado nacionalsocialista y uno de los protagonistas del episodio más enigmático de aquel tiempo, un misterio que intentaré desvelar en estas páginas.

Con las teorías sobre la expansión alemana (la Lebensraum); los postulados antisemitas y antimarxistas heredados de organizaciones pseudosecretas, como la Sociedad Thule, la Armanenschaft o la ONT, y la reinterpretación del darwinismo social y de la filosofía de Friedrich Nietzsche, Adolf Hitler comenzó a dictar su testamento político, Mein Kampf (Mi lucha), primero a Maurice y luego a Hess, que se encargaron de mecanografiarlo.

En su «Biblia Nazi», de 782 densísimas páginas, Hitler estableció los fundamentos de su peligrosa ideología; un libro en el que ya se hacía evidente que los judíos eran, a sus ojos, la encarnación del mal absoluto, los responsables de la decadencia de Occidente y de la derrota de Alemania. La conquista de nuevos territorios para el país, por medio de la guerra, era un objetivo que Hitler ya remarcaba en su libro y que finalmente pondrían en práctica en 1939. A nadie debieron de sorprenderle las decisiones que tomó más tarde. Por desgracia, no le prestaron la debida atención para frenar sus delirantes aspiraciones.

Aquel libro infame se convirtió en un auténtico bestseller,* de cuyas rentas Adolf Hitler, que había conocido los rigores de la miseria en su juventud, viviría holgadamente (eso sin tener en cuenta el dinero que amasó gracias a su preeminente papel en la futura sociedad alemana).

Durante su encierro, sus aliados racistas seguían confiando en la victoria final y continuaron reorganizando sus filas bajo nombres tan aparentemente inocuos como Sociedad Völkischer de Exploradores y Liga Alemana de Cazadores y Excursionistas. A pesar de su apariencia filantrópica, en dichos grupos germinaba la semilla del fanatismo, esperando la liberación de su Salvador.

En otro frente, también se restableció la vieja Liga de Batalla, con otro nombre, Frontring, bajo la dirección del capitán Ernst Röhm, líder de las SA, que a su vez cumplía condena en la cárcel de Stadelheim con otro grupo de golpistas. Las SA eran una organización concebida para aglutinar a todos los grupos paramilitares que reconocían el liderazgo de Hitler en el movimiento racista, algo que se hizo por iniciativa de Röhm a pesar de las reticencias del propio Hitler.

Adolf pasó sólo nueve meses en prisión, junto a Hess y recibiendo las habituales visitas del profesor Haushofer. Sabemos más de aquel período gracias a una serie de documentos desclasificados en 2010, unos quinientos en total, analizados por el experto del Archivo de Estado Bávaro en Múnich, Robert Bierschneider, y que contienen sellos y anotaciones que corroboran su autenticidad. Los documentos, que fueron subastados con un precio de salida de veinticinco mil euros, contenían entre trescientas y cuatrocientas tarjetas de visita, lo que demuestra que Hitler contaba con numerosos amigos, tanto en el interior como en el exterior del castillo-prisión, un ingente apoyo para su causa política.

Hitler recibió incluso la visita del laureado militar Erich Ludendorff, un devoto del ocultismo, quien intercedió por él ante las autoridades de Berlín y entró varias veces a visitar al cabo sin autorización. Hitler cumplió treinta y cinco años el 20 de abril de 1924, recién recluido en Landsberg. Con motivo de esa fecha, organizó una fiesta con cuarenta invitados, apenas diecinueve días después de ser encerrado. Aquello, como diríamos hoy, era «un cachondeo». Y es que el hombrecillo (que no era tan bajito como suele decirse), de bigote recortado y mirada entre esquizoide y melancólica, ya tenía muchos acólitos en Alemania, y contaba con el beneplácito de grandes empresarios, policías e incluso jueces.

A pesar de que el efectivo aparato propagandístico del NSDAP pintó su estancia en la cárcel como un martirio necesario para crear al Gran Líder, lo cierto es que siempre se supo que Hitler no había sufrido calvario alguno en Landsberg. Los documentos que recientemente se han encontrado avalan que su estancia fue más bien como pasar unas confortables vacaciones en un parador.

Dichos informes señalan que el cabo incluso se encargó de elegir el automóvil que luciría al salir de prisión, ya que hay una carta que Hitler dirigió a la casa Benz (hoy Mercedes-Benz), donde consta que se interesó por un coche de color gris que valía dieciocho mil Reichsmarks, para el que pedía un descuento aduciendo que no había recibido todavía el adelanto por la publicación de Mein Kampf: «La dificultad para mí está en el hecho de que no espero los ingresos de mi trabajo antes de mediados de diciembre. Por supuesto, el margen de unos pocos miles de marcos por su parte, jugaría un papel importante». Un margen amplio, sin duda…

El NSDAP, aunque legalmente disuelto, inició, durante el encierro de Hitler, operaciones políticas clandestinas encabezadas por Rosenberg, y con Múnich como centro neurálgico. Cuando Hitler quedó en libertad, en apenas ocho meses, el Partido Nazi estaba en la clandestinidad; sus dirigentes, como Ernst Röhm o Hermann Göring, habían huido al extranjero o se hallaban en la cárcel, y se habían embargado sus plataformas propagandísticas, como el Völkischer Beobachter. A Adolf se le prohibió celebrar mítines públicos, a la vez que la policía intentaba hallar alguna argucia legal para expulsarle de Baviera y hacerle regresar a Austria, su patria natal.

Max von Gruber, científico en nómina de la Universidad de Múnich, describiría en estos términos al excabo, en una misiva dirigida a un amigo, el 30 de diciembre de 1924: «He visto por primera vez de cerca a Hitler. Rostro y cabeza denotan mala raza, un mestizo. Frente baja y huidiza, nariz de escasa belleza, pómulos anchos, ojos pequeños, cabellos oscuros. Expresión facial que no corresponde a un hombre con pleno dominio de sí mismo, sino a un exaltado frenético. Un hombre acabado».

Curiosamente, se parece a la descripción que, de los judíos, hacían libros como Los protocolos de los sabios de Sión, o publicaciones como Ostara o el propio Völkischer Beobachter, y que Hitler empleó en sus discursos. Para su desaliento, a ojos de la flor y nata de la sociedad alemana, el antiguo cabo se diferenciaba poco de los enemigos a los que pretendía combatir.

De estas palabras se desprende el carácter racista y elitista de la burguesía alemana; un racismo que, en manos de los nazis, tomaría una dirección incontrolable. Sin embargo, Gruber se equivocaba de pleno, igual que se equivocaron otros ciudadanos de renombre, entre ellos el primer ministro bávaro, el católico Heinrich Held, cuando afirmó, en referencia también a Hitler, que: «La fiera está bajo control; podemos permitirnos aflojar las cadenas», y cometió el irreparable error de levantar el veto al NSDAP y a la circulación de sus periódicos. Tras el fracaso golpista, el diario The New York Times publicó en primera plana de su sección política lo siguiente: «El Putsch de Múnich elimina definitivamente a Hitler y sus seguidores nacionalsocialistas». El periodista que firmaba la crónica no se habría ganado la vida como profeta.

No obstante, aquél fue un duro golpe para el austríaco, quien no soportaba las burlas y dejó incluso de comer durante las primeras semanas de encierro. Anton Drexler recordaba más tarde: «Lo encontré sentado como una cosa desangelada junto a la ventana de su celda». El mismo personaje que un día había llegado a disputarle la dirección del Partido, estaba ya convencido plenamente de que sólo Hitler podía llevarles hasta el poder. Con su semblante impertérrito y su mirada dura, Drexler se presentó en la celda que ocupaba el golpista y le espetó que «no tenía derecho a darlo todo por perdido, por más desfavorables que parecieran las cosas. El Partido confiaría en él para volver a empezar desde cero algún día»; y añadía tiempo después acerca de esa conversación: «Pero no logré causarle ninguna impresión, y yo mismo estuve a punto de caer en la desesperación, pero al final le dije que preferiríamos morir a seguir sin él».

Las palabras del antiguo cerrajero, que había pertenecido también a la Sociedad Thule y compartía, con otros correligionarios como Hess, la creencia en un inminente nuevo Orden, con la esvástica como emblema y un Gran Líder como «mesías» germano, durante la hora y cuarenta y cinco minutos que duró la visita, parece que removieron algo en el interior del excabo, pues a partir de entonces, como si experimentara una nueva «revelación», volvió a mostrarse decidido a cambiar Alemania y comenzó a dictar su Mein Kampf. También pudo haber influido en él la carta que recibió de Helene Hanfstaengl, recordándole que no había evitado su suicidio en Uffing para que se dejara morir de hambre en Landsberg, lo que realmente sus enemigos ansiaban que sucediera. Las palabras de Helene, por quien Hitler sentía deseos reprimidos, según confesiones de Ernst, el marido de ésta, oculto entonces en Austria, fueron decisivas para su nueva determinación.

A su vez, Frau Wagner le envió un libro de poesía y llegó a afirmar: «Créame: Hitler, pese a todo, va camino de conquistar el poder, y por eso arrancará la espada del roble alemán». Una acertada «profecía» más que añadir a la extensa lista acerca del ascenso al poder del nacionalsocialismo.

No pasó mucho tiempo desde su salida de prisión hasta que el NSDAP fue nuevamente legalizado, al igual que sus periódicos. En ese momento, el antiguo cabo aprovechó las ventajas del sistema democrático para alzarse con el esquivo poder; aunque ganó las elecciones, siempre planeará sobre su triunfo la sombra del fraude y la coerción. Gracias a una serie de argucias, entre las que se cuentan donaciones al Partido que no pasaban por caja y que, al parecer, iban directamente al bolsillo de Hitler, éste consiguió una posición acomodada, y el NSDAP, cada vez más ingresos, tanto de industriales alemanes como del extranjero, probablemente incluso de Henry Ford, traicionando así el programa primigenio del Movimiento, basado en el ataque al capitalismo y a la burguesía. Hitler volvía a tener nutridos seguidores y no tardó en recaudar un dinero que le permitió comenzar a vivir cómodamente. Los métodos empleados han sido objeto de controversia.

La senda hacia el poder absoluto

Pero el ascenso vertiginoso del nacionalsocialismo no habría sido posible de no haberse dado una circunstancia concreta, que en los últimos años el mundo ha vuelto a experimentar, con las diferencias evidentes que marca el paso del tiempo: el jueves negro de la bolsa de Wall Street, el 24 de octubre de 1929, que llevó al tristemente célebre crack y provocó una crisis sin precedentes. Alemania se vio sumida de nuevo en una debacle económica. No sólo las clases más bajas, sino también la burguesía e incluso la aristocracia se vieron condenadas prácticamente a la miseria. Ese clima lo aprovecharía Hitler y su camarilla para acumular los votos de los millones de descontentos deseosos de que el rumbo de los acontecimientos fuera muy diferente. Reducida a la mitad la producción, miles de empresas y millones de obreros y empleados alemanes, azotados por el desastre, otorgaron su confianza al NSDAP.

A pesar de los éxitos en política, seguidos uno tras otro, en aquella época, la vida privada de Adolf Hitler, objeto también de intensos debates, no era lo que se dice un modelo a imitar. Se rodeó de bellas mujeres, pero se obsesionó con su sobrina de diecisiete años, Geli Raubal, una joven hermosa e inquieta, de quien el austríaco llegó a decir: «Fue la única mujer a la que he amado». Geli era hija de Angela, la hermanastra del futuro Führer, nacida del matrimonio de Alois con Franziska Matzelberger, cocinera en Braunau am Inn. Casada en 1906 con Leo Raubal, un funcionario de Linz, pronto se quedó viuda y con tres hijos, Leo, Elfriede (Frield) y Angela Greta, a la que todos llamaban Geli. Para mantenerlos, tuvo que aceptar un empleo de sirvienta en un instituto judío.

En 1926, Hitler hizo ir a su sobrina predilecta a Múnich, y le ofreció la administración de su lujosa vivienda de nueve habitaciones en la Prinzregentenstrasse, 16, y también del chalet de montaña conocido como Haus Wachenfeld, que adquirió al industrial Winter de Beauxtehude, por un buen precio, sin duda, y que estaba situado en Berchtesgaden, al pie del Obersalzberg; casa que cambiará después su nombre por el de Berghof.

Trágicamente, Geli acabaría suicidándose debido a la actitud autoritaria (y también, al parecer, a la obsesión sexual) de su tío; se descerrajó un tiro con la pistola del propio Hitler, una pistola walther calibre 6,35, la mañana del 17 de septiembre de 1931. Al parecer, justo antes del suceso, tío y sobrina habían discutido acaloradamente. Hitler, conocedor del galanteo del relojero Maurice, su ayudante, con la joven, y de las cartas que intercambiaba ésta con un tenor y un violinista de Linz, le prohibió viajar a Viena para estudiar canto.

El suicidio de su sobrina fue el más duro golpe que recibió Hitler en su vida, al menos hasta la derrota final. Hundido, obsesionado por un sentimiento de culpabilidad que apenas podía soportar, parece que Hitler volvió a sopesar la posibilidad del suicidio, lo que es extraño en un hombre que pretendía cambiar el mundo y se sentía llamado por la Providencia para llevar a Alemania a cotas inimaginables de poder y gloria. Pero así fue.

De nuevo volvió a recibir el aliento de sus allegados y de personas cuya opinión respetaba por encima de todo, como Helene Hanfstaengl. Tras una dura batalla consigo mismo y un tiempo de encierro en el que ni siquiera se ocupó de los asuntos del Partido, volvió a ponerse al frente de éste y poco después se alzó con la gloria política.

Hitler obtuvo la nacionalidad alemana mediante una argucia legal: fue «contratado» como funcionario en el ayuntamiento de Braunschweig, cuyo alcalde era un ferviente nazi. Tras una dura batalla electoral (su nueva estrategia consistía en utilizar las «armas» que le brindaba la democracia para después acabar con ella) contra el anciano presidente Von Hindenburg, y numerosas artimañas políticas entre bambalinas, además del uso de la fuerza y las amenazas de los camisas pardas para coaccionar a los votantes, Hitler logró una victoria aplastante, que lo convirtió nada menos que en canciller alemán el 30 de enero de 1933. A ello contribuyó una campaña propagandística sin precedentes en el país, a través de un organismo que ya controlaba el maestro de la palabra Joseph Goebbels: tres mil mítines diarios, millones de carteles distribuidos, películas, discos…

Adolf Hitler, que estaba convencido de que tenía que cumplir una «misión» providencial, presentó su movimiento valiéndose de las ancestrales armas de la religión, y alcanzó, mediante ellas y otros elementos que convergieron entonces, un poder casi absoluto. Comenzó la época de la limitación de las libertades, de la persecución de los diferentes, de la carrera armamentística y de la política de la tortura y el miedo. A partir de entonces, los miembros de la Policía Secreta del Estado, la temible Gestapo, podían llamar a la puerta (solían hacerlo ya entrada la noche) y detener a cualquiera acusándole de conspirar contra el Reich o de judaísmo. Podían acusar, impunemente, de cualquier cosa.

Mientras el horror tomaba forma en numerosos territorios del Viejo Continente, algunos de los acólitos de Hitler se entregaban a prácticas ocultistas, investigaban un supuesto pasado «ario» acorde con sus fantasías místicas y pensaban en utilizar las profecías y la magia como nuevas armas en la guerra total que se avecinaba. Los aliados, que al igual que los nazis disponían de espías en todas partes, pronto dispondrían de sus propios expertos en cuestiones místicas.

Se avecinaba la guerra «mágica» más sangrienta que había conocido el hombre.