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Astrid cerró los ojos al sentir aquella increíble presión en su interior. El primer contacto, cuando el cuerpo se adapta. Alzó las caderas para que él pudiera metérsela por completo y, así, además de sentirlo, también podía frotarse contra su hueso pélvico, estimulando de paso su clítoris, lo que siempre se agradecía.

Owen pareció darse cuenta y, apoyándose en los brazos, se elevó para poder embestir con más fuerza y, al mismo tiempo, observar a la chica porque, para qué negarlo, ofrecía una panorámica increíble. Despeinada, sudorosa... y, lo mejor, entregada, algo que por desgracia le era muy difícil de ver en los últimos tiempos.

Comenzó un balanceo lento pero preciso. Astrid alzó las piernas para envolverlo con ellas y, de ese modo, sentirlo con mayor intensidad. Apretó los músculos internos, jadeando en cada embestida, siguiéndole el ritmo. Lo miró y él le devolvió la mirada, para lo cual tuvo que esforzarse, ya que le pesaban los párpados.

Aquello resultaba muy extraño siendo dos desconocidos; sin embargo, parecían encajar, pues a pesar de lo insólito de todo lo acontecido, se entendían en lo más primario. Puede que la causa, imaginó ella sin perder comba, no fuera otra que el período previo de sequía, pero no era cuestión de ponerse a diseccionar los motivos en aquel momento.

Los apenas veinticinco vatios de la bombilla creaban un ambiente muy pero que muy íntimo. Los gemidos femeninos, suaves murmullos combinados con las respiraciones profundas de él, lograron que Owen se concentrara en no correrse en tan sólo dos minutos y estropear el momento. Sin embargo, estaba desentrenado en aquellas lides, así que no estaba precisamente para virguerías, y la presión que el cuerpo femenino ejercía sobre su polla no facilitaba la tarea.

Si ella se mantuviera quietecita... Pero, claro, si Astrid no moviera un solo músculo, acabaría creyendo que se lo estaba montando con una muñeca hinchable o, lo que era peor, con una de esas mujeres con las que de forma ocasional se acostaba sólo Dios sabía por qué.

Maldita disyuntiva... Iba a tener que concentrarse, porque estaba ante la posibilidad de disfrutar de uno de los mejores polvos de su vida. Sudoroso, jadeante, en un entorno incluso vulgar, de esos que, a pesar de ir a la velocidad del sonido, te dejan tiempo para saborearlo. Sólo tenía que hacer un esfuerzo extra. Aparte de empujar, lo que ya suponía un esfuerzo (físico), también debía hacer otro (mental) para que follar no sólo fuera mera gimnasia.

—Mmm —gimió ella y se apartó como pudo el pelo de la frente porque no quería perder el contacto con él.

Estaba preciosa, sonrojada, con los ojos entreabiertos mientras se aferraba a sus hombros. Se movía debajo de él con naturalidad, de una forma muy diferente de las mujeres con las que Owen alternaba y con las que terminaba follando por el simple hecho de satisfacer sus propias necesidades. Aunque lo cierto era que en los últimos tiempos se las apañaba mejor solo. Así se ahorraba la tediosa cena previa o tener que soportar un parloteo aburrido; total, para terminar corriéndose casi con desgana, bien podía ejercer su movimiento de muñeca.

—Sigue... —musitó ella abriendo un instante los ojos y mirándolo con deseo—. Sigue... —repitió entre respiraciones entrecortadas.

—Por supuesto —contestó Owen, inhalando profundamente para no dejarla insatisfecha.

«Qué poco habla este hombre, por favor», pensó ella a tenor de su escueta respuesta. No obstante, podía pasar por alto sus silencios siempre y cuando funcionara en otro aspecto.

Y vaya si funcionaba...

Astrid sabía, por experiencias anteriores, que en aquella postura le iba a resultar difícil correrse, pero —y luego analizaría el porqué— no le importaba lo más mínimo. Lo cierto era que Owen la trataba con cuidado, como si fuera de porcelana china, como si temiera hacerle daño; incluso se podría decir que estaba siendo educado. Y una mujer agradecía la caballerosidad en muchos terrenos, pero en la cama no. Aun así, no se quejaba. Por alguna especie de sexto sentido, Astrid llegó a la conclusión de que tras ese fondo serio debía de haber algo más, y eso fue lo que inclinó la balanza a su favor.

Apenas gemía, apenas gruñía, como si no estuviera esforzándose. Todo un alarde de contención. Pasó la mano por su espalda y comprobó que apenas sudaba. Bajó un poco la mano hasta su culo y pudo apreciar la firmeza de sus nalgas. Owen estaba de toma pan y moja, y si se desmelenase un poco sería mucho mejor.

Él, por su parte, ya no podía más. Cuando ella le tocó el trasero, o más bien cuando se lo sobó con descaro, fue una especie de chute de adrenalina, de tal forma que empujó con renovado brío. Sentía la presión del cuerpo femenino, caliente, prieto, envolviéndole la polla, y eso, sumado a su período de sequía acumulado, sólo podía tener un desenlace. Apretó los dientes en un último intento de contención, pero las manos de ella acariciándolo en puntos sensibles lo hacían muy difícil. No le quedaba más remedio que utilizar la mano. Como pudo, la metió entre ambos hasta llegar a su clítoris y, sin dejar de embestir, la frotó y comprobó con alivio que los gemidos de ella ganaban en intensidad, así como sus movimientos de caderas.

—Sí... —suspiró Astrid cada vez más cerca del orgasmo.

No dejaba de tocarlo, de recorrer su espalda, de intentar acariciar con las yemas de sus dedos el tatuaje, de disfrutar de la experiencia sensorial porque, para ser un hombre, tenía la piel extremadamente suave.

Esperaba alguna palabra, algo típico de aquel instante, como «Voy a correrme» o algo similar, pero sólo lo vio tensarse. Estaba siendo un polvo de lo más extraño; no obstante, sintió la rigidez previa, el hormigueo en su sexo...

Alcanzó el orgasmo más silencioso de su vida justo unos segundos antes de que él la embistiera por última vez y se dejara caer encima de ella. Eso sí, tras un rápido beso se hizo a un lado, dejando a Astrid sudorosa y confundida.

No tuvo tiempo de abrazarlo.

«¿Qué hago ahora?», se preguntó mientras su respiración volvía a la normalidad, pues él continuaba callado, acostado a su lado y sin tocarla siquiera. Tenía miedo de volverse y encontrarse con la mirada de un extraño, porque eso es lo que era él. Ahora que la tensión sexual se había diluido..., ¿qué quedaba?

«En los rollos de una noche ¿hay conversación posterior?

»¿Se los invita a dormir?

»¿Se los manda a casa sin contemplaciones?

»¿Qué ocurre a la mañana siguiente?»

Todas esas preguntas quedaron sin resolver, pues, a pesar de intentar mantener los párpados abiertos, el sueño la fue venciendo. Con el día tan ajetreado que llevaba, era imposible aguantar un minuto más. Una no puede levantarse a las siete de la mañana, parar apenas quince minutos para un bocadillo rápido y, después de matarse en el trabajo, hacer un par de servicios más con la grúa. Claro que, al menos, en el último de ellos había pescado un pez gordo.

Owen, por su parte, tampoco sabía muy bien cómo comportarse. Se deshizo del condón usado y buscó de reojo un sitio adecuado donde dejarlo, pero al no encontrarlo se limitó a hacerle un nudo. Odiaba que lo pillaran con la guardia baja, sin saber cómo actuar, y ése era uno de esos momentos. Desde luego, con lo bueno que había sido el polvo, sería una estupidez estropearlo por falta de experiencia.

Cerró los ojos, se cubrió la cara con el antebrazo e intentó decidir qué hacer. Lo más sensato: regresar al hotel, donde, además de tener aire acondicionado, podría vestirse de manera adecuada.

«Unos minutos», se dijo, pues le parecía descortés abandonar la cama apenas unos instantes después de haber follado; hasta él conocía esa regla no escrita. Todavía disponía de su móvil, así que llamaría un taxi y el resto sería historia. No obstante, le parecía desconsiderado marcharse sin más..., pero no se le ocurría ninguna palabra adecuada para aquella situación; todas le parecían vanas, sin sentido e hipócritas. Y ya había demasiada hipocresía en su día a día como para tener que fingir ahora.

Unos minutos y le diría adiós.

Simplemente adiós.

Unos minutos...

***

Astrid fue la primera en despertarse. Se había quedado dormida sin darse cuenta, pero eso no fue lo que más la sorprendió. Cuando se volvió y vio a Owen allí, acostado a su lado, tragó saliva. La tentación de coger el móvil y sacarle un par de fotos resultaba difícil de resistir, sin embargo, lo logró al darse cuenta de que tenía una tarea pendiente.

Lástima, porque la idea de ver la cobra con luz natural era toda una tentación.

Con sigilo, salió del dormitorio para dejarlo dormir un rato más y así poder lograr su objetivo. Se vistió con rapidez y pospuso la necesidad de recoger el desaguisado de la cocina; no podía arriesgarse a hacer ruido y despertarlo.

Bajó la escalera en dirección al taller, maldiciendo cada vez que los viejos escalones metálicos hacían ruido, ya que podían ser unos excelentes chivatos de su maniobra. Necesitaba hacer una llamada urgente y en secreto.

A medida que descendía, se dio cuenta de que no sólo el chirrido del metal acompañaba sus pasos, sino también otro ruido, más alarmante, que procedía del taller.

Cuando llegó al final del tramo de escalera, sus peores sospechas se confirmaron.

—¿Qué haces aquí? —inquirió.

—Trabajo aquí —respondió su hermano—. ¿Ése es el coche que trajiste anoche? —Señaló el Fiat 500.

—Axel, maldita sea, es domingo —protestó ella al ver que no le hacía caso y volvía a meterse bajo el viejo Mercedes.

—Ya lo sé —dijo él como si fuera tonta—. Es que es un Abarth —añadió pasando una mano por el capó del vehículo.

—¿Y...?

—¿Tú sabes qué maravilla mecánica esconde ese Fiat? —reflexionó Axel emocionado por tenerlo en su taller.

—Déjate ahora de prodigios mecánicos —le pidió Astrid, arrugando el entrecejo porque estaban perdiendo un tiempo precioso. Claro que sabía de sobra qué escondía aquel coche bajo el capó, pero ahora no estaba para hablar de mecánica.

—Joder, cuando te pones gruñona, le quitas la ilusión a uno —protestó él ante la postura de su hermana.

—Vale, pues ya que estás aquí, échame una mano.

—¿Qué le pasa al coche?

—Olvídate del coche. La puerta del depósito se ha jorobado de nuevo.

—Joder, para un día que tengo libre...

—Sí, qué casualidad —ironizó Astrid señalándole la puerta—. Anoche no pude abrirla.

—Voy a ver...

Axel se limpió las manos en el mono de trabajo y se acercó hasta la cerradura de la discordia. Mientras, ella se cruzó de brazos esperando que por fin aquello se solucionara y, a ser posible, antes de que su rollo de una noche despertara, así nos los pillaría en plena faena.

—¿Por qué no vas a buscar un cerrajero? —sugirió para que Axel se marchara.

—Ya casi está... —masculló él con la vana esperanza de que fuera cierto, antes de darle una buena patada a la jodida puerta.

—No te esfuerces, eso ya lo intenté yo ayer —adujo ella, negando con la cabeza con cierto aire de superioridad.

—Gracias por tu ayuda —masculló su hermano sin dejar de trastear con la llave.

—De nada —replicó Astrid con el mismo aire irónico.

—Nada, la muy cabrona se resiste.

—Pues necesito sacar uno de los coches.

—¿Para qué?

—Mmm, cosas mías.

—Ya... —comentó él de pasada sin querer ahondar en las tonterías de su hermana, que, por cierto, estaba de un raro...

—¿Abre o no abre? —preguntó ella impaciente mirando la puerta de su apartamento por si el bello durmiente despertaba, lo cual no sería de extrañar, porque entre la discusión y las patadas...

Axel se cruzó de brazos y la miró con cara de hermano mayor mosqueado.

—¿Qué me estás ocultando?

—Nada —refunfuñó ella al tiempo que lo apartaba para intentar solucionar el problema.

—Anda, quita, que al final la joderás del todo. Trae un poco de papel, que aquí has echado aceite para freír un kilo de patatas.

Astrid obedeció y se mordió el pulgar. Owen iba a pillarlos allí, en plena faena; pero si eso ya era de por sí humillante, más lo iba a ser cuando su hermano viera salir a un hombre a primera hora de la mañana de su apartamento.

Puede que tuviera una edad, pero a los ojos de Axel todavía seguía siendo su virginal e intocable hermana.

—Joder, ¡por fin! —exclamó él al lograr su objetivo—. Me he puesto perdido —adujo mirándose las manos—. De todas formas, mañana mismo llamo al cerrajero, no voy a estar pringándome cada dos por tres.

Astrid suspiró al saber que podría sacar uno de los coches de sustitución, pero el alivio le duró menos que el agua en un cesto cuando vio a Axel subir la escalera.

—¿Adónde vas? —preguntó alarmada.

Él frunció el ceño y la miró como si estuviera mal de la azotea.

—Pero ¿se puede saber qué te pasa hoy? —Negó con la cabeza y continuó su ascenso—. Sólo voy a lavarme con agua caliente, que, si no, esta guarrada no saldrá después —explicó enseñándole las manos sucias.

—No hay agua caliente —improvisó ella.

—No me digas que otra vez se ha jodido el calentador... —refunfuñó poniendo los ojos en blanco. No ganaban para averías.

—Pues sí —corroboró Astrid, ya que Axel no se sorprendería; al fin y al cabo, el calentador, como otras tantas cosas, ya tenía unos añitos.

—Da igual —dijo él encogiéndose de hombros resignado.

Ella quiso detenerlo, pero cuando subía tras él dispuesta a interponerse entre su hermano y la prueba de su «honor mancillado», se abrió la puerta que daba paso al apartamento y apareció Owen vestido para la ocasión con la camiseta de Grúas González y el ajustado pantalón de deporte de su hermano.

—Vaya, para ser domingo..., ¡qué pronto tenemos clientes! —exclamó Axel con recochineo mirando al guiri y poniendo cara de «Aquí ha pasado algo y, como no oiga una explicación coherente, armo la de San Quintín».

—Axel, por favor —intervino ella suplicante para evitar una escena.

Se sentía avergonzada de que su rollo de una noche los hubiera encontrado de esa forma, pues su intención era dejarlo todo solucionado para despertarlo con una sonrisa de buenos días, un café recién hecho y su coche a punto.

—Buenos días, Astrid —murmuró Owen con toda la diplomacia del mundo, pese a que su aspecto indicaba lo contrario. Después extendió el brazo con la idea de saludar al tipo moreno—. Buenos días, señor...

—González —respondió Axel subiendo el par de escalones que le quedaban para situarse a la altura del guiri—. Gerente de Grúas González —añadió en tono pomposo.

Astrid resopló. Cómo le gustaba dar por el saco.

Y Owen, acostumbrado a estrechar la mano de gerentes, directores, consejeros delegados y demás, lo hizo como si el hombre fuera el presidente honorífico de una importante fundación. Al fin y al cabo, era su negocio y, por tanto, era comprensible que quisiera defenderlo.

Observó al tipo y se dio cuenta de que, a pesar de ser moreno, tenía cierto parecido con Astrid, por lo que no podía tratarse de un novio celoso. Aunque, de ser esto último cierto, a él no debería preocuparlo. Allí todos eran mayorcitos para saber quién se acostaba con quién, pero prefería no toparse con novios celosos, siempre era mejor evitar problemas de ese tipo.

—Pues muy bien, ya nos conocemos todos —interrumpió Astrid, previendo una pelea de gallos—. Y ahora, si nos disculpas... —Quería despedir a Owen sin injerencias, y miró a su hermano, advirtiéndole que no dijera ni mu.

—Y ¿en qué puedo ayudarlo? —inquirió Axel con la mosca, bueno, más bien con un avispero detrás de la oreja.

Owen se miró la mano y, como pudo, se limpió antes de responder.

—En nada —se adelantó ella—. Ya me ocupo yo.

—Muchas gracias —adujo el «guiri» con su tono calmado y serio—, pero estoy seguro de que ella puede ocuparse.

—No lo dudo —replicó Axel con sarcasmo.

—Ya vale —se quejó Astrid, advirtiéndole con la mirada que abandonara su actitud de hermano sobreprotector, que, si había que dar una patada en los huevos a alguien, ya se encargaba ella sola—. Soy mayor de edad, así que no te metas donde no te llaman.

—Pues no lo parece. ¿De qué lo conoces? ¿Ha pasado la noche contigo?

Astrid suspiró.

—No te pongas en plan inquisitorial, que yo no digo nada cuando te traes a alguna amiguita —le reprochó, y en el acto se dio cuenta de que ambos estaban protagonizando una lamentable discusión familiar delante de un extraño que a saber qué opinión se estaba formando de ellos; ninguna buena, eso seguro.

Owen, que entendía la preocupación del gerente de Grúas González, se dio cuenta de que era preferible que se marchase, y qué mejor momento que aquél.

—¿Está el coche de sustitución listo? —preguntó con aire distante, dando a entender que lo que pasara entre los dos hermanos a él le importaba bien poco. En lo que se refería a hermanos tocapelotas, iba bien servido.

Axel dejó de mirar a su hermana como si quisiera estrangularla; ya hablaría más tarde con ella, y para ello lo mejor era deshacerse del guiri. Se ocupó de sacar un reluciente Renault Clio y de dejarlo a disposición del invitado.

Con regocijo, le entregó las llaves y hasta se ocupó de cerrarle la puerta una vez que Owen se acomodó al volante. Cuando por fin se deshizo del cliente fue en busca de Astrid con evidentes ganas de pelea. Porque de ninguna manera iba a dejar pasar aquel asunto como si nada.

—¿Has perdido la puta cabeza? —preguntó elevando el tono de voz.

Astrid, que estaba de rodillas limpiando el suelo de la cocina, levantó un instante la vista para mirar a su hermano y sacarle la lengua. Continuó recogiendo como si nada y, claro, Axel pasó por alto su burla infantil y prosiguió:

—Ya me jode saber que sales con la grúa tú sola, con la panda de pervertidos que hay por ahí sueltos..., para que encima te traigas a un pelagatos como ése a casa y, no contenta con meterlo dentro, lo dejas dormir, o lo que sea que hayáis hecho, durante toda la noche.

Astrid estuvo a punto de replicarle algo así como «No sólo hemos dormido»; sin embargo, eso habría sido como echar gasolina a una hoguera y, si quería librarse de Axel, lo mejor era no darle carrete.

—¿Has acabado ya?

—Pues no. Joder, Astrid, que con las cosas que se oyen...

—Mira, te agradezco que te preocupes por mí, pero tengo treinta y cuatro años, digo yo que ya me ha entrado el juicio. Además, ahora no te vas a poner mojigato...

—Eres mi hermana, hay cosas que prefiero obviar —alegó él arrugando el morro.

—Vale, pues la próxima vez que vaya a salir con un tipo te pido permiso.

—Muy graciosa —masculló Axel.

Astrid se incorporó y fue hasta donde estaba su hermano, lo rodeó con los brazos y le dio un fuerte achuchón.

—Y, antes de que sigas sufriendo, te diré que en el ordenador están todos sus datos. Si me llega a pasar algo, tendrías dónde buscar —bromeó.

—Se agradece el detalle. ¿Apuntaste su dirección? Porque no tengo reparos en partirle los dientes a un guiri; al fin y al cabo, no me importa abarcar el mercado internacional.

Astrid se echó a reír a carcajadas.