Como el lector habrá podido observar en la introducción, hemos usado indistintamente diferentes conceptos y expresiones para referirnos al fenómeno que nos ocupa. Aunque cada término tiene un origen y una razón de ser muchas veces relacionada con el tipo de aproximación y hasta de explicación que plantea quien la formula, en este libro cualquiera de las denominaciones existentes nos resultará válida. Es así que viaje astral, proyección astral, desdoblamiento astral, experiencia extracorpórea, viaje fuera del cuerpo, desprendimiento corporal, exteriorización de la conciencia, viaje del alma o sus equivalentes en inglés —de entre los cuales el más extendido es el acuñado por el psicólogo transpersonal Charles Tart: out-of-body experience u OOBE— serán usados en este libro como sinónimos con los que etiquetar un mismo fenómeno. Ese fenómeno no es otro que el de la percepción inequívoca, lúcida y realista, de que una parte de quienes somos se separa transitoriamente de nuestro cuerpo físico —a veces cuando éste está en estado de reposo, bajo los efectos de un trauma o anestésico, o bien mientras realiza alguna actividad cotidiana—, haciéndolo frecuentemente bajo la forma de un doble idéntico al cuerpo físico, pero bastante más etéreo que aquél.
Esa concepción del «doble» tal vez no haga justicia a la totalidad de la casuística en la medida en la que no siempre se trata de un doble, pues en ocasiones se percibe claramente como un duplicado pero al mismo tiempo se tiene la certeza de que no es exactamente así, ya sea porque se entiende que la conciencia que ha salido del cuerpo no tiene forma, ya porque se describe como una sustancia luminosa o incluso como una «materia invisible».
El propio Tart, que ha realizado precisas investigaciones de laboratorio intentando encontrar evidencias ponderables del fenómeno proyectivo, considera que son dos los rasgos distintivos fundamentales de una experiencia extracorpórea (EEC): «1) Uno se encuentra ubicado en un lugar distinto a aquel en el que se halla su cuerpo físico, al que puede —aunque no siempre— ver desde un punto de vista externo, y 2) siente su conciencia, durante la experiencia, muy clara. Puede parecer tan clara y lúcida, a veces más clara y lúcida todavía que el estado de vigilia ordinario, lo que acaba convirtiendo a la EEC, como algunos dicen, en algo “más real que la realidad”, es decir, en algo aparentemente más vívido y real que la experiencia ordinaria. Uno puede pensar perfectamente, durante la EEC, que lo que está ocurriendo no puede, según lo que sabemos sobre la naturaleza de la realidad, estar en verdad ocurriendo, ¡pero lo cierto es que está ahí!»
Como iremos comprobando, es frecuente que a la hora de intentar verbalizar las sensaciones y experiencias, expresar con las palabras adecuadas lo que se ha vivido se convierta en una tarea extremadamente difícil. Tal vez resulte revelador o cuando menos orientador sobre la dificultad para encontrar las palabras que describen muchas de estas experiencias, la reflexión que sobre las singularidades del plano astral aportó uno de los más respetados esoteristas del siglo XX, el catalán Vicente Beltrán Anglada, quien al parecer era un consumado explorador del astral. En una de sus obras y refiriéndose a los devas o entidades espirituales que presumiblemente habitan el plano astral, escribía que «trabajan por medio de sonidos inaudibles y colores invisibles, una aparente paradoja para nosotros que, forzosamente, debemos atenernos todavía a reglas concretas de objetividad, pero en esta frase se halla un desafío para el inteligente investigador espiritual enfrentado a la tarea de sutilizar constantemente sus sentidos perceptivos para poder captar las sutilísimas vibraciones provenientes de ciertos subplanos del plano astral».
Esa cualidad parece despertarse y perfeccionarse en el transcurso de sucesivas experiencias, una habilidad que adquiere la categoría de «don» en algunos contextos. Así sucede que entre los chamanes inuit —personajes a los que haremos referencia más adelante porque en ellos se manifiesta habitualmente el fenómeno que nos ocupa—, encontramos el concepto de quamaneq, equivalente a «relámpago» o «iluminación», y que el antropólogo groenlandés Knud J.V. Rasmussen describió como «una luz misteriosa que el chamán siente repentinamente en su cuerpo, dentro de la cabeza, en el mismo meollo del cerebro; un inefable faro, un fuego luminoso, que le permite ver en la oscuridad, igual lo real que lo figurado, porque ahora consigue, con los ojos cerrados, ver a través de las tinieblas y distinguir cosas y acontecimientos futuros, ocultos para el resto de los humanos; puede lo mismo conocer el porvenir que los secretos de los demás».
Con la práctica, el lector aprenderá a distinguir la señal o señales que indican la inminencia del desdoblamiento, que para unos puede ser un chasquido, un sonido de aceleración, un zumbido interno, alteraciones luminosas, etc. Ese doble astral o esa conciencia que sale del cuerpo parece llevar consigo o replicar algunos sentidos, de manera que es capaz de ver y percibir información aparentemente sensorial, información que además retiene cuando pasado un tiempo variable retorna a su cuerpo físico. Por lo general la mayoría de los viajeros aseguran poder ver en un radio de 360º, de forma instantánea, una vez que los «ojos» se acostumbran. Por su parte, en el estudio de la doctora Green antes citado, el 92 % de los sujetos que había experimentado de forma repetida el desdoblamiento podía ver; el 57 % podía oír; el 28 % aseguraba poder tocar o tener esa sensación; el 19 % percibía olores; y un 9 % de los viajeros percibía sabores a través de su doble astral. Lo que parece fuera de toda duda a partir de la casuística recogida hasta la fecha por diversidad de investigadores es que la percepción aparentemente sensorial se amplifica. Incluso es capaz de superar las limitaciones asociadas a algún tipo de discapacidad, como la ceguera, por ejemplo. Es más, hay casos muy interesantes, que ya comentaremos, en los que el doble astral no se ve impedido por discapacidades físicas transitorias o permanentes. Esa cualidad «liberadora» del viaje astral frente a las limitaciones que se pueden tener en el mundo físico alcanza cotas casi poéticas en el caso de Ed Morrell, sujeto que descubrió que podía desdoblarse y evadirse de su cuerpo mientras era sometido a duras vejaciones durante su estancia en la prisión de San Quintín, en el estado de Arizona, Estados Unidos. Sobre estas vivencias, que Morrell narró en su libro autobiográfico El vigésimo quinto hombre y que fueron noveladas por Jack London en El vagabundo de las estrellas, volveremos en un próximo capítulo.
De cara a simplificar el discurso, nos referiremos a esa conciencia extracorpórea como «doble astral», aun cuando, como hemos dicho, no siempre sea percibido ni descrito exactamente como un doble o algo que remotamente se le parezca. Este doble flota y tiene una capacidad de movimiento que parece ilimitada, que no está circunscrita a la ubicación espacial del cuerpo físico, moviéndose a voluntad de una forma parecida al vuelo, casi instantánea cuando se adquiere experiencia y se pierde el miedo; cercana a lo que muchos han coincidido en señalar como la velocidad del pensamiento. Su naturaleza sutil le permite traspasar objetos sólidos, como es el caso de paredes, aunque también se han dado casos muy curiosos, cercanos a la llamada bilocación, en los que se trasladan objetos o se logra ejercer algún tipo de influencia sobre una persona, animal, objeto o sensor. Cuerpo físico y cuerpo astral parecen estar conectados a través de un hilo luminoso que en la terminología esotérica tradicional se ha dado en llamar «cordón de plata», una especie de cordón umbilical elástico cuyo grosor decrece en función de la distancia que separa a ambos cuerpos. No existe limitación espacial para la separación, de manera que dicho cordón puede extenderse tanto como sea necesario, y en principio no hay riesgo de rotura accidental ni posibilidad alguna de un corte intencionado. Ese hilo de luz aparece enlazando los cuerpos por la cabeza, por el ombligo o por alguna de las zonas en las que la tradición oriental sitúa los chacras. Algunos teóricos del fenómeno y de la presunta geografía sutil del astral por donde también se movería el doble, apuntan a que no existe un cordón como tal aunque sí un nexo, una conexión energética, para la que los que la describieron en el pasado utilizaron la analogía del cordón umbilical. Hoy, a la luz de la ciencia moderna y de una tecnología capaz de interconectarnos desde la invisibilidad de las ondas, nos resulta más asumible que cuerpo físico y cuerpo astral estén entrelazados sin una cuerda que los una. En cualquier caso, esa cuerda ha sido vista o percibida como real por infinidad de viajeros, que sienten cómo ejerce una atracción muy fuerte que disminuye con la distancia, favoreciendo así el viaje fuera del cuerpo más allá de la habitación o lugar en la que se inicia. A veces los viajeros notan tirones desde ese cordón energético en el momento previo a su regreso al cuerpo físico.
A riesgo de anticiparnos un poco, creemos necesario concretar en este momento algunas de las características más habituales de la proyección astral, deducidas a partir de encuestas y estudios diversos desarrollados en las últimas décadas. Uno de ellos, el realizado en 1968 por la doctora Celia Green, continúa siendo una referencia imprescindible. Green, directora por aquel entonces del Instituto de Investigación Psicofísica de la Universidad de Oxford, gestionó a través de prensa escrita y radio un llamamiento para recibir testimonios de personas que hubiesen experimentado este fenómeno. Le llegaron unos doscientos cuestionarios bien detallados, rellenados por viajeros del astral. Tal y como recuerda la doctora Thelma Moss en su obra Las probabilidades de lo imposible, «muchos sujetos desvinculados entre sí respondieron que generalmente, al ocurrir el evento, se hallaban acostados. Igualmente fue común que afirmaran haber experimentado una especie de parálisis en algún momento mientras vivían el desprendimiento. Muchos insistían en que “ocupaban un duplicado exacto” de sus cuerpos físicos y resultó frecuente que expresaran su sorpresa al constatar que “flotaban” por encima de la escena y podían ver, al dirigir la mirada hacia abajo, sus propios cuerpos que yacían inertes. La sorpresa también tenía lugar cuando muchos sujetos trataban de asir algo (el picaporte de una puerta, una llave de luz) y observaban que sus manos pasaban a través de lo que pretendían coger. Sentimientos y sensaciones de ligereza, libertad, vigor y salud fueron casi unánimemente mencionados». Con seguridad tendremos ocasión de volver a este estudio en algún momento. Ahora hagamos el intento de describir o pautar los elementos o fases nucleares del viaje astral prototípico e inducido, el que se logra repetidamente utilizando alguna técnica:
• Proceso intencionado de relajación física, calma emocional y mental, logrado en posición de reposo corporal, tumbado en una cama o recostado en un sofá u otra superficie cómoda. La pauta respiratoria es también serena, sin estímulos o amenazas que sean capaces de sacarnos repentinamente de este estado.
• Percepción de un estímulo sonoro o luminoso que indica el comienzo de la salida astral. Un clic, zumbido, aceleración, etc. Chispas, destellos o rayos luminosos.
• Proceso de salida, suave y deslizándose el doble por la cabeza, los pies o incluso permeando como una membrana el cuerpo físico, o bien en bloque. Puede darse una semiincorporación, por ejemplo, sentándose en astral mientras el cuerpo físico yace en la cama.
• Autoscopia, es decir, observación de sí mismo desde arriba. Este término se usa en medicina para referirse a la observación de un doble, pero visto desde el cuerpo físico. En este caso se observa el cuerpo físico desde el doble. Este momento, la primera vez, suele estar acompañado de una sensación de pánico y desconcierto, de temor a no poder reintegrarse y volver a la normalidad. De alguna manera emergen los temores atávicos a la muerte.
• Curiosamente, y como si de un globo lleno de helio se tratara, el doble o la conciencia proyectada suelen observar el cuerpo físico en reposo desde el punto más elevado y distante de la habitación, habitualmente alguna esquina del techo.
• La percepción del cordón de plata ayuda a estabilizar las sensaciones de ansiedad. Pasado el desconcierto inicial, comienza una fase de «aclimatación» de los «sentidos». La forma de percibir es diferente a la habitual y adaptarse requiere un tiempo.
• Desear regresar es regresar, así de simple. Las primeras veces será algo brusco, pero poco a poco, según cuentan los proyectistas, lo viviremos como un deslizamiento o una incorporación inmediata. Quienes perciben el cordón de plata suelen asociar el retorno del astral al cuerpo físico con la sensación de «tirones» que se ejercen desde el plano físico a través de ese vínculo energético.
• Dominadas las fases iniciales de relajación y salida, vencido el temor a no poder retornar y familiarizados con la manera peculiar de sentir en esta esfera de existencia, la siguiente etapa pasa por explorar nuestro entorno más cercano, nuestra casa o aquel lugar que estemos usando como espacio de experimentación. Una vez conocido y sentido este espacio personal, podremos aventurarnos más allá.
Ahora, volvamos con quienes ya lo han hecho.
En los últimos veinte años, la literatura dedicada al mundo del chamanismo se ha multiplicado de forma destacada, con variopintas aproximaciones que en ocasiones pecan de una excesiva originalidad, llegando a rayar sospechosamente la inventiva. Es frecuente toparse con manuales para descubrir nuestro chamán interior y cosas por el estilo que poco parecen tener que ver con el chamanismo original, aquel en el que el sujeto se sometía a un proceso de iniciación que duraba años, doloroso en muchos casos, donde sentía cómo moría y era desmembrado para después renacer como un hombre nuevo. Un chamanismo que convivía con enfermedades mentales, sacrificios de animales, grandes esfuerzos y retos físicos que colocaban literalmente a este personaje en un plano de temor y admiración, de marginación comunitaria y adoración, y no pocas veces al borde de la muerte. En líneas generales los elementos nucleares fiables de todas las obras —serias o no— que el lector podrá encontrar en el mercado son deudoras de los trabajos pioneros de diversos antropólogos y aventureros que estudiaron el fenómeno en los siglos XIX y XX, entre los que resulta un indiscutible referente, por su condición compiladora, el experto en religiones Mircea Eliade. A esos trabajos se sumaron en la segunda mitad del siglo XX las sugerentes y vívidas descripciones del chamanismo realizadas por el controvertido Carlos Castañeda a partir de sus presuntos contactos personales y experimentación con el brujo yaquí Don Juan Matus, aparente inspirador de una obra cuya credibilidad ha sido cuestionada seriamente. En relación con los viajes de Castañeda bajo la influencia de diversos brebajes, el antropólogo contaba cómo se sentía y veía fuera de su cuerpo físico, contorsionándose libremente mientras retorcía su cuerpo astral «planeando por los aires más abajo o más arriba, a entera voluntad». A riesgo de molestar a sus más acérrimos seguidores, pero sin entrar a cuestionar el valor de la información que brinda, Carlos Castañeda sería al chamanismo americano lo que Tuesday Lobsang Rampa fue al budismo y al lamaísmo. Aunque no es el momento de entrar en detalles, Rampa narró en casi una veintena de libros aparecidos a partir de 1956 fabulosas aventuras relacionadas con el budismo y las supuestas experiencias y habilidades que había desarrollado, incluyendo el viaje astral. Luego volveremos sobre él, pero al igual que Castañeda, sus datos biográficos no parecen corresponderse en absoluto con su verdadera identidad.
A efectos de este libro nos interesa dejar constancia de algo que se parece muchísimo a los viajes astrales: aquello que los autores suelen denominar «vuelo mágico» en el universo chamánico. Es un fenómeno al que alude el ya citado Eliade al señalar al chamán como alguien a quien se «estima irreemplazable en cualquier ceremonia que ataña a las experiencias del alma humana como tal, como precaria unidad psíquica, propensa a abandonar el cuerpo y fácil presa de los demonios y de los hechiceros. Por eso, tanto en toda Asia como en América del Norte, y también en otras partes, el chamán asume las funciones del médico y del guerrero: pronuncia el diagnóstico; busca el alma fugitiva del enfermo, la captura y la devuelve al cuerpo que acaba de abandonar. Es siempre el que lleva el alma del muerto a los infiernos, porque es, por excelencia, psicopompo. Es curandero y psicopompo porque conoce las técnicas del éxtasis; esto es, porque su alma puede abandonar impunemente su cuerpo y vagar muy lejos; puede entrar en los infiernos y subir al cielo. Conoce, por su propia experiencia extática, los itinerarios de las regiones extraterrestres. Consigue descender a los infiernos y subir a los cielos porque ya ha estado allí». Al respecto de todo ello siempre es recomendable consultar su clásico El chamanismo y las técnicas arcaicas de éxtasis, un apasionante estudio transcultural de la historia y creencias chamánicas y sus equivalentes en los cinco continentes.
La inmensa mayoría de los especialistas coinciden en señalar al chamanismo como el origen de las religiones, o directamente como la primera de las religiones y el sustrato de lo que llamamos «magia». El sistema de creencias y rituales del chamanismo gira en torno a la figura del chamán, el hombre medicina, brujo, consejero espiritual, médium, etc. Este personaje es el nexo, el conector entre el mundo de los vivos y el de los difuntos, el de los antepasados, los dioses, los demonios y otros espíritus guías. Tiene el poder y la habilidad, además de la responsabilidad, de comunicar el mundo visible con el invisible, de buscar respuestas y soluciones a muchos problemas que aquejan a su comunidad por desajustes que desde su visión del mundo y la creación tienen lugar en el más allá. Hay casos muy concretos en los que la vida espiritual de una comunidad gira sobre el chamán, pero en la mayoría de las ocasiones su papel es muy específico y convive con la religión comunitaria. Eliade, salvando las distancias y con todos los matices pertinentes, encuentra una equivalencia muy gráfica con la vida y experiencias de los místicos dentro de una religión como el cristianismo. A veces la vocación chamánica se revela en el futuro chamán a través de una enfermedad o de un cambio de conducta. «El candidato se trueca en un hombre meditativo, busca la soledad, duerme mucho, parece ausente, tiene sueños proféticos y, a veces, ataques. Todos estos síntomas no son más que el preludio de la nueva vida que espera, sin saberlo, al candidato. Su proceder recuerda, por otra parte, las primeras señales de la vocación mística, que son las mismas en todas las religiones y harto conocidas para que estimemos necesario insistir en ellas», escribe Eliade.
Aunque el estereotipo del chamán es el de un hombre, ese rol también podía ser ejercido en ciertas comunidades por una mujer. Con independencia de ello, el chamán solía tener un profundo conocimiento, entre adquirido e inspirado, de la farmacopea natural, interpretando sueños, leyendo los signos de la naturaleza, adivinando el porvenir, aconsejando a la comunidad, legislando, etc. Además, eran capaces de infinidad de proezas, muchas de las cuales se supone que las realizan en estado de desdoblamiento. Al antropólogo Rasmussen le contaron los inuits en Alaska que en el pasado, sus chamanes eran capaces de volar a la Luna y de rodear el globo terráqueo de la misma forma. «Toman siempre la precaución de hacerse atar con cuerdas, de modo que sólo puedan viajar “en espíritu”; de otro modo serían arrebatados por los aires y desaparecerían de verdad.» Por su parte, otro antropólogo suizo, el humanista Alfred Métraux, ocupándose del chamanismo en América del Sur, apuntaba por ejemplo que entre la cultura arawak de los Ipurinas amazónicos el chamán era capaz de «enviar a su doble al cielo para apagar los meteoros que amenazan abrasar el universo», y que entre el pueblo del centro de Brasil Tapirapé podía hacer concebir a las mujeres cogiendo el alma del niño y conduciéndola al vientre materno. Aunque este libro no pretende ser un tratado sobre el chamanismo y presumimos que el lector tampoco quiere iniciarse en tan ancestral y exótica tradición, es evidente que las habilidades y vuelos mágicos del chamán tienen bastante en común con nuestro tema central.
Buena parte de la preparación del chamán, de la adquisición de conocimientos, se producía precisamente en esa esfera espiritual que alcanzaba en sus vuelos, donde era instruido por dioses, espíritus o el alma de otros chamanes. Curiosamente, algunos proyeccionistas contemporáneos también hablan del acceso a planos o dimensiones sutiles donde son adiestrados o instruidos por maestros y guías espirituales. Incluso en el terreno del misticismo, en este tipo de viajes del alma los iluminados están acompañados de ángeles u otros seres celestiales, y reciben revelaciones diversas. En eso no parece que las cosas hayan cambiado demasiado a pesar de los milenios transcurridos.
Los estados alterados de conciencia, alcanzados a través de ceremonias que incluían pautas muy concretas de alimentación o ayuno, abstinencia sexual, ingestión de sustancias con efectos psicotrópicos, música, danzas, etc., eran el camino que ayudaba al chamán a desprenderse de su envoltorio físico, de su cuerpo, y entrar en otras dimensiones o mundos en los que interactuaba con lo invisible. Al igual que entonces, hoy en día los viajeros astrales, aunque no hagan uso de sustancias psicotrópicas, sí suelen utilizar técnicas para desencadenar sus desdoblamientos, técnicas que se aconseja ejecutar fielmente, de forma casi ritual, para ir activando de forma automatizada los mecanismos que facilitan la proyección. En el contexto chamánico, los viajes se producían en estos estados de trance. Como apunta el investigador y documentalista checo Douchan Gersi en su obra Sabidurías invisibles, «poniéndose en un estado de trance que inducía al viaje metafísico, el chamán podía establecer contacto con el alma de cada elemento de la naturaleza y trasladarse desde el mundo del hombre hasta el mundo de lo invisible. Era capaz de identificarse metafísicamente con todos los mundos y de interceder entre dioses y humanos. Viajaba al cosmos para conocer a fondo la fuerza sobrenatural que allí existía en estado libre y puro, y para emplearla en la reorganización del caos y de la confusión cósmica, luchar con las fuerzas elementales y enfrentarse a los demonios».
Una de las mejores y más lúcidas síntesis que conocemos sobre el tema que nos ocupa es la escrita por Ward Rutherford bajo el título Chamanismo. Los fundamentos de la magia, obra que recomendamos a quienes quieran tener una desapasionada visión de conjunto del origen y evolución del chamanismo a lo largo de la historia. Como otros autores, Rutherford deja claro que el chamán podía viajar de forma invisible por nuestro mundo, lo que se acercaría claramente a un viaje astral, o viajar al otro mundo, en cuyo caso «su destino puede ser el Mundo Superior o el Inferior. Algunos escritores —continúa Rutherford— han llegado a la conclusión de que el Mundo Superior es el lugar donde se reúnen los espíritus benévolos, y el Mundo Inferior, los malévolos, o en el mejor de los casos, los inofensivos. Aunque esta creencia puede ser encontrada en diversos puntos, está lejos de ser universal, y es un hecho que, como se ha visto, las distinciones entre el bien abstracto y el mal abstracto no tienen relevancia en el chamanismo». Por regla general los descensos al inframundo implicaban un gran esfuerzo y peligros para el chamán, mientras que el mundo superior se presenta ante el chamán como enriquecedor y benévolo. También podía viajar al Mundo de los Muertos, ejercer de psicopompo transportando almas de difuntos, al fondo de los océanos o, como ya hemos visto, al espacio exterior. En el chamanismo ya empiezan a darse vívidas descripciones de esa geografía del más allá, de esferas o dimensiones diversas a las que místicos, iluminados y esoteristas diversos irán añadiendo con el paso del tiempo elementos y nombres que en algunos casos iremos viendo. En todo caso y por semejanza con el desdoblamiento astral, son los viajes chamánicos en este mundo, el nuestro, los que nos interesan. Los descensos y subidas a otros mundos y el viaje por dimensiones diversas constituyen experiencias más elaboradas, asociadas frecuentemente a las ceremonias chamánicas en las que juega un papel destacado la ingestión de brebajes de efectos psicotrópicos elaborados a partir de plantas como la ayahuasca, el tabaco, la datura, el cactus peyote, la belladona o bien hongos como la amanita muscaria. Quizá en el futuro el lector interesado quiera profundizar en este asunto, dado que excede el objetivo de este libro.
En España contamos con alguien que abiertamente experimentó con la ayahuasca o soga del muerto, y que buscó aportar alguna prueba de que sus visiones en trance no eran completamente subjetivas. En Mis enigmas favoritos, el periodista Juan José Benítez dedica uno de sus capítulos a la ocasión en que ingirió este potente enteógeno, el 28 de noviembre de 1989, en Brasil, como parte de la serie de televisión «En busca del misterio», que Benítez rodaba con el recordado psiquiatra y gran divulgador de estos temas Fernando Jiménez del Oso. A través de una comunidad a la que Benítez se refiere como Cielo del Mar y de un maestro ayahuasquero de nombre Paolo Silva, tanto él como Del Oso fueron preparados para participar en una ceremonia. El psiquiatra abandonaría la experiencia ante la dureza de los efectos físicos, pero el afamado periodista navarro llegaría hasta el final. De los cuatro objetivos de Benítez, dos tenían que ver con «viajes de la conciencia» susceptibles de ser verificados. El primero, volar casi diez mil kilómetros desde Brasil hasta una ciudad del País Vasco, «“penetrar” en un domicilio concreto e intentar “ver” si en el suelo de una de las habitaciones había sido depositado un objeto que, obviamente, yo no debería conocer hasta acabada la experiencia», escribe Benítez. El segundo experimento era bastante similar, aunque en este caso la banisterina, el alcaloide que contiene la ayahuasca, debía llevar a los experimentadores hasta Madrid para recorrer un domicilio concreto que le había sido propuesto a Benítez por un miembro del equipo cuya identidad no trascendió, y «“descubrir y describir” un regalo efectuado por mi confidente a la familia que habitaba la casa». El conjunto de la dura ceremonia y de toda la experiencia es narrado al detalle por Juan José Benítez en la obra reseñada, a la que remitimos para completar esta breve mención. En un momento dado, Benítez se percibe fuera de su cuerpo, flotando sobre la cabaña, y emprende un vuelo vertiginoso con algo que se asemeja a un cuerpo, más ligero, capaz de sentir y ser atravesado por el aire. Al instante empezó a descender y vislumbró las luces de una gran ciudad. «Y “supe” que era Lisboa. “Instantes” después “abordaba” el Gran Bilbao. Y “volando” a la altura de las farolas fui a situarme frente a la casa “elegida”. Ni se me ocurrió “abrir” las puertas. Como lo más natural del mundo “atravesé” cristales y maderas, penetrando en el interior de la vivienda.» Tras recorrer pormenorizadamente la vivienda y sentirla de forma muy especial, en un dormitorio encontró en el suelo una fotografía y se percató de que la mujer que dormía en la habitación tenía el pelo mucho más largo de lo que él recordaba. Desde allí partió hacia el domicilio madrileño, que alcanzó y exploró aunque ignoraba por completo dónde se encontraba y cómo era. Al día siguiente, y con respecto al primer experimento, «fue suficiente una llamada telefónica a la dueña de la casa, en Bilbao, para verificar que, en efecto, esa madrugada, en el piso de uno de los dormitorios, el misterioso y desconocido objeto depositado en el suelo había sido ¡un retrato en color! Que cada cual saque sus propias conclusiones... En cuanto al segundo “experimento”, el acierto fue igualmente total. Mi compañero de equipo, al escuchar la descripción de la vivienda madrileña, quedó desconcertado. ¿Cómo era posible que pudiera hablarle hasta de los palos de golf que adornaban las paredes?».
De entre las abundantes e increíbles experiencias que narra el antes citado Douchan Gersi, resultan especialmente llamativas las proezas que atribuye a una supuesta sociedad secreta con la que aseguró haber tomado contacto en Haití. Se refiere a ella como Hombres Voladores precisamente por su capacidad para «volar», ya sea desmaterializándose en un punto y recomponiéndose en otro distante o bien dejando su cuerpo físico en un lugar y proyectando un doble a otro. Gersi narra anécdotas recogidas en primera persona de misioneros católicos que presenciaron tales hazañas, en las que los haitianos eran capaces de transportar objetos con absoluta normalidad. Incluso él mismo, según escribe, presenció uno de estos viajes realizado por uno de los más importantes líderes de los hombres voladores, al que se refiere con el nombre de Saint-Germain. Al parecer, en la habitación de un hotel de Gonaive, el haitiano atravesó una pared y a continuación viajó por espacio de media hora hasta Puerto Príncipe, a trescientos kilómetros de distancia, a la casa de un amigo. «Y desapareció de pronto ante mis ojos, desmaterializándose por completo. No era un proceso lento; las partes del cuerpo no se volatilizaban una detrás de otra. No. Desapareció entero y de inmediato, en un abrir y cerrar de ojos (...). Exactamente treinta y dos minutos después de su desaparición, reapareció. Se materializó junto a la cama y llevaba un cuaderno pequeño donde yo acostumbraba a tomar notas sobre el contenido de las cintas grabadas, un cuaderno que nunca llevaba conmigo cuando salía de Puerto Príncipe, porque temía perderlo.»
Con bastante anterioridad, Eliade y otros autores habían destacado que en la indumentaria de los chamanes y figuras equivalentes en otras regiones ajenas a Siberia y Asia Central, abundaban y destacaban elementos ornitológicos, como plumajes o intentos explícitos, en toda la indumentaria, de imitar un ave. Esto estaría relacionado precisamente con sus viajes y vuelos chamánicos, que en ocasiones realizaba ayudado por espíritus que él era capaz de llamar y poner a su servicio, subiendo por cuerdas, escaleras mágicas, etc. No perdamos de vista también que hay casos contemporáneos de desdoblamiento astral en los que los sujetos se sienten asistidos por manos invisibles, que ellos pueden ver o sólo sentir, que tiran de ellos o los empujan para ayudarlos a salir de su cuerpo físico y moverse en el astral. Robert Monroe, un referente del viaje astral en el último medio siglo al que el lector verá citado varias veces en este libro, describió este tipo de presencias con mucha frecuencia, pero no ha sido ni de lejos el único en hacerlo en tiempos recientes. También hay casos en los que el chamán viaja ayudado de espíritus auxiliares que se presentan bajo la forma de animales, ya sea montando un caballo o una ballena, ya transformados en ave o serpiente, por citar apenas unos ejemplos.
Finalmente, y evitando extendernos más de lo necesario, sí creemos relevante compartir una interesante y novedosa aproximación al fenómeno del viaje chamánico, que además permite establecer puentes incluso con la arqueología, revelando el alcance que puede llegar a tener este fenómeno en la comprensión de ciertas incógnitas y comportamientos de las culturas que nos precedieron. Nos referimos a la propuesta de la conocida médico y antropóloga Marlene Dobkin de Rios, prestigiosa autora que desempeñó cargos como el de profesora de psiquiátrica clínica y comportamiento humano en la Universidad de California, firmando hasta el momento de su muerte, en 2012, decenas de trabajos sobre el fenómeno chamánico y el uso de psicotrópicos. Esta autora relacionó las famosas Líneas de Nazca y otros emplazamientos americanos en los que es posible encontrar geoglifos gigantescos, trazados generalmente sobre grandes planicies, con la presencia de plantas alucinógenas en las culturas precolombinas que diseñaron las líneas. Tras verificar también que los motivos trazados sobre el desierto y otras grandes áreas estaban íntimamente vinculados con animales y símbolos de poder que también aparecían decorando cerámica y otros objetos, se aventuró a formular una hipótesis muy atrevida. Para ella, las Líneas de Nazca y los viajes astrales de los chamanes de las comunidades que las habían diseñado estaban conectados. Sin entrar a valorar si tales viajes chamánicos se producían realmente o eran el fruto de alucinaciones en estado de trance, esta antropóloga afirma que estos grandes dibujos que sólo podían ser vistos desde el aire actuaban como advertencia entre chamanes, al entenderse que estos hombres de poder sí «podían» verlos en sus viajes astrales. El chamán proyectaba con una perspectiva aérea el diseño de dichos animales y figuras, gracias a sus propios desdoblamientos y a otros efectos visuales que experimentaba durante sus éxtasis. «Las formas geométricas presentes en los movimientos de tierra —escribe la doctora Dobkin— pueden estar vinculadas a las formas geométricas de los patrones caleidoscópicos visionarios reportados por los usuarios de plantas psicodélicas. Estos terraplenes monumentales pueden haber sido construidos para advertir a los chamanes rivales de los poderes que tenían otros chamanes que controlaban un área determinada, así como para reafirmar el contacto sobrenatural y para mantener la solidaridad social.»
La idea es muy sugerente, y otros muchos investigadores la encuentran plausible y la extrapolan también a la utilidad y profundo simbolismo de los ceques incas, las llamativas líneas o vectores que partían de la ciudad de Cuzco, en Perú, y marcaban la ubicación de los santuarios o huacas. Al parecer los chamanes, en sus viajes mágicos provocados por la ayahuasca, podían ser guiados por estos ceques en su búsqueda de objetos o personas desaparecidas, o bien acudir a las huacas en las que podían morar los espíritus de los antepasados para «negociar» el uso de bienes tan preciados como el agua. Autores como el documentalista Tony Morrison han recogido tradiciones que apuntan a que precisamente por los ceques, en determinados días del año, caminan las almas de los muertos. Como el lector puede comprobar, el alcance de nuestro fenómeno de desdoblamiento va mucho más allá de lo inicialmente imaginable.
Llegados a este punto, hemos caído en la cuenta de que tal vez, si nos dejamos inspirar por los enfoques predominantes en los autores que han abordado mucho antes que nosotros el desdoblamiento astral, tendríamos que haber comenzado por describir o al menos mencionar el hipotético plano o dimensión en los que transcurren esos viajes, así como la naturaleza del vehículo o soporte que podría utilizar nuestra conciencia durante la proyección astral. Nos movemos, evidentemente, en un terreno muy especulativo en el que cada escuela, doctrina, iniciado, profeta o autor que se ha ocupado del asunto, ha dado su particular visión de ambos aspectos. Desde un enfoque pragmático, este libro se centra en la experimentación con viajes dentro de nuestro mundo, el que conocemos, pero no es menos cierto, como hemos visto antes cuando nos referimos al chamanismo, que esos viajes pueden transcurrir por otros escenarios. De hecho, un autor pionero como Robert Monroe, fundador del Instituto Monroe y guía de miles de viajeros, distinguía en su imprescindible Viajes fuera del cuerpo entre viajar con su «segundo cuerpo» en «este mundo» y el hacerlo por otros mundos. Acertadamente usaba la expresión «Aquí y Ahora» para referirse al primero de los tres escenarios posibles por los que él, por lo menos, podía viajar en el astral.
«El Escenario I es el más creíble —escribe Monroe—. Lo componen las personas y lugares que existen verdaderamente en el mundo material y conocido en el mismo momento del experimento. Es el mundo representado para nosotros por nuestros sentidos físicos, el que la mayoría de nosotros estamos seguros de que existe. Las visitas al Escenario I, mientras se está en el segundo cuerpo, no deben contener seres, hechos o lugares extraños. Insólitos quizá, pero no extraños ni desconocidos. Si se da este último caso, la percepción queda distorsionada.» Luego volveremos con más detalles a los tres escenarios por los que este célebre viajero del astral vivió sus asombrosas aventuras.
Es evidente que la experiencia del viaje astral está íntimamente relacionada con ideas relativas a la supervivencia tras la muerte, la comunicación con el más allá, la reencarnación, etc., percepciones de trascendencia que parecen estar presentes de forma casi unánime allá donde miremos a lo largo del planeta y de la historia. La arqueología y la paleontología han demostrado sobradamente que ya en tiempos prehistóricos esa creencia era abrazada por el hombre primitivo, que generó enterramientos y rituales que fueron evolucionando en el neolítico y el paleolítico, revelando a ojos de los expertos ese anhelo o certeza que albergaban nuestros ancestros sobre algún tipo de existencia que les esperaba tras la muerte. Las ofrendas, los ajuares funerarios, la colocación de los difuntos orientados hacia un determinado punto o en posición fetal, la momificación de cuerpos, etc., apuntan, junto a santuarios rupestres y ciertos mitos que han perdurado durante milenios, a esa idea trascendente.
La universalidad de esa percepción o intuición que acompaña al ser humano desde tiempo inmemorial no admite discusión, por mucho que en los últimos siglos una mínima aunque dominante parte del mundo se haya vuelto obcecadamente racional y materialista. Un estudio del investigador y psicólogo Theodore Besterman, citado por el especialista británico en esoterismo David Christie-Murray, estimaba, tras analizar la cultura y creencias de más de un centenar de pueblos africanos, que en la inmensa mayoría anidaba esa idea de trascendencia. Tras la muerte del individuo, treinta y seis tradiciones apuntaban al regreso del difunto a la vida física como humano, en consonancia con el concepto de la reencarnación. Casi medio centenar asumían que ese retorno se producía a través de un animal de su fauna conocida y dentro de un orden jerárquico definido —a mayor virtud y abolengo del difunto, mejor animal y pedigrí—, mientras que una docena de pueblos planteaban otras formas variadas de supervivencia. «En el norte de Nigeria —escribe Christie-Murray—, las almas de los muertos habitan cerca de sus hogares, en las ramas de los árboles, esperando una oportunidad parar entrar en las matrices de las mujeres, y las mujeres ibinio, del sur de Nigeria, creen, de modo similar, que el espíritu de los niños penetra en las madres descendiendo desde los árboles más cercanos, las rocas o los estanques, donde los espíritus de los muertos esperan el renacimiento.» Es apenas un ejemplo de los muchos que cita este autor, que incluyen ideas que nos resultan tan exóticas como la de los betsileo de Madagascar, que jerarquizan el retorno de manera que los nobles renacen como boas, los de clase acomodada como cocodrilos y los inferiores como anguilas. En Borneo, Oceanía, los dyaks consideran que tras varias existencias, el alma finalmente adquiere forma de insecto o planta de la jungla, mientras que entre los inuits de Alaska el alma requiere de al menos cinco encarnaciones terrenales para poder ir ascendiendo por otros tantos cielos. Igual de exótica, aunque con un punto poético, es la creencia de los karens de Birmania, en territorio asiático. Éstos «sostenían que el alma era una especie de crisálida que estallaba y extendía su contenido por los campos, fertilizándolos y pasando, a través del grano que se comían, a los cuerpos de los hombres y animales, y de ahí al fluido seminal, propagando así la nueva vida». Algo más convencional, si es que se puede usar un término así para el asunto que nos ocupa, es la creencia abrazada en las islas Célebes, en el Pacífico, por la cultura de los poso alfures, para quienes tres almas acompañan al cuerpo físico, identificadas como inosa, angga y tanoana, principio vital, intelectual y elemento divino respectivamente. El tanoana abandona el cuerpo por las noches, como aparentemente hace nuestro cuerpo astral, aunque casi nunca seamos conscientes de ello, pues ocurre mientras dormimos. Las creencias que precedieron al budismo en Japón, en las que es posible ver ciertas conexiones con el chamanismo más puro surgido en Asia Central y Siberia, hablan de un mundo de espíritus —kamis— que coexiste con el nuestro, algo que también encontramos en el Caribe, aunque con una marcada influencia africana, plasmada en una cultura tan apasionante como desconocida para el gran público, la vudú de tierras eminentemente haitianas.
Celtas y germanos creían en un Paraíso como destino final de sus héroes y nobles, y en la sociedad egipcia es bien conocida la importancia que daban de forma cotidiana a la preparación de su vida en el Más Allá. Como apunta la egiptóloga española Milagros Álvarez, «los egipcios concebían al ser humano como una amalgama de elementos que sólo podían separarse con la muerte. Tres de ellos estaban directamente vinculados con la materia: el cuerpo, la sombra y el nombre; y los otros tres asociados con el espíritu supraterrenal: el ka, el akh y el ba. Podemos decir que son las formas por las cuales se vive después de la muerte. Al ka se le consideraba la potencialidad, la fuerza vital de una persona que le acompañaba en la vida y en la muerte. (...) Tras la muerte, el hombre sufre un cambio de naturaleza y de forma de existencia que se expresa a través de esta noción del akh. (...) Cuando el muerto tenía que entrar en relación activa con los vivos, lo hacía como akh, de ahí que sea él quien figura en las historias de aparecidos y a quien invocan los vivos en sus cartas a los difuntos».
»La palabra egipcia para “alma”, ba, representa un ave con cabeza humana (...) Se trataba de una especie de intermediario entre el cielo y la tierra, entre el mundo de los dioses y el de los vivos, ya que tenía movilidad y hacía posible que ambos se conectaran.»
Durante milenios, los egipcios tuvieron en uso un auténtico manual para desenvolverse en el más allá, el famoso Libro de la salida al día o libro de los muertos, que colocado en los enterramientos junto al cuerpo del difunto contenía la información necesaria para salir bien parado de su viaje espiritual.
Por su parte, los griegos imaginaron el Hades como el espacio en el más allá al que van las almas, con los Campos Elíseos como equivalente del Paraíso y el Tártaro como destino final de quienes merecían una eternidad mucho menos placentera. La aportación de los sabios griegos al problema del más allá, la supervivencia y la trascendencia es, evidentemente, mucho más amplia y profunda. Algunos expertos ubican en la escuela órfica, surgida hacia el siglo VI a.C., el origen de la percepción griega del alma y de su supervivencia a la muerte para volver a encarnar hasta purificarse. La influencia de esta escuela, al parecer, sería determinante en Pitágoras, de quien se dice que recordaba sus vidas pasadas, y a través de él también en Platón. Precisamente Platón, utilizando al personaje de Sócrates, aporta innumerables detalles de la supervivencia del alma y del viaje al otro mundo en su diálogo Fedón, cuyo subtítulo era Sobre el alma. En otro de sus diálogos, Fedro, Platón se ocupa del destino de esa alma bajo el prisma de la reencarnación, que está regida por lo que los expertos en el mundo griego denominan «justicia distributiva», la Ley de Adrastea. Cuando el Alma es justa, vuela y atraviesa el universo, pero esa alma puede perder las alas y caer a la tierra desde el carro de los dioses, de tal manera que deberá tomar un cuerpo físico hasta en nueve variables, todo ello como parte de un ciclo de reencarnaciones que indefectiblemente dura diez mil años. Esos nueves roles a través de los cuales el alma tiene la oportunidad de volver a su origen son, según los describe en Los mitos de Platón el catedrático de la Universidad Complutense Marcos Martínez: «Uno, seguidor de la sabiduría, belleza, cultura y amor; dos, monarca respetuoso de las leyes o jefe en la guerra; tres, político, administrador u hombre de negocios; cuatro, atleta, entrenador, médico; cinco, profeta o autoridad en un ritual; seis, poeta o cualquier otro artista mimético; siete, artesano o agricultor; ocho, sofista o demagogo; nueve, tirano».
Píndaro, Perecides o Aristóteles también se ocupan, con mayor o menor profundidad, al igual que lo hicieron bajo la influencia griega los filósofos y pensadores romanos, de la inmortalidad y la doctrina de la metempsicosis, el fenómeno que lleva a esa esencia inmortal a encarnar también en otros seres vivos.
La inmensa mayoría de los lectores estarán familiarizados con la idea que de la supervivencia tras la muerte se tiene en el hinduismo, donde conceptos como reencarnación y karma son omnipresentes. Las almas individuales —atman— en su forma encarnada como ser vivo —jiva— aspiran a depurar su karma y mejorar, para ir purificándose existencia tras existencia hasta regresar a su origen, Brahma, el principio supremo y absoluto del que son expresiones. Las sucesivas reencarnaciones pueden llevar al individuo a formas humanas, animales, vegetales o minerales, pudiendo volver también como deidades.
En el budismo, el jainismo y el taoísmo encontramos también bien presente la idea del alma y de la necesidad de ir purificándola, así como en las tres grandes religiones, judaísmo, cristianismo e islam. Es evidente que el mayor o menor desarrollo de esa geografía del más allá y de ideas como el Juicio Final, el Paraíso o la reencarnación varía de una a otra, y que también lo hace en el seno de cada una de ellas en función de la línea de pensamiento dominante en cada época y de quién interpretase ciertos pasajes de sus libros o tradición sagrada. Un ejemplo nos lo brinda el cristianismo. Aunque hoy tenemos una idea bastante esquemática de ese más allá en el pensamiento cristiano, con un cielo, un infierno, un purgatorio devaluado y una hoy por hoy inasumible resurrección de la carne al Final de los Tiempos, no siempre parece haber sido así. Al respecto, el sacerdote francés François Brune, mundialmente conocido por sus investigaciones sobre la supervivencia tras la muerte y la comunicación con el más allá, aclara que «en realidad, en la tradición judía, que era la de Cristo y sus apóstoles, jamás se había considerado el alma como inmaterial. Durante muchos siglos pudieron aparecer y desaparecer muchos matices, pero siempre bajo esta constante: el alma, la nephesh, era un cuerpo animado, consciente, dotado de la personalidad del ser vivo. Un cuerpo formado por otra materia más ligera, menos densa, más sutil. Se creyó durante siglos que este concepto procedía simplemente de una especie de limitación, de una incapacidad congénita del pensamiento hebreo —demasiado primitivo, demasiado concreto— para elevarse al nivel de abstracciones filosóficas. Muchos piensan hoy que se trataba más bien de ser fieles a la realidad, cosa que nosotros no supimos apreciar». Quienes estén tentados de cuestionar el peso y validez de las afirmaciones y de la nutrida información que sobre esa otra dimensión aporta Brune en obras como Los muertos nos hablan, conviene que recuerden que uno de los pilares del cristianismo, san Pablo, ya incluye en sus cartas algunas alusiones en la misma dirección. Hablando de la resurrección, en Corintios 15:44 leemos: «Se siembra un cuerpo animal y resucita un cuerpo espiritual. Si hay cuerpo animal, lo hay también espiritual».
Le ahorraremos al lector más detalles al respecto porque podemos caer en el error de desviarnos de nuestro objetivo. Sin pretender ser exhaustivos, los ejemplos citados nos permiten hacernos una idea acerca de cómo el ser humano, a lo largo del tiempo, ha percibido y asumido que era «algo más» que un cuerpo físico, y que ese «algo más» sobrevivía a la muerte de su soporte perecedero y transitorio. Esta idea es crucial, puesto que es más que probable que haya surgido o se alimentase durante milenios de experiencias como el desdoblamiento astral. Tener esa vivencia y poder compartirla, reflexionando individual y colectivamente sobre ella, parece ser un buen camino para llegar a la idea de la supervivencia tras la muerte.
Con seguridad, algún lector compartirá con el autor de estas líneas el vértigo que nos provoca la idea de que los viajes astrales los realiza nuestra «alma». Ideas o conceptos como «alma» y «espíritu» se nos antojan demasiado trascendentes o profundos como para manejarlos con frivolidad. Puede que sea exactamente eso, el alma, lo que conduce a la conciencia más allá de nuestro cuerpo físico durante el desdoblamiento, o que como muchos sostienen, alma, conciencia y espíritu sean la misma cosa y las distinciones sólo se produzcan en una esfera semántica. Es posible. No obstante, debemos reconocer que el vértigo se atenúa bastante si nos limitamos a pensar en el viaje astral como una experiencia curiosa y enriquecedora en la que nos servimos, como instrumento, de algo que no sabemos muy bien lo que es y que en algún momento alguien llamó doble astral. Esta idea de doble astral, cuerpo sutil o cuerpo de luz, como vehículo energético en el que viaja nuestra conciencia o parte de ella, parece tener cierta relación con un concepto que nos resulta bastante familiar y menos «religiolizado», el de aura. El aura sería, de acuerdo con una creencia ancestral y con las descripciones de miles de sensitivos, místicos, médiums y clarividentes, el campo energético que impregna y rodea al ser humano. Como asertivamente explica en Anatomía del espíritu la periodista y teóloga Caroline Myss, famosa por su afinada intuición, «el cuerpo físico está rodeado por un campo energético que abarca el espacio que ocupan los brazos extendidos y toda la longitud del cuerpo. Este campo es a la vez un centro de información y un sistema perceptivo muy sensible. Mediante este sistema estamos en constante “comunicación” con todo lo que nos rodea, ya que es una especie de electricidad consciente que transmite y recibe mensajes hacia y desde los cuerpos de los demás. Estos mensajes que entran y salen del campo energético son los que percibimos los intuitivos». En esencia es un doble energético, de una densidad mucho menor que el cuerpo físico, una especie de cuerpo de luz de coloración y densidad variable. El aura, que rodea al ser humano y que parece ser visible de manera innata para ciertas personas, y para el conjunto de los mortales a través de cierto entrenamiento, vendría a ser realmente, según la opinión de los psíquicos y ocultistas, el cuerpo astral cuando está unido al físico. Al estar solapados e interconectados, sólo se podría percibir el contorno energético que sobresale algunos centímetros del cuerpo físico. El antes mencionado François Brune no tiene inconveniente en relacionar ideas como la del aura con conceptos para él incuestionables como el del cuerpo espiritual. «Lo que yo deduzco —escribe— de los testimonios del más allá es que nuestros cuerpos espirituales brillan de una forma rara, con una luz que no captan nuestros ojos de carne. Esta luz es brillante y se corresponde desde ahora y a lo largo de nuestra evolución futura con el grado de espiritualidad y las disposiciones interiores de cada uno de nosotros.»
El concepto del aura está tan universalmente arraigado y cuenta con tantos testimonios que resulta complicado negar su existencia aun cuando todavía falten verificaciones científicas e instrumentales adicionales que disipen las dudas que persisten sobre su «realidad». Para muchos autores, el halo o nimbo que aparece rodeando la cabeza al representar a Jesús, la Virgen, los ángeles y santos del cristianismo, y que también aparece en otras religiones, sería precisamente una expresión de esa aura de la que hablamos, un envoltorio energético y parcialmente luminoso en nuestro plano físico que podría tener mucho que ver, si es que no se trata de lo mismo, con lo que en la parapsicología científica se denomina Efecto Kirlian o Efecto Corona.
Este fenómeno descubierto accidentalmente en 1939 por el matrimonio Semyon Davidovich Kirlian y Valentina Kirlian, mientras trabajaban con campos electromagnéticos en el Hospital Alma-Ata de la antigua Unión Soviética, y que fue muy investigado en los años sesenta y setenta del siglo XX, consiste básicamente en la detección fotográfica de un halo luminoso alrededor de dedos, manos, pies, plantas y objetos inanimados diversos. Ese curioso halo aparecía incluso, prácticamente completo, en hojas mutiladas, haciendo pensar a los investigadores que podía existir un doble energético que perduraba como un molde aun cuando físicamente la planta no estuviese completa. En contraposición a esta atrevida propuesta, los más críticos sostienen que el «efecto fantasma» de las hojas cercenadas está generado simplemente por la reutilización de las placas usadas al tomar la foto kirliana de la hoja completa. Aunque la explicación más racional es que se trata de un efecto eléctrico provocado por la interacción de la descarga de alta tensión con el sudor, el agua contenida en el objeto fotografiado y la presión que se ejerce sobre la placa fotográfica usada, se han realizado numerosos experimentos que apuntan hacia otros horizontes íntimamente vinculados con el supuesto campo energético que todos poseemos. Los soviéticos, que trabajaron mucho este terreno, llegaron a relacionar el efecto kirlian con el concepto de «cuerpo bioplasmático», un eufemismo equivalente a la idea de cuerpo astral pero convenientemente —en un entorno comunista— desprovisto de la carga «espiritual» de otras denominaciones. Los Kirlian investigaron el fenómeno durante más de cuarenta años, pero no fueron los únicos. Victor Inyushin, de la Universidad de Kirov en Alma-Ata, Kazajistán, trabajó profundamente sobre este asunto con su colega el biofísico Víctor Adamenko, corroborando efectos como el de la corona fantasma o una más que interesante correlación con los meridianos y puntos de acupuntura. El efecto también sería investigado en los países occidentales, con especial notoriedad por la parapsicóloga Thelma Moss en Estados Unidos, quien comprobó, al igual que otros colegas, que la bioluminiscencia era especialmente intensa en las manos de los sanadores y en aquellos objetos, hojas, semillas, etc., que habían sido manipulados por éstos con la intención de «magnetizarlos» o cargarlos de energía.
Tampoco podemos dejar de mencionar aquí las investigaciones iniciadas en los años treinta del siglo pasado por el profesor de Anatomía de la Facultad de Medicina de la Universidad de Yale Harold Saxton Burr en el terreno de la bioelectricidad y los campos electromagnéticos que genera el ser humano y todo ser vivo. Burr experimentó de forma rigurosa en este terreno, bautizando a este envoltorio como «Campos L», de life, vida, y proponiendo la existencia de subcampos en órganos o sistemas del cuerpo que estaban en equilibrio con el campo general. Estaba convencido, y algunos de sus estudios van en apoyo de ello, de que se podía diagnosticar el estado de salud física y emocional o la evolución orgánica en procesos de convalecencia y curación observando las variaciones en el potencial eléctrico de dichos campos. De la misma manera, para un ojo médico esas variaciones podían indicar la amenaza de una enfermedad o trastorno emergente que podía ser prevenido y tratado por los especialistas. Sus mediciones las realizaba, y se pueden realizar hoy en día, a través de voltímetros convencionales, por lo que sus experimentos fueron replicados muchas veces con éxito incluso por quienes no aceptaban la interpretación de los resultados que hacía Burr. Algunos colegas suyos como el doctor Louis Langman, de la Universidad de Nueva York, verificaron las variaciones de voltaje en mujeres afectadas de cáncer de útero, algo que también comprobó en pacientes psiquiátricos el médico Leonard J. Ravitz, en Yale. Para el descubridor de los Campos L, el campo electro-dinámico es una suerte de matriz o molde que hace posible la formación de los organismos y su mantenimiento dentro de un patrón u orden a lo largo de la vida. Esta idea, curiosamente, encaja muy bien con el concepto de «periespíritu» que veremos más adelante, cuando nos refiramos a la visión espírita del mundo astral. Se haría muy largo mencionar aquí otros muchos estudios que apuntan directa o indirectamente hacia la existencia de un tipo de energía, medible y ponderable, en la que puede estar la clave de ese doble astral o vehículo con el que supuestamente contamos y en el que viaja nuestra conciencia. Citemos apenas un par de ejemplos más. El biólogo ruso y profesor de histología Alexander Gavrilovich Gurwitsch habló de ello en la década de los veinte al describir la existencia de un campo electromagnético —lo llamó energía mitogénica— en los seres vivos que determina su forma y crecimiento, siendo con ello precursor de la idea de los «campos morfogenéticos» y «campos mórficos» popularizados por Rupert Sheldrake. Estos campos mórficos y su solvente defensa por parte de Sheldrake han protagonizado una de las más duras y duraderas controversias científicas en la frontera de lo inexplicable, en las que han sido la diana de virulentos ataques. Según el propio autor, estamos ante «campos de forma; campos, patrones o estructuras de orden. Estos campos organizan no sólo los campos de organismos vivos sino también de cristales y moléculas. Cada tipo de molécula, cada proteína por ejemplo, tiene su propio campo mórfico —un campo de hemoglobina, un campo de insulina, etc. De igual manera, cada tipo de cristal, cada tipo de organismo, cada tipo de instinto o patrón de comportamiento tiene su campo mórfico. Estos campos son los que ordenan la naturaleza. Hay muchos tipos de campos porque hay muchos tipos de cosas y patrones en la naturaleza...». ¿Están estos campos relacionados con el doble astral? ¿Están hechos de la misma «materia» que ese cuerpo sutil que somos capaces de proyectar? Quién sabe.
En tiempos mucho más recientes cabe mencionar el trabajo del alemán Herbert Fröhlich, de la Universidad de Liverpool, quien propuso la existencia de las ahora llamadas Frecuencias Fröhlich, provocadas por vibraciones en las proteínas que harían posible que las células cooperasen unas con otras. La complejidad de los hallazgos de Fröhlich excede el alcance de este libro, pero en esencia nos vuelven a poner sobre la pista de patrones energéticos asociados al ser humano de importancia hasta hace poco ignorada.
A todo ello se han sumado interesantes estudios sobre los biofotones, partículas de luz generadas por nuestro cuerpo a nivel celular. La luz es energía y está demostrado que somos capaces de generar luz, de manera que a estas alturas no debería extrañarnos tanto la idea de que algo así como un campo energético o aura forme parte de lo que somos. Hay muchos estudios sobre este tema, la mayoría realizados en Japón y Alemania, que revelan que las zonas del cuerpo que más biofotones emiten son los ojos y las manos, o que la mayor o menor emisión de esa bioluminiscencia está en estrecha relación con la salud y los estados de ánimo. En este sentido son destacables los estudios del biofísico alemán Fritz Albert Pop, del Instituto Internacional de Biofísica, quien descubrió en los años ochenta, y demostró experimentalmente, que todas las células emitían una radiación lumínica débil que podía servir de comunicación entre ellas, de tal forma que células similares brillaban en la misma frecuencia transmitiéndose información. Una de las conclusiones más prácticas que Albert Pop planteó —además de la médica, dado que detectó variaciones en la emisión de luz en función de la salud del sujeto— fue la utilización de su hallazgo en el terreno de la alimentación, al determinar que los alimentos frescos emitían más luz que los radiados, en conserva o congelados. Años más tarde, en 2005, Mitsuo Himamatsu, del Laboratorio Central de Investigación de Hamamatsu Photonics, también en Japón, realizó un descubrimiento similar al descrito, midiendo la emisión de fotones de las manos, los dedos, la frente, los ojos y las plantas de los pies. En este estudio, la presencia de oxígeno elevaba la emisión de fotones, al igual que el incremento de la temperatura logrado mediante procedimientos como frotarse las manos, algo que llevó a Himamatsu y a su equipo a plantear que el origen de la luz podría estar en reacciones químicas a nivel de la piel. También comprobó que la emisión de fotones era menor en personas enfermas.
Finalmente, en 2009, Masaki Kobayashi, experto en fotónica médica del Instituto de Tecnología de Tohoku, y sus colegas Daisuke Kikuchi, de la Escuela Universitaria de Ciencias Farmacéuticas de Tokio, y Hitoshi Okamura, del Departamento de Ciencias del Cerebro de la Universidad de Kobe, realizaron nuevas mediciones de esta bioluminiscencia y apuntaron que la luz emitida por el cuerpo es demasiado débil como para ser percibida a simple vista, del orden de mil veces más débil, motivo por el que su equipo usó cámaras ultrasensibles basadas en principios criogénicos que manejan temperaturas de hasta –120 ºC, capaces de detectar incluso un solo fotón. No estamos por tanto ante la detección de calor propia de los populares sistemas de infrarrojo, sino de luz situada en el rango visible aunque en proporción muy débil, de tal manera que los biofotones generados por las células del cuerpo humano no guardan correlación alguna con la temperatura corporal ni con el incremento de la microcirculación. De hecho, los investigadores descartaron este punto superponiendo el mapeado de luz biológica con el logrado por infrarrojo a partir de la temperatura corporal; desecharon la relación y además demostraron que en la zona de mayor emisión térmica del cuerpo, a la altura del cuello, los biofotones son casi inexistentes. El estudio permitió comprobar oscilaciones sumamente interesantes en la emisión de luz a lo largo del día. Por ejemplo, detectaron emisiones débiles a primera hora de la mañana y el punto álgido en torno a las cuatro de la tarde, para después descender paulatinamente, sugiriendo una conexión con los ritmos biológicos. Sin duda estamos ante un terreno interesante, que puede tener mucho que ver con la idea del aura, dado que, aunque estos fotones no sean visibles en condiciones normales, no hay que descartar la posibilidad de que personas con mayor sensibilidad puedan verlos, o que incluso ciertos sujetos generen más fotones, como si de luciérnagas de tratase.
Tal y como cuentan místicos y clarividentes, el aura tiene una serie de densidades y colores que aportan información sobre el estado de salud del individuo, su equilibrio mental y emocional, su evolución espiritual, etc. Las enfermedades y trastornos, antes de manifestarse en lo físico, lo hacen primero en esa dimensión energética, de manera que sería posible diagnosticar de forma preventiva a través de la lectura del aura, e incluso sanar en lo físico mediante la sanación en el plano energético. Esa conexión podría estar relacionada con la conciencia dual descrita por los viajeros del astral, un estado en el que los sujetos son capaces de sentir simultáneamente su cuerpo físico y las sensaciones de éste estando fuera de él, mientras se desenvuelven con gran lucidez en su vehículo astral, reteniendo todas sus vivencias al reintegrarse.
A grandes rasgos, en la conexión e influencia descendente desde los planos más sutiles hasta los más densos se encuentra la base de la llamada medicina energética y vibracional, en la que se trabaja manipulando la energía sutil e invisible del ser humano para lograr equilibrarla, desbloquearla o limpiarla, y que eso se traduzca a nivel físico en la desaparición de la enfermedad. La cristalización de esa recomposición energética se llevaría a cabo a través de las diversas modalidades de imposición de manos que existen, técnicas que oscilan desde los tradicionales pases magnéticos hasta el llamado «toque terapéutico», pasando por el emergente reiki. También veríamos ese aparente efecto terapéutico que se puede ejercer sobre el organismo desde el astral o los planos sutiles en prácticas como la oración, la radiónica, la llamada cirugía energética o psíquica, los remedios florales tipo Bach, los cristales y gemas, etc. Ese efecto equilibrador sobre el doble energético y desde éste sobre el físico se obtendría también por medio de la música y el sonido, a través de la meditación, el yoga o de modalidades marciales como el tai chi o el chi kung, y evidentemente también a través de la acupuntura. Para esta conocida terapia, que forma parte de la medicina tradicional china, existe un entramado energético en el ser humano que lo recorre íntegramente, como lo hace el sistema nervioso o el circulatorio. A través de los canales de energía, los meridianos, esa energía vital llamada qi o chi fluye manteniendo la salud, que se ve afectada cuando se producen bloqueos o desajustes. Actuando con agujas, moxas o presión sobre dichos bloqueos, con un profundo conocimiento de los itinerarios que sigue esa energía, se devuelve la salud al individuo. El chi es equivalente al prana del hinduismo, energía universal y natural que lo forma e impregna todo, y que se concentra y proyecta en los llamados chacras, las siete ruedas y centros de energía distribuidos de forma ascendente a lo largo de la columna vertebral. Cada chacra parece corresponder a un cuerpo energético y el trabajo de apertura de estos centros conlleva, no como objetivo pero sí como consecuencia, el despertar de ciertas habilidades que llamaríamos «paranormales». Son los llamados siddhis, supuestos logros o habilidades que se activarían en los seres humanos preparados y que van desde el cambio de tamaño corporal hasta el control de la mente de otros, pasando por ver a través del tiempo, resistir el dolor o adquirir el manah-javah, que no es otra cosa que desplazarse allí adonde el pensamiento quiera, nuestro viaje astral. Los centros energéticos se abrirían y con ellos diferentes niveles de conciencia y «poderes» gracias al ascenso del kundalini, una potente energía que en estado latente yace en el primer chacra.
Conviene tener muy presente que por regla general, en todas estas terapias, disciplinas o doctrinas que acabamos de mencionar importa muy poco si ese campo energético es realmente un doble capaz de salir del cuerpo y moverse con autonomía y conciencia o algo más estático y anclado al cuerpo físico, dado que lo que estos métodos persiguen es un efecto benéfico y ponderable sobre el cuerpo material. Pero no cabe duda de que es una forma, algo indirecta, de sumar apoyos a la hora de objetivar el doble astral.
El Linga-sharira sería, dentro de la tradición yóguica, el cuerpo simbólico, el equivalente a nuestro cuerpo astral. Las referencias más clásicas a este cuerpo se atribuyen a Valmiki, un legendario sabio que enseñó al príncipe Rama las verdades espirituales una vez que éste comenzó a experimentar el desapego, según recogería el texto Loga-vásica, de unos mil años de antigüedad. Valmiki está considerado, con bastante más criterio, como el autor del conocido y más antiguo Ramayana, por lo que tal vez no sea precisamente el hombre que escribió el Loga-vásica. A este escenario, que se nos puede antojar algo confuso, hay que añadir la inmemorial existencia de diversas tradiciones sagradas y escuelas de la India que nos hablan de ese doble energético, cuerpo astral, sutil o etéreo, configurando una tradición milenaria que inspiraría importantes movimientos esotéricos y herméticos surgidos a caballo entre los siglos XIX y XX. La occidentalización y, en opinión de algunos, desvirtuación de esa tradición y prácticas sagradas hindúes sería especialmente notoria en la teosofía de Helena Petrovna Blavatsky, autora y movimiento que el lector encontrará mencionados en diferentes momentos de este libro.
En todo caso y a modo orientativo, en el hinduismo se considera que el ser humano, al margen del alma, tiene tres cuerpos: el cuerpo bruto o sthula sharira, el cuerpo astral o linga sharira y el cuerpo casual o karana sharira. El cuerpo bruto es lo que llamamos cuerpo físico y está integrado o compuesto por los cinco elementos básicos: akash (vacío), vayu (aire), agni (fuego), jal (agua) y prithvi (tierra). Por su parte, el cuerpo astral o vital es el vehículo de la energía prana; contiene los circuitos de energía «nadis», a los que antes hicimos mención, y es el medio que utiliza el alma para abandonar su envoltorio físico en el momento de la muerte. Este cuerpo astral rodea al físico, en él «viven» la mente y el intelecto y está dotado de sentidos y cualidades astrales equivalentes a los del cuerpo material, pero mucho más sutiles y amplios, de manera que se puede ver o bien oír con los ojos del astral de forma mucho más intensa que con los ojos y los oídos físicos. Finalmente, el cuerpo casual sería el vehículo de la conciencia, la puerta de entrada a la conciencia superior, donde se acumulan las experiencias de las vidas terrenales.
Otra visión amplia e interesante del mundo astral y del vehículo que permitiría viajar a nuestra conciencia nos la brinda el espiritismo, y en concreto el espiritismo que sigue la obra del francés Denizard Rivail, más conocido como Alan Kardec, fundador allá por el año 1858 de la Sociedad Parisiense de Estudios Espíritas. Lejos de la visión simplista que todavía perdura sobre el espiritismo, y que ha llevado a reducir esta doctrina a una reunión en penumbra de un grupo de crédulos en torno a la figura del médium de turno, Kardec catalogaba el espiritismo, como acertadamente apunta el psicólogo y profesor de la Universidad Central de Venezuela Jon Aizpurua en su libro Fundamentos del espiritismo, «como ciencia filosófica de consecuencias morales, es decir, una doctrina de triple carácter: ciencia, filosofía y moral; nunca, como puede colegirse, una religión. Naturalmente, el espiritismo es una variante específica y definida del espiritualismo filosófico». El problema, obviamente, como decimos, está en el hecho de haber trivializado lo que es una forma de vida para millones de personas en todo el mundo, basada en principios como la existencia de un Dios, de los espíritus y la capacidad de relacionarnos con ellos, o de conceptos que ya hemos visto como el karma y la reencarnación. Popularmente se confunde la figura de los médiums y el fenómeno de la mediumnidad con el espiritismo, que evidentemente están relacionados pero en absoluto son sinónimos. Se puede dar, y de hecho se da con mucha frecuencia, mediumnidad fuera del espiritismo. La doctrina espírita estructurada o codificada por Kardec a partir de las aportaciones de diversos médiums que canalizaban espíritus incluye abundante información sobre el más allá, la relación entre los vivos y las almas desencarnadas, códigos morales y, como es lógico, sobre la anatomía sutil del ser humano. Y ese aspecto es precisamente el que nos interesa a los efectos de este libro. El ser humano se compondría de tres partes esenciales: el cuerpo físico; el alma o parte indestructible que piensa, ama e individualiza al ser humano; y el periespíritu, el equivalente al cuerpo astral y el que como vehículo del alma la mantiene unida al cuerpo físico durante una existencia terrenal o encarnación. Alma y espíritu serían conceptos equivalentes, aunque los espíritas usan el primero para referirse al espíritu cuando está encarnado y el segundo cuando se produce la muerte y se desliga del cuerpo físico.
Siguiendo la autorizada voz de Jon Aizpurua en materia espírita: «En tanto que el cuerpo físico descansa, el espíritu puede salir del cuerpo, vagar a su alrededor o alejarse, encontrarse con otros espíritus, bien sea encarnados pero en desdoblamiento o desencarnados, manteniendo sin embargo, su vínculo con el organismo por medio de un cordón fluídico, pudiendo llegar a producirse el fenómeno de la bilocación, en el cual puede llegar a hacerse físicamente visible a otras personas, y percatarse de cosas o acontecimientos que allí se desarrollan. Esa aparición es por lo general, de poca concreción, inconsistente y fugaz, y corresponde a la condición denominada por Kardec de “agénere”. Al retornar al cuerpo físico, puede o no recordar lo que ocurrió durante el desdoblamiento. Muchas veces, no recuerda con exactitud los hechos, sino imágenes simbólicas de ellos, como también acontece en los sueños».
El periespíritu no se separa nunca del espíritu, lo envuelve incluso después de la muerte y es el vehículo que permite al espíritu tener acceso a las experiencias físicas a través del cuerpo durante la vida. Nos hemos referido al cuerpo astral como un doble del cuerpo físico, pero en el espiritismo se matiza esta idea y se invierten los papeles, de forma que el cuerpo físico es realmente el doble del periespíritu, que actúa como un molde que rige los procesos biológicos desde las fases embrionarias del ser humano. Al respecto, Aizpurua señala que el periespíritu es «la idea directriz, el molde organizador que orienta la urdimbre o trama de los procesos genealógicos, fisiológicos y genéticos que se desarrollan desde el estado de mórula hasta que se produce el desprendimiento definitivo del embrión del seno materno».
La «materia» o «fluidos» de los que está hecho el periespíritu o cuerpo astral, siempre según las revelaciones que los propios espíritus han dado a los espiritistas, presenta una serie de capas o áreas que varían en densidad en función de si se trata de zonas más pegadas al cuerpo físico que al alma, estando empapado el periespíritu de un fluido universal equivalente al qi o al prana que ya hemos mencionado cuando hablamos de la anatomía sutil en las culturas china e hindú. Este doble es semimaterial, generalmente invisible aunque con la capacidad de hacerse visible, de gran plasticidad y por ello muy maleable y elástico. Al parecer vibra constantemente y tendría características electromagnéticas; son las cualidades mencionadas y otras muchas las que permitirían el fenómeno de la mediumnidad, a partir de la «expansibilidad» de los sentidos del sujeto, del contacto entre el periespíritu del médium y el de la persona desencarnada, o del desdoblamiento que permitiría a otro espíritu ocupar transitoriamente el cuerpo físico del médium.
La teosofía, que mencionamos páginas atrás y que viene a ser un enrevesado cuerpo de conocimiento esotérico surgido en el siglo XIX, nutrido de diversidad de fuentes que incluyen las ideas espiritistas que hemos mencionado, conceptos tomados del orientalismo, el hermetismo occidental, el mundo del misticismo y la religión, así como de la ciencia emergente en su tiempo, propuso a través de su creadora-compiladora Madame Blavatsky una anatomía sutil en la que los seres humanos veníamos de serie, es decir de nacimiento, con siete cuerpos o principios que ella subdividió en una Triada Superior y un Cuaternario Inferior. La triada es inmortal y estaría compuesta por el mónada o sustancia primigenia, la inteligencia y la mente. Por su parte, el cuaternario, de condición mortal, lo conformarían los principios kama-manas, cuerpo astral, cuerpo vital y cuerpo físico. Ambas secciones, superior e inferior, se mantenían conectadas formando una unidad a través de un enlace o puente que equivaldría al cordón de plata al que ya nos hemos referido, puente que Blavatsky llamó antakarana, inspirándose en la tradición hindú y el sánscrito.
De la misma forma que la teosofía se nutrió de cuantas fuentes pudo, el movimiento se convirtió, debido al inusitado éxito y simpatías que despertó en Europa y Estados Unidos, en fuente de inspiración para la creación de numerosas sociedades con características bastante similares. La mayoría ofrecía versiones alternativas, más dinámicas y en sintonía con el desarrollo de las ciencias, tanto de la historia de la humanidad como del origen de la vida y el destino del ser humano, ocupándose de responder a inquietudes trascendentales y espirituales, frecuentemente como sustitutas de las religiones tradicionales. Es así que aparecen descripciones diversas de mundos invisibles y de planos astrales, así como de aspectos energéticos, sutiles e inmortales del propio ser humano, en su mayor parte revelados a los líderes de los movimientos teosóficos por guías, maestros o hermandades espirituales superiores, cuando no recogidos directamente por dichos líderes en el transcurso de estados alterados de conciencia o, incluso, de viajes astrales.
Entre los personajes clave de la época de Blavatsky que hablaron con mayor o menor profundidad del doble astral y que parieron una abundante bibliografía encontramos a Alice Bailey, canalizadora, entre otros guías espirituales, de El tibetano; la inconformista y combativa por causas sociales Annie Besant, que lideró la Sociedad Teosófica tras la muerte de su fundadora; su propio compañero, el clérigo y fundador de la Iglesia Católica Liberal Charles W. Leadbeater, quien al parecer viajaba en astral, junto a Besant, a escuelas de aprendizaje superior y escribió, en su condición de presunto clarividente, tratados sobre el aura o los chacras cuya influencia sigue vigente; o Rudolf Steiner, tal vez el de mayor talento y el más respetado en la actualidad.
Leadbeater fue especialmente prolífico en el tema que nos ocupa. En su obra El plano astral, visiblemente influenciada por las ideas del espiritismo que triunfaban en su época, comienza por describir las diferentes dimensiones por las que discurre la existencia en nuestro sistema solar, planos a los que ciertos individuos pueden acceder, como se supone que era su caso. «Los nombres dados a estos planos —escribe este autor— considerados en orden de materialidad desde el más denso hasta el más sutil, son: físico, astral, mental, búdico, nirvánico, monádico y ádico. Estos dos últimos están todavía tan lejos de nuestra capacidad conceptiva, que de momento podemos prescindir de ellos. Conviene advertir que la materia de cada uno de estos planos o mundos difiere de la del inmediato inferior en análogo modo, aunque de muchísimo mayor grado, a cómo los gases difieren de los sólidos. En efecto, los estados de materia que llamamos sólido, líquido o gaseoso son meramente las tres subdivisiones inferiores de la materia física.» De hacer caso a este autor, el plano astral estaría a su vez subdividido en siete subplanos, aunque todos ellos compartirían dos características esenciales: la capacidad que tienen sus habitantes para modificar su aspecto y sorprender al humano que accede a ese plano y que la visión en el astral es muy diferente y mucho más amplia que en el mundo físico. A este respecto, Leadbeater apunta que «en el plano astral se ven los objetos de todos lados a la vez, y el interior de un sólido es tan visible como la superficie. Así no es extraño que un visitante inexperto tropiece con dificultades para comprender lo que realmente ve, y que se le agrave la dificultad al expresar su visión en el inadecuado lenguaje de los idiomas corrientes. Uno de los más frecuentes errores de la inejercitada vista astral es la permutación de las cifras de un número y leer por ejemplo 139 en vez de 931 o 931 en vez de 139». Curiosamente, otros viajeros como Monroe y Oliver Fox hablan, en sus experiencias astrales, de ciertas dificultades para leer correctamente. De hecho, en el caso de Fox, si intentaba leer algo o trataba de hablar o tocar algo, corría el riesgo de frustrar la experiencia y terminar con el viaje.
Este autor, además, hace una descripción detallada de lo que nos podemos encontrar en el mundo astral, de sus habitantes. Remitimos al lector interesado en la particular visión de este ocultista a la lectura de la obra mentada El plano astral, de manera que aquí apenas mencionaremos a esa ciudadanía para aplacar levemente la curiosidad que el asunto haya podido despertar. Existen tres grandes grupos, los habitantes humanos del mundo astral, los habitantes no humanos y los habitantes artificiales. En el primer grupo tenemos a los encarnados o vivientes, que acceden al mundo astral teniendo también una existencia física, como suponemos será el caso de la mayoría de los lectores, y a los desencarnados o muertos, que ya no viven en el plano físico.
Entre los vivientes tenemos cuatro clases, «los adeptos y sus discípulos; el individuo psíquicamente desarrollado, pero no sujeto a la guía de un adepto; el individuo vulgar, y el mago negro y sus discípulos». En cambio, en el grupo de los desencarnados contamos nada menos que con nueve variantes, que incluyen a los nirmânakâyas, entidades muy evolucionadas y raros en el astral; los «discípulos» en espera de reencarnación, también difíciles de encontrar; el «hombre ordinario» tras la muerte, que permanece en el astral en función de su moralidad, evolución y apego a lo físico; la «sombra», que vendría a ser una suerte de doble en descomposición de aquellos humanos que superan el astral, compuesto por desechos de las subcapas del cuerpo astral y de las inferiores del mental; el «cascarón», que Leadbeater define como «el cadáver astral en el último grado de desintegración, cuando ya no le queda ninguna partícula de materia mental»; el «cascarón vitalizado»; los «suicidas» y víctimas de accidentes; «vampiros y lobos»; el «mago negro» y sus discípulos.
El segundo gran grupo de este censo astral, como vimos, está constituido por los habitantes no humanos, donde hay cuatro variedades: la esencia elemental perteneciente a nuestra evolución; el cuerpo astral de los animales; los espíritus de la naturaleza; y los devas.
Finalmente, al tercer y último grupo pertenecerían los elementales formados inconscientemente, los elementales formados conscientemente y los llamados elementales artificiales humanos.
Sin perjuicio de que necesariamente volvamos, en lo que resta de libro, a recurrir a sus valiosas experiencias y reflexiones, entendemos interesante completar ahora la visión que del plano astral y sus habitantes aporta el viajero astral Robert Monroe, que antes citamos parcialmente, y desarrollar los someros apuntes que hemos dado hasta ahora. Recordemos que Monroe deja claro en su libro Viajes fuera del cuerpo que sus recorridos astrales se desarrollaban en tres planos diferentes. El «Escenario I» se corresponde, según sus experiencias, con el mundo físico, de manera que lo que él denomina segundo cuerpo viaja por nuestro mundo tal cual lo entendemos, aunque con la capacidad de percibirlo con mayor amplitud, superar sus barreras físicas, etc. Monroe reconoce que para él éste es el único escenario en el que entendía que se podían realizar experimentos que de forma externa y objetiva permitiesen obtener pruebas de la realidad de sus viajes. Éste sería el caso de experimentos que Monroe afrontó con desigual éxito como el de describir escenas que sucedían en otros lugares, visualizar imágenes, palabras o cifras seleccionadas y custodiadas de forma impoluta por los investigadores, etc. La idea subyacente en ese libro, y también en este que ahora maneja el lector, es precisamente conseguir tener la experiencia del desdoblamiento controlado en este escenario.
El siguiente plano es el «Escenario II», que dicho autor considera el medio natural del segundo cuerpo, y que entendemos debe ser el mundo o plano astral al que se refieren los ocultistas, un territorio en el que el pensamiento juega un papel fundamental como elemento creador de experiencias, escenarios, comunicación, etc. Estamos ante una especie de mundo virtual en constante transformación en el que, como sentencia de forma muy gráfica este autor, «las Preferencias atraen a las Preferencias». Con su particular estilo, Monroe advierte que: «La mejor presentación del Escenario II es sugerir una sala con un rótulo en el dintel de la puerta: “Por favor, revise aquí todos los conceptos físicos”. Si acostumbrarse a la idea de un Segundo Estado es una experiencia incómoda, el Escenario II puede ser difícil de aceptar. Seguro que produce efectos emocionales en la medida en que modifica seriamente lo que hemos aceptado como realidad. Es más, muchas de nuestras doctrinas religiosas e interpretaciones subsiguientes quedan abiertamente en cuestión. (...) Está habitado, si se puede decir así, por entidades con diversos grados de inteligencia con las cuales es posible la comunicación».
Por último, Robert Monroe, quien por cierto sistematizó un método o técnica para aprender a viajar por el astral basada en todas sus experiencias, que más adelante comentaremos, describió un último territorio, el «Escenario III». La inmensa mayoría de los relatos de este viajero del astral se salen de lo que uno está habituado a escuchar cuando alguien nos narra algún lugar visitado de forma convencional. Recordemos la dificultad que se presenta, y que previsiblemente se nos presentará, para expresar lo que vivimos, lo que se ve, se oye y se siente en las experiencias de desdoblamiento. Teniendo en cuenta todo ello se podría decir sin reservas que el Escenario III era un mundo paralelo en el que Monroe, cuando viajaba, podía vivir a través del cuerpo de un habitante de ese mundo. Simplemente se metía dentro de ese cuerpo, desplazando la «identidad», el «alma» o la «conciencia» de esa otra persona. De alguna manera era una posesión, o algo muy similar a lo que experimentan los médiums, aunque en este caso era Monroe quien hacía de espíritu. Nuestro protagonista se dio cuenta de que siempre que accedía a este mundo paralelo se producía una secuencia de acontecimientos muy concreta: notaba la vibración o aceleración habitual previa a la salida de su segundo cuerpo; realizaba un giro o rotación con ese cuerpo sutil de 180 grados, de forma que su doble se colocaba boca abajo, enfrentado a su cuerpo físico, que estaba tendido boca arriba; y tomaba contacto y penetraba por un agujero que le llevaba a esa otra dimensión, algo que se podría interpretar como un portal o brecha entre mundos. Ese tercer escenario «resultó ser un mundo de materia física casi idéntico al nuestro —escribe Monroe—. El medio natural es el mismo. Hay árboles, casas, ciudades, personas, objetos y todos los demás elementos de una sociedad razonablemente civilizada. Hay casas, familias, empresas y personas que trabajan para ganarse la vida. Hay carreteras por donde transitan los vehículos. Hay trenes y vías».
En sus visitas a este mundo alternativo descubrió que la gente se organizaba de forma muy similar a como lo hacemos nosotros. Se casaban, estudiaban, tenían hijos, se divorciaban, etc. Experimentaban, en suma, un abanico de situaciones y emociones muy similares a las nuestras. Las calles eran más anchas que las terrestres y los vehículos también parecían ser más amplios, lentos y con una organización o distribución interna diferente a los terrestres. Al parecer se abastecían energéticamente de una manera desconocida. «El desarrollo científico es muy peculiar. No hay ninguna clase de aparatos eléctricos. La electricidad, el electromagnetismo y cosas por el estilo son inexistentes. No hay luz eléctrica, teléfono, radio, televisión ni energía eléctrica. No existe combustión interna, gasolina ni petróleo como fuente de energía. Sin embargo, se utiliza energía mecánica.» Para no extendernos más de la cuenta diremos que en sus viajes astrales a este mundo Monroe llegó a vivir casi una vida paralela. Al cabo de unos pocos viajes, se automatizó su condición de huésped, entrando en el cuerpo y viviendo la vida de ese otro individuo con el que al parecer tenía cierto parecido físico. Aunque no lo dice explícitamente, da a entender que las «posesiones» incidieron de forma negativa en la vida normal de su anfitrión, al menos en el ámbito familiar. Generaban situaciones de amnesia al ser desplazado el anfitrión de su propia vida por la conciencia de Monroe, o bien manifestar comportamientos infrecuentes en situaciones rutinarias para el anfitrión y su entorno, pero desconocidas por completo para Monroe. Éste se veía obligado a improvisar, y aunque salía airoso en alguna ocasión, generaba perplejidad y posiblemente problemas en la mayoría de los casos, al estilo de la ficción de las comedias que tantas veces hemos visto en el cine en las que las identidades y los cuerpos de dos personas se intercambian.
La verdad es que las experiencias de Monroe en este Escenario III parecen bastante excepcionales y sería una sorpresa que las experimentase algún lector convertido en viajero astral. Buscando respuestas a sus singulares vivencias, el autor especulaba con varias posibilidades: «Podría ser un recuerdo, racial o de otro tipo, de una civilización física terrestre anterior a la historia conocida. Podría ser otro mundo terrestre situado en otra parte del universo, accesible de alguna manera mediante manipulación mental. Podría ser un duplicado antimateria de este mundo físico terrestre, donde somos lo mismo, aunque diferente, enlazados pieza a pieza por una fuerza que rebasa con mucho nuestra comprensión actual».
Nuestro primer ejercicio ha consistido en aprender a relajarnos, una práctica que como ya indicamos será altamente beneficiosa en nuestras vidas, con independencia de que intentemos o no viajar en el astral.
De acuerdo con los datos expuestos y otras experiencias que iremos viendo, la mayor parte de la información que se retiene durante los desdoblamientos parece ser visual, imágenes, y en segundo lugar auditiva, palabras, sonidos, etc. A estas alturas también debemos tener claro que resulta complicado expresar lo que se experimenta, traducirlo en palabras, en especial por el hecho de que las cosas generalmente se ven, se escuchan y se perciben de forma algo diferente. Los ocultistas, yoguis, etc., hablan de sentidos astrales, y hemos de entender que algo así debe considerarse como plausible en la medida en la que nuestros órganos visuales se quedan apaciblemente recostados con el resto de nuestro cuerpo físico cuando se producen los viajes. No olvidemos además que la gente dice que puede ver en todas las direcciones de forma simultánea, por lo que ese dato ya debería ser suficiente para entender que la visión es diferente. Aunque procesamos en imágenes, en sonidos, etc., es obvio que toda esa información no nos llega a través de los sentidos convencionales. La interpretación escéptica de este fenómeno hace intervenir, en la vivaz recreación de la salida y desplazamiento fuera de nuestro cuerpo, a nuestra imaginación y al inagotable almacén de información sensorial que tenemos en nuestra memoria. Así pues, tanto si optamos por la objetividad como por la subjetividad del fenómeno, nos vendrá bien calibrar nuestra capacidad para visualizar, entrenarnos para «ver» con la mente. Será beneficioso a la hora de acelerar ciertos ejercicios que nos conducirán a la proyección, como es el caso de la técnica de la Puerta Pineal de Oliver Fox o las sugeridas por Lobsang Rampa, aunque también nos será muy valioso a la hora de retener y verbalizar lo observado en esas experiencias. Lo podemos asumir como el entrenamiento de un «músculo» que se ejercita y está en forma, o incluso como unas lentes de visión perfectamente calibradas, capaces de permitirnos ver con mayor profundidad y definición. La mayoría de los proyeccionistas consideran que tener cierta práctica en visualización ayuda de forma muy especial en el proceso del desdoblamiento inicial y también en los desplazamientos cuando ya se dominan las salidas. Adiestrarse en este terreno no le llevará mucho tiempo. Bastará con ir introduciendo sencillos ejercicios de visualización mientras se practica la relajación. Por ejemplo, como vimos antes, durante la pauta respiratoria que se use en la relajación se puede imaginar que al inspirar el aire, éste es de color blanco brillante o cualquier otro tono que nos guste, y que recorre o impregna todo el cuerpo a medida que se van llenando los pulmones.
El practicante puede probar también a realizar la relajación siguiendo una cuenta atrás, de diez a cero, visualizando cada uno de los números con cada inspiración.
También le aconsejamos que, ya sea practicando la relajación concienzudamente o bien en momentos en los que pueda estar recostado o acomodado en su sofá, pruebe a dejar volar su imaginación y se vea saliendo de su cuerpo, desprendiéndose como un doble y merodeando por su casa. Intente visualizar su casa, sus rincones preferidos, etc. Puede probar a imaginar cómo sale de su casa y recorre los alrededores, ya sea caminando o volando.
Rampa, en su obra Tú, para siempre, recomienda este tipo de visualización como medio preparatorio cuando escribe: «Imagine que está esforzándose por sacar de sí mismo otro cuerpo; imagine que la forma espectral del cuerpo astral está empujando para separarse del cuerpo físico. Lo sentirá subir, de forma parecida a como asciende un pedazo de corcho hacia la superficie del agua; lo sentirá separarse de sus moléculas carnales. Se producirá un hormigueo muy ligero, y después llegará un momento en que dicho hormigueo cesará casi totalmente. Tenga cuidado en este momento, porque el siguiente movimiento será un estremecimiento, a menos que cuide de evitarlo, y si se estremece violentamente su cuerpo astral, volverá a caer bruscamente en el físico».
Quizá le cueste imaginar ese hormigueo, pero lo importante es que usted intente ser capaz de verse en esas situaciones mentalmente, recreándolas con el mayor detalle posible. A medida que practique le será más fácil conseguir visualizar lo que quiera, y cuando ponga en marcha los ejercicios de proyección, los podrá ejecutar con mayor facilidad. Una vez fuera, y aunque no conocemos muy bien los mecanismos, parece ser que esa habilidad visualizadora le será de gran ayuda. Recordemos las experiencias de Robert Monroe en su Segundo Escenario, donde «desear-imaginar» era estar o crear al instante.
Finalmente, y como algo que se puede hacer en cualquier momento, le recomendamos que haga visualizaciones exprés, algo tan sencillo como pensar en una «manzana verde» y visualizar una manzana verde, para después repetirse el ejercicio con «manzana roja» y verla de ese color, y así con «manzana azul», «manzana naranja», etc. Podemos probar con otros objetos o elementos, verlos como son y a continuación alterarles el color, el tamaño, la cantidad u otras características.