JOAQUÍN FERRÁNDIZ

EL ASESINO ENCANTADOR

Era educado, introvertido y con cierto aire misterioso que gustaba a algunas mujeres. Ojito derecho de su madre, empleado de una empresa de seguros de día y miembro de una pandilla de jóvenes urbanos al caer la tarde. Nadie podría pensar que Joaquín Ferrándiz, Ximo para sus amigos, era también un psicópata. Un hombre que los fines de semana recorría las calles de Castellón y Benicassim en busca de alguna joven sola. Así asesinó a cinco mujeres entre 1995 y 1996. Y lo intentó con, al menos, dos más hasta que fue detenido en 1998. Condenado a 69 años de cárcel, Ximo ya había estado en prisión diez años atrás por una violación, aunque entonces logró persuadir a su familia y sus amigos de que era inocente. De vuelta a las calles, con su sonrisa y su ingenio convencía a chicas solas para acompañarlas a casa; cuando su encanto no funcionaba provocaba un accidente de tráfico y se presentaba como un providencial salvador, dispuesto a llevar a la joven herida al hospital. Nadie sospechaba de él, e incluso un camionero estuvo en prisión por tres asesinatos que fueron obra suya. Él es el ejemplo más reciente de asesino en serie español al estilo norteamericano. Por eso la Guardia Civil utilizó técnicas del FBI para capturarlo.

Cazador de mujeres

Castellón, Benicassim, Oropesa, como cualquier otra zona turística, bullían el 1 de julio de 1995. El comienzo del verano atraía a cientos de jóvenes en busca de diversión. Dos de ellos, Sonia y Joaquín se conocían de vista, de frecuentar el Comix y otros bares de la zona. Esa noche volverían a encontrarse.

«Celebrábamos mi cumpleaños», recuerda Alejandro Gil. La pandilla de Joaquín se citó en el bar Sequiol de Castellón. Era una jornada más de un grupo de jóvenes entre 25 y 35 años. Todos con trabajo y vida estable, muchos con pareja. Joaquín, Ximo para sus amigos, se unió luego a la fiesta. «Tomamos unas copas, fuimos a cenar a Benicassim.» La noche avanzaba entre alcohol y risas. De pronto, Ximo, que estaba observándolo todo, «escaneando», como a él le gustaba decir, se acercó a Alejandro con una propuesta sorprendente.

—Conozco un camino aquí cerca donde se ponen unas putas. Es tu cumpleaños, te invito.

—No jodas, Ximo, vamos con toda la gente a la discoteca.

Alejandro recordaría luego que a su amigo no pareció importarle su negativa y poco después de las 3.00 de la madrugada la pandilla al completo llegaba a la discoteca del hotel Orange. Dos horas más tarde, Ximo se fue de allí sin despedirse.

Sonia y Consuelo habían empezado la noche cenando con varios amigos en la pizzería Caruso. Sonia parecía animada. «La Terremoto», como llamaban a la estudiante de Filología, había vuelto con ganas de Inglaterra. En realidad estaba preocupada, porque había engordado y no le gustaba la fama que tenía entre algunos compañeros suyos. Pero no era el momento de deprimirse. Acababa de trasladarse a la casa de verano de sus padres, y ni siquiera le había dado tiempo a deshacer la maleta. Sonia y sus amigos se tomaron una copa en el pub La Luna, luego fueron al Trogolitro, al Tránsito... A las 4.30 de la madrugada, Sonia y una amiga llegaban a la discoteca del Orange. Pasaron allí una media hora y luego salieron. Consuelo se despidió en un cruce y Sonia siguió andando por la Gran Avenida, le quedaban sólo 400 metros para llegar a casa. De pronto, un coche gris se paró a su altura y una sonrisa asomó desde la ventanilla.

—Sonia, ¿te acerco a casa?

Lo conocía de vista, del Comix, era amigo de Alicia, la camarera. Creía que se llamaba Ximo. Parecía majo y era guapo. Sonia lo pensó un segundo y subió.

«Comienza el juego sexual, besos, caricias, mientras se dirigen a un lugar donde frecuentemente van las parejas. Sonia no desea continuar, se resiste y quiere regresar. El agresor la golpea, la ata, la amordaza, la amenaza, la viola, sometiéndola a múltiples asaltos, vejaciones y humillaciones. Bajan del coche, la lleva desnuda en estado tal vez semiinconsciente. Su intención era ya acabar con su vida [...]. El agresor es una persona que lleva una vida aparentemente normal, de carácter frío y hostil, posiblemente vengativo, fácilmente excitable. Presenta procesos que le conducen a pensar que las mujeres envían mensajes ambiguos que desconciertan a los hombres.» (Informe sobre el crimen emitido por Adriana Rey, psicóloga. Valencia, 11 de marzo de 1996.)

Tras ocultar el cuerpo de Sonia, Ximo volvió a la casa de Castellón donde vivía con su madre y se echó a dormir. El lunes siguiente acudió a su trabajo en la empresa Mediban, S. L. y el fin de semana volvió a ver a Charo, una camarera con la que tonteaba. Mientras, la búsqueda de Sonia por calles, caminos y desde programas de televisión no obtenía resultados. Simón, un chico gay que era el mejor confidente de la joven desaparecida, dio a la policía el retrato más fiel de su amiga: «Sonia necesitaba tener pareja, pero no lo conseguía, por eso bebía mucho. Si se subió al coche de alguien es porque lo conocía.» Así encontró Ximo a Sonia, indefensa, insegura, con ansias de hallar el amor verdadero, preocupada por la reputación de joven promiscua que iba adquiriendo entre sus amigos y también por la salud de su abuela, ingresada en el hospital. Pero la policía no acababa de centrar el caso; al principio se pensó que podría tratarse de una escapada con un noviete.

El verano avanzaba y Sonia no volvía. Entre tanto, Ximo seguía saliendo con su pandilla. De madrugada, cuando casi todo el mundo se desinhibía, él observaba a las mujeres y acumulaba información. Así sabía cómo era cada chica cuando bebía, quiénes eran sus novios, si les eran fieles, cuáles eran sus puntos débiles. Eso explica su larga serie de conquistas, la mayoría, eso sí, efímeras.

«Entonces fue cuando empecé a desmoralizarme a nivel muy alto, al darme cuenta de la clase de chica que era. Mi antigua antipatía se ha transformado en odio. [...] Con esta pérdida, sumada con la de Mari Ángeles y Cirila, mi vida sentimental se encuentra totalmente paralizada, en un bache difícil de empezar. A pesar de todo no me desanimo y sigo sacando chicas a bailar en lo lento cuando voy a las discotecas.» (Diario de Joaquín Ferrándiz Ventura.)

Las chicas y Ximo tenían una intensa y vieja relación. Como Casanova, como Landrú, Ximo sentía una pulsión extraordinaria hacia las mujeres. Algo que había empezado en 1980, cuando era apenas un chaval y escribía un diario. En aquel entonces, como luego de adulto, ejercía de conquistador con las chicas, las seducía, pero luego lo dejaban y se obsesionaba. Sin embargo, sus escritos íntimos no mostraron nunca a un chico realmente enamorado.

«En una tanda de lento se me ocurrió declararme, no porque me gustara mucho, sino porque hacía tiempo que no salía con ninguna. [...] Desde que entramos hasta que salimos no paramos de besarnos, descubriendo que es una auténtica insaciable. [...] Haciendo balance, podría escribir que sólo en discotecas, bailando en la tanda de lento, he conocido a 24 nuevas chicas, 18 [da los nombres] son simpáticas, cuatro son regulares y dos son antipáticas. Estoy estancado con unas ideas y una forma de ver un poco raras a veces, lo único positivo es que soy consciente y lo reconozco.» (Diario de Joaquín Ferrándiz.)

Fue entonces, en 1983, cuando Ximo encontró a Beatriz. «Lo conocí en el pub Charleston, en Navidades y en febrero nos hicimos novios. Él estaba haciendo la mili. Era cariñoso, detallista, simpático y muy meticuloso. Era perfecto en todo lo que hacía. Tenía mucha facilidad para relacionarse con la gente y en su vida había un gran vacío por la muerte de su padre.» Por aquellos años, Ximo trabajaba limpiando cristales y luego como pintor. En 1986, los dos jóvenes comenzaron a tener relaciones sexuales «normales». Formaban una buena pareja y sus familias se ilusionaron con la boda. Pero en abril de 1989, ella decidió romper la relación. Aparentemente, Ximo lo aceptó con normalidad y una sonrisa.

«Su forma de ser no me gusta y me paso los días pensando en romper con ella a pesar de que no me conviene, pues necesito que su padre me enchufe en la azulejera donde trabaja. En fin, de esta locura que salga lo que Dios quiera.» (Diario de Joaquín Ferrándiz Ventura.)

Finalmente, el joven consiguió el trabajo como ceramista en Marazzi Ibérica gracias al padre de Beatriz. El 6 de agosto de 1989, Ximo salió a celebrarlo con dos amigos: un sargento del Ejército y un funcionario de prisiones. La noche se calentaba con alcohol y Ximo se desinhibió: «He discutido con mi novia, creo que me pone los cuernos. Las mujeres son una mierda». Los demás le restaron importancia y de madrugada todos se fueron a casa menos Ximo, que conducía su coche por el camino de El Palmeral. Delante de él, en una moto viajaba una joven de 18 años, María José. Ximo la adelantó y la tiró al suelo. Luego se detuvo a ayudarla. «El coche dio marcha atrás y se bajó un chico de 20 o 25 años. Era moreno, de ojos castaños y llevaba gafas de sol.» Joaquín se mostró apesadumbrado y se ofreció a llevar a la chica al hospital. María José, que sangraba por el pie izquierdo, accedió: «Su aspecto daba confianza y pensé que así podría tomar sus datos para el seguro». Ximo cogió por el hombro a la chica y la subió a su coche. Ella se fijó en la imagen de una Virgen que llevaba en el salpicadero y pensó que estaba a salvo.

«Se metió por un camino entre naranjos, yo le dije, por ahí no se va al hospital, pero él contestó que era un atajo. Me dijo que me callara. Paró el coche. Me cogió la cabeza con las dos manos y me la inclinó sobre mis rodillas. Yo llevaba el tobillo izquierdo fuera y los tendones colgando. Me dijo, voy a estar contigo, si no haces lo que yo te diga, te clavo la navaja y aunque estés sangrando te lo haré igual.» (Declaración de María José, víctima de Joaquín Ferrándiz.)

Ximo le tapó los ojos con unos pañuelos de papel y cinta aislante. «Hablaba educadamente, no decía tacos», recuerda María José. Le quitó la ropa y le ató los brazos al cabezal del asiento. Le metió un trapo en la boca. Aterrorizada, la joven oyó cómo se abría una cremallera. «Relájate.» De repente oyó un zumbido, había conectado un consolador. Trató de penetrarla, pero no lo consiguió. Le apretó el cuello y le acercó el cuchillo. Ella notó el frío de la hoja. «Mira que puedo matarte», la amenazó. Otra cremallera abierta. Sintió un líquido en la zona genital, le estaba poniendo un lubricante vaginal. Pero tampoco así logró penetrarla. Le golpeó, la insultó y le dio tres puñetazos en la cara. Después, el silencio. «Déjame y no diré nada a nadie», le suplicó ella. Ximo la desató y le ordenó que se vistiera. Arrancó el coche, ella seguía con los ojos tapados. De pronto, se detuvo y la ordenó bajar. El coche se alejó. Ella se quitó la venda de los ojos. Estaba frente a un hospital.

La joven acusó a Ximo de violación. La policía lo detuvo y encontró sangre en su coche. María José lo identificó en una rueda de reconocimiento. Estaba perdido. Sin embargo, reaccionó con una inteligencia fuera de lo común y ofreció una coartada. «La sangre es de una amiga que se llama Ana, se cortó en un pie y la llevé en coche a un centro de salud.» Ana ratificó en comisaría lo que dijo su amigo. Gracias a que el grupo sanguíneo de las dos chicas era distinto, Ximo no fue puesto en libertad.

Aquella tarde de 1989 Joaquín Ferrándiz escribió el primer capítulo de una historia protagonizada por un personaje, el de víctima inocente, que le acompañaría durante muchos años. En los pasillos de comisaría gimoteaba, lloraba y suplicaba a su madre. «Mamá, por el amor de Dios, sácame de aquí, que yo en mi vida he hecho mal a nadie. Mamá, díselo tú, habla con ellos que a mí no me hacen caso... Que me arruinan la vida, mamá.» Cuando las pruebas en su contra fueron abrumadoras, Ximo anunció a su madre que se iba a declarar culpable para evitar problemas. «Hijo, no tienes por qué inculparte», le replicaba doña Asunción, pero él tenía respuesta para todo, para confesar y seguir siendo inocente. «Voy a decir que he sido yo, ellos dicen que es lo mejor. [...] Mientras se aclara, que no se entere nadie. ¡Qué vergüenza!, mi hermana, que no se entere la nena; mis amigos, que no se enteren, mamá.»

Lo condenaron a 14 años de prisión. Su madre organizó una cruzada, recogió firmas a su favor, visitó al Defensor del Pueblo, participó en programas de radio denunciando el atropello contra su hijo. Mientras, la víctima, María José, sufría llamadas anónimas en las que la amenazaban.

«Niña, ¿por qué mientes?, ¿por qué?, ¿a quién temes más que a Dios?, ¿a tu padre acaso?... ¿Qué te hizo ese canalla para que se lo hagas pagar a un inocente? [...] Te has presentado cara al mundo como una chiquita dulce e inocente, llena de candor, modosita, sumisa... Pero ¡ay, pobre de ti!, te compadezco. ¿Hasta cuándo podrá tu conciencia dejarte vivir tranquila? [...] ¡Ay, nena! Y pensar que el día de mañana tú serás madre... Te diré una cosa, niña cruel y despiadada, Dios está por encima de tus mentiras, de tu padre y su dinero y tarde lo que tarde él hará justicia.» (Carta de Asunción Ventura, madre de Joaquín Ferrándiz, a la primera víctima de su hijo.)

En la cárcel de Castellón, donde vivió desde agosto de 1989 hasta el 4 de abril de 1995, Ximo se integró extraordinariamente. No se relacionaba con presos conflictivos y trabajaba en el comedor, la lavandería y el economato de la prisión, lo que le hizo reducir su condena en más de dos años. En 1990 realizó la prueba de acceso a la universidad para mayores de 25 años, además escribía en la revista La Saeta y participaba en el grupo de teatro. Recibía visitas y apoyo de su familia y sus amigos, que le seguían creyendo inocente. Su ex novia, Beatriz, accedió a volver con él mientras estuviera en prisión.

Su madre le escribió: «De esta experiencia saldremos todos más fuertes. Estoy muy orgullosa de ti, siempre lo he estado, pero ahora mucho más». El 4 de abril de 1995, Ximo se despidió de los funcionarios de la prisión. Todos le desearon suerte, creyendo que no volverían a oír hablar de él.

«Cociente intelectual de 120, 30 por ciento superior a la media. Emocionalmente estable. No se observaron anomalías psicológicas ni factor de relevancia criminógena. Agresividad alta, pero sometida a control. Buena capacidad para contener la ansiedad. Respeta y acepta la autoridad, no se considera delincuente. El trato que mantuvo con el personal fue correcto, educado y no conflictivo.» (Informe de la prisión de Castellón sobre Joaquín Ferrándiz.)

Beatriz lo había dejado de nuevo, pero Ximo salía de la cárcel con trabajo y el apoyo de su familia y sus amigos. Tres meses después, volvió a las viejas costumbres. Una madrugada le propuso a su colega Antonio irse a La Ralla, un lugar situado junto a la vieja N-340, en el que mujeres heroinómanas hacían la carretera. Antonio pensó que Ximo necesitaba sexo tras salir de la cárcel y accedió. Pese a la oscuridad, Ximo localizó a dos mujeres y pagó cuatro mil pesetas por dos felaciones. Pero algo fue mal: la prostituta que trataba de hacer feliz a Ximo se bajó del coche y dijo que «no se le empinaba». Los dos jóvenes volvieron a casa. En septiembre, Ximo regresó a la zona con un compañero de trabajo, pero esa vez la mujer a la que había pagado bajó del coche dando gritos y le acusó de pellizcarle los pechos.

Joaquín Ferrándiz era visitante asiduo de las prostitutas de La Ralla, un universo terminal de mujeres que cobraban dos mil pesetas por felación y no podían elegir sus clientes ni sus chulos. Allí habían acabado Mercedes Vélez, Natalia Archelós y Francisca Salas, las tres con menos de 30 años y la vida rota. El marido de Mercedes, Francisco, murió de sobredosis. Habían tenido dos hijos y ella trabajaba en un bingo para mantenerlos. Luego ella cayó en la heroína y desde 1994 era Merche. Natalia, Nati para los clientes, era cinco años más joven, pero tenía una trayectoria casi idéntica a las demás. Francisca, Paqui para los chulos, había dejado a sus padres un año antes. Tres historias de carretera y de coches que se detienen, de felaciones a hombres casados, juergas de estudiantes y alivio de jubilados.

En ese ambiente, las tres buscaron la protección del Lisones, un proxeneta gitano que les garantizaba que nadie, excepto él, les haría daño. Pero en abril de 1995 al Lisones lo habían metido en la cárcel. Fue entonces cuando a La Ralla llegó Rafael El Francés con una jugosa oferta: buscaba chicas para un club, pagaba cinco mil pesetas por cada cliente, dinero para peluquería y toda la droga que quisieran. Merche, Paqui y Nati no pudieron resistirse. Un viernes se fueron a Calanda (Teruel), pero el lunes estaban de vuelta en La Ralla. Habían huido aprovechando un descuido de El Francés, pero el hombre fue tras ellas y les reclamó sesenta mil pesetas. Las golpeaba, las acosaba. Una mañana le puso un cuchillo en el cuello a Paqui. Al día siguiente, ella fue a casa de su amiga Noelia y se despidió: «Seguramente no nos veremos más. El Francés viene a por mí. Pero tengo que salir a chutarme. Prefiero morir de sobredosis antes que me coja alguno de ésos».

«Lo paso bastante mal, ¿sabes, nene? El Francés ha ido ofreciendo material a gente para que le digan dónde nos puede ver. El otro día me encontré debajo de la puerta de casa una nota que decía: “Ya te puedes esconder en el coño tu madre, puta, que de ahí mismo te sacaré y te cortaré el cuello”.» (Carta de Mercedes Vélez a su proxeneta, El Lisones, preso en la cárcel de Castellón.)

Aterrorizadas pero enganchadas. Las tres mujeres acudían a La Ralla sabiendo que allí iban a ser golpeadas, insultadas, posiblemente asesinadas. Así que cuando un joven bien parecido aparcaba un Seat Ronda y preguntaba «¿cuánto?» era casi un alivio subir para hacerle un servicio. Para las tres ése fue, también, su final. Primero fue Nati. La última vez que un cliente la vio con vida fue el 22 de mayo de 1995. El hombre recordaba la fecha porque esa noche había acudido a una actuación de Norma Duval en Almazora.

«Que Natalia Archelós Olaria, conocida como Nati, solía ponerse a partir de las 20 o 21 horas en la carretera frente al club La Ralla, relacionándose poco con las demás chicas, siendo con Francisca Salas León, Paqui, con quien solía tener más amistad. No tenía domicilio fijo ni apenas relaciones con sus familiares. [...] Sus clientes, por lo general, eran mayores, al menos de 50 años, y tanto de la capital como de pueblos cercanos.» (Informe policial tras la desaparición de Natalia Archelós.)

Un mes después, Paqui. Y pocos días más tarde, Mercedes. Las tres subieron al coche, las tres iban a cobrar cinco mil pesetas por el servicio, más del doble de lo habitual. Amenazadas con una navaja, las asfixiaron con sus bragas o sus medias. Sin fuerzas para defenderse por los efectos de la heroína, acabaron muy juntas, enterradas en una acequia del camino Vora Riu.

«Que Francisca Salas León, conocida como Paqui, fue identificada por última vez el 22 de junio cuando se inyectaba en la Avenida José Ortiz. En su entorno familiar destacan que no fue a felicitar a su padre el día de su cumpleaños, que acontece el 29 de junio. Paqui llevaba enganchada desde hacía unos años. No tiene domicilio fijo, vivió con Merche durante un tiempo, y en junio estaba en una casa abandonada de la calle Boqueras de Almazora.» (Informe de la policía tras la desaparición de Francisca Salas.)

No se sabe exactamente qué días murieron las tres mujeres, aunque tuvo que ser entre agosto y octubre de 1995. Las otras prostitutas las echaban en falta y jugaban a soñar con su destino: «Me han dicho que está en un centro de desintoxicación... Se ha ido a vivir con un cliente». Ni sus familiares supieron que habían desaparecido hasta algún tiempo después. La investigación policial comenzó, lógicamente, por El Francés y otros proxenetas.

«Que Mercedes Vélez Ayala fue identificada por última vez el 8-08-95. A la 1.30 horas fue atendida de herida en cuero cabelludo, siendo trasladada al hospital de Castellón. Vivía sola en un piso del Grupo 14 de Junio de Castellón. En las inmediaciones vivían sus padres, que se habían hecho cargo de sus dos hijos.» (Informe sobre Mercedes Vélez).

Mientras tanto, Ximo seguía en su casa y con su trabajo. En las fiestas de Villarreal conoció a Pilar. Estuvieron juntos un mes y la chica lo dejó. Cuando ella insistía en conocer detalles de su vida, él respondía: «Si te cuento la verdad, te horrorizarás».

El 20 de noviembre de 1995, José Manuel Abadía conducía por la antigua N-340 a la altura de Oropesa del Mar. Sintió un nudo en el estómago y buscó un lugar apartado, tomó un camino de tierra y aparcó. Cuando se quitó el cinturón y se agachó, vio una mano saliendo de la tierra. La mano de Sonia Rubio. Entre sus cabellos se encontraban unas bragas blancas y, pegada a ellas, una cinta adhesiva de color marrón. Era la única pista para resolver el crimen, ya que no había ni huellas ni semen. El caso tomó otra relevancia al saberse que el presidente del Gobierno, José María Aznar, iba a veranear en Les Platgetes, la urbanización junto a la que fue encontrada muerta la chica. Con menos trascendencia, el asunto de las prostitutas seguía abierto; sobre todo desde que el 27 de enero de 1996, Jesús Villena, un agricultor que iba buscando espárragos por el camino Vora Riu, encontró tras una acequia el cadáver de una mujer con las muñecas y los tobillos atados. Estaba desnuda y llevaba un pantalón anudado al cuello: la habían estrangulado.

Tres días después, apenas cuarenta metros más allá, dos jóvenes encontraron otro cuerpo de mujer. Una bolsa de plástico le tapaba la cara y una malla rojiza le rodeaba el cuello. El 2 de febrero, a cien metros de distancia, miembros del servicio de limpieza del Ayuntamiento encontraron a la tercera prostituta asesinada. También estaba desnuda y tenía las muñecas anudadas por detrás con una bolsa de plástico de Spar y unas bragas. Eran Nati, Merche y Paqui. La policía sabía que se enfrentaba a un único criminal. La zona estaba repleta de periodistas y se hablaba de un asesino en serie, un Jack el destripador que mataba prostitutas en La Ralla. Pero nadie reparaba en las similitudes con el crimen de Sonia Rubio. Los asesinos parecían pertenecer a mundos distintos, sin conexión, aunque a los cadáveres sólo les separaban unos kilómetros.

En esos mismos días, en febrero de 1996, un impecable Joaquín Ferrándiz se presentaba a una entrevista de trabajo para la compañía de seguros Winterthur. El directivo Justo Aracil decidió su contratación: «Me causó buena impresión y lo presenté al director de una sucursal de Castellón. Hacía archivos de pólizas y luego trabajó en el drive-in. Era un buen empleado, nunca llegaba tarde ni tenía prisa por marcharse, nunca estuvo de baja ni cogió vacaciones».

Un mes después, el 11 de marzo de 1996, Ximo conoció a Maite en otra noche de alterne. La relación iba a durar cuatro meses y fue otra vez la chica quien le puso fin. Mientras estuvo con ella, Ximo no atacó a otras mujeres —esto parecía ser una constante en su trayectoria—. Así que en julio de 1996, cuando Maite lo dejó, Ximo volvió a patrullar las madrugadas de Castellón en busca de una presa fácil. Y Amelia Sandra García, una joven de 22 años falta de cariño e hija de padres alcohólicos, lo era. Ambos se conocían de vista y frecuentaban los mismos bares. Alicia, la joven camarera del Comix, los recordaba bien. Para la gente del bar, Ximo, el cazador, era educado, correcto, un buen cliente, tan tímido que pensaban que podía ser homosexual. Su víctima, Amelia, por contra, tenía mala fama, iba sola y vestía de forma provocativa.

El 14 de septiembre de 1996, la noche del quinto crimen, Ximo salió de nuevo con su pandilla. Bebió y observó hasta las siete de la mañana. Desde varias horas antes, Amelia estaba bebiendo en casa con su madre. Luego, fue a la discoteca Aquí me Quedo. Ya eran las 6.40 de la mañana cuando salió de allí hacia su casa. Muy cerca de la puerta, Ximo le salió al paso, detuvo el coche y la invitó a subir; la joven aceptó. Ambos fueron a un descampado y mantuvieron relaciones sexuales. Al terminar, «mientras la chica se colocaba el sostén, no sé qué pensamiento se me cruzó por la cabeza y la estrangulé». Ximo llevó el cadáver a una zona de Onda donde solía hacer paellas con su antigua novia Beatriz y lo tiró en una balsa. Antes de irse, tuvo un rasgo de lucidez: había leído en la prensa que gracias a las huellas dactilares se pudieron identificar los cadáveres de las prostitutas de Villarreal, así que machacó con un objeto contundente los dedos de Amelia.

Mientras tanto, el caso de las prostitutas parecía avanzar por buen camino; El Francés, el hombre que las amenazaba, puso a la policía sobre la pista de un albañil y camionero llamado Claudio Alba. Según su declaración, Alba era el nuevo chulo de las tres mujeres desde poco antes de su muerte, y habría acudido ante El Francés para anunciarle que se hacía cargo de sus deudas y que no quería problemas.

Los primeros datos sobre Alba animaron a la policía: estaba recién separado y varios testigos le habían visto con Merche. También otro cliente de ese inframundo, a quien llamaban El Nazi, aseguraba que Alba era cliente de Paqui. El camionero acudió a comisaría el 24 de noviembre de 1996. Los policías le enseñaron las fotos de las tres prostitutas y él juró que no las conocía. Sabían que estaba mintiendo y, además, tenía un coche pequeño y gris, igual al que algunos testigos vieron subir a las mujeres antes de desaparecer. Alba se convirtió en sospechoso de los tres asesinatos; pero la policía no olvidó a El Lisones.

«Una vez te corté el pelo con la navaja, no me gustaría salir y cortarte la cabeza porque ya sabes que ese día iba a matarte y al final pasé de todo para no hacerte más daño porque te quiero, pero como esta vez me dejes tirado no te libra que te quite la vida ni tu padre ni tu hermano el municipal.» (Carta de El Lisones desde la cárcel a Mercedes Vélez en junio de 1995.)

Nuevos testimonios apuntaban contra Alba. Un amigo aseguró que el albañil tenía mujeres trabajando para él en la carretera de La Ralla. Un yonqui de la zona también lo acusó: «Yo vivía con Nati en un Renault 18 abandonado. El último día paró un Seat gris pequeño y se subió, nunca más la vi». Los policías sabían que Alba tenía un coche de ese color que abandonó poco después en un desguace de Lleida, aunque él lo negaba. El 19 de enero de 1997 lo detuvieron. Entonces Alba cambió su declaración y aseguró que conocía a Merche, pero insistió en su inocencia.

Un mes después, un agricultor llamado José Fornas acudió a la Guardia Civil. Mientras su hijo labraba con un tractor en una partida de Prats del Olivar había encontrado flotando en una balsa de agua el cuerpo desnudo de una mujer, luego identificada como Amelia Sandra García. Un crimen más en la provincia, pero nadie conectó este caso con ninguno de los otros asesinatos.

Alba seguía en prisión. Una menor de edad llamada Esther, en cuya casa había vivido el camionero, compareció e inició un insólito relato ante los policías: «Un día que mi madre estaba trabajando, Claudio me empezó a golpear, me tumbó encima de la cama y me ató al cabezal; me quitó la ropa, se bajó los pantalones y me penetró. Mientras me violaba estaba fuera de sí, me insultaba y me pegaba». La chica aseguraba también haber visto cintas de vídeo en las que Alba golpeaba a otras mujeres, incluyendo a Nati, una de las víctimas.

Por entonces Ximo leyó en la prensa que los asesinatos de las prostitutas tenían ya un culpable oficial. Sabía que si con el asesino en la cárcel seguían los crímenes, lo echaría todo a perder. Dejó de cazar y siguió con su trabajo y sus conquistas pacíficas. En abril conoció a Marian. La historia tampoco fue bien, pero unos meses más tarde Ximo consiguió que la chica le regalara como recuerdo unas braguitas blancas usadas.

Desde la cárcel, Claudio Alba insistía en que era víctima de un error. Sólo le creían algunos familiares y su jefe, Julián García Camisón: «Puede que sea un putero, pero no es un asesino». Sólo por la declaración de aquella niña permanecía en prisión. Pero su suerte cambió el 17 mayo de 1997, cuando su jefe acudió a visitarle a la cárcel de Castellón. En la entrada vio a una chica y se acercó a ella. La joven le aseguró llorando que había vivido con Claudio, que lo quería mucho y que no había cometido los crímenes. Era Esther. Nadie sabrá nunca qué ocurrió realmente en aquella casa, pero el camionero no era un asesino. El 18 de junio de 1997, Claudio Alba salió de prisión.

Esto debió desconcertar a Ximo, que llevaba muchos fines de semana sin una conquista conocida. Salía con sus amigos, aunque algunas cosas estaban cambiando: una noche golpeó a un joven magrebí en una disputa e incluso dio un puñetazo a su amigo Carlos tras una discusión durante una partida de Trivial. Estaba perdiendo el control. El viernes 15 de febrero de 1998 volvió a salir de caza. Habían pasado nueve años desde su primer delito. A las 6.00 de la mañana esperaba dentro de su coche en Las Naves, una zona de marcha de Castellón. Por allí iba Lidia, una chica de 19 años, que venía andando sola. Ximo salió del coche y la atacó por detrás, la joven se defendió y gritó, pero él la golpeó, la tiró al suelo y la agarró del cuello hasta que ella se desmayó.

Alfonso Gomis, un vecino de la avenida Almazora, oyó desde su cama los gritos y bajó con su hijo y un palo. Sorprendido, Ximo tuvo la sangre fría de acercarse y hablar con ellos con una sonrisa de complicidad: «Es una puta, me ha puesto los cuernos. Si tu mujer te hiciera lo mismo, lo mismo le harías tú». El vecino cayó en la trampa: «Si me pasara eso, la echaría de casa, pero no le pegaría». Mientras hablaban, la chica huyó y acudió a comisaría, donde identificó la fotografía de Joaquín Ferrándiz. Dos días después, los policías le tomaron declaración y le ordenaron presentarse en el juzgado. Pero Ximo ya tenía respuesta para el incidente:

«Tenía ganas de orinar. Cuando aún no me había bajado la bragueta, vi a una chica que empezó a gritar, se puso histérica y decía socorro, socorro. Yo decía, no, otra vez no. Pensé que con mis antecedentes nadie me creería. Así que la cogí del brazo, pero se revolvió y yo decía, calla, calla. La cogí del cuello, abrí la puerta del coche y pensé, por lo menos dentro no la oirán. Yo pensé, Dios mío, qué lío. Les juro que no la toqué, sólo la cabeza.» (Joaquín Ferrándiz a la policía sobre su agresión a Lidia.)

Ximo había cometido un error que lo situaba en el punto de mira de una unidad policial de elite, la Unidad Central Operativa de la Guardia Civil (UCO), a quien sus compañeros de Castellón habían pedido ayuda hacía meses para resolver el crimen de Sonia Rubio. En la UCO había viejos zorros de la investigación callejera, oficiales con cursos del FBI curtidos en Kosovo y Ruanda y jóvenes de academia. Desde su llegada a Castellón entrevistaron a familiares de Sonia Rubio. Empezaron por la cinta adhesiva que apareció pegada a la ropa interior de Sonia; medía 18 milímetros de ancho, un tamaño que no se vendía en España. Entrevistaron a dueños de centros comerciales y de tiendas de la zona sin resultado. Analizaron la única violación por la que Ximo fue condenado y la compararon con el asesinato de Sonia. También entrevistaron a Lidia, su última víctima. En el mes de mayo, los investigadores tenían claro quién mató a Sonia Rubio.

«Se han centrado las sospechas en la persona de Joaquín Ferrándiz Ventura. Se trata de una persona introvertida, inteligente, tímida, resentida con la sociedad y las mujeres, posiblemente por algún desengaño. Suele salir fines de semana con amigos en zonas de Las Naves y Benicassim, separándose de ellos entre las tres y las cuatro de la madrugada. A partir de esa hora suele ser visto solo y en actitud observante.» (Informe de la UCO. 22 de mayo de 1998.)

Los investigadores observaron con lupa la vida de Ximo: sus hábitos, sus amigos, sus conquistas, los libros que sacaba de la biblioteca, las revistas que leía, los gastos de su tarjeta de crédito, sus llamadas de teléfono; también su nueva pareja, una joven de 24 años llamada María Manuela, a quien había conocido en el pub Sequiol unos meses antes. Ximo y Manoli salían juntos los miércoles, viernes y domingos por iniciativa del joven, que la convenció de que los sábados por la noche debían divertirse «cada uno por su lado».

Entre tanto, los agentes de la UCO explicaron al juez sus sospechas de que Ximo podría ser el responsable de los cuatro asesinatos pendientes en la zona. Todas las mujeres habían sido atacadas de noche y estranguladas, el asesino les ataba las manos con su propia ropa interior... «Según un estudio realizado por el FBI, si se toma la mayor de las distancias entre dos hechos cometidos por un mismo agresor y, utilizando dicha medida como diámetro, se traza una circunferencia, todos los hechos cometidos por él se encontrarán dentro del círculo, así como el domicilio del agresor.» El resultado era concluyente: los cinco cadáveres, los dos ataques frustrados a mujeres y la casa donde Ximo vivía con su madre estaban dentro del mismo círculo. Los investigadores contactaron con Vicente Garrido, psicólogo y criminólogo de la Universidad de Valencia y quizá el mayor experto español en psicópatas. Garrido dictaminó que los cinco asesinatos pudieron ser obra del mismo autor. Los agentes de la UCO comenzaron a seguir día y noche al joven esperando un fallo, una pista. En el trabajo y en los bares, Ximo tenía siempre, al menos, tres pares de ojos que lo vigilaban. El cazador se convirtió en presa.

«23.05. El objetivo sale del portal. Entra en un Volkswagen rojo CS-7565Z. 00.10. Estaciona en Castellón y entra en el pub Comix. 1.15. Sale con dos individuos, van a otro pub llamado Moncloa. 3.00. Van a la discoteca Botánico, donde charlan con dos chicas. 5.00. Va hacia Villarreal y aparca en una explanada. Vuelven con un amigo y dos chicas hacia Castellón. 7.00. Se queda solo con la chica. 7.32. Se queda besándose con ella en el coche. 7.55. Baja hasta un descampado, junto a un campo de naranjos.»

Los agentes piensan que Ximo puede volver a matar esa noche. Se arrastran por el suelo entre naranjos y soportan el agua de los surtidores. Finalmente, uno de ellos se acerca hasta el coche y asoma la cabeza. Muy pronto comunica a sus compañeros por los transmisores lo que acaba de ver. «No hay peligro, la chica está sonriendo.» Poco después, los guardias civiles descubrirían que la chica con la que Ximo estaba teniendo relaciones sexuales con ellos como testigos era Manoli, su última novia.

«8.25. Inician marcha hasta la calle Salvador Guinot, donde permanecen unos minutos. La chica sube y entra en el portal. Él va a su casa. » (Informe de vigilancia a Joaquín Ferrándiz del 23 de mayo de 1998.)

Ocho hombres vigilaban los movimientos de Ximo. Pasaron agotadoras jornadas esperando a que el que creían el asesino múltiple más importante de la historia reciente española cometiera algún error. Bebían cuando Ximo bebía, dormían cuando Ximo dormía, pero Joaquín Ferrándiz salía con su novia y llevaba una vida aparentemente normal. Durante la semana, trabajaba en Winterthur y jugaba al tenis. Su novia, Manoli, recordaba cómo algunas noches, cuando ella regresaba sola a su domicilio, Ximo aparecía de pronto al volante de su coche y le daba un buen susto.

—¿Qué haces? ¿No te tengo dicho que no vuelvas sola a casa?

—Bueno, Ximo...

—Te tengo dicho que te acompañe alguien, ya sabes cómo están las cosas en Castellón.

La chica se subía al coche y soportaba la bronca. Quedaba poco tiempo para que ella descubriera quién era realmente su novio.

El sábado 11 de junio se presentó prometedor para las sombras de Ximo, sabían que esa noche no quedaría con su novia. Ocho guardias civiles de paisano, entre los 25 y los 50 años, se prepararon para vigilarlo. Estaban situados frente al portal de su casa esperando que bajara y empezara la acción. A las 23.55, JFV salió de su casa, cogió el coche y llegó al primer pub, el Comix. Los agentes iban tras él.

Ximo se dirigió luego a la discoteca Botánico y a las 6.30 de la mañana se quedó solo. Los guardias abrieron bien los ojos. Una atractiva chica rubia entró en la discoteca y pidió un whisky con agua. Se llamaba Silvia y tenía 21 años. Tomó la consumición y anunció en voz alta que se iba a otro bar, el Sabor. Poco después, Ximo salía de la discoteca y cogía el coche; los guardias lo siguieron. Conducía muy rápido, descontrolado, pasó muy cerca del lugar donde mató a Sonia, luego giró y acudió al camino de las prostitutas; los guardias mascaban la tensión, sabían que algo estaba a punto de pasar. Finalmente, aparcó detrás de un Renault 5 frente a la discoteca Sabor; dentro del local estaba Silvia. Los guardias vieron a Ximo y encendieron las alarmas: miraron las pistolas y respiraron, sabían que iban a tener que actuar, pero que si lo hacían antes de tiempo podrían echarlo todo a perder y no obtener las pruebas que lo llevasen a la cárcel.

«Se baja de su vehículo aproximándose al Renault 5, se agacha junto a la rueda posterior derecha y empieza a manipularla mientras mantiene una actitud vigilante hasta que tres hombres y una mujer se aproximan a un vehículo estacionado unos metros más allá. En ese momento se introduce en su vehículo e inicia la marcha en dirección Castellón.»

Los guardias le siguen. Por un momento parecía que se había asustado, pero en realidad Ximo buscaba una nueva presa. De pronto, hizo un cambio de sentido y volvió al mismo sitio.

«Baja de su vehículo y vuelve a manipular la rueda. Se sube en su vehículo permaneciendo estacionado hasta el momento en que una joven rubia sale de la discoteca Sabor, cruza la carretera, se introduce en el Renault 5 e inicia la marcha por la avenida Ferrandis Salvador.»

Los agentes sabían ya que Silvia podía ser su próxima víctima, aunque todavía ignoraban que Ximo había deshinchado las ruedas del coche de la joven para provocar un accidente de tráfico. Pensaron en María José, violada nueve años antes, después de que chocara contra ella. No podían perderlos de vista. Iban muy rápido, la chica en el Renault 5 y Ximo en su GTI pegado a ella. Pasaron dos kilómetros largos, eternos. Los coches se acercaron a una gasolinera; de pronto, el Renault 5 perdió el control y volcó. Ximo, expectante, reaccionó y bajó para ayudarla. Otros jóvenes pararon para ayudar y los guardias también.

«Instantes después se ve a Joaquín Ferrándiz Ventura con una chica rubia en brazos aparentemente inconsciente, la introduce en su vehículo y la deposita en el asiento del copiloto.»

La chica ya estaba en el coche de Ximo, como María José, Sonia, Mercedes, Natalia, Francisca y Amelia. Pero los guardias civiles se habían hecho pasar por ciudadanos preocupados y se habían ofrecido a acompañarlos hasta el hospital. Ximo conducía y miraba por el retrovisor, esos pesados no lo perdían de vista. Los saludó y miró la carretera, veía que se pasaba el desvío donde podría matar a su copiloto, pero no pudo girar. Sólo quedaban dos salidas antes del hospital y ellos seguían ahí atrás, pegados. No pudo girar tampoco al siguiente, no pudo dejar la carretera, qué les diría a esos tíos. Se acababa el tiempo.

«Se observa cómo la chica se incorpora y habla con él, llegando al hospital de Castellón sobre las 7.40, bajando la joven por su propio pie y acompañada de JFV.»

Tras dejar a la chica, Ximo volvió al lugar del accidente, habló con la policía municipal y se fue a casa. Los guardias civiles sabían que acababan de evitar un asesinato, pero también que tenían que actuar. Informaron del incidente al juez Albiñana, que ordenó la detención de Ximo a las 12.00 del 29 de julio, aunque solamente acusado de agresión a una joven. Ante los agentes, Ferrándiz se mostró frío, amable, educado. Visitado en prisión por el profesor Garrido, que trató de analizar su mente, Ximo no sabía que estaba siendo investigado por los crímenes, creía que pronto volvería a la calle. El caso se estancó. Con Ximo preso, él no podía matar, pero tampoco cometer ningún error. Entonces, el 1 de septiembre, el juez José Luis Albiñana lanzó un órdago y ordenó el registro de la casa donde Joaquín Ferrándiz vivía con su madre. Si no se encontraban pruebas concluyentes, el asesino quedaría en libertad.

A la casa acudieron su abogada, el juez, el secretario y varios guardias civiles; el ambiente era tenso, pero Joaquín permaneció tranquilo, casi desafiante; mientras los agentes buscaban en cajones y armarios, él los iba guiando, como un juego: «Frío, frío, por ahí más caliente. Se quema, se quema». Así descubrieron doce fotos suyas vestido de mujer, unas bragas blancas usadas, una goma negra, unos cuadernos a modo de diario, cuatro ejemplares de la revista Interviú y varios sellos de correo de Franco iguales a unos usados en un anónimo que culpaba a un hermano de Sonia Rubio de su asesinato. Pero sobre todo, los agentes encontraron un rollo de cinta de 18 milímetros, idéntico al usado para matar a Sonia. Algunos no pudieron reprimir su alegría allí mismo, sabían que acababan de resolver un crimen. Entonces Ximo se sintió desconcertado y se acercó a su abogada: «¿Me pueden condenar sólo por esto?» Al regresar a prisión, Joaquín Ferrándiz ya estaba acusado de matar a Sonia Rubio, pero seguía sin hablar de Amelia y las tres prostitutas.

«Todos los crímenes se produjeron en las zonas donde solía acudir JFV, a altas horas de la madrugada y siempre en fin de semana. Todas las mujeres fueron encontradas desnudas, con sus bragas cortadas en los extremos laterales a la altura de las caderas. Todos los homicidios fueron por asfixia mecánica.» (Informe sobre la autoría de los cinco asesinatos en Castellón.)

Los investigadores buscaban datos que implicaran a Ximo en el resto de los crímenes. En la prisión, el profesor Garrido intentó sonsacarle sobre su vida: Ximo le contó la muerte de su padre y sus problemas con las mujeres. Comenzó entonces un juego de seducción por parte de los agentes de la UCO y el juez Albiñana. Que a la sobrina del asesino la insultaban en su colegio, el juez conseguía que fuera trasladada a un centro privado. Que Ximo tenía hambre y estaba cansado de comer bocadillos en el juzgado, se le abría un despacho y se le traían unas buenas lentejas caseras. Que tenía sed, un capitán le ofrecía Cutty Sark con naranja, su bebida preferida, haciéndole ver que conocían todas sus debilidades. Impresionado por esos detalles y también por el trato del juez, a quien veía casi como un padre, una noche Ximo anunció que estaba listo para contar su historia y se confesó autor de los cinco crímenes pendientes, aunque sin dar detalles. Juez e investigadores decidieron reconstruir los crímenes de la mano del asesino para obtener las pruebas definitivas:

«Castellón de la Plana, 6 de noviembre de 1998. Siendo las 6.30 de la mañana, los guardias civiles traen al procesado que manifiesta “quiero colaborar en lo que me acuerde”. Suben a varios coches en dirección a El Grao. El procesado afirma que “allí recogí a las mujeres que luego dejé en Vora Riu”.» (Reconstrucción de los asesinatos de Joaquín Ferrándiz.)

La peculiar caravana fue guiada por el asesino, que viajaba en el vehículo delantero. Al llegar al camino Fadrell, les indicó que girasen a la derecha. «El sitio donde las recogí y las maté está por ahí.» La comitiva tomó el siguiente desvío a la derecha y luego paró por indicación de Ximo. El juez, los guardias, los abogados y el asesino bajaron de los coches, Ferrándiz caminó hasta unas casas y todos lo siguieron en silencio. «La primera que maté después de Sonia la tiré al río por la derecha. Un mes después maté a otra, unos pocos días después, a la tercera.» El secretario judicial tomaba nota, pero los agentes no se fiaban. Conocían casos de asesinos (el estrangulador de Boston, por ejemplo) capaces de atribuirse crímenes que no cometieron realmente por vanidad o delirios de grandeza. Así que le preguntaron detalles que no habían sido difundidos en prensa, datos que sólo el asesino podía conocer. No hubo problemas: «Una de ellas me amenazó con una jeringuilla para robarme, pero yo se la quité y se la clavé en la frente. Luego le tiré una puerta abandonada encima del cadáver». Las tres prostitutas ya tenían asesino. Ximo parecía cansado, pero el juez le ordenó explicar el crimen de Amelia Sandra.

«La comisión judicial regresa a Castellón en dirección hacia Onda. Se introduce en un camino y antes de bajar la pendiente su señoría le dice al procesado que indique a partir de ahora dónde aparcó el coche y dónde arrojó el cadáver de Amelia Sandra.»

Ximo caminó hacia la izquierda y dijo: «La arrastré por aquí entre las piedras, unos 140 pasos, y la tiré al agua aquí detrás». Los guardias habían sabido darle confianza, él creía que admiraban su inteligencia, los tuteaba y les hacía confidencias: «Vamos al coche, que tengo algo más que contaros.» Todos le siguieron hasta una explanada con una pequeña caseta. «Después de matarla, la traje aquí y dejé parte de la ropa.» Los agentes se metieron entre las zarzas y encontraron una rebeca, la misma que llevaba Amelia Sandra el día de su muerte. Ximo ya había explicado cuatro asesinatos, faltaba el de Sonia. Dijo que no recordaba: «Creo que paré en la gran avenida de Benicassim para atarla. Luego seguí hasta donde se acaba la playa y cogí la carretera de Les Platgetes».

«El procesado inicia el ascenso por un camino, al llegar a un sendero manifiesta que por allí se metieron caminando, Sonia atada y amordazada delante de él. El procesado se introduce en el sendero y camina en primer lugar de la comitiva.»

Ximo anunció: «En estas rocas se cayó y se golpeó en la nariz». Los guardias civiles sonrieron. Los análisis forenses habían encontrado sangre de Sonia en esas piedras. Todos sabían que la jornada se acababa, eran ya más de las 10.00 y sólo faltaba que el asesino múltiple señalara el lugar de su primer crimen. De pronto, avanzó unos metros, se situó junto a un pino y extendió la mano derecha señalando el suelo, era el sitio exacto donde Sonia fue encontrada.

Joaquín Ferrándiz Ventura fue condenado a 69 años de cárcel. Después de su detención, llegaron testimonios de otras mujeres, incluyendo una monja de 23 años de las Misioneras de Cristo a la que había acosado agarrándola por los hombros y susurrándole: «Tienes suerte, como no sales por la noche, no te puedo pillar». Su abogada pidió para él un tratamiento especializado que no está recibiendo. No hubo acuerdo sobre el tema. Es posible que Joaquín Ferrándiz Ventura sea un enfermo, lo que es seguro es que es un criminal, y también un seductor. En la cárcel, convicto y confeso ya de cinco asesinatos y dos agresiones, sigue recibiendo, de vez en cuando, la cariñosa visita de una antigua novia.