PRÓLOGO

UN HÉROE DE NUESTRO TIEMPO

por Mario Vargas Llosa

UN FILÓSOFO DISCRETO

Hace años leí, en una traducción de Alianza Editorial, un libro sobre Marx tan claro, limpio de prejuicios y sugestivo que pasé un buen tiempo tratando de encontrar otros libros de su autor: Isaiah Berlin. Después supe que, hasta hace relativamente poco, la obra de éste era difícil de leer pues se hallaba dispersa, para no decir enterrada, en publicaciones académicas. Con la excepción de sus libros sobre Vico y Herder y los Cuatro ensayos sobre la libertad, que circulaban en el mundo de lengua inglesa, el grueso de su obra vivía la recoleta vida de la biblioteca y la revista especializada. Ahora, gracias a un discípulo, Henry Hardy, que ha reunido sus ensayos, éstos se ponen al alcance del público en cuatro volúmenes: Russian Thinkers, Against the Current, Concepts and Categories y Personal Impressions.

Se trata de un acontecimiento, pues Isaiah Berlin —de origen letón pero criado y educado en Inglaterra, donde ha sido profesor de Teoría Social y Política en Oxford y presidente de la Academia Británica— es una de las mentes más notables de nuestro tiempo, un pensador político y filósofo social de extraordinaria sabiduría cuyas obras, a la vez que producen un raro placer por su versación y brillantez intelectuales, prestan una ayuda invalorable para entender en toda su complejidad los problemas morales e históricos que enfrenta el hombre contemporáneo.

El profesor Berlin cree apasionadamente en las ideas y en la influencia que éstas tienen en la conducta de los individuos y de las sociedades, aunque es, al mismo tiempo, como buen pragmático, consciente del espacio que suele abrirse entre las ideas y las palabras que pretenden expresarlas y entre éstas y los hechos que dicen materializarlas. Sus libros, pese a la densidad intelectual que pueden tener, jamás nos parecen abstractos —como nos lo parecen, por ejemplo, los de un Michel Foucault o los últimos de Roland Barthes—, resultado de un virtuosismo especulativo y retórico que en un momento cortó amarras con la realidad, si no firmemente arraigados en la experiencia común de la gente. La colección de ensayos Russian Thinkers constituye un fresco épico de la Rusia decimonónica, en el aspecto intelectual y político, pero los personajes más descollantes no son hombres sino ideas: éstas brillan, se mueven, rivalizan y cambian con la vivacidad con la que lo hacen los héroes de una buena novela de aventuras. Así como en otro bello libro de tema parecido —Hacia la estación de Finlandia, de Edmund Wilson—, el pensamiento de los protagonistas parecía transpirar del retrato persuasivo y multicolor que hacía el autor de sus personas, aquí, en cambio, son los conceptos que formularon, los ideales y argumentos con que se enfrentaron uno a otro, sus intuiciones y conocimientos los que dibujan las figuras de Tolstói, de Herzen, de Belinski, de Bakunin y de Turguénev, lo que los vuelve plausibles o censurables.

Pero, más todavía que Russian Thinkers, el conjunto de textos de Against the Current («contra la corriente») quedará sin duda como la principal contribución del profesor Berlin a la cultura de nuestro tiempo. También cada ensayo de esta obra maestra se lee como un capítulo de una novela cuya acción transcurre en el mundo del pensamiento y en la que los príncipes y los villanos son las ideas. Maquiavelo, Vico, Montesquieu, Hume, Sorel, Marx, Disraeli, hasta Verdi cobran, por obra de este erudito que no pierde jamás la mesura y al que nunca la rama enturbia la visión del bosque, una formidable actualidad, y las cosas que creyeron, propusieron o criticaron iluminan poderosamente los conflictos políticos y sociales que creíamos equivocadamente específicos de nuestra época.

La más sorprendente característica de este pensador es —a simple vista— la de carecer de un pensamiento propio. Parece un sinsentido decir algo semejante, pero no lo es, pues, cuando uno lo lee, tiene la impresión de que Isaiah Berlin consigue en sus ensayos eso que, después de Flaubert (y gracias a él), han tratado de conseguir la mayoría de los novelistas modernos en sus novelas: abolirse, invisibilizarse, dar la ilusión de que sus historias son autogeneradas. Hay muchas técnicas para «hacer desaparecer al narrador» en una novela. La técnica que emplea el profesor Berlin para hacernos sentir que él no está detrás de sus textos es el fair play. Es decir, la escrupulosa limpieza moral con que analiza, expone, resume y cita el pensamiento de los demás, atendiendo todas sus razones, considerando los atenuantes, las limitaciones de época, no empujando jamás las palabras o las ideas ajenas en una dirección u otra para de este modo acercarlas a las propias. Esta objetividad en la transmisión de lo inventado por los demás hace que tengamos la fantástica impresión de que, en estos libros que dicen tantas cosas, Isaiah Berlin mismo no tenga nada personal que decir.

Impresión rigurosamente falsa, claro está. El fair play (juego limpio) es sólo una técnica, que, como todas las técnicas narrativas, no tiene otra función que la de hacer más persuasivo un contenido. Una historia que parece no contada por nadie en particular, que finge estarse haciendo a sí misma, por sí misma, en el momento de la lectura, puede resultar más verosímil y hechicera para el lector. Un pensamiento que parece no existir por sí mismo, que nos llega indirectamente, a través de lo que pensaron en determinado momento de sus vidas ciertos hombres eminentes, de épocas y culturas distintas, o que simula nacer no del esfuerzo creativo de una mente individual, sino del contraste de concepciones filosóficas y políticas de otros, y de los errores y vacíos de estas concepciones, puede ser más convincente que aquel que se presenta, explícito y arrogante, como una teoría singular. La discreción y la modestia de Isaiah Berlin son, en realidad, una astucia de su talento.

Decir que es un filósofo «reformista», un defensor de la soberanía individual, convencido a la vez de la necesidad del cambio y el progreso social y de las inevitables concesiones que éstos exigen de aquélla, un creyente en la libertad como alternativa práctica para los individuos y las naciones, aunque consciente de las servidumbres que hacen pesar sobre esta opción de libertad los condicionamientos económicos, culturales y políticos, y un decidido defensor del «pluralismo», es decir, de la tolerancia y de la coexistencia de ideas y formas de vida diferentes y un adversario resuelto de cualquier clase de despotismo —intelectual o social—, creo que es decir algo cierto, pero es, también, en cierto modo, privar al lector del placer de descubrirlo a través de ese método moroso, sutil, indirecto —de novelista— que utiliza el profesor Berlin para desenvolver sus convicciones.

Hace algunos años perdí el gusto a las utopías políticas, esos apocalipsis que prometen bajar el cielo a la tierra: más bien suelen provocar iniquidades tan graves como las que quisieran remediar. Desde entonces pienso que el sentido común es la más valiosa de las virtudes políticas. Leyendo a Isaiah Berlin he visto con claridad algo que intuía de manera confusa. El verdadero progreso, aquel que ha hecho retroceder o desaparecer los usos y las instituciones bárbaras que eran fuente de infinito sufrimiento para el hombre y han establecido relaciones y estilos más civilizados de vida, se han alcanzado siempre gracias a una aplicación sólo parcial, heterodoxa, deformada, de las teorías sociales. De las teorías sociales en plural, lo que significa que sistemas ideológicos diferentes, a veces irreconciliables, han determinado progresos idénticos o parecidos. El requisito fue siempre que estos sistemas fueran flexibles, que pudieran ser enmendados, rehechos, cuando pasaban de lo abstracto a lo concreto y se enfrentaban con la experiencia diaria de los seres humanos. El cernidor que no suele equivocarse, al separar en esos sistemas lo que conviene o no conviene a los hombres, es la razón práctica de éstos. No deja de ser una paradoja que alguien como Isaiah Berlin, que ama tanto las ideas y se mueve entre ellas con tanta solvencia, sea un convencido de que son éstas las que deben siempre someterse si entran en contradicción con la realidad humana, pues, cuando ocurre al revés, las calles se llenan de guillotinas y paredones de fusilamiento y comienza el reinado de los censores y los policías.

LAS VERDADES CONTRADICTORIAS

Una constante en el pensamiento occidental es creer que existe una sola respuesta verdadera para cada problema humano y que, una vez hallada esta respuesta, todas las otras deben ser rechazadas por erróneas. Creencia complementaria de la anterior, y tan antigua como ella, es que los más nobles ideales que animan a los hombres —justicia, libertad, paz, placer, etc.— son compatibles unos con otros. Para Isaiah Berlin estas creencias son falsas y de ellas se han derivado buena parte de las tragedias de la humanidad. De este escepticismo, el profesor Berlin extrae unos argumentos poderosos y originales en favor de la libertad de elección y del pluralismo ideológico.

Fiel a su método indirecto, Isaiah Berlin expone su teoría de las verdades contradictorias o de los fines irreconciliables, a través de otros pensadores en los que encuentra indicios, adivinaciones, de esta tesis. Así, por ejemplo, en su ensayo sobre Maquiavelo nos dice que éste detectó, de manera involuntaria, casual, esta «inconfortable verdad»: que no todos los valores son necesariamente compatibles, que la noción de una única y definitiva filosofía para establecer la sociedad perfecta es material y conceptualmente imposible. Maquiavelo llegó a esta conclusión al estudiar los mecanismos del poder y comprobar que ellos eran írritos a todos los valores de la vida cristiana que, nominalmente, regulaban la vida de la sociedad. Llevar una «vida cristiana», aplicar rigurosamente las normas éticas prescritas por ella, significaba condenarse a la impotencia política, ponerse a merced de los inescrupulosos y los hábiles; si se quería ser políticamente eficiente y construir una comunidad «gloriosa», como Atenas o Roma, había que renunciar a la educación cristiana y reemplazarla por otra más apropiada a ese fin. Al profesor Berlin no le parece tan importante que Maquiavelo propusiera esa disyuntiva como su intuición de que los dos términos de ella eran igualmente persuasivos y tentadores desde el punto de vista moral y social. Es decir, que el autor de El príncipe advirtiera que el hombre podía verse desgarrado entre metas que lo solicitaban por igual y que, sin embargo, eran alérgicas una a la otra.

Todas las utopías sociales —de Platón a Marx— han partido de un acto de fe: que los ideales humanos, las grandes aspiraciones del individuo y de la colectividad, son capaces de congeniar, que la satisfacción de uno o varios de estos fines no es obstáculo para materializar también los otros. Quizá nada expresa mejor este optimismo que el rítmico lema de la Revolución francesa: «Libertad, igualdad, fraternidad». El generoso movimiento que pretendió establecer el gobierno de la razón sobre la tierra y materializar estos ideales simples e indiscutibles demostró al mundo, a través de sus repartidas carnicerías y sus múltiples frustraciones, que la realidad social era más tumultuosa e impredecible de lo que suponían las impecables abstracciones de los filósofos que habían prescrito recetas para la felicidad de los hombres. La más inesperada demostración —que aún hoy muchos se niegan a aceptar— fue la de que estos ideales se repelían uno al otro desde el instante mismo en que pasaban de la teoría a la práctica; de que, en vez de apoyarse entre sí, se saboteaban. Los revolucionarios franceses descubrieron, asombrados, que la libertad era una fuente de desigualdad y que un país en el que los ciudadanos gozaran de una total o muy amplia capacidad de iniciativa y gobierno de sus actos y bienes sería tarde o temprano un país escindido por numerosas desigualdades materiales y espirituales. Así, para establecer la igualdad, imponen la coacción, la vigilancia y la acción todopoderosa y niveladora del Estado. Que la injusticia social fuera el precio de la libertad y la dictadura el de la igualdad —y que la fraternidad sólo pudiera concretarse de manera relativa y transitoria, por causas más negativas que positivas, como en el caso de una guerra o cataclismo que aglutinan a la población en un movimiento solidario— es algo lastimoso y difícil de aceptar.

Sin embargo, según Isaiah Berlin, más grave que aceptar este terrible dilema del destino humano, es negarse a aceptarlo (jugar al avestruz). Por lo demás, por trágica que sea, esta realidad permite sacar lecciones provechosas, y pensadores políticos que intuyeron este conflicto —el de las verdades contradictorias— han mostrado una mayor aptitud para entender el proceso de la civilización, el fenómeno humano. Por un camino distinto al de Maquiavelo, Montesquieu también advirtió, como característica central en el discurrir de la humanidad, que los fines de los hombres fueron muchos y distintos y a menudo incompatibles unos con otros, y que ésta era la raíz de choques entre civilizaciones y de diferencias entre comunidades, de rivalidades entre clases y grupos y, en la propia intimidad de la conciencia individual, de crisis y desgarramientos.

Como Montesquieu en el siglo XVIII, el gran escritor e inconforme ruso Alexander Herzen percibe en el XIX este dilema y ello le permite analizar más lúcidamente que otros contemporáneos el fracaso de las revoluciones europeas de 1848 y 1849. Herzen es un vocero privilegiado de Isaiah Berlin; sus afinidades son enormes y uno entiende que le haya consagrado uno de sus más luminosos ensayos. El escepticismo tiene en ambos un signo curiosamente positivo y estimulante, es un llamado a la acción, pues se refuerza con consideraciones pragmáticas y toques de optimismo. Herzen fue uno de los primeros en rechazar, como fuente de crímenes, la noción de que existe un futuro esplendoroso para la humanidad al que las generaciones presentes deben ser sacrificadas. Como Herzen, el profesor Berlin recuerda a menudo las pruebas de una política injusta o libertad que naciera de la opresión. Ambos, por eso, creen que en cuestiones sociales son siempre preferibles los éxitos mediocres pero efectivos a las grandes soluciones totalizadoras, fatalmente quiméricas.

Que haya verdades contradictorias, que los ideales humanos puedan ser adversarios, no significa para Isaiah Berlin que debamos desesperar y declararnos impotentes. Significa que debemos tener conciencia de la importancia de la libertad de elegir. Si no hay una sola respuesta para nuestros problemas, nuestra obligación es vivir constantemente alerta, poniendo a prueba las ideas, las leyes, los valores que rigen nuestro mundo, confrontándolos unos con otros, ponderando el impacto que causan en nuestras vidas, y eligiendo unos y rechazando o modificando los demás. Y, al mismo tiempo que un argumento a favor de la responsabilidad y de la libertad de elección, Isaiah Berlin ve, en esta condición del destino humano, una irrefutable razón para comprender que la tolerancia, el «pluralismo», son, más que imperativos morales, necesidades prácticas para la supervivencia de los hombres. Si hay verdades que se rechazan y fines que se niegan, debemos aceptar la posibilidad del error en nuestras vidas y ser tolerantes para con él. También admitir que la diversidad —de ideas, acciones, costumbres, morales, culturas— es la única garantía que tenemos para que el error, si se entroniza, no cause demasiados estragos, ya que no existe una solución para nuestros problemas, sino muchas y todas ellas precarias.

LAS DOS LIBERTADES

La palabra libertad se ha usado, al parecer, de doscientas maneras diferentes. El profesor Isaiah Berlin ha contribuido con dos conceptos propios a esclarecer esta noción que, con justicia, llama proteica: los de libertad «negativa» y «positiva». Aunque sutil y escurridizo cuando se plantea en términos abstractos, este distingo entre dos formas o sentidos de la idea de libertad resulta en cambio muy claro cuando se trata de juzgar opciones concretas, situaciones históricas y políticas específicas. Y sirve, sobre todo, para entender cabalmente el problema enmascarado tras la artificiosa disyuntiva entre libertades «formales» y libertades «reales» que suelen esgrimir casi siempre aquellos que quieren suprimir las primeras.

La libertad está estrechamente ligada a la coerción, es decir, a aquello que la niega o la limita. Se es más libre en la medida en que uno encuentra menos obstáculos para decidir su vida según su propio criterio. Mientras menor sea la autoridad que se ejerza sobre mi conducta; mientras ésta pueda ser determinada de manera más autónoma por mis propias motivaciones —mis necesidades, ambiciones, fantasías personales—, sin interferencia de voluntades ajenas, más libre soy. Éste es el concepto «negativo» de la libertad.

Es un concepto más individual que social y absolutamente moderno. Nace en sociedades que han alcanzado un alto nivel de civilización y una cierta afluencia. Parte del supuesto que la soberanía del individuo debe ser respetada porque es ella, en última instancia, la raíz de la creatividad humana, del desarrollo intelectual y artístico, del progreso científico. Si el individuo es sofocado, condicionado, mecanizado, la fuente de la creatividad queda cegada y el resultado es un mundo gris y mediocre, un pueblo de hormigas o robots. Quienes defienden esta noción de libertad ven siempre en el poder y la autoridad el peligro mayor y proponen por eso que, como es inevitable que existan, su radio de acción sea mínimo, sólo el indispensable para evitar el caos y la desintegración de la sociedad, y que sus funciones estén escrupulosamente reguladas y controladas.

Aunque pensadores como John Stuart Mill y Benjamin Constant fueron quienes defendieron con más ardor esta idea de la libertad, y el liberalismo del siglo XIX fuera su expresión política más evidente, sería erróneo creer que la libertad «negativa» se agota con ellos. En realidad, abarca algo mucho más vasto, diverso y permanente; es una aspiración escondida detrás de sinnúmero de programas políticos, formulaciones intelectuales y maneras de actuar. Es este concepto «negativo» de libertad el que está detrás, por ejemplo, de todas las teorías democráticas, para las cuales la coexistencia de puntos de vista o de credos diferentes es indispensable, así como el respeto de las minorías, y el que alienta la convicción de que las libertades de prensa, de trabajo, de religión, de movimiento —o, en nuestros días, de comportamiento sexual— deben ser salvaguardadas, pues sin ellas la vida se empobrece y degrada.

Cosas tan dispares como el romanticismo literario, las órdenes monásticas y el misticismo, algunas corrientes anarquistas, las socialdemocracias, la economía de mercado y la filosofía liberal resultan vinculadas, por encima de sus grandes discrepancias, pues comparten esta noción de la libertad. Pero no hay que pensar que en el campo político sólo los sistemas democráticos la materializan. Isaiah Berlin muestra que, por paradójico que parezca, ciertas dictaduras que repugnan a la conciencia se acomodan con ella y, por lo menos en parte, la practican. En América Latina lo sabemos, como lo supieron los españoles de los años finales de Franco. Ciertas dictaduras de derecha, que ponen énfasis en las libertades económicas, pese a los abusos y crímenes que cometen, garantizan por lo común un margen más amplio de libertad «negativa» a los ciudadanos que las democracias socialistas y socializantes.

En tanto que la libertad «negativa» quiere sobre todo limitar la autoridad, la «positiva» quiere adueñarse de ella, ejercerla. Esta noción es más social que individual pues se funda en la idea (muy justa) de que la posibilidad que tiene cada individuo de decidir su destino está supeditada en buena medida a causas «sociales», ajenas a su voluntad. ¿Cómo puede un analfabeto disfrutar de la libertad de prensa? ¿De qué le sirve la libertad de viajar a quien vive en la miseria? ¿Significa acaso lo mismo la libertad de trabajo al dueño de una empresa que para un desempleado? En tanto que la libertad «negativa» tiene en cuenta principalmente el hecho de que los individuos son diferentes, la «positiva» considera ante todo lo que tienen de semejante. A diferencia de aquélla, para la cual la libertad está más preservada cuanto más se respetan las variantes y casos particulares, ella estima que hay más libertad en términos sociales cuantas menos diferencias se manifiestan en el cuerpo social, cuanto más homogénea es una comunidad.

Todas las ideologías y creencias totalizadoras, finalistas, convencidas de que existe una meta última y única para una colectividad dada —una nación, una raza, una clase o la humanidad entera—, comparten el concepto «positivo» de la libertad. De éste se han derivado multitud de beneficios para el hombre, y gracias a él existe la conciencia social: saber que las desigualdades económicas, sociales y culturales son un mal corregible y que pueden y deben ser combatidas. Las nociones de solidaridad humana, de responsabilidad social y la idea de justicia se han enriquecido y expandido gracias al concepto «positivo» de la libertad, y éste ha servido también para frenar o abolir iniquidades como la esclavitud, el racismo, la servidumbre y la discriminación.

Pero también este concepto de la libertad ha generado sus correspondientes iniquidades. Como el general Pinochet y el general Franco (de los años «liberales») podían hablar de libertad «negativa» con cierta pertinencia, Hitler y Stalin podían, sin exagerar demasiado, decir que sus respectivos regímenes estaban estableciendo la verdadera libertad (la «positiva») en sus pueblos. Todas las utopías sociales, de derecha o de izquierda, religiosas o laicas, se fundan en la noción «positiva» de la libertad. Ellas parten del convencimiento de que en cada persona hay, además del individuo particular y distinto, algo más importante, un «yo» social idéntico, que aspira a realizar un ideal colectivo, solidario, que se hará realidad en un futuro dado y al que debe ser sacrificado todo lo que lo impide u obstruye. Por ejemplo, aquellos «casos particulares» que constituyen una amenaza contra la armonía y la homogeneidad social. Por eso, en nombre de esta libertad «positiva» —esa sociedad utópica futura, la de la raza elegida triunfante, la de la sociedad sin clases y sin estado o la ciudad de los bienaventurados eternos— se han librado guerras muy crueles, establecido campos de concentración, exterminado a millones de seres humanos, impuesto sistemas asfixiantes y eliminado toda forma de disidencia y de crítica.

Estas dos nociones de libertad son alérgicas la una a la otra, se rechazan recíprocamente, pero no tiene sentido tratar de demostrar que una es verdadera y la otra falsa, pues aunque la palabra de que ambas se sirven sea la misma, se trata de cosas distintas. Éste es uno de esos casos de «verdades contradictorias» o de «metas incompatibles» que, según Isaiah Berlin, caracterizan la condición humana. Desde el punto de vista teórico se puede acumular infinidad de argumentos a favor de una u otra concepción de la libertad, igualmente válidos o refutables. En la práctica —en la vida social, en la historia— lo ideal es tratar de conseguir una transacción entre ambas concepciones. Las sociedades que han sido capaces de lograr un compromiso entre ambas formas de libertad son las que han conseguido niveles de vida más dignos y justos (o menos indignos e injustos). Pero esta transacción es algo muy difícil y será siempre precaria, pues, como dice el profesor Berlin, la libertad «negativa» y la «positiva» son dos actitudes profundamente divergentes e irreconciliables sobre los fines de la vida humana.

EL ERIZO Y EL ZORRO

Entre los fragmentos conservados del poeta griego Arquíloco, uno dice: «Muchas cosas sabe el zorro, pero el erizo sabe una sola y grande». La fórmula, según Isaiah Berlin, puede servir para diferenciar a dos clases de pensadores, de artistas, de seres humanos en general: aquellos que poseen una visión central, sistematizada, de la vida, un principio ordenador en función del cual tienen sentido y se ensamblan los acontecimientos históricos y los menudos sucesos individuales, la persona y la sociedad, y aquellos que tienen una visión dispersa y múltiple de la realidad y de los hombres, que no integran lo que existe en una explicación u orden coherente, pues perciben el mundo como una compleja diversidad en la que, aunque los hechos o fenómenos particulares gocen de sentido y coherencia, el todo es tumultuoso, contradictorio, inapresable. La primera es una visión «centrípeta»; la segunda «centrífuga». Dante, Platón, Hegel, Dostoievski, Nietzsche, Proust fueron, según Isaiah Berlin, erizos. Y zorros: Shakespeare, Aristóteles, Montaigne, Molière, Goethe, Balzac, Joyce.

El profesor Berlin está, qué duda cabe, entre los zorros. Lo está no sólo por su concepción abierta, pluralista, del fenómeno humano, sino por la astucia con que se las arregla para presentar sus formidables intuiciones y descubrimientos intelectuales, al sesgo, como simples figuras retóricas, accidentes del discurso o pasajeras hipótesis de trabajo. La metáfora del erizo y el zorro aparece al principio de su magistral ensayo sobre la teoría de la historia de Tolstói y sus semejanzas con las del pensador ultramontano Joseph de Maistre, e Isaiah Berlin, luego de formularla, se apresura a prevenirnos contra los peligros de cualquier clasificación de esta naturaleza. En efecto, ellas pueden ser artificiales y hasta absurdas.

Pero la suya no lo es. Todo lo contrario: muerde en carne viva y resulta tan iluminadora para entender dos actitudes ante la vida que se proyectan en todos los campos de la cultura —la filosofía, la literatura, la política, la ciencia— como lo era su distingo entre libertad «negativa» y «positiva» para entender el problema de la libertad. Es cierto que hay una visión «centrípeta», de erizo, que reduce, explícita o implícitamente, todo lo que ocurre y lo que es a un núcleo bien trabado de ideas, gracias a las cuales el caos de la vida se vuelve orden y la confusión de las cosas se torna transparente. Es una visión que se asienta a veces en la fe, como en san Agustín o en santo Tomás, y a veces en la razón, como en el Marqués de Sade, en Marx o en Freud, y que, por encima de las grandes diferencias de forma y contenido y propósito (y, claro está, de talento) de sus autores, establece entre ellos un parentesco. Ante todo es totalizadora, dueña de un instrumento universal que permite llegar a la raíz de todas las experiencias, de una llave que permite conocerlas y relacionarlas. Este instrumento, esta llave —la gracia, el inconsciente, el pecado, las relaciones sociales de producción, el deseo— representa la estructura general que sostiene la vida y es al mismo tiempo el marco dentro del cual evolucionan, padecen o gozan los hombres y la explicación de por qué y cómo lo hacen. El azar, lo accidental, lo gratuito desaparecen del mundo (o quedan relegados a un margen tan subalterno que es como si no existieran) en la visión de los erizos.

A diferencia de éstos, en los que predomina lo general, el zorro está confinado en lo particular. Para él, en última instancia, lo «general» no existe: sólo existen los casos particulares, tantos y tan diversos unos de otros que la suma de ellos no constituye una unidad significativa sino, más bien, una confusión vertiginosa, un magma de contradicciones. Los ejemplos literarios de Shakespeare y Balzac que da Isaiah Berlin son prototípicos. La obra de ambos es un hervidero extraordinario de individuos que no se parecen ni en sus motivaciones recónditas, ni en sus actos públicos; un vasto abanico de conductas y morales, de posibilidades humanas. Los críticos que tratan de extraer «constantes» de esos mundos y resumir en una interpretación singular la visión del hombre y la vida que proponen nos dan la impresión de empobrecer o de traicionar a Shakespeare y a Balzac. Ocurre que no tenían una visión; tenían varias y contradictorias.

Disfrazado o explícito, en todo erizo hay un fanático; en un zorro, un escéptico. Quien cree haber encontrado una explicación última del mundo termina por acuartelarse en ella y negarse a saber nada de las otras. Quien es incapaz de concebir una explicación de este género, termina, tarde o temprano, por poner en duda que ella pueda existir. Gracias a los erizos se han llevado a cabo extraordinarias hazañas —descubrimientos, conquistas, revoluciones— pues para este género de empresas se requiere casi inevitablemente ese celo y heroísmo que suele inspirar a sus adeptos la visión centrípeta y finalista, como la de los cristianos y los marxistas. Gracias a los zorros ha mejorado la «calidad» de la vida, pues las nociones de tolerancia, respeto mutuo, permisibilidad, de libertad, son más fáciles de aceptar —y, en ciertos casos, más necesarias para poder vivir— en aquellos que, incapaces de percibir un orden único y singular en la vida, admiten tácitamente que haya varios y disímiles.

Hay campos en los que, de manera natural, han prevalecido los erizos. La política, por ejemplo, donde las explicaciones totalizadoras, claras y coherentes de los problemas son siempre más populares y, al menos en apariencia, más eficaces a la hora de gobernar. En las artes y la literatura, en cambio, los zorros son más numerosos; no así en las ciencias, donde éstos son minoría.

El profesor Berlin muestra, en el caso de Tolstói, que un erizo y un zorro pueden convivir en una misma persona. El genial novelista de lo «particular», el prodigioso descriptor de la diversidad humana, de la protoplasmática diferencia de casos individuales que forman la realidad cotidiana, el feroz impugnador de todas las abstracciones de los historiadores y filósofos que pretendían explicar dentro de un sistema racional el desenvolvimiento humano —el zorro Tolstói— vivió hipnóticamente tentado por la ambición de una visión unitaria y central de la vida, y acabó por incurrir en ella, primero en el determinismo histórico de Guerra y paz y, sobre todo, en su profetismo religioso de los últimos años.

Creo que el caso de Tolstói no es único, que todos los zorros vivimos envidiando perpetuamente a los erizos. Para éstos la vida siempre es más vivible. Aunque las vicisitudes de la existencia sean en ambos idénticas, por una misteriosa razón, sufrir y morir resultan menos difíciles e intolerables —a veces, fáciles— cuando uno se siente poseedor de una verdad universal y central, una pieza perfectamente nítida dentro de ese mecanismo que es la vida y cuyo funcionamiento cree conocer. Pero la existencia de los zorros es, asimismo, un eterno desafío para los erizos, el canto de las sirenas que aturdió a Ulises. Porque, aunque sea más fácil vivir dentro de la claridad y el orden, es un atributo humano irremediable renunciar a esta facilidad y, a menudo, preferir la sombra y el desorden.

HÉROES DE NUESTRO TIEMPO

¿Qué influencia tiene el individuo en la historia? ¿Son los grandes acontecimientos colectivos, el desenvolvimiento de la humanidad, resultado de fuerzas impersonales, de mecanismos sociales sobre los que las personas aisladas tienen escasa o nula intervención? ¿O, por el contrario, todo lo que ocurre es generado primordialmente por la visión, el genio, la fantasía y las hazañas de ciertos hombres? A estas preguntas parece querer responder el último volumen de las obras reunidas de Isaiah Berlin: Personal Impressions.

El libro contiene catorce textos, escritos entre 1948 y 1980, generalmente en elogio de políticos, académicos y escritores, para ser leídos en ceremonias universitarias o publicados en periódicos. Pese a ser trabajos de circunstancias, y alguno de ellos de mero compromiso, en todos aparecen la buena prosa, la inteligencia, la vasta cultura y las estimulantes intuiciones de sus ensayos de más aliento. El conjunto forma una galería de figuras representativas de aquellos que el profesor Berlin considera más admirables y dignos de respeto entre sus contemporáneos, su antología personal de héroes de nuestro tiempo. La impresión más inmediata que el lector se lleva de esa curiosa y a veces inesperada sociedad —en la que conviven celebridades como Churchill y Pasternak con oscuros ratones de biblioteca de Oxford— es que de Isaiah Berlin se puede decir lo que, según él, pensaba uno de sus modelos (Einstein): que si hay que rendir homenaje a ciertos individuos, debe ser a aquellos que han logrado algo importante en el campo del intelecto y la cultura antes que en el de la conquista y el poder.

Entre la visión individualista, romántica, de la historia, y la visión colectivista y abstracta del positivismo y el socialismo, el profesor Berlin prefiere resueltamente la primera, aunque, como siempre, atenuándola, matizándola (pues toda posición rígidamente unilateral es impensable en él). No niega que haya «fuerzas objetivas» en los procesos sociales. Pero no hay duda, pues sus artículos sobre Churchill, Roosevelt y Chaim Weizmann lo dicen explícitamente, que, para él, la intervención de los individuos —líderes, gobernantes, ideólogos— en la historia es fundamental y decisiva. Que ellos pueden relegar esas «fuerzas objetivas» a segundo plato, determinando, en muchos casos, la dirección de todo un pueblo, modelando su conducta, sus designios, e inculcándole la energía y la voluntad o el espíritu de sacrificio para defender ciertas causas o materializar cierta política. Ni la formidable y, durante buen tiempo, solitaria resistencia británica contra el nazismo hubiera sido lo mismo sin Winston Churchill, ni el New Deal —el gran experimento social del «nuevo trato» en favor de fórmulas más igualitarias y democráticas en Estados Unidos— lo que fue sin Franklin D. Roosevelt, ni el sionismo moderno y la creación de Israel hubieran tenido las características que tuvieron sin Chaim Weizmann.

Isaiah Berlin sabe de sobra las temibles deformaciones que ha tenido esta concepción del «héroe» como pivote de la historia, la demagogia que ha brotado en torno, desde el libro de Carlyle hasta la justificación del «caudillo» omnímodo que personifica a su pueblo, como Hitler, Stalin, Franco, Mussolini, Mao y tantos otros pequeños semidioses de hoy. Precisamente, el convencido antitotalitario que hay en él subraya en los elogios de aquellos tres «héroes» suyos que la admiración que le merecen se debe, sobre todo, a que siendo grandes hombres, dotados de una extraordinaria aptitud para influir sobre sus conciudadanos y precipitar cambios en la sociedad, actuaran siempre dentro de un marco democrático, respetuosos de la legalidad, tolerantes para con la crítica y los adversarios y obedientes del veredicto electoral. Es esta condición de «caudillos» amantes de la ley y de la libertad la que, según Berlin, aproxima al conservador Churchill, al demócrata Roosevelt y al liberal Weizmann sobre sus diferencias doctrinarias.

Pero la historia no la hacen únicamente los políticos ni consta sólo de hechos objetivos. En el panteón civil de Isaiah Berlin figuran, en lugar privilegiado, los estudiosos, los pensadores, los enseñantes. Es decir, todos aquellos que producen, critican o diseminan las ideas. Igual que en sus otros libros, en éste también es manifiesta la convicción del profesor Berlin de que aquéllas son la fuerza motriz de la vida, el telón sobre el cual se inscriben las ocurrencias sociales y las llaves para entender la realidad exterior y entrar a explorar la intimidad del hombre. Su entusiasmo se vuelca por eso, sin reservas, hacia aquellos que, como Einstein, innovaron radicalmente nuestro conocimiento del mundo físico, o, como Aldous Huxley y Maurice Bowra, o los poetas Anna Ajmátova y Boris Pasternak, enriquecieron espiritualmente la época en que vivieron, cuestionando los valores intelectuales establecidos y explorando nuevos temas de reflexión o creando obras cuya belleza y profundidad sirvieron a la vez de goce e iluminación a los demás.

En el racionalista convencido que es Isaiah Berlin hay también un moralista. Aunque no lo diga con estas mismas palabras, de sus «elogios» se desprende que, para él, es difícil, acaso imposible, disociar la grandeza intelectual y artística de un individuo de su rectitud ética. Todas las personas que desfilan por estas páginas reverentes son de signo positivo, simultáneamente en dos órdenes —el intelectual y el moral—, a tal extremo que a veces tenemos la sensación de que estos dos órdenes fueron para el profesor Berlin uno solo. Es verdad que algunos de sus hombres ejemplares, como el historiador L. B. Namier, lucen psicologías difíciles y por momentos inaguantables, pero en todos ellos hay, siempre, en la base de la personalidad, nobleza de sentimientos, generosidad, decencia, pureza de propósitos. Isaiah Berlin es tan persuasivo que, cuando uno lo lee, hasta esto está dispuesto a creerle: que el talento y la virtud van unidas. Pero ¿es así?

Entre los autores que he leído estos últimos años, Isaiah Berlin es uno de los que más me ha impresionado. Sus opiniones filosóficas, históricas y políticas me parecen esclarecedoras, compartibles. Sin embargo, pienso que aunque tal vez muy pocos en nuestros días hayan visto de manera tan penetrante como él lo que es la vida —la del individuo en sociedad, la de las sociedades en el tiempo, el impacto de las ideas en la experiencia cotidiana—, hay toda una dimensión del hombre que no asoma, o lo hace de manera furtiva, en su visión: aquella que describió, mejor que nadie, Georges Bataille. Ese mundo de la sinrazón que subyace y a veces obnubila y mata a la razón; el del inconsciente que, en dosis siempre inverificables y dificilísimas de detectar, impregna, orienta y a veces esclaviza la conciencia; el de esos oscuros instintos que por inesperados caminos surgen de pronto súbitamente para competir con las ideas y a menudo sustituirlas como resortes de acción e incluso destruir lo que ellas construyen.

Nada más alejado de la visión limpia, serena, armoniosa, lúcida y sana del hombre que tiene Isaiah Berlin que la concepción sombría, confusa, enferma y ardiente de Bataille. Y, sin embargo, sospecho que la vida es probablemente algo que abraza y confunde en una sola verdad, en su poderosa incongruencia, a esos dos enemigos.

Washington, noviembre de 1980