Hace un día tan despejado que no puedo evitar viajar con la nariz pegada a la ventanilla del avión, como hacía de niño, intentando identificar las tierras que van apareciendo a medida que sobrevolamos el Mediterráneo, de Barcelona a Atenas. Me gusta comprobar que los perfiles de la costa coinciden con los de los mapas memorizados en la escuela: el cabo de Creus y el golfo de León, las islas de Córcega y Cerdeña, el Vesubio y la ciudad de Nápoles, la punta de la bota italiana y, ya cerca del final, la península del Peloponeso y las islas de Cefalonia, Zacinto y, la más pequeña, Ítaca, patria de Ulises y de la literatura.
Más allá de la gran mancha blanca de Atenas aparece un amasijo de montañas presidido por los casi 3.000 metros de altura del Olimpo, el hogar de los dioses, y frente a la capital se impone la luminosidad del golfo Sarónico, con decenas de barcos que rayan de blanco el azul del mar mientras navegan hacia las islas o más allá.
Tras aterrizar en el aeropuerto Elefterios Venizelos, inaugurado a raíz de los Juegos Olímpicos de 2004, me apresuro hacia el mostrador de coches de alquiler.
—¿Tengo tiempo de llegar a Sunion antes de la puesta de sol? —le pregunto a la chica que me hace rellenar los papeles.
Ella echa una ojeada al reloj y, fiel a la consigna de mostrarse siempre positiva, me responde con una sonrisa que sí, que si me doy prisa, llegaré.
Salgo de la terminal, pues, dejo atrás la larga cola de taxis y pasajeros más nerviosos que de costumbre, y me apresuro hacia el aparcamiento. Por el camino tengo tiempo de cazar al vuelo las palabras de un inglés que se queja en voz alta: «¡Huelga de autobuses y de metro! ¡Esto no se puede aguantar! Grecia ya no es lo que era. A partir de ahora, tendremos que ir de vacaciones a otro país».
La crisis. La culpa de todo la tiene la dichosa crisis, presente desde hace tiempo en el centro de Atenas, en el aeropuerto, en los taxis, en los bares, en las tiendas, en los pueblos, en las islas... La gente la maldice como si fuera un castigo caído del cielo, invoca a los dioses y descarga su rabia. La protesta está en la calle: los griegos están descontentos y reniegan de los políticos que han llevado el país a la ruina y de la troika que los ahoga hasta el último aliento.
Sentado al volante, ignoro las señales de tráfico que indican de modo casi unánime hacia Atenas y me dirijo, primero por un valle alargado y después saltando la montaña por un collado discreto, hacia Sunion, el cabo desde donde los antiguos griegos vigilaban la entrada de los barcos que navegaban hacia el puerto del Pireo.
El paisaje, rodeado de cerros pelados y blanquecinos, es de una ruralidad que podría ser entrañable si no fuera porque está herida de muerte por la imparable expansión de unos pueblos que han cometido el error de estar demasiado cerca de la gran ciudad: campos de olivos prisioneros de ramales de autopista, cabras que pastorean entre vertederos y montones de chatarra, naves industriales, hipermercados de estética horrible y casas a medio construir, con un segundo piso eternamente pendiente y columnas dóricas de imitación que pretenden enlazar, sin conseguirlo, con los tiempos gloriosos de Pericles. Todo tiene un aspecto más bien cochambroso, muy lejos de la Grecia clásica que tenemos idealizada. Alguien podría incluso pensar que resulta decepcionante, pero todo cambia cuando se dibuja en el horizonte una franja de mar azul y el imponente cabo de Sunion, coronado por el bello templo de Poseidón.
La majestad de la Grecia clásica, la sabiduría inapelable de las piedras nobles, aparece a tiempo para redimir todos los pecados de la Grecia de hoy, de la Europa meridional desfigurada por la crisis, la masificación, el consumismo y el crecimiento desbocado. Sunion, desafiante cara al mar, se confirma como el mejor lugar para iniciar un viaje por Grecia, y más aún al atardecer, cuando los rayos de sol barnizan el templo con una luz color miel e invitan a soñar con dioses, mitos y héroes.
El exceso de autocares, la algarabía de los grupos de turistas que se hacen fotos con el templo como decorado de fondo y el bullicio de los jóvenes amenazan con arruinar el momento, pero la solemnidad de Sunion acaba por imponerse con la fuerza de los siglos, con la firmeza de un pasado memorable que se niega a morir.
Un sol que se resiste a ocultarse naufraga en un lecho de nubes, tiñendo de un rojo intenso el mar, la costa y los islotes desgarrados que la prolongan. Cuando la noche amplía su dominio, las columnas del templo se recortan contra un cielo súbitamente oscurecido en el que brillan las primeras estrellas.
Como siempre que visito Sunion, recito en voz baja el poema de Carles Riba:
¡Sunion! Te evocaré desde lejos con un grito de alegría,
a ti y a tu sol leal, rey de la mar y del viento:
por tu recuerdo, que me yergue feliz de sal exaltada,
con tu absoluto mármol, noble y antiguo yo como él.
¡Templo mutilado, desdeñoso de las otras columnas
que en el fondo de tu salto, bajo la ola riente,
duermen la eternidad! Tú velas, blanco en la altura,
por el marinero, que por ti ve bien dirigido su rumbo;
por el ebrio de tu nombre, que a través del desnudo monte bajo
va a buscarte, extremo como la certeza de los dioses;
por el exiliado que entre arboledas sombrías te vislumbra
súbitamente ¡oh preciso, oh fantasmal! y conoce
por tu fuerza la fuerza que le salva de los golpes de azar,
rico de lo que dio, y en su ruina tan puro.*
Cuanto más miro el templo, que contemplé por primera vez a los 20 años, con la mochila a la espalda y los ojos ávidos de experiencias viajeras, más me reafirmo en la idea de que este edificio prodigioso está sobre el acantilado para evocar leyendas o inspirar a los poetas, aunque, como hizo lord Byron en 1810, cometan la grosería de grabar su nombre en la base. O quizás está en lo alto del pedestal para evocar el rico mundo de los dioses antiguos que parece reflejarse en todas y cada una de las piedras de Grecia.
El templo de Sunion está dedicado a Poseidón, el dios que, según las voces antiguas, vivía en un palacio bajo las aguas. Lo construyeron entre los años 444 y 440 a.C., cuando Atenas logró frenar la gran amenaza persa en la batalla de Salamina. Una de las primeras cosas que hicieron los ciudadanos de Atenas tras la victoria fue llevar a Sunion un trirreme capturado a los persas, como trofeo y ofrenda a Poseidón, una deidad terrible capaz de desatar tempestades y provocar naufragios, pero también, como suele ocurrir con los dioses griegos, un dios sensible capaz de crear centenares de islas, calmar aguas agitadas y enamorarse como un ser humano.
En los años de gloria, el templo acogía una estatua de bronce de Poseidón de seis metros de altura. Pero, como tantas otras cosas, no se ha conservado. Y es que, a lo largo de la historia, fundir bronce para construir cañones ha sido siempre una tentación. Las razones de la guerra, por desgracia, siempre acaban por imponerse a las de las artes.
A pesar de que hoy ya nadie adora a Poseidón, en Sunion se comprende la veneración que despertaba este dios para un pueblo, el griego, que vivía de cara al mar y a las islas, de espaldas a una orografía compleja que dificultaba el desplazamiento por tierra. «Los griegos somos como ranas alrededor de un charco», escribió Heródoto para ilustrar la importancia que tenía el mar Egeo para sus conciudadanos.
De las 42 columnas de mármol que tenía el templo original de Sunion, sólo quedan 18 en pie, suficientes para ofrecer una sólida imagen de santuario, de lugar sagrado. Algunas de las columnas, tal como apunta Carles Riba en su poema, cayeron o fueron lanzadas al mar desde el acantilado y «bajo la ola riente duermen la eternidad». Puede verse que las que aún quedan en pie tienen sólo 16 estrías, en vez de las 20 habituales de las columnas dóricas, probablemente para resistir mejor la erosión del viento y del mar. Al dios Poseidón, por lo visto, no le bastaba con su gran poder, sino que contaba también con la ayuda de unos perfeccionistas arquitectos y talladores de mármol.
Más allá del impacto arquitectónico, Sunion tiene el mérito de ser el lugar donde, según la leyenda, el rey Egeo se suicidó lanzándose a un mar que a partir de aquel día infausto llevó su nombre. Si queremos explicar esta leyenda como es debido, tenemos que remontarnos a la mitología, a la fascinante mezcla de personajes divinos y humanos, de mitos y realidad de la Grecia antigua.
Egeo, rey de Atenas, sospechaba que Androgeo, hijo de Minos, rey de Creta, estaba preparando una rebelión, y por eso lo mató cuando acudió a Atenas para participar en unos Juegos. Enfurecido, el rey Minos navegó hasta la ciudad del Partenón, asoló Atenas e impuso a la ciudad un castigo terrible: cada nueve años tendría que mandar a Creta siete muchachos y siete muchachas para alimentar al Minotauro, un monstruo con cuerpo de hombre y cabeza de toro que vivía en un laberinto de donde era casi imposible escapar. En las dos primeras ocasiones se cumplieron las duras condiciones, pero cuando el tributo humano tenía que ser mandado a Creta por tercera vez, Teseo, hijo de Egeo, se ofreció para ir a Creta. Antes de zarpar, le dijo a su padre que, en caso de que venciera al Minotauro, regresaría en un barco que enarbolaría una gran vela blanca; si moría, en cambio, la vela sería negra como la noche.
En Creta, Teseo consiguió matar al Minotauro y, gracias a un carrete de hilo que le entregó Ariadna, hija del rey Minos, pudo escapar del laberinto. Al volver a casa, sin embargo, estaba tan eufórico que olvidó cambiar la vela negra por la blanca. Fue un error trágico. Cuando su padre, que lo esperaba ansioso en la costa, vio el color negro, no pudo resistirlo y, convencido de que su hijo había muerto, se lanzó al mar desde el acantilado de Sunion.
Cuando cierran las puertas del templo, sopla un viento frío y desapacible. Los autocares se marchan en cuestión de minutos y las calles de Sunion se vacían de repente, como si todo el pueblo hubiera decidido cerrar por fin de temporada. Ceno en una taberna donde una anciana desdentada, que anda arrastrando los pies y refunfuñando, me sirve un zadziki (ensalada de yogur), un suvlaki (pincho de carne) de cordero y un vino de retsina que certifican, ahora a través del paladar, que tengo la gran suerte de estar de nuevo en Grecia.
Es evidente que la temporada alta queda atrás y que la llegada del primer frío ha expulsado a los turistas, pero me gusta ver que en un rincón de la taberna un grupo de amigos bebe ouzo y ríe sin parar. El buen humor y las risas son siempre buena compañía. Cuando salgo, uno de ellos me grita «kalo taxidi!», «buen viaje», y me lo tomo como un buen presagio para los días que me esperan.
Mientras recorro el pueblo en coche en busca de un hotel donde pasar la noche, me acuerdo de cuando, en mi primer viaje a Grecia, guiado por un presupuesto exiguo y ansias de aventura, dormí en la playa de Sunion, acurrucado en la arena y sin acabar de creerme las maravillas que acababa de ver. Fueron días felices los de aquel verano lejano, días de descubrimiento de un país soñado que sólo entonces pude certificar que en verdad existía.
Ahora, sin embargo, ni mi maltrecha espalda ni el frío de otoño me aconsejan pernoctar en la playa. Me detengo, pues, en el único hotel que encuentro abierto. Es de construcción reciente, con las casi inevitables columnas dóricas en la fachada. No me gusta su estética kitsch, pero no siempre puedes elegir hotel cuando viajas. Cuando entro, me consuela ver que una gran foto del cabo de Sunion preside la recepción.
—El templo de Poseidón —murmuro mientras indico la foto con la cabeza—. ¡Sólo por verlo merece la pena viajar a Grecia!
El recepcionista, que lleva una camiseta Nike, ignorando muy probablemente que el nombre de la marca americana viene de Atenea Niké, la diosa griega de la Victoria, se limita a darme la llave y, sin prestarme ninguna atención, se concentra en el partido de fútbol televisado. Olimpiakos y Panatinaikos, los dos grandes equipos de Grecia, se enfrentan en un partido de la máxima rivalidad. Los dioses de los tiempos modernos lo reclaman.