1. LLEGAN LOS BOLíVAR (1587-1799)

En el drama Horacio de Pierre Corneille, la amistad, el amor, la moral, la justicia y hasta el pensamiento y el honor del héroe se subordinan al Poder y al Estado.

Pol Gaillard, Corneille, l’homme

Habían pasado muy pocos años desde la fundación de Santiago de León de Caracas cuando Simón de Bolívar llegó, en 1587, a la ciudad que descansaba sobre un alargado y suave valle ubicado unas veinte leguas tierra adentro desde el puerto de La Guaira, sobre el esplendoroso mar Caribe. Oriundo de Vizcaya, venía desde Santo Domingo como funcionario de la Corona, para actuar como contador y ministro de la tesorería del nuevo gobernador. Al vasco le gustó el lugar, cuyos mil metros de altura le daban un clima benigno y una naturaleza que le recordaban las suaves ondulaciones con verdes praderas de su tierra natal.

Cuando el gobernador decidió enviar un comisionado a España para realizar peticiones, pensó en su ministro de la tesorería. Investido como procurador de la provincia de Venezuela por el Cabildo de Caracas (la ciudad estaba perdiendo ya los nombres hispánicos de Santiago y de León, para quedarse únicamente con el que mencionaba a los indios de la zona), Simón partió hacia la península para solicitar que se restaurara el servicio personal de los aborígenes; se permitiera hacer cautivos a los indios de Miria desde los diez años de edad; se concedieran licencias para importar negros esclavos; se enviaran desde España dos barcos por año directamente a La Guaira; y se otorgara cierta autonomía al mandatario caraqueño en relación con la Audiencia de Santo Domingo.

Bolívar obtuvo en la Corte alguna de estas concesiones y además regresó con un beneficio personal: se le había concedido el cargo de regidor vitalicio del Cabildo de Caracas, con voz y voto. Su hijo, también llamado Simón, logró posteriormente una encomienda de indios quiriquires en el valle de Aragua, en San Mateo, y fue visitador del Santo Oficio en Valencia. Desde entonces, los Bolívar ocuparon un lugar importante en la sociedad venezolana y se fueron casando y vinculando con las más prominentes y acaudaladas familias del país.

Se relacionaron así con los descendientes de Garci González de Silva, férreo conquistador y guerrero de penacho amarillo y negro, colores que coincidían con el plumaje de una de las variedades de pájaros más conocidos del territorio, que pasaron a ser bautizados por ello los “gonzalitos”. También con los sucesores del legendario tirano Lope de Aguirre, miembro de una expedición enviada desde el Perú hasta el Marañón, quien, mediante una serie de crímenes, se puso al frente del grupo y, desafiando a Felipe II, se declaró libre y enemigo de su rey. Separatista y cruel, perpetró otros asesinatos hasta que cayó en manos de las autoridades y fue ejecutado por sus propios compañeros.

En 1737 Juan Bolívar y Villegas quiso adornar su cuantioso patrimonio con un título de nobleza, por lo cual pagó a los monjes benedictinos de Montserrat, en España, la suma de veintidós mil doblones de oro para comprar el marquesado de San Luis, que Felipe V había entregado al convento para que, con su producido, se reparara el edificio. Pero al presentar a la Corona los papeles que acreditaban su pureza de sangre y tradición de hidalguía, se encontró con un serio inconveniente: una de sus ascendientes, Josefa Marín de Narváez, era hija natural de Francisco Marín y Narváez y de una “doncella” desconocida. Por ello, pese a que había contribuido a la riqueza de la familia con unas minas en Cocorote, el señorío de Aroa y unas propiedades sobre la plaza de San Jacinto, en Caracas, la bastardía de Josefa impidió la oficialización del título y paralizó el trámite de la adquisición nobiliaria. Un hermano de esta Josefa, además, se había casado con una negra, colorido antecedente que venía a opacar los blasones de la rica familia que estaba buscando ennoblecerse.

Cuando se produjeron violentas protestas contra los privilegios de la Compañía Guipuzcoana, a la que la Corona había concedido el monopolio comercial y otros beneficios económicos, entre los cabildantes y vecinos importantes de Caracas que apoyaron el alzamiento se encontraban no sólo miembros de la familia Bolívar, sino también de sus parientes y allegados los Ponte, Tovar, Blanco, Xedler y otros.

Al resolver los monarcas otorgar a los pardos el derecho a usar espada, a que sus mujeres pudieran colocarse mantos en la iglesia, y a comprar el distintivo de “Don” y la declaración de hidalguía y limpieza de sangre, los integrantes tradicionales del Cabildo se opusieron firmemente. Sólo las mujeres de las clases altas podían hasta entonces usar el manto, de allí la denominación presuntuosa de “mantuanos” que se daba a los sectores elevados. Cuando las morenas Rosa y Dominga Bejarano, propietarias de una confitería, luego de adquirir el rango asistieron a la elegante misa de diez en la catedral con mantillas y peinetas altas, los habitantes distinguidos se negaron a aceptarlas y les hicieron el vacío. Ante el reclamo de las bellas hermanas y luego de un arduo pleito, la autoridad real ordenó contradictoriamente que, “aunque sean negras, debe tenerse por blancas a las demandantes Bejarano”.

La sociedad estaba imbuida de valores claramente jerárquicos: solamente las familias tradicionales asistían los domingos a la misa de las diez en la catedral. Los isleños concurrían al oficio a La Candelaria, los pardos a Altagracia y los negros a San Mauricio. Las damas de alto coturno iban a la iglesia acompañadas por sus esclavas y, a mayor rango, mayor número de negras. Las mujeres de la familia Tovar, parientes de los Bolívar, no bajaban de cinco esclavas. La gente del pueblo se vengaba de este clasismo inventándoles anécdotas a sus patrones: se decía que una señora tan gorda como empingorotada, afectada por la abundancia permanente de gases, llevaba una negrita a la catedral y la hacía arrodillar a su lado. Cuando inevitablemente se le escapaba una flatulencia, le echaba la culpa a la criada y le sacudía un coscorrón, lo que le había valido el apodo de la “pagapeos”.

Juan Vicente de Bolívar y Ponte (hijo del comprador frustrado del título de marqués) fue coronel del batallón de los valles de Aragua y oficial de la Compañía de Nobles Aventureros. Propietario de la estancia y antigua encomienda de San Mateo, era regidor a perpetuidad y, por persona interpósita pues el comercio era una actividad mal vista, poseía una tienda y almacén de ropa que era traída desde España al retorno de los buques que llevaban hasta allí el cacao.

Elegante y solterón, padre de un hijo natural en Maracaibo, Juan Vicente abusaba de mujeres solteras y casadas en su estancia de San Mateo, por lo que fue denunciado ante el obispo por algunas de estas últimas, quienes lo acusaban de ser un “lobo infernal” a quien temían “por su poder, violento genio y libertad en el hablar” y por los maltratos que infligía a los maridos de sus víctimas. Una de estas mujeres acosadas manifestaba que el patrón había ordenado a su esposo que se fuera a los llanos a buscar ganado y que luego, con halagos y amenazas, la perseguía para que pecara con él; y sostenía que, para no caer en la tentación, ella estaba dispuesta a defenderse con un cuchillo y quitarle la vida. Aunque comprensivo de las debilidades de los aristócratas de su diócesis, el prelado exhortó a Juan Vicente a no comunicarse con mujeres casadas o muchachas de la doctrina ni entrar en sus casas y, movido acaso por la ingenuidad o por la envidia, le indicó que si quisiese socorrer a alguna o ejercitar la caridad con los pobres, lo “hiciera por mano del cura”.

Al cumplir los cuarenta y siete años Juan Vicente se casó con María Concepción Palacios y Blanco, una niña de sólo quince. Mientras el marido aportaba 258.500 pesos; propiedades inmuebles en Caracas y La Guaira; sus haciendas de azúcar, cacao y añil con muchos esclavos; el valle de Aroa y las minas de Cocorote, la joven esposa contribuía con dos negras llamadas Tomasa y Encarnación.

Aunque no poseían muchas riquezas, los Palacios se creían más distinguidos que los Bolívar y uno de los tíos de Concepción era un ilustrado clérigo que había fundado la Escuela de Música de la ciudad. La propia muchacha tocaba el arpa y tenía afición por las artes.

Instalado el matrimonio en una casa frente a la plaza de San Jacinto (parte de la herencia de la rica bastarda Josefa Marín de Narváez), la vida transcurría entre misas, saraos y visitas a la estancia de San Mateo y pronto empezaron a llegar los hijos: María Antonia, Juana y Juan Vicente. Dos años después de este último, el 24 de julio de 1783, nació otro varón, al que bautizaron como Simón José Antonio de la Santísima Trinidad. Era de tez morena y cabello negro, al igual que María Antonia, en tanto que los otros dos hermanos eran rubios y claros de piel.

Desde la cuna, Simón iba a ser visitado por la fortuna: el cura que lo bautizó y le eligió su nombre, su primo hermano Juan Félix Jerez de Aristeguieta y Bolívar, “noble y doctor en Teología”, constituyó un vínculo o mayorazgo con todos sus bienes y lo puso en cabeza del recién nacido. Al objeto de “proporcionar la perpetuidad del lustre y progreso de la familia, cuya distinción gozo desde mis antiguos progenitores y conquistadores de esta provincia”, dispuso que su casa de Caracas y sus haciendas de cacao del valle del Tuy de Yare, de Taguaza y Macayra quedasen como herencia y a disposición del pequeño, quien debía casarse con persona noble e igual y bautizar a su primogénito con el nombre de Juan Félix y, en lugar del apellido materno, ponerle el de Aristeguieta. Debido a la “vinculación” de los bienes, éstos no podrían separarse ni venderse y el tierno beneficiario sólo podía gozar de sus rentas o alquileres. Al llegar a la mayoría de edad estaba obligado a vivir en la morada del presbítero y quedaría excluido del goce de este mayorazgo, llamado de la Concepción, si “por desgracia cayere en el feo y enorme delito de lesa Majestad divina o humana”, es decir, si fuere desleal a Dios o al monarca español.

Pero también, muy pronto, el acaudalado Simoncito iba a ser frecuentado por la muerte: al año y medio falleció su primo y benefactor, el sacerdote Aristeguieta; no había cumplido aún los tres años de edad cuando expiró su padre, Juan Vicente, quien acaso para purgar sus excesos sexuales quiso ser sepultado en la catedral con misa cantada por cuarenta religiosos; y pocos meses después su madre alumbraba una hija póstuma, que murió al poco tiempo de nacer.

La muerte de su marido y de su última hija endurecieron a Concepción, quien pasó a ocuparse de las propiedades de su esposo, con la ayuda de su padre, Feliciano Palacios, y de sus hermanos Carlos y Esteban. Un disgusto la esperaba: los parientes del sacerdote Aristeguieta le iniciaron una demanda para impedir que entrase en posesión del mayorazgo establecido a favor de su pequeño hijo Simón. Tras una ardua tramitación, en parte ante la Audiencia de Santo Domingo, el pleito fue ganado por la madre. Al cumplir los seis años, el niño debió asistir a una solemne sesión en el tribunal, para ser puesto en posesión de los “bienes vinculados” acompañado de un curador especial, su abuelo, un escribano y los testigos. Desconcertado ante tanta pompa y formalismos, el pequeño Simón miraba a su alrededor y no terminaba de entender la naturaleza del conflicto de intereses que lo había tenido como protagonista. Él simplemente quería volver al lado de su madre o a jugar con otros niños.

La alegría por la victoria judicial duró poco: Concepción enfermó de tuberculosis y debía pasar algunas temporadas en San Mateo buscando mejor clima y atendiendo la marcha de la estancia. Estas circunstancias fueron haciendo al chico receloso y alerta. Su hogar le resultaba un lugar frío, con ausencias o precariedades que las visitas de los tíos o el calor de la nodriza, la negra Hipólita, no podían compensar del todo.

Simón jugaba en el primer patio y en el jardín de los granados, cuyos troncos curvos y espigados, cual ascéticas figuras del Greco, eran visitados por capanegras de tímido piar. Por las mañanas acompañaba a Hipólita y su morena compañera Matea al fondo, al patio de los cuatro pinos, donde en las piletas improvisadas junto a la acequia que traía el agua desde el cerro de Ávila, bajo los fugaces aleteos de algunos azulejos, se lavaba la ropa de la casa y las criadas chismorreaban con picardía sobre amos y esclavos.

No tenía recuerdos de su padre y su figura era solamente un rostro adusto que le imponía miedo desde un retrato colgado en la pared de la oscura sala principal, junto a la calle. Al atardecer buscaba refugio en la cocina y, después de la cena, cuando Hipólita contaba cuentos de aparecidos y fantasmas, o de indias hechiceras, se excitaba sobrecogido de temores pero a la vez se sentía cálidamente acompañado, amparado de la diurna frialdad de las habitaciones principales. En las charlas de la servidumbre, aparecían a veces alusiones veladas y picarescas a los acosos sexuales de su padre a las mujeres de San Mateo, que el niño simulaba no entender.

A los ocho años la angustia empezó a cercar a Simón: su madre se había agravado y las idas y venidas de parientes y criadas le indicaban que algo malo estaba por suceder. Una mañana se acercó a la puerta del cuarto materno y supo que Concepción había tenido vómitos de sangre toda la noche. Al mediodía, la rigidez en el rostro de su abuelo Feliciano y el llanto de Hipólita, que lo abrazó quebrada por las lágrimas, le indicaron que Concepción había muerto y una nueva ausencia se había abatido sobre él.

Los tristes rituales fúnebres y las posteriores misas de difuntos y rosarios no se habían terminado, cuando las dos hermanas de Simón también lo dejaron: pocos meses después del fallecimiento de la madre, María Antonia (de quince años) se casó con Pablo Clemente Palacios, y Juana (de solamente trece) lo hizo con Dionisio de Palacios Blanco. Más que celebraciones, las ceremonias de bodas de sus hermanas fueron para el pequeño Simón un golpe de incertidumbre sobre su futuro. La casa quedó bajo los cuidados de una de las hermanas de Concepción, quien, pese a sus afanes y compañía, no alcanzaba a mitigar la pesadumbre de su pequeño sobrino.

El abuelo Feliciano Palacios, a cargo de la administración de sus acaudalados nietos, había enviado a su hijo Esteban a Madrid, para que finalizara los trámites del título de nobleza que había comprado en 1737 Juan de Bolívar. “Cuando logre la aprobación del marquesado de San Luis para Juan Vicente —escribía entusiasmado Esteban desde la Corte— pienso solicitar nueva gracia con la determinación de conde de Casa Palacios para Simón, interponiendo para esto los méritos y servicios de la familia”. Procuraba también ingresar como miembro de una Guardia de Corps y lograr una Orden Militar para su padre.

Feliciano, desde Caracas, le enviaba las fe de bautismos, casamientos y testamentos necesarios para completar las actuaciones, mientras lamentaba la incómoda presencia en el árbol genealógico de la antepasada Josefa Marín de Narváez, que había beneficiado a los Bolívar con sus riquezas, pero cuya bastardía les dificultaba la adquisición de los blasones: “Los otros papeles irán cuando se concluyan en la Audiencia, pero no sé cómo compondremos el nudo de la Marín”, se interrogaba.

Con sus nueve años de edad Simón estaba más preocupado por su soledad que por los abolengos, sobre todo porque presentía que también su abuelo se aprestaba a dejar la escena. Sintiéndose enfermo, Feliciano citó a sus dos nietos varones, les comentó su mal estado de salud y les preguntó a quiénes preferían tener como tutores para después de su fallecimiento: Juan Vicente eligió a su tío Juan Palacios y Simón a Esteban.

Confortado por el grado de alférez real enviado por Esteban desde España y por los viáticos de la Santa Religión católica, Feliciano marchó al otro mundo dejando en manos de sus hijos y parientes a los pequeños Bolívar. Juan se hizo cargo de la tutela de Juan Vicente, pero como Esteban seguía en Madrid fue su hermano Carlos quien asumió la de Simón, ante el desconcierto y la pena del pupilo, que sentía difusamente que todos los seres que lo querían terminaban abandonándolo.

Separado de su hermano y de las criadas Simón marchó a la casa de Carlos, hombre solterón y duro, y uno de los miembros del Cabildo que se había opuesto a la Real Cédula que concedía a los pardos el derecho de ocupar cargos públicos, ejercitar el sacerdocio o casarse con personas blancas, con el argumento de que no convenía otorgar tal igualdad a gentes bajas y africanas, colocadas por la naturaleza en la clase inferior. Algunas veces, al pequeño Simón le parecía que su tío Carlos Palacios, cuando calificaba duramente a las “castas”, incluía también a los Bolívar entre las familias tradicionales que se habían mezclado con indios y negros y le merecían el calificativo de “longanizos”.

Carlos permanecía largas temporadas en sus estancias y Simón, al regresar de la escuela, se sentía muy solo en su casa. Triste, desamparado, solía salir a callejear con amigos díscolos y, el día anterior a cumplir los doce años, se fugó de la residencia y buscó amparo en la morada de su hermana María Antonia. Ésta y su marido, Pablo Clemente, lo recibieron con calidez y pidieron a la Real Audiencia la tenencia del menor, que les fue otorgada en forma provisoria.

Al regresar del campo Carlos se indignó con esta circunstancia, solicitó la restitución de la custodia de Simón y se inició un grave pleito que dividió a las dos ramas de la familia. Carlos acusó a María Antonia de haber instigado la fuga del chico, y argumentó que la codicia de su marido la llevaba a querer disponer de sus bienes.

María Antonia, a su vez, pensaba que eran los Palacios quienes se aprovechaban de la fortuna de su hermano y que tanto Esteban, en Madrid, como Carlos en Caracas, estaban consumiendo la herencia del menor. Desde España, Esteban incitaba a Carlos a defender a ultranza sus privilegios como tutor: “Destruye primero las rentas del pupilo en sacar a luz tus derechos, antes que estos pícaros se rían de ti”.

Como el niño se negaba a regresar a la vivienda de su tutor, Carlos propuso a la Real Audiencia, como alternativa conciliatoria, que Simón pasase a vivir en casa de su maestro Simón Rodríguez, quien regenteaba en su propio domicilio una escuela de primeras letras, con cinco chicos internados. El tribunal aceptó el criterio y ordenó que así se hiciera, pero el matrimonio Clemente-Bolívar resistió la medida y conservó al pequeño en su casa.

Una noche, Carlos se presentó en la vivienda de su sobrina acompañado de un alguacil, un escribano y testigos, para labrar un acta y llevarse al niño por la fuerza. Simón se echó a llorar y se arrojó en brazos de Pablo, asiéndose con fuerza a su cuñado, pero las lágrimas y gritos no conmovieron a Palacios, quien arrancó al chico de las manos que lo protegían y lo llevó arrastrando hasta la calle, donde el tumulto había congregado a vecinos y curiosos. Allí el menor volvió a aferrarse a Pablo, pero un golpe de su tío lo desprendió otra vez y fue conducido a la casa del maestro, donde se acostó presa de llanto y sofocado por la impotencia.

El maestro Rodríguez sentía simpatía por Simón e incluso pidió que desde la vivienda de su hermana le enviaran una alimentación digna que él, por sus limitaciones económicas, no podía brindarle. También el nuevo interno tenía afecto por su preceptor, pero la rebeldía que lo dominaba lo llevó a fugarse y buscar asilo en la residencia del obispo, hasta que un sacerdote lo devolvió al lugar, con la solicitud del prelado de que no se adoptaran medidas contra el pupilo.

María Antonia pidió al tribunal que Simón fuese internado en el seminario y el fiscal propuso que se le impusiera un “carcelero de vista”, es decir, una persona mayor que lo acompañara en todo momento, perspectivas que atribulaban al niño. Cansado de estas idas y vueltas y de vivir con incomodidad y casi promiscuamente en la casa de Rodríguez, el muchacho, resignado, aceptó volver a la residencia de su tío Carlos.

A partir de ese momento varios maestros iban a la casa de Carlos para brindarle educación. Un sacerdote concurría a enseñarle matemáticas y el joven Andrés Bello, sólo dos años mayor que él, lo instruía en geografía y letras. Pero era Simón Rodríguez quien le brindaba enfoques modernos sobre la existencia. La vivienda ya no le parecía una cárcel, o un lugar vacío, a raíz de la presencia y las lecciones de este maestro romántico y escéptico, que no había bautizado a sus hijas con nombres de santos, sino de vegetales como Maíz y Tulipán, según la republicana moda francesa.

Rodríguez enseñaba a su joven tocayo las nuevas ideas que contrastaban con las rígidas visiones coloniales que hasta el momento había mamado de sus tíos, quienes vivían más ocupados de los oropeles y las jerarquías que de los principios de progreso que venían de Europa. Cuando llegaba el profesor solían marchar hacia el fondo, al patio de las caballerizas, donde bajo el cedro amplio y protector, de hojas que ahora le parecían claras y acogedoras y contrastaban con el vigor oscuro de las palmeras, le hablaba de los hombres en estado de naturaleza, de las virtudes de la vida espontánea de los buenos salvajes, a quienes los lazos de una sociedad fundada sobre el despotismo de las malas monarquías degradaban hacia las irritantes condiciones de la sumisión. Le contaba sobre la necesidad de contratos sociales más justos entre los seres humanos, según el pensamiento de algunos autores franceses que le citaba, y el adolescente pensaba que Hipólita y Matea, quienes en la casa materna guardaban sus cucharas en la mesa redonda de la cocina para que no se mezclaran con los finos cubiertos de los amos, debían gozar de una situación de mayor bienestar e igualdad, pese a los rencores contra los mulatos que solía expresar el tío Carlos.

Muchas veces se quedaba mirando el piso o algún apareo de escarabajos mientras Simón le hablaba encendido y, en el contraste entre el empedrado gris de los cobertizos y comederos de los caballos y la lujuriosa vegetación de orquídeas, flores del aire y rosales del contiguo jardín, solía encontrar un símbolo de las diferencias entre la naturaleza libre y la opresión política que algún día debían desaparecer en el reino de una sabia humanidad.

En las visitas a San Mateo, en el contacto con la libertad y la amplitud del campo, encontraba también ese estado paradisíaco del que le hablaba su maestro. Partía en calesa a la madrugada, con alguno de sus tíos, por la serranía de la costa hacia el oeste. A medida que ascendían se intensificaba la vegetación y contemplaba sobre las laderas la anárquica informalidad de los bananos con sus verdes ramas desafiantes y agresivas. Al llegar a media mañana a los Teques, asentamiento de una tribu con historias legendarias que solía referirle la negra Matea, solían detenerse a tomar un café caliente con cachapas de maíz de sabor incomparable, a veces coronadas con un huevo frito. El descenso hacia el valle de Aragua lo sorprendía con arroyos cantarinos cercados por acacias de copa horizontal y alguna caña brava. En La Victoria almorzaban un sazonado guisado de mondongo y algunos dulces, para luego hundirse, a través del camino real, en un verde océano de caña de azúcar interrumpido apenas por palmas elegantes.

La casa de la estancia, con su galería techada con escaleras en los flancos, adornada de trinitarias, lo colmaba de misterios; y le gustaba recorrer los alrededores, donde las iguanas lo sorprendían con sus súbitas huidas, patentizadas en susurros y golpes de cola contra los arbustos.

Le gustaba bajar hasta el ingenio, donde el chirriar de los trapiches y el ronco olor de la melaza le brindaban optimismo, mientras veía llegar los carros al canchón y conversaba con los esclavos que descargaban los atados de caña.

Una noche, al volver desde San Mateo hasta la casa de su tío en Caracas, Simón se enteró de que había habido en La Guaira un intento de alzamiento contra el monarca. Tres españoles peninsulares enviados desde España para ser recluidos en la fortaleza del puerto por actividades republicanas habían entrado en contacto con miembros de logias masónicas clandestinas y, con la ayuda de soldados mulatos y la complicidad de eclesiásticos y profesionales, habían fugado de la cárcel para encabezar un movimiento inspirado por los ideales de la Revolución Francesa. Habían emitido una proclama rebelde, adoptado una escarapela blanca, azul, amarilla y encarnada y divulgado un himno subversivo:

Viva nuestro pueblo,

viva la igualdad,

la ley, la justicia

y la libertad.

Carlos se reunió esos días con muchos parientes y amigos (entre ellos los Aristeguieta, Ponte, Xedler, Aguirre, Palacios) con quienes firmó una nota de protesta contra los conjurados y de adhesión al monarca, ofreciendo al capitán general la formación de una compañía armada para asegurar el respeto a la autoridad real. En una carta a Esteban, Carlos le contaba sobre la “calamidad” de esta insurrección, felizmente abortada, que se había “coaligado con esta canalla del mulatismo postulando el detestable sistema de la igualdad”.

Durante una de esas reuniones en su casa Simón se enteró de que su maestro había participado de la conjura:

—Simón Rodríguez está también entre los implicados —comentó Carlos con voz condenatoria— y parece que ha huido en un velero norteamericano.

El joven no se sorprendió y, a la vez, sintió admiración y orgullo por la actitud de su romántico preceptor.

A los trece años y medio Simón fue nombrado cadete del Batallón de Voluntarios Blancos del valle de Aragua y, a los quince, era ascendido a subteniente. El adolescente estaba muy orgulloso de su rango y uniforme pero seguía sintiéndose objeto de un gran peso: para su tío Carlos era vástago de una familia bastardeada por su sangre indígena o negra; y para sus amigos y criados gozaba de unos privilegios de sangre que había heredado sin mérito alguno. Sentía que, para todos, él no tenía otro valor que el del dinero que había recibido en herencia.

Con Esteban en Madrid y sin maestro en Caracas, el adolescente resolvió concretar un proyecto que albergaba desde hacía tiempo: viajar a España para conocer mundo, completar sus estudios, juntarse allí con su tío y elegido tutor y aliviar la presión de las dificultades de la edad.

Cuando llegaban las primeras lluvias el jovencito, algo temeroso pero a la vez alentado por la aventura, partió para La Guaira por el camino que serpenteaba las verdes laderas matizadas por arcillas rojizas, con algunas nieblas en sus cumbres. Desde la ventana del carruaje miraba con admiración las quebradas que, cimentadas en lodo y animadas por amedrentados tucanes y guacamayos, lo condujeron hacia el ceniciento mar Caribe. La bella ciudad portuaria estaba ubicada al pie de la montaña y sus casas de rojos tejados, con coloridas terrazas, barandas y rejas de maderas torneadas, parecían arrinconadas por las playas contra las enormes moles de cornisas marrones. El severo edificio de la Compañía Guipuzcoana conservaba su recio poderío y estaba flanqueado por almendrones de enormes y ásperas hojas verdes, dispuestas en copas horizontales. La brisa húmeda, el olor a frituras de meros y pargos, mariscos y cebollas, le anticiparon el cosmopolitismo de la travesía.

Siempre severo, el tío Carlos lo presentó al capitán del San Ildefonso y lo despidió con un abrazo. Cuando el velero se alejaba de las costas y La Guaira simulaba recluirse bajo los morros, Simón sintió, desde la cubierta, que también su alma se encogía ante la incertidumbre.