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LA DIFICULTAD DE CONSEGUIR

UN ABRELATAS

Como he explicado en la introducción, cuando me ofrecieron escribir un nuevo libro tuve que escoger entre varias opciones. Una de ellas, probablemente la más sencilla, era limitarme a describir lo que me ha sucedido en estos últimos años. Han sido muchas las experiencias, así que contarlas una tras otra acumularía suficiente material como para completar un libro razonablemente atractivo. Al fin y al cabo, dar a conocer los entresijos de la política parlamentaria es algo que siempre me ha pedido mucha gente desde fuera de las instituciones. Bien por mera curiosidad, bien por un interés más complejo en conocer cómo son realmente las instituciones democráticas en nuestro país.

Sin embargo, siempre me ha parecido más interesante y estimulante escribir para ayudar a entender. Y esto es algo muy distinto a describir lo que le va sucediendo a uno en el día a día. Por eso finalmente escogí otra opción. Opté por no limitarme a la descripción, aunque de todos modos está incluida. Es decir, en este libro contaré los pormenores de los debates con el presidente del país, con el presidente del Banco Central Europeo, con la llamada «clase política» y tantas otras experiencias que han ido definiendo el transcurrir político de estos últimos años. Pero voy a procurar ir más lejos. Voy a intentar que nos adentremos en las explicaciones últimas de los fenómenos, es decir, en la esencia.

NUESTRA HERRAMIENTA DE ANÁLISIS

Trataré de explicar mi propósito con un ejemplo. Durante el año 2012 hubo un total de 44.233 manifestaciones en toda España.1 La mayoría de ellas fueron convocadas por sindicatos y por asociaciones ciudadanas, pero también hubo convocatorias de comités de empresa, partidos políticos, estudiantes y otros colectivos. Entre las motivaciones oficiales también hubo de todo, desde temas laborales hasta protestas contra el terrorismo, pasando por asuntos vecinales y por cuestiones legislativas entre otros temas. En definitiva, detrás de ese número tan alto de manifestaciones había una rica maraña de convocantes y argumentos.

Sin embargo, hay algo que llama la atención cuando hacemos comparaciones con las estadísticas de los años anteriores. Y es que, por ejemplo, en el año 2009 solo hubo unas 25.000 manifestaciones, mientras que en el año 2007 ni siquiera se alcanzó la cifra de 10.000. Estamos hablando de una cantidad claramente inferior a la de 2012. Uno automáticamente tiende a pensar que tiene que existir una razón que explique esa diferencia tan notable. Lo normal es creer, con más o menos acierto, que la explicación está en que la gente en 2012 estaba más cabreada. Y probablemente lo estaba porque 2012 fue un año de crisis económica en el que se extendieron las políticas de recortes y de privaciones sociales y de derechos, mientras que en los años anteriores todo esto parecía más difuso y limitado. Eso explicaría que se hayan multiplicado las manifestaciones contra las políticas del Gobierno y que la política haya asaltado la calle de una forma más clara. Insistimos, lo normal es interpretarlo así, pero es una mera hipótesis. ¿Podría existir otra explicación?

Por ejemplo, la derecha política suele reducir toda manifestación crítica con las políticas del Gobierno a una simple acción que o bien es producto de la ignorancia de los manifestantes o bien tiene objetivos violentos. Según esta visión, es como si la gente se manifestase por placer o incluso motivada por poderosos deseos de destrozarlo todo a su paso. De ahí nace la típica reacción de incrementar la presencia policial, pero también la aprobación de leyes más represivas como las reformas del código penal o las llamadas «leyes mordaza». Todo ello diseñado para generar desincentivos para la manifestación. Es como si te estuvieran diciendo: no salgas a la calle a manifestarte porque te pueden caer golpes, multas o incluso puedes acabar en los calabozos. La criminalización de la protesta social, de la que hablaremos más adelante, tiene un objetivo clarísimo y es la desmovilización. En todo caso, ¿y si la gente no se manifestase por placer? ¿Y si todo ello no fuera sino el síntoma de problemas más profundos en la sociedad?

Al fin y al cabo también existe la posibilidad de que la gente que se manifiesta para acabar con los desahucios lo esté haciendo porque sufre desahucios o porque les parece una injusticia que otras personas los sufran. Incluso podría pasar que quien se manifieste a favor de una democracia más participativa lo que quiera sea eso, una democracia más participativa. Si así fuera, entonces atajar la enfermedad —los problemas— sería más útil que combatir los síntomas —la manifestación—. Qué importante sería entonces conocer bien la esencia del fenómeno, y no solo quedarse en la apariencia del mismo.

Dicho de otra forma, como he explicado antes, yo podría en este libro describir cómo he vivido las movilizaciones de estos últimos años. Y anécdotas hay para parar un tren. Lo que ocurre es que me parece más importante que intentemos entender por qué la gente se manifiesta; por qué nos manifestamos. Tratar de responder a estas preguntas me parece más relevante y fructífero, si bien es cierto que también más difícil. Ahora bien, ¿cómo podemos llegar a las respuestas correctas?

Sugiero que empecemos utilizando las herramientas que nos proporciona la ciencia, aunque tengan limitaciones. Y sin duda una de esas herramientas es la ciencia económica, a la que de forma intuitiva hemos recurrido para explicar la variación en el número de manifestaciones. Hemos vinculado, porque nos parecía de sentido común, lo económico con lo político. Así que tenemos a la ciencia económica como principal herramienta para intentar llegar desde la apariencia a la esencia.

GALILEO Y LA BÚSQUEDA DE LA ESENCIA

Siglo XVII, Roma. En 1633 el tribunal de la Santa Inquisición condena a Galileo Galilei por sus teorías heréticas, es decir, por afirmar, siguiendo a Copérnico, que la Tierra gira alrededor del Sol. Tales tesis chocan con el sistema ptolemaico defendido por la Iglesia católica, que sitúa a la Tierra en el centro del universo. De hecho, las ideas de Galileo contravienen toda la sabiduría medieval sobre el cosmos. La Iglesia no va a dejarlo pasar y, tras años de persecución intelectual contra Galileo y los discípulos de Copérnico, consigue llevarlo a juicio. Para evitar las torturas y la muerte, Galileo decide confesar que miente. No obstante, la leyenda asegura que al término del juicio Galileo pronunció las palabras «eppur si muove» («y, sin embargo, se mueve») como forma de reivindicar sus descubrimientos.

El debate entre Galileo y los sacerdotes de la Inquisición fue muy particular porque quienes aparentaban tener toda la razón eran los representantes de la Iglesia. Era de sentido común pensar como ellos, pues ¿no era evidente para todo el mundo que el Sol giraba alrededor de la Tierra? ¿Qué mente enferma iba a atreverse a decir que las cosas no eran tal y como todo el mundo las veía? Efectivamente, los que pensaban como Galileo eran considerados unos locos. Así que los defensores de la evidencia y de la experiencia eran los sacerdotes.

Por eso decíamos antes que para entender lo que realmente está pasando no es suficiente con quedarnos en la apariencia, sino que tenemos que profundizar para buscar la esencia. Protágoras decía que «el hombre es la medida de todas las cosas», insinuando que solo conocemos el mundo a través de nuestros sentidos. Pero, ¿son fiables nuestros propios sentidos? Si los sentidos son suficientes, nos vale con la observación. En efecto, veremos que el Sol gira alrededor de la Tierra. Si, por el contrario, los sentidos no son confiables, conviene apoyarse en la razón para buscar más allá de la apariencia. Esa es la opción de Sócrates. Y la de Galileo, quien para llegar a la verdad primero construía ideas y conceptos y después, solo después, practicaba la observación. Y así, no exentos de dificultades, es como se puede llegar a entender que es la Tierra la que gira alrededor del Sol.

Eso de buscar la esencia es lo que ahora llamamos hacer ciencia,2 y para hacerlo nos servimos de las herramientas científicas que están a nuestra disposición.

ECONOMÍA Y POLÍTICA

En este libro nos referiremos a la ciencia económica con el término de economía política.3 Claro que eso nos lleva, en primer término, a tener que aclarar qué es tal cosa. Comencemos por lo que probablemente más llamará la atención: el concepto economía política es la unión de dos términos que según el sentido común deberían estar separados. Por eso partiremos de la siguiente cuestión: ¿no sería mejor que la economía y la política fueran independientes una de otra?

Esta es una pregunta que se hace a menudo la gente. Hace un par de años una mujer de unos cincuenta años me paró por la calle para felicitarme por mi actividad política. No obstante, ella quiso también, y con toda amabilidad, hacer una consideración crítica. Me explicó que a ella le gustaban mis análisis económicos, pero que notaba que desde que era diputado las conclusiones estaban siempre politizadas. Yo cortésmente le respondí que no lo veía así, pero antes de terminar la conversación ella volvió a insistir en esa idea y me recomendó, siempre cordialmente, que me dedicara a hacer economía sin política.

No fue ese un caso aislado, y tengo la sospecha de que para la mayor parte de la población ser economista y también político está gravemente reñido. Es como si al dedicarse uno a la política se perdiese la neutralidad que debiera mantener todo economista. Es tanto como asumir que lo político implica una serie de valores y creencias, una ideología, que contamina necesariamente el análisis económico. Es obvio que detrás de esta visión subyace la creencia de que la economía es una técnica más, como la ingeniería o la física convencional. Si un ingeniero puede construir un puente sin que importe si es de derechas o de izquierdas, y si un físico es capaz de calcular el destino de un proyectil lanzado a una determinada velocidad a pesar de su ideología, ¿por qué no habría de ser lo mismo para el economista? ¿No necesitamos acaso más técnicos que miren por el bien de todos y de la verdad y no tanto economistas que obedezcan a sus ideologías?

En realidad es normal que la gente piense así. De hecho, en la actualidad la mayoría de los economistas piensan lo mismo. Ellos se ven a sí mismos como técnicos que cuando entran en el laboratorio dejan fuera la ideología y sus creencias. Y ni siquiera es algo nuevo. Durante el siglo XIX una serie de economistas como Stanley Jevons o Léon Walras consideraban que había que elaborar una física económica. Para ellos el mundo era un orden natural, armónico y en equilibrio que podía estudiarse descomponiendo sus elementos para analizarlos por separado a imagen y semejanza del proceder de científicos de la física clásica como Galileo o Newton. Para ellos gracias a la ciencia económica, rebautizada como economics, era posible explicar todo hecho económico.

Según esta interpretación, la economía es una ciencia exacta, similar a la física, y tiene la capacidad de explicar con precisión el pasado, realizar acertados pronósticos para el futuro y recomendar lo que es mejor para todos y todas. Así, el buen economista es como un ingeniero que en su laboratorio, usando probetas, ordenadores y otro instrumental, es capaz de encontrar las mejores fórmulas para el progreso de la humanidad. En consecuencia, nada debe interrumpirle en esa hermosa tarea.

Uno de esos economistas, considerados como modelo a seguir, es Robert Lucas. Lucas desarrolló lo que hoy se conoce como la teoría de las expectativas racionales, una hipótesis sobre el comportamiento de los agentes económicos, es decir, de las personas que participan en el ámbito económico. Lucas ganó el Premio Nobel en 1995, y se ha caracterizado por recomendar sin cesar la paulatina retirada del Estado social en todo el mundo. Ya durante la crisis económica en España insistió en la necesidad de acabar con el excesivo poder de los sindicatos y en reducir las prestaciones sociales.4 Como eminencia en el mundo económico, la gente suele escucharle y los gobiernos —y sobre todo los organismos internacionales— tienden a aceptar sus propuestas. Quizás por eso tan pocos economistas supieron predecir la última crisis financiera, y es que Robert Lucas dijo en 2003 que el problema de los ciclos económicos estaba resuelto y que ya nunca más habría una depresión económica.5 Casi nada. Pero ¿fue un error casual o es normal que se falle tan estrepitosamente en el análisis?

A finales de la década de los ochenta un investigador llamado Phillip Tetlock publicó una investigación muy particular. Estudió un total de 28.000 predicciones realizadas por un grupo de 284 economistas y analistas políticos, contrastándolas después con la realidad. El resultado fue bastante ilustrativo: el promedio de acierto había sido similar al de las probabilidades que tenía un chimpancé de ganar a los dados.

En definitiva, las predicciones fallan más que aciertan, las recetas recomendadas por los expertos llegan a ser absolutos fracasos sociales, y países enteros han sucumbido por culpa de sabios economistas que decían no ser ni de izquierdas ni de derechas. Sin ir más lejos, el Fondo Monetario Internacional (FMI) lleva desde 2010 exigiendo a Grecia políticas de ajuste económico a cambio de dinero con el que rescatar sus bancos y mantener al Estado funcionando. Los diferentes gobiernos griegos han ido aplicando todas las exigencias, y sin embargo nada ha mejorado para la economía griega. Todo lo contrario. En el año 2011 el FMI esperaba un nivel del 93,5% sobre el PIB de 2009. Finalmente, en la realidad, fue del 87,2 %. Para 2012 el FMI esperaba un nivel del 94,5 %. Fue del 84,8 %. Para 2013 el FMI esperaba un nivel del 96,5 %. Fue del 77,5 %. Y para 2014 el FMI esperaba un 98,5 %. Fue del 79,4 %. Vamos, que no han dado ni una. Y eso que tenían al país intervenido de cabo a rabo.

En todo caso, conviene preguntarse si todo esto es a causa de que las teorías usadas por los economistas son malas o a causa de que sencillamente la ciencia económica es así de inexacta. Y probablemente sean ambas cosas. En las facultades de economía corre a menudo un chiste que reza así: «¿Cuál es la primera ley de los economistas? Que por cada economista existe uno igual y opuesto. ¿Cuál es la segunda ley de los economistas? Que ambos están equivocados». Estoy convencido de que el lector ha pensado algo parecido al menos alguna vez en su vida, sea viendo los telediarios o manteniendo conversaciones con sus amigos economistas.

En primer lugar, la ciencia económica no puede ser exacta por definición. Por una gran cantidad de razones, de las que destacamos las siguientes.6 Por un lado, los fenómenos sociales no son regulares y estables sino todo lo contrario, de tal forma que no pueden estudiarse de acuerdo a leyes generales. Por otro lado, los datos que se recogen son de poca calidad e incluyen muchas deficiencias porque se refieren a fenómenos que no son clasificables o cuantificables. Por ejemplo, todavía hay una gran controversia sobre qué es el capital y cómo se mide.7 Y, finalmente, si bien la ideología afecta a cualquier análisis científico, en ciencia social se da además que el sujeto —el científico— forma parte del objeto que investiga —la sociedad—, con lo cual esa circunstancia lo agrava enormemente.

En segundo lugar, como consecuencia de lo anterior, todas las teorías económicas tratan de esquivar de la mejor manera posible las limitaciones de la ciencia económica. Aunque a veces, conviene decirlo, sea ignorándolas. En todo caso, vamos encontrando distintas escuelas de pensamiento económico que difieren entre sí en las formas de analizar lo económico y también en las conclusiones que se obtienen. Resulta siempre útil conocer las diferencias entre esas escuelas de pensamiento porque aunque los economistas no expliciten qué teoría utilizan para analizar la realidad siempre hay una que subyace de fondo. Hay que pensar en esas escuelas de pensamiento como en unas cajas de herramientas que usamos para nuestra actividad; y habiendo tantas cajas de herramientas conviene saber cuál coge cada economista, porque según esa decisión variarán las conclusiones y el grado de acierto. En este sentido, es conocida la acertada cita de Keynes según la cual «hombres prácticos que creen que están bastante exentos de cualquier influencia intelectual son, por lo general, esclavos de algún economista muerto».8

Por ejemplo, estoy convencido de que la mayoría de los lectores consideran que el ministro de Economía Luis de Guindos es un pensador liberal, es decir, alguien que cree en la mejor capacidad del mercado para regular lo económico. Esa conclusión es fácil de deducir de sus declaraciones públicas al respecto de muchos de los asuntos económicos de los últimos años. Sin embargo, rara vez se ha hablado de su adscripción teórica a alguna de las escuelas de pensamiento económico. Es como si esa cuestión quedara escondida o no tuviera importancia.

Pues bien, los que conocemos los textos de De Guindos publicados con anterioridad a su nombramiento como ministro9 sabemos que comparte muchos de los planteamientos de una de las teorías más radicales, la escuela austríaca.10 Pero lo cierto es que, como decimos, pocas veces se habla de lo que hay detrás de los análisis que hacen los economistas, de cuál es la caja de herramientas que usan. Pues no es lo mismo coger una caja u otra distinta.11

Hay algo más que debemos apuntar. De entre las escuelas de pensamiento económico siempre hay alguna que destaca y que se tiende a reconocer como la dominante. Tan dominante que llega incluso a convertirse en el sentido común. Por ejemplo, durante los años cincuenta las interpretaciones económicas de Keynes y sus seguidores eran las ortodoxas, es decir, las consideradas más acertadas. Hoy, por el contrario, Keynes está relegado a un segundo lugar. Y Marx, prácticamente relegado a objeto de museo.

En definitiva, la ciencia económica es una ciencia inexacta que está sujeta a la incertidumbre y a enormes dificultades para acertar en los pronósticos. No existe, por lo tanto, la figura del economista neutral que sabe qué hay que hacer en beneficio de la sociedad. Eso es una impostura. Lo que hay son diversas escuelas de pensamiento que funcionan como cajas de herramientas que sirven a los economistas para analizar los fenómenos y obtener conclusiones políticas. Todo ello explica que haya tantas diferencias entre economistas a la hora de valorar lo que está sucediendo, aunque no sea habitual que los economistas reconozcan de dónde sacan sus análisis.

LA CIENCIA ECONÓMICA ES ÚTIL

La ciencia económica, con todas sus limitaciones, es una herramienta útil. Sin embargo, la mayoría de las veces se le presenta a la gente como una ciencia extraña y casi oscura. Los conceptos y los términos usados por los economistas son tan aparentemente complejos que la mayoría de la ciudadanía ni los comprende ni los quiere estudiar. Se habla continuamente de liquidez financiera, prima de riesgo, hedge funds, mercado interbancario... Y al final la gente desconecta y deja de prestar atención. El riesgo que se corre cuando eso sucede es que, entonces, quienes quedan a los mandos de la economía son unos pocos, que sí conocen los conceptos y que pueden utilizar su privilegiada situación para engañar al resto. ¿La forma de evitarlo? Estudiar, claro. Lo expresó la economista Joan Robinson con una frase inmortal: «Hay que estudiar economía para evitar ser engañados por los economistas».

Cuando durante estos cuatro años he debatido con el ministro de Economía o con el ministro de Hacienda, por ejemplo, yo sabía muy bien que me iban a intentar engañar. A mí y al resto de los españoles, claro. En el caso de Cristóbal Montoro era bastante descarado, pues un mes era capaz de justificar una subida de impuestos y al mes siguiente podía utilizar los mismos argumentos para justificar justo lo contrario. Argumentos todos ellos que estaban dotados de una retórica compleja que hacía casi inaccesible su contenido a la mayoría de la gente.

Pero los que estudiamos economía al menos tenemos las herramientas, como sugería Robinson, para descubrir el pastel. A nosotros nos enseñaron a torturar las estadísticas hasta que confesaran lo que queríamos. Sabemos cómo se hace. Y no en pocas ocasiones los conflictos de interés de los economistas empujan a torturar prácticamente todo argumento hasta que salga una conclusión que convenga. Otro chiste de economistas lo describe bien. En una entrevista laboral se les pregunta a un matemático, a un estadístico y a un economista por el resultado de la suma de dos y dos. El matemático responde sin dudarlo que cuatro. El estadístico dice que es cuatro, pero con un margen de error del dos por ciento. Y el economista, antes de ofrecer su respuesta, se acerca al entrevistador y le susurra al oído: «¿A qué desea usted que sea igual?».

La realidad es a veces mucho más radical que los chistes. En el imprescindible documental Inside Job, que describe algunas causas de la última crisis financiera, aparece la figura de un reputado economista llamado Frederic Mishkin. Mishkin fue durante dos años miembro de la Reserva Federal de Estados Unidos, y consultor del Banco Mundial y del Fondo Monetario Internacional. Un currículum aparentemente intachable. Pero el documental desveló algo muy interesante. En el año 2006 Mishkin escribió un informe titulado «Financial Stability in Iceland» (Estabilidad financiera en Islandia). A pesar del informe, por el que cobró 124.000 dólares, dos años y medio más tarde la economía islandesa sucumbió en una gravísima crisis financiera. Mishkin no solo no se retiró, sino que en su currículum cambió el nombre de su informe por el de «Financial Inestability in Iceland» (Inestabilidad financiera en Islandia). El momento en el que tiene que explicarlo ante las cámaras es memorable.

El conflicto de interés surge porque el papel que juega un economista académico es sustancialmente distinto del que juega un empleado, que es en última instancia lo que es un economista al servicio de cualquier empresa. El académico tiene, en teoría, la obligación de interpretar los fenómenos sociales a partir de unas herramientas determinadas que se suponen científicas. El empleado, sin embargo, tiene una misión explícita: garantizar que la empresa de la que es parte sea más rentable. A cambio, el empleado recibe una remuneración generosa que sin duda deseará mantener en el tiempo. Y nadie, ni siquiera los economistas, pueden establecer una frontera entre un trabajo y otro.

Pero prosigamos. Decíamos que la ciencia económica se presenta complicada para mucha gente, la mayoría, de hecho. Sin duda, gran parte de la dificultad estriba en el incremento en la utilización de las matemáticas para el análisis de la economía. Hay que aclarar que, en principio, ello no tiene nada de malo. Las matemáticas son un instrumento y no tienen la culpa de las conclusiones políticas que los economistas derivan de su uso. El problema real es que los modelos que utilizamos los economistas parten de una serie de premisas que son siempre ideológicas, de tal forma que la utilización aséptica de las matemáticas contribuye a difuminar esa ideología en un marasmo de números y ecuaciones. Así, en las últimas décadas, la utilización de las matemáticas y la informática en el ámbito del análisis económico ha servido para desarrollar modelos económicos y dotar de apariencia de rigurosidad unas conclusiones que luego no se han demostrado en la realidad. Pero, aún así, se insiste en considerar la economía como una ciencia exacta.

Veamos un ejemplo paradigmático. Cuenta el periodista Joaquín Estefanía en un artículo publicado ya en el año 2000 que, durante el transcurso de una charla, un alto cargo de la OCDE «reducía a una ecuación de segundo grado la compleja situación de México, que acababa de suspender el pago de la deuda externa, con sus sufrimientos y sus desafíos políticos. Hay testigos de que, ante la estupefacción de los alumnos, el tecnócrata afirmaba satisfecho viendo en el encerado la fórmula matemática que él mismo había elaborado: “Esto es México”».12

Sin duda, este ejercicio de considerar simplificada una economía de más de cien millones de personas en una única ecuación de segundo grado es un caso extremo. No obstante, representa muy bien la forma de operar de la ciencia económica actual. Se construyen modelos, que como dijimos se basan en hipótesis ideológicas, y que operan como simplificaciones del país o sociedad que queremos estudiar. Pero puede llegar el punto de que se construya un modelo tan fantasioso que no solo no ayude a explicar la realidad sino que además la oculte.

Otro chiste puede servir para ilustrar lo inútil de algunos modelos. Tras un naufragio quedan en una isla desierta un físico, un químico y un economista. Después de una intensa búsqueda para encontrar alimentos dan con una lata de conservas que la marea ha arrastrado a la costa. No tienen ningún instrumento con el que abrirla, así que se ponen a pensar en soluciones. El físico propone la primera solución: podrían calcular la altura exacta de la lata gracias a la posición del sol y a la sombra que proyecta una de las palmeras, y con ese dato saber con qué fuerza habría que lanzar la lata contra una roca para que se abra. El químico le sigue con otra propuesta: sabiendo el índice de salinidad de las aguas y la proyección de rayos del sol, él podría calcular el tiempo que tardaría el agua del mar en corroer la tapa de la lata. Finalmente, el economista propone su opción: «Supongamos que tenemos un abrelatas: en ese caso tendremos la posibilidad de abrir la lata y alimentarnos».

Así que, en definitiva, los modelos pueden estar muy mal construidos. Y, de hecho, lo normal es que los estudiantes y los economistas trabajen con modelos ciertamente malos. Modelos que nada tienen que ver con la realidad. No hace falta decir que eso puede implicar desastrosas consecuencias cuando se toman decisiones sobre la vida de la gente a partir de análisis basados en esos modelos.

Como protesta ante todo esto, en el año 2000 estudiantes de la facultad de Economía de la Universidad de la Sorbona de París publicaron un manifiesto exigiendo un estudio más riguroso de la cuestión económica. Dicho movimiento se extendió pronto hacia el Reino Unido y más tarde a otros muchos lugares del mundo, incluyendo España. Lo que se exigía era que los planes de estudio incorporaran una visión más realista de lo económico y que se abandonara el autismo al que habían sometido a la ciencia económica al centrarla en el estudio de modelos y universos que nada tienen que ver con la realidad social.

Siguiendo esas mismas reivindicaciones, durante el año 2004 se fundó en España el colectivo Estudiantes por una Economía Crítica. Eso no quiere decir, de todos modos, que hasta entonces no se hubieran dado protestas de diverso tipo en las facultades españolas. Desde 1987 existía, por ejemplo, una asociación de economía crítica que convocaba jornadas bianuales y en las que se reunía a profesorado y estudiantado de toda España. Todavía se siguen realizando —además esperemos que por mucho tiempo— y sirven para reunir a todos los investigadores de economía que utilizan métodos y enfoques considerados heterodoxos, lo cual incluye a muchas y muy diferentes escuelas de pensamiento económico. Sin embargo, por lo general, en el ámbito de los estudiantes se daba una desconexión muy grande entre las asociaciones locales que defendían estas mismas ideas.

Por eso intentamos poner en marcha una plataforma que nos uniese a todos. La unidad, siempre tan necesaria. Así fue como en el verano de 2004 yo mismo me encargué de construir la primera página web del colectivo de Estudiantes por una Economía Crítica. Casi al mismo tiempo me dispuse a fundar el colectivo a nivel local, en la facultad de Económicas de Málaga. En este caso se trataba de una asociación con un triple objetivo: académico, estudiantil y político.

El objetivo era académico porque las reivindicaciones de unos planes de estudio más realistas se acompañaban de conferencias, debates y sesiones formativas impartidas por especialistas en diversas materias, siempre desde el enfoque heterodoxo. Era una forma de complementar lo que estudiábamos de forma oficial. He de reconocer, por ejemplo, que yo pasaba más tiempo en la biblioteca estudiando a otros autores que en las rutinarias y aburridas clases en las que se enseñaba mundos imposibles. Eso no me impidió presentarme con soltura a los exámenes, pero me ahorró una considerable cantidad de tiempo.

También había un objetivo estudiantil que tenía que ver con las reivindicaciones del colectivo de estudiantes en general. Es decir, sobre los derechos y deberes en el ámbito universitario. Cuestiones como las becas, las tasas, las privatizaciones, la mercantilización del conocimiento, etc., eran también ámbito de la asociación. Por eso nos presentábamos a las elecciones estudiantiles, y además obteniendo muy buenos resultados. En el último año en el que yo estuve en la facultad, que fue 2008, conseguimos el 64 % de los votos. También participamos en las luchas contra el plan Bolonia y contra procesos claros de mercantilización de la facultad, como fue el abrir sucursales bancarias junto a las aulas.

Finalmente el objetivo también era político. Esto era evidente, porque nuestra intención fue siempre incidir sobre la transformación de la sociedad. Por eso participamos en el foro social Otra Málaga y en otros proyectos relacionados con el mundo alterglobalización (como ATTAC, Economistas Sin Fronteras, Comercio Justo, etc.). No solo queríamos aprender economía, y de verdad, sino que queríamos usar nuestros conocimientos para mejorar nuestra sociedad.

Lo cierto es que nuestra actividad era frenética, y además despistaba a todo el mundo. Al fin y al cabo estamos hablando de unos años en los que la actividad política en el estudiantado era absolutamente mínima. La facultad de Económicas de Málaga tenía más de cuatro mil alumnos y nosotros, que éramos los más activos, solo éramos capaces de movilizar a unas cuantas decenas. Bien fuera para unas conferencias o bien para unas protestas, igual daba. El estudiantado estaba como la propia sociedad, narcotizado. El propio decano de la facultad reconoció que nuestra actividad aquellos años fue como «una raya en el agua».13 Ahora bien, también sorprendíamos por nuestra radicalidad ideológica. Hay que pensar que la facultad de Económicas destacaba porque tanto profesores como estudiantes tenían por lo general un marcado perfil conservador. Recuerdo perfectamente, a modo de anécdota, que cuando ganamos las elecciones estudiantiles y fuimos a pedir unas fotocopias al personal de la facultad, estos nos preguntaron muy sorprendidos que si éramos «los comunistas». Aquel tono de sorpresa hacía pensar que estábamos en los años sesenta en plena dictadura franquista, como si hubiera ocurrido una imposibilidad.

Tras más de diez años de movilizaciones y protestas estudiantiles no podemos decir que haya mejorado mucho la situación de la ciencia económica y de su estudio en las facultades. Al contrario, sigue siendo deprimente y cada vez de peor calidad. Las reformas en la enseñanza universitaria en estos últimos años no solo han provocado más discriminación en el acceso a la universidad, sino que también han empeorado la calidad del estudio. Ya en 1965 la economista Joan Robinson dijo que «la economía es una rama de la teología» y que «los estudiantes no pueden desperdiciar unos años preciosos aprendiendo solo a recitar conjuros».14 Me temo que poco ha cambiado desde entonces.

LAS PREGUNTAS QUE NOS HACEMOS

Hemos comenzado diciendo que es fundamental llegar a la esencia de los fenómenos sociales para entenderlos correctamente, cosa que no sería posible si simplemente nos limitásemos a observar las apariencias. Hemos dicho también que es importante contextualizar históricamente, que somos un punto en la historia y estamos sujetos a los límites y condicionantes que nos impone nuestro momento político. No vivimos, en definitiva, en la misma situación que quienes vivieron hace treinta, cuarenta o doscientos años. Eso quiere decir también que el capitalismo tampoco es el mismo siempre. Aunque sus fundamentos se mantienen invariables, como es por ejemplo su lógica de maximización de beneficios y la búsqueda incesante de espacios nuevos en los que hacer negocios, su cristalización concreta es cambiante. Por ejemplo, Alemania, España o Argentina son países capitalistas cuyas economías difieren en muchas cosas. Pero aún más, la España de los años setenta no es la misma que la España de la actualidad porque, entre otras cosas, el capitalismo ha cambiado también en ese tiempo.

Los cambios en el capitalismo han transformado las formas de vivir y pensar de las gentes que viven bajo él, pero también las instituciones políticas. Efectivamente, las instituciones políticas y jurídicas —como las leyes o la administración pública— han ido adaptándose a los cambios del capitalismo y a sus nuevas necesidades. Casi siempre empujadas por la ideología neoliberal, que en términos generales es pura exaltación de la lógica de mercado, las formas de vida se han ido moldeando para adaptarse a las necesidades del capitalismo. Y cuando decimos las formas de vida, así en general, no exageramos. Hoy tenemos contratos flexibles porque el capitalismo exige a las empresas ser más flexibles para poder sobrevivir en mercados altamente competitivos, de la misma forma que nuestros hábitos de consumo o incluso la forma de convivir en las ciudades son en gran medida resultado de los cambios en el capitalismo.15

Estas transformaciones recientes del capitalismo, que a menudo son objeto de debate político, han beneficiado fundamentalmente a las clases más adineradas en tanto que han supuesto una ampliación de los espacios de mercantilización a nivel mundial y han desprovisto a los Estados de herramientas con las que poner en marcha eficaces políticas redistributivas.16 Digamos que la globalización, como concepto que engloba todos estos cambios recientes, ha permitido maximizar beneficios en todas partes del mundo y en tiempo real. Especialmente en el mundo financiero, hoy es posible hacer millones de euros de beneficio en un solo día y con solo un par de clics de ratón. Claro que ello no está al alcance de todo el mundo, sino de solo unos pocos. De ahí que los verdaderos protagonistas de la época actual sean las grandes entidades financieras y sus fondos de inversión, capaces de especular y enriquecerse —o arruinarse e incluso arruinarnos— en cualquier mercado financiero en cuestión de milisegundos, usando las nuevas tecnologías de la información y la comunicación.

Lo importante es entender que ese proceso de adaptación institucional al servicio de las necesidades del capitalismo —de la necesidad de mercantilizarlo todo— es, al mismo tiempo, un proceso de desdemocratización.17 Y esto es así porque en las sociedades capitalistas siempre hay una brecha entre la dimensión económica y la dimensión política, es decir, entre lo que está regulado por el mercado y lo que está regulado por la política. Cuando aumentan los espacios vitales regulados por el mercado —por ejemplo, cuando se mercantiliza la sanidad o la educación— se reducen también los espacios regulados por la política. Un ejemplo concreto servirá para entenderlo. Cuando una empresa pública de energía es privatizada, el suministro de energía pasa a estar regulado por criterios de mercado —basados en análisis de coste-beneficio y en la maximización de beneficios— y no por criterios democráticos —decisiones de carácter político que atienden a múltiples dimensiones de la vida, como la ecología o la desigualdad.

Esos procesos de mercantilización producen un incremento de la desigualdad y de la inseguridad laboral y ciudadana. El desmantelamiento del Estado social —sanidad, educación, pensiones— y de las cláusulas de protección de los trabajadores —como el derecho al trabajo— son ejemplos notables. Todo ello provoca frustración e inseguridad en la ciudadanía, creando un fenómeno social que siempre termina canalizándose políticamente, aunque a priori sea imposible saber de qué forma.

Estas adaptaciones institucionales al servicio de las necesidades del capitalismo es lo que nosotros llamamos «proceso constituyente dirigido por las oligarquías», que son las que salen beneficiadas. Y esos procesos, iniciados en nuestras sociedades del capitalismo avanzado con la globalización neoliberal, producen respuestas populares que varían en formas y contenidos. En estos últimos años hemos visto muchas de estas respuestas populares en nuestro país, antes de la crisis y sobre todo durante la misma. Hemos visto huelgas generales, pero también concentraciones, manifestaciones y movilizaciones de nuevo tipo, como las protagonizadas por el movimiento 15-M, Rodea el Congreso o la Plataforma de Afectados por la Hipoteca.

Además han pasado muchas otras cosas, algunas de relevancia extraordinaria, como el surgimiento de Podemos como fuerza política o la grave crisis política y económica de Grecia. Todo ello es parte del contexto y además objeto de estudio de este libro. Y nos lanzaremos a ello, inmediatamente, armados con nuestras herramientas de análisis. Es decir, utilizaremos nuestros conocimientos de economía para comprender, ante todo, el sistema en el que estamos inmersos. Así, esperemos, tendremos luz suficiente para no solo entender el mundo sino también para transformarlo. Ese es el propósito, explícito, y deseo sinceramente que además sea compartido por el lector.