Como trataremos de analizar, la brujería en Cantabria poseía unos factores que eran comunes en toda la zona norte de la península durante la Edad Media y en siglos posteriores. Muchos de los procesos de personas tenidas por brujas (y brujos) de La Montaña fueron archivados con otros litigios sobre brujería de las regiones cercanas. Por ello, la información «fidedigna» que nos ha llegado hasta nuestros días sobre esta problemática no es ni todo lo abundante, ni todo lo concisa que podríamos desear.
No obstante, podemos apurar que la bruja montañesa mantenía ciertas características particulares, costumbres propias y aquelarres en lugares cercanos y conocidos, lo que iba a generar un estereotipo de bruja que, eliminando leyendas, antiguas venganzas entre vecinos y otros roces, nos dejaba a una persona solitaria, casi siempre de género femenino y de avanzada edad, de aspecto siniestro y huraño, viuda o soltera, sin hombre que la protegiera. Además, muchas veces padecía problemas mentales, intoxicada por sus propios bebedizos, auténticos venenos que testaba en su propio cuerpo, logrando los más increíbles estados de excitación y delirio. Por todo ello, en muchos casos la persona acusada de brujería y pacto con el diablo se creía ella misma sus propias correrías y poderes, de los cuales era acusada ante las autoridades, a fuerza de despreciarla, repudiarla y maltratarla de palabra y obra. Tampoco ayudaban los crueles interrogatorios a los que la sometían, acompañados casi siempre de aberrantes torturas.
Hubo incluso (y hay en la actualidad) quien creía en esos poderes y en la validez de los tratados, remedios y ungüentos que estas personas elaboraban, como más tarde veremos, cuyos orígenes se pierden en los albores de los tiempos. La brujería, que era rebelde a la Iglesia y al poder político, tenía defensores entre las clases acomodadas, que creían, sin dudarlo, en los conocimientos médicos mágicos de las brujas. De hecho, a día de hoy existen curanderos y sanadores que se basan en estos ungüentos y pócimas y que poseen multitud de seguidores y «clientes» de todas las clases sociales, los cuales atestiguan no pocas curaciones, prácticamente milagrosas.
Y es que, viendo lo expuesto hasta ahora, podríamos hacer una distinción de lo que sería la hechicera curandera, conocedora de los secretos de la naturaleza y remedios que proporcionaba el medio para el beneficio de la comunidad, y, por otro lado, la bruja más macabra, persona trastornada o intoxicada por sus propias pócimas, que se creía en posesión de poderes cedidos por el mismísimo diablo y que era, por tanto, temida por sus convecinos y perseguida por la Iglesia. Y de esta última es de la que más datos vamos a intentar referir.
Un proceso inquisitorial contra brujucas de nuestra tierra
Pero centrémonos en la historia contrastada, documentada y fehaciente que existe, aunque menos de lo que se podría desear, en relación con la brujería en Cantabria. Sobre 1577 hay cierto testimonio (ya no de leyenda, y siempre asociado y entremezclado con los de las regiones adyacentes) de unas cartas de los inquisidores de Logroño al consejo competente, enumerando a catorce brujas en Escalante, una en Argoños, tres en Noja, un brujo en la localidad de Remolino (cuyo párroco, se añade, era un tal Diego Fernández), dos brujas en Bustillo y un brujo en Ágreda (García de Ateno, el cual fue el único brujo seglar del que se conoce su identidad, ya que otro de la misma profesión en Castro Urdiales fue tenido en el anonimato por la propia Inquisición). Todos éstos, además de otra treintena larga que se encontraban presos en Pamplona sin especificar su procedencia dentro de la provincia santanderina, esperaban causas que aún no habían sido resueltas. La mayoría de estos reos y reas fueron condenados por la Inquisición de Logroño a multas que iban de los 4.000 a los 12.000 maravedíes, excepto cuatro, que fueron sentenciados a muerte.
Todo esto se reflejaba en el auto de fe de Logroño de 1610, con la intervención del inquisidor Salazar y Frías, en el cual se habla sobre los rumores de aquelarres y otras actividades brujeriles en Santander y su comarca. Específicamente existía una información sumaria de la Inquisición de Logroño, datada el 25 de agosto de 1792, donde se nos habla de una vecina de Escalante, doña Rosa Quijano, acusada de «curandera, superstición y bruxa», con toda una relación de declaraciones de testigos y familiares, que hablaban de los supuestos poderes de la rea, que más tarde analizaremos.
Los procesos brujeriles en Cantabria llegan (al menos expresamente documentados) de forma tardía. Por esta razón, no se conocen en la zona de Cantabria procesos brujeriles de importancia por parte de la Inquisición española (que, dicho sea de paso, fue mucho más liviana que su correspondiente Iglesia protestante), todo lo contrario a lo que sucedió con sus hermanas vascas, navarras, riojanas o aragonesas, cuyos procesos fueron muy renombrados. Esto ocurría acaso porque en el fondo eran normales aldeanas, nunca tan sanguinarias como se las creía y bastante más discretas que sus compañeras de otras regiones. Quizá siempre fueron tratadas como aprendizas o simpatizantes de sus vecinas, más importantes en cuanto a lo brujeril se refiere, al menos en noticias llegadas hasta nuestros días. Hay que tener en cuenta que de las 300.000 brujas y hechiceras sentenciadas a la hoguera en toda Europa no se conoce (si las hubo) ninguna que descendiera de La Montaña cántabra.
Así, Francisco Sáez Picazo recoge una de las primeras documentaciones (que se conocieran, aunque ciertamente existieron muchísimas más y anteriores) referentes a la provincia de Santander, cuyo proceso se inició sobre 1733 y finalizó alrededor de 1735, ya bien entrado el siglo XVIII, cuando en regiones próximas ya se conocían hechos similares con varios siglos de adelanto. A continuación, resumiremos el sumario, prácticamente con su vocabulario literal, del proceso practicado en Limpias contra María Zianca (aunque se han traducido algunas palabras del castellano antiguo, para una mejor comprensión, manteniendo los vocablos originales en mayor medida).
María Zianca y Tomasa de Ahedo fueron acusadas de maleficios y brujerías por sus vecinos y parientes, por los mismos años (1730-1733 Inquisición de Logroño, legajos 37, 32, 115 y 156 respectivamente), si bien, como decimos, solamente expondremos el caso de la primera, ya que éste puede servir perfectamente como ejemplo de la tipología del proceso inquisitorial de una bruja. Después, nos dedicaremos a examinar varios procedimientos más de personas tildadas de brujas, brujos, hechiceros o supersticiosos que ciertamente poseían unas características distintas a estas dos, tanto en su forma de proceder como en la naturaleza de sus «delitos».
Emilio de Mier Pérez recoge ampliamente estos casos, así como otras circunstancias al respecto, en su obra Sobre la Inquisición en Cantabria s. XVI y XVII. Otra obra donde se pueden consultar datos de los procesos es la titulada Cantabria y la Inquisición en el s. XVIII de Enrique Gacto Fernández.
Sobre el proceso por brujería a María Zianca de Limpias
La manifestación en público del «Edicto General de las Montañas de Burgos», en el que se describen las «atrocidades» y las malas acciones que las brujas realizaban, así como el deber de todo paisano para que, si supiera de alguna persona con estas características, lo pusiera en oídos de la Santa Inquisición, bajo pena, si no lo hacía, de excomunión y otras condenas graves para un cristiano viejo, impresionaron de tal forma a la población que el ambiente de los pueblos se enrareció y en un corto período de tiempo fueron delatadas estas dos mujeres.
María Zianca y Tomasa de Ahedo eran dos mujeres viudas y naturales de Limpias, en el partido judicial de Laredo, a las que veinticuatro testigos acusaron de brujas y maléficas. Once testigos declararon en el tribunal contra Zianca y catorce contra Ahedo; el único que participó en ambos casos fue el presbítero José Fernández Pellón, el cual narró las confesiones, extremadamente comprometedoras para las reas, que le hizo una tal María de la Fuente, cuyo testimonio no pudo ser verificado ante el tribunal, ya que se encontraba en paradero desconocido y no hubo forma de localizarla.
Aunque, como decíamos anteriormente, sólo veremos en profundidad el caso de María Zianca, sí nos detendremos un momento para presentar a grandes rasgos a su compañera de «oficio» Tomasa de Ahedo. Tomasa, de cuarenta años de edad y viuda, era una bruja conocida en los alrededores por sus trabajos de curandera y rituales mágicos.
El proceso contra ella comenzó por la denuncia de la testigo Ana de Helguera, quien pidió audiencia para testificar una conversación entre la acusada y el cura don Jacobo de Céspedes, que había escuchado dos años antes, delante de la ermita de San Miguel. Cuando pasaba cerca de ellos, oyó cómo el presbítero reprochaba a Tomasa de esta manera:
—Vuélvete a Dios y deja el oficio…
Y la otra respondía:
—¡¡¡Pobre de mí…, ay de mí, que las otras me matarán…!!!
Pero cuando a don Jacobo se le interrogó acerca de esta conversación, dijo no recordar nada, ni el lugar, ni el comentario, por lo que el testimonio de la tal Ana de Helguera perdió toda su fuerza, dado el mayor valor que merecían las palabras del clérigo frente al de las suyas.
Con respecto a María Zianca, hemos de decir que mantuvo durante todo el proceso una firme negativa sobre los delitos de los que era acusada, por lo que ante esta actitud tan rotunda, el tribunal ordenó que se procediera a un nuevo interrogatorio, en el cual los testigos se ratificaron de manera unánime.

Auto de fe presidido por santo Domingo de Guzmán (detalle). Berruguete.
Museo del Prado.
Y así fue como sucedió. En 1730, en Limpias, localidad próxima a la villa marinera de Laredo, María Zianca es acusada al Santo Oficio por sus vecinos de practicar brujería. Tales acusaciones son vertidas también por sus propios familiares, como su sobrina Isabel de la Piedra, de cuarenta años, la cual expone que su tía se había acercado a su casa:
«A pedir a la testigo que la fuera a aiudar a salar, y por no aver podido complacerla, la amenazó la reo con que lo avia de pagar, y desde aquella noche se sintió por mucho tiempo tan molida y mordida por diversas partes de su cuerpo que se hallaba imposibilitada para poder trabajar. Y que sospechando la hubiese hecho este daño la reo, se fue a vivir a otro barrio para apartarse de ella y que desde entonces se halla mejorada…».
Era tradición pensar y achacar este tipo de males, que eran el amanecer con el cuerpo dolorido o «mordido», a las brujas del lugar, ya que se las creía capaces de entrar por las noches a las casas, convertidas en alguna clase de animal que les era simpático.
Antonia de la Piedra, hermana de la anterior y por tanto también sobrina de Zianca, la acusa de desgracias en la familia, junto con otros tres testigos vecinos del pueblo (uno de ellos el médico), los cuales en principio dan crédito al origen «malévolo» de las enfermedades de la hermana de la declarante, que acusaba a la rea de insultos y otras maldiciones en la localidad. La misma Antonia de la Piedra cuenta al final de la declaración un altercado con su tía por la supuesta invasión de un cerdo en su propiedad, teniendo como testigo a su marido:
«… que habiendo procurado contener a esta reo para que no continuase maltratando de palabra sin motivo alguno a personas que cita, y amenazándola que se las había de pagar, a otro día amaneció muy molida y mordida de brazos y de piernas… que después de dichas amenazas de la reo luego que parió dos criaturas se la murieron. Sobre si dicha sobrina de la reo padecía alguna enfermedad y mal de madre y por esto se la murieron las criaturas; examinados tres testigos, el uno que es el médico del lugar de la reo, que nunca había asistido a curación alguna de la sobrina de la reo; los otros dos testigos dicen que lo que padecía la sobrina era mal de madre, que era cierto que se la habían muerto todas las criaturas; que esto y que otros accidentes y dolores que padecía se atribuyan a la reo por las muchas amenazas que la hacía y que oían los testigos. Como era que cruzándose las manos las juraba que por aquellos diez mandamientos se la había de pagar; añadiendo la una de los testigos que también lo oió a la reo… que por muchos hijos que tuviese no la habría de florecer, y que sabía de testigo por su hermana ya difunta, viniendo habrá un año de por leña, encontró a la reo y la miró con los ojos tan ayrados y coléricos que sintió como que la hubieran tirado un balazo y que luego habiéndose tullido y salido unos calores a los veintidós días se murió…».
»… que por haber entrado una cerda de la declarante a la güerta de la reo la dixo esta a la testigo que no había de comer las tajadas tan gordas como el año antecedente y que el mismo día al ponerse el sol se caió muerta la cerda en presencia de la testigo y que habiéndola abierto, no se conoció golpe alguno ni otra cosa de enfermedad, siendo conteste formal de todo José Batines Sopeña, marido de la testigo, de edad legítima».
Otro testigo, Juan Antonio López Fernández, de treinta años y labrador de Laredo, exponía:
«Que a mediados de febrero del año pasado de 1734, estando una noche en su cama a una con su muger bio que entro por un abujero en figura de gato esta reo; que la distinguió con la claridad de la luna que entraba por un ventano y que después se bolbió en figura de muger y anduvo en la cama. Que no advirtió más por quedarse dormido».
El mismo testigo continuó, unos meses más tarde, con su testificación:
«… que después de principios de abril, la vio bajar con la misma figura de gato por el mismo sitio, que se fue a la lumbre y la hizo arder sin descubrirla estando ya su propia figura de muger. Y que saco una niña que tenía el testigo de un año, la llebó a la lumbre y la puso la barriga hacia arriba, entre sus rodillas y la chupaba por sus propias partes. Que después volvió a la niña a la cama donde estaba el testigo y su muger despiertos, sin poderse mover ni hablar. Y que últimamente volvió a salirse la reo por donde entro en forma de gato…».
María de Barona, esposa del anterior testigo, de treinta y cuatro años, va más allá y acusa a la reo de la muerte de una cuñada de la propia supuesta bruja:
«… que ella [la reo] sabia matar sin que conociese señal alguna de cómo se executo con una cuñada suia, que para esto no es menester otra cosa que apretar la garganta… Sobre si Josefa Martines, cuñada de la reo, padeciendo algunas enfermedades y bajando una noche por la escalera, se caió, desnucó y murió luego: tres testigos y entre ellos un sacerdote dicen que dicha Josefa, que la declarante menciona, solo padecía cáncer de varices, que su muerte fue tan repentina que ni aun hubo lugar para absolverla; que estaba en compañía de la reo, a la cual se la atribuyó su muerte…».
La misma testigo, María de Barona, declara cómo, en otra ocasión que su marido se hallaba preso, la rea le había ofrecido sus supuestos poderes para liberarlo. En este testimonio, se pone de manera clara la relación con el diablo, al firmar un pacto de sangre con el mismo, así como la utilización de pócimas o pomadas extraídas de plantas y partes de animales, muchas de ellas de carácter alucinógeno, las cuales, seguramente, proporcionaban los fantásticos viajes:
«… que esta reo viéndola afligida por la prisión de su marido de la declarante la ofreció le sacaría de la cárcel con sus prisiones [sic] le pondría donde quisiere; que cuando fuesen juntas [con un ungüento con el cual se rociaban el cuerpo] no había de decir ¡Jesús! Y que entonces verían un personaje como de hombre que la pediría la sangre de las benas para firmar…».
La testigo Josefa Barreda ve una curiosa escena, donde la acusada María Zianca impide el correcto funcionamiento de un molino de la localidad. Este suceso fue muy comentado en la comarca por aquella época. Dice así su testimonio:
«… estando la testigo en el molino, llegó a él la reo a moler maíz, y diciéndola la molinera que no podía molérselo, se salió diciéndola la reo que no havia de moler nada. Y que la testigo bió como el molino dejo de moler, por lo que la molinera, en bista de esto, buscó a la reo para que volviese a moler la que luego bino y dio su pan volvió a moler como antes el molino, dexando de saltar la piedra…».
Las artes de María pasan ya de hacer que se detenga el molino, ya que, como se dice al final, logra que la piedra salte sobre el grano sin molerlo. Se le atribuye la siguiente frase para conseguirlo: «Dios te bendiga, que bien mueles». He aquí cómo una bendición en boca de una supuesta bruja provocaba todo lo contrario de lo que se espera de una persona pía, según la creencia popular: una maldición.
Testimonios sobre el incidente en el molino hay varios, como el de Catalina de Argüeso, vecina de la localidad, de sesenta y siete años, la cual relata los hechos aportando un dato curioso, como es que la supuesta fama de bruja de la acusada llenó de temor a la propia molinera, la cual, para calmar las posibles venganzas e iras de Zianca, la obsequió con harina:
«… es formal y conteste en lo mismo de haver cesado el molino (dando saltos) bien que dice volvió a moler luego que la molinera ymbocó algunos Santos y Las Ánimas del Purgatorio; que no sabía si la reo volvió o no al molino, pero sí que temblorosa la molinera por las voces que corrían de ser la reo bruja, la mandó llebar un poco de arina…».
María Francisca Matenzo, de diecisiete años, reafirma el suceso del molino:
«… es formal y conteste con las dos antecedentes en haver cesado el molino por lo que queda referido; y que luego que volvió la reo continuó moliendo como antes…».
La propia molinera, Lucia de Pabía de cincuenta y un años, testificó en el juicio contra Zianca, explicando lo que había ocurrido en su molino:
«… esta testigo es la molinera […] que cuando dejo de correr el molino fue al tiempo de haber dicho la reo “Dios te bendiga, que bien mueles” y que luego empezó a dar saltos la piedra echando de sí como fuego […] que la reo no volvió al molino en 4 días después de las amenazas ni por barias diligencias que se hiciera hubo forma de aquietarse el molino hasta que se quiso sosegar, atribuyéndolo a la reo…».
Otro vecino, José de la Gorgolla (o Borbolla), de sesenta y cuatro años, no duda en testificar en su contra, cuando los resultados que ésta le prometió no fueron los deseados. El testigo relaciona su insomnio con la imposición de manos de María Zianca. Si bien habría que puntualizar que esta mencionada imposición de manos había sido solicitada por el mismo testigo, ya que poseía un dolor en el costado y pensaba que con los poderes de la bruja podría curarse:
«… no pudo en el discurso de un mes dormir ni de noche ni de día. Y hizo juicio que nazería esto de haverle puesto la mano en la cabeza la reo, por algunas vozes que contra ella había oído […] que el dolor de costado le duró 8 o 9 días y después padeció por 14 o 15 calenturas continuas. Que mejorado de dichos accidentes, aunque tenía ganas de dormir, no podía conseguirlo, atribuyendo esto a la imposición de manos de la reo…».
Más resultados decepcionantes en los tratamientos de males físicos se convertían inmediatamente en testimonios de personas encolerizadas. Manuela de Helguera, de dieciocho años, explica cómo «no» siguió los consejos de la supuesta bruja para tratar unas verrugas. Podemos pensar que dicha testigo pudo poner en práctica el consejo dado por Zianca, si bien es lógico razonar su negación al respecto delante del Santo Tribunal por miedo a que la acusaran a ella misma de realizar supersticiones y magias:
«… que teniendo la declarante algunas verrugas en las manos la dixo un día la rea que las contase y que otras tantas como tuviera tomase de ojas de nogal y las pusiese en paraje donde nadie andubiese con ellas y que al paso que las ojas se secasen, se secarían también la verrugas, lo que no hizo la testigo…».
Gabriela López, una joven de veinte años, continúa exponiendo testimonio contra la rea:
«… dixo que cabría un año que habiéndola amenazado la rea que se la havia de pagar a otro día despertó muy molida y mordida en diversas partes del cuerpo, y que lo mismo la sucedió en otras ocasiones […] después de ratificarse en lo que tenía ya depuesto de habiéndola amenazado esta reo y encontrándose en la escalera de su casa dos gatos, amaneció molida y mordida todo su cuerpo atribuyéndola a la reo por la opinión que tiene de bruja y dio por conteste a su hermana Antonia de veintidós años…».
La citada hermana, Antonia López, de veintidós años, expone a su vez:
«… que a principios del año 1733, habiéndola amenazado a la declarante y a su hermana Gabriela la reo, a la subida de su casa hallaron dos gatos que se agarraron el uno del otro y que al amanecer del día siguiente por haberse hallado su hermana muy molida y mordida […] en cuanto a esta, la que vuelta a examinar sobre si bio la mordedura de dicha Gabriela, dixo que le pareció lo bió […] dixo asimismo […] que hallándose enferma otra su hermana llamada Manuela López y temiendo fuese la causa de su enfermedad la reo la llamaron y pidieron que explicase algún remedio y que mandó la reo que se pusiese en las cuatro esquinas de la cama de la enferma la yerba de cuarto en rama y que a poco murió la enferma…».
En este caso, otra testigo, Bernarda de la Piedra, de cuarenta años, narra las amenazas que sufrió al ir a reclamar una deuda a la bruja Zianca, por haberle hilado el lino:
«… dixo que habría cinco años que pidiéndole a la reo el dinero por haverla ylado un poco de lino no solo no se lo pagó, sino que la amenazó jurándosela que se la había de pagar y que dentro de muy pocos días se sintió muy molida y mordida por varias partes y desde entonces pasaba muy de ordinario estos trabajos…».
José Fernández Pellón, presbítero, escribe en una carta dirigida al Santo Tribunal sobre María Zianca el 24 de abril de 1735, en la que narra la confesión de una mujer, la cual estuvo a punto de ser aprendiza de la mencionada bruja:
«… en la que dixo haverle notificado María de la Fuente que recelando esta que la reo era bruxa por lo que había oido y deseando saber si era cierto, la instó a la reo para que se lo dixese, pretextando a esta fin que ella quería aprender dicho arte y que, con efecto, la manifestó que era tal bruja y que la enseñaría el oficio, pero que havía de guardar secreto y que antes era forzoso abisar a otras compañeras; que untándose con cierto ungüento (que le expresó de que se hace) bolaban a donde querían y que la dixo la reo otros muchos casos tocantes a la brujería; aunque esta denunciante, examinando a la tal María de la Fuente por no haverse podido saber su paradero, sigan el informe de dos Comisarios y asistencia fiscal…».
Ahora expondremos la audiencia de la propia María Zianca, una vez se habían examinado todas las declaraciones de los testigos. María cuenta al tribunal sus versiones, sirviendo sus consideraciones para su autodefensa. Lo primero que dice es que cree que la razón por la que se encuentra en tal situación de rea no es otra que una riña con su familia, en el transcurso de la cual la llamaron bruja, teniendo desde entonces esta mala fama. Posteriormente, intenta razonar uno a uno todos los sucesos de los que se le acusan. Finalmente, implora al Tribunal que tenga piedad con ella y que sea benévolo en su condena:
«A la tercera audiencia ordinaria, después de decir su naturaleza y nombre expresados, que era de edad cincuenta años, de estado viuda y que así ella como todos sus ascendientes eran cristianos, viejos y nobles y no sabido responder bien el Misterio de la Trinidad ni Eucaristía, dixo únicamente que presumía se la hubiese preso porque estando en un calero en oración, que hubo una pendencia con sus parientes y la llamaron sin fundamento alguno bruxa y que desde entonces se ha tenido de esta mala reputación, sin haberle dado causa alguna para ello. A la audiencia de acusación, negó absolutamente los cargos y el que hubiese echo maleficio alguno, diciendo solamente que algunas veces, o chanceándose o enfadándose de las que la llamaban para que cuidase a las vecinas a sus trabajos, había dicho “vosotras me lo pagareis”; que en cuanto a lo de la cerda (que era de su sobrina, María Antonia de la Piedra) lo que sucedió fue que entrando en un huerto de la reo, la echó y que saltando por una tapia se encajó y a dos días se murió; que lo demás era falso; que a dicha su sobrina se la mueren las criaturas de lo enferma que esta y mal que padece, y que presumía fuese esta la que jusgaba tan mal de la reo por haberla llamado bruxa delante de algunas personas, para que después con la ocasión de haber habido misiones, la pidió perdón en presencia de su marido y los hijos de la reo; por lo respectivo a la cosa del molino, dixo que lo que sucedió fue haver dicho saliéndose enfadada que o no había de moler el molino o había de moler su maiz; que la llamaron diciendo que no molía la piedra y andaba en banos y que volviendo bió que aunque molía no hacía buena arina y levantando el alibiadero de la piedra, continuó haciendo buena arina; que la muerte de su cuñada, Josefa Martines, que estaba en compañía de la reo, fue porque estando muy enferma y bajando una escalera se caió y desnucó y murió luego, como la bieron algunas personas, por lo que era falso que ella la hubiese muerto y que aunque había bisto y oido poner en una o en las cuatro esquinas de la cama la ierba de Cuatro en Rama, que es la Ruda, porque a las criaturas no hiciesen mal alguno, que nunca había aconsejado tal cosa. A la última audiencia pidiéndose la reo que se la tratase con misericordia».
Posteriormente a toda la documentación de los testigos y a la declaración de la propia acusada como acabamos de conocer, se redactaba un escrito con las consideraciones de los propios miembros del organismo religioso: se trataba de la calificación de la conducta por los propios inquisidores y censores. He aquí sus conclusiones, tanto para el caso que nos ocupa, el de María Zianca, como para el de Tomasa de Ahedo:
«Remitido extracto de los dichos y hechos expresados a calificadores de censura de dos, fue el decir conformes que eran supersticiosas de vana observación y sospechosas vehementemente de pacto explícito con el demonio, y que en lo subjetivo, que era la persona vehementemente sospechosa IN FIDE, en cuya vista se confirmó por el comisario, el voto del tribunal en que se mandó que la reo fuese presa en la cárcel medios sin comunicación, con embargo de bienes, se le siguiese la causa hasta la definitiva, reconociéndose su causa y acumulándose lo conducente.
»EXECUTADA LA PRESIÓN EN 8 DE DICIEMBRE DEL AÑO PRÓXIMO PASADO DE 1736, QUE CONSTA DE CERTIFICACIÓN, NO HABIENDOSE ENCONTRADO EN LA CAUSA DE LA REO COSA REPARABLE, NI SOSPECHOSA DE SUPERSTICIÓN».
Debido a lo adentrado del siglo XVIII y que el Santo Oficio había tenido ya un «rodaje» y había adquirido unos conocimientos con cientos de reos inocentes que fueron torturados injusta y salvajemente y a pesar de la unanimidad de los testigos y los propios censores, el proceso contra María Zianca (y también el de Tomasa de Ahedo) finalizó sin condena alguna, absuelta, lo que en años anteriores podría haberle costado la vida.
Rosa Quijano, hechicera y sospechosa de bruja de Escalante
Conviene diferenciar, como decíamos al principio de este capítulo, lo que la Iglesia consideraba como bruja o brujería, que eran ritos o conocimientos que poseía una persona con ayuda o relacionada con el diablo o, en su defecto, renegando de la doctrina de la Iglesia para obtener resultados, la mayoría de las veces nefastos para los que la rodeaban, con la denominación de hechicerías, supercherías o hechiceras, las cuales no solían mantener una estrecha relación con los poderes infernales y en muchas ocasiones eran curanderas de enfermedades. A pesar de esta diferenciación, la frontera era muy estrecha, y en algunos momentos unas eran consideradas como las otras.
En esta situación se encontraba nuestra protagonista, Rosa Quijano, vecina de Escalante y natural de Bárcena de Cicero, a la que el fiscal, a la vista de las dudas que sus actitudes reflejaban, consideró conveniente acusarla de «curandera supersticiosa y jactancias de bruja». Este proceso se desarrolla en la villa de Escalante, en el partido judicial de Entrambasaguas, durante el final del siglo XVIII. Como volvemos a ver en esta fecha, tiempos muy avanzados para tratar este tipo de problemáticas, mucho más abundantes en siglos pasados, pero que en la parte septentrional de la península y en otros lugares del país verdaderamente aislados aún tenían prestancia.
Y todo comenzó cuando el comisario del Santo Oficio en Escalante, Francisco Vélez de Palacio, en el año 1792, harto ya de los rumores que recorrían la zona acerca de los curiosos y sospechosos métodos que cierta mujer utilizaba para curar de manera prodigiosa, escribió al Tribunal de Logroño para que, si lo estimaban oportuno, comenzaran una investigación más exhaustiva. De esta forma, dando el visto bueno, comenzaron las pesquisas e interrogatorios a las gentes del pueblo.
Fue llamada en primer lugar una tal Antonia del Castillo, quien dijo conocer a Rosa Quijano porque tiempo atrás, unos tres años, se había presentado en su casa, ofreciéndose a sanar a su nuera, Antonia de Moncaleán, la cual a consecuencia de una enfermedad de la vista sufría dolores que ningún médico o medicina habían podido curar. Rosa le dijo en secreto que era aprendiza de bruja y que la trataría con unos emplastes que ella misma había elaborado, siguiendo las instrucciones del ama de llaves del cura de Cicero, su maestra en el arte de la brujería:
«… una mujer que decía que era su maestra, la cual decía que era ama de llaves del Padre Prior del lugar de Cicero, que era bruja y que esta tenía un libro donde se alistaban las que querían serlo […] que otra vez puso a dicha enferma una cinta encarnada con cierto número de nudos y rosas, con las que aseguraba su sanidad […] que también dijo a la declarante que no todo se iba a esperar de Dios».

Bárcena de Cicero, lugar donde el ama de llaves del padre prior de esta localidad adoctrinaba a Rosa Quijano, vecina de Escalante, en el arte de la brujería.
Estas declaraciones fueron ratificadas por dicha nuera y por Joaquín de la Concha, su hijo. Este último añadió a la declaración que, interesado por cierto libro citado por la rea en el cual se inscribían las supuestas brujas de la zona, interrogó a la tal Rosa acerca del particular. Ésta le reveló varios detalles, como era que en tal documento no se podía jamás escribir ningún signo en forma de cruz, que ella no estaba aún apuntada porque era una simple aprendiza y que el susodicho libro lo custodiaba el ama del párroco de Cicero, que era la maestra de las brujas del lugar.
El remedio brujeril, la descrita cinta que Rosa Quijano preparó para la curación ordenándola colocar en el pecho de la paciente a manera de gargantilla, no produjo los efectos deseados y esperados. Mientras el tratamiento se prolongaba esperanzadoramente a la espera de una curación, nada se sabía de Rosa, la bruja. Su paradero era desconocido… hasta que volvió a aparecer, dos meses antes de la denuncia, para ofrecer de nuevo sus conocimientos a la misma familia. Esta vez se ganó la confianza de Juan Moncaleán, hermano de la enferma, al cual confesó el funcionamiento de la sociedad brujeril a la que, reconocidamente, pertenecía ella:
«… habría dos meses, se le presentó esta reo, proponiéndole de nuevo curar con facilidad a la dicha su hermana […] y dijo que haciendo una merienda, en un abrir y cerrar de ojos, quedaría sana […] que replicando el testigo cómo podía ser eso, pues parecía un milagro, dijo que era por habilidad de una su maestra […] que su maestra tenía firmado en el fondo del libro y ella más afuera […] también dijo que ellas podían hacer mucho mal en tomando aborrecimiento en una casa, que no podían llevar nada sino tal como entrar en una bodega y beber vino…».
Según estas últimas declaraciones y teniendo en cuenta el libro de Henningsen El abogado de las brujas. Brujería vasca e Inquisición Española en el que propone la existencia de ciertos escalafones entre las maléficas, como aspirantes, novicias y maestras, Rosa Quijano debía ser novicia, ya que aun habiendo firmado el libro de registro, no le estaba permitido asistir a todas las ceremonias y secretos. Básicamente esta escala, aunque más compleja, es apuntada por Julio Caro Baroja en su obra Las brujas y su mundo.
Pero continuando con los testimonios que iban aportando pruebas de la sospechosa conducta de Rosa mostraremos ahora el de Juana del Valle, amiga íntima de la anteriormente citada Antonia del Castillo. La tal Juana aporta unos datos sorprendentes, cuando Rosa le propone una acción inaudita:
«Doña Juana del Valle, de cincuenta años, contesta en lo que le es citada a saber: que habrá tres años se la presentó esta reo, y hablándola de un hijo que la testigo tiene en Lima, quejándose de la falta de noticias, dijo la reo que si quería ver a su hijo, le traería una noche desde el Reino de Lima ella misma y se le enseñaría […] de lo que quedó escandalizada la testigo y la reprendió […] y que también dijo la reo que tenía varias compañeras y que un día llevó como tal a la presencia de la testigo a Cecilia del Nogal».
Con estos testimonios y varios más, el comisario de Escalante remitió su opinión a Logroño. Ciertamente que con bastante negatividad, porque según sus propias sospechas, algo de verdad tendría que haber cuando las gentes de los pueblos próximos bajaban la voz y hablaban entre dientes al referirse a la susodicha. Al final del escrito decía lo siguiente: «Es mujer holgazana y amiga de andar pidiendo, debiendo trabajar como puede».
Pero he aquí que contrariamente a lo que se podría esperar, los calificadores del Santo Oficio, a pesar de reconocer que se veía cierta inclinación por la superchería y el pacto con el demonio, por lo que se aguardaba una sentencia dura, razonaron que dados sus fracasos en los intentos de curación, la tal Rosa Quijano no era más que una simple embustera y estafadora y que por no trabajar se dedicaba a engañar de estas maneras a las gentes de buena fe. Por esta razón, solicitaban a la justicia ordinaria para que supiese del caso, no sin dejar el Santo Oficio de dictaminar ciertas penas y penitencias contra la reo, a tenor del escándalo y del miedo que había desencadenado entre los vecinos de la zona de Escalante.
De esta manera, fue amonestada y tratada como curandera supersticiosa y estafadora, apercibiéndola de que si continuaba con aquella vida, sería castigada de manera más drástica. Además de esto, ordenaron que el párroco del lugar, don Pedro Ruiz, la instruyera para llevarla por el camino de Dios y que organizase una confesión. Esta sentencia de diciembre de 1792, comunicada a la Suprema, fue ratificada, si bien se incrementaron ligeramente las sanciones.

«Clemencia y justicia», rezaba en el sello de la Inquisición.
Pero a pesar de la benévola sentencia (por razones que ya hemos expuesto anteriormente, que no son más que el debilitamiento de la Santa Inquisición, ya casi finalizado el siglo XVIII, y su cuestionamiento público), Rosa Quijano, no escarmentada, continuaba con sus costumbres, ignorando su sentencia, por lo cual el comisario de Escalante volvió a escribir al Tribunal de Logroño escandalizado:
«En 1 de marzo de este año [1793] avisó el Comisario al Tribunal que la reo no había cumplido con lo que se le había mandado ni había tratado de presentarse a su cura. No trata ni ha tratado de confesarse con el confesor que se la señaló, ni se la ven señales de verdadera humildad».
Por ello, el comisario recibió nuevas órdenes: se debía de entrevistar con la reo para decirle que si no accedía a una confesión general, aumentarían las penas, acusándola de mala penitente. Pasados unos días, el comisario informó de nuevo al Tribunal de la necedad de las respuestas de Rosa Quijano:
«… que el 21 de marzo hizo comparecer a la reo, y habiéndola hecho cargo de la falta de cumplimiento de los mandatos del Santo Oficio, respondió la reo serenamente que no los había cumplido porque no tenía por qué […] que se confesaría cuando le diese gusto […] que la señaló los quince días para cumplir lo que tenía mandado el 30 de diciembre del año pasado y respondió una y más veces que no quería hacerlo, y que si tenía por qué, que la castigasen y se despidió ella misma de esta audiencia con estas palabras».
Pero a pesar de los insistentes requerimientos para que la rea cumpliera la sentencia, ésta seguía obstinada, ignorando las presiones del comisario, desafiando y comprobando a la postre el debilitamiento del Santo Tribunal. Fue incluso amenazada con un posible traslado a Logroño para declarar, pero tampoco causó mella esto en su actitud. Tal arrogancia hizo pensar entre los miembros del Tribunal un desequilibrio mental en la reo, por lo que ordenaron un informe al respecto:
«… para que informasen al tribunal si en algún tiempo atrás o en la actualidad había padecido o padecía alguna debilidad de cabeza, de modo que cuando no por loca, al menos se la pudiera conceptuar como maniática […] el 20 de mayo el cura de Escalante, que es don Venancio de las Cagigas Moño […] ha tratado a la reo Rosa Quijano, su feligresa, y que en todo este tiempo, no la ha oído, visto ni entendido haya padecido locura, intervalos ni manías […] y sí que hace algunos años le daban algunos accidentes de tiempo en tiempo, quedándose sin habla y flexible […] que en dos ocasiones la vio por haberle dado en la iglesia […] dicen que este mal inquieta a las mujeres que le falta el alimento […] sería así, porque esta falta la padece continuamente la dicha Rosa».
Después de esto, el Santo Tribunal de Logroño ordenó al dicho cura que tratase él mismo de que la reo cumpliera la sentencia, pero a pesar de los sucesivos llamamientos del párroco, ésta siguió desobedeciendo. Contrariados de tanta negación y desacato, el Santo Tribunal ordenó por fin la conducción de Rosa Quijano ante ellos, en Logroño, para obligarla a realizar la confesión general que le había sido impuesta.
Y misteriosamente, aquí se pierde o acaba todo tipo de documentación al respecto. Si existieran tales archivos, podríamos haber continuado con el análisis de este proceso y conocer así el desenlace de esta historia, pero, desgraciadamente, éstos son los últimos datos que se tienen del proceso contra la de Escalante, Rosa Quijano, y la suerte que corrió a manos del Santo Tribunal logroñés…
El joven aprendiz de ilusionista en Noja: ¿prestidigitador, brujo, visionario o loco?
El joven estudiante Pedro Quintana y Espiga, nacido en Isla y habitante del cercano pueblo de Noja, hijo del boticario del lugar, fue procesado por hechicerías.
Había comenzado a estudiar la carrera eclesiástica cuando, ya con veintiún años, se encontraba pasando una temporada en casa de sus padres durante el verano de 1754.
El dueño de la otra botica que existía por aquellos años en Noja, Francisco Sanz, no se sabe bien si por envidias contra la familia, por competencia en los negocios o porque verdaderamente había observado ciertas «costumbres» sospechosas en el mencionado joven, denunció ante el comisario de Meruelo tales desconfianzas y sospechas.
El citado comisario procedió a las indagaciones pertinentes. Según parece, todo comenzó en las tertulias y reuniones en las que Quintana departía con clérigos y amigos íntimos en sus horas de asueto, mientras se encontraba visitando a sus padres. Uno de estos curas tertulianos fue el que comentó al denunciante Francisco Sanz una peripecia concreta, que pondría en marcha todas las pesquisas:
«Don Bernardo de Isla, cura beneficiado de edad cuarenta años […] dijo que habría dos meses que estando en el pórtico de la iglesia del lugar de Soano con unos estudiantes a los que pasaba, se llegó este reo y Fernando de la Verde, uno de los dichos estudiantes, le dijo al testigo si quería ver diferentes juegos de manos y otras cosas que solía hacer el reo, y convenido de ello, empezó a hacer algunos juegos de manos. Y aunque algunos no le disonaron, le disonó el decir que haría bailar en carnes a uno de los estudiantes que fue Juan de Valenilla, y para este efecto, le mandó retirar al pórtico de la iglesia y desde allí, al poco le mandó volver y poniendo la palma de la mano vuelta hacia la cara del dicho Juan, le dijo hiciese en ella una cruz del diablo, y respondiéndole que no sabía, le dijo habría de ser la cruz sin cabeza, y la hizo el dicho Juan en la mano del reo […] luego el reo le mando le besase y que renegase de todo lo que tenía con Dios. Después de esto el testigo reprendió severamente al reo, por lo que no hizo ninguna cosa más».
Toda esta declaración realizada por el citado cura fue corroborada por el resto de los testigos que allí se encontraban. Incluso su compañero, el citado Fernando de la Verde, añadió que había oído decir al reo que tenía un libro titulado Mágica blanca, que debía meter todas las noches debajo de la tierra al ponerse el sol y volverlo a sacar al amanecer, porque si no lo hacía así, se lo llevaría el demonio. Como en un primer momento no lo creyeron, el reo Pedro Quintana los llevó a su casa y les mostró el mencionado libro, que, en boca de los testigos, era como el grueso de un catón (voluminoso libro didáctico destinado a la enseñanza de las lecturas, con frases y dichos cortos típicos de aquella época).
Pero la gota que colmó el vaso se produjo a raíz de la información que aportó un labrador del pueblo, Jerónimo Valenilla, de cuarenta años. Éste contó cómo hacía aproximadamente dos meses el tío del reo, Melchor de Quintana, había llegado a su casa muy nervioso, explicándole que un pastor le había dicho que su sobrino Pedro estaba tendido en el suelo, junto a la fuente que llaman de Corporales, y le pidió que corriera para ver de qué se trataba. Pero al llegar al lugar, Jerónimo no encontró más que un pañuelo, un libro y un sombrero. Comenzó a buscar al seminarista por los alrededores, sospechando que hubiera sufrido alguna desgracia.
En ese justo momento, pasaba por allí Miguel de las Cagigas, sastre del lugar, al cual preguntó si lo había visto. La respuesta del sastre fue negativa, preguntando a su vez al labrador el porqué de su excitación. Sabida la razón de las preocupaciones del labriego, comenzaron los dos a buscarlo, temerosos de que hubiera caído por alguno de los acantilados de la zona, que son muy altos y caen perpendiculares al mar. Y por fin en una de aquellas peñas lo encontraron, tendido, todo mojado. Como pudieron, le hicieron volver en sí, y el joven Pedro comentó balbuceando que:
«… se le había aparecido el demonio en dicha fuente, en figura de un caballero muy guapo, y le dijo que ya era suyo, y cogiéndole de una pierna le había despeñado hacia el mar […] y que en tal conflicto había llamado a que le socorriera a Nuestra Señora de Begoña, quien dijo le había venido a socorrer en figura de niña de unos cuatro años, muy resplandeciente y hermosa, y cogiéndole de la mano le había puesto en aquel sitio […] y subiéndole entre el testigo y el otro Miguel, dijo que venía el demonio a clavarle con una espada».
Comprobados estos testimonios con otros que habían visto al traerle a su casa en un estado de trastornamiento mental, los calificadores del Santo Tribunal consideraron que había suficiente material para acusarlo de blasfemias heréticas, hechos supersticiosos e ilusiones.
Por esto, los inquisidores ordenaron su captura, que no fue posible ejecutar, ya que el susodicho Pedro Quintana había desaparecido de su domicilio en la casa de Noja. Entre las pertenencias que dejó en el hogar, dignas de la atención de los miembros del Santo Tribunal, se encontró un libro titulado Engaños a ojos vista y diversión en trabajos mundanos fundada en lícitos juegos de manos, que requisaron.
En cuanto al fugitivo, más tarde se supo que se hallaba en Granada, de ayudante del arzobispo, por lo que el Tribunal envió orden a tal ciudad de prisión para el reo. Consultado con dicho arzobispo, éste propuso que se llevara a cabo la detención con la mayor de las discreciones, para evitar escándalos.
Fue llevado a Madrid, donde declaró ante los inquisidores locales, diciendo que su padre era noble de nacimiento, como toda la familia, y que hacía tiempo que había dejado su oficio para trabajar en la venta de maderas para la construcción de navíos. También le extrañó su ingreso en prisión, aunque sospechaba las razones, porque:
«… tenía un libro de juegos de manos, que no está prohibido, antes bien, está aprobado por la Inquisición […] que dichos juegos solo son para divertir y hacer reír […] que este libro compró el reo o se lo dio un oficial de la herrería de Noja […] dice los juegos que ha practicado y que sólo el que ignora el modo le parecen imposibles […] y que si ha dicho otras cosas que no se pueden hacer es por pasatiempo, sin creer que en ello tuviese cosa opuesta en nuestra Santa Fe».
También fue interrogado sobre el día de su desvanecimiento en la fuente Corporales y la supuesta aparición de la Virgen y el demonio, a lo que respondió:
«Habiendo bebido agua en la fuente de Corporales, día después de San Pedro del año de 1754, le hizo tanto daño que le privó y no estuvo en sí por tiempo de ocho o diez días que le sangraron. Volvió en sí y le dijeron las gentes que le habían traído que por el camino había dicho mil boberías, como que venía a matarlo el diablo en figura de hombre, que el diablo le arrojó al mar y que Nuestra Señora de Begoña le había sacado, a la cual había visto».
Por lo tanto, alegaba que se había puesto enfermo al beber agua de dicha fuente de Corporales, había estado una decena de días enfermo, sin consciencia, y que no recordaba apenas nada de aquellos días, ni de los que estuvo convaleciente. Con todo esto, el Santo Tribunal se mostró titubeante a la hora de dictar sentencia o de archivar el caso. Por fin, se decidió escuchar a las personas que en los últimos tiempos se encontraban cerca de la vida de Pedro Quintana. Muchos de éstos afirmaron que nunca se le había percibido trastorno mental alguno y que cuando realizaba los juegos de manos, pidiendo que se hiciera la «cruz del diablo», lo decía muy en serio y sin risa alguna.
Pero también había testigos que aseguraban lo contrario, como el sangrador que acudía a casa del reo para sanarle de la caída en los acantilados. O el testimonio del religioso que lo asistía en aquellos momentos tan graves. El primero de los dos, Francisco del Campo, aseguró que le había hecho las primeras curas a Quintana después de la caída, habiéndose mejorado por las mismas, pero que nunca le contó nada acerca del demonio o la aparición de la Virgen. Que esto sólo lo sabía por los comentarios de las gentes que lo habían auxiliado, pero que él nunca lo creyó.
Con respecto al clérigo que lo asistió, el prior de los dominicos de Ajo, fray Agustín de Zorita, dijo haber sido avisado con ocasión del supuesto milagro:
«[…] y estuvo con el reo y este le refirió varias cosas que dijo le habían pasado con el diablo […] que aunque al principio le creyó […] después de dos o tres días volvió a llamarle y le oyó tales cosas que le hicieron pensar que todo fue una ilusión».
No se conoce más del particular, pero dados los testimonios, seguramente el caso fue archivado o sobreseído, debido a los desequilibrios mentales que el estudiante religioso de Noja, Pedro de Quintana y Espiga, parecía padecer.
Un caso de brujos en la región
Para finalizar con este capítulo dedicado a la brujería en Cantabria y en el que recogemos algunos casos ejemplarizantes sobre historias de brujas y los mecanismos que la Inquisición ponía en marcha para desenmascararlas, contaremos el caso de un brujo de La Montaña (ya que también hubo de este género). Este supuesto brujo, Toribio Díaz de Vargas, era natural de Mata, en San Felices de Buelna. Trabajaba en una cantera próxima, al mismo tiempo que ejercía de buhonero. En una de sus curiosas actuaciones, relatadas contra él en su proceso de brujería, se pueden observar sus procederes y picardías…
Lo delató a finales de 1735 un fraile del convento de Regina Coeli, de la villa de Santillana del Mar, con el permiso que para ello le dio Francisca de Biana, que se había confesado con él relatándole su experiencia. El clérigo la advirtió del deber que tenía de poner en conocimiento del Santo Oficio el pasaje que le estaba comentando, del cual ella misma había sido víctima. También le dijo lo siguiente:
«[…] y que también sabía que había sanado de un tumor en una rodilla a María de Balbás, aplicándola orines y sal, aunque ella no había podido conseguir su salud […] informa el comisario que era de buena conciencia y que a su dicho se le podía dar crédito […] y que no tenía enemistad con este reo».
La María Balbás citada por la delatora reconoció que había tenido relación con el reo, después de haber seguido diferentes tratamientos con médicos y cirujanos, los cuales no pudieron curarle las dolencias que le producía un tumor en la rodilla. La receta del brujo consistió en un emplasto de orines calientes y sal, que debía aplicarse en la zona enferma durante nueve días, pero que no hizo falta, ya que a la semana escasa estaba ya curada, los dolores cesaron y no habían vuelto a reproducirse hasta ese momento.
Pero a pesar de este reconocimiento, María Balbás también confesó que había sido objeto por parte del acusado Toribio de tocamientos, «trazamientos» de cruces sobre el cuerpo desnudo y la utilización del nombre de Dios y otras palabras sagradas en vano, como había confesado anteriormente Francisca de Biana. Y es que el polifacético personaje presumía de tener los suficientes conocimientos (¿picaresca?) de medicina como para contrarrestar la esterilidad femenina, que muchas veces se sospechaba que había sido provocada por otros brujos o brujas de aquellos tiempos, a caballo entre los siglos XVII y XVIII. Así se narra cómo este tal Toribio, acusado de brujo, trató a la citada Francisca de Biana, mujer con dificultades para engendrar:
«Habiéndose encontrado esta mujer con el reo en el sitio de Cabuérniga, sabiendo estaba estéril, la dixo a la dicha Francisca que el la curaría de la forma de tener hijos, y enseñándola dos dedos expreso con ellos que había de curarla como había hecho con más de cien. Y que creyendo las palabras de este reo, consintió en la curación. Y que para ello entró los dos dedos en el baso natural [vagina] de la expresada Francisca, diciendo unas palabras que no se entendían, y soplaba por el baso anterior y posterior, en donde también metía los dedos. Y que antes de ejecutar todo esto la encargó el secreto y que la medizión precisa para la curación el que la declarase cuantas vezes havia fornicado la noche antes con su marido […] examinada la Francisca contesta […] y añade que al tiempo de excutar dichas torpezas, la santigüo los basos anterior y posterior por tres vezes cada uno y que haviendole sobrevenido en el mismo día una enfermedad que atribuió al susto que recibió en dicho lanze, llamó [de nuevo] a este reo, el que le dixo que no tuviese cuidado alguno y que imbocase a la Santísima Trinidad y así sanaria y enzintaria, porque eran bruxos los que lo impedían…»
Cuando a raíz de las acusaciones de estas dos mujeres y de algunas más se ordenó la prisión para el citado Toribio Díaz de Bargas en una de las cárceles más seguras de la comarca, como era la del concejo de Mazcuerras, el comisario tuvo bastantes dificultades para saber de su paradero, hasta que la eficiente policía del Santo Oficio descubrió que estaba trabajando como oficial de cantero en la localidad de Rioseco, cerca de Pesquera y Reinosa. Al encontrarse esta zona en el distrito inquisitorial de Valladolid, los funcionarios lo tuvieron que remitir al de Logroño, creándose cierta polémica burocrática.
De esta manera ingresó en las cárceles inquisitoriales de esta última ciudad, cuando ya había pasado año y medio desde la fecha de la primera denuncia.
Durante el proceso, manifestó que era cristiano viejo, hijo a la vez de cristianos viejos, y según el relato de sus explicaciones recogidas en aquel momento:
«[…] dio el discurso de su vida, diciendo que se mantuvo en casa de sus padres hasta los diecisiete años, y después de su oficio de cantero […] que había estado en diferentes lugares de Castilla, sin haber salido de estos reinos […] y que no sabía la causa por la que se hubiese preso […] solo sí que habiéndose caído en una obra y con el cuerpo maltratado, le aplicó un cirujano un parche de pez, rociado con vino y otros remedios […] y que diciéndole una mujer del Valle que no la conocía que tenía un dolor en las espaldas por una caída que tuvo, la dijo que pusiese un parche de pez y que con eso curaría…».
En siguientes comparecencias, ya hostigado por los jueces, «recordó» que a la cantera donde él trabajaba solían ir mujeres para charlar entre ellas y que le decían lo mucho que lo admiraban por lo mucho que sabía. Y que para impresionarlas más, cometió la imprudencia de alardearse de que:
«[…] sabía hacer parir a las mujeres, con la ayuda de Dios».
Después, a los pocos días y en confesión voluntaria, declaró que había curado de lamparones a varias mujeres, tocándolas, trazando cruces y recitando fórmulas de bendición, aunque también decía que él tenía poderes curativos. Esto lo hacía para despejar cualquier duda de sacrilegio o sospecha, al mencionar también que quien había descubierto en él estos poderes había sido el párroco de su pueblo natal, Barca de Barreda, en las montañas de Burgos, el cual ya había fallecido:
«[…] y después, en audiencia voluntaria, dijo que por haberle dicho el cura de la Barca de Barreda, en las montañas de Burgos, ya difunto, a el reo, que tenía gracia de curar lamparones, como también la tenía dicho cura, siendo el reo de edad nueve años, tocó por nueve días con su mano tres veces al día a una pobre que tenía dicho mal, haciendo la señal de la cruz en los lamparones y diciendo […] la gracia de Dios encarne en nuestras almas y corazones; la bendición de Dios Padre, la del Hijo y la del Espíritu Santo, amen Jesús […] sin decir te sane ni otra palabra, y sanó la dicha mujer […] que el modo de tocar a las mujeres se lo enseñó dicho cura, pero que las palabras nadie se las dijo, y solo las profería por habérsele ocurrido entre sueños […] que hizo otras dos curaciones en la forma expresada, si bien en uno de los pacientes no sabía si había sanado o no, por no haber seguido con las bendiciones en los nueve días […] que en el mes de noviembre del año pasado de 1736, solicitando al reo a torpezas una mujer, por no haber condescendido, le amenazó diciendo que se acordaría de ella».
En esta última frase vemos cómo, lejos de confesar las acciones de las que es acusado, manifiesta que fue una de las testigos la que, al no querer estar con ella, se vengó acusándolo de brujo.
Al enfrentarse a la acusación fiscal, cuando se enteró de los cargos concretos que se le imputaban, dijo que un franciscano, curiosamente también fallecido, como el citado cura de su pueblo, le había enseñado la invocación a Jesucristo, de la cual lo acusaban, cuyos efectos había experimentado en su propia persona, con ocasión de un embrujo que había sufrido en sus genitales… Así, y comprobando la validez de la fórmula, la aplicó en la sanación de las mujeres que testificaban contra él, cuyas partes íntimas tocó, pero no con intenciones lascivas, sino porque así lo exigía su práctica curativa.

En la planta inferior de este edificio del pueblo de Mazcuerras, actualmente biblioteca, se encontraba la cárcel, una de las más seguras de la comarca por aquellos tiempos y en la que, supuestamente, estuvo preso Toribio Díaz antes de su traslado a Logroño.
Y de esta forma se mantuvo, negando o esquivando hasta el final como podía las acusaciones, no faltándole virtudes para la fabulación y la fantasía, incluso con las atribuciones más comprometedoras:
«[…] reconvenido con lo que decían los testigos, de que al tiempo de entrar el reo el dedo en los vasos anterior y posterior les soplaba dichas partes y lamía y chupaba las caderas, y que todas eran circunstancias que persuadían el fin deshonesto del reo, como también decir a una de las mujeres que era circunstancia precisa para la curación la explicación de las cópulas que había tenido con su marido, respondió que todo eso era falso, y que no lo dijo, como tampoco el que tuviera libros para dichas curaciones».
Toribio Díaz de Bargas, resumiendo, había tratado de convencer al Santo Tribunal de que no era un farsante, y de que todo lo que había hecho lo había realizado con conocimiento de causa, pero sin instintos bajos o de aprovechamiento de las mujeres. Pero castigar estos hechos contra la integridad femenina no era competencia de la Santa Inquisición, por lo cual, el Tribunal, tras abrir una investigación para comprobar que era en verdad cristiano viejo montañés, lo cual fue aseverado, se limitó a aplicarle penitencias especiales por el mal ejemplo producido y a advertirle con toda solemnidad que, de reincidir en hechos semejantes, sería castigado con las severas penas que esto merecía, de las que, por esta sola vez, iba a librarse…
Y ¿qué podemos pensar? Algunas de las testigos hablaban de que este brujuco de La Montaña en verdad poseía, si no poderes para curaciones pseudomilagrosas, sí conocimientos para que estas sanaciones fueran efectivas. A pesar de esto, no deja de llamar la atención la excesiva «maña» que se daba a la hora de tratar a las féminas, siendo esta razón la que finalmente lo postraría delante del Santo Tribunal. Pero, repito, si tomamos estas facultades como ciertas y verdaderas, ¿por qué no podemos creer que había personas, o que hoy en día perduran, que poseen unas virtudes sobrenaturales o una sabiduría oculta para el resto de los mortales?
Y es que todo este resbaladizo mundo de lo sobrenatural y lo supersticioso, de métodos tan ambiguos y de resultados tan dispares, es un buen pretexto que pueden esgrimir gentes sin escrúpulos, deseosas de una notoriedad o enriquecimiento rápido, aprovechándose de los demás y haciendo mucho daño al mismo tiempo al verdadero brujo, curandero o hechicero, que verdaderamente para muchos poseían ciertas facultades a la hora de poder sanar o mitigar dolencias mediante métodos pocos comunes.
Todo esto último expuesto nos podría servir como epílogo, dejando la cuestión en el aire y solicitando al lector sus propias conclusiones…, pero cuidado, sin descalificar ni menospreciar a ninguno de estos personajes brujeriles que acabamos de conocer, no vaya a ser que sufra un mal de ojo…