La última vez que vi a Juan Carlos I, en el verano de 2012, me planteó un reto amistoso que me gustaría destacar ahora, con motivo de la publicación de mi libro en España. Las circunstancias que nos reunían entonces no se prestaban a ello: tras la muerte del príncipe heredero de Arabia Saudí, nos encontrábamos junto a una veintena de personalidades en un salón de audiencias del palacio de Taif a la espera de dar nuestro pésame. Sin embargo, cálido y majestuoso como siempre, sea cual sea la situación, este gran amigo de mi padre, una figura familiar de mi infancia, me hizo una «pregunta personal» a quemarropa: «Mulay Hicham, a ver, ¿cómo puede ser que seas tan diferente a tu padre? Él era un pastel de miel y tú, un cactus». Mis lectores reconocerán el sello de su antiguo monarca... Por mi parte, me desconcertó un poco este sincero abordaje. En el momento, me defendí lo mejor que pude, haciendo uso de mi destreza, como solía hacer ante él: «Señor, las espinas no tienen que hacer olvidar los higos chumbos».
Hoy, al presentar mi libro ante el público extranjero más importante para mí, me gustaría explicar esta réplica, ya que esta obra es mi vivo retrato. Es un cactus, pero espero que dé frutos deliciosos para la vecindad entre España y Marruecos.
Voy a hacer uso del privilegio de expresarme con una franqueza «juancarlista»: cuando pienso en los tres grandes socios de mi país, Estados Unidos, Francia y España, veo a un jefe, una amante y una institutriz. Sin embargo, estoy convencido de que el futuro que espero para Marruecos solo podrá alcanzarse a condición de que mi país asuma su proximidad con España como lo que es: no un limes que nos excluye de Europa, y todavía menos una fosa marítima de 14 kilómetros en la que perecen los espaldas mojadas, sino una comunidad de destino.
Pero empecemos haciendo un balance. Puesto que fue una potencia colonial menor en Marruecos, España no equilibró su posición con relación a Francia en el momento de la descolonización. Al contrario, la independencia de Marruecos fue un cara a cara exclusivamente franco-marroquí. Ante los hechos consumados, Franco confesó a uno de sus allegados que estaba impactado por la defensa de la soberanía marroquí. Como mezquina medida de revancha, al evacuar el norte de Marruecos los españoles se llevaron todo lo que habían traído. ¡Hasta los raíles del único ferrocarril que habían construido! Marruecos les pagó con la misma moneda: seis meses después de la independencia, la peseta se retiró de la circulación en el reino de Mohamed V.
Este comienzo fallido ha deformado durante mucho tiempo la percepción de España que tienen los marroquíes, tanto los de la élite como los del pueblo. «El español sin blanca» se convirtió en el estereotipo para el vecino del norte. ¡Hasta tal punto que Hasán II se permitió poner a su sastre al mando de la Unión Marroquí de Bancos (UMB), la única institución financiera con un accionariado español de peso! Era un gustazo que podía concederse al tratarse de España (sobre todo porque la gestión de la UMB en realidad estuvo garantizada, durante cuarenta años, por el BMCE, el Banco Marroquí de Comercio Exterior).
La muerte de Franco en 1975 y la posterior democratización de España marcaron una cesura política —retomaré esto más adelante—. Sin embargo, la élite dirigente de Marruecos no consideró a España como un socio de calidad. Una de las razones fue la débil mundialización de la economía española, que apenas podía funcionar como pasarela hacia el mercado internacional. Otra razón fue la hegemonía cultural de Francia. La nueva España no pudo deslumbrar a Marruecos, ni siquiera lo consiguió su maravillosa «movida» al inicio de los años ochenta, porque el sitio ya estaba ocupado. Esta paradoja persiste hasta hoy: a pesar de que en España se llevan a cabo notables investigaciones sobre Marruecos y de que el reino jerifiano ya no es una prioridad en las universidades francesas, cuarenta mil estudiantes marroquíes abarrotan los pupitres franceses, mientras que solo tres mil están matriculados en las facultades españolas.
Hubo que esperar hasta el inicio de los años noventa para que el Marruecos oficial prestase atención a su vecino del norte, precisamente debido a una desavenencia con Francia. Caricaturizado como un déspota oriental en el libro de Gilles Perrault Nuestro amigo el rey, Hasán II intentó reequilibrar su apoyo externo. A causa de este enfado real, el telediario en español pasó a emitirse antes que la edición en francés... y eso que varios años antes la televisión española había solicitado inútilmente autorización para difundir sus programas en Marruecos, donde el diez por ciento de la población aún es hispanohablante en diversos grados.
El Marruecos que no forma parte del majzén —la oligarquía que rodea y secunda al rey, es decir, su red patrimonial— nunca se dio cuenta de todo el provecho que se podía sacar de España no solo como una puerta de entrada a Europa, sino también como un trampolín hacia América Latina. Efectivamente, el renacimiento democrático español dio una segunda vida a los vínculos históricos con América del Sur, que se despedía del caudillismo. Marruecos habría podido inscribirse en esta nueva hispanidad para diversificar sus vectores de presencia internacional. Sin embargo, al final, solo con motivo de la crisis de 2008-2009 Marruecos se acercó de verdad a su vecino del norte. Y además, hizo falta que las pymes españolas, golpeadas por el crac financiero, vinieran a instalarse en Marruecos.
En este libro desvelo hasta qué punto la Realpolitik marroquí, sobre todo en la época del gran estratega que fue el rey Hasán II, siempre estuvo en manos estadounidenses. La geopolítica se hace en Washington y, desde la independencia de mi país en 1957, habría sido peligroso ignorarlo. Estados Unidos es el jefe. Esto no impide a Francia ocupar a menudo el primer plano en su antiguo protectorado, este «reino ejemplar» modelado por su primer residente general (máxima autoridad francesa en la época colonial) en Rabat, el mariscal Lyautey. El juego de espejos franco-marroquí, con su parte de fantasía recíproca y sus riesgos de esquizofrenia e incesto, también está muy presente en mi libro, desde el Colegio Real, el semillero de nuestros príncipes, hasta «Jacques el Alauí», el apodo de un antiguo presidente francés —pero, a este respecto, apenas hay diferencia entre un Jacques, un Nicolas o un François—. Lo han comprendido: soy un hijo ilegítimo de esta relación poscolonial. Por lo tanto, no es sin segundas intenciones ambiguas que afirmo que Francia es la amante de Marruecos. No siempre está del todo claro quién domina y quién se somete.
¿Y España? Es complicado. Los primeros pasos de todo príncipe alauí están guiados por una institutriz española, que lo inicia también en la lengua de Cervantes. Es un homenaje a la edad de oro perdida, al-Ándalus, y la herencia de una larga camaradería con altibajos. Se mezclan fechas y recuerdos colectivos, desde la caída de Granada en 1492 y la expulsión de los moriscos de España en 1609 hasta la crisis del verano de 2002 en torno al islote de Perejil o Leïla, dependiendo de quién lo mencione, pasando por la guerra de Tetuán de 1860 —que vio nacer en España la opinión pública en sentido moderno—, la batalla —o el desastre— de Annual en 1921 y la conquista franquista, a partir de 1936 y desde Marruecos, con tropas coloniales que dejaron los peores recuerdos en la España republicana. Fue la devolución al remitente —el escritor António Lobo Antunes habló del «retorno de las carabelas» para su país, Portugal—. Después de haber sometido el norte de Marruecos y administrado una quinta parte de nuestra población, España fue sometida a su vez y gobernada con mano de hierro durante treinta y seis años. Pero al final de la dictadura, a partir de 1975 bajo Juan Carlos, se convirtió a ojos de muchos de mis compatriotas en un modelo de transición democrática.
Un episodio poco conocido de nuestra historia familiar ilustra la complejidad de nuestra monarquía y, a la vez, las relaciones triangulares entre Marruecos, España y Francia. En 1953, cuando mi abuelo, el futuro Mohamed V, fue destituido y exiliado por Francia, el califa de Tetuán, Mulay Hasán ben Mehdi, se negó a jurar lealtad a su sucesor, el sultán Mohamed ben Arafa, la marioneta de los franceses. El motivo era familiar: el califa estaba casado con la prima hermana de mi abuelo, Lalla Fátima Zahra, quien, tras la muerte de su padre en 1943, tenía como tutor legal —y gran admirador de su belleza y su aguerrido carácter— al futuro Mohamed V. Este la había dado en matrimonio a Mulay Hasán ben Mehdi, cuya disidencia, en el norte bajo control español, permitió más tarde abrir en Madrid un margen de maniobra apreciable con relación a los franceses. Estos últimos estaban muy molestos por el rechazo de la legitimidad de «su» sultán. Sin embargo, Lalla Fátima Zahra seguía ahondando la brecha con el discreto apoyo del Caudillo al que, a través del entorno familiar, tenía un acceso directo.
Durante los catorce años comprendidos entre la muerte accidental de su padre Mohamed V en 1961 y la de Franco en 1975, el rey Hasán II hizo todo lo posible para no irritar al dictador español. Este, en agradecimiento, le devolvió el territorio de Ifni en 1969. Desde su trono, mi tío no mostró ninguna solidaridad real con Juan Carlos. Al contrario, Hasán II lo rehuyó, convencido, como otros muchos, de que la monarquía no tenía futuro en España. En realidad, solo tras el golpe de Estado frustrado del 23 de febrero de 1981, cuyo protagonista televisivo fue el teniente coronel Antonio Tejero, Hasán II se dio cuenta —como muchos otros, empezando por España— de que «Juan el Breve» iba a durar y a dejar su huella en la historia. A partir de ese momento, tan realista como siempre, mi tío se acercó a «Juanito», como empezó a llamarlo, hasta el punto de convertirlo en el «tío» de sus hijos, una garantía de futuro más para la dinastía alauí.
Y hubo más: por razones de política interior, Hasán II se puso a construir castillos en el aire. Como reacción a los disturbios de Casablanca, en junio de 1981, sugirió, con un cierto grado de sinceridad —hasta qué punto fue sincero es un secreto que se llevó a la tumba—, que Marruecos podría seguir el «modelo español» y democratizarse poco a poco para salir de la autocracia y el subdesarrollo. Mi abuelo, que era muy hábil, no pretendía encarnar esta apertura —habría sido poco creíble—, pero transfirió la esperanza a su heredero al trono. Gracias a ello tuvo un largo y tranquilo final de reinado. La clase política marroquí y la nueva sociedad civil renunciaron a «la opción revolucionaria» para soñar con las libertades que otorgaría el futuro rey. Se vivió de esperanza... En el verano de 1999, cuando murió Hasán II, esta esperanza explotó como una burbuja de jabón iridiscente. El «modelo español» no fue más que un espejismo, tanto menos realista cuanto la monarquía marroquí habría tenido que instaurar la democracia allí donde a su hermana española le había bastado con restaurarla. Lo cierto fue que no se propuso ni se exigió ningún pacto para la transición. Los partidarios de la democracia confiaron ciegamente en el joven rey. En el funeral de mi tío, Juan Carlos apadrinó a Mohamed VI y se ofreció como «un hermano mayor, del mismo modo que Hasán II lo fue para mí». El nuevo rey de Marruecos besó al «tío Juan». Pero posó como un king cool en la revista Time y anunció el color de su reinado. «La democracia en España es perfectamente adecuada para España —declaró—. Pero hay un modelo democrático específico en Marruecos». Este modelo local, como ahora sabemos, se parece mucho a nuestra vieja monarquía de derecho divino.
En Marruecos, la democracia languidece en la antesala de un poder real que sigue siendo absolutista —de aquí el propósito de este libro—, pero también han transcurrido quince años sin que se hayan aprovechado oportunidades para un nuevo comienzo en la política exterior. Los hechos hablan por sí solos: en el plano geopolítico, Estados Unidos pudo arrastrar a Marruecos a sus peores aberraciones, al instrumentalizarlo para las extraordinary renditions, el programa de la CIA para secuestrar y torturar a presuntos terroristas en el extranjero; en sus relaciones con Francia, la connivencia poscolonial —con su dosis de riñas conyugales— nunca había sido tan comprometedora; por último, con relación a España, su gran vecino, Marruecos ha actuado a tontas y a locas. El súmmum de la aberración fue cuando, durante el verano de 2002, nuestros dos países forcejearon por 13 hectáreas de rocas deshabitadas o incluso inhabitables, «un estúpido islote», parafraseando a Colin Powell, al que Rabat y Madrid recurrieron como mediador —al igual que los niños reclaman el arbitraje de un «adulto»—. Por suerte, se evitó lo peor. Sin embargo, si el ridículo matara de verdad, este conflicto —la versión de opereta de la Guerra de las Malvinas o Falkland— habría sido terroríficamente mortífero.
No obstante, todo había empezado bien tras el ascenso al trono de Mohamed VI. Para tener el honor de ser el primer dirigente extranjero recibido por el nuevo rey en Rabat, José María Aznar interrumpió sus vacaciones veraniegas en 1999. Por desgracia, un año más tarde, un M6* decididamente caprichoso no quiso dar ningún realce a su visita de Estado en Madrid. Ni discurso ante las Cortes, ni visita a Granada —donde habría recibido un doctorado honoris causa— ni entrevista en la prensa española para darse a conocer mejor y reactivar la relación bilateral. Por otro lado, en el último momento el rey de Marruecos arruinó la negociación para la renovación de un acuerdo de pesca. Unos cuatro mil marinos españoles se quedaron atracados, doce mil empleos que dependían de ellos se pusieron en peligro y, del otro lado, el tesoro marroquí perdió noventa millones de euros. No obstante, España se portó bien y dejó transitar sin problemas, durante el verano de 2001, a más de 2,3 millones de personas y 574.000 vehículos de camino a Marruecos. Fue mal recompensada: en octubre, Rabat llamó a consultas a su embajador en Madrid por una larga lista de motivos; el inventario de todos los problemas que no se tenía el valor de abordar alrededor de una mesa de negociación. Sin embargo, al día siguiente de su gesto fanfarrón, Rabat indicó discretamente a Madrid que «todo se podía arreglar» a cambio de vagas disculpas españolas. Aznar rechazó esta «diplomacia infantil».
Estos son los antecedentes del 11 de julio de 2002, el día en que unas fuerzas auxiliares marroquíes se instalaron en el islote que, de este modo, se convirtió en la absurda manzana de la discordia entre ambos países. El primer ministro marroquí, Abderramán Yusufi, ni siquiera estaba al corriente de la operación. Fue un acto arbitrario de autoridad. ¡Genial! Al día siguiente, el 12 de julio, en vez de enviar al rey Juan Carlos y a la reina Sofía a la boda de Mohamed VI y Lalla Salma Bennani, Madrid llamó a consultas a su embajador en Rabat. Cinco días más tarde, la Operación Romeo Sierra de las fuerzas especiales españolas desalojó a la media docena de mojaznis.* En caliente, M6 presidió el Consejo de Ministros y denunció «la ocupación española del islote», que equiparó a una «declaración de guerra». Exigió «la retirada inmediata y sin condiciones de las tropas españolas». El 30 de julio, en su discurso del trono pronunciado en Tánger, reclamó «el fin de la ocupación española de Ceuta y Melilla y de las islas vecinas expoliadas». Redoble de tambores, la caja de resonancia nacionalista amplificó la propaganda demagógica. Diez años más tarde estábamos desengañados. De esas palabras huecas, ahora solo queda el vacío: en sus discursos, M6 ya ni siquiera habla del estatus de Ceuta y Melilla. Es algo peor que regresar a la casilla de salida, es estar fuera de juego.
No me ando con rodeos: albergo otras ambiciones para Marruecos y España. En 1979, los reyes Hasán II y Juan Carlos enviaron un claro mensaje al crear un comité mixto para estudiar la construcción de un túnel bajo el estrecho de Gibraltar. Un «eje intercontinental», 38,7 kilómetros de unión en vez de 14 de separación. El coste estimado —más de cinco mil millones de euros— era colosal. Pero hay que reflotar este proyecto crucial. Cada año millones de personas, entre las que hay muchos inmigrantes marroquíes, circulan entre Europa y la punta del norte de África. Desde 2002, España comercia más con el Magreb que con América Latina, con la excepción del caso particular de México y sus hidrocarburos. En 2012, España se convirtió en el primer socio comercial de Marruecos, por delante de Francia —que, sin embargo, le ganará la partida en términos de inversión y de grandes contratos, gracias a su acceso al palacio real—. Pero unas veinte mil pymes españolas exportan hacia Marruecos, y más de 859 de ellas incluso se han instalado allí; esto significa un amplio tejido no solo económico, sino también humano. Por este camino, nuestros dos países tienen buenas bazas para ser los precursores de una nueva relación entre una Europa menos «fortificada» y un Magreb menos dividido. Que empiecen el trabajo pionero mientras la UE encuentra su centro de gravedad alrededor del Mediterráneo, su lugar de nacimiento, y que la Unión del Magreb Árabe (UMA) deje de ser un sueño para convertirse en realidad. Un Magreb económicamente integrado y próspero beneficiaría en primer lugar a España, que obtendría un uno por ciento de crecimiento anual adicional, según unos estudios de prospectiva.
En su lugar, la miseria humana, con sus viejos acompañantes familiares, que son el miedo y la represión, merodea ante nuestras puertas. Es indispensable aclarar la soberanía de Ceuta y Melilla. Pero ¿es decente que estos dos lugares, que nosotros tenemos que recuperar o que nuestros vecinos tienen que conservar a toda costa, se conviertan en una obsesión? Se emplean casi cien mil agentes de seguridad marroquíes en frenar el flujo de los clandestinos dispuestos a arriesgar sus vidas para dar el salto a Europa. Según una estimación que da vergüenza, las ovejas negras que figuran en sus filas se embolsan, año tras año, noventa millones de euros de sobornos por «dejar pasar» a algunos de ellos —una verdadera fuente de corrupción en el Estado—. Así, las pateras trasladan cerca de ocho mil inmigrantes irregulares al año hasta las costas españolas. Como la escalada de la desesperación no tiene límites, España, expuesta en primera línea en Europa, invierte cada vez más en la defensa de la fortaleza colectiva, erige y perfecciona dobles alambradas de 6 metros de altura. Marruecos colabora levantando ahora su propio muro en Melilla para obstaculizar la ruta a los desgraciados. ¿Es esta nuestra vocación? ¿Acaso somos Estados policiales? Y aunque aceptemos hacer de policías entre ambos continentes, ¿podremos hacer frente al problema? La respuesta es negativa. Montar guardia en una de las fronteras menos igualitarias del mundo es una engañifa. Todos nosotros, tanto marroquíes como españoles, deberíamos reconocer que Estados Unidos y México tienen más oportunidades de garantizar la impermeabilidad de su frontera común que nosotros. En su caso, la desigualdad no aumenta, sino que incluso disminuye. En nuestro caso, no ha dejado de dispararse, al menos hasta el inicio de la crisis en España en 2008. A principios de los años setenta, la diferencia del PIB por habitante entre Marruecos y España era de uno a cuatro, y cuando España alcanzó el cénit de su prosperidad, a finales de la década pasada, llegó a ser de uno a quince, aunque disminuyó ligeramente.
Como cualquier persona, soy sensible al sufrimiento humano. Pero creo que estamos equivocados al poner de relieve el «drama» de la migración clandestina entre África y Europa y hacer de ello un problema humanitario, cuando se trata ante todo de una cuestión política. No darle una respuesta es criminal y desemboca en una tragedia por desgracia muy real. La mala gobernanza del lado africano y la irresponsabilidad europea de importar la mano de obra extranjera en función de sus necesidades constituyen la raíz del problema. Europa, ultraliberal cuando se trata de los otros, sobre todo de sus antiguas colonias, «externalizó» doblemente el factor trabajo de su economía desde que su demografía le falla: importó inmigrantes, primero sin cualificación y más tarde diplomados, y permitió a sus empresarios socializar el coste de su alojamiento, educación y prestaciones médicas. En definitiva, para hacer de estos hombres, mujeres y niños, que no son solo mano de obra, conciudadanos. Así pues, en vez de emprenderla con los extranjeros, los europeos que se sientan «invadidos» deberían más bien arremeter contra su patronal y Gobierno que los engañaron sobre el verdadero coste humano de aquellos «años de oro» del crecimiento que tanto les gustaron. He escrito este libro porque estoy de acuerdo en que hay que empezar poniendo orden en la propia casa. No pretendo dar lecciones a los europeos ni a los demás africanos hasta que no haya señalado lo que no funciona en Marruecos. Mi país se queja de ser el gendarme del estrecho de Gibraltar y, en última instancia, querría que lo remuneraran por la carga de la vigilancia. ¡Está muy equivocado! Treinta mil de mis compatriotas, según la policía marroquí, alrededor de ciento cincuenta mil, según Pierre Vermeren, profesor en la Sorbona y excelente conocedor del Magreb, intentan cada año emigrar clandestinamente. Dicho de otro modo, aunque la desesperación no emanara de las profundidades subsaharianas, Marruecos sería un Estado policial, porque, ante la imposibilidad de confiar en un futuro mejor, todo el mundo —o casi— trata de largarse del país de M6.
En este libro, sin prometerles el paraíso, intento devolver a mis compatriotas la esperanza de construir el futuro en su propio país. Este futuro no podría erigirse sin nuestros primos históricos y nuestros vecinos de siempre: los españoles. Ambas partes deberían ser audaces para deshacerse de la escoria del pasado. Sería conveniente examinar lo que llamaría la «poscolonialidad» española en Marruecos. En este neologismo, tomado del inglés (postcoloniality), incorporo el conjunto de huellas que España ha dejado en mi país, desde su presencia todavía viva en sus antiguos presidios hasta la descolonización inacabada, desde el punto de vista del derecho internacional, del Sáhara Occidental, pasando por la presencia de mis compatriotas hispanohablantes. Estos últimos son la prueba viviente de que es posible apropiarse libremente del «legado colonial» una vez que ambas partes superan la alienación recíproca de la relación entre dominantes y dominados. En fin, en pocas palabras: creo que hay que tomar altura, es decir, adoptar una visión de conjunto y establecer un vínculo entre el prurito de las «plazas de soberanía» españolas en el norte de Marruecos y la gangrena del antiguo Sáhara español.
En ningún otro país extranjero la causa del Sáhara Occidental tiene tanta resonancia en el seno de la sociedad civil como en España, trufada por una miríada de asociaciones de solidaridad y apoyo. Es un hecho que este eco poscolonial generalmente es desfavorable para Marruecos, lo que representa un fracaso para mi país, que no supo hacer compartir su «causa sagrada». Por su parte, los españoles no se dan cuenta del sosiego que podría proporcionar el reconocimiento del estatus de Ceuta y Melilla como «ciudades autónomas». Si aceptaran de verdad esta expresión al pie de la letra, se darían cuenta de que son lugares aparte, diferentes de las demás ciudades de España. Así distenderían la relación con el vecino del norte. En cualquier caso, estoy convencido de que nuestros dirigentes, así como los habitantes de nuestros dos países, pueden ponerse de acuerdo para sentar algunos principios básicos con el fin de resolver la situación de los antiguos presidios y del Sáhara Occidental. Sin duda, la consulta de las poblaciones afectadas tiene que ocupar un lugar destacado en estas normas de equidad.
¿Es cínico añadir que las políticas de hechos consumados y los intereses de los más afectados quitarán de ahora en adelante a las consultas populares, tanto al norte como al sur de Marruecos, la carga explosiva que tuvieron en un pasado no muy lejano? Sería así sobre todo si el resultado de estas votaciones se inscribiera más bien en una dinámica de convergencia que de enfrentamiento. En estas circunstancias, ¿quién se ofendería por la existencia de una habitación de invitados española en Marruecos o por la recuperación de la «marroquinidad» del antiguo Sáhara español? ¿Quién se quejaría si pudiéramos al fin delimitar nuestras fronteras marítimas, zanjar el contencioso que ha retrasado la explotación petrolera a lo largo de nuestras costas, hacer frente al tráfico de drogas y reforzar una cooperación policial para luchar contra el terrorismo y regular la circulación, lo más libre posible, entre dos países amigos? Dejando de lado el lirismo, ¿es realmente más utópico creer en un al-Ándalus de consentimiento mutuo y no de conquista que haber apostado, al día siguiente del fin de la Segunda Guerra Mundial, por la paz perpetua en el seno de una Europa del carbón y el acero?
Sería conveniente que la convergencia entre España y Marruecos fuera democrática. Esta es una piedra en el jardín secreto del rey Mohamed VI, una piedra más. Se añade a la cantera que pretende ser este libro para cualquiera que busque una mina de información y argumentos sobre la indispensable democratización de Marruecos. Los ciudadanos españoles no se entenderían con los súbditos marroquíes. Para una relación de igual a igual, las libertades públicas deben florecer a ambos lados del estrecho de Gibraltar. En Marruecos, un Parlamento elegido por el pueblo y un Gobierno responsable ante el pueblo deben acabar con un poder real de derecho divino. En las páginas siguientes explico cómo hacerlo, paso a paso, minimizando el riesgo de perder en estabilidad lo que se gane en emancipación.
De joven, cuando visitábamos como príncipes marroquíes —con sidi Mohamed y sidi Rachid, los dos hijos de Hasán II— a la familia real en España, siempre nos sorprendía la frugalidad y, por emplear la palabra que utilizábamos entonces entre nosotros, la «pobreza» de la dinastía española. Por supuesto, no nos faltaba de nada, pero todo parecía estar contado, y todo exceso —no solo material— era desaprobado, algo a lo que no estábamos acostumbrados. Experimenté entonces, sin darme cuenta en el momento, la diferencia entre una monarquía constitucional y su hermana absolutista. El rey reinaba pero no gobernaba; representaba a la nación sin meter mano en las arcas del Estado. Vuelvo a pensar en ello al formular el deseo, a priori paradójico, de un empobrecimiento de la casa real a la que pertenezco. Pero ¿acaso es absurdo tener la esperanza de que algún día no muy lejano, en un país pobre como es el mío, el palacio real ya no disponga de unos doscientos millones de euros al año, además de control sobre la economía nacional, que es el auténtico escándalo de Marruecos? En España, un país mucho más rico y donde la realeza se supone que no debería hacer negocios, el presupuesto de la Casa del Rey no sobrepasa los ocho millones de euros al año, aunque es verdad que algunas pequeñas partidas adicionales de gastos son sufragadas por otros ministerios.
Creo en la sabiduría popular. Por ese motivo, la expresión española para señalar la ausencia de peligro a la vista —«no hay moros en la costa»— siempre me ha intrigado. Dice mucho sobre nuestra historia y, en particular, sobre el atávico miedo de los españoles de ver arribar a sus orillas hordas hostiles de sujetos fanatizados por un despotismo oriental de inspiración religiosa. Pero la historia es lo que hacemos juntos y, como ciudadanos libres, el futuro nos pertenece. Así pues, espero haber acertado al titular estas líneas como si hubiera peligro, cuando, en realidad, mi deseo es apaciguar: si, como anhelo, Marruecos se democratiza, la presencia de moros en la costa será percibida no solo como una simple constatación de la realidad, sino, mejor aún, como una buena noticia.
Mulay Hicham el Alauí,
octubre de 2014