I

LA INFANCIA EN PALACIO

Soy el heredero de dos grandes países y de dos ilustres familias. Mi madre, Lamia el Solh, es la hija de una figura del panarabismo, Riad el Solh, fundador de un Estado multiconfesional y uno de los artífices de la independencia del Líbano. Su papel fue tal que Patrick Seale subtituló su libro La lutte pour l’indépendance árabe (La lucha por la independencia árabe), publicado en 2010, Riad el-Solh et la naissance du Moyen-Orient moderne (Riad el Solh y el nacimiento del Oriente Medio moderno). Mi abuelo materno se encontró en los orígenes del pacto nacional que consagró el reparto de poder entre las diferentes comunidades del Líbano, el cual veía como el embrión de un mundo árabe libre de toda tutela.

Nacido en el año 1894, jurista de formación, Riad el Solh se comprometió muy pronto con el combate nacionalista. Luchó contra la presencia otomana y, más adelante, contra la ocupación colonial francesa. Fue encarcelado por los turcos con dieciocho años, y luego condenado a muerte por rebeldía por los franceses, que vieron en él un «agitador turbulento»; más aún, según las palabras del general Gouraud, al «autor de la conspiración» que tenía como objetivo hacer del Líbano el núcleo de un imperio árabe. Aprovechando el rediseño de mapas al final de la Segunda Guerra Mundial, el Líbano se hizo independiente y Riad el Solh fue elegido primer ministro. De este modo, participó en la construcción política del país. Colaboró en la elaboración y la aplicación de la primera Constitución del Líbano, que establece un reparto de poderes entre los musulmanes suníes y chiíes y los cristianos maronitas. Junto al presidente Bechara el Juri, elaboró el pacto nacional que determina el equilibrio y las grandes orientaciones del Líbano independiente. El precio que pagó fue su asesinato en Ammán en julio de 1951 por instigación del colonizador británico o, según la otra tesis, por un nacionalista árabe cercano a Siria. Nací quince años después de la muerte de mi abuelo materno, por lo que no llegué a conocerlo.

La familia El Solh —sulh, en árabe, significa «hacer la paz», «reconciliar»— proviene de la gran burguesía otomana de Oriente Medio, activa cuando en la mayoría de los otros países de la región todavía no había burguesía. Es una familia influyente, con sólidas raíces en el Líbano, país al que ha dado cinco primeros ministros, y ramificaciones en el Golfo Pérsico. Existen viejas relaciones entre las familias El Solh y los Al Saud, fruto de alianzas entre familias reinantes o poderosas. Una de mis tías se casó con un hijo del rey Abdelaziz al Saud.

Riad el Solh tuvo cinco hijas. La mayor, que murió en 2007, se llamaba Alia. Era una periodista comprometida, conocida por sus artículos incendiarios sobre las cuestiones árabes, a menudo hostiles a Siria, y sobre la condición de la mujer árabe. Durante un tiempo estuvo casada con Naser Nachachibi, un escritor palestino militante, un hombre brillante. Después vino Lamia, mi madre. A continuación, Muna, cuyo marido, el príncipe Talal ibn Abdelaziz de Arabia Saudí, saltó durante mucho tiempo a los titulares debido a sus posturas liberales —que no son evidentes en el contexto saudí—. Muna es la madre de un magnate de las altas finanzas internacionales, Ualid ibn Talal. Por su parte, Bahiya, la cuarta hija, se casó con un chiita libanés de Saida. Leila, la más pequeña, contrajo matrimonio con otro chiita libanés, de la familia Hamadé.

La madre de las cinco hijas de Riad el Solh era de origen sirio, de una familia renombrada originaria de Alepo, los Yabri. Una de las primas maternas de mi madre se casó con el general Mustafá Tlas, durante tiempo ministro sirio de Defensa, lo que le sirvió para ser un pilar del régimen de Hafez el Asad.

Mi madre y sus hermanas fueron educadas a la sombra de su padre. La ausencia de hombres ha marcado mucho a esta familia debido a la pérdida de un hermano mayor que murió muy joven. La única presencia masculina era un primo hermano muy cercano a Riad que hacía el papel de tío, Takiedine el Solh, jefe del Gobierno entre 1973 y 1974, diputado, ministro y consejero de Riad hasta su muerte. Consideraba a mis tías como hijas propias. El signo de reconocimiento de la familia era el fez turco con el pompón inclinado hacia la derecha. Las cinco hijas fueron educadas de manera tradicional, pero «a la libanesa», es decir, con una mentalidad abierta. Pudieron estudiar: Alia estudió en el St. Antony’s College de Oxford; mi madre, en la Sorbona de París. Estaban muy orgullosas de su identidad libanesa y se consideraban árabes republicanas. Al morir su marido, mi abuela hizo lo imposible para proteger a sus hijas. Se convirtió incluso al chiismo para garantizar la herencia de estas, ya que, entre los suníes, a la muerte del padre, las hijas están obligadas a repartirla con sus tíos.

Mis padres se conocieron en 1957 durante una fiesta en París, cuando mi padre, Mulay Abdalá, el hermano del futuro rey Hasán II, estudiaba para el examen de acceso a la universidad en una escuela privada de la capital francesa (más tarde obtuvo una licenciatura en Derecho en Suiza). Mi madre estaba inscrita en la Sorbona. Se veían a menudo, pero el compromiso tardó en llegar. Las cosas se aclararon cuando Mulay Abdalá acompañó a su padre, Mohamed V, durante un viaje oficial al Líbano. Entonces el rey consintió esta unión aunque Lamia, al no ser marroquí, estaba fuera de su control. Era una aventura arriesgada para la dinastía, pero Mohamed V no sabía negar nada a su hijo. Aceptó el reto.

Mi padre, Mulay Abdalá nació en mayo de 1935. De joven, era considerado el hijo preferido de mi abuelo, que lo llamaba Sid el Aziz, «el maestro querido», mientras que a Mulay Hasán, el príncipe heredero, le llamaba Sid Sghir, «el joven maestro». Se ha descrito a mi padre como un chico encantador, atractivo e inteligente, pero frágil. Con siete años tuvo que irse a Fez durante largos meses a recibir un tratamiento contra la tuberculosis. Mulay Hasán era más tosco, pero también más robusto y más duro. En la familia decimos que, como Mohamed V sabía que Mulay Abdalá no iba a ser rey, lo mimó mucho, lo que creó una disparidad afectiva entre sus dos hijos. A partir de entonces, esta brecha perduró entre los dos hermanos: Mulay Abdalá era el hijo querido del rey, mientras que Mulay Hasán era su sucesor y su teniente. Mi padre salía, nadaba, esquiaba y jugaba al fútbol mientras que Hasán debía prepararse para reinar. Pese a todo, existía una gran complicidad entre los jóvenes príncipes. Mi padre sentía afecto y admiración por su hermano mayor.

La versión oficial, ad usum populi, del encuentro de mis padres es una bonita historia de amor, un cuento de hadas en el que la pasión lo puede todo. Por un lado, Mulay Abdalá, descendiente de una monarquía casi milenaria. Por otro lado, una chica que proviene de una familia republicana, educada de forma occidental, que lleva vestido mucho antes que el resto en vez del hijab tradicional (aunque la princesa Lalla Aicha, una de las hijas de Mohamed V, se quitó el velo en público en esa misma época para dar ejemplo). No obstante, esta versión de un encuentro maravilloso entre el Máshrek (Oriente Próximo) y el Magreb está ligeramente adornada. La realidad es que mi padre ya necesitaba ligeramente de oxígeno: un soplo de aire fresco fuera del sistema marroquí. Era una cuestión de supervivencia. ¿Presentiría que después de la muerte de su padre se le haría imposible la vida en el majzén? El hecho es que buscaba, tal vez inconscientemente, redes externas que le ofrecieran un santuario, un refugio. In fine, aunque parezca bastante paradójico, esto más bien iba a favorecer a Hasán II, ya que, a lo largo de su reinado, se beneficiaría de estas redes. A principios de los años setenta, cuando mi padre se convirtió en «representante personal» de Hasán II, puso todos sus contactos en el Líbano y en el Golfo a disposición del rey.

Cuando conoció a mi madre, mi padre aún tenía una buena relación con su hermano. Más tarde, durante sus momentos de angustia, me contó que había sido el testigo impotente de la degradación de las relaciones entre Mohamed V y Mulay Hasán. El príncipe heredero era agresivo y reivindicaba amplios poderes. Por su parte, Mohamed V se quejaba de que su sucesor tomara demasiadas iniciativas y quemara etapas —aunque, en realidad, la dureza del príncipe heredero servía a menudo a la monarquía—. Entre el padre y el hijo con frecuencia se oían gritos. Mi padre presentía la crisis que estaba por llegar: la dureza con la que Hasán II gestionaría el Movimiento Nacional que llevaría a nuestro país a la independencia, la aproximación a Occidente —Francia y América— y la incorporación de Marruecos al Movimiento de Países No Alineados, tercermundista...

Estas cuestiones constituyen el núcleo de «la alianza entre el pueblo y el trono», es decir, del pacto del poder. En realidad, dos pactos coexistieron en aquella época: uno se concluyó con el Movimiento Nacional; el otro, más vasto, englobaba al primero, pero comprendía la sociedad marroquí en su conjunto. Este último pacto hacía del rey el cimiento de la nación, su representante no solo como príncipe de los creyentes, sino como cuerpo místico del pueblo. Estaba a cargo de velar por lo que llamaríamos ahora la «buena gobernanza», que en Marruecos no se podía concebir en desacuerdo con el islam.

¿Cómo hemos pasado de un Mohamed V deportado, al cual los marroquíes creían ver en todas partes por lo mucho que deseaban su vuelta del exilio, a un Mohamed V con chilaba tradicional que reniega tanto de esta aspiración popular como del Movimiento Nacional? Sin duda, el rey se dio cuenta de que era el precio por pagar para conservar su trono. Esta convicción no nació de la noche a la mañana; se forjó gradualmente. El rey integró a ciertos miembros del Movimiento Nacional en el ejército; paralelamente, ordenó oleadas de detenciones; a nivel internacional, suavizó su línea tercermundista con un acercamiento a Francia y a Occidente en general. Sin embargo, los que vivieron esa época en primera fila afirman que el artífice de esta política fue, sin duda, el príncipe heredero. Después de aplastar la revuelta del Rif con el general Ufkir, Mulay Hasán tenía una cierta influencia sobre su padre. Son varios los que dicen que la ecuación política no se reducía inevitablemente a una elección entre el rey y el Movimiento Nacional. El día antes de su fatídica operación, Mohamed V habría decidido aceptar el reparto de poder con el Movimiento Nacional, con la única condición de que, a cambio, se garantizara la perennidad de la monarquía. Pero esto es una pura hipótesis alimentada retrospectivamente. ¿Es cierto? ¿Es falso? Tal vez la supervivencia de la monarquía más allá de Mohamed V no ha sido más que un accidente de la historia.

Una cosa es cierta: después de la muerte inesperada de su padre, Hasán II tuvo que reconquistar el trono. Se lo ha visto más como un pionero que como un heredero. También ha sido el primer rey realmente a caballo entre la cultura árabe y la cultura occidental. Con anterioridad, el soberano importaba algunos elementos de la cultura occidental y los integraba en la cultura marroquí. Mohamed V se afeitó la barba y le pidió a su hija Lalla Aicha que se quitara el velo con diecisiete años, en abril de 1947. Pero eran gestos en un contexto que todavía era inequívocamente marroquí. Hasán II, en cambio, llevó a cabo una fusión entre las dos culturas, lo que no sucedió sin causar algunos problemas. En términos de vestimenta, Hasán II tenía un gusto bastante particular, más Chicago que Savile Row... Tampoco estaba seguro en la elección de sus coches o de sus muebles. Tenía un lado de «nuevo rico» que buscaba destacar. Con él, la monarquía añadió boato, lo que no había sucedido con Mohamed V. Su decisión de ser el «Rey Sol», de ocupar todos sus palacios, impulsó a la casa real, y por lo tanto al Estado, a un círculo infernal; los gastos conllevaban más gastos, el esplendor pedía más esplendor. Esta inclinación al lujo formaba parte de su búsqueda de reconocimiento y legitimidad.

Cuando murió Mohamed V, hubo todo tipo de rumores sobre las circunstancias de su fallecimiento; algunos incluso implicaban a Hasán II en la muerte de su padre. Pero nunca hubo pruebas de que no se tratara de una muerte accidental. La historia no se construye sobre supuestos, y esto sirve también para su oponente Mehdi Ben Barka, que según algunos habría desempeñado un papel en el mantenimiento de la cohesión entre el trono, el Movimiento Nacional y el pueblo. Indiscutiblemente, Ben Barka era una figura carismática, pero creo que ni él habría sido capaz.

Después de la muerte de Mohamed V, varias personas intentaron descalificar a Hasán II por considerarlo un indigno sucesor; incluso lo difamaron como hijo ilegítimo, intentaron derrocarlo. De este modo, lo acorralaron cuando solo buscaba legitimidad y, digámoslo, afecto. Fue un error. Esto lo incitó a volverse muy duro rápidamente. Y tenía sus motivos: atentaron contra su vida en dos ocasiones, una vez quisieron —no hay otras palabras— freírlo a tiros durante su fiesta de cumpleaños en el palacio de Sjirat y otra trataron de ametrallarlo en pleno vuelo cuando volvía de Europa a bordo de un Boeing real. Fueron dos tentativas de golpes de Estado, en 1971 y en 1972, en las que estuvieron implicados nacionalistas. Como respuesta, llegaron los «años de plomo», aunque esta sucesión de hechos no libra a Hasán II de su responsabilidad por los veinte años de terrible represión. El rey solo concedió la «alternancia», es decir, la participación en el Gobierno de los herederos del Movimiento Nacional, tras agotar todas las alternativas: el estado de excepción por supuesto, pero también los partidos «olla a presión», que servían de válvula de seguridad para evitar que la tapa saltara, los gabinetes tecnócratas o el mapa étnico en el juego real de la división para reinar mejor... Al final de su reinado, cuando Hasán II regresó al Movimiento Nacional, en 1998, este ya estaba exhausto. El rey se reencontró con un zombi. Es evidente que hablar hoy del Movimiento Nacional ya no tiene sentido. Como mucho, se trata de una manera de apelar a la nación, a la ciudadanía, al sentido de sacrificio para la colectividad, con el riesgo de que a las jóvenes generaciones la referencia les parezca anticuada.

A principios del año 1961, mi madre llegó a Marruecos para casarse con mi padre. Mohamed V, como mi abuelo había fallecido, pidió previamente la aprobación a mi abuela materna. El rey lo hizo primero de forma directa y, más tarde, para respetar las formas, le envió una delegación de grandes personajes del majzén, entre los cuales se encontraban una de sus tías y una de sus primas, Lalla Amina y Lalla Fátima Zohra, respectivamente, rodeadas de dignatarios como Fatmi Benlismane y el jeque del islam Mulay Larbi el Alauí, entre otros. A todo esto, el 26 de febrero de 1961, Mohamed V se sometió a la intervención quirúrgica ya mencionada, la que acabó con su muerte. Aunque no existían reglas precisas en la materia, se decidió que la boda tuviera lugar pasados los seis meses de duelo, es decir, en noviembre de 1961. Mi padre, en realidad, no estaba disgustado por poder prolongar un poco su soltería. El fallecimiento del rey no puso en cuestión el principio de una unión con una extranjera. Cabe decir que no era tan excepcional que un alauí se casara con una mujer que estaba fuera de los círculos acordados y del terreno familiar. De hecho, nuestros antepasados incorporaron un patrimonio genético bastante diversificado... Se casaron con africanas o turcas, esclavas o no —hablaré más adelante sobre el estatus de los esclavos en la corte real—. Entre estas «contribuciones», se encontraron también muchas inglesas e irlandesas, robadas por piratas y ofrecidas como regalos al soberano. Estuvieron ocultas en la historia oficial porque había que proyectar una imagen de autenticidad cultural, además de «pureza racial». Me acuerdo de una entrevista de Hasán II para la revista francesa Point de Vue en la que afirmaba, sin mencionar el nombre de mi padre, que era un error casarse fuera de su círculo. En cambio, cuando nació Lalla Sukaina, la hija de Lalla Mariam y de Fuad Filali que se iba a convertir en la nieta preferida de Hasán II, el rey se maravilló sin reparo ante los ojos azules de la recién nacida. «Los ha heredado de su bisabuela turca», comentaba recordando los ojos azul oscuro de la madre de Mohamed V. Tenía bemoles, puesto que la madre de Fuad Filali, Anne Filali, era una italiana de ojos azules... En definitiva, cuando se trataba de usurpar la herencia, a Hasán II no le daba vergüenza el patrimonio genético bastante «mezclado» de la familia.

Ya casados, mis padres se instalaron en Rabat, en una de las casas de Mohamed V, construida en un principio para alojar a sus hijas. Al final, prefirió instalar a cada una de ellas en una casa individual, y había conservado para Mulay Abdalá esta casa grande, situada a 100 metros de la suya, en el barrio de Agdal. Esto le permitía cenar todas las noches con mi padre, a diferencia de Mulay Hasán, cuya residencia estaba más alejada. En los primeros años esta nueva vida fue muy dura para mi madre, que tuvo que hacerse a la idea de que su marido no le pertenecía: se había casado con un príncipe que tenía diferentes costumbres, su propio estilo de vida y unas obligaciones. Oficialmente, era el presidente del Consejo de Regencia y, por este motivo, habría sido llamado para gobernar el país si Hasán II hubiese fallecido antes de la mayoría de edad de su hijo. Mi padre no tenía otras actividades políticas, pero trataba con muchas personas, incluso con miembros de la oposición.

Nuestro domicilio era un espacio público. Con frecuencia teníamos treinta personas desayunando y lo mismo sucedía en las cenas «restringidas». Mi madre apenas lograba tener momentos de intimidad con su marido y sus hijos. Las grandes veladas reunían fácilmente alrededor de trescientas personas: intelectuales, opositores, artistas, empresarios, militares... Todos estos invitados tenían peticiones que formular, algunos para conseguir favores especiales o un privilegio, otros para pedir una ayuda en política. Era un tiovivo de favores que giraba sin cesar.

Nuestra casa era una réplica en miniatura del palacio: reinaban las mismas costumbres, aunque se notara más humanidad. También había todo tipo de intrigas. En ningún momento Mulay Abdalá se habría atrevido a cortar el cordón umbilical con el palacio. Hasán II podía tirar de la cuerda desde su casa con la seguridad de que la campana iba a sonar al otro lado de la calle, en nuestra casa. El hecho de que mi padre estuviera constantemente rodeado de un contingente de gendarmes y policías encargados de su seguridad no favorecía una atmósfera demasiado íntima.

Además, varias concubinas turcas ofrecidas por el emperador otomano a mi bisabuelo Mulay Abdelaziz vivían en nuestra propiedad. Pasaban las noches en nuestra casa y, en cierto modo, formaban parte de la familia, ya que habían venido durante la adolescencia y nunca habían salido del harén. El harén, ya jubilado, estaba situado en la casa principal de mi padre. Evidentemente ya no era un harén en el sentido físico, pero mi padre se preocupaba por el bienestar de estas concubinas turcas y el de otras familias ligadas a Mohamed V o a sus antecesores. Se habían relacionado con los sultanes de forma íntima, por lo que había que proteger su honor. Este harén tenía sus propios criados y su cocina aparte. Las señoras solo salían para ir al palacio a visitar a otras señoras con las que compartían las mismas viejas historias. Era impensable que estuvieran en otro sitio. Del mismo modo, solo podían recibir a sus padres. Ocuparse de estas mujeres era propio de la voluntad familiar de «no perder a nadie». Permanecer juntos significaba cooperar y regenerarnos juntos: se trataba de un equilibrio de poder con el exterior, el mundo más allá de los muros del palacio. Al conservar una masa crítica, la «gente del palacio» creía poder influir en el exterior; de forma más realista, era una forma de preservarse de una mezcla que habría supuesto su disolución en la masa.

Recuerdo a dos mujeres del harén realmente excepcionales: Nayiba y Hayar. Estaba muy unido emocionalmente a esta última, hasta tal punto que he puesto su nombre a una de mis hijas. De pequeño, entraba a menudo en el barrio de las concubinas. Me encantaba mirar sus fotos, en las que salían con el rey o con el sultán otomano. Estas mujeres hablaban turco y árabe marroquí, o darija. Eran maravillosas tocando el piano. A mi padre le gustaba cantar con Hayar. Ella tocaba y él cantaba. Para mí, Hayar encarnaba el misterio, ya que tenía un secreto íntimo. Había sido la concubina preferida del rey Mulay Abdelaziz. Sin embargo, solo había tenido un encuentro carnal con él. ¡Solo uno en toda su vida! El palacio entero sabía que había pasado algo aquella noche, ya que hubo un zafarrancho de combate, incluso se había llamado a la guardia. En cuanto a qué había sucedido exactamente... Mi madre chinchaba a menudo a Hayar para conocer su secreto, pero mi padre objetaba: «Deja a mi tío tranquilo, se trata de la vida íntima de los alauíes». Hayar nunca dijo una palabra.

Mucho menos discreto que Hayar era uno de nuestros servidores, Ahmed, al que le encantaba escuchar tras las puertas. Espiaba a mi padre tanto si estaba con un amigo como con un jefe de Estado extranjero... Un día mi padre abrió la puerta bruscamente, y Ahmed se cayó de espaldas, como en una comedia. Muy irritada, mi madre solicitó su despido. Cuando se quería informar a Hasán II de algo, bastaba con decirlo en voz alta: seguro que Ahmed lo contaba en el palacio el mismo día. A la inversa, algunos servidores de Hasán II venían a contar a mi padre información de «enfrente». Cada uno quería saber lo que sucedía en el otro lado de la calle. Era un entramado de espionaje, contraespionaje e intoxicación.

Conservo también el recuerdo de los cuentacuentos que vivían en nuestra casa. Había todo un ritual. Antes de dormir, por ejemplo, íbamos a escuchar una historia. Algunos cuentacuentos ya habían trabajado para los sultanes Mulay Abdelaziz o Mulay Hafid, y para el rey Mohamed V. Eran eruditos llenos de humor que hablaban sin rodeos. El cuentacuentos preferido de mi padre era un hombre que había encontrado en la famosa plaza de Yamaa el Fna, en Marrakech. Mi padre se paseaba un día, de incógnito, cuando oyó al cuentacuentos relatar una historia maravillosa. Por la noche, envió una furgoneta de policía a buscarlo —una oferta de empleo irresistible—. Ba Yelul llegó a casa con un turbante y una pequeña maleta, sin saber qué queríamos de él. Al final estuvo encantado de estar allí; se instaló permanentemente y todo el mundo lo adoraba. Se convirtió en una institución. Cuando entraba en una habitación, todo el mundo se levantaba. Era un hombre sin tapujos. A tal punto que, un día que mi padre no conseguía dormirse durante la siesta, Ba Yelul, irritado, encendió la luz, le dio una patada y le dijo: «Oye, ¡nos amargas la vida! No consigues dormir y nos lo haces pasar mal a todos». Todos se quedaron estupefactos porque, sin duda, en su fuero íntimo pensaban más o menos lo mismo. Pero ¿cómo se atrevía a dar una patada al príncipe? Todo acabó en un ataque de risa general. Este hombre tenía derecho a cometer este tipo de transgresiones, ya que había entrado en nuestra casa con una chilaba y se iba a ir con una chilaba y nada más. No buscaba ningún beneficio para él, absolutamente nada. Encarnaba el «verdadero Marruecos», el país ideal. Mi padre, de hecho, se lo dijo delante de todo el mundo: «Nunca me has pedido nada, Ba Yelul. ¡Nunca! Así que hoy te hago la pregunta: ¿qué quieres? Te lo daré. ¿Una granja? ¿Un coche? ¡Te doy lo que quieras!». Alrededor de Ba Yelul, todo el mundo se apresuró en soplarle las mejores respuestas: «¡Di una granja!», «Espera, di que vas a pensártelo»... Pero él se giró, se bajó el pantalón y exclamó: «Sidi, tengo un problema de hemorroides. Si encontraras una solución, sería maravilloso».

Enfrente, en la casa de Hasán II, también había cuentacuentos. Tenían maestros del discurso truculento y burlón, además de poetas y doctores en religión. Hasán II, después de los golpes de Estado de 1971 y 1972, no conseguía conciliar el sueño hasta el amanecer, sobre las cinco de la mañana. Durante la noche trabajaba, espulgaba sus documentos, hurgaba en sus archivos. Tenía la obsesión del detalle. Como consecuencia de sus insomnios, no se levantaba hasta las once de la mañana y dormía una siesta después del desayuno. Los cuentacuentos le narraban historias al levantarse de la mesa, para preparar su reposo. A Hasán II le gustaba la vox populi que oía en sus historias, más por captar el humor de su pueblo que por la poesía que se desprendía. Y también utilizaba a los cuentacuentos para difundir mensajes hacia el exterior. Por lo tanto, no era como en nuestra casa, donde mi padre se evadía a mundos imaginarios gracias a los cuentacuentos. En casa de Hasán II, los cuentacuentos conectaban al soberano con el país real. Sin embargo, a veces los dos hermanos se intercambiaban a sus cuentacuentos —igual que hoy en día nos prestamos los DVD de una buena película—. Cuando los cuentacuentos del rey llegaban a nuestra casa, se sentaban en la mesa con mi padre, se divertían, bebían. Para ellos era una tranquilidad. En cambio, para Ba Yelul era la prueba de fuego, la ordalía. Una vez que quería volver con nosotros, le dijo a Hasán II: «Sidna, prefiero irme a casa de tu hermano, ya que estar aquí es como estar en el hospital».

Hay que decir que en casa las bromas no siempre acabaron bien. Un día, mal inspirado, mi padre tuvo la idea de gastar una broma y se quedó inmóvil en el fondo de nuestra piscina. Dos servidores que podaban rosales se arrancaron la ropa y se tiraron al agua para «salvarlo». Los que estaban alrededor, una veintena de personas, entre las cuales tres no sabían nadar, fueron detrás, como reflejo de los cortesanos, para no ser menos. Al salir a la superficie, en medio de una multitud de salvadores que discutían en la piscina, mi padre ya no sabía si reír o llorar.

Concubinas, domésticos, militares, cuentacuentos... acogíamos de forma permanente una gran fauna ¡especialmente proclive a las artimañas y estratagemas de todo tipo! Durante el tiempo en que mi padre fue «representante personal», entre 1970 y 1972, nuestra casa se transformó en una exposición universal, por no decir en un zoo humano. En el marco de sus funciones, mi padre viajaba mucho y, en cada misión, traía algo o a alguien del país visitado. De su visita al mariscal Josip Broz Tito, volvió con un médico personal. De Corea del Sur, trajo otro médico, militar esta vez, el doctor Li. También trabajaban en casa dos instructores de artes marciales coreanos, el coronel Kim y el teniente Bao Li, que me iniciaron en sus disciplinas desde pequeño. Más tarde, mi padre volvió de Pakistán con tres oficiales pakistaníes vestidos con ropa tradicional que, según él, ¡iban a trabajar como mayordomos! Era un intento de racionalizar un poco nuestro majzén. Desgraciadamente, nunca se racionalizaba nuestra casa, sino que más bien los recién llegados se «majzenizaban». Por ejemplo, el doctor Li, que era una especie de «musculitos», se convirtió en un showman que se clavaba una aguja en el bíceps y la volvía a sacar del otro lado para sorprender a nuestros invitados. También hacía que le pusieran tablas sobre el cuerpo y pedía que un coche pasara por encima. Uno de los tres tenientes pakistaníes cambió el uniforme por una chilaba marroquí y ya no quiso volver a su país. Le habían amputado una pierna a raíz de un accidente de carretera durante sus vacaciones en Pakistán. Suplicó a mi padre que le dejara volver a Marruecos para seguir trabajando en nuestra casa en vez de quedarse cerca de su mujer y sus hijos. ¡Estaba totalmente «majzenizado»!

Esto sucedía a menudo. Años más tarde, mientras realizábamos un viaje a Michigan bajo la protección del FBI, dos chauchs (funcionarios de bajo nivel) de mi padre le pidieron utilizar una línea telefónica especial instalada por los agentes estadounidenses que llevaba este letrero a modo de advertencia: «FBI. For official use only». Los trató como a locos, y les aseguró que les pondrían las esposas en menos de diez minutos si utilizaban esa línea. Sin embargo, al día siguiente me encontré a un agente norteamericano comiendo una pastela al lado del teléfono, con su arma sobre la mesa, sonriente, mientras los chauchs hablaban por teléfono con Marrakech. «Take your time!», les dijo el tipo del FBI. Había sido «majzenizado» él también, ¡fagocitado por el sistema! Aceptó una sociabilidad anclada en la transgresión, que crea vínculos mucho más fuertes que el respeto compartido de lo prohibido. En definitiva, había entendido la regla de oro del majzén.

En este contexto, mi madre no tenía ninguna posibilidad de cambiar a mi padre, pero había sido el soplo de aire fresco que necesitaba. Para él era un parapeto, una especie de muralla que Hasán II solo podía traspasar a base de grandes esfuerzos, y no sin temor a represalias. Se lanzaba al asalto de la ciudadela Mulay Abdalá, y caía sobre Lamia el Solh, que le impedía pasar. Desde este punto de vista, nuestra casa era una especie de pueblo galo. Pero, para ser sincero, la otra cara de la moneda era la mala conciencia que mi madre le generaba a mi padre. Ella habría querido que él se ajustara a criterios y normas de comportamiento que era incapaz de lograr. Con frecuencia, él daba vueltas por la casa como una fiera enjaulada. Quería participar en la gestión del reino, quería ser indispensable para Hasán II, buscaba satisfacer su necesidad de amor y de reconocimiento; pero no lo conseguía. Su única forma de relajarse era huyendo de una forma u otra, a menudo cogiendo el coche para ir a cenar a su casa de Aïn el Aouda, a media hora de Rabat.

Así pues, había en mi madre una faceta protectora y otra faceta —involuntaria, por supuesto— devastadora. Le decía: «¡Mira los amigos que frecuentas; no son premios Nobel! Son cortesanos, pobres tipos que vienen a recoger las migajas». Muy orgulloso de su mujer, de la que hacía gala como si se tratara de un trofeo o una mascota, mi padre sufría por su rigor, por esa manera que tenía de hacerle sentir que era ocioso e inconsistente. Nadie lo había criticado nunca de ese modo, ¡aún menos en palacio! Hasán II, que era un conducator y pretendía conquistarlo todo y tener a todo el mundo dominado, jugaba hábilmente con esa dualidad. Cuando notaba armonía entre mis padres, intentaba destruirla, y cuando notaba tensiones, jugaba a la división. Entonces le contaba a mi madre que él mismo sufría por la falta de iniciativa de mi padre, y que le habría gustado verlo afrontar desafíos.

En realidad, Hasán II no soportaba que nadie le hiciera sombra. Engreído, reivindicaba una originalidad absoluta, incluso una naturaleza divina. No podía aceptar la idea de tener un alter ego, bajo ningún concepto, fraternal ni, más tarde, filial. Hasán II deseaba ser el único; su narcicismo era tal que no soportaba ni a mi padre como su «doble» ni a su hijo como sucesor. Porque mi padre era un adversario potencial. Muchos veían en él una alternativa a su hermano, que era la encarnación de los elementos retrógrados del majzén, con su gusto por el fasto y por las actitudes de sumisión, más propios de otro siglo.

Nací en Rabat el 4 de marzo de 1964, en el hospital Avicena, en una sala especialmente habilitada para los miembros de la familia real; dicho de otra forma, en la más pura tradición del majzén. Esta, cuando se reconoce el vínculo biológico entre el niño y la madre, exige que la educación recaiga en la familia real en su conjunto. Hay una primacía del palacio sobre la casa parental. De este modo, primero fui educado por gobernantas marroquíes encargadas de inculcarme los valores tradicionales, especialmente la religión, y luego por una institutriz española, Celsa Hernández, que fue para mí un arrecife al que me enganché como una lapa. Mi madre confiaba plenamente en ella y también dejó a mi hermana a su cargo. Le debemos mucho, sobre todo por habernos inculcado el sentido del rigor y la disciplina.

Las niñeras occidentales son una verdadera institución entre los alauíes. Como muchos musulmanes, estamos obsesionados por ese Occidente que nos sobrepasa, que nos domina y al que hay que arrebatar el poder secreto. El niño tiene que sumergirse en la cultura occidental para que la tierra del islam no vaya eternamente rezagada.

No tenía todavía dos años cuando, el 29 de octubre de 1965, secuestraron al opositor Mehdi Ben Barka en París, delante del restaurante Lipp, en el bulevar Saint-Germain. A partir de ese momento, y sea cual sea el juicio con relación al hombre político, Mehdi Ben Barka entró en el patrimonio marroquí como el ausente más presente, un cuerpo y un alma arrancados a la nación. En la actualidad, es un fantasma molesto, tanto para sus compañeros de lucha como para la monarquía. No ha dejado de atormentar nuestras mentes. Su «desaparición» alimenta la imaginación y el crimen de Estado del cual fue víctima no deja olvidar los episodios históricos por resolver. Todo lo que le concierne crea polémica. Como cuando se le descubrió, tardíamente, un pasado de «honorable corresponsal» de los servicios secretos checoslovacos. En cualquier caso, si esas revelaciones sobre su papel de agente del Este fueran ciertas, no desentonarían en el contexto de la guerra fría. Ben Barka había elegido su bando y no lo disimulaba. En un mundo bipolar, colaborar con los servicios secretos checoslovacos parece bastante banal para un marxista. Tan banal como lo era para Hasán II combatir a su propio enemigo por todos los medios.

Cuando era niño, no hablábamos nunca de Ben Barka, ni con mi padre ni con mi tío, pero yo escuchaba mucho tras las puertas. Oía a mi padre decir que él no dudaba de que Ben Barka había sido asesinado por los servicios secretos marroquíes. En concreto, he crecido con una historia murmurada, un secreto cuchicheado en los círculos más íntimos: «La cabeza de Ben Barka ha sido llevada y presentada a Hasán II». Oí esta confidencia de forma recurrente de boca de dos o tres amigos muy cercanos a mi padre. Provenía del doctor Cléret, médico personal de Mohamed V y luego de Hasán II, que se la había contado a mi padre.

Hoy todo el mundo está de acuerdo en que el asesinato de Ben Barka fue un asunto esencialmente marroquí, pero todavía no se ha conseguido esclarecer las circunstancias de su muerte. ¿Fue un accidente? Los mafiosos franceses encargados de la tarea, o los agentes marroquíes enviados para recuperar al opositor, ¿llegaron demasiado lejos sin quererlo? ¿O fue un asesinato planificado? Esta duda atenúa la responsabilidad de Hasán II, que sería total si la historia de la cabeza cortada fuera verídica. Exigir ver la cabeza de la víctima implicaría que el crimen era premeditado. Conociendo las relaciones del doctor Cléret con mi familia, no veo por qué habría contado a mi padre una historia tan morbosa si no fuera verdad.

Hasán II evitaba el tema a toda costa. Me acuerdo de una discusión cuando vimos con él Las locas aventuras de Rabbi Jacob con el actor cómico Louis de Funès. Como era joven y sin segundas intenciones, exclamé: «¡Pero si es una película sobre Marruecos!». El rey me contestó con vehemencia: «No, esto no tiene nada que ver con Marruecos. Es una película que se desarrolla en Argelia, ¡Marruecos no tiene petróleo!». Uno de los personajes de la película estaba, efectivamente, inspirado en Ben Barka, pero Hasán II no quería que estableciera esta asociación.

¿Qué parte de responsabilidad tenía el rey en el asunto de Ben Barka? La cabeza llevada a Hasán II tiene un gran peso, pero la respuesta pertenece a los historiadores. Mientras tanto, los últimos testigos supervivientes en Marruecos o los documentos todavía clasificados como «secreto de defensa» en Francia podrían reflotar el asunto en cualquier momento. Apuesto a que un día las zonas sombreadas que todavía persisten serán disipadas (pero esto a lo mejor ocurrirá en medio de una relativa indiferencia, si para entonces el paso del tiempo ha difuminado el interés por el martirio de la izquierda marroquí).

En septiembre de 1970, a los seis años, me incorporé al Colegio Real, ubicado en un edificio sobrio dentro del recinto de palacio. Tradicionalmente, la educación de los príncipes se lleva a cabo en esta institución, creada por Mohamed V en 1942 para sus dos hijos. Hasán empezaba entonces la secundaria y mi padre, el último curso de primaria. Los antecesores de Mohamed V habían enviado a sus hijos con los ulemas, para recibir una educación esencialmente religiosa. La intención de Mohamed V era doble: quería crear un lugar de excelencia moderno a la vez que un crisol en el que los príncipes estuvieran en contacto con niños de todos los orígenes. El Colegio Real se concibió como una representación en miniatura de Marruecos, con sus divisiones étnicas, sociales y regionales. Era una buena idea. Desgraciadamente, fue difícil plasmarla en los hechos. Sin duda, los niños que habían sido formados con los príncipes —primero con mi tío y mi padre y luego con el príncipe heredero, Mulay Rachid y yo— aportaban realmente algo a estos en términos de apertura hacia los diferentes segmentos de la sociedad marroquí. Sin embargo, arrancados de sus hogares en la infancia, sufrían un desarraigo que los llevaba inevitablemente a una actitud entusiasta con relación a la monarquía, que era su único anclaje. Al separarlos de su familia y su terruño, cambiaban muy rápido y demasiado profundamente como para poder reintegrarse en su antiguo mundo. Se convertían en realidad en jenízaros, es decir, la «nueva tropa» —yani çeri en turco— del majzén. Así, no solo no se lograba el objetivo del Colegio Real, sino que, aún peor, se reforzaban las ideas de sumisión de unos y la arrogancia de otros. Seamos claros: el Colegio Real es una institución obsoleta y contraproducente que tendría que ser suprimida.

Durante los primeros años en el Colegio Real, los príncipes vivían todavía con sus padres. La madre ejercía su deber de protección natural de los jóvenes, un derecho llamado al hadana, una barrera infranqueable para el bien del hijo. Al llegar a la pubertad, se pasa a ser interno. Por mi parte, al principio estaba muy contento de ir a clase con mi primo sidi Mohamed, un año mayor que yo, por el que sentía un gran afecto. Cuando tenía problemas con mi padre, era él quien me tranquilizaba. Éramos una buena decena de estudiantes de todo el reino, todos con ropa occidental, pero sentados en bancos como en una medersa. Había que levantar la mano para que te dieran la palabra y ponerse de pie para responder al profesor, que, más allá de su autoridad pedagógica, era animado para «corregirnos» físicamente. La enseñanza estaba centrada sobre todo en la memorización. Además, los martes y domingos, sidi Mohamed y yo estábamos obligados a realizar un entrenamiento militar; los miércoles y sábados, montábamos a caballo.

Mi escolaridad resultó catastrófica. Para empezar, soy zurdo y en el Colegio Real querían volverme diestro. Para empeorar las cosas, mi madre me hacía asistir, de forma paralela, a una escuela oculta: a la salida del colegio, tomaba clases que supuestamente servían para completar lo aprendido a lo largo de la mañana, pero que, en realidad, lo deshacían. Así pues, perfeccioné mi inglés con una profesora del Centro Cultural Británico, Jane Gillian, y mi conocimiento del árabe clásico con otro preceptor, Bada Monsur. Al final, solo permanecí dos años en aquel colegio. La situación era insoportable; al margen de lo que hiciéramos, existía siempre una clasificación inmutable: invariablemente el primero era sidi Mohamed; la segunda, su hermana Lalla Mariam (antes de abrir una sección para chicas, nuestra clase era mixta), y el tercero ¡era siempre yo! El número cuatro no tenía ninguna posibilidad de subir de puesto. Era ridículo. Todo era ridículo. En fútbol, como la princesa no jugaba, yo lo hacía en un equipo y sidi Mohamed, en el otro, por lo que mi equipo no ganaba nunca un partido. Practicábamos ejercicios de tiro, y yo siempre era el segundo, tanto si le daba al blanco como si fallaba.

Un día, sin anunciarlo, Hasán II vino al campo de tiro. El general Medbuh, jefe de la Guardia Real y futuro conspirador del golpe de Estado de 1971, lo había puesto al tanto de lo que pasaba. Medbuh había constatado varias veces por sí mismo la «trampa» erigida como sistema en nuestras competiciones para asegurar la victoria del príncipe heredero: el trapicheo de las dianas, primero, y, después, de las escopetas. El general amenazó con sanciones, y después con detener a los responsables de estas artimañas. Al resultar todo inútil, habló con el rey. Hasán II se dio cuenta de que habían desajustado el visor de mi escopeta para que yo no ganara nunca a su hijo. Cogió un gran enfado. Sin embargo, incluso muerto de rabia, no podía hacerle nada. La pendiente natural del sistema, la obsesión por la lealtad cueste lo que cueste, prevalecía incluso sobre la voluntad del rey.

Durante esta época, sidi Mohamed y yo nos llevábamos muy bien. El «circo» de nuestro alrededor nos superaba por completo. No le prestábamos atención, o solo para burlarnos. Estábamos muy cerca, crecíamos juntos. Hasán II nos educaba de la misma manera. No se notaba ninguna diferencia de estatus entre sus hijos y sus sobrinos. Nuestra familia era relativamente limitada, y Mulay Abdalá y Hasán II no eran troncos separados, sino hojas de una misma rama. Habían compartido los mismos desafíos con relación a su padre: el exilio, la incertidumbre, el largo viaje por Madagascar antes de regresar al país... Esto explica sin duda que nuestra casa fuera un anexo, una sucursal del palacio. Mi padre, pese a la complejidad de la relación con su hermano mayor, vivía al tanto del majzén. Formaba parte del sistema, que generaba reflejos de lealtad en él y a su alrededor.

Al inicio de los años setenta, mi padre se volvió menos accesible para mí que mi tío. Quise mucho a Hasán II. Era un hombre alerta, enérgico, que reaccionaba a la primera. No era indiferente a su entorno. Sus verdaderos amigos eran escasos, pero se comportaba con ellos con gran lealtad. Claro que era capaz de dirigir miradas terribles, y se enfadaba a menudo. Los que lo conocían bien sabían detectar los signos precursores de sus tempestades: Hasán II arrugaba la frente cerrando prácticamente los ojos, como si no llegara a reconocer a quien tenía delante, al «culpable»; al mismo tiempo, con un gesto mecánico, ponía un dedo sobre la cicatriz que cortaba su nariz —un signo de alerta roja, de extrema irritación—. Dicho esto, los enfados del rey eran combustiones nucleares controladas. Hasán II no se implicaba en público. Con frecuencia daba la imagen de no tener corazón, de no poder permitirse ese lujo. Sin embargo, a veces su inteligencia le servía de corazón, y entonces podía dar muestras de verdadera generosidad. Pero estos gestos estaban calculados, dictados por el cerebro, sin emoción.

Para las personas cercanas a él, Hasán II era muy humano. Por ejemplo, era un gastrónomo. Tenía buenas ideas en materia de cocina, le gustaba —como era de esperar— jugar a ser el «chef». Componía él mismo sus menús, y les introducía innovaciones. Modificaba recetas tradicionales, algunas centenarias. También amaba la música popular, de Um Kalzum a Haya Halima. Nunca habría escuchado a Bach. No le gustaban las novelas; solo leía ensayos. Se apegaba a objetos, como un guante de golf desgarrado de hacía veinte años, o un viejo rosario... Para rezar, no le faltaba nunca una alfombra muy vieja, siempre la misma. También estaba muy unido a Lazrak («el Gris»), un viejo caballo que mi padre le había regalado, y que le había servido todos los años durante la Fiesta del Trono. Este caballo procedía de la región de Ifrán. Se lo habían dado a mi padre, al cual le pareció tan bonito que decidió no montarlo y regalárselo a su hermano. Hasán II no lo convirtió en un objeto de disfrute, sino en un instrumento de su función: lo montaba durante la ocasión más solemne del año, la Fiesta del Trono, cuando salía del palacio vestido con su chilaba blanca de príncipe de los creyentes, resguardado bajo una sombrilla.

Sidi Mohamed y yo temíamos al rey, pero no dudábamos en acercarnos a él. Nos parecía que podía protegernos de todo. Adoraba a los niños, por lo que estaba muy presente en nuestra vida. Velaba personalmente por nosotros, empezando por nuestra salud. Yo, de pequeño, tenía los pies planos. Cada seis meses, Hasán II evaluaba mis progresos en ese aspecto. Se preocupaba mucho por los detalles, examinaba el arco de mi pie y decía, como si supiera algo: «Sigue llevando las plantillas seis meses más». Me tranquilizaba, me sentía apoyado y protegido. Hasán II también estaba al corriente de mis notas en la escuela; era muy estricto con la educación. El rey nos educaba a la espartana y, cuando lo creía necesario, nos corregía él mismo a palos.

Para nosotros, dos horas diarias de deporte eran obligatorias, de acuerdo con una vieja sentencia de Muaviya, el primer califa de la dinastía omeya, que había dicho al tutor de sus hijos: «Enséñales a nadar, ya que siempre encontrarán a alguien que pueda escribir por ellos». Hasán II aplicaba el proverbio al pie de la letra: cuando quería que perdiera peso, me hacía nadar una hora dos veces por semana, ¡y me vigilaba leyendo el periódico al lado de la piscina! También jugábamos al fútbol, corríamos, hacíamos trayectos de 15 o 20 kilómetros desde los ocho años. Yo practicaba además artes marciales y esgrima. Nuestro mayor placer era el ir a cazar. A mí me gustaba la caza de perdices; a sidi Mohamed, la caza mayor. A los dos nos encantaba montar a caballo, al principio con un cooperante francés, el comandante Bouguereau, de la escuela de equitación Le Cadre Noir de Saumur, y luego con el coronel Cherrat de la Guardia Real. Era un rifeño típico, recto como un mástil, elegante y disciplinado. Con él alternábamos los ejercicios en el recinto de la Guardia Real, con chaqueta y corbata, bajo la más estricta disciplina, con otros en el exterior, sobre todo en la pista de carreras de Suisi, «de paseo». En cuanto nos alejábamos del «comité de recepción», como llamábamos a los oficiales encargados de acompañarnos, el coronel Cherrat bajaba de la montura y nos decía: «Vamos, chicos, divertíos». Mientras se fumaba un pitillo, soltábamos las bridas de nuestros caballos, yo a Rastignac, un bayo castrado, sidi Mohamed a Ramsés, un alazán castrado. Volvíamos empapados de sudor, agotados pero contentos.

Más tarde, en 1976, ya con los doce años, empecé a realizar cada verano un cursillo de perfeccionamiento con el equipo de equitación de Francia. Como el cursillo se desarrollaba en Bois-le-Roi, me alojaba en Fontainebleau, que estaba cerca. Marcel Rozier, doble campeón olímpico de Francia y entrenador del equipo francés, dirigía nuestros entrenamientos. Fueron unos paréntesis maravillosos, momentos en los que respiraba libremente. Aprendices del mundo entero se encontraban allí. Todas las mañanas hacíamos deporte, corríamos y montábamos a caballo; por la noche, salíamos a cenar o al cine, todo esto en las afueras de París.

En Marruecos, en cambio, crecíamos en un mundo deformado por la adulación, sin ser, sin embargo, unos niños mimados. Hasán II nos repetía continuamente que el poder, incluso si es heredado, debe ganarse con esfuerzo. Para él, la monarquía no estaba a salvo de un revés de la historia y, a pesar de los períodos de calma, nunca nada era seguro. Consideraba necesario aprender a ser dueño de uno mismo y de los propios sentimientos. Nunca había que llorar, ni en caso de muerte de alguien cercano; nunca había que mostrarse vulnerable. Hasán II se adhería plenamente a su propia doctrina. No era cariñoso, solo atento. Pero, para nosotros, ya era mucho.

Mi padre estaba ausente. Era muy difícil relacionarse con él, pese a sus innegables cualidades humanas. Todo lo que mi madre consiguió sacarle fue un momento de intimidad cotidiana para mi hermana y para mí antes de su cena, cuando teníamos que acostarnos. Nos reuníamos los cuatro, incluso cuando Hasán II, evidentemente al corriente de este ritual familiar, se las apañaba a menudo para llamar justo en ese momento. No quería dar a su hermano la posibilidad de relajarse en su propio universo. En cuanto a mí, disponía cada día de diez minutos más con mi padre al volver del colegio. Y diez días al año nos íbamos en familia de vacaciones a Madrid o París. Pero ¡no eran momentos de mucha intimidad! Mulay Abdalá se desplazaba con un séquito de unas cuarenta personas, y nosotros no formábamos parte del equipaje, pero no andábamos lejos. Con un poco de suerte, compartíamos una comida al día con él, o incluso un paseo a algún lado. El resto del tiempo, caminábamos por los Campos Elíseos u otro sitio con nuestras cuidadoras y nuestros guardaespaldas franceses o españoles. No siempre era fácil y, en cualquier caso, no era muy divertido. Pero era así: mi padre siempre tenía la necesidad de estar rodeado de gente para distraerse, para olvidar que no ocupaba el papel que le habría gustado en relación con su hermano. Necesitaba estar rodeado para sentirse importante. Recibía sus quejas e intercedía ante su hermano, incluso para hacer pequeños favores, asuntos sin prestigio, pero que le permitían existir ante Hasán II, quien, precisamente, intentaba ceñirlo a ese ámbito subalterno. Mi padre era tímido y no soportaba estar solo. No había tocado el alcohol hasta los veinte años, cuando murió su padre. Entonces empezó a beber, demasiado. Ahogaba sus angustias, su tristeza por no ocupar su lugar en el régimen. El problema llegó a ser lo bastante grave como para consultar a un especialista en adicciones británico, el profesor Williams, del King’s College.

De este período, recuerdo al general Mohamed Ufkir, que entonces era el mejor «securócrata» a ojos de Hasán II. Venía a casa para denigrar a los «comunistas», esos «cabrones», algunos de los cuales tenían buena relación con mi padre. En realidad, Ufkir quería estar seguro de que, en caso de producirse un acercamiento a los «izquierdistas», este tuviera lugar bajo nuestro techo, porque eso le permitiría mantener el control. La mayor parte del tiempo, Ufkir hacía referencia a Abderrahim Buabid, un amigo de mi padre que yo mismo conocía muy bien (más tarde me presentó al socialista Abderramán Yusufi, que iba a dirigir el Gobierno de alternancia al final del reinado de Hasán II). Ufkir mantenía un verdadero clima de estado de excepción. Repetía una y otra vez que los «izquierdistas» estaban por todas partes y que iban a «matarnos a todos». Sufría una verdadera obsesión. Sin embargo, Ufkir, que había estado muy unido a Mohamed V, también tenía mucha influencia sobre Hasán II y mi padre. La atmósfera de ciudadela sitiada que imponía no le molestaba demasiado al rey. Para él, se trataba de una siba, una rebelión, una más en la larga historia de los ya acostumbrados alauíes. La única diferencia era que, en vez de ser la rebelión de una tribu, se trataba de un grupo unido por una ideología, un espíritu de comunidad. A ojos de Hasán II, una siba era algo totalmente diferente de la traición de los militares que se aproximaba, una «felonía» proveniente del interior del sistema, de la casa del poder —el dar el mulk—. Eso el rey no lo soportaría. Después del golpe de Estado de principios de los años setenta, se sintió terriblemente debilitado, rebajado al nivel del rey Husein de Jordania, dicho de otro modo, de un soberano precario, de un títere de los acuerdos Sykes-Picot. Sufrió por haber perdido la aureola de su padre, lo que le hizo volverse malvado.

En su forma moderna, la monarquía marroquí proviene del Movimiento Nacional. En la época de Mohamed V, emergió de su pasado de sultanato como la parte central de un frente patriótico unido. Además, la relación de mi padre con los nacionalistas de todas las tendencias, incluidos los de izquierda, estaba impregnada de mutuo respeto, a veces incluso de amistad. Abdeljalek Torres y, sobre todo, Mohamed Duiri, ambos del Istiqlal —la «Independencia», el gran partido nacionalista—, eran bienvenidos en nuestra casa. Cuando Alal el Fasi, su líder, venía a vernos, mi padre se afeitaba con esmero, se ponía un traje bonito y exigía a mi madre que bajara para hablar con el invitado de Oriente, del Hâdith —las palabras del Profeta— o de temas filosóficos. Todo el mundo iba de punta en blanco, impecable. Pero, en realidad, mi padre estaba impaciente por que el ilustre personaje se fuera. Ya que, en cuanto acompañábamos a El Fasi a la puerta, aparecían los «rojos», los amigos más o menos comunistas de la UNFP (Unión Nacional de Fuerzas Populares), con Abderrahim Buabid y Mohamed el Yazgi a la cabeza. Como en tiempos de prohibición, el alcohol y los cigarros salían de la nada. A mi madre se le pedía que desapareciera detrás del purdah —la «cortina» que separaba a hombres y mujeres— durante el encuentro con los juerguistas, en el que a menudo recordaban historias de mujeres, inapropiadas para sus oídos.

A los siete años tomé conciencia por primera vez de pertenecer al poder, es decir, a un grupo —los alauíes— que tenía los medios para hacer su voluntad. El momento se ha grabado en mi memoria. Era el día de mi cumpleaños. Volvía de la escuela y, para darme una sorpresa, mi padre pidió a la Guardia Real de Buckingham, de gira por Marruecos, que se pusiera en fila a lo largo del patio de nuestra casa para cantarme Happy Birthday. En ese momento, al ver a los famosos beefeaters reunidos para mí, me di cuenta de que teníamos poder, empezando por el poder de darnos un capricho.

Mi despertar a la política —un despertar con sobresaltos— coincidió con el primer golpe de Estado, el 10 de julio de 1971. No conocí las revueltas populares de 1965, que fueron una alerta para el régimen. Ignoraba también que los dos pilares del Movimiento Nacional, el Istiqlal y la UNFP, acababan de rehacer un frente unido contra el rey en el seno de la Kutla Watania, el Bloque Nacional. Este desafío enfureció a Hasán II. Una vez más, le hacían sentir que no estaba a la altura de su padre. Diez años después de su llegada al trono, su legitimidad era una y otra vez cuestionada, por así decirlo. Sin embargo, yo no podía imaginar ni por un segundo que a alguien no le gustara la familia real. Hasta el golpe de Estado, compartíamos la certeza de ser adulados por el pueblo y la convicción de que ese era el estado natural de las cosas. En fin, éramos unos alauíes en el país de las maravillas... Los dos golpes de Estado fueron muy difíciles de aceptar. Para muchos de nosotros significaron el fin de la inocencia. Fueron choques, movimientos telúricos. No éramos más que alauíes en el país de los merguez.*

El 10 de julio de 1971, el día del cumpleaños de Hasán II, estaba con mi madre en nuestra casa de Temara, a unos 15 kilómetros del palacio de Sjirat, situado al borde del mar entre Rabat y Casablanca. Mi madre no formaba parte de los invitados del rey, ya que ese día la recepción estaba reservada a los hombres. En la propiedad real, unos mil huéspedes distinguidos conversaban alrededor de los bufés colocados en el jardín, se bañaban en la piscina o jugaban al golf. Era una recepción típica de la era de la complacencia que en ese momento se estaba acabando. A partir de entonces, Hasán II, en su empeño por ser el centro de todo, ya solo toleraría el mimetismo a su alrededor: los invitados tendrían que seguir su ejemplo, imitarlo... y no se hable más.

Cuando se produjo el tiroteo en Sjirat, avisaron a mi madre de que allí estaban sucediendo «cosas graves». Ella llamó al general Arrub, un miembro del gabinete del general Ufkir. Este le respondió de manera muy maleducada, prácticamente le colgó el teléfono. De modo que decidió ir a averiguar ella misma in situ lo que pasaba. Fue la única mujer que quiso reunirse con su marido, y Hasán II sintió por ello una envidia secreta. Mi madre me metió en el coche y aceleró hacia Sjirat. Nos pararon en una barrera de las afueras del palacio. Un amotinado, un oficial, la reconoció y dio la orden de ejecutarla. Ante mis ojos, dos soldados la apuntaron con el arma. Pero, en el último momento, bajaron sus fusiles. Mi madre estaba embarazada de siete meses. «No podemos matar la vida de tu vientre, iría contra nuestra religión», explicó uno de ellos. Mi madre me volvió a meter en un coche de nuestro séquito, que me llevó de nuevo a Rabat. Ella, en cambio, subió la colina en dirección al palacio. En cuanto llegó al lugar de la masacre, el general Medbuh, que nunca había tenido la intención de matar al rey y lamentaba el giro de los acontecimientos, acababa de ser ejecutado por los hombres del teniente coronel Mohamed Abadu. Sin cabeza pensante, la intentona fracasó. Hasán II, con la ayuda del general Ufkir, consiguió retomar el control de la situación.

Mi padre se engrandeció enormemente a mis ojos por sus heridas durante el asalto y su valentía ante la muerte. La noche del golpe, por consejo de Ufkir, la familia real no regresó al palacio de Rabat, pero, por precaución, se reunió en un lugar secreto. Estábamos en la casa de la hermana de mi padre, la princesa Lalla Fátima Zohra. Reinaba la efervescencia. Había un mapa de Rabat extendido sobre la mesa. Hasán II gritaba, daba instrucciones a todos. Ufkir, ayudado por otros dos oficiales superiores, el general Mulay Hafid y el general Dris ben Omar, estaba fuera, listo para derrotar a los golpistas que quedaban. Mi padre, que no paraba de sangrar, evidentemente sufría mucho. Un médico francés, que formaba parte de los invitados de Sjirat, lo curaba. Le dijo a Hasán II: «Señor, lamento interrumpirlo, pero su hermano necesita antibióticos. Si no, corre el riesgo de padecer una gangrena». El rey no reaccionó. En medio de la agitación, mi padre, estoico, respondía que todavía podía esperar, pero el médico insistía. Hasán II, harto, se giró hacia él: «Mire, doctor, yo tengo un trono que recuperar. ¡Es más importante que la gangrena! Pregúntele a su paciente, él se lo confirmará. ¡Así que déjeme tranquilo!». En esto, llamó a un soldado de segunda clase y le pidió una bayoneta. El soldado, aterrorizado, se la entregó. Hasán II la tomó y la tiró a los pies del médico: «Y, ya que habla de gangrena, ¡ampúteselo!». Sidi Mohamed y yo nos quedamos atónitos. Mi padre no se desmoronó, y le dijo: «Sabes, cuando estábamos en Madagascar y te encontraste con un cocodrilo, tendría que haberte dejado ante el peligro». Le estaba recordando un día de exilio en el que los dos niños se habían topado con un cocodrilo. Hasán le había murmurado a su hermano que rodeara a la bestia y la distrajera para poder huir. Mi padre había obrado valientemente... Al final, no le amputaron, pero el cinismo de Hasán II dejó huella entre los dos hombres.

El golpe de Estado de 1971 fue fomentado por el general Medbuh, un oficial austero e íntegro, harto del ambiente de corrupción. Lo conocía bien, ya que era nuestro vecino de la playa. Tres días antes del golpe, fui a visitar a su hijo Hasán. Me encontré entonces con el general, que tenía un cigarro en los labios y los pies en un cubo de agua. Me echó a la calle gritando: «¡Vete de aquí o te doy un par de bofetadas!». Estupefacto, volví a casa. Conté la afrenta a mi padre, pero no me creyó y, a su vez, me dio un manotazo. Ese día Medbuh ya había pasado la página de la monarquía en su cabeza. En cuanto al golpe, se asoció al teniente coronel Ababu, comandante de unos mil cuatrocientos cadetes del campamento de Ahermumu, un refugio cerca de Fez, que se trasladaron a Sjirat. Cuando comenzó el tiroteo, la confusión fue total. El rey se escondió en el cuarto trasero de una de las salas de recepción, con unas quince personas. Mi padre, que desayunaba con un grupo de invitados, fue herido por tres balas en el brazo derecho y por una cuarta en la rodilla. Fue detenido junto a otros muchos. Como sangraba, le trajeron una silla, mientras que otros heridos estaban tendidos en el suelo. Mi padre pidió agua al soldado que lo cuidaba. El cadete le contestó que no tenía. «¿Cómo puede ser? —dijo mi padre—. ¿Venís a dar un golpe de Estado sin agua? Vaya logística de mierda. Ahora, ¡ve a buscarme agua!». El soldado lo hizo. Perplejo, tendido en el suelo, Mulay Hachim el Alauí, un viejo compañero de Mohamed V que ejercía una función en la corte que se podría llamar de «mediador tradicional» u ombudsman, no podía imaginarse —según le contó seis meses más tarde a Hasán II— que mi padre tuviera tanta sangre fría, por lo que había pensado que estaba de acuerdo con los golpistas. «No olvides que es hijo de su padre», le replicó simplemente Hasán II.

La sospecha de Mulay Hicham tiene una explicación. El edecán de mi padre, el coronel Feniri, figuraba en la lista de los conspiradores como ministro del Interior de su futuro Gobierno. Este descubrimiento fue un golpe para mi padre, que fue a verlo a su celda con el fin de entender su traición. Yo estaba con él cuando el coronel Feniri le explicó, de forma bastante confusa, que había sido «entrenado sin saber realmente lo que se tramaba». Al darse cuenta del alcance de los acontecimientos el día del golpe de Estado, había impedido la ejecución de mi tía, Lalla Nezha. A ojos de Mulay Hachim, el hecho de que mi padre hubiera entonces implorado —en vano— la gracia de Hasán II a favor de su antiguo edecán alimentaba la sospecha. Sobre todo porque, varios meses antes, habían tenido una discusión muy sincera en la cual él mismo había dado al régimen tres años de supervivencia, ¡mientras que mi padre había predicho tres meses! Por supuesto, este tipo de conversaciones tarde o temprano llegaban a las oídos de Hasán II, que se sintió profundamente herido, como me confesó más tarde. El rey no soportaba bien la severa crítica de su hermano, quien le recordaba constantemente que no era Mohamed V. «Es cierto que no soy Mohamed V —me dijo en un momento de confesiones—. Pero de todos modos me he impuesto, a mi manera, tomándome el tiempo que me hacía falta. No era una herencia fácil. Tu padre estaba de juerga mientras yo cuidaba de la barraca».

Al día siguiente del golpe de Estado, todos intentábamos entender qué había ocurrido. En este contexto, mi madre le contó a Hasán II, con una cierta insistencia, su conversación telefónica con el general Arrub el día del golpe. El rey la interrumpió y le dijo: «Oye, ¿quieres decir que forma parte de los golpistas? Si es así, únicamente tengo que mandar ejecutar a todo el mundo...». El golpe de Estado fue un gran trauma para Hasán II. Recuerdo haberlo visto, literalmente, golpearse la cabeza contra el muro mientras se lamentaba: «Por mi culpa cuatro siglos de historia alauí han estado a punto de desaparecer. Este trono se ha traspasado como un joyero, de una mano a otra, y soy yo quien va a hacerlo caer». Mi padre le pidió a mi madre que nos sacara de ahí a sidi Mohamed y a mí. «Llévate a los niños para que no sean testigos —le dijo—. Hasán II no te lo perdonaría nunca».

El día después de la intentona, el rey Husein, el más veterano de los monarcas árabes, cogió el avión hacia Marruecos para encontrarse con Hasán II. Era un acto de solidaridad entre primos jerifianos, ambos descendientes directos del Profeta y herederos del Imperio abasí —lo que distingue estas dinastías de las monarquías «tribales» del Golfo—. Sin embargo, Hasán II veía a Husein más bien como un paracaidista del colonialismo. Antiguamente había sido condescendiente con él. Entonces lo escuchó. El rey de Jordania le dijo: «Se trata de un cáncer que hay que erradicar quirúrgicamente. Haz que todas las personas que de cerca o de lejos hayan tenido que ver con este asunto sean juzgadas y ordena que las ejecuten». El rey confió en este consejo, y también en el de Ufkir, y limpió la herida en profundidad. Más adelante, dijo que el general había querido eliminar a los conspiradores antes de que estos revelaran que él mismo formaba parte del complot. La represión fue feroz, y al general Arrub —un hombre justo y un militar profesional, que posiblemente se había creído, animado por un sentimiento patriótico, que el futuro del país pasaba por el fin de la monarquía— le iba a costar una travesía del desierto de veinte años. Al final de su vida, Hasán II de nuevo volvió a dejar en sus manos importantes responsabilidades.

Este primer golpe de Estado transformó completamente nuestras vidas de la noche a la mañana. En adelante, tuvimos guardaespaldas, cuidamos lo que comíamos y la ropa que llevábamos. Nuestra abuela nos advertía que no compartiéramos más nuestro tajín con «otros». Nos explicó que nuestras prendas podían estar envenenadas... En fin, desconfiábamos de todos y de todo. Los amigos ya no podían darnos una palmada en la espalda, o un beso las amigas. Estábamos rodeados de dispositivos de seguridad concéntricos, que nos aislaban. Homo homini lupus est: hasta que se demostrara lo contrario, se sospechaba de la maldad de la gente. Los desplazamientos de mi padre se realizaban con tres o cuatro coches de escolta, siempre en cortejo a partir de entonces.

Durante el segundo golpe de Estado, el 16 de agosto de 1972, fui testigo directo de los acontecimientos. Tenía ocho años, y estaba en el aeropuerto para recoger a mi tío y mi padre. Mulay Rachid, el hijo menor de Hasán II, y yo estábamos en la pasarela de acceso al interior. Vi el rostro descompuesto de mi tío al salir del aparato todo agujereado que acababa de ser ametrallado en pleno vuelo. Y luego el aspecto de mi padre, de Mulay Hafid y del coronel Ahmed Dlimi. Hasán II los presionaba para actuar: «¡Haced lo necesario!». Me soltó: «Hoy hemos estado a punto de morir». Mulay Rachid solo tenía dos o tres años, pero estaba allí, y Hasán II se inclinó hacia él para repetirle: «Papá ha estado a punto de morir hoy». El rey acababa de enterarse de que el mismo general Ufkir estaba detrás de ese nuevo golpe. El general no soportaba más el clientelismo, la corrupción y la atmósfera nociva. Había preparado minuciosamente este atentado contra el avión que la increíble baraka* de Hasán II había hecho fracasar.

Llegamos al salón de honor, donde el rey saludaba a todo el mundo a pesar de la situación, mientras que alrededor de él la gente le imploraba que se fuera y le repetía que el golpe no había terminado. Mi padre y mi tía acabaron yéndose del aeropuerto precipitadamente, y yo... me quedé atrás, solo. En ese mismo instante, los aviones volvieron a pasar por encima de nuestras cabezas, una primera vez sin tirar, y una segunda vez ametrallando. Me habían metido en un coche con Mulay Rachid para evacuarme, pero quería quedarme con mi padre a toda costa, así que me escapé, antes de perder de vista a todo el mundo. Hasán II fue trasladado a Sjirat mientras el cortejo oficial se iba a otro sitio para servir como señuelo. En cuanto a mi padre, llegó a Rabat por vías secundarias. Yo estuve presente en el baño de sangre que se produjo en el aeropuerto. Vi caer un cohete y la fuente del aeropuerto roja de la sangre de miembros de la Guardia Real que habían venido a hacer los honores. Fue una matanza sin nombre. Un suboficial de la policía, el jefe de la seguridad del primer ministro Ahmed Osman —cuñado de Hasán II—, al final me recogió de camino, y me llevó a su casa, donde una escolta vino a buscarme. Desconfiado, se negó a dejarme ir hasta no estar seguro de la identidad de los militares, los cuales lo amenazaron con el arma, a bocajarro. Los soldados tenían la orden de recuperar a todos los varones de la familia real cuyas vidas corrían mayor peligro, pero Ahmed Osman me puso tras su espalda para protegerme, jugándose la vida. Solo me dejó ir cuando reconocí a un oficial de la escolta, un hombre que trabajaba para mi padre. Al final, acabé en casa de Miss Gillian, mi profesora de inglés del Centro Cultural Británico, que también daba clases a mi madre. Cuando su prometido asomó la cabeza por la puerta, los dos guardias que estaban a mi lado estimaron que había debido reconocerme y consideraron peligroso para mi seguridad que supiera mi paradero. No se les ocurrió mejor idea que ¡atar a la pareja! Al final, por la noche, aprovechando la oscuridad, me llevaron a casa de mi tía materna, la embajadora del Líbano. Ella se aterrorizó, convencida de que la inmunidad diplomática de un país árabe nunca sería respetada. Me llevó a la residencia de la embajadora de Brasil, al otro lado de la calle. Ni su marido supo mi escondite: me hizo marchar de su casa a hurtadillas. Di la vuelta para entrar discretamente en la embajada de Brasil. Una vez allí, me quedé en el sótano durante buena parte de la noche, solo, aislado de mis guardias, pues ni ellos sabían ya dónde estaba. Muy alterado, pasé un momento difícil. Me habían separado a propósito de Mulay Rachid y de sidi Mohamed, el cual se encontraba lejos, en Ifrán. Ignoraba cuándo volvería a ver a mis padres, a mi tío, a sidi Mohamed... Finalmente, cuando el golpe de Estado fue controlado, me llevaron a mi casa sano y salvo.

El golpe de Ufkir, el «hombre de confianza» del rey, se vivió como una traición máxima, ¡la de su brazo derecho armado que tenía que protegerlo! Por culpa del «felón», acabábamos de unirnos a la farándula de las monarquías orientales más o menos creadas de repente por el colonizador, sin el respaldo popular. Hasán II se sintió herido en lo más profundo, en su amor propio. Mi padre se preguntaba continuamente: «¿Qué ha salido mal?». En el contexto de la época, interpretaba este segundo golpe de Estado como una contaminación de las ideas nasseristas (de Gamal Abdel Nasser) antimonárquicas y panárabes en Marruecos. Se habían producido revoluciones en Irak, en Libia, en Egipto... Ahora era nuestro turno. Mi padre estaba convencido de que había que aprender la lección, de que el reino tenía que cambiar. Sin embargo, no fue este el análisis de Hasán II. A sus ojos, la traición de Ufkir denotaba sacrilegio. El rey se volvió cruel, solitario y desconfiado. Según la interpretación vigente en palacio, el general había participado en los dos golpes de Estado, lo que demostraba que era un traidor, un «Iznogud» ambicioso que había querido conquistar el poder para fines personales. No había nada más. Así pues, todo siguió como antes, simplemente sin él, la fuente del mal.

Mi padre quería mucho a Rauf Ufkir, el hijo mayor del general. Era uno de sus mejores amigos. Venía a casa a menudo. Mi padre lo llevaba a cazar, o salían en moto juntos, a hacer submarinismo o a jugar al fútbol. Después del golpe de Estado, yo preguntaba qué había pasado con él. Y siempre me hacían callar. Hasta que un día me dijeron que había muerto en un accidente de moto en España, y que ya no se debía volver a pronunciar su nombre.

Mi padre sabía que los Ufkir estaban detenidos en secreto, y que eran trasladados a diferentes lugares de forma sucesiva. Sabía también que Hasán II se vengaba personalmente en la familia de su antiguo «hombre de confianza». Por intermedio de uno de los asesores del rey y del suegro de Ufkir, el coronel Chena, mi padre envió durante años víveres, ropa y libros a los «desaparecidos». Más de una vez Hasán II le reprochó severamente este desafío a su autoridad. Mi padre sabía también que los conspiradores de 1971 habían sido encarcelados en un calabozo, donde sus nombres figuraban en celdas de aislamiento. Pero creo que durante mucho tiempo ignoró que este siniestro presidio se situaba en Tazmamart. Durante años, solo hubo un «agujero negro» —sin nombre— que había engullido a los conspiradores de los dos golpes de Estado, un vórtice de horror que nos aterrorizaba a todos. Era el propósito de Hasán II. Yo no supe lo de Tazmamart hasta 1979, a través de la esposa estadounidense de uno de los aviadores detenidos en ese presidio, Nancy Tuil, antigua bibliotecaria del colegio norteamericano de Rabat y cuyo hijo Tarek iba a clase conmigo. Un día me pidió el favor de poder reunirse con mi padre. Organicé una cita, pero no me autorizaron a estar presente en la conversación. Sin embargo, me enteré de que mi padre le había dicho: «Señora, no sé qué le ha sucedido a su marido, cuya condena ya ha terminado». De este modo admitió que nos encontrábamos a merced de la arbitrariedad de la venganza personal en el «jardín secreto» del rey. Dos meses más tarde, después de llevar a cabo su investigación, mi padre volvió a encontrarse con la señora Tuil y le aconsejó: «Esto es más complicado de lo que cree. Le sugiero que tome a su hijo y se vaya a Estados Unidos». Ella siguió el consejo a medias: volvió a Estados Unidos, pero nunca abandonó la lucha por la liberación de su marido. Al contrario, se desvivió hasta que la embajada norteamericana en Rabat localizó al piloto M’barek Tuil y obtuvo para él unas condiciones de detención mínimamente aceptables. Era una mujer realmente valiente.

En los años setenta, salvo raras excepciones, el despotismo del majzén no llegó hasta mí. A veces captaba algunos fragmentos de conversaciones murmuradas en casa. Algunas personas venían a implorar la ayuda de mi padre y evocaban «desapariciones»... Pero no supe nunca nada en concreto, ningún detalle. En cambio, entendí que el general Ufkir había cumplido una función con relación al rey —la del gran visir— que había perdurado después de su eliminación, oficialmente maquillada de «suicidio». La monarquía necesitaba a un hombre fuerte, que le sirviera a la vez como fusible para garantizar su perennidad por la represión. Históricamente, esta era una función del colaborador más cercano del califa abasí, el wazir o visir, un término que remite a la descarga de responsabilidades. En Marruecos, el visirato apareció en el siglo XIII, con los meriníes, y ya no desapareció de nuestro paisaje político.

Desde la independencia de Marruecos en 1956, hubo tres grandes visires. Cada uno de ellos destacó en un período y encarnó sus características. Es llamativo constatar que correspondieron bastante bien a los tres tipos ideales históricamente catalogados: el militar, reputado y ambicioso; el burócrata, apreciado por su capacidad, y el favorito, supuestamente el más leal. Después del general Ufkir, que se entregaba a la represión como militar que había pasado la prueba de fuego y que conocía el cuerpo a cuerpo, llegó Ahmed Dlimi, y luego Dris Basri. Aunque todos cumplían las mismas funciones con respecto al trono, eran todos tan diferentes como el tipo de control social exigido por el sistema a lo largo del tiempo. De este modo, se pasó de la represión militar a los métodos más sutiles del coronel Dlimi, que, pese a ser tan militar como su predecesor, era un apasionado del fichaje de personas y de los informes comprometedores. Por último, el «poli» originario del terruño que lo seguía a todos lados, Dris Basri, fue la caricatura misma del visir favorito cuya ascensión dependía por completo de la buena voluntad del monarca jerifiano.

De Ufkir a Basri, pasando por Dlimi, nos alejamos también de Francia. El general era un franco-marroquí de origen bereber que se expresaba en francés —lo que hizo de esta lengua, todavía durante un tiempo después de su muerte, el idioma de las salas de tortura en Marruecos—. Dlimi era un marroquí que se creía moderno. Era callado, un hombre de informes comprometedores, que se superaba a sí mismo y sabía rodearse. A diferencia de Ufkir, preservaba su vida privada, que se mantuvo equilibrada a pesar de los esfuerzos de Hasán II para corromperlo. Dlimi fue el artífice del «muro» en el Sáhara Occidental que ha permitido al ejército marroquí llevar la delantera al Frente Polisario, el movimiento independentista saharaui. El rey apreciaba a Dlimi por su discreción y su capacidad —hasta su eliminación en enero de 1983, camuflada como accidente de tráfico—. Por último, Basri era el pueblerino convertido en «poli». Hasán II lo utilizó como chaouch* de la represión. A un jefe de Estado amigo suyo, que le preguntaba con insistencia por qué lo mantenía en su puesto, el rey le contestó: «En cada cuarto de baño hay una toalla».

El general Ufkir tenía una gran influencia sobre Hasán II, al que había visto crecer. Podía permitirse lo que nadie osaba. Incluso tenía cierta intimidad con el rey. Ufkir bebía mucho, a tal punto que a veces se iba de casa tambaleándose, o se acostaba en un sofá para digerir su alcohol. Daba miedo. Me acuerdo de que pasaba por nuestra casa para coger algún traje italiano del vestidor de mi padre. Tenían la misma talla, así que de vez en cuando mi padre le daba uno de sus trajes, pero Ufkir también era capaz de venir, agarrar por sí mismo un traje del armario y decir: «Dígale al príncipe que he cogido un traje italiano». Nadie se atrevía a decirle nada. Recuerdo también a un empleado de mi padre que quería a toda costa un coche nuevo y que había dado la tabarra al general durante semanas, en vano. Una noche, después de una recepción en nuestra casa, Ufkir se cruzó con el empleado, que lo sometió de nuevo a su petición. Ufkir cogió entonces una tarjeta de visita y escribió a mano en el dorso: «Entreguen un coche a este señor». Al día siguiente, el empleado fue a la SOMACA, la sociedad estatal de montaje de vehículos importados. Aunque la tarjeta de visita no estaba firmada, le dieron allí mismo un coche nuevo. ¡Ni siquiera Hasán II habría podido hacer algo así! Habría tenido que firmar una orden de pedido. De lo contrario, la SOMACA habría llevado a cabo comprobaciones. Pero, en aquel momento, Ufkir tenía a todo el mundo aterrorizado.

Dlimi era un puro producto «hasaniano», modelado a gusto del rey. Era organizado y metódico y encarnaba el autoritarismo administrativo. Basri, nombrado ministro de Interior en marzo de 1979, era un mandado a la forma tradicional, un wazir al tandfidh. Su origen popular era de gran importancia para Hasán II, aunque solo fuera para burlarse de los fasis, la alta burguesía tradicional del reino. Hasán II apreciaba el carácter rudo de Basri sobre todo porque a él mismo le gustaba presumir de tener un pequeño lado «canalla». Un día, mientras caminábamos por París, me dijo: «¡Si no hubiera sido rey, habría sido jefe de banda, un delincuente de barrio!». No era el único que lo pensaba.

Al principio, Dris Barri era incorruptible. Tenía mucho mérito, ya que estaba encargado de vigilar a los militares y, por lo tanto, conocía todas las riquezas que acumulaban impunemente. Sin embargo, Hasán II también lo quería corromper, ya que un gran visir no puede tener ascendiente moral sobre el soberano. Basri tenía que ser el receptáculo del odio popular, un chivo expiatorio y no un modelo de virtud. El rey esperó a que el hijo de Basri obtuviera su título al finalizar los estudios, y luego lo convocó junto a su padre y Fuad Filali, el responsable de Omnium Norteafricano (ONA), el holding en expansión del majzén que controla una gran parte de la economía marroquí. Hasán II les puso bajo los ojos un contrato que asociaba al pequeño Basri y a la ONA en un atractivo proyecto, la promoción inmobiliaria de la bahía de Buznika. Bastaba con firmar a pie de página. ¡Imposible decir que no! El asunto atormentó a Dris Basri hasta su muerte. ¡Hasán II le había metido a la fuerza un cadáver en el armario! Una vez comprometido, Basri ya no era una amenaza para el trono. Y si se hubiera resistido, habría sido apartado, como todos los incorruptibles. Al rey se le daba muy bien comprometer a sus allegados: sabía esperar como un cazador que sigue la pista de sus presas. Vaciaba a hombres y cosas de sus sustancias, a base de vicio y paciencia.

Después de los dos golpes de Estado, Hasán II se volvió casi tiránico en el ejercicio del poder. No le molestaba saber que Basri era odiado por la población, más bien al contrario, se alegraba. Le daba un cierto placer malicioso disponer de un espantapájaros, por el que sentía incluso afecto —el que se puede sentir por una herramienta cómoda—. Basri sobrevivió durante un tiempo, ya que, como a él mismo le gustaba decir, había «puesto la escalera en el suelo»: no buscaba escalar, sino que se contentaba con extenderse. No poseía todo el control, ya que, aunque el rey lo utilizaba para mantener a raya a los militares, Basri no dominaba el ejército, que permanecía bajo el control del palacio. El pasado de los oficiales se estudiaba con lupa. Se prefería correr el riesgo de destrozar sus carreras antes de que se convirtieran en héroes, y todo movimiento de las tropas se vigilaba de cerca. No se dejaba nada al azar.

De hecho, en el interior del palacio, siempre había una última línea de defensa, la guardia más cercana al rey. Tras el rostro visible de la represión, el de Ufkir, de Dlimi o de Basri, hombres como el general Mulay Hafid, un primo lejano de Hasán II, o Mohamed Mediuri, responsable de la seguridad del palacio hasta 1998, protegían el santuario del poder montando sus propias operaciones y servicios secretos paralelos. Por último —también bajo las órdenes directas de Hasán II— un tuerto de piernas arqueadas, que arrastraba la pata, conocido por todos nosotros con el nombre de Fadul, atormentó durante mucho tiempo las noches en el palacio. Dirigía las brigadas de gendarmería volante —el famoso PF3— que secuestraban a los enemigos, supuestos o reales, del régimen. En el lenguaje cifrado de sidi Mohamed y mío, si el rey —al que entre nosotros llamábamos Fantomas, por el personaje criminal de una serie de novelas policíacas— nos convocaba hacia la medianoche, decíamos: «Cuando Fantomas se enfurece, Fadul merodea».

Unas últimas palabras, para acabar, sobre el último epígono de los grandes visires hasta la fecha. Después de la destitución de Dris Basri por Mohamed VI en noviembre de 1999, Fuad Alí el Hima, un «amigo» y antiguo condiscípulo del rey en el Colegio Real, se convirtió en el primer «securócrata» del reino. ¿Fue un error de casting? A diferencia de sus predecesores, solo ha pasado una prueba de fuego, los atentados terroristas de Casablanca del 16 de marzo de 2003, que no vio venir —pero que reprimió minuciosamente después—. En el año 2007, El Hima fue transformado en emisario del palacio para la recomposición del campo político, lo que le permitió conservar su proximidad con el rey. Aunque privado de un hombre fuerte visible, el sistema no ha perdido sus reflejos represivos, como lo demostró con los islamistas y luego con los jóvenes contestatarios del movimiento del 20 de febrero de 2011. El autoritarismo se ha convertido en su segunda naturaleza. Supuestamente expulsado con la llegada del joven «rey de los pobres», volvió al galope.