«En tiempos de guerra la verdad es tan valiosa que siempre debe ir acompañada de una escolta de mentiras.»
WINSTON CHURCHILL
Es fundamental entender cómo funcionaban los servicios de inteligencia de ambos bandos antes de penetrar de lleno en las operaciones secretas clave de la segunda guerra mundial. El origen de la comunidad británica de espías se puede rastrear hasta 1909, con la creación del Departamento del Servicio Secreto —Secret Service Bureau—. No obstante, ya en el siglo XVI, bajo el reinado de Isabel I, la Reina Virgen, Francis Walsingham creó el que está considerado, junto a la Santa Alianza vaticana, el primer servicio de inteligencia moderno, formado por multitud de agentes al servicio de Su Majestad que luchaban principalmente contra Felipe II y la política de la Santa Sede.
El Secret Service tal como hoy lo conocemos nació como respuesta, curiosamente, también a la amenaza alemana, que alcanzaría su punto álgido en los primeros meses de la segunda guerra mundial: los británicos temían a la Alemania imperial y, con el fin de garantizar una vigilancia más estrecha de los supuestos espías que podían llegar al país, se creó el organismo, que además debía recabar información sobre las intenciones políticas y militares del káiser Guillermo II.
El recién creado departamento estaba formado por dos secciones. La Sección Interna, bajo el control del capitán Vernon Kell, tenía como cometido contrarrestar la actividad del espionaje hostil —principalmente alemán— en el país; esta rama, con el tiempo, se convertiría en el MI5 o Servicio de Seguridad, nombres que aún conserva a día de hoy.
Después estaba la Sección Exterior, al mando del capitán Mansfield Smith-Cumming, que debía obtener información en el extranjero sobre los enemigos potenciales de Inglaterra y que se transformaría más tarde en el MI6 o Servicio Secreto de Inteligencia —SIS por sus siglas en inglés—.
En los años previos al estallido de la primera guerra mundial, la Sección Interna de Kell consiguió infiltrarse en todas las redes de espionaje que los alemanes habían desplegado en el país, deteniendo a varios espías y dejando actuar a otros —que siguieron operando bajo estrecha vigilancia— hasta el inicio de las hostilidades, momento de mayor tensión en el que se detuvo rápidamente a veintiuno de los veintidós agentes enemigos que seguían en libertad.
Según se recoge en el libro de John Court Curry,* aquel golpe desbarató por completo el servicio secreto alemán, que no volvería a actuar con eficacia hasta 1915, una eficacia que, no obstante, sigue en entredicho, puesto que los alemanes intentaron infiltrar a una serie de agentes bastante mediocres que la mayoría de las veces eran detectados gracias a las estrictas normas que existían para el control de viajeros, que reforzó una rama del MI5 encargada de la vigilancia de los puertos. El espía que lograba burlar ese primer escollo debía enfrentarse a un sofisticado departamento de censura postal que controlaba con rigor las misivas que pudieran contener escritura cifrada —mediante códigos o tintas invisibles— y la correspondencia enviada a direcciones sospechosas en el Viejo Continente.
El final que esperaba a los agentes capturados era diverso, aunque nada halagüeño en ninguno de los casos, desde la deportación o el internamiento hasta la pena capital. Los juicios y condenas de los espías alemanes no siempre se hacían públicos, una treta no demasiado ética, aunque válida en tiempos de guerra, que permitía al MI5 sacar provecho: los superiores alemanes de estos agentes continuaban enviando dinero y órdenes creyendo que se hallaban en libertad. Aquello sirvió al servicio secreto para intentar engañar al enemigo haciéndole creer que sus espías seguían operativos, una decisión que sería precursora de un eficiente sistema de agentes dobles en la segunda guerra mundial.
Por tanto, el éxito de los ingleses en el campo del espionaje durante la Gran Guerra sería mayor que el de los alemanes, lo que explica en gran parte su victoria. A pesar de sus logros, lo que aseguró la continuidad del MI5 y del MI6 tras el cese de las hostilidades, los departamentos secretos vieron reducidos su personal y sus fondos durante la posguerra. Ya entonces surgieron los problemas entre ambas ramas, al no estar bien definidas sus responsabilidades específicas, lo que provocó que emprendieran operaciones en las que invadían el terreno del otro, rivalidad que surgiría con fuerza en tiempos de la siguiente contienda y que se agudizaría con la creación de otros departamentos secretos en la lucha contra los nazis.
Durante el período de entreguerras, el departamento principal del MI5 dedicado al contraespionaje sería el conocido como Rama o División B, que a partir de 1929 estuvo dirigida por Oswald Allen Harker, más conocido como brigadier Jasper Harker. A finales de 1938, con desafíos cada vez mayores de Hitler a las democracias, el departamento estaba dividido en una serie de secciones encargadas de la seguridad interna de las fuerzas armadas, el espionaje comunista y soviético —que a los británicos preocupaba casi más entonces—, el espionaje alemán, el Partido Nazi, los partidos fascistas británico — liderado por Oswald Mosley— e italiano y el espionaje japonés.
Por aquel entonces, el adjunto de Jasper Harker era Guy Maynard Liddell, quien cada vez tendría más poder y sucedió en el cargo a Harker en 1940, con la llegada de Winston Churchill a Downing Street, en los momentos más delicados de la historia británica del siglo XX. Liddell sería el superior de uno de los hombres clave de la historia que vamos a contar, T. A. Robertson, que dirigiría la Sección B1A, uno de los departamentos clave de la guerra clandestina.
Durante la preparación de la invasión de Gran Bretaña por el Tercer Reich, en el marco de la operación León Marino, a partir de 1940, la vigilancia del MI5 dio sus frutos y, empleando toda una serie de informantes, agentes infiltrados, censura —combinada con una efectiva propaganda negra— e interceptación de transmisiones y señales, se neutralizó la amenaza, muy preocupante, de una quinta columna* en el interior del país. Fue sin duda fundamental para el éxito el hecho de que Inglaterra no constituyese un objetivo relevante para los servicios secretos alemanes en los años de entreguerras, puesto que la Abwehr, dirigida por Wilhelm Canaris, dedicó la mayor parte de su atención entonces a los Balcanes, España y los países más próximos a Alemania, que serían los que caerían bajo la guerra relámpago de la Wehrmacht, las fuerzas armadas unificadas de la Alemania nazi, a partir de otoño de 1939.
Aun así, se reclutaron algunos agentes que operarían en el interior del territorio inglés; sin embargo, aquellos espías, como veremos un poco más adelante, caerían en la trampa del propio MI5 y de Tar Robertson y su Sección B1A.
El servicio de seguridad de transmisiones había empezado a captar las señales de la Abwehr, el servicio secreto alemán, en agosto de 1940, gracias a la labor del primer agente doble que hacía creer a los alemanes que trabajaba para ellos cuando en realidad pasaba información a los británicos. Arthur Owens, conocido por el nombre en clave de agente Snow, había facilitado un radiotransmisor y unos códigos a los descifradores para comenzar a trabajar; al cabo de no mucho tiempo, los criptógrafos de Bletchley Park, en la denominada Estación X, comenzaron a poder interpretar el cifrado de la Abwehr: su código normal. En diciembre, otro equipo que trabajaba en la campiña inglesa, lejos de miradas indiscretas y dirigido por el excéntrico Dillwyn Knox —más conocido como Dilly—, descifró asimismo el código empleado por Enigma, la máquina de cifrado portátil utilizada para las codificaciones secretas por los alemanes. Después me detendré en ella y en el apasionante trabajo de estos genios de la criptografía y las matemáticas que, a partir de entonces y hasta el final de la guerra, permitieron a los servicios de inteligencia británicos interceptar y leer de forma ininterrumpida el tráfico de información radiotransmitido por sus homólogos alemanes, cuando éstos creían que sus códigos de seguridad eran invulnerables. Ocultar aquella fuente de información fue vital, un tráfico interminable de mensajes que sería bautizado como Ultra —o fuentes ultrasecretas—. Uno de los más delicados trabajos de inteligencia aliada durante la segunda guerra mundial cuyo uso permitió sin duda un gran avance contra Hitler.
Gracias a Ultra, la mayoría de los espías que aterrizaban en el Reino Unido eran rápidamente interceptados. Estos «espías de invasión» eran capturados prácticamente al momento de su llegada al país enemigo, encarcelados de inmediato y algunos de ellos ejecutados. Otros serían convertidos en agentes dobles gracias a una ingeniosa idea de varios de los hombres más brillantes al servicio del MI5. En el punto más álgido del pánico a una invasión de las islas Británicas, en el marco de la operación León Marino, orquestada por la Wehrmacht, y a la penetración de una quinta columna gracias a los espías que lograban infiltrarse entre la población inglesa, el oficial de caso del MI5 que se encargaba del agente Snow, el citado Tommy Tar Robertson, se dirigió a su comandante en jefe, Dick White, y lo convenció de que un espía muerto no podía ser usado en su propio beneficio.
En cambio, un espía capturado podía ser convencido de engañar a sus jefes alemanes a cambio de salvar su propia vida y trabajar para los británicos. Es más, con el tiempo, y como sucedería también con Eddie Chapman, alias ZigZag, un agente doble podía resultar muy útil para facilitarle desinformación al enemigo. De hecho, esto sería vital para que se llevaran a cabo con éxito algunos de los más geniales engaños orquestados durante la guerra y que recordaremos llegado el momento.
Así nacería el que acabó siendo bautizado como «sistema de la Doble Cruz», por un juego de palabras con el nombre del organismo secreto que supervisaría la transformación de los agentes dobles: el llamado Comité XX (así, con números romanos). La propuesta original fue, una vez más, del visionario Tommy Robertson. Todo el mundo conocía a Thomas Argyll Robertson como Tar por sus iniciales. Nacido en Sumatra en 1909 e hijo de padres británicos, estudió en Charterhouse y Sandhurst para después ingresar en el histórico regimiento escocés de caballería, los Seaforth Highlanders, y trabajar más tarde en un banco.
En 1933, de la mano de Vernon Kell, primer director general del MI5, pasó a trabajar en inteligencia. Tenía veinticuatro años y gracias a su habilidad para confundirse entre la gente y obtener información de cualquiera, hasta en los sitios más insospechados, pasó a ocuparse de la subversión política, el tráfico de armas y el contraespionaje, destacando por su extravagante forma de vestir: solía llevar puestos los característicos pantalones a cuadros escoceses que lucía su antiguo batallón, en palabras de Ben Macintyre, «una decisión vestimentaria extrañamente conspicua en alguien que dirigía una de las organizaciones más secretas del mundo». Por ello, además de Tar, lo conocían con el ingenioso apodo de Calzoncillos de Pasión.
Su propuesta sobre la utilización de espías extranjeros como agentes dobles fue transmitida a Guy Liddell, director de la División B, la rama dentro del MI5 dedicada a la contrainteligencia, quien la aprobó y pidió a su vez la consiguiente aprobación del gobierno. Una vez obtenida, Robertson fue nombrado director de una nueva sección que pasó a conocerse bajo el enigmático nombre de B1A; su cometido sería captar espías enemigos y convencerlos de convertirse en agentes dobles. A su vez, se creó una organización directamente vinculada a la B1A y formada por representantes de las más altas jerarquías de los servicios de inteligencia militar y de las fuerzas de seguridad del Estado. Su misión: evaluar la información, verdadera o falsa, que se le proporcionaría a los alemanes a través de los agentes dobles, quienes serían debidamente adiestrados en el secretísimo Campo (Camp) 020.
El Comité XX, como grupo de control, fue dirigido por John Cecil Masterman, un gran intelectual típicamente inglés con un fuerte sentido del deber moral. Pertenecía a los clubes más importantes de Londres, jugaba al tenis en Wimbledon, al hockey y al críquet, que era para él una auténtica obsesión. En 1914, tras titularse como profesor en Christchurch, fue enviado a un curso de formación en Alemania. Allí le pilló el estallido de la primera guerra mundial, siendo internado en una prisión durante el resto de la contienda. Patriótico hasta la médula como era, durante años tuvo una espina clavada por no haber podido estar en primera línea de batalla ayudando a sus compatriotas. La ocasión le llegó a los cincuenta años, cuando le ofrecieron incorporarse al MI5: estalló la segunda guerra mundial y pudo demostrar su valía.
Elitista y gran erudito, era célebre además por sus novelas policíacas, que escribía en su tiempo libre y que estaban ambientadas en una imaginaria universidad de Oxford y protagonizadas por un detective británico aficionado, claramente deudor del Sherlock Holmes de Conan Doyle. Según Hugh Trevor-Roper, el historiador que también trabajó para la inteligencia durante la guerra, John Masterman era «un hombre que analizaba meticulosamente las motivaciones de los hombres, y que resolvía con gran paciencia el enigma del contraespionaje, como si se tratara de un complicado crucigrama». Algo de esto tenían también sus novelas.
En palabras de Macintyre, el MI5 reclutaba a sus miembros mediante «el informal método del amiguismo», y Tar Robertson, con la ayuda de su asistente, el abogado londinense John Marriott, reunió rápidamente un equipo de aficionados muy capaces que darían forma a la Sección B1A: un ecléctico grupo que incluía abogados, profesores, industriales, algún artista, un marchante de arte e incluso un poeta.
Su primera sede se emplazó en un rincón requisado de la prisión de Wormwood Scrubs para después trasladarse a un lugar más adecuado, amplio y acondicionado: una elegante casa en el número 58 de Saint James’s Street, en Mayfair. Una vez que eran interceptados, los espías alemanes eran trasladados hasta el citado Camp 020, la prisión militar secreta en la que después penetraremos, antes de pasar a ser entrevistados por Robertson y sus agentes de control.
Aunque algunos fueron enviados al cadalso, lo cierto es que casi todos ellos, salvo los nazis más radicales, aceptaban colaborar, por diferentes razones: el miedo, la desesperanza y también la búsqueda de emociones fuertes. En la primera guerra mundial, aquellos que se negaron a volverse «del revés», como se decía en la jerga del espionaje, lo pagaron con sus vidas, como fue el caso de Carl Frederick Muller, acusado de culpable de espionaje y ejecutado en la Torre de Londres el 23 de junio de 1915.
Volviendo a retomar el caso de Arthur Owens, el agente Snow, este ingeniero electrotécnico con contactos profesionales en el continente, pasó a trabajar para los alemanes, que lo enviaron a Inglaterra, pero allí fue interceptado, a mediados de los años treinta, por la inteligencia. Cuando sus controladores británicos tuvieron conocimiento de la relación de éste con la Abwehr —en alemán, «defensa»— y la importante información que podía filtrarles, lo reclutaron como agente doble, al igual que sucedería más adelante con otros grandes personajes que engrosan estas páginas. En septiembre de 1938, Owens informó a sus superiores de que los alemanes lo habían nombrado nada menos que agente jefe en el Reino Unido, y le habían entregado un transmisor-receptor de onda corta que éste a su vez dio al MI5.
Sin embargo, y como sucederá en el caso de todos los agentes dobles, la duda rodeará siempre su figura… ¿eran realmente leales? ¿A qué causa? En agosto de 1939, Snow viajó a Hamburgo para reunirse con sus contactos de la Abwehr, una ausencia que, increíblemente, su familia aprovechó para denunciar al propio Owens ante la policía como agente alemán, quizá porque desconocían su trabajo para los servicios secretos ingleses.
A su regreso a Gran Bretaña, el espía no fue detectado por las autoridades portuarias y permaneció «en la sombra» durante dos semanas, hasta que, justo un día antes de que Inglaterra declarase la guerra a la Alemania de Hitler, el 2 de septiembre de 1939, Snow hizo una llamada a la Rama Especial para ofrecer de nuevo sus servicios. Volvieron a aceptarlo a pesar de la comprensible desconfianza sobre su lealtad, y después realizaría varios viajes a Bélgica, un país neutral, para reunirse con sus colaboradores alemanes. En una ocasión fue acompañado de otro agente doble, Gwilym Williams —alias GW—, que se hizo pasar por nacionalista galés y fue reclutado por los oficiales de la Abwehr, que lo adiestraron para que, en su regreso a Inglaterra, realizase sabotajes.
Sin embargo, la andadura de Owens volvió a bordear el desastre. En abril, iba a encontrarse con los alemanes en una embarcación, misión que hubo de abortarse después de que otro agente del MI5, al que Snow debía filtrar, sospechara también que trabajaba para el enemigo. ¿Lo hizo realmente? Jamás se ha esclarecido. Sin embargo, el servicio secreto inglés aún pudo mantener la tapadera de Owens: en julio, un agente del MI5 de nombre en clave BISCUIT se reunió con el enlace de Owens en Lisboa, excusándose por el encuentro frustrado en el mar. Una vez más, los alemanes volvieron a confiar en Snow y le pidieron que adquiriese documentos de identidad ingleses, lo que indicó al servicio secreto que la Abwehr realmente se proponía infiltrar nuevos agentes en las islas, algo que se confirmaría más tarde por las transmisiones de radio de prueba efectuadas desde el norte de Francia como ensayo para el uso clandestino de receptores en Inglaterra y que fueron interceptadas.
Ya he señalado que con la ofensiva contra Inglaterra, en otoño de 1940, para allanar el camino de la operación León Marino, varios agentes enemigos fueron enviados al país, la mayoría con poca experiencia, y fueron detenidos para pasar a formar parte del sistema de la Doble Cruz. Alemania no había previsto un escenario en el que fuera a precisar obtener amplia información política y militar secreta desde el interior del país enemigo. Craso error. El sistema de la Doble Cruz permitió la detención de todos los agentes alemanes enviados al Reino Unido, la obtención de códigos cifrados vitales para ganar la guerra y la posibilidad de enviar información falsa a los servicios secretos y al Alto Mando germanos, treta que llevarían a cabo los servicios secretos incluso en la preparación de la operación Overlord («señor supremo»), el desembarco de Normandía, en junio de 1944.
Pero no adelantemos acontecimientos. Entre primeros de septiembre y el 12 de noviembre de 1940, llegaron a Inglaterra catorce agentes enemigos —diez lo hicieron por mar y cuatro lanzándose en paracaídas—. Otros nueve se entregaron a las autoridades a su llegada, frustrando una vez más los planes de la Abwehr. Cinco fueron juzgados y ejecutados; doce encarcelados, uno se suicidó y tres se convirtieron en agentes dobles al servicio del MI5 como había hecho Arthur Owens, entre ellos Wulf Schmidt, alias Summer, que tenía orden de sus superiores de ponerse en contacto una vez pasara al país con el agente Snow.
Volviendo al momento en que nace la organización que se encargará de convertir y adiestrar a los agentes dobles, en octubre de 1940 se celebró una reunión a la que asistieron los principales miembros de la inteligencia británica. En la misma, se decidió crear un nuevo organismo, conocido como Comisión W, cuyos objetivos eran:
1. Mantener a nuestros agentes lo suficientemente bien abastecidos de información precisa a fin de que el enemigo no pierda la confianza en ellos.
2. Controlar el mayor número posible de agentes establecidos en el país, para dar la sensación —al enemigo— de que está cubierto el terreno y no necesita enviar más [agentes], cuya llegada pudiese pasarnos desapercibida.
3. Engañar al enemigo a gran escala llegado el momento mediante el cuidadoso control de esos agentes y un estudio detenido de los cuestionarios [que les enviasen los alemanes].
Aquella tarea sería supervisada por el citado Comité XX, formado por representantes del SIS, las direcciones de los servicios de inteligencia, el cuartel general de las Home Forces, el ejecutivo del Ministerio de Defensa y el MI5, con el nombramiento de Masterman y Marriott como presidente y secretario respectivamente.
Su principal labor, además de reclutar, adiestrar y controlar a su red de agentes dobles, sería determinar qué material informativo de bajo nivel, aunque auténtico —para dar verosimilitud a sus tapaderas—, se le debía facilitar al enemigo para consolidar la reputación de los agentes, y qué informaciones falsas había que transmitirles. En este caso, el más efectivo de los agentes sería el español Juan Pujol, alias Garbo, cuya red de espías ficticios brindaría auténticos éxitos a los aliados.
No obstante, la cuestión fundamental a la que debía enfrentarse el comité en un primer momento fue si los agentes dobles debían ser utilizados en el contraespionaje o en el engaño, por lo que se tomó la importante decisión de crear un sistema coordinado de inspección y supervisión —cada agente dispondría de su oficial de control, papel fundamental para el buen funcionamiento del sistema de la Doble Cruz—. Una vez que se fueron superponiendo capas de información, desinformación, propaganda camuflada, comunicaciones falsas… que se debían transmitir, los funcionarios del MI5 y de la Sección B1A se enfrentaron a una tarea abrumadora. Sin embargo, disponían de una importantísima baza gracias a las labores realizadas en Bletchley Park: podían descifrar los comunicados de radio alemanes, por lo que surgía la gran oportunidad de interpretar los mensajes cifrados que intercambiaban los funcionarios del servicio secreto alemán, a pesar de que el engaño solía ser una práctica imprecisa.
El SIS tenía en Bletchley un Centro Oficial de Códigos y Claves —Government Code and Cypher School, GC&CS—, cuyos expertos, al mando del funcionario Oliver Strachey, responsable del manejo del material de espionaje alemán, consiguieron descifrar el código básico de la Abwehr en 1940, y grosso modo —después nos detendremos en ello—, un año después se descifró el código Enigma empleado entre Berlín y los diversos puestos destacados de la Abwehr en Europa, lo que brindaba a los aliados una ventaja de incalculable valor para ganar la guerra, cayendo en sus manos muchos de los secretos más íntimos del espionaje alemán, un barómetro de fidelidad impecable para calibrar lo que pensaba el enemigo y los pasos que darían los ejércitos de Hitler.
Los mensajes de radio descifrados de la Abwehr, con el nombre en código de material ISOS —abreviatura de Intelligence Service Oliver Strachey, Servicio de Inteligencia Oliver Strachey, por el citado oficial—, serían de importancia capital para evitar la invasión de Inglaterra y más tarde para orquestar las incursiones aliadas del Norte de África y de Normandía. También eran importantes las interceptaciones y el trabajo de seguridad realizado por el MI5 con la ayuda de la inteligencia de señales. Por su parte, la ultrasecreta Sección V era el departamento encargado de controlar a los agentes enemigos que estaban actuando contra Gran Bretaña.
No obstante, a veces las competencias del MI5 y del SIS llegaban a confundirse, lo que provocaba auténticos enfrentamientos entre sus diferentes servicios aun a merced de la causa común contra Hitler, al igual que sucedería en Alemania entre la Abwehr y el SD*. Michael Howard** señala que la diferenciación entre sus responsabilidades consistía en que, en términos generales, «El MI5 era responsable del contraespionaje dentro del Reino Unido y del Imperio, incluidos Egipto y Palestina; mientras que el MI6 tenía encomendada la tarea de recoger todas las informaciones secretas de contraespionaje en países extranjeros. Fue en la Sección V en la que la dirección del MI6 delegó la responsabilidad de la seguridad del ISOS, y sus funcionarios consideraron que su deber los obligaba a facilitar al MI5 sólo las informaciones interceptadas de la Abwehr y de otras fuentes que pareciesen estrictamente relevantes para el ejercicio de sus funciones dentro del Imperio y del Reino Unido.»
A finales de 2014, durante un viaje a Londres, tuve ocasión de visitar una exposición permanente en un lugar abierto por vez primera al público en 1984, con motivo del cuadragésimo aniversario del Desembarco de Normandía —y que ha sido ampliado en varias ocasiones—, que lleva al visitante tras los pasos del Gabinete de Guerra de Winston Churchill. La muestra, con el nombre de Churchill War Rooms, se encuentra en el subsuelo del Whitehall, en el mismo lugar —aunque claramente reformado— donde el gobierno británico mantuvo su centro de operaciones mientras la capital británica era bombardeada sin cuartel por los aviones de la Fuerza Aérea alemana (Luftwaffe) y donde los hombres más prominentes de Gran Bretaña permanecerían ideando planes, controlando una amplia red de espionaje, orquestando propaganda negra y operaciones de engaño y consultando continuamente mapas sobre estrategias militares mientras recibían llamadas y teletipos de la Europa ocupada.
Fue una experiencia fascinante penetrar en el lugar que un día fuera el búnker de Churchill, como en Berlín se hallaba el de su eterno antagonista, Adolf Hitler, donde, si uno no cree en versiones alternativas, el líder nazi se quitaría finalmente la vida el 30 de abril de 1945. Eso sí, mientras el Führer permanecía a salvo de las explosiones —no así de sus delirios místicos y de una salud cada vez más deteriorada— en un recinto acorazado, el equipo inglés tan sólo se cobijaba a apenas tres metros bajo tierra. Eso fue lo primero que me sorprendió al atravesar la puerta de entrada a la exposición y bajar las escaleras: lo cerca del exterior que se hallaba la «fortaleza» del War Cabinet.
Sin embargo, el hecho de encontrarse a una distancia tan pequeña de la superficie no implica que no estuviera profundamente protegido. Es más, aquél fue el lugar más secreto de toda Inglaterra durante los años que duró la guerra. El enemigo no conocía su ubicación, y desde luego el ciudadano de a pie que huía de los bombardeos cuando sonaban las sirenas antiaéreas no tenía la menor idea de que sus dirigentes, incluido el orondo Churchill, se hallaban trabajando contra el enemigo a apenas unos metros bajo el suelo de Londres. Una filtración de información sobre un asunto tan delicado podría haber sido fatal para el gobierno de coalición creado ex profeso para luchar contra Hitler.
A pesar de la gran luminosidad y cuidado mantenimiento de las estancias, de las «habitaciones de guerra», cuando uno baja apenas un piso y, tras adquirir una entrada, penetra en aquel refugio subterráneo, no puede dejar de sentir una cierta claustrofobia que, sin duda, en los días en que el centro de la City era bombardeado sin cuartel y la electricidad no sólo escaseaba sino que en muchos casos era inexistente, debía de ser mucho mayor para los que allí trabajaban, comían y dormían.
Nada más entrar a las Churchill War Rooms, a la derecha, uno se topa con una imponente sala de reuniones, sin duda restaurada a conciencia, donde los altos mandos, con el primer ministro a la cabeza, tomaban las decisiones militares y políticas más delicadas en tiempos de guerra. A pesar del silencio reinante, sólo quebrado por la charla curiosa de otros visitantes y los flashes impertinentes de las cámaras fotográficas y los smartphones, no era difícil imaginar el bullicio generado siete décadas atrás por aquellos hombres que, sin alzar demasiado la voz —lo que no sería muy del gusto británico—, casi murmurando, debían escucharse los días en los que una decisión podía cambiar el rumbo de la contienda. Una estancia enrarecida por el aire del encierro y los cigarrillos humeantes que pugnaban con el humo, aún más espeso, de los puros que saboreaba Churchill —fumar era un signo de distinción y virilidad entonces, y el Premier era un gran fumador, también un refinado bebedor y un amante de la buena mesa—. Era una lograda e impactante recreación de bienvenida al visitante —aunque impresionan aún más los cazas y aviones de combate que cuelgan, eso sí, bien sujetos, sobre las cabezas de aquellos que se acercan al Imperial War Museum, donde nos da la bienvenida un imponente cañón en el jardín de entrada—, pero lo mejor aún estaba por venir.
Quien esto suscribe tuvo la sensación de viajar en el tiempo durante unas horas y formar parte de aquella «liga extraordinaria» de hombres, a cuál más singular y metódico, que luchaban con denuedo y casi hasta la extenuación, hora tras hora y día tras día, con parte de sus noches, para doblegar al régimen asesino de la esvástica.
Unos pasos más adelante, tras observar un acceso en el suelo donde se encontraba el refugio antiaéreo —un túnel dentro del túnel, más claustrofóbico todavía— se accede a una pequeña exposición —previa a una exhaustiva muestra dedicada exclusivamente a la figura de Winston Churchill—, y justo accediendo a dicha sala, a mano derecha, se encuentra el denominado «Cuarto del Teléfono», una de las habitaciones más importantes del complejo subterráneo. Allí, el primer ministro, armado siempre con su puro y su taza de té —o una copa de buen coñac, el jefe es el jefe—, tenía línea directa transatlántica con su homólogo norteamericano, el presidente de Estados Unidos Franklin Delano Roosevelt, del que sería gran amigo y un apoyo fundamental en la lucha contra el Eje.
En la Sala del Gabinete, una nota sobre la escribanía utilizada por el primer ministro inglés rezaba: «No existe posibilidad de una derrota», y esa fe inquebrantable en su propio destino y en la de su pueblo fue, a modo casi de revelación, fundamental para aguantar el bloqueo alemán, los bombardeos y finalmente comenzar a avanzar en la derrota del Tercer Reich.
Mientras duró la guerra en Europa, de septiembre de 1939 a mayo de 1945, la conocida como Sala de Mapas o Centro de Planificación, que sirve de punto y final de este sorprendente recorrido, funcionó a pleno rendimiento durante las veinticuatro horas del día y en aquellos enormes y detallados planos colocados sobre las paredes, las banderitas marcaban las variaciones de los frentes de batalla, los avances y los retrocesos de las tropas, etcétera. Puesto que el trabajo en el Gabinete de Guerra, en el corazón financiero de Londres, era vertiginoso y se hacía necesario estar en todo momento comunicado con el exterior, además del teléfono directo de Churchill existían otros múltiples que ofrecían líneas seguras de contacto. Debido a su variedad de colores —y utilidades— eran conocidos por los oficiales con el sugerente nombre de «Coro de Bellezas». Las decisiones tomadas en el interior de aquellas habitaciones secretas, así como en las sedes oficiales de los servicios secretos, fueron, muy probablemente, las que permitieron que se ganara la guerra contra la mortífera máquina hitleriana.
En los distintos departamentos de inteligencia se llevarían a cabo operaciones secretas que contribuirían a inclinar la balanza de la victoria, misiones que analizaremos con detenimiento —al menos algunas de ellas, pues fueron tantas que resultaría imposible recordarlas todas—, pero lo cierto es que las decisiones más trascendentales sobre el devenir de la contienda, la ayuda a los grupos de la Resistencia a los países ocupados o, ya hacia la mitad de la guerra, la decisión de realizar una invasión aliada de Europa, fueron tomadas en los sótanos del Whitehall, donde el mundo libre —al menos tan libre como lo permitían las democracias capitalistas— pendía de un hilo, y un teletipo con noticias nefastas podía minar la moral de todo un pueblo.
De ahí al armisticio forzoso había sólo un paso. No darlo era la auténtica determinación del Premier, que trabajaba hasta altas horas de la madrugada revisando informes, dando el visto bueno a operaciones clandestinas o consultando manuales de contrainteligencia, pues fue un apasionado del espionaje, arte que ayudó, y mucho, a combatir al enemigo.
Desde sus primeros años en los cuadros militares, Winston Churchill había prestado una gran atención al espionaje. Éste había extraído una lección del fracaso de la campaña de Noruega, que le costó el puesto a su antecesor en el cargo, Neville Chamberlain, y una de sus primeras medidas como primer ministro fue precisamente asegurarse de que lo mantuvieran informado personalmente de todas las novedades relacionadas con los servicios de inteligencia. Leía sumarios y valoraciones con detenimiento y exigía examinar directamente los mensajes más importantes descifrados a los alemanes.
Según el historiador británico Andrew Roberts,* casi todos los días, C**, nombre en clave del director del servicio de inteligencia, enviaba a Downing Street una caja color beige que contenía una selección de los asuntos de mayor relevancia relacionados con el espionaje en tiempos de guerra. Los informes que contenía, llamados, como ya hemos dicho, Ultra —por ultrasecret—, se debían en última instancia al éxito de la Resistencia polaca y a los especialistas que trabajaban con ahínco en las secciones de criptografía en la campiña inglesa, que lograron descifrar el código secreto de la Wehrmacht, otro paso fundamental para ganar la batalla al nazismo.
Personalmente, Churchill se aseguró de que sólo 31 personas supieran que los aliados habían descubierto el código de Enigma, un grupo al que se le dio el nombre en clave de Bonifacio para hacer creer a los alemanes que se trataba de un único agente secreto de gran relevancia. A tal punto llegó el secretismo impulsado por el primer ministro inglés que parece que ni siquiera Hugh Dalton fue notificado sobre los informes Ultra. Dalton era el director del Departamento de Operaciones Especiales, personaje de gran calado al que el propio primer ministro había llegado a ordenar sin contemplaciones: «¡Prende fuego a Europa!».
Churchill tenía una mente abierta a iniciativas muy poco convencionales, por ello no debe extrañarnos que también recurriera a la contratación de astrólogos, ilusionistas y al consejo de místicos para llevar a cabo su guerra contra Hitler. Siempre le habían fascinado los agentes secretos, el espionaje y los códigos indescifrables. Desde los tiempos en que desarrolló tareas de informador para el Ministerio de Asuntos Exteriores, actuando casi como espía, primero como suboficial en la India, después como corresponsal en la guerra de Cuba y más tarde en la guerra de los bóers, Churchill se cuidó mucho de impulsar sus relaciones con la inteligencia británica, un paso fundamental para alcanzar el primer puesto en el escalafón político décadas después.
En 1909, el futuro Premier desempeñó un papel fundamental en la creación del MI5 y a comienzos de la primera guerra mundial, preparó los estatutos para el servicio de descodificación del Almirantazgo, que llevaba el nombre en clave de «Sala 40». Todo ello sería una magnífica escuela de aprendizaje para su labor como primer ministro y su ataque a la Alemania nazi, dominando un campo fundamental para la resolución del conflicto. Era ya un experto en operaciones clandestinas cuando utilizó hábilmente el servicio secreto durante la guerra civil rusa, en la guerra submarina durante la Gran Guerra, e incluso durante la huelga general de 1926.
Es más, incluso en los tiempos en los que permaneció marginado de la política, tras la victoria aliada, sus estrechos vínculos con la inteligencia británica le permitieron mantener una red privada de espionaje que le resultó muy útil. En los años en que Stanley Baldwin era primer ministro y la posición de Gran Bretaña era la de mantener una paz a toda costa con la Alemania de Hitler, el oficial del Foreign Office Ralph Wigram filtraría documentos de alto secreto a Churchill, en su retiro en Chartwell; información privilegiada que le permitiría escalar posiciones políticas y advertir del serio peligro de rearme que estaba llevando a cabo el Tercer Reich ya en 1937. Su influencia llegó al punto de que, durante la guerra, por medio de un agente secreto y diplomático de nombre Alan Hugh Hillgarth, llegó a sobornar con éxito a varios generales del ejército franquista a fin de garantizar la neutralidad española en el conflicto, pues su entrada en la guerra a favor del Eje habría complicado mucho las cosas.
En una ocasión, Churchill llegaría a decir que «en tiempos de guerra la verdad es tan valiosa que siempre debe protegerse con un escudo de mentiras»; esas mentiras minuciosamente orquestadas se realizarían a través del PWE o Political Warfare Executive —Mando de Guerra Política—, muchos de cuyos papeles clasificados fueron descubiertos hace apenas unos años en una vivienda de Cambridgeshire, olvidados por el tiempo. Dichos papeles, recuperados por el historiador Andrew Roberts, pertenecían a David Garnett, exdirector del Departamento de Formación del PWE —cuerpo clandestino responsable de la creación de propaganda blanca y negra—, quien en 1945 recibió de parte del entonces secretario de Exteriores inglés, Ernest Bevin, el encargo de escribir una historia secreta de la contribución del organismo al esfuerzo de guerra, todo ello en el marco del espionaje, que volvía a renacer en plena guerra fría.
Mucha de la correspondencia que Garnett intercambió con altos oficiales del Mando de Guerra no se incluyó en su dosier debido a que el código de omertá de dicho departamento (al igual que sus filiales como el MI5, el MI6, Bletchley Park o el SOE) era tan estricto que para muchos de sus oficiales el deber de guardar silencio respecto a sus actividades no terminó con el final de la segunda guerra mundial. Otra conflagración se avecinaba en el horizonte, aunque fuera una no declarada y no librada en los campos de batalla, al menos en el territorio de los dos principales países enfrentados. Los comunistas, aliados frente al nazismo, sustituirían ahora a los seguidores de Hitler como máxima amenaza para el Occidente «libre».
La gran mayoría de las operaciones clandestinas e incluso los organismos que funcionaron tras las líneas durante la segunda guerra mundial, principalmente en Inglaterra, no fueron conocidas hasta bien entrados los años setenta, en virtud del Acta de Secretos Oficiales que hubieron de firmar todos aquellos que trabajaban para los servicios de inteligencia. La llegada de la guerra fría nada más terminar el conflicto hizo que dichos archivos se blindasen y muchos de los movimientos estratégicos que llevaron a cabo los aliados cuando el Tercer Reich ya estaba cercado en Berlín, incluido el saqueo de los archivos nacionalsocialistas y del Estado Mayor alemán —OKW— o el reclutamiento de los mejores científicos alemanes, permanecieron en la trastienda de la historia hasta tiempos recientes.
La Unión Soviética blindó todavía más su información sobre lucha clandestina e inteligencia, una guerra subversiva que, en el caso de grupos como la Orquesta Roja, se había iniciado precisamente para luchar contra los británicos cuando el pacto germano-soviético de 1939 hizo creer a Stalin que su mayor enemigo era precisamente el imperio de Su Majestad, olvidando que su entonces aliado Adolf Hitler soñaba desde sus primeros años al frente del Partido Nazi con la conquista del este y la aniquilación de eslavos y bolcheviques.
Ya hablaremos de eso llegado su momento, y del delicado tira y afloja entre Moscú y Berlín, que mientras intercambiaban información y materias primas, estaban gestando una lucha a vida o muerte. En el caso de Alemania y su información clasificada fue distinto. Al perder la guerra, y durante los juicios sumarísimos de Núremberg, salieron a la luz muchos de los entramados de inteligencia alemanes, así como operaciones secretas, torturas, crímenes indescriptibles en los campos de concentración… Muchos archivos y expedientes se perdieron, a causa del implacable bombardeo aliado sobre las ciudades germanas; además, las altas instancias nazis ordenaron a los oficiales que destruyeran los comprometedores archivos del Tercer Reich. Sin embargo, en la mayor parte de los casos estas destrucciones no se llevaron a cabo, debido a la incertidumbre y al acecho enemigo, lo que constituyó un filón documental para historiadores y periodistas las décadas subsiguientes.
Otros, por desgracia, se perdieron para siempre, y los más fueron, insisto, ocultados durante décadas por los soviéticos, que se hicieron con los archivos de la Alemania Oriental y también —aunque con más relajación— por los aliados norteamericanos y británicos, que tampoco querían facilitar el trabajo a sus nuevos enemigos. Muchas de las acciones relacionadas con el espionaje, la propaganda negra o la guerra sucia que utilizaron contra Hitler serían vitales en el complejo teatro de intereses creados que se planteaba sobre Europa.
Uno de los organismos principales de la «guerra secreta» que utilizaría Churchill para neutralizar a los nazis, tampoco fue dado a conocer a la opinión pública hasta los años setenta del siglo pasado. Pero ni siquiera entonces salió toda la información a la luz. Tan sólo en los últimos años parece que podemos entreverar todos los datos para recrear de forma bastante fidedigna lo que sucedió en aquellos momentos de extrema gravedad. El futuro de la humanidad dependía de ello. Libros como The Secret History of SOE, de William Mackenzie o Secret Agent, de David Stafford, entre otros, han contribuido a dar sentido a esta «guerra secreta» de capital importancia.
Es más, sin la ayuda de esta lucha clandestina probablemente el Día de la Victoria se habría celebrado entre vítores a los mandamases nazis, gritos multitudinarios de «Heil, Hitler!» y esvásticas a modo de souvenires para el gran desfile sobre Germania, la capital del Reich de los Mil Años con la que soñaba el dictador. Por suerte, aquella batalla en la sombra se llevó a cabo y surtió su efecto para aplastar al dominio feroz de los alemanes en Europa.
Era julio de 1940 cuando nacía la Ejecutiva —dirección o grupo— de Operaciones Especiales —Special Operations Executive, SOE por sus siglas en inglés—, que acabaría conociéndose como el «ejército secreto de Churchill».* El sofocante calor azotaba Europa, pero no eran las altas temperaturas lo que preocupaba, era la guerra relámpago de Adolf Hitler la que tenía atenazados los corazones de millones de hombres. Acababan de cumplirse diez meses desde que Inglaterra, en nombre de Su Majestad, declarase la guerra a la Alemania nazi. La Wehrmacht había conquistado Polonia, Dinamarca, Noruega, Holanda, Bélgica, Luxemburgo y el país que apenas unos meses antes parecía imposible que claudicase, Francia, estaba siendo asediado por el avance de los tanques Panzer. Su caída era inminente. Los ejércitos del antiguo cabo exaltado no tardarían en desfilar por los Campos Elíseos y el mismo Führer viajaría a París para inmortalizar su oscura efigie junto a la de Albert Speer, arquitecto favorito y ahora ministro de Guerra, con la Torre Eiffel al fondo. Una estampa que pocos se habrían atrevido a predecir, y si alguno lo hizo, como parece que indicaba la carta astral trazada por la astróloga Elizabeth Ebertin al dictador alemán en una fecha tan temprana como 1923 y algo después los supuestos vaticinios de Erik Jan Hanussen,** pocos le prestaron atención lejos de la propaganda del partido, dirigida con máxima eficacia por Joseph Goebbels y atenta a todo lo que pudiera favorecer la causa nacionalsocialista.
La posibilidad de una invasión de las islas ganaba posiciones y había que estar alerta. La operación León Marino (Sealöwe) sin duda ya era conocida por la inteligencia británica, que espiaba cada paso de su enemigo, y había que fortalecer fuera como fuese las defensas.
Ciento treinta años antes de este delicado momento, Gran Bretaña ya se había visto en una situación parecida: las tropas de Napoleón dominaban Europa y se proyectaba un desembarco en las orillas del Támesis, como otrora el rey español Felipe II había soñado con su no tan invencible Armada contra Isabel I. En su lucha contra el Gran Corso, los ingleses concibieron un plan estratégico: la única forma de vencer al ejército regular en Europa era con acciones de combatientes irregulares. Para fortalecerlos, como harían durante la segunda guerra mundial con los grupos de la Resistencia, suministraron a estos combatientes oro, armas y soldados que los apoyasen. La mitad del ejército galo había caído en la trampa y sería España el principal escenario en el que se llevarían a cabo las llamadas «guerras de guerrillas», que utilizaban las emboscadas, el sabotaje y los atentados contra el invasor. Antes de que Rusia fuera la tumba del poderoso ejército napoleónico, España había sido un cementerio para los franceses. En plena segunda guerra mundial, los hombres responsables del Estado Mayor, con Churchill a la cabeza, hicieron uso de la memoria histórica y pasaron a emplear unos medios parecidos, acompañados de las ventajas que permitían los avances técnicos en el campo bélico; eso sí, unos avances de los que también disfrutaban, en algunos casos incluso aventajándolos, sus enemigos del Eje.
Aunque la rígida moral británica no era muy partidaria de la guerra subversiva —de hecho, habría numerosas voces discordantes respecto a utilizarla incluso contra un adversario tan letal e inmisericorde como los nazis—, el propio Winston Churchill era partidario de la llamada «guerra irregular», que había conocido de primera mano como corresponsal en la guerra de los bóers.
La sangría de la segunda guerra mundial sería más larga de lo previsto por los alemanes. Habían llevado al mundo libre —o al menos todo lo libre que permitían las democracias de entonces— al abismo, pero pronto caerían ellos mismos en él, perdiendo la batalla.
Sin las operaciones que recogeré a lo largo de estas páginas —y otras que, por cuestiones de economía narrativa, me es imposible desarrollar extensamente—, la victoria aliada habría sido prácticamente imposible —no todas, ni mucho menos, orquestadas por el SOE, que atesoró también notables fracasos—. Sin los informes secretos obtenidos, las comunicaciones interceptadas en Bletchley Park y una serie de misiones casi suicidas que durante décadas llevarían el marchamo de alto secreto, no habrían sido tan efectivos los movimientos en el frente, por no decir imposibles en algunos casos, como por ejemplo el despliegue del Día D.
También los servicios secretos nazis, la Abwehr y el SD, obtuvieron algunos triunfos, pero en el campo de la inteligencia los aliados fueron un paso por delante y eso sin duda contribuyó a su victoria.
Regresando a 1940, tras el desastre de Dunkerque, durante el que Churchill vio cómo en las playas galas se había perdido gran parte del despliegue militar inglés, se dio cuenta de que una guerra a la manera tradicional (algo que exigían muchos de los altos mandos militares británicos, garantes del honor y la moral patrias) se perdería. Recordaron que cincuenta mil guerrilleros habían derrotado al poderoso e instruido ejército galo en la península Ibérica. Las emboscadas y la guerra de guerrillas, sus métodos clandestinos, que expulsaron al francés de España, servirían ahora para desestabilizar al OKW y frenar el avance alemán.
Churchill reunió un consejo de guerra extraordinario formado por los jefes del Estado Mayor. Entonces les preguntó qué posibilidades tenía Inglaterra de ganar sola la guerra. La conclusión quedó recogida en un acta secreta que hace unos años vio la luz, y fue la siguiente: «Exceptuando los bombardeos, el método que podría seguir el hundimiento de Alemania sería fomentar las revueltas en los territorios ocupados. Los países ocupados deben constituir un terreno apropiado para las operaciones subversivas cuando la situación económica empiece a degradarse. En las circunstancias actuales, consideramos esta forma de acción como de la mayor importancia». Fue el origen del organismo citado.
En los primeros días de julio el gabinete se reunió de nuevo para elaborar el proyecto de un organismo dedicado a coordinar las acciones de subversión y sabotaje en el continente. Sería el primer ministro saliente, Neville Chamberlain, quien firmase el decreto de constitución de esa nueva organización, la Ejecutiva de Operaciones Especiales. Fue su último legado. Acusado de debilidad por su política de apaciguamiento, que, aunque bienintencionada, dio alas a las ambiciones conquistadoras de Hitler en Europa, moría el 9 de noviembre de ese mismo año de cáncer, sin descubrir nunca hasta dónde llegaría el terror de aquella guerra. El nuevo organismo, utilizando la «guerra sucia», se encargaría de vengar los execrables crímenes de los ejércitos de Hitler en operaciones encubiertas.
Winston Churchill jamás dudaría a la hora de combatir el nazismo, ni siquiera cuando el pueblo inglés estaba siendo duramente castigado, con cientos de muertos noche tras noche. Ninguno de los intentos de su gran antagonista, Adolf Hitler, por obtener una paz por separado con Gran Bretaña para tener las manos libres en su expansión en el este daría sus frutos. El Führer había chocado con una roca. De hecho, célebre sería la frase ya citada que el Premier le dijo a los dirigentes del SOE antes de ponerse en marcha: «¡Prended fuego a Europa!».
Casi en el instante en el que se creó el nuevo organismo, surgieron las desavenencias; en este caso, el Departamento de Guerra y el SIS reivindicaban al mismo como una rama de la inteligencia militar, mientras que Hugh Dalton, a la sazón ministro de la Guerra Económica, se hizo con el control con la connivencia de Churchill. Redactó un informe en el que, contrario a las reivindicaciones del Departamento de Guerra y el SIS, señalaba que la misión del nuevo organismo sería: «Organizar sabotajes y la subversión en Europa, tarea que concierne a los sindicalistas y a los socialistas. Será necesario crear “quintas columnas”, hacer saltar todo por los aires, suscitar el caos y la revolución. Debemos utilizar métodos diversos, comprendidos el sabotaje industrial y militar, la agitación y las huelgas en los medios obreros, una propaganda continua, actos terroristas contra los dirigentes alemanes y sus colaboradores, boicots y revueltas».
Dalton, ministro de Guerra Económica, dispondría de su propio servicio de información, dirigido por un amigo personal del Premier, el mayor Norton, según decretó el 10 de julio de 1940 el propio Churchill. Éste, profundamente conservador, confundió a la mayoría de los miembros del Estado Mayor inglés con el nombramiento de Dalton para el cargo, ya que Hugh pertenecía al ala izquierda del partido laborista y era un abierto adversario de la monarquía y de la clase dirigente británica, cuyos privilegios detestaba.
Sin embargo, era un excelente propagandista, y el SOE no necesitaba de soldados al uso, sino de agentes dispuestos a hacer cualquier cosa, por amoral que ésta pudiera parecer. No obstante, el organismo sufriría frecuentes cambios en la dirección y apenas un año después, en 1942, Hugh Dalton sería reemplazado al frente del Ministerio de Guerra Económica por un adversario político al que despreciaba: Roundell Palmer, tercer conde de Selborne, banquero y conservador de derechas.
Al frente del SIS se hallaba sir Claude Dansey* y, precisamente por consejo de éste, se nombró para la dirección del SOE a sir Frank Nelson, antiguo oficial de Indias con gran experiencia en labores de inteligencia, aunque no duraría mucho en su cargo: se retiró en 1942 debido a su delicada salud.
El director adjunto de Nelson sería un amigo personal de Winston Churchill, Charles Hambro, una de las pocas personas no reclutadas dentro del ámbito militar: era director de una banca de negocios. No obstante, los cargos serían varias veces desplazados durante la guerra, salvo el de John Vermer, que permanecía en el mismo puesto: como buen contable, gestionaba las finanzas del organismo.
El cuartel general del SOE ocupó varios edificios durante la contienda: en un comienzo su cuartel general se encontraba en el hotel Saint Ermin, en Caxton Street, en Londres. Más adelante, su expansión y ramificaciones, que contarían con numeroso personal, requirieron de locales más espaciosos para sus actividades, así que en otoño de 1940, gracias a un grupo de altos financieros que pretendían colaborar con la causa bélica, pusieron a su disposición un inmueble que ocupaba los números 62 y 64 de Baker Street, la calle londinense que alcanzó celebridad por ser el lugar elegido por el escritor sir Arthur Conan Doyle como residencia del personaje que lo hizo inmortal: Sherlock Holmes.
Hoy en día puede visitarse el museo del eficiente detective ficticio, muy cerca de una tienda dedicada en exclusiva al merchandising de The Beatles y el Museo de Cera, pero precisamente en los números 62-64 puede verse una placa que identifica aquel lugar como sede del SOE durante la guerra. Eso hoy, claro, porque en su día todos sus integrantes debían firmar el Official Secrets Act (Acta de Secretos Oficiales), que les prohibía siquiera citar el nombre del organismo. Es por lo que sus agentes decidieron llamarlo The Racket.
Pronto el edificio fue utilizado por la llamada Sección F, controlada por el mayor Maurice Buckmaster y el cuartel general del SOE se trasladó al número 84 de la misma calle, en un inmueble propiedad de los grandes almacenes Marks & Spencer, que también contribuyeron al esfuerzo de guerra. Para entrar en él había que acceder por una estrecha calle paralela. Ninguna señal exterior indicaba que era la sede de un organismo oficial (algo lógico teniendo en cuenta las actividades clandestinas a las que se dedicaba).
Otras secciones del SOE se instalaron en un viejo edificio colindante algo siniestro, conocido como Norgeby House, en el número 83. A la entrada de éste sí figuraba una pequeña placa negra que rezaba: «Inter Services Research Office», aunque pasaba prácticamente desapercibida.
Al igual que para entrar en el MI5 o en el SIS, eran más importantes las recomendaciones de otros miembros (no debemos olvidar el fuerte elitismo de aquel hermético círculo británico) que las habilidades que alguien pudiera tener: así, el Estado Mayor y los servicios burocráticos se reclutaban casi sin excepción entre los militares británicos, salvo las secciones polaca, checa y holandesa, que estaban constituidas por oficiales de dichos países.
Para dotar al nuevo organismo de un Estado Mayor y de sus primeros medios para actuar, Churchill decidió reunir bajo el mismo mando al MIR (Military Intelligence Research) y la Sección D, que hasta entonces había pertenecido al SIS, que a su vez, según recoge Richard Deacon en su Historia del Servicio Secreto Británico, estaría formada por dos subsecciones. El SO1, con sede en Elektra House, por lo que se le conocía como el Departamento EH, creado por el Foreign Office como un organismo de propaganda en la misma sede donde en los años treinta se hallaban las oficinas administrativas de la Imperial & International Communications, que en 1934 se convertiría en la empresa Cable & Wireless Limited. Originalmente se situaba en el 84 de Moorgate.
El Departamento EH (SO1) se encargaría de la creación de la propaganda negra, de gran relevancia a la hora de combatir al enemigo, mientras que el SO2 se ocuparía de las operaciones de sabotaje. El coronel F. T. Davies, que pasó a la ex-Sección D, se encargaría de la formación de nuevos agentes, mientras el mayor Taylor organizaría las primeras secciones extranjeras, coordinando las operaciones especiales.
El capitán Ernest Bickham Sweet-Escott dirigiría las secciones de los Balcanes y Oriente Medio para después encargarse de las de Europa Occidental. A petición de los polacos y los checos refugiados en Inglaterra, el coronel Colin Gubbins, procedente del MIR, se encargaría a su vez de las secciones de Europa Oriental, aunque a finales de noviembre de ese año se convertiría en director de operaciones; bajo su control se encontraban todas las secciones extranjeras, que no tardarían en ser conocidas como country sections, que cubrían un amplio territorio de los países ocupados. Aquel ejército en la sombra acabaría siendo conocido como «los irregulares de Baker Street», en alusión de nuevo a Conan Doyle y al grupo de pequeños espías que aparecen en la novela Estudio en Escarlata.
Como he apuntado anteriormente, hubo varios desencuentros entre los servicios secretos: la fusión del MIR y la sección D con el SOE provocó la hostilidad del Departamento de Guerra y el SIS, lo que generó que el nuevo organismo tardara en funcionar con normalidad debido a no contar con todos los medios necesarios para ello, de los que debía proveerle el Departamento de Guerra.
Tampoco el SIS, bajo el mando del coronel sir Stewart Menzies, estaba muy de acuerdo con compartir sus misiones con el SOE de Dalton, montando operaciones sin coordinación con éste, lo que generaría un conflicto de intereses y más de un desastre; por ejemplo, en Francia, en relación con el caso de Henri Déricourt, conocido como el Triple Agente francés.
La principal misión del SOE sería ayudar a los grupos de la Resistencia y a los gobiernos en el exilio contra los nazis. Para ello, no obstante, necesitaba de los servicios secretos de diferentes gobiernos de los países ocupados exiliados en Londres, que aceptaron el ofrecimiento del organismo, salvo el carismático y orgulloso general De Gaulle, que rehusó la cooperación entre el SOE y el SR, el Servicio Secreto de la Francia Libre, bajo el mando del capitán André Dewavrin, que, sin embargo, sí colaboraría con el SIS. Será precisamente este personaje, más tarde conocido como coronel Passy, quien señalaría que la formación de un agente requería tiempo —aludiendo a los fallos en la colaboración con el SIS— y que además se necesitaba todavía más tiempo para que un agente, por experimentado que fuera, reuniese el grueso de información y los secretos requeridos por Londres.
Sería también Passy quien sugeriría un método de espionaje revolucionario: el sistema de la red, que ya estaba siendo utilizado por los soviéticos y también sería adoptado por el Comité XX y algunos de sus agentes estrella: Garbo y Popov.
El sistema de red consistía en que los agentes, más allá de limitarse a la labor de espiar, debían dar prioridad al reclutamiento de informadores que podían contestar los cuestionarios de los servicios de inteligencia sin arriesgarse: oficiales de Marina, funcionarios de ferrocarriles, obreros… Ellos serían los encargados de informar sobre el horario de los trenes, de la cantidad de buques y submarinos en acción en un determinado puerto, de las posiciones de las baterías antiaéreas, etcétera. Por ello, había una cantidad de dinero indefinida, aunque seguramente abultada, para sobornos. Aquella guerra «sucia» y secreta brindaría grandes éxitos a los aliados frente a los planes hitlerianos de conquista.
Con la guerra relámpago de Hitler fueron muchos los hombres y mujeres de los países ocupados que llegaron a Londres y se ofrecieron para convertirse en agentes que contribuyeran a liberar su patria de las poderosas garras del águila imperial del Tercer Reich.
Los agentes de los países ocupados por las fuerzas nazis (como Polonia, Checoslovaquia, Francia o Noruega) eran reclutados por medio de la Royal Victorian Patriotic School, reconvertida durante la guerra en campo de tránsito de los extranjeros que llegaran a Londres o a otras ciudades inglesas. Precisamente en este edificio, que se utilizaría en la guerra de Crimea como orfanato para las niñas sin hogar, sería en la segunda guerra mundial el lugar en el que varios miembros del MI5 trabajarían como «cazadores de espías», resultando de sus pesquisas la detención de al menos ocho agentes extranjeros.
Este centro era supervisado por el director del servicio de seguridad del SOE. Los hombres a su cargo debían, como digo, descubrir a los impostores y espías enemigos, pero también reclutar a posibles candidatos. Los espías enemigos, si eran desenmascarados, se enviaban al conocido como Camp 020, donde, como podrá comprobar el lector más adelante, se les intentaba «volver del revés» a través del sistema de la Doble Cruz, pasando así a convertirse en agentes dobles para no acabar con una soga al cuello en el patíbulo condenados por espionaje.
Contar de forma exhaustiva el funcionamiento del SOE y sus numerosas ramificaciones: secciones, subsecciones, altos funcionarios, misiones, competencias, etcétera, requeriría de un libro entero dedicado al asunto.* Éste no es el caso, así que narraré de la forma más breve posible sus matices más fascinantes y su finalidad en el marco de este trabajo.
Aquel que era considerado apto, si aceptaba engrosar las filas del SOE, debía acto seguido firmar la ya citada Acta de Secretos Oficiales e ingresaba en el centro de instrucción y entrenamiento de la Ejecutiva de Operaciones Especiales, que se encontraba en Norgeby House, dirigida por el curtido John Skinner Belge Wilson, expolicía que había formado parte de las filas del SIS, amigo íntimo de Robert Baden-Powell, fundador del Movimiento Scout Internacional y responsable de varios movimientos scout entre países. Powell sería célebre por comandar a partir de enero de 1942 la rama escandinava del SOE, participando también en el Comité de Colaboración Anglo-Noruego (Anglo-Norwegian Collaboration Committee).
Las escuelas especiales de entrenamiento (STS por sus siglas en inglés: special training schools) estaban divididas en cuatro categorías:
—Escuelas preliminares (preliminary schools). Estaban dirigidas por el coronel Roger de Weslow.
Uno de los principales objetivos de las preliminary schools consistía en descartar a los aspirantes menos aptos para el servicio. Se encontraban en mansiones diseminadas por el sur del país y en las Midlands. Por citar alguna destacada, Wanborough Manor acogía sobre todo las escuelas preliminares de la Sección F (Francia) en una casa señorial en la campiña británica. El edificio principal constaba de varios anexos, una enorme granja e incluso una capilla de piedra. Todos los aspirantes estaban bajo las órdenes de un oficial de los servicios secretos británicos retirado de las operaciones y encargado de supervisar su formación, guiar su proceso y orientarlos más tarde.
Los entrenamientos empezaban al despuntar el alba. Los aspirantes a agentes del SOE, muchos de ellos en mala forma física, debían moldear sus cuerpos con diversos ejercicios físicos: correr, solos o en grupo, alineados, en fila, en formación; reptar por el suelo (entre el barro y atravesando matorrales de zarzas); zambullirse en arroyos helados; subir por maromas hasta que les ardían las manos; y practicar boxeo, lucha libre o combate sin defensas utilizando armas reales. Los más débiles fracasaban, el resto pasaba a la siguiente fase.
En estas escuelas, los alumnos eran agrupados según su nacionalidad, disponiendo cada Country Section de una escuela para salvar las barreras del idioma. Durante cuatro semanas los nuevos agentes eran sometidos a distintos test en los que un oficial instructor valoraba su carácter, capacidad física y aptitudes para después desempeñar una u otra actividad.
—Escuelas de endurecimiento o roughening schools, situadas en las cercanías de Lochailort, en Arisaig House. Aquí, a diferencia de las anteriores, los candidatos a convertirse en agentes del SOE eran mezclados sin que importara su nacionalidad. Estaban controladas por el teniente coronel Pat Anderson y el comandante James Young, y se instruía en el tiro al blanco y el manejo de armas blancas —adiestrándolos para matar en silencio con o sin puñal—, una formación inspirada en el entrenamiento de comandos. Los aspirantes eran expuestos a un complejo sistema de señales luminosas, espejos y maniquíes situados en una casa abandonada, donde debían realizar su entrenamiento en tiro de combate, evitando en lo posible ser derribados por los enemigos de cartón piedra. La formación de combate se realizaba principalmente caída la noche, en el campo, donde aprendían técnicas de emboscada, cómo infiltrarse entre el enemigo y el manejo de explosivos, todo ello aderezado con un duro entrenamiento físico diario que pretendía poner en forma a los futuros soldados clandestinos.
—Escuela de salto (jump school). Pasaban a ésta en tercer lugar para ser adiestrados en el salto en paracaídas. Estaba dirigida por el jefe de vuelo de la RAF Maurice Newnham y se encontraba en Ringway, junto al aeródromo del centro de tropas aerotransportadas. La escuela se hallaba en las cercanías del lago Rostherne, lo que permitía realizar saltos acuáticos, que se llevaban a cabo desde un globo cautivo o desde un avión en distintas modalidades. Un adiestramiento duro que, una vez superado, permitía a los aspirantes pasar al siguiente escalón.
—Escuelas de especialidades (special finishing school). Quien había superado todo el adiestramiento, finalmente acudía a éstas, instaladas cerca de Beaulieu, en New Forest. Estaban dirigidas por el coronel Frank Spooner y, a diferencia de las anteriores, fuertemente custodiadas y rodeadas de un gran secretismo para evitar filtraciones al enemigo. Un oficial tutor se encargaba de cada futuro agente con un adiestramiento totalmente individual. Aprendían a hallar un refugio —cuando se encontrasen en territorio ocupado sería indispensable poder valerse por sí mismos. Aunque podrían tener ayuda de los grupos de la Resistencia, la mayoría estarían completamente solos—, a organizar enlaces con otros grupos y células, a despistar al enemigo, a utilizar claves cifradas y tinta invisible —o simpática— y a falsificar documentos. Con estos elementos nos encontraremos en numerosas ocasiones a lo largo del relato por ser utilizados tanto por los agentes más humildes como por los grandes espías como Garbo, ZigZag o Cicerón, por citar sólo unos pocos.
Además, aprendían a utilizar los denominados «buzones» —lugar donde dejar, con seguridad, documentos de alto secreto e información vital del enemigo—, a realizar contactos sin peligro y a prevenir los registros de la policía —un curso que era impartido precisamente por agentes de dicho cuerpo—, así como a superar los interrogatorios. Para ello, como veremos más detenidamente en el capítulo dedicado a Eddie Chapman, eran sometidos a sesiones muy realistas en las que sus avezados interrogadores incluso vestían uniforme alemán y en las que se llegaban a utilizar medidas extremas que rozaban la tortura. Era necesario que los agentes que iban a ser enviados al extranjero superasen las pruebas y no delatasen a otros espías, desmantelando así las redes de inteligencia. Como figuraba en las directrices de creación del SOE, todo valía en la guerra subversiva, y esas técnicas también eran utilizadas por el enemigo, un enemigo implacable al servicio de la cruz gamada.
Los aspirantes también debían aprender a identificar documentos y a utilizarlos correctamente, así como las diferentes cartillas de racionamiento. De ello dependía su tapadera. Una serie de expertos los adiestraban dependiendo del país ocupado al que fueran a ser destinados: Noruega, Checoslovaquia, Francia, Polonia…
La División de Operaciones Especiales se creó principalmente para llevar a cabo acciones de sabotaje en el Viejo Continente, y precisamente éste sería el último paso que debían llevar a cabo los agentes en su adiestramiento. Su última parada era el centro conocido como Station Seventeen, levantada en el condado de Hatfield, una escuela de sabotaje que disponía de un laboratorio y una oficina de análisis de materiales especiales —explosivos, armas, plásticos…— al mando del teniente coronel George T. Rheam.
Durante un período de entre tres y cinco días éstos eran sometidos a una prueba especial: les daban un objetivo que sabotear, que podía ser una instalación marítima, una central eléctrica o una fábrica de armamento. Este ejercicio tenía como finalidad comprobar las capacidades y aptitudes del agente. Sus superiores en la Station Seventeen les entregaban un breve dosier que debían memorizar en el menor tiempo posible, les retiraban sus documentos de identidad y pasaportes y no podían llevar consigo más de diez chelines —una forma de ver si eran capaces de desenvolverse en las condiciones más precarias y así demostrar su astucia—. Aquél era el examen definitivo para pasar a engrosar las filas del SOE.
Puesto que muchos no lo conseguían, en un primer momento eran detenidos por las autoridades, que pensaban que se trataba de espías o terroristas, como era lógico. Ante esta posibilidad, se habían aprendido un número de teléfono al que debían llamar para ser automáticamente liberados. Sin embargo, éste era un recurso in extremis, puesto que podía poner en peligro la tapadera de la organización secreta, algo fundamental para defender la integridad de Gran Bretaña.
Una vez que los agentes habían pasado por cada una de las escuelas del SOE, se les encomendaba una misión —esta vez real y, por tanto, mucho más peligrosa—. Mientras esperaban a que partiera su avión o submarino, se los enviaba al centro de partida, conocido como Farewell House, cuyo código era STS-61 y estaba dirigido por el mayor Archibald Rose. Estaba situado en las cercanías de Tempsford, donde se hallaba la base de las escuadrillas Moon *del SOE, a 3,7 kilómetros de Sandy, en Bedfordshire. Allí el agente esperaba a ser enviado al continente mientras seguía perfeccionándose. Antes de cruzar el canal de la Mancha, el agente había recibido de su Country Section los medios para llevar a cabo su misión. Si por ejemplo iba a ser destinado en Francia pero no tenía dicha nacionalidad, era enviado por la Sección F, por ejemplo, a un dentista que operaba en Welbeck House, donde le cambiaban los empastes que pudiera tener por una amalgama francesa. Lo mismo sucedía con la ropa, que debía coincidir con la moda de entonces en el país, o al menos no desentonar. Para ello, debía ser trasladado al Science Museum, reconvertido en almacén de avituallamiento, donde numerosos sastres trabajaban en la confección de prendas, que se copiaban de las originales. También allí podía encontrar maquinillas de afeitar o cepillos de dientes similares a los que se usaban en el país donde debía actuar. Una vez que había escogido un equipo completo de paisano (varias mudas que debían servirle para todo el tiempo que durase su misión secreta), se le «invitaba a tomar té» en casa de una dama de nombre Vivien Thomas, cuyo domicilio se encontraba en el número 57 de Wimpole Street. En realidad, aquella mujer era Vera Atkins, que trabajaba al servicio del MI5 y brindaba al agente informes complementarios de su misión y su nueva identidad. Todo ello debía aprenderlo de memoria, para no dejar rastro alguno a los enemigos.
Varios días después, el agente era llamado de nuevo a Wimpole Street, donde lo recibía su oficial tutor del SOE, que le ordenaba ponerse la ropa adquirida en el Science Museum y dejar todo su dinero y documentación. Entonces se le enviaba de nuevo a Tempsford, de donde partiría hacia el riesgo.
A cada agente se le entregaba, dependiendo de su misión, dinero, equipos de transmisión —si se trataba de los denominados «pianistas», de los que después hablaremos—, comprimidos de bencedrina, dos cápsulas de cianuro potásico —que tan célebre harían los últimos nazis cercados por los aliados— por si la cosa se ponía fea, la nueva documentación, un revólver y una daga.
Normalmente se realizaban saltos programados con diversas organizaciones de la Resistencia que operaban en el Viejo Continente siguiendo las directrices —aunque no siempre— de sus gobiernos en el exilio en Londres, aunque a veces el nuevo agente debía realizar los denominados saltos «a ciegas» —en inglés blind—, en los que no sabía si habría alguien para recibirlo, el tipo de terreno que encontraría ni tenía una idea aproximada de su localización. Estos saltos normalmente se realizaban para misiones de sabotaje o terrorismo, y todavía hoy permanecen rodeados de un gran secreto debido a que los informes sobre las operaciones han sido filtrados con cuentagotas.
En el mes de agosto de 1940, la Royal Air Force —RAF— pondría a disposición de la Ejecutiva de Operaciones Especiales dos pequeños aviones Lysander de tres plazas para su apoyo a las fuerzas de la Resistencia en Europa, y en septiembre del mismo año contarían también con un bombardero Whitley. Un año después, cuando la Resistencia, en medio de una lucha a muerte contra las hordas de Hitler, estaba dispersa desde los Balcanes hasta la Bretaña francesa y se daba el pistoletazo de salida a la invasión de la Unión Soviética, la operación Barbarroja, que truncó los sueños de conquista del Führer, la RAF proporcionó al organismo clandestino un nuevo Lysander, ocho Whitley, un Maryland y dos modelos Halifax.
Para los sabotajes se utilizaban materiales diversos, que iban del explosivo plástico al amonal; detonadores, cebos, mechas de distintos tipos, encendedores, retardos sumergibles —ampollas de ácido que disolvía una tableta que detonaba la carga—, pasta abrasiva y todo lo que uno pueda imaginar. También los artilugios más sorprendentes, desde el lápiz detonador o temporizador, brújulas en miniatura —que podían esconderse en el dobladillo de un pantalón— o llaves con compartimentos secretos, hasta trampas de explosivo plástico camufladas en ratas muertas, uno de los ingenios ideados por los científicos del SOE en 1941 que, sin embargo, apenas llegó a utilizarse.
Para mantener el secreto, un oficial del SOE se hizo pasar por estudiante universitario para obtener ratas «para diseccionar» de un proveedor de Londres. La idea que tenían los especialistas era despellejarlas para posteriormente rellenarlas de explosivos plásticos que después se utilizarían en trenes y bases del enemigo, dejándolas junto al carbón, cerca de las calderas —la idea era que los alemanes encargados de palear el carbón las vieran, las arrojasen instintivamente al fuego y éstas estallaran, causando a su vez una gran explosión debido a las altas presiones de las calderas, causando importantes daños en las infraestructuras enemigas—. Nunca se supo si habrían funcionado, puesto que un contenedor lleno de éstas fue encontrado por los nazis antes de que se utilizaran. Sin embargo, parece ser que el engaño obtuvo un éxito inesperado: los propios nazis fueron responsables de publicitar la «rata explosiva» y extender el miedo entre sus propias tropas de que media Europa estuviera sembrada de estos roedores —para cuya detección se dedicó una gran cantidad de recursos—.
Cuando los agentes no disponían de artefactos explosivos, eran capaces de realizar otro tipo de sabotajes en los que habían sido adiestrados y que podían causar un verdadero quebradero de cabeza a los nazis: por ejemplo, utilizar viruta de hierro pulverizada, que se diseminaba por la ropa del enemigo causándole gran irritación en la piel y que, al no poder limpiarse, obligaba al individuo a desprenderse de la ropa. Se podían introducir hojas secas y harapos deshilachados en los depósitos de combustible de los vehículos, enjabonar las escaleras de los refugios alemanes —algo que, aunque pueda parecer ingenuo, se hacía, y era efectivo—, arrojar granos de alpiste en el aceite de las motocicletas, arena en las cajas de engrase de los vagones e incluso, si existía la posibilidad de penetrar en un almacén o en una armería, echar sal en las culatas de los fusiles ametralladores, según recoge Dominique Venner en su trabajo Armas de combate. Comandos. Resistencia. Terrorismo.
Camp 020 era el lugar al que eran destinados los espías enemigos capturados por el MI5, con la intención de ser interrogados y, si estaban en condiciones de ser usados, pasar después al sistema de la Doble Cruz. Se trataba del centro secreto de interrogatorios, que aparecerá más veces en este relato. En 1940, ya en guerra, el gobierno de Su Majestad había elegido para emplazar un centro permanente de interrogatorios y de detención de personajes sospechosos de espionaje y agentes subversivos del bando enemigo la sombría y enorme casa victoriana conocida como Latchmere House, que se levantaba cerca de Ham Common, al oeste de Londres.
Durante la primera guerra mundial, Latchmere House había albergado un hospital militar especializado en el tratamiento de soldados aquejados de neurosis de guerra. Según el que sería su comandante a partir de 1939, disponía de «celdas para lunáticos listas para ser utilizadas como prisión». El centro de interrogatorios, aislado de miradas indiscretas como Bletchley Park, sombrío e intimidatorio, rodeado de vallas con alambrada de espino, fue bautizado pues como Camp 020* y por allí debían pasar todos los espías de la Abwehr capturados al pisar suelo inglés.
Existía también un campo de reserva: Camp 020R, que fue utilizado principalmente para la retención a largo plazo de los presos y que estaba controlado por el teniente coronel Robin Ojo de Metal Stephens, así llamado porque siempre lucía un monóculo. Personaje singular al que muchos de sus compañeros consideraban algo enajenado, había nacido en Egipto en 1900, había formado parte de los gurkhas, las tropas nepalíes, y había pasado al servicio de seguridad en 1939, el año en que estalló la segunda guerra mundial. Políglota —hablaba urdu, somalí, árabe, amhárico, francés, alemán e italiano—, era un hombre contradictorio, rabiosamente xenófobo y homófobo, que detestaba también a los «judíos polacos» y a los islandeses —a los que definía como «ignorantes»—, pero que por encima de todo odiaba a los alemanes.
A pesar de su radical forma de ver el mundo, lo cierto es que Stephens, sin dejar de ser un interrogador implacable y eficiente, a diferencia de la Gestapo, no utilizaba la violencia como método para arrancar confesiones, sino una hábil mezcla de intuición con una marcada afición a la psicología de las personas. Macintyre señala que nunca perdía los nervios con un prisionero y «condenaba la utilización de la violencia y de la tortura, que consideraba bárbaras y contraproducentes»; expulsaba de Camp 020 a cualquiera que las utilizara contra los prisioneros.
A pesar de que Stephens rechazaba abiertamente la tortura, en 2012 surgió una noticia que ensombrecía aquella tradición de la no violencia en el interior de las prisiones inglesas. Nueve «jaulas» conformaban la red de Gran Bretaña controlada por la Sección de Interrogatorios —MI19—, dependiente de la Dirección de Inteligencia Militar, según desveló el diario británico The Guardian. El más célebre de estos centros de interrogatorio fue la llamada «jaula de Londres», tres mansiones propiedad de la Corona británica situadas en los números 6, 7 y 8 de Kensington Palace Gardens, siendo sus instalaciones utilizadas para la tortura e interrogatorio de un vasto número de soldados y oficiales alemanes que, según el rotativo londinense, fueron «sometidos sistemáticamente a tratamientos enfermizos».
Por allí pasaron, según se desprende de los miles de documentos almacenados en el Archivo Nacional y en los del Comité Internacional de la Cruz Roja en Ginebra, 3.573 hombres, de los que más de mil fueron presionados para firmar confesiones sobre presuntos crímenes de guerra. Esta prisión estuvo bajo las órdenes del coronel Alexander Scotland, con experiencia en interrogatorios durante la primera guerra mundial.
Con Europa en plena guerra y Londres a punto de ser invadida por los ejércitos nazis, la necesidad de información en inteligencia se convertía en un asunto no de seguridad, sino de supervivencia nacional, y en ocasiones debían realizarse los interrogatorios en el período de tiempo más breve posible; muchas vidas podían depender de ello, lo que no excusa la utilización de la tortura, que, por otro lado, tan bien sabían llevar a cabo los oficiales de la Gestapo alemana.
No hay que olvidar que los agentes de espionaje no estaban protegidos por la convención de Ginebra y, a diferencia de los prisioneros de guerra, podían ser condenados a muerte tras un juicio que no siempre se celebraba. Los superiores de inteligencia ni siquiera debían informar a la Cruz Roja de la existencia del Camp 020, y se sabe que un total de dieciséis agentes al servicio de Hitler fueron condenados a la pena capital, la mayoría ahorcados, aunque uno de los que no pasaron a engrosar el sistema de la Doble Cruz fue fusilado en la Torre de Londres. Precisamente, catorce de aquellas víctimas de la guerra secreta habían llegado al Camp 020, cuyos libros de registro, que se desclasificarían décadas después, muestran que existió un importante debate entre los oficiales allí destinados sobre la utilidad de la pena de muerte.
Aun así, parece que el implacable Ojo de Metal Stephens seguía sin ser partidario del uso de la violencia física —lo que no implicaba que el reo no sufriera un intenso interrogatorio donde sí existía la tortura psicológica—. Stephens solía decir: «La violencia es tabú, porque no sólo produce respuestas para agradar, sino que rebaja la calidad de la información». Y la calidad de la información era muy importante en tiempos de guerra.
El siguiente caso, recogido en el revelador libro Camp 020: MI5 and the Nazis Spies: the Official History of MI5’s Wartime Interrogation Centre, viene a ilustrar cómo se tomaba el oficial una infracción en este sentido. Un agente alemán de nombre en clave Tate llegó a Inglaterra en paracaídas en 1940. Transportado a Camp 020, mantuvo con obstinación que era un refugiado danés y que nada tenía que ver con el Reich hitleriano. Harto de aquella perseverancia, un interrogador externo no acostumbrado a las rígidas reglas de la prisión se sintió exasperado y «siguió a Tate a su celda cuando terminó el primer interrogatorio, y, en flagrante violación de la rígida regla del comandante que decía que no debía emplearse la violencia física en Ham, golpeó al agente en la cabeza. El incidente condujo a la inmediata expulsión [del oficial agresor] del campo».
Aunque se salvó de nuevas torturas, Tate sería sometido a la presión de los interrogatorios intensivos, que incluían la falsa sugestión de hacerle creer que había sido traicionado por un íntimo amigo nazi. Acabó por hacer una confesión completa, llevando a los agentes británicos al lugar en el que había ocultado su transmisor, que se utilizaría, en el marco de las operaciones de decepción, para mandar falsas informaciones al Tercer Reich. En un informe sobre el confidente puede leerse que «la habilidosa dirección de sus actividades e informes no sólo dieron la oportunidad de engañar al enemigo, sino también de alcanzar información adaptada que permitía detectar a otros agentes y la neutralización».
Camp 020 llegaría a albergar hasta a cuatrocientos miembros de las fuerzas de Hitler durante la segunda guerra mundial. Stephens, entregado por completo a desmontar a sus prisioneros y doblegar a los nazis, logró convencer gracias a sus tácticas de interrogatorio a muchos detenidos relevantes para que trabajaran para él y el sistema de la Doble Cruz, llegando a recibir peticiones y consultas del «FBI y la Policía Montada del Noroeste, del Director de Seguridad de la India y la Resistencia de De Gaulle, de los belgas y los holandeses».
Curiosamente, uno de los departamentos del MIR, conocido como MIR(C) y encargado del desarrollo de armas para la guerra irregular —un eufemismo para referirse a las operaciones de sabotaje, una guerra de guerrillas o guerra sucia, como se llama hoy en día—, no fue integrado dentro del SOE, convirtiéndose en un cuerpo independiente bajo el nombre en clave MD1, siglas de Ministry of Defence 1, que sería apodado la tienda de juguetes de Churchill (Churchill’s Toyshop), debido a que el Premier era un entusiasta de los inventos que se desarrollaban en este departamento ultrasecreto.
Hemos visto en muchas películas de espías de aquel tiempo algunos artilugios que todo espectador daba por hecho que eran inventos surgidos de la imaginación de un escritor o un guionista, pero lo cierto es que la tienda de juguetes de Churchill diseñó algunos artefactos sorprendentes nacidos durante innumerables sesiones de brainstorming de sus investigadores.
Aunque muchos de sus diseños no prosperaron y sus resultados no fueron tan efectivos como se esperaba, según apunta el Daily Mail, algunos de ellos llegaron a estar operativos, como el lápiz detonador, que, con la misma forma y tamaño de un lapicero, consistía realmente en un detonador químico que servía como temporizador. También se utilizó en combate la llamada bomba pegajosa, una granada antitanque fabricada con una sustancia que se adhería al blindaje de los tanques de la Wehrmacht cuando era lanzada.
También tuvo mucho éxito la denominada bomba lapa, una mina magnética que se colocaba en los cascos de los barcos, bajo su línea de flotación; artefactos de hasta dos kilos que se encargaban de colocar los llamados torpedos humanos, como se conocía a los buzos encargados de una misión tan arriesgada, a través del entonces imán más poderoso del mundo. Recibía su nombre por el parecido de la bomba con una lapa marina. Utilizando este tipo de tecnología, los británicos hundieron siete barcos japoneses en el puerto de Singapur en 1943.
Por otra parte, el clam (almeja) era una versión en miniatura de la bomba lapa, un pequeño artefacto magnético accionado mediante un detonador de retardo.
Otro de los ingenios de la Churchill’s Toyshop fue el PIAT —Proyector Antitanque de Infantería, en sus siglas en inglés—, un lanzagranadas antitanque portátil que utilizaba la energía de un fuerte muelle comprimido para disparar el proyectil y volverse a amartillar. Sería uno de los más utilizados y se llegaron a fabricar 115.000 unidades.
La bomba Johnnie Walker era un artefacto explosivo que se lanzaba desde un avión y que, cuando caía al agua, volvía a salir a la superficie y a sumergirse, así repetidas veces hasta que golpeaba en la parte inferior del buque enemigo bajo el agua, lo que acababa haciendo estallar la carga de Torpex —explosivo con un 50 % más de potencia por unidad de masa que el TNT—.
Uno de los inventos menos efectivos, casi irrisorios, fue el llamado Panjandrum, una bomba autopropulsada experimental que nunca logró controlar la trayectoria de tiro. Consistía en un cilindro, similar a una carga de profundidad, donde se encontraba la carga explosiva, de hasta 1.800 kilos. En los extremos del cilindro se ubicaban dos ruedas de tres metros de diámetro, en las que se instalaba una serie de cohetes de combustible sólido que permitían su movimiento, capaz de desplazarse sobre el agua.
Evidentemente, los nazis también desarrollaron sus propios «juguetitos», que podían hacer mucho daño en el frente, y en los últimos años de la guerra diseñarían las llamadas «armas milagrosas» (Wunderwaffe). De hecho, también el servicio secreto de las SS tendría su propio departamento técnico para ello.
Armados de estos artilugios, y con la determinación de derrotar a los ejércitos de Hitler, los espías aliados llevarían a cabo un «juego secreto» fundamental en el desarrollo de los acontecimientos futuros.
Ésta era, a grandes rasgos, la estructura de la extensa red de los servicios de inteligencia británicos que llevaron a cabo la lucha clandestina contra Hitler, una batalla encubierta que librarían a su vez los servicios secretos alemanes, la Abwehr, el SD, la Gestapo y otros menores pero también efectivos e implacables en el marco del Reich que darán forma al siguiente capítulo.