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LA HISTORIA DE CATALUÑA HASTA LA UNIÓN DE LAS CORONAS DE ARAGÓN Y CASTILLA

 

 

 

EL SENTIDO DE LA HISTORIA

 

A alguno podrá extrañarle que en un libro que lleva por título ¿Adónde vas, Cataluña? haya un buen número de páginas sobre su historia. Pero estoy seguro de que el lector percibirá que esa atención es del todo indispensable, pues la ignorancia se ha difundido en España, en los últimos tiempos, de modo alarmante; y a diferencia de lo que sucedía en el pasado, al menos en las élites más culturizadas, hoy es fácil encontrarse con personas de alto nivel de ingresos, y se supone que con un cierto nivel educativo, que carecen de las mínimas nociones históricas para realmente saber en qué país viven, cómo se originó en el tiempo, cómo evolucionó, y cuál es, en última instancia, el origen de tantos problemas que no acaban de entenderse, por la supina ignorancia en que hemos caído.

 

 

La ignorancia de casi todo

 

De mis tiempos universitarios, evoco ahora las «pruebas de cultura», como entonces las llamábamos, que se hacían en la Cátedra al principio del curso, a fin de apreciar el estado del conocimiento del alumnado universitario. Y en los últimos tiempos, ni siquiera el 5 por 100 de los que participaban en esos tests sabía hacer una relación de jefes de Estado de España del año 1500 para acá. Una ignorancia que a escala de todo el país y a partir del siglo XVI era grave de por sí, pero que habría sido mucho mayor de haberse seleccionado la historia de una parte de España, por ejemplo, Cataluña: salvo tal vez en las cuatro provincias catalanas, habríamos comprobado una ignorancia casi absoluta, incluso de los hechos más indispensables para tratar de comprender la realidad catalana de hoy en función de los avatares que se produjeron a lo largo de su compleja historia.

Esa superignorancia —como casi todo— tiene su explicación: la historia de España —nos dice Julián Marías— se ha escrito desde el siglo XV como una continuación de la de Castilla, «a la cual se incorpora en cierto momento la Corona de Aragón como un río afluente».1 Algo que los catalanes quisieron remediar desde la Renaixença, sobreviniendo entonces una excesiva polarización de Cataluña sobre sí misma, en aparente excelencia solitaria, cuando no ha estado nunca sola, sino mejor o peor acompañada dentro de la Corona de Aragón primero, y de toda España, después.

Para algunos de los historiadores más exultantes del secesionismo fervoroso y un tanto solipsista, los males de la comunidad que historian dieron comienzo con el acuerdo de matrimonio de Petronila con Ramón Berenguer IV, en 1137. Y desde entonces, aseguran, los catalanes estuvieron manejados y zarandeados; primero por aragoneses y luego por castellanos... Pero sea eso exacto o no, lo que en cualquier caso está claro es que la historia de Cataluña ha sido mal contada en las usuales Historias de España; no siempre por castellanismo, sino también por negligencia, falta de enfoque, vagancia intelectual... y por qué no decirlo, por cierto desdén recíproco en tantos casos. Como también es evidente que en esa historia, y lo veremos en este primer capítulo, lo que pueda haber de fracasos en cuanto a proyectos de futuro —que los hay siempre en toda vida humana, individual o colectiva— no es algo particular de Cataluña, porque en todas partes —incluso en el Imperio británico y Estados Unidos— hay los más sonoros fracasos.

Y dicho todo lo anterior, y no tanto como pliego de descargo, sino a modo de explicación del autor, diré que este primer capítulo, fundamentalmente de historia medieval, tiene su importancia más allá de la que se deriva meramente de un relato más o menos sintetizador de ocho siglos. En cierto modo, por algo que una vez le oí comentar personalmente al historiador Luis García de Valdeavellano, para quien la historia de España tenía su clave en la Edad Media; de modo que si no se entendía ésta, no podía comprenderse nada de lo ocurrido después.

Y haré una segunda apreciación: tal vez este capítulo parezca un tanto evenemencière, que dicen los historiadores franceses, es decir, una narración de eventos consecutivos, de condes, reyes, batallas, enojos y reconciliaciones. Y no puede ser de otra manera, porque la historia medieval procede en gran parte de las crónicas que tienen por protagonistas a los soberanos de aquellos tiempos, con referencias a sucesos a veces magnificados, y con su elenco de figuras centrales que configura el dramatis personae histórico ligado a un entorno no tan fácil de reconfigurar históricamente.

 

 

La geografía también cuenta

 

Y hechas las anteriores observaciones, resulta indispensable entrar en ciertos factores geográficos, a efectos de contribuir a la explicación del particular perfil de Cataluña desde el enfoque de su ubicación, en una esquina del nordeste de la piel de toro —la pell de brau que decía Espriu—, de la península Ibérica: entre los Pirineos, el Mediterráneo, el Ebro y la franja en que tantas concomitancias hay con Aragón. Un espacio bien definido que ha dado a Cataluña mayor proximidad al resto de Europa, al tiempo que le proporcionó alejamiento del centro, con dos particularidades específicas: la divisoria pirenaica, que la separa de Francia, y la ancha ventana al mar que la une al Mare Nostrum.

En efecto, los Pirineos impidieron un proceso histórico, que habría tenido gran interés, de formación de un Estado a ambos lados de esa cadena montañosa, en tiempos en que, al no haber las infraestructuras actuales, constituía un muro si no infranqueable, sí muy potente. Por eso, la posibilidad de un Estado que se extendiese a ambas vertientes del Pirineo resultó siempre de imposible configuración, tanto en las primeras décadas del dominio visigodo como durante la breve presencia de los árabes en ese ámbito territorial. Al igual que les sucedió ulteriormente a los carolingios y a los propios condados catalanes/provenzales. Sin que la Corona de Aragón pudiera consolidarse a caballo de la división montañosa. E incluso podría decirse algo similar de la experiencia de la unión con la Francia de Luis XIII en el siglo XVII y de la que proporcionó la invasión napoleónica del XIX.

Esa posición geográfica, agregando todos los factores que se quiera, produjeron dos hechos en simultaneidad que podrán evaluarse en el iter de este primer capítulo. Por un lado, la tendencia a reforzar el flanco terrestre occidental de Cataluña frente al resto de los otros reinos cristianos peninsulares en la fase de la Reconquista. Como ya se advirtió claramente en la política de Ramón Berenguer IV, verdadero forjador de la Corona de Aragón, para impedir la absorción por parte de una Castilla demográficamente más poderosa.

La otra faceta aludida: la expansión marítima de Cataluña, sobre todo a partir del momento en que una serie de tratados históricos (Cazola y Almizra, fundamentalmente) establecieron una línea de compromiso para no interferirse Aragón y Castilla en lo que iba quedando de reconquista peninsular hacia el sur. Estas circunstancias impulsaron la expansión catalana por el Mediterráneo que se relata en estas páginas. Como igualmente es cierto que a partir de 1453, con la caída de Constantinopla y con un Mare Nostrum ya menos nostrum —infestado de navíos turcos y de piratas berberiscos—, el tráfico y el comercio en el viejo mar entró en declive, en contraste con la pujanza de las navegaciones oceánicas emprendidas por los portugueses hacia la India y por los otros españoles hacia lo que luego se llamarían las Américas, y más allá, al océano Pacífico.

 

 

La persistencia y fin del confederalismo

 

Por lo demás, en el segundo capítulo de este libro, tras haber analizado lo fundamental de la historia medieval, se hace el recorrido por los comienzos de la España moderna, constatándose el propósito catalán de mantenerse en sus propios fueros, sin aceptar un proceso de verdadera integración en la península Ibérica, al contrario de lo que era la tendencia en Francia, Inglaterra y otros países europeos. Y aunque no excluidos, como tantas veces se ha pretendido, de la aventura imperial en las Américas y el Pacífico, el interés de Cataluña siguió polarizándose en el Mediterráneo; hasta 1714, cuando comenzó a advertirse una creciente presencia catalana en todo el espacio peninsular, y también en el amplio mundo de la América española y Filipinas, proceso que culminó en el siglo XIX.

En otras palabras, a partir del XVIII, hubo un mayor encaje de Cataluña en España. Hasta el punto de que la historia económica común a lo largo de los siglos XVIII al XX constituyó, prácticamente —sin que esa tesis se haya subrayado de manera suficiente—, una auténtica «colonización catalana» del mercado español, merced al proteccionismo arancelario, y también por obra y gracia del indudable espíritu emprendedor y de laboriosidad de las gentes del Principado, que además supieron aprovechar la fuerza de trabajo proveniente del sur del Ebro, para engrandecerse económicamente.

Y terminando este introito sobre la importancia de la historia en un trabajo como éste, debe subrayarse la absoluta necesidad de no instrumentarla en pro de una u otra causa, en lo cual tiene un alto valor el punto de vista de un escritor catalán, Juan Goytisolo, el autor de Señas de identidad, Campos de Níjar y otras muchas obras, de quien es la cita siguiente:

 

La manipulación de las historias nacionales, ya sean grandes o chicas, centrípetas o centrífugas, es algo demasiado conocido como para que exija una demostración... Hay lo nuestro y lo ajeno, un nosotros y un ellos, y la historia concebida en estos términos se identifica con el ideal patrio y se defiende con uñas y dientes. Más que de historias cabe hablar de mitologías, y dichas mitologías nacionales y crónicas supuestamente verídicas, sujetas siempre a una interesada manipulación, fueron escritas, tachadas, reescritas y expurgadas al hilo del tiempo...2

 

Y no vamos a adelantar aquí más tesis de las ya expuestas, que irán surgiendo a lo largo del libro. Y ya desde ahora, entramos directo en la historia de Cataluña, empezando por la época medieval.

 

 

LA RECONQUISTA: EL AVANCE CRISTIANO HACIA EL SUR3

 

Análogamente a lo que sucedió en el resto de Europa occidental con las invasiones llamadas bárbaras, con la caída del Imperio romano —que se enseñoreó de Hispania por siglos—, la égida de los visigodos, con una duración de tres centurias (405-711), no fue una mera superposición de poblaciones recién llegadas (no más de 200.000 seguramente) sobre una demografía ya muy romanizada.

El primer rey visigodo en la península Ibérica, Ataúlfo —cuya esposa era Gala Placidia, hija del emperador romano Teodosio, nacido en Hispania—, estableció su corte en Barcelona. Y cuando definitivamente en 476 cayeron Roma y su moneda, la acuñada por uno de los principales monarcas godos, la «Euricus Hispania Rex», fue la imperante en la nueva Hispania visigothorum. Y el Código del propio Eurico reguló jurídicamente una pre-nación cuya capital trasladó Leovigildo a Toledo (586).

Durante la monarquía visigótica, el cristianismo arraigó en Hispania con una incidencia política de dimensiones formidables. De modo que a los concilios de la Iglesia que se celebraban de Toledo acudían los obispos catalanes como los demás de todo el reino godo, para tratar de los más diversos asuntos.

Luego, con la invasión árabe, todo cambió: hubo una larga y discontinua pugna contra los ocupantes llegados de África, en un proceso de enorme complejidad. A lo largo de éste, el territorio cristiano del norte peninsular fue ampliándose hacia el sur, en un tejer y destejer de avances y retrocesos, quedando en toda la Iberia la impronta islámica de casi ocho centurias en multitud de facetas de la vida: toponimia, monumentos religiosos, militares y civiles, alimentación, costumbres y folclore, así como gran número de vocablos arábigos en las lenguas romances peninsulares.

La España medieval de capitales y Cortes itinerantes, desde Asturias a la Marca Hispánica, evolucionó a lo largo de la Reconquista. Un tiempo en el que se mantuvo la idea del «reino perdido», como dijo Melchor Gaspar de Jovellanos, quien sintetizó esa memoria persistente con palabras emotivas: «Tu recuerdo de triste origen será de eterno llanto».4 Y en el mismo sentido se pronunció, siglos después, Julián Marías:

 

España fue la primera nación europea en el sentido moderno de la palabra, inventora de la propia forma política nacional, como unidad proyectiva de convivencia, distinta de todas las medievales. El hecho decisivo de que la invasión musulmana del año 711 fuese interpretada por los cristianos como «la pérdida de España», de que la reconquista fuese la de «la España perdida» —no la de reinos o condados, que no preexistieron y que fueron, precisamente, los resultados parciales de esa reconquista de España como tal— fue un factor decisivo y que suele pasarse por alto.

 

En la lucha contra el islam, en el oeste peninsular todo comenzó con el reino asturiano, casi legendariamente nacido de la batalla de Covadonga, de 718, frente a las huestes de Tarik y Muza. Un primer reducto de resistencia que gradualmente se extendería a zonas de menor implantación de los invasores, hacia poniente, Galicia, meridionalmente por tierras de León. De modo que a comienzos del siglo X, el incipiente territorio cristiano libre de Asturias se transformó en el Reino de León, con un pequeño núcleo dentro de sí, el Condado de Castilla.

En el este peninsular —con antecedentes de autóctona resistencia pirenaica contra el islam—, a fines del siglo VIII, el emperador Carlomagno, en su intento de reconstruir el Imperio Romano de Occidente, configuró la Marca Hispánica con territorios del lado sur de los Pirineos, de los que surgirían: Navarra en torno a Pamplona, Aragón con su primera capital en Jaca, y lo que luego se llamaría Cataluña.

En definitiva, desde el inicio de la Reconquista, nacieron entidades políticas diferenciadas, con lenguas que fueron evolucionando desde el latín primigenio. Y en esa larga marcha, en el flanco oeste se formó el habla galaicoportuguesa, con creciente diferenciación entre gallego y portugués, ahora lenguas hermanas pero ni mucho menos idénticas. Y en análogo proceso, en el amplio espacio desde Asturias (que en parte conservó su lengua originaria, asturiano o bable), nació un nuevo romance en Castilla, Cantabria y La Rioja, el castellano, que incluyendo León, se expandió hacia Andalucía, abarcando Extremadura y Murcia, y más tarde las Islas Canarias. Una lengua que se entreveró con las de Navarra y Aragón para generar un idioma tempranamente unificado, de ancha difusión peninsular, que luego seguiría por ultramar.5

Por su parte, en Cataluña se evolucionó del latín a un romance propio, el catalán, lo que igualmente sucedería más tarde en Valencia y Baleares. Y todo ello en un contexto general en el que la única lengua ibérica resistente a la romanización, el vascuence o euskera, entró en un confinamiento gradual, desde una amplitud originariamente mucho mayor, en Guipúzcoa, parte de Vizcaya, y ciertas porciones de Álava y Navarra.

 

 

LA MARCA HISPÁNICA Y EL CONDADO DE BARCELONA

 

La Marca Hispánica fue la expresión del Imperio de Carlomagno al sur de los Pirineos. Un dominio que desde su centralidad imperial al norte restó territorio a Al Ándalus en el sur; que en la etapa carolingia se gestionó por condes de estirpe septentrional o autóctonos, según criterios de eficacia militar en la defensa de la frontera y de lealtad y fidelidad a la corona de allende la cordillera.

 

 

La evolución de los carolingios

 

De esos territorios carolingios, el que tenía Pamplona como núcleo principal se constituyó en reino en el primer cuarto del siglo IX con el nombre de Navarra; y a poco de ello, lo mismo sucedió con Aragón. En tanto que, del lado de la actual Cataluña, la primera formación con entidad política propia fue el Condado de Urgel, al que siguió el de Barcelona, que con el tiempo se convertiría en hegemónico sobre sus vecinos6 merced a su ubicación marítima y su muy antiguo puerto, desde tiempos de los Barcino, los cartagineses fundadores de la ciudad diez siglos antes.

El visigodo Bera (801) fue el primer conde de Barcelona, por haber dirigido el asedio de la ciudad contra los moros. Y en esa posición siguió hasta ser sustituido, en 820, por el conde de Gerona Gaucelmo, que tuvo destacada presencia en la corte de Ludovico Pío, hijo y el sucesor de Carlomagno.

Rigió después el Condado de Barcelona Sunifredo de Urgel (844-?), en designación hecha por Carlos el Calvo, heredero de Ludovico Pío y nieto de Carlomagno. Monarca que para mantener su poder transpirenaico separó el marquesado de Gotia del resto de la Marca Hispánica, echándose de ese modo los cimientos de lo que habría de ser una primera Cataluña, cuya configuración se conecta generalmente con la figura de Vifredo el Velloso (878-897), hijo de Sunifredo e iniciador de la dinastía condal catalana. Ésta continuaría con Borrell I, más conocido como Vifredo II (898-912), Suniario (912-947), Borrell II (947-992), Ramón Borrell III (992-1017) y Berenguer Ramón I (1017-1035). Sin embargo, realmente —dice el historiador Soldevila— no puede hablarse para entonces de una Cataluña en verdad independiente, por las múltiples manifestaciones existentes de que los condados de Gotia, la Septimania al sur de los Pirineos, seguían considerándose más o menos vasallos del rey de Francia.

A propósito del linaje carolingio de la primera Cataluña, la controversia continúa a día de hoy, desde el punto y hora en que la singularidad catalana se asocia a su origen norteño, de lo que deriva un cierto sentimiento de primigenia europeidad de Cataluña.7 Tesis determinista, un tanto maxweberiana, que se ha objetado con la siguiente antítesis:8 si el Imperio carolingio fuera el sello de una especial vinculación a Europa, los pobladores de los otros territorios de la Marca Hispánica —los de Pamplona y Jaca— serían tan singulares como los propios catalanes. Lo cual no sucede: navarros y oscenses (y demás aragoneses) no se identifican genéticamente con esa ascendencia histórica.

Además, el intento de abandonar la impregnación y dependencia de lo carolingio —como luego veremos— fue lo que llevó a Cataluña a confederarse con Aragón bajo una misma corona. Señal de que el gran conde Ramón Berenguer IV prefería el escenario ibérico, con un nuevo estatus de rey para su hereu, en un cierto afán de equipararse a lo que sucedía en los demás territorios cristianos peninsulares.

 

 

¿Cuándo se hizo independiente Cataluña?

 

Con las reseñas antes expresadas, la verdadera independencia catalana comenzó a hacerse efectiva con el conde Borrell II (947-992), coincidiendo con la debilidad de los últimos carolingios, en la segunda mitad del siglo X. Tiempo en el que Barcelona sufrió un duro saqueo desde el Califato de Córdoba en una de las expediciones de Almanzor (985). Momento en que el rey de Francia, Hugo Capeto, condicionó su ayuda a Borrell II a la promesa de mantenerle su vasallaje personal, a lo que el conde no accedió, comenzando entonces a asentarse una cierta emancipación que buscó apoyos en el papado de Roma frente al reino franco.

Con ese primer impulso de fuerza propia, Barcelona se constituyó en núcleo territorial aglutinador de los demás condados, y buena muestra de ello es que después de haber sufrido la Ciudad Condal nuevas acometidas califales —esta vez del hijo de Almanzor—, el conde de Barcelona, Ramón Borrell III, intervino con sus mesnadas en una expedición sobre Córdoba, en apoyo de uno de los pretendientes moros que se disputaban los despojos del califato (1010).

El sucesor de Borrell III, Berenguer Ramón I el Curvo (1017-1035), comprometió el futuro de la casa condal de Barcelona al dividir sus dominios entre sus hijos. Pero su primogénito, Ramón Berenguer I el Viejo (1035-1076), consiguió que, por renuncia de sus hermanos, sus territorios se reintegraran en un solo espacio, al que se unió el vasallaje del conde de Urgel, Armengol. Y fue el propio Ramón Berenguer I quien, en 1058, promulgó los cuatro cuerpos del código de los Usatges, que proveyó de un primer régimen jurídico a la naciente Cataluña. Algo muy importante en la época, pues el ejercer la Justicia era la muestra visible de la soberanía.

A la muerte de Ramón Berenguer I, su primogénito, Pedro Ramón, en lucha por el poder, mató a su madrastra y enemiga Almodís, por lo cual hubo de renunciar a sus derechos condales, comenzando así la corregencia de los dos hijos de la finada: Ramón Berenguer II y Berenguer Ramón II, aunque por lapso muy breve, por el fratricidio de Berenguer Ramón sobre su hermano. E incapacitado que fue por ese crimen, la corona condal pasó al hijo del muerto Ramón Berenguer II, que se coronó con el nombre de Ramón Berenguer III (el Grande, 1082-1131), quien acometió la conquista de Baleares, un foco de piratería mora, en alianza con varias repúblicas de Italia; pero que pronto se perdieron por la llegada de una gran flota del sultán Muhammad ibn Alí ibn Ganiya. Acometió una primera política territorial merced a su tercer matrimonio, con Dulce de Provenza (1112).

A propósito de Ramón Berenguer III, debe recordarse que estando acampado cerca de la frontera de Cataluña el Cid Campeador, ayudando al rey moro de Zaragoza Muqtádir, tuvo un enfrentamiento con el conde, que fue derrotado (y hecho prisionero). Años después (1098), el Cid convino, con gran ventaja, el matrimonio de su hija María con el conde catalán en las que fueron sus primeras nupcias. Lo que demuestra que en el siglo XI había una gran osmosis guerrero-caballeresca: todos los cristianos se consideraban pertenecientes a un mismo pueblo, hablaran catalán o castellano, dos idiomas que cada uno utilizaba frente al otro, sin necesidad de intérpretes de ninguna clase.

Y así termina, aquí y ahora, la relación de sucesiones condales, un tanto compleja, pero de conocimiento muy recomendable para llegar al principal conde de Barcelona: Ramón Berenguer IV, quien, por su matrimonio con Petronila, la hija de Ramiro II el Monje de Aragón, inauguraría la verdadera historia de la Corona de Aragón, según pasamos a ver.9

 

 

RAMÓN BERENGUER IV: LA CORONA DE ARAGÓN10

 

La muerte del rey de Aragón y Navarra (las otras dos piezas de la anterior Marca Hispánica), Alfonso I el Batallador (1134), sin herederos directos, planteó en sus territorios el difícil problema de la sucesión. Y aunque en su testamento, Alfonso había testado a favor de las órdenes militares del Santo Sepulcro, del Temple y del Hospital de Jerusalén, esa voluntad no fue acatada por los nobles aragoneses y navarros, que en la parte de Aragón eligieron como rey a un hermano de Alfonso, Ramiro, en tanto que los navarros se separaron para elevar al solio real a García Ramírez IV.

El nuevo rey de Aragón, Ramiro II el Monje (reinante sólo de 1134 a 1137), abandonó su estado religioso (y de ahí su sobrenombre) para ceñir una corona que estaba en grave peligro de desaparecer, por el poderoso rival que era el rey de Castilla Alfonso VII, el Emperador, cuyos deseos de absorción no veían con buenos ojos ni los aragoneses ni los catalanes. De lo cual surgió la solución: el matrimonio de Ramiro e Inés de Poitiers, del que nació Petronila, quien a los dos años de edad fue aclamada como reina de Aragón (reinó de 1137 a 1164); simultáneamente con el compromiso de que la infantil monarca matrimoniara con el conde de Barcelona, Ramón Berenguer IV (1131-1162). Se formó así la Corona de Aragón, comprensiva de los territorios aragoneses y catalanes, confederados entre sí.

Ese compromiso de casamiento fue una verdadera obra maestra de Ramón Berenguer, al conseguir que Ramiro II le diera a su hija por esposa, con la dote de todo su reino y renunciando él mismo a todos sus derechos. De manera que Ramón Berenguer quedó como soberano de facto durante doce años, hasta el matrimonio con Petronila, enlace que se produjo en 1151, al cumplir los 15 años su desposada. De modo que a partir de ese momento el Reino de Aragón y el Principado de Cataluña tuvieron un mismo monarca, conservando cada uno de ellos sus propias instituciones, en una egida de Petronila como reina y de Ramón Berenguer como Príncipe y Dominador de Aragón.

Ramón Berenguer IV buscó, y encontró, en su relación confederal con los aragoneses no sólo el dominio de extensos territorios, sino, sobre todo, el título real que la infanta Petronila aportaba a su linaje. A fin de ser verdadero rey, sin ningún coste, sino todo lo contrario, por ese título; y sin tener que entrar en enojosas pugnas con el rey de Francia, que como soberano aún tenía cierta ascendencia sobre lo que había sido la Marca Hispania. Por eso, Cataluña nunca fue reino, siendo su soberano el rey de Aragón, que se ceñía la corona común a ambos territorios.

Esa expresión, «Corona de Aragón», empezó a difundirse en tiempos de Pedro II el Católico (1196-1213); y excepcionalmente, reinando su sucesor, Alfonso III el Liberal, se utilizó por un tiempo la expresión «Corona de Aragón y Cataluña», Corona Aragonum et Cataloniae. Pero a la postre prevaleció la inicial forma, más concisa, de Aragón, a veces, con algún adjetivo reverente, como el de «Sacrosanta Corona de Aragón».

La unión de catalanes y aragoneses en una misma corona (1164) obligó a resolver una serie de problemas de límites, pues las dos partes aspiraban a la conquista del reino moro de Valencia, con intereses también a compartir en el mediodía de Francia. Cuestiones que pudieron solventarse pacíficamente, con el hecho destacable de que, al principio de confederarse los dos territorios, Aragón se mostró remiso a seguir la política mediterránea de Cataluña.

Con la perspectiva histórica que da el tiempo, la principal obra de Ramón Berenguer IV fue evitar que Aragón pasara al dominio de Castilla, uniéndolo en cambio a Cataluña. Con lo cual se abrieron amplios horizontes a los aragoneses, desde el punto y hora en que el conjunto formado pudo intentar extenderse desde entonces hacia los cuatro puntos cardinales: al norte por las tierras de la Francia meridional, Occitania, donde resonaba una lengua emparentada con el catalán y el altoaragonés; hacia el sur por la España todavía en gran parte musulmana; hacia el oeste, por Navarra, y hacia el este por el Mediterráneo.

Con el tiempo, la Corona de Aragón abarcó cuatro territorios dentro de lo que hoy es España: las tres provincias aragonesas, Cataluña, Valencia y Mallorca. Y fuera de España, por tiempo más o menos largo, estuvieron los dominios de Córcega, Cerdeña, Sicilia, Nápoles y ciertos territorios en Grecia. Una plenitud con altibajos pero que comenzó a declinar, sobre todo en política exterior, cuando Fernando el Católico mancomunó sus posesiones con Isabel de Castilla. Una unidad personal que políticamente caracterizó a la monarquía hispánica durante todo el lapso del reinado de los Reyes Católicos y de los Austrias (1516-1700).

Y fue dentro de ese confederalismo cuando se organizó —y lo hizo el propio Fernando— el Consejo de Aragón. Uno de los varios que en lo sucesivo presidiría el rey de todas las Españas, que en el caso de Aragón incluía los territorios peninsulares propios y del Mediterráneo: Sicilia y Nápoles. Hasta que en 1556, estos últimos se agregaron con el Milanesado —adquirido por Carlos V tras la batalla de Pavía (1525)— para depender de un nuevo Consejo de Italia.

 

 

EL SUEÑO DE UN ESTADO A AMBOS LADOS DE LOS PIRINEOS

 

En su testamento, Ramón Berenguer IV dejó a su primogénito Ramón —que en honor de Alfonso I el Batallador sustituyó su nombre por el de Alfonso— sus dominios del Condado de Barcelona, salvo la Cerdaña, el señorío de Carcasona y sus derechos a Narbona, que pasaron por herencia a su otro hijo, Pedro.11 Y de su madre, Alfonso II recibió el Reino de Aragón en sentido estricto; iniciándose así la genealogía de los reyes que figura en el Cuadro 1.1, útil para toda la secuencia histórica que sigue.

El reinado de Alfonso II marcó el máximo de expansión catalanoaragonesa por el sur de Francia, en tanto que el de Pedro significó la pérdida irreversible de la mayor parte de esos territorios ultramontanos.

 

 

Alfonso II el Casto

 

Alfonso II extendió sus dominios hacia el sur, conquistando a los moros el espacio desde el Ebro hasta las fuentes del río Guadalope, llegando así al Alfambra, y al Guadalaviar (Turia en Valencia), ya en la proximidad de la actual ciudad de Teruel.

Casó Alfonso II con Sancha, hija de Alfonso VII el Emperador, rey de Castilla, y luchó a su lado contra Navarra, como también le ayudó en la conquista de Cuenca (1177). Además, por el Tratado de Cazola (Soria, 1179), se fijó la línea divisoria entre las dos coronas para la reconquista que aún quedaba de cara a la España musulmana, límite que después de varios incumplimientos por ambas partes se pactaría nuevamente, ya más al sur, por el Tratado de Almizra de 1244, según veremos.

En los últimos años de su reinado, Alfonso II cambió su política, aliándose con Navarra contra Castilla (1190), firmando convenios con el Reino de León (escindido entonces de Castilla) y con Portugal. Lo cual nos revela, en pocas palabras, que desde el comienzo de la Corona de Aragón hubo toda una serie de alianzas y guerras con los otros reinos cristianos peninsulares, en el sentimiento común de que eran parte de una misma España cristiana frente a Al Ándalus, en contra de lo que generalmente se expresa desde algunas tendencias históricas, que quieren hacer la historia del Condado de Barcelona (y del propio Aragón) como una especie de ente aparte de los territorios ibéricos en el largo Medioevo.12

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Para más allá del recinto peninsular, durante el reinado de Alfonso II se dibujaron las directrices de la política internacional que había de seguir la Corona de Aragón: de un lado, tratar de mantener los dominios en la Francia meridional, para lo cual Alfonso II se hizo reconocer en Arlés como conde de Provenza. Y con su hábil política pactó con el conde de Tolosa, y recibió el homenaje de los señores de Nimes, Beziers, Carcasona y otras ciudades, consiguiendo así poner bajo su dominio toda la Galia meridional, desde Niza hasta el Atlántico, por lo que recibió el simbólico nombre de Emperador de los Pirineos.13

Por otro lado, Alfonso II fue el primero en valorar el Mediterráneo como un área de expansión futura. Y con el antecedente de la expedición de Ramón Berenguer III, proyectó la conquista de las islas Baleares, en asociación a Guillermo II de Sicilia, proyecto que sin embargo no fue adelante. También en ese tiempo se establecieron las primeras relaciones con Cerdeña, que sería, a partir de entonces, un permanente objeto de deseo, con dificultades siempre para consolidar su dominio.

Alfonso II aparece en los documentos de la época como un monarca activo, dotado de sentido político, hábil y de carácter benigno, y que por sus morigeradas costumbres recibió el sobrenombre de «el Casto». Por otro lado, la Gaya Ciencia14 tuvo en el primer rey de la Corona de Aragón un decidido protector, a lo que los trovadores correspondieron ensalzando al monarca en sus cantos.15 Y a él se debe también la formación del cartulario conocido con el nombre de Liber Feudorum Major que se conserva en el Archivo de la Corona de Aragón en Barcelona, y que fue un precedente del ulterior desarrollo cartográfico, ligado a la expansión catalanoaragonesa por el Mediterráneo.

 

 

Pedro II el Católico y las Navas de Tolosa

 

En Roma, Pedro II (rey entre 1196 y 1213) fue coronado rey por el papa Inocencio III, declarándose entonces la Corona de Aragón como feudataria de la Santa Sede (1204), lo que causó gran descontento entre la nobleza. E, igualmente, fue mal recibida la creación del impuesto de monedaje.16 La protesta ante esas inconveniencias se manifestó en la agrupación de la nobleza y las ciudades de Aragón en una causa común que andando el tiempo daría lugar a la poderosa Unión aragonesa.17

En lo concerniente a la relación con los otros territorios peninsulares, Pedro II rectificó la orientación de su padre contra Castilla, para aliarse con Alfonso VIII frente a los almohades: la tercera gran invasión del norte de África, después de la de Tarik y Muza (siglo VIII), los almorávides (siglo X), los almohades (siglo XI), y los benimerines (siglo XIV). Lo que demuestra —ya se dijo antes— que los reinos cristianos se unían casi siempre contra el enemigo común que era el islam.

Dentro de esa alianza, Pedro II tomó parte en la crucial batalla de las Navas de Tolosa (1212). Con gran valor y brillantez, como se aprecia en la Crónica general de Alfonso el Sabio, donde se dice que los ejércitos de Pedro «acabaron allí con las dudas de la victoria». Debiendo subrayarse que ese gran combate fue el más importante de toda la Reconquista: en él se consiguió la llave para abrir la puerta de Andalucía: lo más extenso, rico y arabizado de todo Al Ándalus. Y en la ocasión, el apoyo a Castilla de los reyes de Aragón y Navarra tuvo una extraordinaria significación, mostrando, una vez más —en contra de lo que la historiografía secesionista pretende a veces—, que una parte de España siempre ayudaba a la otra frente al islam.

Ante la presión continua de la invasión almohade, Alfonso VIII de Castilla consiguió del papa Inocencio III que diera carácter de cruzada (con las indulgencias correspondientes a quienes participasen en ella) a la magna expedición que estaba preparando contra los invasores para el verano de 1212.

El rey de Aragón, Pedro II, consiguió llegar a tiempo de participar en el primer hecho de armas, que fue la toma de la fortaleza de Malagón, donde pasaron a cuchillo a casi todos los musulmanes que allí había. Tras lo cual, los cruzados ultramontanos (de allende los Pirineos), desilusionados por el parco botín conseguido y sufriendo del calor y la sequía a que no estaban acostumbrados, se retiraron en masa, con el arzobispo de Burdeos y el obispo de Nantes al frente, quedando sólo Arnaud Amalric, el arzobispo de Narbona, de origen catalán. Una huida que se compensó con la incorporación del rey Sancho IV, el Bravo, de Navarra, que en la lucha ganó para su reino el todavía actual blasón de las cadenas.

La batalla se libró el lunes 16 de julio de 1212, con espantoso desastre para los musulmanes, y la gran victoria trascendió a toda la cristiandad como la gran victoria de los tres reyes: de Castilla, Aragón y Navarra.

A partir de esa gran gesta, los trovadores ensalzaron al rey, al ver en él un príncipe pródigo, galante y esforzado. Y fue con Alfonso VIII con quien Pedro II firmó un tratado local de límites en el área Agreda-Tarazona, como consecuencia del cual el gran macizo del Moncayo, que estaba en controversia con Castilla, pasó a Aragón.

En cuanto a los dominios en Francia, es preciso narrar lo sucedido en la infancia del hijo de Pedro II, que sería Jaime I el Conquistador. Concebido con la noble provenzal María de Montpellier, Jaime nació en la ciudad occitana de ese nombre el 12 de febrero de 1208, en circunstancias difíciles: su padre habría repudiado a su madre, diciéndose que sólo había decidido engendrar un hijo por presiones de nobles y eclesiásticos, que temían por la falta de sucesor.

Las circunstancias señaladas fueron el origen de un notorio rechazo de Pedro II hacia el infante Jaime, a quien no conoció sino dos años después de su nacimiento, para entonces pactar su entrega en tutela al Señor de Tolosa —que tenía grandes estados en toda la Francia meridional—, Simón de Montfort (1211), con la idea de que, a la llegada de su edad núbil, Jaime casaría con la hija de Montfort, de nombre Amicia. Y fue en ese trance cuando el niño, futuro rey, fue recluido, en prenda, en el castillo de Carcasona, donde permaneció seis años, hasta 1214, cuando el papa Inocencio III obligó a Montfort a devolverlo a los barones catalanes, que lo promovieron al trono inmediatamente, después de la muerte de Pedro II (1213).

Dentro de la complejidad de la historia del pacto de Pedro II con Montfort, se esperaba que Pedro II no tomara partido a favor de la secta de los albigenses,18 violentos rebeldes contra la Iglesia papal por los abusos y la corrupción de curas y prelados, y por ello considerados herejes y contrarios a la autoridad papal de Roma. Pero al final, Pedro II —tras volver victorioso con su ejército de la batalla de las Navas de Tolosa— se unió a ellos para defender los territorios aragoneses al norte de los Pirineos frente a las apetencias del ambicioso Simón de Montfort. Con él se enfrentó en la batalla de Muret (12 de septiembre de 1213), en la que Pedro II fue derrotado y muerto, quedando así vacante la corona de Aragón, con la mencionada promoción al trono de su hijo Jaime por los nobles.

El desastroso resultado de Muret constituyó el precedente del Tratado de Corbeil de 1245, al que luego nos referiremos, que marcó el final de la proyectada confederación catalano-aragonesa a ambos lados de los Pirineos. Así las cosas, desde entonces, la política de la Corona de Aragón se centraría en la península Ibérica y el Mediterráneo, quedando más allá de los Pirineos sólo los condados del Rosellón y la Cerdaña, donde la lengua catalana prosperó.

 

 

JAIME I EL CONQUISTADOR

 

La Corona de Aragón, formada y consolidada de la manera y en el tiempo que hemos visto por Alfonso II y Pedro II, prosiguió su marcha hacia el Mediterráneo y el sur, teniendo una primera culminación en la brillante figura de Jaime I el Conquistador, quien inició la efectiva expansión mediterránea con la conquista de Mallorca, siendo también él quien fijó la frontera sur con la incorporación del reino moro de Valencia (1238) (véase el mapa 1).

 

 

Primeros tiempos y conquistas

 

En la orfandad más absoluta —como ya hemos visto—, Jaime fue jurado conde de Barcelona en Lérida en 1214, con ocho años; y en septiembre de 1218 se celebraron las Cortes generales de aragoneses y catalanes, en las que se le declaró mayor de edad, a los doce años, asumiendo entonces todas sus potestades de rey.

Durante casi los primeros tres lustros de su reinado, hasta que cumplió los 27, Jaime I mantuvo permanentes luchas con la díscola y levantisca nobleza aragonesa —ya comentada antes por su propósito de defensa de sus privilegios—, litigio que terminó con la llamada Concordia de Alcalá (marzo de 1227), que marcó el triunfo del rey en la ocasión. De ese modo se alcanzó la necesaria estabilidad de la Corona para emprender sucesivas campañas contra los musulmanes, en las que siempre hubo amplios contingentes de caballeros catalanes y aragoneses, en contra de lo que se pretende ahora por el nacionalismo secesionista, que presenta a los socios occidentales de Cataluña como los de un país, en lenguaje actual, subdesarrollado, lo que en absoluto fue cierto.19

 

MAPA 1. La configuración de la Corona de Aragón durante el reino de Jaime I

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Fuente: Enciclopedia Larousse en español.

 

La conquista de Mallorca se inició el 5 de septiembre de 1229, al zarpar Jaime —al mando de una escuadra compuesta por 155 naves, que llevaban a bordo 1.500 caballeros y 15.000 soldados, efectivos que se dieron a la vela desde Salou—, quien rindió Mallorca, por entonces en manos de Abú Yahya, gobernador almohade semiindependiente. La mayoría de los derrotados musulmanes fueron esclavizados o huyeron a África.

La ulterior gran hazaña de Jaime I fue la reconquista de Valencia, que se hizo con fuertes efectivos tanto catalanes como aragoneses. De hecho, la acción militar se preparó cuando Jaime I, en 1231, se reunió con el noble aragonés Blasco de Alagón y con el Maestre de la Orden Militar del Hospital en Alcañiz, con quienes el rey fijó el plan de conquista que comenzó en 1233 y terminó en 1245, con la ocupación de las actuales provincias de Castellón y Valencia.

De misma fecha de 1245 fue la del ya referido Tratado de Almizra, convenio que suscribieron Jaime I y su yerno, el infante Alfonso, luego rey de Castilla con el número de X, y que recibiría el sobrenombre de «el Sabio». Conforme a ese acuerdo, se delimitaron las áreas de expansión sobre territorio musulmán en la península Ibérica, entre Castilla y la Corona de Aragón. De modo que la actual provincia de Alicante sería el área terminal de la Corona aragonesa, quedando el reino moro de Murcia para la Corona castellana. Un escenario en el que Jaime I tuvo un caballeroso comportamiento con ocasión de sublevarse los moriscos de Murcia contra el dominio de su yerno: fue el Conquistador quien recuperó Murcia, para devolvérselo a su legítimo dueño, Alfonso X de Castilla, según lo acordado en el Tratado de Almizra.

Culminada la conquista de Valencia, y tras una serie de vicisitudes, Jaime aceptó poner fin a sus pretensiones territoriales transpirenaicas sobre los territorios perdidos con la batalla de Muret de 1213, que en su tiempo habían pasado al Señor de Montfort y luego a los reyes de Francia. De modo que por el Tratado de Corbeil (1258, suscrito por Jaime con Luis IX, luego san Luis) se consagró la retirada ultrapirenaica catalanoaragonesa, conservándose sólo, allende la cordillera, el Rosellón y la Cerdaña. Luis IX desistió de sus derechos, como descendiente que era de Carlomagno, sobre los territorios de la antigua Marca Hispánica y sus ulteriores expansiones. De esa manera se delimitó el definitivo espacio de la Corona de Aragón como confederación, que integraban los territorios estrictamente aragoneses, Cataluña, y los recién nacidos reinos de Mallorca y Valencia, amén de los dos citados condados ultrapirenaicos, cuya pérdida definitiva se consumó en la Paz de los Pirineos de 1659.

 

 

Senectud y reflexiones

 

Hasta el final de su vida, Jaime I fue un caballero lleno de fantasía, como se manifestó en su tentativa de llevar a cabo una cruzada a Tierra Santa (1269), hacia la cual llegó a embarcarse, aunque retornó en poco tiempo por controvertidas razones. Si bien su hijo bastardo Pedro Fernández, y sus mesnadas, siguieron en la aventura, que les llevó hasta San Juan de Acre (hoy en territorio de Siria), en lo que generalmente se considera como el preludio de las hazañas de los almogávares20 en sus expediciones por el Mediterráneo oriental.

Los últimos años del reinado de Jaime fueron casi tan calamitosos como su minoridad. En 1272, las luchas entre el infante heredero, que luego sería Pedro III, y el hijo bastardo Fernán Sánchez de Castro provocaron alteraciones en las tres partes de la Corona de Aragón. Y los moriscos de Valencia se sublevaron, viéndose obligado el monarca a acudir personalmente a sofocar el levantamiento, lo que contribuyó a agravar su ya declinante estado de salud, muriendo en Alzira en 1276, cuando retornaba de esa campaña camino de la ciudad del Turia.

Tras la más larga permanencia en el trono (51 años) de todos los reyes cristianos de la Reconquista, Jaime I murió a los sesenta y ocho, el 27 de julio de 1276. Y en Alzira permanecieron sus restos mortales, depositados en la iglesia de Santa María de Valencia hasta mayo de 1278, cuando fueron trasladados a Poblet, donde hoy siguen venerándose en uno de los más hermosos monasterios que es el mausoleo de los reyes de Aragón.

 

 

Idea de España

 

Jaime I tenía una clara idea de lo que era España como conjunto. Así lo evocó en el siguiente texto mi colega Luis Ramírez Beneytez, que por largos años residió en Cataluña:

 

Poder leer las memorias de Jaime el Conquistador en el catalán de entonces es estupendo. Lo que escribe cuando vuelve fracasado del Concilio de Lyon, adonde acudió para que el papa lo coronase. Lleva una corona «feyta amb lo aur e amb peres precioses que ens había de posar damunt la testa y que en Lió no en trovaría una altra tan valuosa». Pero el papa le pidió unos atrasos que se le debían desde tiempos de su padre, Pedro II, amén de soldados y barcos prometidos y no cedidos para las cruzadas a Tierra Santa.

 

¡Pedirle dinero a un catalán! Jaime se enfadó, y se explica su enfado recordando lo mucho que había hecho por el papa y por la cristiandad. Así que se marcha sin ser coronado. «Ves, amb la bendició de en nostre Señor», le dijo el papa. «Y salieron fuera y cabalgaron... y haciendo galopar su caballo hicieron una gran exhibición, tanto que los franceses dijeron: el rey no es tan viejo como decían, que aún podría dar a un turco gran lanzada.»

 

Y dijo Jaume: «Barons, ens podem anar, amb corona o sense corona, que avui es honorada tota Espanya». Así lo escribió don Jaime el Conquistador, quien no habló en esa ocasión ni de Cataluña ni de Aragón: habló de toda España, consciente de que lo que había dejado en su tierra, Castilla, León, Aragón, en guerra de reconquista para liberarla y conformarla.21

 

El rey conquistador, que consideró a Cataluña como rectora de toda la España de su tiempo, contribuyó a la normalización del Derecho y a la transformación de las Cortes, con perfil diferenciado para cada uno de sus territorios. Como igualmente marcó el desplazamiento del centro de gravedad de la monarquía desde las tierras del interior, como sucedía con la primigenia confederación catalanoaragonesa, a la costa mediterránea.22

 

 

Juicio histórico

 

Como elementos positivos del reinado de Jaime I cabe señalar las ya expuestas conquistas de Mallorca y Valencia, así como el hecho de que el heredero de la Corona que luego sería Pedro III (hijo del segundo matrimonio de Jaime I con Violante de Hungría) casara con Constanza II de Sicilia, lo que daría definitivo impulso a la expansión mediterránea de la Corona de Aragón. Debiendo destacarse, además:

 

•     El impulso dado al comercio, de lo que fue clara expresión el Llibre del Consolat de Mar, primer código de la actividad comercial marítima.

•     La protección otorgada a los judíos, que proporcionaron grandes avances en la medicina, la cultura y las finanzas.

•     La normalización jurídica, con figuras como Raimundo de Peñafort o Vidal de Canellas, que impulsaron la restauración de un Derecho originariamente romano pero ya diferenciable como propio.

•     La consolidación de instituciones generales como las Cortes y los ayuntamientos.

•     El progreso de las letras, con el rey como uno de los grandes protagonistas del Llibre dels fets o Crónica, primera gran narración medieval escrita con fórmula autobiográfica, aunque puesta en duda por algunos historiadores en cuanto a la autoría del rey.

•     Particularmente penoso fue el testamento del rey, separando las piezas de la corona: a su hijo Pedro (III), le adjudicó Aragón, Cataluña y Valencia. En tanto que el Reino de Mallorca, con el Rosellón y la Cerdaña lo dejó a su hijo Jaime (II).

 

Con todo, y por razones diversas, los juicios políticos sobre la figura de Jaime I dependen de la parte de la Corona de Aragón desde la que se enfoque su historia. De modo que los historiadores estrictamente aragoneses critican que no diera acceso al reino por la costa de Valencia, así como la fijación del límite catalanoaragonés en los ríos Cinca y Noguera Ribagorzana, lo que supuso la adjudicación final de la actual provincia de Lérida a Cataluña, lo que también contribuyó a que perdiera fuerza la confederación que formaban Aragón y Cataluña desde cien años atrás. Y está claro, igualmente, que, en el marco de la Corona de Aragón, Jaime I obtuvo un gran triunfo sobre la nobleza aragonesa, al convertir las tierras conquistadas en Valencia en un reino único, con usos propios comprendidos en els Furs, en vez de haber dividido las tierras conquistadas entre Aragón y Cataluña. En cambio, para los observadores de Baleares y Valencia, Jaime I fue un gran rey: el padre fundador de los dos reinos, el creador de sus señas de identidad.

También se enjuicia a veces negativamente el reinado de Jaime I, pues con la conquista y la creación de los reinos de Mallorca y Valencia, la Corona de Aragón pasó a ser una unión confederal bastante laxa de cuatro partes. Lo cual mermó su potencial, sobre todo por comparación con Castilla, que ya por entonces tenía una configuración mucho más centralista (salvo el caso de los señoríos vascos), lo que permitía —siempre que la nobleza no lo impidiera— una mayor efectividad. En definitiva, el deseo de cada parte de la Corona de Aragón de preservar sus propios privilegios —y Cataluña siempre estuvo en ello a la cabeza— mermó mucho las posibilidades de la confederación en su devenir dentro de España y en su capacidad de expansión extrapeninsular.

 

 

PEDRO III EL GRANDE

 

Al heredar de su padre Jaime I, a Pedro III (reinó entre 1276 y 1285) sólo le quedaba —por las razones expuestas— un frente de expansión: el Mediterráneo. Por ello, tras someter a los moriscos sublevados en Valencia, combatir la anarquía reinante en los últimos años del reinado de su padre y sofocar la revuelta de los barones de la Cataluña occidental, obligó a su hermano Jaime II de Mallorca a declararse feudatario suyo.

Pedro III tejió una vasta red de apoyos exteriores, aprovechando la circunstancia de que se hallaban refugiados en su reino los infantes de la Cerda, que competían por la Corona de Castilla con Sancho IV el Bravo. Y con su virtual prisión de esos dos infantes en Aragón, adonde habían huido, Pedro III se aseguró la amistad del rey castellano hasta tiempos de Fernando IV, cuando el conflicto se resolvió.23 Por otra parte, casó a su hija Isabel con Dionís de Portugal, y gestionó el matrimonio de su primogénito Alfonso con Leonor de Inglaterra.

Una vez pacificados sus reinos de la forma descrita, Pedro III aprovechó la violenta revuelta en Sicilia contra su ocupante extranjero, Carlos de Anjou —hijo del rey de Francia—, durante las llamadas Vísperas Sicilianas (1282). Y haciendo valer los derechos de su esposa Constanza —hija de Manfredo, rey de Sicilia—, el 7 de julio de 1282, zarpó de Portfangós al frente de poderosa escuadra, aparentemente para ayudar a un príncipe tunecino, pero en realidad con el proyecto de conquistar Sicilia, a solicitud de los sicilianos contrarios a Carlos de Anjou.

Realizada la conquista rápidamente, Pedro regresó a Cataluña, mientras su esposa Constanza quedó como regente en Sicilia, acompañada por el legendario almirante Roger de Llúria (en la memoria histórica, al lado de Roger de Flor), en lo que fue un gobierno admirable según las crónicas. Hasta que en 1297, después de visitar al papa en Roma, Constanza decidió volver a Barcelona, donde murió en 1302. Fue mencionada en el «Purgatorio» de la Divina Comedia por Dante, con la frase siguiente: «genitrice de l’onor di Cicilia e d’Aragona».

Retrotrayéndonos ahora en la historia, la contraofensiva de Anjou por su pérdida de Sicilia no se hizo esperar. Y al estilo caballeresco, el francés medieval desafió al rey de Aragón a combatir personalmente, por lo que Pedro III acudió a Burdeos, lugar designado para la pugna. Y fue en esas circunstancias cuando el papa Martín IV, aprovechando que la Corona de Aragón era feudataria del Pontífice, le desproveyó de sus reinos para concedérselos a Carlos de Anjou.

Para posesionarse del trono papalmente otorgado, Carlos de Anjou obtuvo del pontífice los beneficios de cruzada, y con el apoyo del propio hermano de Pedro III, Jaime II de Mallorca, entró con sus fuerzas por distintos pasos de los Pirineos para poner sitio a Gerona, que cayó en su poder. Pero derrotada su flota en el mar y atacadas sus tropas de tierra por la peste, los intrusos hubieron de retirarse, siendo diezmados por los almogávares en los Pirineos, en el Coll de Panisars.

Pedro III, recuperada por las armas la plenitud de su poder real, hubo de vérselas con los aragoneses que, disgustados por los tributos derivados de la Guerra de Sicilia, habían formado la antes aludida Unión Aragonesa, a la que el rey hubo de otorgar el llamado Privilegio General, en confirmación ampliada de sus fueros. Al tiempo, concedió una nueva «Constitución» a los catalanes, en las Cortes de Barcelona de 1284.24 Como se ve, en pleno feudalismo, el rey había de aplacar continuamente a sus nobles, que le discutían la autoridad con las armas en la mano.

Por el carácter caballeresco de sus empresas, tan del gusto medieval, Pedro III fue renombrado el Grande, hasta el punto de que el historiador Desclot25 le llamó «segon Alexandre per cavalleria e conquesta». Y Dante hizo su elogio en la Divina Comedia: «D’ogne valor portò cinta la corda»; como también, posteriormente, fue enaltecido por Boccaccio y el propio Shakespeare.

El historiador Soldevila consideró a Pedro III político superior a su padre Jaime I,26 pero Rovira i Virgili sostiene que la grandeza de Pedro era de valor dramático más que político. «Fue, sin duda, un gran carácter, pero no nos atrevemos a decir que fuese gran estadista. Su figura es principalmente la de un héroe.»27

Antes de morir Pedro III en 1285, nuevamente prevaleció el sentido patrimonialista real: el moribundo monarca dividió sus reinos entre sus hijos Alfonso (III, el Franco, o el Liberal) y Jaime (II, el Justo), dejando al primero Aragón, Valencia y el Principado de Cataluña, y al segundo, Sicilia.

 

 

ALFONSO III EL FRANCO Y JAIME II EL JUSTO

 

Alfonso III (que reinó entre 1285 y 1291), siendo príncipe, llevó a cabo la conquista de Ibiza, y luego, ya como rey, la de Menorca; completándose, pues, el pleno control del archipiélago balear. Y en sus relaciones exteriores tuvo relevancia su política de amistad con los reyes moros de Granada, Túnez y Tremecén (en la actual Argelia), y con el más lejano sultán de Egipto. Reinos mediterráneos, todos ellos, con los que ya había un comercio más que incipiente. Por otro lado, y para calmar las revueltas de la siempre difícil Unión Aragonesa, concedió nuevos privilegios a su favor.

Tras un reinado de sólo seis años, Alfonso III murió en 1291, sin descendencia, sucediéndole entonces su hermano Jaime, rey de Sicilia, que reinaría como Jaime II (de 1285 a 1327). Monarca de fuerte personalidad, intentó rectificar las fronteras occidentales y meridionales de sus reinos pensando incluso en reunir a todos los Estados cristianos de la península Ibérica contra los sarracenos, en lo que fue una clara visión del ulterior Reino de España.

Con ese sentido de entendimiento peninsular contra el islam, Jaime II cooperó con Sancho IV el Bravo en la conquista de Tarifa (1292), para luego intervenir en la guerra civil castellana a favor del ya mencionado infante Alfonso de la Cerda, durante la menor edad del castellano rey Fernando IV. Contienda en la que el propósito de Jaime era incorporar a sus reinos Murcia y Cuenca, aunque a la postre sólo pasaron a su poder una serie de ciudades: Elche, Orihuela, Guardamar y otras plazas de lo que hoy es la provincia de Alicante. Ulteriormente, Jaime II se unió a los castellanos para la toma de Gibraltar por Alfonso XI y también para poner sitio a Almería.

La habilidad diplomática de Jaime II se puso de relieve en la firma del tratado de Anagni (1295), que representaba la paz entre sus reinos, Francia y el papado, lo que le permitió hacerse con el dominio de Córcega; y también de Cerdeña, lo que obligaría a sucesivas guerras contra la República de Génova.

En el reinado de Jaime II tuvo lugar la famosa expedición de catalanes y aragoneses a Oriente, para ayudar al Imperio bizantino en lucha contra los turcos, que fueron rechazados hasta muy dentro en la península de Anatolia. Y en esa misma gran empresa catalana (Magna Societas Cathalanorum, como se designó), los almogávares —con una visión a largo plazo superior a lo habitual en ello (precisada en la nota número 20)—, vencieron al duque franco de Atenas (1311), para ocupar los ducados de Atenas y Neopatria durante tres cuartos de siglo.

Al final de su vida, Jaime II hizo una Declaración de indivisibilidad de los reinos de la Corona de Aragón, en la idea de poner fin a la política patrimonialista de los reyes a la hora de testar.

 

 

LOS ÚLTIMOS REYES DE LA DINASTÍA CATALANOARAGONESA

 

La amplia visión política de Jaime II no fue compartida por los siguientes monarcas aragoneses del siglo XIV: Alfonso IV, Pedro el Ceremonioso, Juan I, y Martín I el Humano, quienes vivieron más aislados de los asuntos exteriores, a lo que contribuyeron los estragos de la peste negra a la que luego nos referiremos.

 

 

Alfonso IV el Benigno

 

Alfonso IV (que reinó brevemente, entre 1327 y 1336), ayudó a su cuñado Alfonso XI de Castilla en la guerra contra Granada, pero hubo de desistir de esa empresa por la rebelión de la isla de Cerdeña, instigada por los genoveses. Sofocó la insurrección, y reprimió a los rebeldes sardos, confiscándoles sus bienes. Y para evitar nuevos movimientos de rebeldía, ordenó la repoblación de la isla con catalanes, valencianos y aragoneses.

El sobrenombre de Benigno, con que se designa a este monarca, concuerda perfectamente con las noticias que respecto a su carácter afable y sencillo transmiten las crónicas de la época. Le faltaron, en cambio, dotes de político y diplomático.28

 

 

Pedro IV el Ceremonioso

 

Tras el breve reinado de Alfonso IV, le sucedió su hijo Pedro IV el Ceremonioso (reinante entre 1336 y 1387), que se encontró con una serie de discordias familiares a causa del cumplimiento del testamento de su padre. Tuvo que luchar también contra la Unión Aragonesa, cuya rebelión adquirió mayor violencia, viéndose obligado el monarca a confirmar, en las Cortes de Zaragoza de 1347, los privilegios de la Unión; y al año siguiente, los exigidos por los valencianos. Aunque después de vencer a los aragoneses en la batalla de Épila (1348), y en Mislata (1348) a los valencianos, los privilegios de ambos reinos fueron abolidos durante la vida del monarca; rasgando en esa acción —según la leyenda— con un puñal los fueros de Aragón, por lo cual fue conocido como Pere el del Punyalet.

En sus relaciones con Castilla, Pedro IV pactó con Pedro I el Cruel para oponerse a los benimerines, y una escuadra catalana vigiló el Estrecho de Gibraltar y contribuyó a la toma de Algeciras. Pero en 1356 surgió la guerra entre Aragón y Castilla, a consecuencia de un incidente ocurrido en Cádiz: al apresar un almirante catalán dos naves castellanas, de modo que durante varios años la lucha asoló ambos territorios, rompiéndose con frecuencia las treguas establecidas.

Fiel al proyecto de Jaime II, Pedro el Ceremonioso trató de reintegrar a la corona aragonesa todos los territorios que habían formado parte de ella. Así, después de rápidas campañas ocupó el Rosellón en 1344 y luchó encarnizadamente contra el rey Jaime III de Mallorca, a quien desposeyó de su reino tras vencerlo en la batalla de Lluchmayor. Respecto a Cerdeña, pactó con Venecia para de ese modo vencer a los genoveses. Más concretamente, en 1354 una flota aragonesa conquistó el Alguer, ciudad situada en el noroeste de la isla, fundada por los de Génova, que fue repoblada por catalanes. De modo que hoy persiste allí la lengua catalana, que, conforme al estatuto de autonomía de la isla-región, es cooficial con el italiano y el propio sardo.

Pedro IV se distinguió en la oratoria, la astronomía, la historia y la poesía. Favoreció las artes, y a él se debe un bello elogio de la Acrópolis de Atenas: «la pus richa joya que al mon sia, e tal que entre tots los Reys de chrestians en vides la posien ier semblant».29

 

 

Juan I el Cazador

 

A Pedro IV le sucedió su hijo Juan I, que sólo reinó nueve años, de 1387 a 1396, durante los cuales se mostró favorable a las aspiraciones de los payeses de remensa30 contra los malos usos de sus amos, los propietarios feudales. Como también se interesó por la abolición de la esclavitud, y castigó a los instigadores y autores de la matanza de judíos que, iniciada en Sevilla, se extendió a Barcelona en 1351.

La historia vio en Juan I —el Cazador, el Descuidado, o el Amador— las virtudes propias de un monarca ilustrado en ciencias y letras, bibliófilo y lector entusiasta; aficionado a los clásicos, versado en astrología y alquimia, y en cuyo tiempo se inició en Cataluña el Renacimiento, antes incluso del Quattrocento italiano.

La pasión del rey por la música y la poesía hizo que reuniese a los mejores juglares y trovadores del momento. Y fue en ese contexto cuando, por iniciativa de Juan I, maestros provenzales fundaron en Barcelona el Consistorio de la Gaya Ciencia, todo ello idea de su culta esposa, Violante de Bar, por cuya influencia Juan I emuló el lujo de su corte con la de Francia: la vida palaciega de los reyes se hizo una de las más fastuosas de Europa, hasta el extremo de que las Cortes de Monzón de 1388 tuvieron que ocuparse de refrenar los gastos de la casa real.31 Juan I murió sin descendencia y por ello le heredó su hermano Martín, cuyo reinado pasamos a considerar.

 

 

Martín I el Humano

 

Martín el Humano era el hijo segundo de Pedro IV el Ceremonioso (y hermano de Juan I), fruto del matrimonio con María de Luna, hija a su vez de Lope, conde de Luna, de la misma casa de quien luego sería Benedicto XIII, el papa Luna, del célebre cisma pontifical de la época. En 1368, Pedro IV cedió a su hijo Martín la villa de Besalú, en el valle de Arán, con título de conde, y poco después le otorgó la senescalía (mayordomo mayor de la Casa Real) de Cataluña, amén de otras mercedes; y sobre todo, la lugartenencia del reino de Sicilia, en 1377.

La súbita muerte de Juan I sin descendencia masculina, como ya se ha dicho, ocurrida el 19 de mayo de 1396, cambió la suerte de Martín, que heredó a su hermano cuando todavía se hallaba ocupado en la pacificación de Sicilia. Por ello, hasta su regreso a la península Ibérica, asumió el gobierno de sus reinos de España su esposa, María de Luna, que fue proclamada regente, por acuerdo con el Consejo de Ciento de Barcelona y la Generalitat de Cataluña. La reina, enérgica e inteligente, tuvo que luchar contra la astucia de la ya mentada Violante de Bar, viuda de Juan I, que alegaba estar encinta de su esposo difunto, y que mantuvo durante algún tiempo la ficción en pro de sus intereses.

Pacificada Sicilia, Martín el Humano salió de la isla el 14 de diciembre de 1396, pasando por Cerdeña y Córcega. Y el 29 de marzo de 1397 entró con gran pompa en Aviñón, por entonces ciudad de los papas, para entrevistarse con su contra-pariente el papa Benedicto XIII, prestándole homenaje en nombre de sus dominios de Cerdeña y Córcega. El 12 de mayo siguió su viaje a Barcelona y a Zaragoza, donde juró los fueros y privilegios de Aragón, tras lo cual fue coronado rey el 13 de abril de 1398.

En su política interior, Martín no pudo poner término a las banderías que pugnaban entre sí en los reinos de Aragón y Valencia. Y en el exterior, deslumbrado por la ventaja de tener un papa originario de sus reinos, y siempre rodeado de altos dignatarios catalanes y aragoneses, llevó su protección a Benedicto XIII más allá de lo que las circunstancias habrían aconsejado.

En 1406, Martín el Humano reunió las Cortes catalanas en Perpiñán, que continuaron en Sant Cugat del Vallès y más tarde en Barcelona, acordando por fin acabar con la nueva rebelión de Cerdeña, instigada una vez más por los genoveses. De modo que una flota de 150 velas, capitaneada por Pedro de Torrella, en la que se alistó la flor y nata de la nobleza aragonesa y catalana, se unió a las fuerzas del rey de Sicilia —Martín el Joven, hijo del Humano—, derrotando por mar a los genoveses y por tierra a los rebeldes sardos.

A poco de esa victoriosa campaña, el 25 de julio de 1410 moría Martín el Joven, rey de Sicilia, quien en su testamento, otorgado el día antes, legó su reino y los ducados de Atenas y Neopatria a su padre Martín.

Con la muerte de Martín el Joven, los reinos de Aragón y Sicilia quedaban sin sucesión legítima a la muerte de Martín I, siendo la ilusión del Humano obtener del papa la legitimización de su nieto Fadrique, hijo natural de Martín el Joven. Pero el Pontífice no accedió a esa idea, y el Humano se fue a la tumba sin hacer declaración de heredero. Y desde luego, no a favor de su más próximo pariente por línea masculina, Jaime, conde de Urgel, por contar éste con numerosos enemigos entre la nobleza aragonesa y entre la burguesía de Barcelona.

 

 

EL COMPROMISO DE CASPE

 

A la muerte sin herederos de Martín el Humano, la mayor parte de los antiurgelistas pasaron a apoyar las pretensiones de la reina Violante de Bar, viuda de Juan I, que intrigaba para obtener la sucesión para su nieto Luis de Anjou. Y para evitarlo, en los últimos momentos de la vida del rey Martín, una comisión de las Cortes de la Corona de Aragón —en la que predominaban los antiurgelistas— consiguió que el moribundo monarca diera su conformidad, de modo que la sucesión recayera en quien tuviera mejor derecho. Lo cual equivalió a supeditar las reivindicaciones del conde de Urgel y los demás candidatos a la sucesión a un cierto dictamen jurídico.

Los candidatos a la Corona de Aragón eran Jaime de Urgel; Federico de Sicilia, el francés; Luis de Anjou; el infante castellano Fernando el de Antequera (nieto de Pedro IV por línea femenina); y el anciano duque de Gandía, Alfonso, nieto por línea masculina de Jaime II. Tan concurrido elenco de aspirantes fue lo que precisamente originó el llamado Compromiso de Caspe.

En esos avatares se estaba cuando, el 31 de mayo de 1411, la muerte del arzobispo de Zaragoza a manos del propio jefe de la facción del conde de Urgel dio un giro a la cuestión; muy favorable a la causa del infante Fernando de Antequera —conocido así por la conquista que hizo de esa plaza andaluza a los moros del reino de Granada—, que hasta entonces parecía tener escasas posibilidades, y que al final polarizó las fuerzas contrarias al de Urgel, al apreciarse en Fernando superiores dotes personales, de edad, experiencia de gobierno, decisión y audacia; así como sus cuantiosos recursos como regente de Castilla: en realidad, era el único candidato que podía triunfar sobre Jaime de Urgel.

Fernando mandó tropas a Aragón con el pretexto de defender a los partidarios del arzobispo de Zaragoza y se instaló en Aillón, cerca de la frontera castellano-aragonesa, donde se ganó la importante adhesión del célebre predicador dominico que luego sería san Vicente Ferrer.

Así las cosas, a finales de 1411 se produjo la intervención del papa Luna, Benedicto XIII, que se hallaba por entonces en medio del cisma. Había tres pontífices a la vez: Benedicto XIII, Gregorio XII y Alejandro V. Y refugiado en Cataluña, los manejos de Benedicto resultaron decisivos al conseguir que el parlamento aragonés de Alcañiz acogiera su idea de delegar la cuestión sucesoria en una comisión de personas doctas, de compromisarios.

El papa Luna, influido por Vicente Ferrer, estaba convencido de que Fernando de Castilla era el único monarca que podía asegurar la paz interior, y la obediencia de las coronas de Aragón y de Castilla a su propia causa de convertirse, definitivamente, en el único y legítimo papa. Y con importante prestigio —por entonces era el decano de los tres papas en pugna—, arrastró al clero catalán y a la hasta entonces vacilante burguesía barcelonesa. De modo que el parlamento catalán accedió a aprobar la lista de los nueve compromisarios o jueces, elaborada por el Justicia y el Gobernador de Aragón.

Definitivamente los compromisarios fueron, por Aragón, el obispo de Huesca, Domingo Ram; Francisco de Aranda, y el letrado Berenguer de Bardají. Por el Principado de Cataluña, el arzobispo de Tarragona, Pere de Sagarriga, el jurista barcelonés Bernardo de Gualbes, y el también jurista Guillermo de Vallseca. Finalmente, por Valencia, Vicente Ferrer, Bonifacio Ferrer y Ginés de Rabaza.32

Los nueve jueces, reunidos en Caspe el 28 de abril de 1412, escucharon por espacio de dos meses los informes de los abogados de los candidatos, y el 24 de junio pronunciaron su fallo, siendo el primero en emitirlo Vicente Ferrer, quien se pronunció por Fernando de Castilla como más próximo pariente del finado rey Martín, voto con el que se conformaron seguidamente Ram, Bonifacio Ferrer, Aranda, Gualbes y Bardaxí, es decir, seis compromisarios de nueve, con la particularidad de que Gualbes, por Cataluña, aseguró el triunfo de Fernando, pues se había convenido que el candidato designado debía tener por lo menos un voto de cada reino.

Otro juez catalán, el arzobispo de Tarragona (Pere de Sagarriga), dio su voto al conde de Urgel y al duque de Gandía en igualdad; y el también jurista Guillermo de Vallseca se lo otorgó a Jaime de Urgel. Finalmente, el tercer compromisario de Valencia, el jurista Pedro Beltrán, que había sustituido a Ginés de Rabaza, incapacitado por enfermedad, reservó su voto alegando falta de tiempo para tomar esta importante decisión. Por tanto, Fernando ganó al de Urgel por seis contra un voto y medio.

La sentencia fue publicada el día 28 de abril de 1412 y recibida, dice Zurita, satisfactoriamente «por lo general en Aragón, no tanto en Valencia, y mucho menos en Cataluña».

El nuevo monarca recibió la noticia de su exaltación al trono de Aragón en la ciudad de Cuenca33 y desde allí se trasladó a Zaragoza para jurar los fueros de Aragón, para seguidamente ir a Lérida, donde juró las libertades catalanas, recibiendo tras una tercera etapa en Tortosa, y de manos del propio Benedicto XIII, la investidura del reino de Sicilia. El 28 de noviembre llegó a Barcelona, y el 15 de diciembre prestó juramento ante las cortes catalanas, recibiendo su acatamiento.34 Así se ciñó un Trastámara de Castilla la corona de Aragón: lo que había tratado de impedir Ramón Berenguer IV se produciría finalmente, pues el primer Trastámara en Aragón marcaría la pauta para la ulterior unión con Castilla.

Y guste o no guste el resultado del encuentro para el compromiso, en Caspe acabó prosperando el espíritu de entendimiento de las tres partes en presencia (Aragón, Cataluña y Valencia) para llegar a un acuerdo, en vez de recurrir a la violencia. Lo mismo que había sucedido antes (1245) con el tratado de Almizra, de límites entre las coronas de Aragón y Castilla, que seguro evitó más de una guerra. En pocas palabras, de los episodios comentados aquí podría aprenderse para resolver problemas por la vía de la negociación en vez de aumentarlos.

 

 

LOS TRASTÁMARA EN LA CORONA DE ARAGÓN

 

Los reyes de Aragón de la casa de Trastámara llevaron a la vida interior de Aragón un espíritu más centralizador, y dieron un nuevo giro a la política peninsular.

 

 

Fernando I el de Antequera

 

Fernando I, ya rey (1412-1416), hubo de reprimir la sublevación del conde Jaime de Urgel, que no acataba lo que se llamaba por sus partidarios «l’iniquitat de Casp». Y tras vencerlo, se mostró muy duro con él, algo que se le reprochó ya para siempre.

Fernando I contribuyó a solucionar el cisma papal, para lo cual se trasladó a Aviñón, donde se reunió con el emperador Segismundo de Alemania: ambos rogaron a Benedicto XIII que renunciase a la tiara, y ante la negativa de éste, Fernando le retiró la obediencia de sus reinos. Posteriormente, el hijo de Fernando, Alfonso V, ya reconoció al papa Martín V de Roma y favoreció la elección de su sucesor Clemente VIII.

En materia de política mediterránea, Fernando I siguió la tónica imperial de sus antecesores. Se ocupó, con la ayuda del vizconde de Narbona, de la nueva sumisión de Cerdeña, siempre rebelde. Y tras conseguirlo, envió a su hijo Juan (luego II) como lugarteniente suyo al Reino de Sicilia.

Fernando I, inteligente y astuto, hábil diplomático, supo convertir en amigos a sus adversarios. Amaba la realeza por la realeza misma, y de haber vivido más años, quizá hubiese seguido el ideal de ambición imperial que llevó tiempo después a la conquista del Reino de Nápoles.

 

 

Alfonso V el Magnánimo

 

Hijo y sucesor de Fernando I, Alfonso V el Magnánimo (reinante de 1416 a 1458) se implicó a fondo en la política mediterránea, y en el intervalo de sus largas ausencias de España ayudó a Juan II de Castilla en su pugna contra la preponderancia del condestable don Álvaro de Luna, quien estaba dispuesto a acabar con la nobleza y crear una monarquía de poder absoluto. Por lo cual, por la presión de la aristocracia perdió el favor de su rey, hasta acabar decapitado.35 Más generoso que su padre —de ahí su sobrenombre de «el Magnánimo»— rectificó algunas disposiciones tomadas por Fernando I contra la familia del conde de Urgel.

Alfonso V trató de asegurarse la posesión de Cerdeña y Córcega y para ello, en 1420, con una escuadra de veinticuatro galeras, se dirigió al Alguer, donde muy pronto las ciudades rebeldes del entorno reconocieron la soberanía aragonesa. De allí pasó a Córcega, donde sus naves, con menos suerte, fueron derrotadas por los genoveses.

Por aquel tiempo, sitiado Nápoles por las fuerzas de Luis III de Anjou, la reina napolitana Juana II pidió auxilio a Alfonso V de Aragón, adoptándolo como hijo y heredero, al tiempo que lo proclamó duque de Calabria. Alfonso aceptó de buen grado la propuesta, y la lucha por la posesión del Reino de Nápoles se desarrolló con varia fortuna, hasta que superada una larga serie de obstáculos, Alfonso V entró triunfalmente en la ciudad el 23 de febrero de 1443 y se proclamó rey para vivir allí la mayor parte del restante tiempo de su vida. Y desde Nápoles, Alfonso V intentó detener la avalancha turca, labor que fue continuada por los monarcas españoles en el siglo XVI. Defendió Constantinopla, y como rey de Nápoles intervino en cuantas negociaciones de importancia se realizaron en Italia.

En la bella capital de su nuevo reino, Alfonso se rodeó de una corte fastuosa a la que acudieron literatos y artistas de todos los países y aficionados a los juegos y las danzas. Reunió los mejores músicos y juglares, por lo que adquirió gran fama.

En su corte, Alfonso se dejó ganar por los encantos de la napolitana Lucrecia de Alagno, por lo que intentó la declaración de nulidad de su matrimonio con María de Castilla, quien, en ausencia de España de su esposo, era la regente en los reinos de la Corona de Aragón. Pero el papa Calixto III no accedió a los deseos del rey.36

Alfonso V se hizo grato a sus nuevos súbditos por su carácter, no tratando su nuevo reino como un país extraño, ni considerándolo como una provincia de Aragón. A los señores de su nuevo reino les otorgó privilegios con el fin de que aceptasen por sucesor a su hijo natural, Fernando, quien al devenir rey mantuvo con Aragón relaciones muy recelosas, buscando apoyos en los españoles emparentados con familias italianas, que defendían su legitimidad real. Y por su parte, Juan II, el heredero en España de Alfonso V, no pensó nunca en reivindicar Nápoles.

Tampoco el norte de África fue olvidado por Alfonso V; y si bien no hubo conquistas, fueron sus tributarios los reinos de Bugía, Tremecén y Túnez. Y en consonancia con ello, para evitar litigios con Castilla de cara a posibles conquistas en la costa africana, Alfonso V confirmó la partición establecida entre Jaime II de Aragón y Sancho IV de Castilla, del río Muluya (que hoy separa a Marruecos de Argelia) como límite de la influencia de una corona y otra (1291).

De la conquista del Reino de Nápoles, Soldevila hizo el siguiente balance: «Un reino conquistado con ingentes sacrificios y separado de los Estados catalanoaragoneses a la muerte del rey Alfonso V. Un imperio oriental en formación, con amenazas tan formidables, que se arruina a la desaparición del monarca; una serie de luchas con Castilla que no produjeron ventaja alguna a sus reinos; y el doble empobrecimiento de Aragón y Cataluña como resultado de las luchas mediterráneas».37

 

 

Juan II el Grande

 

El reinado de Juan II (de 1458 a 1479) fue muy agitado. Todavía como infante ayudó a su padre en la conquista de Nápoles, y hecho prisionero en la batalla de Ponza y conducido a Milán, allí fue liberado por el duque Felipe María Visconti. A fines de 1435 desembarcó en Barcelona y, en ausencia de su padre Alfonso V, se encargó de la lugartenencia general de los reinos de Aragón, Valencia y Mallorca, quedando la del Principado de Cataluña en manos de su madre, la reina María de Castilla.

A la muerte de su padre, Alfonso el Magnánimo, Juan (II) recibió los estados peninsulares de la corona de Aragón y, para atender a sus propias luchas, firmó la paz con Enrique IV de Castilla en la emprendida por su padre Alfonso V, y para ganarse a Luis XI de Francia, tuvo con él una entrevista en Salvatierra de Bearne, en la que se acordó que el rey de Francia ayudaría al de Aragón. Para lo cual se obligó al pago de las rentas de los condados del Rosellón y Cerdaña, lo que significó la cesión momentánea de ambos dominios a Francia.

Juan II hubo de enfrentarse a la cuestión de los payeses de remensa, que desde 1462 adoptaron una actitud belicosa, siempre en defensa de la abolición de los malos usos de los señores feudales. Un problema a propósito del cual surgieron diferencias entre el monarca y la Diputación del General de Cataluña (origen de la Generalitat), haciéndose cada vez más tirantes las relaciones, hasta llegar a la rebeldía, en una auténtica guerra civil, en la que los catalanes ofrecieron el Condado de Barcelona a Enrique IV de Castilla, quien el 11 de agosto de 1462 fue proclamado conde. Pero el monarca castellano abandonó poco después a sus nuevos súbditos, que pasaron a ofrecer el condado a Pedro, condestable de Portugal, hijo del infante don Pedro y de Isabel, hija mayor, a su vez, del conde de Urgel. El condestable juró los privilegios, usos y costumbres de Cataluña, donde su condición de nieto político del conde de Urgel le dio gran popularidad. Pero los medios que con él llevó a Cataluña no fueron suficientes para lograr su separación del resto de la Corona de Aragón.

Tras una larga serie de vicisitudes, el 17 de octubre de 1472, Juan II hizo su entrada victoriosa en Barcelona, después de doce años de ausencia, y el 22 de ese mismo mes, una comisión de consejeros y prohombres le prestaron homenaje de fidelidad. En los últimos años de lucha, el rey había tenido que atender a la sublevación no sólo de Cataluña, sino también de Leonardo de Aragón en Cerdeña, así como la rebeldía de Navarra, de la que también fue rey.

El 7 de marzo de 1468, Juan II confirmó en las Cortes de Zaragoza el contrato de matrimonio entre su segundo hijo con su segunda esposa, Juana Enríquez, que sería Fernando II de Aragón —que nueve años antes había jurado como rey de Sicilia—, con Isabel de Castilla. El matrimonio de Isabel y Fernando, ambos de la dinastía Trastámara, tuvo lugar en Valladolid el 19 de octubre de 1474, con lo cual el vasto plan de política peninsular de Juan II entró en definitivo proceso de realización.

Juan II, muerto en 1479, fue objeto de severos juicios por parte de algunos historiadores catalanes. Pero si como hombre fue poco elogiable, como político y diplomático —dice Rovira i Virgili— es preciso reconocer que poseía destacadas cualidades, que algunos panegiristas exageraron, hasta el punto de llamarlo el Grande, así como Hércules de Aragón.38

 

 

LA CORONA DE ARAGÓN EN LA BAJA EDAD MEDIA: COMERCIO, DEMOGRAFÍA, LITERATURA

 

Abrimos aquí un paréntesis en la secuencia cronológica para introducir varias cuestiones sobre el desarrollo de los países de la Corona de Aragón en la Baja Edad Media: comercio y demografía.

 

 

Los intercambios en el Mediterráneo

 

En buena medida, la expansión aragonesa por el Mediterráneo redundó en el comercio, con exportación de lanas de Aragón en bruto y sobre todo tejidos y otros productos manufacturados de Cataluña, así como cueros, productos agrícolas y esclavos sarracenos. A cambio de todo ello, se importaban cereales, de Sicilia y Cerdeña, y especias del Levante; e igualmente, azúcar, materias colorantes y algodón. El movimiento jurídico e institucional de ese comercio alcanzó gran desarrollo con el Llibre del Consolat de Mar y en el Tribunal del Consolat de Mar. Establecido en Barcelona (1279) y Valencia (1283), en él se juzgaban las causas mercantiles, en conexión con toda la red de consulados catalanes extendidos por el Mediterráneo, que pueden identificarse en el mapa adjunto. El pujante desarrollo de la cartografía catalana, emergente de la italiana, tuvo especial desarrollo entre los judíos de Mallorca, contribuyendo a la gran actividad marítima y comercial.

 

 

La peste negra y sus consecuencias

 

A mediados del siglo XIV se extendió por toda Europa la peste bubónica, o peste negra al decir de los tiempos. La epidemia siguió la ruta de las caravanas en el Próximo Oriente, desde donde se propagó por los barcos, afectando especialmente a los puertos y las zonas del litoral europeos. Cada nave que zarpaba de Levante llevaba consigo el peligro y de ese modo la peste pasó de Alejandría y Constantinopla a Italia, y de allí se difundió por toda Europa. La costa mediterránea española se vio afectada desde 1348.

 

MAPA 2. La Corona de Aragón en el Mediterráneo medieval

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Fuente: Enciclopedia Larousse en español.

 

En Cataluña, el contagio llegó como remate de un hambre iniciada ya en 1333, lo que podría explicar su especial virulencia. Y aunque resulta imposible cifrar el número de bajas producidas, algunos cronistas las elevan a dos terceras partes de la población, lo que supuso un verdadero colapso demográfico.39

La peste negra produjo su auténtico desquiciamiento de la estructura social: el campo queda despoblado y sin cultivar, y los predios rústicos se desvalorizan al faltarles la mano de obra. Además, diezmado en sus capas más jóvenes por las acometidas de la peste, el potencial biológico catalán quedó expuesto a nuevos descalabros. Y de hecho, a partir de finales del siglo XIV, el contagio entró en un auténtico círculo infernal con el hambre, la muerte y la guerra (los otros jinetes del Apocalipsis). En Cataluña, a las secuelas de la peste negra se unieron —ya lo hemos visto antes— las sublevaciones y guerras de los payeses de remensa en tiempos de Juan II (1462-1472), lo cual hizo que buen número de catalanes se establecieran en Valencia o Mallorca.

En líneas generales, la merma del potencial demográfico de la Corona de Aragón en el siglo XV fue una de las causas fundamentales de su desaparición como estado soberano en la constelación, pues desde el siglo XIV se vio en situación de inferioridad ante una Francia superpoblada para su tiempo, y de una Castilla que con siete millones de habitantes frente a menos de un millón de los reinos de Aragón, lo que pesaba decisivamente en la balanza de la paz y la guerra.

 

 

Paréntesis literario: March, Llull, Martorell40

 

Evocando el siglo XV, no hará falta insistir en que Ausiàs March, Ramon Llull y Joanot Martorell fueron tres escritores extraordinarios.

 

A. Ausiàs March

 

Ausiàs March nació en Gandía en 1397, y murió en Valencia en 1459. Pasó su juventud en el ejercicio de las armas, enrolándose en 1419 en la expedición de Alfonso V el Magnánimo a Cerdeña y Córcega. Y años después, se incorporó a una escuadra al mando de Fadrique de Luna, para combatir a los piratas de los mares de Sicilia y del norte de África. Un poeta, pues, comprometido con la República de las Letras, y antes de ello con la República de las Armas, como sería el caso de Miguel de Cervantes un siglo y medio después.

Hacia 1425, March retornó a sus posesiones en Valencia, y desde 1429 fijó su residencia en Gandía, donde Alfonso V le premió por sus actuaciones guerreras con diversos títulos honoríficos, pero sobre todo con el nombramiento de halconero mayor de los servicios de cetrería del rey.

La nota más destacable de Ausiàs March fue la pureza con que utilizó un idioma que tanto contribuyó a consolidar, como primer poeta culto que se atrevió a romper, en su senda a la madurez, con la manida tradición provenzal. Su estilo, lejos de todo preciosismo, se amoldó al tema que trataba en cada momento: austero en los poemas filosóficos, y no desdeñoso de los giros populares si éstos le servían como instrumento persuasivo.

Los trabajos literarios de March se produjeron en dos ciclos. El primero, fechable entre 1427 y 1445, se centró temáticamente en poemas dirigidos a Llir entre cards, y Plena de seny. Seudónimos, según parece, de las damas que motivaron esas composiciones, en las que se plasmaron elementos de la poesía de los trovadores, con el tono y los temas peculiares del propio poeta, siempre entusiasta de la vida.

El segundo ciclo marchiano comprende los seis Cants de mort, con la larga confesión del Cant espiritual; poemas filosóficos, de tono sentencioso y didáctico, que ocuparían al poeta en sus últimos años, ya preocupado por la muerte y el más allá. De los Cants de Mort son buena muestra los versos que siguen

 

La gran dolor que llengua no pot dir

del qui·s veu mort e no sap on ira

(no sab sson Deu si per a si·l volrra

o si’n l’infern lo volrra sebollir) [...]

O cruel mal qui tolls la joventut

e fas podrir les carns dins en lo vas!

L’espirit, ple de paor, volant va

a l’incert loch, tement l’eternal dan.

 

Reproducimos también unos versos de El cant espiritual en los que se aprecian lo que podría ser antecedente de las Coplas de Jorge Manrique a la muerte de su padre (1476):

 

Si com los rius que a la mar tots acoren,

axi les fins totes en tu se n’entren.

Puys te conech, esforça·m que jo t’ame.

Vença l’amor a la por que yo·t porte!

 

No es extraño que March tuviera un notable influjo (aparte del ya citado en Jorge Manrique) en los principales poetas españoles del Renacimiento como Boscán, Garcilaso y Gutierre de Cetina, entre otros.

 

 

B. Ramon Llull

 

Ramon Llull (Palma de Mallorca, 1235-ib. 1315), filósofo y escritor. Hijo de un barcelonés emigrado a Mallorca, estuvo desde muy joven relacionado con los ambientes cortesanos. Durante su juventud fue senescal (mayordomo mayor, ya lo vimos antes) del heredero del reino, el infante don Jaime. Y hasta cumplir la treintena llevó una vida disoluta y exenta de preocupaciones.

A los treinta y dos años, según él mismo contó, se le apareció el propio Jesucristo, algo decisivo para su carrera: Cristo le pidió que abandonara la mundanidad y se pusiera a su servicio. Dejó, pues, corte, esposa e hijos y emprendió una peregrinación a Santiago de Compostela, desde donde se trasladó a Barcelona para posteriormente retornar a su isla natal, en la que se entregó durante nueve años al estudio y a la contemplación.

Más tarde, con la intención de proseguir su acercamiento a Dios, se retiró al monte, donde, según él mismo relató en Vidas coetáneas, Dios le iluminó y le inspiró la escritura de un libro que sirviera para convertir al cristianismo a los paganos, obra que cabe identificar con Arte abreviado de encontrar verdad. En 1276, y merced a una ayuda de su antiguo pupilo, el infante don Jaime, Llull fundó el colegio de Miramar, del que se convirtió en director; y más tarde viajó a París para exponer sus ideas en La Sorbona y obtener el magisterio en artes.

Llull expuso ante el papa Nicolás IV un proyecto para una nueva cruzada en tierras paganas, pero al no contar con el favor del pontífice, partió en solitario hacia Chipre y Armenia. En 1307 cayó prisionero en Bugía, en el norte de África, y a punto estuvo de sufrir un linchamiento público. De ahí se trasladó a Pisa, a la que llegó tras un naufragio, y de nuevo a París.

En 1311, Llull asistió al concilio de Viena, convocado por el papa Clemente V, ante el cual expuso un plan para evangelizar Tierra Santa, proyecto que tampoco fraguó. Y de allí regresó a Mallorca, para poco después emprender otro viaje al norte de África, en esta ocasión a Túnez, donde escribió su última obra de la que se tienen referencias, el Liber de maiore fine et intellectus amoris et honoris, fechada en 1315.

En conjunto se conservan doscientas cuarenta y tres obras de Llull, en latín y en catalán. Escribió también en árabe, a menudo traducciones directas de sus obras, de las que no sobrevivió ninguna. Por lo que se refiere al catalán, fue el primero en utilizarlo para fines filosóficos en su Arte Magna.

 

C. Joanot Martorell

 

Nos ocuparemos ahora del tercer gran escritor del siglo XV en la Corona de Aragón, Joanot Martorell, de cuya mayor obra, Tirant lo Blanch, fue gran defensor Cervantes, en El Quijote, a través de dos de sus grandes personajes, el cura y el barbero; protagonistas en el episodio de la criba, que él mismo, junto con otros colegas, realizó de los libros de caballería que como sus más preciadas posesiones tenía el ingenioso hidalgo, a quien tanto le había menguado el seso. Por boca del barbero, Cervantes supo dar toda una lección de literatura, algunos dicen que salvando así a Tirant del olvido.

 

—¡Válame Dios!, dijo el cura dando una gran voz, ¿que aquí esté Tirante el Blanco? Dádmela acá, compadre, que hago cuenta que he hallado en él un tesoro de contento y una mina de pasatiempos. Aquí está don Kirieleisón de Montalbán, valeroso caballero, y su hermano Tomás de Montalbán y el caballero Fonseca, con la batalla que el Valiente de Tirante hizo con el alano, y las agudezas de la doncella Placerdemivida, con los amores y embustes de la viuda Reposada, y la señora emperatriz, enamorada de Hipólito, su escudero.

 

Y en una segunda parrafada, el barbero hace una pulcra y definitiva crítica literaria de Tirante el Blanco:

 

—Digoos verdad, señor compadre, que, por su estilo, es éste el mejor libro del mundo: aquí comen los caballeros, y duermen, y mueren en sus camas, y hacen testamento antes de su muerte, con otras cosas de que todos los demás libros deste género carecen. Con todo eso, os digo que merecía el que lo compuso, pues no hizo tantas necedades de industria, que le echaran a galeras por todos los días de su vida. Llevadle a casa y leedle, y veréis que es verdad cuanto de él os he dicho.

 

La tercera loa que traemos a propósito de Martorell es la del novelista hispano peruano Mario Vargas Llosa (Premio Nobel de Literatura 2010), con el siguiente expresivo elogio, aparecido en el prólogo a la edición de Alianza de 1969:

 

Martorell es el primero de esa estirpe de suplantadores de Dios —Fielding, Balzac, Dickens, Flaubert, Tolstoi, Joyce, Faulkner—, que pretenden crear en sus novelas una «realidad total», el más remoto caso de novelista todopoderoso, desinteresado, omnisciente y ubicuo. ¿Qué significa que esta novela es una de las más ambiciosas? Que Tirant lo Blanc es el resultado de una decisión tan descabellada como la de aquel personaje de Borges que quería construir un mapamundi de tamaño natural. [...] Tirant lo Blanc, ese cadáver, está ahí, en su injusta tumba de olvido, esperando que entren por fin los lectores a su mundo de vida hirviente y prodigiosamente conservada.

 

Hechas las anteriores presentaciones de Tirant por tan excelsos introductores, cabe decir que la historia de Joanot Martorell (Valencia c. 1410-1468) fue una novela en sí misma, como incansable y verdadero caballero andante por la ya ancha Europa de entonces, que él conoció, como espécimen de una inquieta estirpe, manteniendo más de una vez actitudes belicosas con sus enemigos. Una hermana suya, Isabel Martorell, fue la primera esposa del poeta Ausiàs March, a quien nos hemos referido antes.

En 1438, Martorell vivió en Londres por un tiempo, y allí el rey Enrique VI accedió a ser juez del duelo a muerte del escritor con su medio primo Joan de Montpalau, quien por miedo no compareció en tan conflictivo trance, ventilándose el asunto con una solución económica.

 

 

FERNANDO EL CATÓLICO: V DE CASTILLA, II DE ARAGÓN

 

Fernando II de Aragón (V de Castilla), rey católico según título dado por el papa, fue, desde 1468 (cuando se concertó su matrimonio), la esperanza de los castellanos partidarios de la princesa Isabel frente a la pretendida hija de Enrique IV, la Beltraneja. Y así es como se formó un partido deseoso de concertar la boda entre la heredera de Castilla —según había reconocido Enrique IV en el acuerdo de los Toros de Guisando— y Fernando, quien como regalo envió a su prometida un collar que hubo de desempeñar previamente.

 

 

Isabel y Fernando, reyes de Castilla: Granada y Nápoles

 

Para evitar las amenazas que había contra él, Fernando hubo de efectuar el viaje disfrazado de mozo de mulas. Llegó a Dueñas en octubre de 1469, y ese mismo mes tuvo lugar la boda en Valladolid. Antes de pasar un año tuvieron su primera hija, Isabel, que con el tiempo sería reina de Portugal.

Cuando el rey de Castilla, Enrique IV, murió (1474), Fernando se encontraba en Zaragoza, negociando con las Cortes el apoyo económico para su causa en Castilla. Y la noticia de que Isabel había tomado la espada en su proclamación de Segovia como reina —la plenitud de poderes—, en contra del pacto previo de compartir la Corona con él, causó gran disgusto al príncipe de Aragón y rey de Sicilia. Hasta el punto de que estuvo por disolverse el matrimonio, pues Fernando exigió ser tenido desde un principio como propietario de la corona castellana, como pariente varón más próximo del difunto Enrique IV. La Concordia de Segovia (1475) estipuló la igualdad de derechos de ambos cónyuges sobre la Corona de Castilla.

Luego, por las negociaciones entre Fernando V de Castilla y Luis XI de Francia, Alfonso V de Portugal quedó abandonado por los franceses en sus pretensiones de ser rey de Castilla por matrimonio con Juana la Beltraneja, hija de Enrique IV. Por lo que recurrió a las armas, para en 1479 sufrir definitiva derrota en Albuera, tras lo cual se firmó en Alcozobes el tratado de paz con Portugal.

El mismo año de 1479, tras la muerte de Juan II de Aragón, Fernando e Isabel pasaron a ser los indiscutibles reyes de ambas monarquías, de Castilla y Aragón, sin que sea factible deslindar qué reino conquistó al otro con ese enlace: Fernando fue rey de Castilla sin límites, más rey de Aragón, donde Isabel era reina pero sin apenas intervención en esa Corona.41

Los nuevos reyes tuvieron grandes problemas internos: como reordenar Castilla y como reorganizar socialmente Cataluña. En el primer caso, Fernando cooperó con su esposa en la modificación de los impuestos, la organización del ejército y el establecimiento de la Santa Hermandad como fuerza de seguridad internacional contra el bandolerismo y el crimen. En el segundo tema, Fernando actuó frente a la mala relación entre nobles y payeses de remensa, y admitido como árbitro, dictó en 1486, en el monasterio de Guadalupe, una sentencia declarando abolidos los malos usos, y decretando al mismo tiempo la libertad de los remensas a cambio de ciertas compensaciones económicas. Un problema similar fue el de los exáricos en territorio aragonés.42

Dejando a su esposa el peso principal de la dominación de los nobles castellanos, rebeldes como casi siempre, Fernando preparó la conquista de Granada. Era la herencia que le había dejado su abuelo Fernando de Antequera y el cumplimiento de un anhelo de toda España retrasado siempre.

El gran episodio de la lucha por Granada contra el Zagal fue la toma de Málaga en 1487, lo que abrió las negociaciones con Granada, donde Boabdil no podía resistir, de modo que, en 1491, el cerco se hizo tan estrecho que el rey moro aceptó la rendición (25 de noviembre de 1491). El 6 de enero de 1492 los Reyes Católicos entraron en la ciudad, terminando la Reconquista de España después de 781 años de presencia árabe.

En 1500, después de romper Fernando con Luis XII de Francia, desde Castilla, acometió la conquista de Nápoles en lucha contra los franceses, con base en sus derechos por el anterior rey, su abuelo, Alfonso V el Magnánimo. En tal empresa, Fernando González de Córdoba, el Gran Capitán, alcanzó la máxima gloria en sucesivas campañas, quedando Fernando reconocido como rey de Nápoles por el Tratado de Lyon, 1503, que puso término a las hostilidades franco-españolas.

 

 

Fernando y Germana de Foix contra Felipe I

 

El 26 de noviembre de 1504 murió Isabel la Católica decidiendo en su testamento que Fernando continuara siendo rey de Castilla para asumir la regencia con plenos poderes en caso de incapacidad o ausencia de doña Juana, quien recibió la corona castellana, junto con su esposo Felipe I el Hermoso, hijo del emperador Maximiliano de Austria, de la dinastía de los Habsburgo.

En las circunstancias de su esposa, Felipe I no dudó en hacerse con todo el poder real, que también era reclamado por Fernando. De modo que sólo después de arduas negociaciones se llegó a la llamada Concordia de Salamanca (1505) en la que se acordó el gobierno conjunto de Felipe I, Juana I, y el mismo Fernando. Pero a poco de ello, y a pesar de la concordia, Fernando no acababa de tener claro su porvenir: se veía amenazado en Castilla, Milán y Nápoles por el Tratado de Blois de 22 de septiembre de 1504, entre Luis XII y Felipe el Hermoso.

Para neutralizar esa alianza, que consideraba de lo más perniciosa, Fernando, en mayo de 1505, envió a Francia a fray Juan de Enguera a negociar su boda con doña Germana de Foix, hija de Juan Gastón de Foix, Conde de Narbona, y de María de Orleans, hermana de Luis XII de Francia. El enlace se pactó en Blois, el 12 de octubre de 1505, con un tratado —distinto del de 1504 entre Luis XII y Felipe antes de ser éste rey, e ignorado hoy por casi todos los españoles— que fue una patética serie de cesiones de Fernando, que se comprometió a entregar la mitad del reino de Nápoles a Germana, territorio que pasaría a Francia si no hubiera hijos del nuevo matrimonio; y en caso de haberlos, Fernando se comprometía a que heredasen Aragón, Nápoles y Sicilia.

Además, Fernando aceptó pagar un millón de ducados en diez años, por los gastos realizados por Luis XII durante la Guerra de Nápoles, una especie de indemnización de guerra. En su despecho por lo que estaba sucediendo en Castilla con Felipe I, Fernando renunció a sus propósitos de mantener la unión peninsular, salvo que pensara recomponer toda la situación en ulterior pugna con Felipe I. No en vano su astucia sirvió de modelo para El Príncipe de Maquiavelo.

El caso es que, hecho el nuevo matrimonio, con poco más de un año de luto por la reina Isabel, Germana de Foix acompañó a don Fernando en su viaje a Nápoles, donde en 1506 entraron solemnemente el 1 de noviembre. Y muerto Felipe el Hermoso el 25 de septiembre de ese mismo año, volvieron a España, desembarcando el 21 de julio de 1507 en el Grao de Valencia, donde quedó doña Germana como lugarteniente general de ese reino. Un mes después, ella se reunió en Burgos con su esposo, con quien visitó a la reina Juana que, de hecho, había abandonado todas sus obligaciones reales por desesperación a causa de la muerte de su marido Felipe I. Ulteriormente, Fernando, acompañado de su nueva esposa, realizó un largo viaje por Andalucía. El 3 de mayo de 1509, nació en Valladolid el hijo de ambos, el príncipe Juan de Aragón, que murió a poco de ver la luz.

 

 

Incorporación de Navarra y últimos tiempos del rey católico

 

Ya con plenos poderes otra vez en Castilla, conservando siempre los de Aragón, Fernando, con base en presuntos derechos de su segunda esposa al trono de Navarra, entonces sometida a la dependencia de Francia, se propuso la incorporación del viejo reino a Castilla, que financió la campaña de conquista (1512) a cargo del ejército mandado por el duque de Alba.

Los últimos meses de la vida de Fernando fueron bien amargos. Un nuevo rey francés, Francisco I, entró en Italia y conquistó, en la batalla de Marignan (1516), el Ducado de Milán, sin que él pudiera hacer nada por impedirlo. Sólo después, Carlos I se haría con el Milanesado tras la batalla de Pavía (1526).

Además, Fernando, en sus últimos tiempos, tramó complicados proyectos para la sucesión de sus reinos, pretendiendo incluso separar Castilla y Aragón; primero a favor del hijo que tuvo con Germana de Foix y, más tarde, a la muerte del jovencísimo infante, para su segundo nieto por parte de su hija Juana, Fernando, a quien había educado personalmente. Pero el primogénito de Felipe I y Juana, el Carlos que luego sería emperador, se mostró muy ambicioso ya a su temprana edad, e intervino con firmeza para reclamar la presencia de su hermano en Flandes. Antes de que eso ocurriera, Fernando II de Aragón y V de Castilla, que marchaba hacia Guadalupe, murió en Madrigalejo, un pueblo de Cáceres, el 25 de enero de 1516.43

Muerto el rey Católico, ya es factible hablar de España como un designio común: tras la conquista de Granada y la definitiva incorporación de Navarra en 1512, al desembarcar Carlos en Villaviciosa (Asturias), en 1517, ya era verdadero rey de toda España, por la acción resuelta de sus abuelos los Reyes Católicos, que también auspiciaron, desde 1492, las conquistas en las Indias, así como una cierta expansión en el norte de África. A partir de entonces, a ningún rey de España se le pasó por la cabeza repartir sus reinos entre sus distintos hijos: España, políticamente, pasó a ser un reino global, en el que la Corona de Aragón era una de sus piezas.

 

 

La unión personal en la Corona de España

 

A partir de 1517, la vida política y económica de los territorios de la Corona de Aragón quedó dentro de la nueva monarquía hispánica, con el primer rey de España, Carlos I, que rigió los territorios de la antigua Corona a través del Consejo Supremo de Aragón, que disponía de un vicecanciller y seis regentes: dos para el reino de Aragón, dos para el de Valencia, y dos para el Principado de Cataluña junto con Mallorca y Cerdeña. Los virreyes asumieron funciones militares, administrativas, judiciales y financieras en sus respectivas demarcaciones.

No obstante, a pesar de los cambios institucionales, la unión de los Reyes Católicos no significó la emergencia de un Estado unitario, que no llegaría hasta mucho después, con Felipe V. En otras palabras, en línea con lo que había sido el devenir histórico hasta entonces, y diciéndolo en terminología actual, la Corona española mantuvo la confederación de sus antiguos territorios medievales.

En ese contexto, en la Corona de Aragón continuaron sus Cortes confederales, que coexistieron con las instituciones particulares de cada uno de sus territorios: las Cortes aragonesas, la Generalitat de Cataluña, la Generalitat Valenciana, y el régimen particular del Reino de Mallorca. Un complejo sistema que significó el respeto a instituciones, lenguas y culturas. Y fue dentro de esa Corona de Aragón como el protagonismo de Cataluña hasta 1479 entró en declive, al pasar a ser parte del sistema de la Corona de España (y no de Castilla, como tantas veces se pretende).

 

 

RESUMIENDO

 

La historia de Cataluña hasta la formación del Estado español en 1516 fue más que prolífica en acontecimientos de todo tipo. Y la narración del año 801 al 1516 explica la formación de la identidad catalana, con una indudable desazón histórica por no haberse constituido en reino desde el principio, como hicieron otros espacios peninsulares, a causa de la presunta dependencia de Cataluña de los carolingios primero, y de Francia después.

De distinto carácter es la frustración, si así puede llamarse, por no haber resultado posible construir un amplio Estado catalanoaragonés a ambos lados de los Pirineos. Sobre todo cuando al oeste surgieron inevitables constricciones territoriales que dieron lugar al pacto con Castilla (Tratado de Almizra de 1244) para una frontera consensuada.

La expansión por el Mediterráneo fue toda una gesta en su tiempo, y generó un comercio del mayor interés. Pero el proyecto mediterráneo no fue todo lo grandioso y duradero que se intentó, pues, salvo el caso de Sicilia, esas posesiones no tuvieron una consistencia duradera: la presencia en Córcega resultó efímera, en la isla de Cerdeña hubo un permanente acoso de los rebeldes sardos y de los genoveses, la pertenencia del Reino de Nápoles apenas duró una década, y los ducados de Grecia no llegaron a un siglo de dominación. Todo ello, en una época en que la demografía tuvo su más negativa incidencia con sucesivas epidemias de peste negra, y coincidiendo con una eclosión literaria formidable, con figuras como March, Llull y Martorell.

Ulteriormente, al hacerse los Trastámara con la Corona de Aragón en 1412, y con la posterior unión de las dos coronas por los Reyes Católicos, hubo un proceso de unión no precisamente bienvenido por algunos catalanes, que habrían preferido un destino más propio. No obstante, se mantuvo el tantas veces admirado confederalismo de la Corona de Aragón, que en realidad supuso una indudable pérdida de fuerza frente al régimen unitario castellano, en el cual el rey lo era de un único reino, en tanto que el monarca de Aragón había de abarcar y negociar continuamente con cuatro espacios diferentes, cada uno con sus propios fueros.

En cualquier caso, al comienzo de la unidad de España, Cataluña pasó a no participar en las decisiones internacionales, que ya no le pertenecieron para nada: de hecho, Cataluña pasó a ser un país sin Estado propio a efectos exteriores y ya sin mayor influencia en los demás territorios de la Corona de Aragón, lo que originó no pocos problemas, que se analizan en el siguiente capítulo.