TRES

Helborg espoleó con frenesí su corcel y cargó directamente contra el demonio. La titánica criatura, formada por ondulantes y mugrientas capas apiladas de músculos abotagados y supurantes, se alzaba por encima de él. Ya había completado su materialización, y su piel de color verde oliva brillaba con los excrementos que rezumaba.

El hedor era insoportable: un efluvio asfixiante y empalagoso de putrescencia que se aferraba a la garganta y hacía saltar las lágrimas. Cada uno de los movimientos del monstruo iba acompañado de una nube de moscas que revoloteaban en torno a él como si fueran un manto de niebla. La tierra bullía y se agitaba bajo su lomo encorvado, contaminada por la pestilencia a azufre y reducida a una tóxica papilla. El demonio se revolcaba en su propia mugre, regodeándose en el lodazal que había creado a su alrededor.

El caballo de Helborg estuvo a punto de trastabillarse mientras se acercaba al galope, traicionado por el mutante terreno, pero se mantuvo firme. Cuando el demonio lo vio aproximarse levantó el cuchillo de carnicero para asestar un golpe letal. Helborg espoleó al caballo para cargar directamente contra su objetivo. El cuchillo cortó el aire silbando y arrojando chorros de bilis. Helborg se agachó y giró rápidamente para esquivar al monstruo, y sintió cómo la pesada hoja barría el aire justo encima de su espalda encorvada; volvió a erguirse sobre la silla de montar, espada en ristre.

Lo acompañaron en la carga otros caballeros de la Reiksguard, algunos todavía empuñando las lanzas largas. Dos de ellos hundieron las armas en los costados del demonio y las heridas se convirtieron en fuentes de mocos. La oronda criatura lanzó un rugido plagado de borboteos y giró en redondo para arrancar a los caballeros de sus sillas de montar y arrojarlos de cabeza al suelo.

El caballo de batalla de Helborg se asustó cuando rozó el pellejo bamboleante del demonio y Helborg al galope le clavó la espada en la carne. Fue como hendir carne de cerdo podrida: la piel y los músculos se escindieron con facilidad y quedó a la vista una masa de grasa blanca como la leche y vasos capilares por los que corría una sangre negra y bullente.

El demonio asestó una cuchillada de espaldas con sus brazos fofos y carnosos, pero Helborg fue más rápido y guio a su caballo por debajo de la sombra del otro brazo demoníaco, al que rajó al pasar con el colmillo rúnico. De la extremidad cayeron más trozos de carne que aterrizaron humeando en el suelo.

Para entonces había jinetes de la Reiksguard por todas partes, deslizándose sobre sus monturas bajo la sombra de las garras del demonio y cosiéndolo a puñaladas con sus espadas largas. La criatura soltó otro rugido ensordecedor de dolor y agitó los brazos con más violencia. El cuchillo del monstruo se llevó por delante a dos jinetes de un solo golpe y los derribó de la silla. A continuación, el demonio lanzó un puñetazo que aplastó el yelmo de otro caballero que ya orientaba la lanza para asestar el golpe.

Las nubes de moscas zumbaron con furia y se arremolinaron en torno al demonio acosado como cabezas de serpiente. Se introdujeron en las viseras y en los gorjales de los caballeros, se amontonaron pegadas a sus cuerpos y obligaron a los jinetes a renunciar al ataque. Unos gusanos largos como un antebrazo humano surgieron del suelo licuado y se aferraron con unos dientes como agujas a las cernejas de los caballos. Enjambres de criaturas demoníacas con unas fauces tan grandes como sus cuerpos pulposos salieron disparados de los muslos del monstruo mientras éste se agitaba con frenesí, y allí donde aterrizaban clavaban los incisivos y roían con ahínco.

La Reiksguard se abrió paso por la muchedumbre de horrores, dejando a un lado las criaturas más pequeñas para concentrar el ataque en la descomunal abominación que se parapetaba tras ellas, pero el monstruo con el que se enfrentaban los caballeros no era un mero portador de plagas; era el ser más extraordinario de su espantosa especie, y las espadas de los hombres mortales no le inspiraban el menor temor. Su vasto cuchillo barría el aire con el ritmo preciso de un metrónomo, hendiendo armaduras como si estuvieran hechas de pergamino podrido. Helborg vio que otros tres de sus hombres caían de un solo golpe del cuchillo del demonio y que sus corazas de batalla, de un precio incalculable, se hacían añicos en un abrir y cerrar de ojos.

Espoleó a su corcel para cargar al galope contra el brazo con el que el monstruo empuñaba el cuchillo y, sin detenerse, armó el brazo con su colmillo rúnico. La hoja sagrada relumbró en la penumbra preternatural.

El demonio vio que Helborg iba a embestirlo, pero era demasiado tarde, y cuando intentó derribar al caballero de su montura con un golpe de revés, Helborg y se inclinó sobre la silla y desvió el cuerpo. Según volvía a pasar silbando la siniestra hoja por encima de él, Helborg atacó con su propia espada; lanzó una estocada ascendente y con un giro de muñeca acertó en la mano de su oponente con el colmillo rúnico, que se hundió en la grasa putrefacta como si se deslizara a través de agua.

El demonio lanzó un rugido de indignación, irritado por la audacia del ataque. Helborg aferró con ambas manos la empuñadura de su espada mientras pugnaba por controlar los movimientos de su montura y tiró con fuerza. El acero con las runas grabadas cortó tendones y cercenó el brazo del demonio a la altura del codo. Un chorro de espesa sangre negra y abrasiva como el ácido roció la visera de su yelmo y Helborg tiró con más ahínco.

El antebrazo del demonio se desprendió del resto del brazo con un repulsivo plaf, y en el muñón quedaron revoloteando largos filamentos de músculos y de piel. La extremidad amputada, impulsada por el peso del cuchillo que aún empuñaba, se estrelló contra el suelo y se hundió bajo la superficie compuesta de saliva y de pus. El demonio bramó, esta vez de auténtico dolor, abriendo la boca hasta el límite de sus posibilidades para emitir un ensordecedor aullido que hizo temblar las nubes.

Los caballeros de la Reiksguard supervivientes insistieron en el ataque. Del demonio devastado salieron disparados en todas direcciones fluidos nocivos en regueros envueltos en nubes de moscas picadoras. Helborg tiró de las riendas de su corcel para dar media vuelta y emprender un nuevo ataque, desbordado por el júbilo que le proporcionaba la batalla.

Se podía herir al demonio. Se podía matar.

Pero entonces los oyó, justo cuando estaba a punto de espolear los flancos de su montura. Los cuernos resonaron a lo largo del campo de batalla y su sonido se mezcló con el estrépito del multitudinario combate.

No era la primera vez que Helborg oía aquellos cuernos; su timbre marchito era propio de trompetas descoloridas por el tiempo de otra época. Ningún heraldo del Imperio empleaba tales instrumentos; pertenecían a ejércitos que no tenían el derecho de marchar en el tiempo presente.

Helborg se retorció sobre la silla de montar para intentar volverse en la dirección de los sonidos. Por un momento, lo único que vio fue el contorno del tumulto de caballeros y de monstruos de plaga enzarzados en la lucha alrededor del furioso demonio de mayor tamaño, sobre el telón de fondo de los remolinos de lluvia que impedían ver las hordas desplegadas detrás.

Entonces, como si las penetrantes notas de los cuernos de guerra las hubieran hendido, los blancos bancos de niebla se dividieron y durante unos segundos dejaron a la vista toda la mitad oriental del campo de batalla. Helborg atisbó gigantescas multitudes de mortales y de engendros del aethyr luchando cuerpo a cuerpo a lo largo y a lo ancho del vasto flanco oriental, y detrás de ellas, en la otra orilla del Revesnecht, vio los viles estandartes de Sylvania izados, azotados por la lluvia, todos ellos con la marca de la pálida cabeza de la muerte de aquella tierra maldita. A la cabeza de la hueste de retornados estaba un señor enfundado en una armadura carmesí, con una cabellera blanca que resaltaba como el hueso en una herida.

Un escalofrío de incredulidad le recorrió el cuerpo. Sabía quién había vestido aquella armadura. También sabía cuánto tiempo había pasado desde entonces. Simplemente era imposible.

«Vlad von Carstein.»

El asombro afectó a su concentración. Helborg, mientras contemplaba, hechizado, la hueste de no muertos que avanzaba para incorporarse a la batalla, olvidó el peligro mortal más inmediato.

El demonio avanzó pesadamente hacia él, arrastrando su descomunal cuerpo, que se bamboleaba como si fuera una muralla de carne. La única zarpa que le quedaba asestó un tajo descendente que dejó una estela de humo tóxico. El caballo de Helborg se empinó, aterrado por el titánico monstruo que se cernía sobre él.

Helborg luchó con las riendas, intentado alejar el corcel del peligro, pero el animal estaba fuera de sí y no le obedecía. Las garras del demonio se hundieron en el yelmo de Helborg y desgarraron el acero, y las uñas largas y abrasadoras como lenguas de fuego se clavaron en la carne del caballero.

El impacto fue demoledor. El caballo corcoveó, chillando de dolor, y el jinete salió disparado de la silla y se estrelló contra el suelo, con los huesos descoyuntados y el rostro salpicado de sangre. Intentó levantarse; encogió las piernas para volver a ponerse de pie, pero le sobrevinieron un mareo y un aturdimiento repentinos.

Agarró la espada e intentó fijar la mirada en el acero, pero las heridas en el costado le ardían. Vio las figuras borrosas de sus camaradas caballeros cargando valientemente hacia el demonio; sabía que ninguno de ellos podía albergar la esperanza de matarlo.

Gritando de dolor, intentó obligar a sus extremidades a obedecer sus órdenes. Sin embargo estaban tan entumecidas que fue en vano; sintió como si estuvieran clavándole lanzas recubiertas de escarcha en los huesos. Oyó las reverberaciones letales de los cuernos de guerra como si tuviera la cabeza sumergida en el agua. Le ardía la herida en la mejilla desgarrada y distinguió el olor a veneno que emanaba.

Después su cabeza se estrelló contra el fango y perdió el conocimiento.

Garra de Muerte sobrevoló el campo de batalla. El grifo batía con fuerza sus gigantescas alas y dispersaba los jirones de nubes de bordes negros. Los musculados hombros de la bestia hacían un gran esfuerzo para mantener en el aire la mole descomunal de su cuerpo.

Karl Franz se inclinó sentado en la silla, con la espada desenfundada. El grifo, por fin liberado de los grilletes empleados por sus temerosos cuidadores, era un portento de una fuerza descomunal. Jinete y bestia se habían salvado la vida mutuamente en más de una ocasión, y el vínculo que existía entre ellos era tan resistente como el acero.

—Llevas demasiado tiempo encerrada —murmuró Karl Franz, deslizando los dedos de la mano enguantada por las plumas de la nuca de Garra de Muerte—. Deja salir tu furia.

El grifo de batalla respondió con un graznido metálico que resquebrajó el aire, y con una batida de las alas se deslizó como un rayo por el aire y sobrevoló la zona central del campo de batalla.

Karl Franz contempló las cruentas escenas intentando hacerse una idea de la situación del combate en medio de los confusos movimientos de los regimientos y de las partidas de guerra. El grueso de sus fuerzas estaban inmersas en una brutal batalla cuerpo a cuerpo con los guerreros del Caos. El flanco occidental permanecía en su mayor parte intacto, y Mecke había enviado a la refriega a sus veteranos espadas, que ahora estaban enzarzados en una lucha con filas de guerreros en panoplias que blandían hachas de doble hoja y martillos con calaveras encadenadas. La lucha en el centro era disputada. El grueso de las tropas de Reikland no daba abasto para detener las enardecidas oleadas de monstruos demoníacos, si bien la caballería de la Reiksguard seguía luchando encarnizadamente en el centro mismo del campo. En el este, las tropas de Ostermark estaban resistiendo a la desesperada para no acabar aniquiladas, mientras detrás de ellos, el ejército de los no muertos, cuyas filas avanzaban en un silencio sobrecogedor, avanzaba hacia el campo de batalla.

La tarea de Karl Franz era obvia. Mecke seguía manteniendo la posición. Schwarzhelm, Huss y Valten tendrían que salvar algo de la escabechina que estaba produciéndose en el flanco oriental, tanto si Von Carstein llegaba como aliado o como enemigo. La presencia maligna en el corazón del ejército del Caos, sin embargo, quedaba fuera del alcance de todos ellos, y su siniestra aura estaba expandiéndose como un manto por todo su ejército. La posición elevada del emperador le permitió ver que la mole hinchada del demonio se alzaba en medio de la vanguardia de la Reiksguard y repartía puñetazos a diestra y siniestra. Un monstruo como aquél era capaz de exterminar contingentes enteros de tropas mortales, y sobre el campo de batalla no había nada que pudiera hacerle frente.

De Helborg no había ni rastro. No cabía duda de que el mariscal había cargado contra la criatura con la esperanza de poder abatirla antes de que adquiriera la plenitud de su fuerza. Se trataba de una temeridad, pero el demonio seguía vivo a pesar de los agujeros en la carne nacarina y del muñón en el brazo que chorreaba sangre negra.

—Ésa es nuestra presa, grandullón —dijo Karl Franz, señalando con la punta del colmillo rúnico los hombros fofos del demonio.

El grifo se lanzó en picado de inmediato, con las enormes alas desplegadas hacia atrás y directamente hacia el espanto que había abajo. Karl Franz agarró con fuerza las riendas mientras el aire húmedo y gélido gemía a su alrededor. La velocidad convirtió el paisaje ante él en una mancha borrosa en la que únicamente el abotagado monstruo conservaba su definición. El demonio se alzaba sobre la faz de la tierra como una bestia descomunal y enloquecida.

Garra de Muerte lanzó un chillido de batalla y extendió las garras delanteras. En el último momento, el demonio lanzó hacia delante su monstruosa cabeza y reparó en jinete y montura justo cuando impactaban como un rayo contra él.

El grifo arañó con las uñas la cara del demonio y le rasgó los ojos. Con las partas traseras hendió el torso babeante del demonio y arrancó pútridas tiras de carne fétida. Karl Franz lo acometió con el colmillo rúnico y sintió el calor que desprendió la ancestral hoja: las runas habían reconocido el hedor del ser demoníaco y refulgían como estrellas.

Justo cuando el demonio tendía hacia él su solitario brazo, Garra de Muerte viró bruscamente y lo rodeó con la agilidad de un halcón. La repugnante bestia intentó arañarlo con las uñas, pero el grifo evadió el ataque y volvió a lanzarse hacia él; con el pico le desgarró un hombro y arrancó más trozos de carne del cuerpo devastado.

El demonio se volvió, levantó las ancas del cenagal y trató de derribar al grifo del cielo, pero los dedos de su garra se quedaron a un pelo de cerrarse alrededor de la cola de Garra de Muerte.

El grifo eludió el ataque con una explosiva aceleración y viró para emprender un nuevo ataque. Entretanto, Karl Franz aferró con ambas manos la empuñadura de su espada y la sujetó con la punta hacia abajo. Sabía perfectamente lo que se proponía su montura, de modo que desplazó su peso sobre la silla.

El demonio volvió a tender la garra hacia ellos. Garra de Muerte se lanzó en picado y esquivó por un dedo las uñas del monstruo antes de clavar sus propias garras en la espalda de su rival. El grifo deslizó las uñas por el espinazo encorvado del demonio y desgarró tendones, y las heridas abiertas dejaron a la vista huesos abultados.

Karl Franz, listo para la maniobra, esperó hasta que la nuca del demonio se elevara ante él. parte de su cuerpo era una joroba nauseabunda y pestilente tachonada de púas y rodeada de pústulas reventadas. El emperador apuntó cuidadosamente.

El demonio se volvió con la intención de derribar a Garra de Muerte, pero Karl Franz le clavó la espada hasta el fondo. La punta del colmillo rúnico se hundió limpiamente entre dos vértebras, perforando huesos y músculos. La hoja mágica explotó con una luz cegadora que brotó del punto de impacto y se propagó desgarrando la mugre que hallaba a su alrededor.

El demonio arqueó el cuello fofo mientras emitía gritos ahogados a la vez que gargareaba con la boca llena de sangre. Karl Franz estuvo a punto de salir despedido de la silla de montar, zarandeado tanto por las sacudidas de su presa como por el corcoveo de Garra de Muerte.

Sin embargo aguantó con firmeza y hundió aún más si cabe la espada en el cuerpo del demonio. Por la hoja corrió sangre negra que comenzó a sisear al entrar en contacto con el metal de los guanteletes mientras nubes de moscas revoloteaban alrededor de Karl Franz, intentando meterse a través de su visera. No obstante, el emperador aguantó con firmeza.

Garra de Muerte soltó un rugido que revelaba su sed de sangre y se posó sobre el encorvado espinazo del demonio. Eso proporcionó a Karl Franz el punto de apoyo que necesitaba para, con un impulso descomunal, mover de un lado a otro la espada hurgando en la herida y cercenar el cuello del demonio.

El grifo se separó de su presa con un violento salto y el enorme demonio se tambaleó, incapaz de soportar el dolor de los tendones que se partían uno detrás de otro. Sangrando por un centenar de otras heridas superficiales, el monstruo se retorció y se sacudió, arrojando en todas direcciones vómito y bilis. La magia necesaria para mantenerlo en el plano físico comenzó a desvanecerse y de sus ojos emanaron unas rancias volutas de humo verdoso.

Garra de Muerte alzó el vuelo. Karl Franz percibió el júbilo desbordante del grifo y se sumó a él.

—¡Por la sangre de Sigmar! —exclamó mientras lanzaba una mirada triunfal al horror que acababa de exterminar.

Los restos agonizantes del demonio se descomponían sobre la tierra y se mezclaban con la sangre ácida. Los numerosos portadores de plaga desplegados en torno a él se llevaron las manos a las caras alargadas y aullaron.

Momentos como éste eran los que daban la vuelta a una batalla. Huestes enteras podían venirse abajo con la muerte de su líder y su ímpetu decaer con la eliminación de un cabecilla que ejercía el papel de talismán. Garra de Muerte chilló a los cielos con una euforia incontenible mientras sobrevolaba el mar de hombres que luchaban en el suelo.

Karl Franz escrutó la batalla buscando algún indicio de Helborg, y ya se disponía a ordenar al grifo que diera media vuelta y descendiera cuando un grito desgarrador resonó por todo el campo de batalla. El emperador alzó la cabeza y divisó un nuevo horror que se aproximaba desde el norte. Las filas del Caos se descomponían escindidas por una vanguardia de caballeros en panoplia que cabalgaban a lomos de intrépidos corceles, con los bordes de las hombreras de las armaduras dorados y los yelmos asentados sobre gorjales de hierro. Galopaban en dirección a los supervivientes de la Reiksguard, arando la tierra que pisaban sus caballos dotados de pezuñas metálicas con pinchos. Los recién llegados avanzaban con una disciplina y un brío muy superiores a los de la mayoría de los siervos de los Dioses Caídos, si bien su librea era tan repugnante como la de cualquier fanático adorador de la sangre del gélido norte.

Y por el aire los acompañaba una criatura voladora ciertamente enorme que daba bandazos y surcaba el cielo con movimientos un tanto torpes. Era del tamaño de un dragón de batalla, y sus alas colosales se desplegaban en el aire como dos juegos de cuchillas multicolor. A diferencia de los auténticos dragones, sus costados no estaban recubiertos por un lustroso manto de escamas brillantes ni relumbraban llamas en torno a su sinuoso cuello. Allí donde debería haber habido carne prieta sólo se advertían huesos parcialmente ocultos bajo una red de tendones ennegrecidos por el paso del tiempo. En el tórax abierto se apreciaban unos boquetes en los que no se veía más que espirales de tinieblas. Un titánico cráneo colgaba del extremo de un espinazo blanco, envuelto en volutas de humo negrísimo, y las alas, que batían desmañadamente el aire, se mantenían enteras gracias a las tiras de músculo atrofiado que las recorrían.

El jinete de la monstruosidad no era menos grotesco: un rostro marfileño, alargado para contener unos colmillos que sobresalían ostensiblemente de la boca, asomaba por encima de las gruesas placas de armadura. El motivo de alas de murciélago competía por destacar más en su armadura con las calaveras y los trozos de pieles estirada que colgaban de cadenas. El jinete empuñaba una espada con la hoja recta y tan negra como las fauces del inframundo, recorrida por serpenteantes llamas azules.

Karl Franz percibió el hediondo aroma de la muerte que desprendía y detuvo el descenso de Garra de Muerte. En cambio, el grifo ascendió violentamente en vertical, ya ansioso por aniquilar al nuevo enemigo.

El emperador dudó antes de dar la orden. El demonio había sido un rival temible, pero se había enfrentado con él ya debilitado por los ataques de Helborg y la Reiksguard, además de que Garra de Muerte era letal contra presas confinadas en el suelo. Sin embargo, la colosal criatura que se deslizaba a una velocidad vertiginosa por el aire directamente hacia ellos era de un tamaño mucho mayor, y contaba con la ventaja de la frescura que le proporcionaba el hecho de no haber participado en un combate anterior.

Es más, Karl Franz advertía algo en el jinete que le hacía dudar. Escudriñó aquellos ojos oscuros, todavía desde la lejanía, y el corazón le dio un vuelco. Bajó la mirada a la espada, todavía embadurnada en la sangre del demonio que acababa de matar, y vio que el fuego de las runas se extinguía.

Un horrible pensamiento revestido de presentimiento se coló en su cabeza.

«Este enemigo escapa a mis posibilidades.»

El emperador sabía que no tenía la obligación de entrar en combate. Podía seguir el consejo de Schwarzhelm y reservarse para otra batalla, una de la que pudiera salir victorioso. No en vano era el emperador, no un paladín prescindible en medio de muchos miles de hombres a su servicio. Sus capitanes comprenderían sus razones. Se darían cuenta de que el Imperio era lo principal, y de que el hecho de que él siguiera vivo, más que cualquier otra cosa, mantenía encendida la llama de la esperanza de un futuro mejor.

Se le apareció la imagen de Altdorf, de sus torres blancas alzándose con orgullo por encima de la mugre y del alboroto de sus apretadas calles; del río, cuyas aguas corrían perezosamente junto a los muelles: un hervidero de actividad comercial e industrial.

Aquel lugar era la piedra angular del Imperio, y Karl Franz siempre había pensado que cuando la muerte apareciera ante él, lo llevaría allí.

Garra de Muerte chilló a la abominación que seguía acortando la distancia que los separaba y se revolvió constreñido por las riendas. El emperador recorrió con la mirada el campo de batalla y la lucha desesperada que libraban los fieles con las apretadas filas de monstruos. A cada momento que pasaba eran más los súbditos que encontraban un final doloroso y terrible a manos de un rival mucho más superior a ellos que lo que les correspondía por su condición de meros hombres mortales.

«No voy a abandonarlos.»

—¡Adelante! —ordenó Karl Franz a su grifo mientras sacudía el colmillo rúnico para limpiar la sangre adherida y dirigía la punta hacia el dragón—. ¡Embistámoslo desde arriba!