UNO

ARDAMANTUA, 544.M32

Los chromos eran relativamente fáciles de matar, pero acudían en tremendas cantidades.

Ocho muros de Imperial Fists acorralaron a uno de sus grupos familiares primarios en un valle rodeado de matorrales, al este del nido fistular, y los redujeron hasta convertirlos en caparazones quemados y salpicaduras de carne.

El humo se elevaba desde la colina de la muerte. Conformaba una mancha amarillenta en el aire compuesta por partículas orgánicas atomizadas y restos de ficelina. Según el magos biologis enviado para ayudar en esta empresa y en la ininterrumpida oleada de bólters y disparos láser, junto con los impactos repetidos del acero y las armas de combate cuerpo a cuerpo, habían vaporizado de manera eficaz alrededor del siete por ciento de la biomasa global del enemigo. Aquel humo amarillo, que formaba una nube de veinte kilómetros de ancho y sesenta de longitud, se cernió sobre el valle como la niebla de la aurora.

El magos biologis informó de esto a Koorland como si este hecho tuviese algún tipo de aplicación práctica. Koorland, segundo capitán de la Compañía del Muro del Amanecer, se encogió de hombros. Para él aquello no constituía un hecho, como cuando alguien decía que la forma de un charco de sangre derramada guardaba parecido con un mapa de Arcturus o el perfil del tío abuelo Janier. Koorland había sido enviado al trono olvidado de Ardamantua para matar chromos. Estaba acostumbrado a matar cosas. Se le daba bien, como a todos los hermanos de su compañía y cada uno de los hermanos de los cuerpos de defensa. También estaba acostumbrado al hecho de que, cuando mataban organismos en cantidades ingentes, todo quedaba hecho una porquería. A veces aquel desastre era vaporoso, otras era líquido, en algunas ocasiones era grasiento y, en otras, meras ascuas. No necesitaba que un experto clérigo de Terra le dijera que él y sus hermanos habían machacado a los chromos con tanta dureza y tan vertiginosamente que habían vaporizado una parte de ellos.

El magos biologis poseía un séquito de trescientos acólitos y servidores. Iban encapuchados, eran diligentes y habían adornado la ladera con equipamiento de detección portátil y motores de análisis. Unos tubos aspiraban el aire (Koorland entendió que este era el modo mediante el cual los magos biologis habían llegado a aquella revelación del siete por ciento). Varios aparatos pictográficos y escáneres registraron la anatomía de los especímenes chromos, tanto vivos como muertos, y las disecciones ya estaban en curso.

—Los chromos no son una especie con un factor de hostilidad elevado —le contó el magos a Koorland.

—¿No me digas? —respondió Koorland a través de los altavoces de su visor, obligado a escuchar aquel informe.

—En absoluto —dijo el humano mientras sacudía la cabeza. Al parecer, tuvo la impresión de que Koorland preguntaba por interés y no por obligación—. Míralo por ti mismo —le alentó, haciendo un gesto hacia un espécimen medio despellejado y espatarrado sobre una mesa de disección—. Obviamente, la cabeza, el cuello y la espalda están acorazados, y las extremidades anteriores están bien formadas en cuchillas digitales…

—O «garras» —comentó Koorland.

—En efecto —prosiguió el magos—, especialmente en los machos adultos y subadultos. No son inofensivos, pero no es una especie agresiva por naturaleza.

Koorland pensó sobre ello unos instantes. Los chromos, llamados así por el acabado metálico plateado de su armadura quitinosa, eran una raza xenos, insectos a escala humana con extremidades largas y de una velocidad pasmosa. Pensó en los dieciocho millones de sujetos que aquella tarde se habían arremolinado en el valle, en aquel mar de plata que refulgía bajo los rayos de sol, el susurro de sus miembros blindados, el golpeteo que producían las distintas partes de sus bocas como si fueran cogitadores rotos. Pensó en los tres hermanos de su muro que había perdido durante el ataque inicial, en los cuatro que habían tomado del Muro del Hemisferio, y en los tres del Muro de la Sexta Puerta Anterior.

Ve y diles a ellos que «no son agresivos por naturaleza».

Los chromos eran numerosos, muy numerosos. Cuantos más mataban, más había para matar. La única táctica que funcionaba era la carnicería ininterrumpida: seguir matándolos hasta que todos estuvieran muertos. Teniendo en cuenta la velocidad a la que se les había exigido a los Imperial Fists que atacaran, la duración, el frenesí… Maldita sea, no era de extrañar que hubieran vaporizado el siete por ciento de su biomasa.

—Se han encontrado chromos en otros sesenta y seis mundos de este sector solamente —explicó el magos biologis—. Veinticuatro de esos encuentros tuvieron lugar durante las expediciones de sumisión en los tiempos de la Gran Cruzada, y el resto han ido realizándose desde entonces. Se encontraban chromos en grandes cantidades, y a menudo se defendían, pero nada indica que se hayan comportado antes con una hostilidad proactiva como esta. —El magos reflexionó sobre lo que acababa de decir—. Me recuerdan a las ratas —siguió diciendo—. A las ratas radioactivas. Recuerdo que hubo una plaga terrible en los sótanos y subsótanos que hay bajo los archivos del Biologis Sanctum de Numis. Estuvieron destruyendo especímenes y documentos muy valiosos, pero individualmente no eran dañinas ni peligrosas en absoluto. Enviamos varios equipos de purga medioambiental con lanzallamas y rociadores de toxinas y comenzamos a exterminarlas. Se agruparon, supongo que por miedo, y salieron a raudales del lugar. Perdimos a tres hombres y a una docena de servidores bajo aquella avalancha. Eran imparables. Al igual que las ratas de subcolmena, los chromos nunca se habían comportado de este modo antes.

—Y no lo volverán a hacer —contestó Koorland— porque cuando acabemos aquí estarán todos muertos.

—Este es solo uno de los diecinueve posibles grupos familiares primarios —prosiguió el magos, y se detuvo. Koorland sabía que el magos pretendía dirigirse a él por su nombre pero, como les ocurría a tantos humanos, le costaba distinguir a los gigantescos guerreros transhumanos ataviados con su armadura amarilla. Tuvo que fiarse de los galones, las insignias y las marcas de la unidad que le adornaban las hombreras, y esa información siempre costaba un poco de procesar.

El magos biologis asintió levemente como disculpa por su vacilación.

—… Capitán Koorland del Segundo Muro del Amanecer…

—Segundo capitán de la Compañía del Muro del Amanecer —corrigió Koorland.

—Ya, por supuesto.

—Olvida el rango e intenta recordarnos solamente por nuestro nombre de muro.

—¿Vuestro qué?

Koorland lanzó un suspiro. Aquel hombre sabía más sobre las razas xenos de lo que podría considerarse sano pero desconocía por completo a los guerreros creados para protegerles de ellas.

—Nuestro nombre de muro —repitió—. Cuando nos reclutan, olvidamos nuestro nombre de pila, aquel que nos dieron antes de ser instruidos. Nuestros hermanos nos otorgan a cada uno de nosotros un nombre adecuado según nuestro comportamiento o nuestro carácter: un nombre mural.

El magos asintió con interés por cortesía.

Koorland hizo un gesto hacia un Space Marine que caminaba penosamente junto a ellos.

—Ese es Tiroteo —dijo—. ¿Ves a aquel hermano de allí? Él es Doloroso. Y ese de ahí es Tiro Mortal.

—Ya veo —murmuró el magos biologis—. Son nombres que habéis ganado, nombres que utilizáis dentro de la hermandad.

Koorland asintió. Sabía que, en algún momento, le habían dicho el nombre del magos biologis, pero no lo había olvidado porque fuera difícil, sino porque no se había molestado lo suficiente por recordarlo.

—¿Cuál es tu nombre, capitán? —preguntó el magos con alegría—. Tu nombre de muro.

—¿Mi nombre? —respondió Koorland—. Yo soy Masacre.