
Finales del verano de 2522

El mundo había muerto.
Aún no se había enterado, pero ésa era la cruda realidad. Y complacía al único que no consideraba eso un verdadero final. Por supuesto todavía quedaban asuntos pendientes, deudas por pagar y redes por tejer o romper, pero el peso de lo inevitable había caído a lo largo y a lo ancho del entramado del mundo. El tiempo se agotaba, y la bestia estaba acabando con todo.
Unos dedos largos —dedos de erudito— acariciaban la turbia superficie de la sangre que llenaba el ancestral cuenco de bronce situado ante él. El cuenco estaba cubierto por la escritura afilada de un imperio desaparecido mucho tiempo atrás, y había pertenecido a otro erudito, perteneciente a un imperio aún más antiguo que la civilización que lo había creado. Ese erudito ahora era polvo, como también lo eran los dos imperios en cuestión: borrados de la historia a causa de un orgullo desmesurado y de traiciones a partes iguales. De esos acontecimientos podían extraerse varias lecciones, útiles para quien tuviera la perspicacia necesaria para advertirla, para oír la voz, que podría ser o no ser la suya propia, musitándole al oído. Se sacudió para apagar esa voz, de la misma manera que un caballo espantaría una mosca molesta.
No se tenía por alguien propenso a la arrogancia ni a los delirios de grandeza. En cualquier otro momento no habría dudado en admitir que pecaba de ambos por sentirse por encima de ellos. Sin embargo, sus preocupaciones eran otras. Con la confianza que le otorgaba su larga experiencia, no prestó la menor atención al leve murmullo que se colaba en sus pensamientos y que podía tomarse por risas de regocijo, y se inclinó sobre el cuenco, murmurando las palabras perceptivas con la entonación requerida. Tal vez el imperio de Strigos hubiera desaparecido, y con él Mourkain, pero sus lenguas pervivían en ciertas ceremonias y ritos de hechicería.
La sangre del cuenco se agitó, removida por los dedos del vidente, y su superficie se onduló como el lomo de un gato que demanda cariño. La opacidad del fluido desapareció y comenzó a formarse una imagen, como una sombra temblorosa sobre un lienzo extendido. Las imágenes que aparecían eran de todos los tiempos y de nunca, de cosas que habían existido, de cosas que existirían y de cosas que nunca existieron. El vidente deseaba saber más sobre los calamitosos acontecimientos que estaban asolando el mundo, acontecimientos cuyas consecuencias llegaban hasta su insignificante rincón del mundo. El mundo había muerto, pero él, con la ansiedad de un voyeur, deseaba ver con sus propios ojos los golpes mortales que lo estaban destruyendo.
La primera imagen que emergió de las profundidades del cuenco fue la de un cometa de dos colas que surcaba los cielos con un fulgor relumbrante, hendiendo la frágil barrera entre el mundo de los hombres y el que esperaba al otro lado mientras el astro completaba su curso predestinado. En su estela… la locura.
Una tormenta de Caos barrió el mundo, propagándose desde los polos a través de los territorios de los hombres y de los que no eran hombres de uno en uno. Nacían demonios que morían al instante o desgarraban la membrana del mundo para sembrar el terror durante días o semanas. Ninguna lógica regía en lo que sucedía; todo obedecía a los arrebatados caprichos de los Dioses Oscuros. El vidente contemplaba los acontecimientos con ojos fríos y calculadores, como un jugador astuto que estudiara la jugada inicial de un viejo rival.
En las tierras gélidas y tenebrosas de Naggaroth, el sonido de los tambores hizo vibrar los estantes de hielo y provocó avalanchas en los valles menos profundos. Una vasta horda de hombres del norte, sobre cuya vanguardia se abatió la elegante figura carmesí de la preferida de Khorne, atravesaba el glaciar Hierro Congelado. Las fuerzas destruían a su paso las enormes torres de vigilancia, y las poderosas huestes enviadas contra ellos únicamente conseguían atizar su furia. Cuando Valkia exhortó a sus seguidores a dirigirse a las mismísimas murallas de obsidiana de Naggarond, el vidente agitó el contenido del cuenco, ansioso por ver lo que ocurriría a continuación.
La imagen cambió y mostró los grandes muros de pálida piedra que se alzaban desde las exuberantes selvas de la lejana Lustria. Allí, en el corazón de las ruinas de Xahutec, unas criaturas escamadas batallaban contra seres diabólicos. El resto de la jungla era pasto de las llamas, y las grandes ciudades-templo habían quedado reducidas a ruinas, mientras todo un continente se tambaleaba y ardía.
La pira en la que se había convertido Lustria brillaba con tal intensidad que el vidente se estremeció y tuvo que apartar la mirada. Cuando devolvió la vista al cuenco, la escena había cambiado. Rayos rojos que iluminaban el cielo y extrañas nieblas que cubrían las faldas de las Montañas Annulii propagaban sin trabas el poder del Caos. El territorio y sus habitantes sufrían espantosas transformaciones, todos salvo los elfos. Los muros de la realidad menguaban y se derrumbaban, y los demonios entraban en Ulthuan. Los bosques de Cracia ardían; los ríos de Cothique y de Ellyrion sufrían una virulenta contaminación; en el corazón de los reinos élficos, las grandes ciudades de Tor Dynal y Elisia sucumbían a los asaltos del Caos y sus arrebatados demonios, que aplastaban las sitiadas tropas defensoras. Cuando los demonios se dirigían cacareando y cabriolando hacia una línea de batalla de los Maestros de la Espada de Saphery, un mago elfo reunió hasta la última pizca de poder a su alcance para repeler al enemigo. Pero entonces la imagen se desbarató como si estuviera reflejada en una gotita de agua y apareció otra escena de guerra.
A lo largo y a lo ancho de los claros y valles de Bretonia, caballeros caídos en desgracia y codiciosos nobles se reunían alrededor de los estandartes con serpientes de Mallobaude, hijo ilegítimo de Louen Leoncouer y aspirante al trono de aquel territorio dividido. El vidente contempló cómo la nación se sumía en una cruenta guerra civil, y sus ojos se abrieron con sorpresa cuando vio que Mallobaude derribaba a su padre en Quenelles con la ayuda de una figura esquelética ataviada con una túnica negra y carmesí; su cráneo, con unos dientes negros como el cielo nocturno, relumbró con energía maligna cuando echó hacia atrás la cabeza y profirió una carcajada de victoria al ver a Leoncouer estrellarse contra el suelo, aparentemente asesinado por su propio hijo. Arkhan el Negro estaba en Bretonia, y sólo ese hecho hizo que el vidente se sintiese tentado de continuar mirando. Sin embargo, la imagen ya estaba difuminándose, de modo que no cedió a la tentación. Ya tendría tiempo más tarde para dedicarse a esa clase de investigaciones.
Una nueva imagen osciló hasta cobrar forma. En los profundos valles de hielo y en las gigantescas cumbres de la cadena montañosa conocida como las Cuevas, la fortaleza de los enanos que el vidente conocía por el nombre de Montaña de Cobre se tambaleaba bajo el ataque de un torbellino de demonios sedientos de sangre. La legión que asolaba a los aturdidos habitantes de la fortaleza era tan numerosa que sus defensas resultaban por completo inútiles. Pero en tanto los enanos se preparaban para vender cara su vida en el nombre de la resistencia, si no de la victoria, la tormenta de demonios se disipó con la misma brusquedad con la que se había formado, y dejó tras su desaparición un cielo azul y una muralla de maltrechos enanos perplejos. El vidente hizo un levísimo gesto y la escena comenzó a desvanecerse mientras los enanos apilaban los cadáveres de sus camaradas, y una completamente nueva apareció en su lugar.
El vidente rio entre dientes, con amargura, cuando vio formarse la siguiente imagen. Otra fortaleza en las montañas, pero en esta ocasión no era de los enanos. Ya no, por lo menos. En los profundos salones y las oscuras cámaras opulentamente decoradas del Pináculo de Plata, la autoproclamada reina del mundo, Neferata, madre y señora del linaje de Lahmia, lideraba a sus guerreros, tanto muertos como no muertos, en la defensa de la ciudadela. Una horda de demonios, apoyada por artillería forjada en el infierno, los atacaba desde arriba y desde abajo, asediando por un lado las puertas principales de la guarida escogida por Neferata, y por el otro acosándolos desde las profundidades. Pero dichos demonios desaparecieron de la misma manera repentina que los que atacaban la Montaña de Cobre. El vidente frunció el ceño con enfado. Para sus planes habría sido preferible que los demonios hubieran acabado con la señora del Pináculo de Plata. Borró la imagen con otro gesto, ejecutado casi con petulancia.
Lo que vio a continuación devolvió la sonrisa a su rostro. La gran ciudad montañosa, Middenheim, sufría con las compasivas atenciones del Rey Gusano y su Fiesta de la Enfermedad. Sus víctimas, con los rostros devastados por la viruela, daban tumbos por las calles de la urbe, implorando la piedad de Shallya y de Ulric. Las heridas abiertas en su piel supuraban un repugnante pus, y sus cuerpos eran arrojados a las piras que ardían en cada plaza, mientras continuaban suplicando a los dioses en vano. El vidente pensó que Jerek habría dado lo que fuera por presenciar aquella escena, y una risita escapó de su boca. La imagen fluctuó y cambió.
Continuó riendo mientras contemplaba cómo se desmoronaban, bajo el tenebroso ramaje en las profundidades de Athel Loren, las fabulosas construcciones conocidas como las Cámaras del Invierno; y en los claros sagrados de Ramal de Estío se vertió una horda de escandalosa mugre demoníaca. Árboles milenarios, incluido el Roble Eterno, se resquebrajaban y se partían; de su interior salían en masa gusanos y moscas, y el suelo del bosque se cubría de la sustancia de la putrefacción. Claros devastados se convertían en el lugar de reunión de monstruosas manadas de hombres bestia que se adentraban en el bosque, rebuznando y chillando. El vidente, complacido, movió una mano para borrar la imagen.
Sin embargo, su satisfacción se desvaneció en cuanto la sangre del cuenco se agitó y mostró un rostro plagado de cicatrices, coronado por una cresta roja de grasiento pelo apelmazado. Un hacha resplandeció y un hombre bestia retrocedió, con el rostro de facciones caprinas desencajado por el miedo y el dolor. La criatura se derrumbó y el hacha cayó sobre ella y le separó la cabeza deforme del grueso cuello. El ser que blandía el hacha, un enano, lanzó lejos la cabeza de una patada y enfiló por otra calle de edificios carbonizados de una ciudad del norte que había sucumbido a la locura y a la devastación. El vidente conocía al enano, tuerto y demente, de un encuentro anterior de infausto recuerdo. La nieve se arremolinaba alrededor del enano mientras éste se abría paso por la ciudad a hachazo limpio, con su arma rúnica impregnada de la sangre de hombres bestia, trolls, bárbaros del norte y renegados que iban apilándose a su espalda. El vidente no vio ni rastro de su compañero humano, y se preguntó si habría muerto. Esta idea lo complació infinitamente.
La imagen se expandió siguiendo las andanzas del enano, y ante los ojos del vidente las aguas del río Aver se tiñeron de sangre cuando de sus profundidades corrompidas emergieron en masa unos demonios aullantes que se desplegaron por Averland, quemando y asesinando a toda criatura viva que encontraban a su paso. Como había ocurrido con el resto de las incursiones de demonios, la sangrante hueste se evaporó momentos antes de alcanzar la muralla de Averheim.
La ciudad de Averheim se difuminaba en las oscuras entrañas del Drakwald. Los árboles eran arrancados de raíz y arrojados a ambos lados a medida que un auténtico colmillo de piedra, más alto que la más alta de las construcciones jamás concebidas por los humanos, emergía del suelo corrompido y se alzaba en línea recta por el cielo. Un relámpago de origen sobrenatural engalanaba la punta del monolito. Similares obeliscos deformes se alzaron por encima de los árboles del bosque de Arden y brotaron en las tierras heladas de la lejana Naggaroth, así como en el Gran Bosque y en los sitiados claros de Athel Loren. Algunos escupían llamas y otros exudaban contaminación, pero todos ellos palpitaban con una energía oscura. Los hombres bestia se congregaban en torno a ellos para llevar a cabo bulliciosos ritos, el peor de los cuales hacía que un hombre tan insensible a la crueldad como el vidente hiciera una mueca de asco. El vidente profirió una exclamación de repugnancia con los dientes apretados y agitó la sangre del cuenco con los dedos para no seguir viendo las actividades de las bestias y para conjurar otra imagen.
Ante sus ojos apareció Nuln, arrasada por la violencia generada por las multitudes de fanáticos y de agoreros que llenaban sus calles, chillando y flagelándose. Las mansiones de los ricos sufrían saqueos y desdichados nobles morían colgados de una soga o destripados por muchedumbres arrebatadas. Incluso la condesa Von Liebwitz fue arrancada de su tocador y llevada a rastras en medio de una tormenta de acusaciones que abarcaban desde el adulterio a la brujería. El vidente hundió un dedo en la sangre revuelta y borró el rostro desencajado de la condesa para sustituirlo por los territorios nevados de Kislev.
Como en el caso de Naggaroth, el suelo de Kislev temblaba con el paso de masas de hombres del norte que se dirigían hacia el sur. Todas las tierras al oeste de Bolgasgrado estaban infestadas de demonios y bárbaros. A lo largo del río Lynik, la Reina de Hielo lideraba lo que quedaba de sus guerreros en consecutivas batallas con los invasores. En tanto la zarina cabalgaba a la cabeza de sus jinetes ungoles en la carga contra las estridentes hordas, el vidente removió el contenido del cuenco y trató de no hacer caso a la vocecita que le exigía con insistencia su atención.
Estaba de nuevo en Bretonia. Una figura enfundada en una armadura verde se quitó el yelmo y dejó al descubierto las facciones de Gilles el Bretón, fundador y rey de aquel reino, quien a su regreso tras estar desaparecido durante algún tiempo se proponía ahora recuperar el trono. El vidente rio y se preguntó qué pensarían de eso Mallobaude y Arkhan.
Se concentró en la sangre agitada y sustituyó la imagen del rey reaparecido por los ejércitos de Ostermark, Talabecland y Hochland, que colisionaban con una enfervorecida hueste que marchaba bajo el estandarte de la monstruosidad conocida como Vilitch el Maldito, en los campos y las zanjas de asedio frente a las almenas del castillo Von Rauken. Aldebrand Ludenhof, Conde Elector de Hochland, se irguió sobre la muralla del castillo sitiado y perforó con una bala de su fusil largo uno de los cráneos del Maldito, con lo que obligó a la criatura a retroceder y a sus tropas a dispersarse.
El vidente agitó una mano. Las imágenes se formaban ahora más rápidamente, y algunas aparecían y se desvanecían antes de que tuviera tiempo de mirarlas con detenimiento. Empezó a dolerle la cabeza a causa de la frecuencia y de la intensidad de las escenas reflejadas en el cuenco.
Las hordas de los Desiertos del Norte no sólo atacaban los territorios meridionales y occidentales; también se desplegaban hacia el este y cargaban por miles contra el Gran Bastión. Khazags, kuls y kurgans acumulaban ingenios demoníacos, y docenas de señores de la guerra y caudillos lideraban a sus guerreros contra las defensas del bastión. El humo que ascendía desde la batalla era visible desde lugares tan remotos como los Reinos Fronterizos. La imagen fluctuó y desapareció antes de que el vidente pudiera ver si el bastión sucumbía finalmente.
En los desecados territorios del sur, los muertos liberados de un imperio desaparecido mucho tiempo atrás se preparaban para perpetrar una invasión. Las cuadrigas de los Reyes Funerarios se dirigían hacia el oeste, en dirección a los califatos de Arabia. Los enanos cerraban a cal y canto sus fortalezas o se movilizaban para la guerra, mientras los cimientos del mundo se tambaleaban y volcanes que llevaban largo tiempo aletargados volvían a rugir y a escupir humo. En las Tierras Yermas, incontables hordas de pieles verdes se reunían y se encaminaban hacia las tierras civilizadas, como en respuesta a una señal. Las tribus de los ogros, con sus voluminosas barrigas, también se ponían en marcha. Desde las entrañas del mundo, los clanes de skavens salían a la superficie y atacaban las desprevenidas naciones de Estalia y Tilea, en un número sin precedentes que incluso dejó mudo al vidente. Las ciudades caían una detrás de otra, y los andrajosos estandartes de los clanes del imperio subterráneo se erguían en territorios que habían pertenecido a los hombres.
El vidente movió una mano en el aire con inquietud y agitó la sangre sin llegar a tocarla. Apareció una imagen que le resultaba familiar, y una siniestra sonrisa triunfal dejó al descubierto sus dientes. Un hombre anciano, vestido con la túnica y la armadura del Gran Teogonista del Imperio, luchaba con una figura oscura y envuelta en sombra. La sombra se retorcía y se transformaba en un hombre de nariz aguileña, noble, y sin embargo con un aspecto feroz, los ojos como dos pozos carmesíes y la boca llena de colmillos; luego adoptó la forma de un gigante, enfundado en una armadura como ninguna otra que haya vestido un hombre, rodeado por una inquietante llama verde. No había carne en las facciones del gigante, y su cráneo aparecía envuelto en hierro negro y bronce. Una mandíbula descarnada se abrió, y los huesos se dilataron y se articularon de un modo inverosímil cuando el gigante se metió en la boca el cuerpo del anciano y se lo tragó sin masticarlo.
El vidente borró rápidamente esa imagen, antes de que los ojos del monstruoso titán se volvieran hacia él. Entonces oyó una risita lejana y una voz. No les prestó atención, y se concentró en la siguiente imagen cuando ésta comenzó a formarse en la turbulenta sangre. El cuenco se tambaleó ligeramente, como sacudido por el peso de las imágenes que salían de su interior. El vidente resopló con los dientes apretados cuando reconoció el polo norte del mundo, de donde había desaparecido la membrana que separaba los dos mundos. Un número incontable de demonios estaba reuniéndose allí, repartidos en cuatro poderosas huestes de perdición como las que ya habían intentado envolver el mundo en tiempos remotos. El vidente maldijo en voz alta y con virulencia; por un momento perdió la compostura. Lo que estaba viendo no era más que la punta de lanza de una fuerza de invasión, una hueste compuesta por tal número de demonios que sólo la pura irrealidad de los Desiertos del Caos era capaz de contener. De entre las innumerables hordas se alzaron cuatro demonios exaltados: las criaturas favoritas de los Dioses Oscuros.
De uno en uno, los cuatro fueron hincando una rodilla en el suelo ante una figura diminuta en comparación con ellos. El último lucía una armadura inexpugnable envuelta por gruesas pieles; un yelmo con cuernos ocultaba sus facciones. Volvió la cabeza, y unos ojos que ardían con una luz al mismo tiempo maligna y divina se posaron en los del vidente, a pesar de la vasta distancia espacial y temporal que los separaba. La sangre contenida en el cuenco comenzó a burbujear y a humear. Una fuerza de voluntad que incluso superaba la del vidente golpeó de repente a éste con la fuerza de un martillo. Una voz que sonó como siete truenos retumbó dentro de su cabeza cuando dijo:
—Disfruta del momento, pues mi momento de gloria se acerca.
El cuenco se hizo añicos, y la sangre se filtró entre los dedos del vidente cuando los añicos se precipitaron al suelo de piedra. Unas figuras sin pelaje y con la piel gris, de las que colgaban los andrajos de lo que habían sido opulentas vestiduras, gatearon por el suelo, lamiendo la sangre derramada con voracidad, gimoteando y sorbiendo entre dientes. Esas degeneradas criaturas eran todo lo que quedaba de la orgullosa familia que había llamado hogar al castillo Sternieste. Ahora vestían una miscelánea de sus mejores galas recubiertas de mugre, y cabriolaban y chillaban mientras ejecutaban una grotesca parodia de bailes cortesanos para divertimento de su amo, o profanaban las sepulturas de sus antepasados en busca de comida.
Mannfred von Carstein se chupó la sangre de los dedos mientras contemplaba los fragmentos del cuenco. Echó un vistazo al cuerpo del que había extraído la sangre para llenarlo; el cadáver vestía la túnica de acólito de uno de los más importantes Colegios de la Magia; el Colegio Luminoso, supuso Mannfred por el color. Había abierto la garganta del muchacho con sus propios dedos; después lo había colgado cabeza abajo de una de las vigas del antiguo techo para que los posos de su vida se vertiesen en el cuenco. Pocos ingredientes había más efectivos para esa clase de conjuros de hechicería que la sangre de un mago. Los necrófagos lo miraban con expectación, gimoteando con ansia. Von Carstein les hizo un gesto con la mano, la manada soltó al unísono un aullido procaz y comenzó a saltar para arrancar pedazos del cuerpo, como perros que mordisquearan los pies de un ahorcado. Mannfred von Carstein se ciñó la capa alrededor del cuerpo, salió de la cámara y dejó a merced de sus cortesanos todo lo que había dentro de ella.
«Bueno. Ha resultado bastante revelador, ¿no te parece? Un desastre del que en parte eres responsable está consumiendo el mundo, ¿y dónde estás tú?» La voz que había oído mientras contemplaba las imágenes, la voz que había oído durante más siglos de los que se molestaba en contar, le habló con un ligero tono desdeñoso. Von Carstein sacudió la cabeza y trató de no hacerle caso. Lo asaltó la imagen de lo que podría ser un rostro, o quizá un cráneo; le cruzó la mente fugazmente y desapareció antes de que pudiera concentrarse en ella. «¿Y dónde estás tú? Deberías estar allí, aprovechándote de la situación. Pero no puedes, ¿verdad?»
—Cállate —gruñó Mannfred.
«Konrad también solía hablar solo. Teniendo en cuenta el resto de sus costumbres, probablemente ésa era la menos reprobable, no obstante… Ambos sabemos cómo acabó, ¿verdad?»
Esta vez Von Carstein no replicó. La voz tenía razón, obviamente. La muy maldita siempre la tenía. Resonaron carcajadas dentro de su cabeza y él reprimió un gruñido. Tenía la certeza de que no estaba volviéndose loco, pues la locura era un síntoma de defecto o de debilidad de la mente, y en su caso no había nada más lejos de la realidad. A fin de cuentas, ¿un loco habría alcanzado todos sus logros, y en un período de tiempo tan corto?
Llevaba siglos anhelando liberar Sylvania del yugo del Imperio. Sylvania le pertenecía legítimamente, tanto por linaje como por el derecho que se había ganado con las armas, y después de un arduo trabajo había cumplido por fin su objetivo. El aire hedía ahora a encantamientos oscuros y una miasma se había posado sobre todas las cosas situadas dentro de las fronteras de la provincia. Salió al parapeto y paseó la mirada por la frontera con Stirland. Una muralla de huesos se alzaba desde los límites de Sylvania y cercaba sus dominios, convirtiéndolos de esa manera en una irregular fortaleza-estado. El muro destinado a proteger su territorio de la perdición que se proponía conquistar el mundo era el fruto de varias generaciones de preparativos. Para erigirlo se había necesitado la sangre de nueve seres muy especiales (unos seres que aún hoy disfrutaban de su hospitalidad), y había tardado décadas en reunirlos a todos en un mismo lugar. Sin embargo lo había logrado, y desde ese momento Sylvania era suya y sólo suya.
«Así habla el tigre en su jaula», susurró la voz con tono de burla. Una vez más tenía razón. La muralla, pese a su aspecto imponente, no era lo único que rodeaba su feudo.
—Gelt —musitó. El nombre del archialquimista y Supremo Patriarca de los Colegios de la Magia se había convertido en una de las palabras favoritas de Mannfred von Carstein a la hora de maldecir en los últimos meses, desde el cerco de Sylvania. Mientras él había estado enzarzado en una batalla contra la fuerza invasora liderada por Volkmar el Sombrío, el Gran Teogonista, llevando a cabo su propio plan, Gelt se había afanado en ejecutar un ritual equiparable al de Mannfred. Al menos eso le habían asegurado sus espías.
Von Carstein frunció el ceño. Incluso desde su posición podía sentir el peso espiritual de los objetos sagrados que rodeaban sus tierras. Durante los meses previos a la secesión de sus dominios del cadáver en el que se había convertido el imperio de Karl Franz, había enviado las nutridas manadas de necrófagos que se hacinaban alrededor del castillo Sternieste a destruir todos los símbolos sagrados de los templos y camposantos de Sylvania que aún quedaran en la provincia. Había ordenado que esos símbolos se enterraran profundamente en fosas no consagradas y tierras malditas para que su pestífera naturaleza sagrada no perturbara su paraíso renacido.
O esa había sido su intención. Sin embargo, Gelt se las había ingeniado para transformar esos símbolos enterrados en una muralla de fe pura; y cualquier no muerto (ya fuera vampiro, fantasma o simple zombi) que hubiera intentado traspasarla había sido destruido instantáneamente, como habían demostrado varios de sus siervos vampiros a expensas de su existencia. Mannfred tenía que reconocer que las explosiones resultantes le habían impresionado bastante. No le quedaba más remedio que admirar el poder de la muralla de Gelt. Además era un elemento taimado, pues sólo actuaba en un sentido. Los no muertos podían entrar en Sylvania, pero no salir. Era la trampa perfecta, y Mannfred tenía la intención de felicitar a Gelt por lo ingenioso de su obra antes de matarlo.
Durante los meses posteriores a su victoria aplastante contra el ejército de Volkmar, Mannfred había devorado hasta el último libro, tomo, grimorio y rollo de papiro que había caído en sus manos, buscando la manera de contrarrestar la obra de Gelt. Nada de lo que había probado había dado resultado. Jamás se le había pasado por la cabeza que una mente humana fuera capaz de concebir una muralla de fe tan sutil e inexpugnable, y sus continuos fracasos le corroían por dentro. Si bien era cierto que su deseo siempre había sido aislar Sylvania, quería hacerlo de acuerdo con sus propias condiciones. Vivir enjaulado como una bestia salvaje era una afrenta que no podía permitir.
Y sin embargo, la jaula de hechicería de Gelt no era su único problema. En ciertos lugares de Sylvania, que habían permanecido ocultos durante siglos, se habían abierto portales oscuros, y por ellos estaban entrando demonios en un número incontable. La distracción que le suponía mantenerlos vigilados le había impedido concentrarse en sus estudios. A raíz de la última de esas invasiones, Mannfred había decidido averiguar qué estaba sucediendo en el resto del mundo. El joven acólito del Colegio Luminoso con cuya sangre había llenado el cuenco de videncia había sido tomado prisionero (junto con una docena de soldados y caballeros y un puñado de díscolos sacerdotes) durante el intento de Volkmar de purgar Sylvania.
El hecho de descubrir que Sylvania no era el único lugar que estaba sufriendo las incursiones de los demonios no mitigaba su recelo. En realidad sólo había contribuido a aumentar la presión que sentía por desbaratar la muralla de Gelt y liberar Sylvania. El mundo tenía un pie en la tumba, y por mucho que eso le complaciera, Mannfred no estaba dispuesto a desaparecer con él. Aún tenía asuntos pendientes. Todavía no había recopilado todas las herramientas que necesitaba, y para apoderarse de ellas debía poder traspasar los límites de sus dominios.
«¿Herramientas para qué, muchacho?», le preguntó la voz. No, no se trataba de una voz cualquiera. Era inútil negarlo. Era la voz de Vlad. Mannfred se inclinó desde el parapeto apoyándose en la piedra y cerró los ojos. Aun ahora, a pesar de los siglos que habían pasado, la sombra del grandioso y terrible Vlad von Carstein se proyectaba sobre Mannfred y todo lo que hacía. Tanto los vivos como los muertos seguían pronunciando en voz baja el nombre de Vlad en los lugares tenebrosos y en los cementerios. Vlad había grabado su nombre en la piel del mundo, y la cicatriz aún era visible incluso después de todo el tiempo que había transcurrido. Eso molestaba a Mannfred a rabiar, y a pesar del regocijo que le había procurado participar en el derrocamiento de su progenitor, ese deleite había desaparecido bajo la ira que ahora sentía.
Había odiado a Vlad, y lo había amado; lo había respetado y lo había despreciado. Y había intentado salvarlo, a pesar de que había intrigado para destruirlo. Ahora, como castigo, convivía con la voz de Vlad. Había comenzado a oírla desde el mismo momento en que puso en marcha su gran obra, como si Vlad estuviera observándolo por encima del hombro. Y con el paso de los meses su presencia se había vuelto más frecuente. En un primer momento había sido capaz de no prestarle atención, de hacer caso omiso de la sombra que percibía con el rabillo del ojo y del constante murmullo de una voz que le hablaba en el límite de lo audible. Pero ahora, cuando lo último que necesitaba era una distracción, ahí estaba. Vlad.
«¿Todavía piensas que eres tú quien ha diseñado la red que estás tejiendo, hijo mío?», musitó Vlad. Mannfred veía el rostro de su padre, muy parecido al suyo, en la periferia de su campo visual. «¿Lo sientes, muchacho? El peso del destino descansa sobre tus hombros… Pero no es tu destino.» Como queriendo liberarse de parte de ese peso, Mannfred fijó la vista en su sombra; sin embargo, no era la suya…, sino de algo mayor y mil veces más terrible que todo vampiro, señor de Sylvania o cualquier otra cosa; algo que destellaba con fuego de bruja y parecía tender un largo brazo hacia él con el propósito de devorarlo. «Hablas de herramientas, ¿pero qué crees que eres tú? Dime —dijo suavemente Vlad—. ¿Quién te conduce a través de las puertas del mundo?»
—¡Calla! —gruñó Von Carstein, que cerró la mano y pulverizó la piedra del parapeto aprisionada en ella—. ¡Y vuélvete al pozo negro donde se arrojaron tus restos, viejo!
Mannfred no esperó la inevitable réplica, se envolvió con la capa y dio media vuelta para marcharse con paso veloz, si bien no lo hacía para huir de las voces y sombras que lo acosaban.
Recorrió los pasillos semiderruidos hasta la vasta cámara abierta que se extendía en la parte superior de la torre más meridional del castillo. En el pasado había sido el lugar de reunión de la Orden de Drakenhof, una hermandad de templarios obstinados en erradicar el mal que había corrompido, en su opinión, Sylvania. Mannfred recordó que Vlad los había perseguido y destruido a lo largo de varios siglos con sumo placer. Cada pocos cientos de años, los caballeros de la orden se revolvían en sus tumbas, recuperaban la forma y regresaban a sus antiguas guaridas. Mannfred había oído decir que la definición de locura era repetir una y otra vez los mismos actos esperando obtener un resultado distinto. De ser eso cierto, los templarios de Drakenhof habían sido unos completos chiflados.
Vlad se había divertido jugando con ellos, como el gato que tortura ratones, pero Mannfred no tenía la paciencia necesaria para esa clase de dilatorias demostraciones de crueldad. Además no llevaban a ninguna parte, y el hecho de que cada par de siglos regresaran para incordiarlo era una molestia que no estaba dispuesto a alargar. Desde el mismo momento que había vuelto a Sylvania tras el calamitoso reinado de Konrad, se había propuesto registrar hasta la última fortaleza y komturei de la orden para exterminarla definitivamente. Había asesinado a familias enteras, desde los miembros más viejos a los más jóvenes, y había colgado sus cadáveres en horcas situadas a lo largo de la frontera de Sylvania como advertencia para los interesados. Había dejado claro, a diferencia de Vlad y de Konrad, que no toleraría la disidencia. No toleraría la presencia de enemigos en sus dominios, por muy respetable que fuera su linaje. Después de que el último caballero exhalara el último suspiro en una embarrada cuneta al sur de Kleiberstorf, había extendido el veto a las criaturas de su propiedad que se divertían parodiando las tradiciones de la caballería.
Ahora, en el lugar donde en el pasado se habían reunido hombres para intercambiar pareceres sobre la limpieza de Sylvania, Mannfred almacenaba las herramientas, tanto las dotadas de vida como las otras, que le proporcionarían su definitivo e inevitable triunfo. Un necrófago ataviado con los restos de una armadura y la librea de miliciano yacía de rodillas junto a la entrada de la cámara, apoyado sobre una bisarma que había conocido tiempos mejores. El necrófago se sobresaltó cuando vio acercarse a Mannfred y aulló cuando éste le hizo un gesto brusco. Se dirigió entonces con dificultad hacia la puerta de madera maciza para abrírsela a su señor. Mientras estaba empujando la puerta, algo salió disparado desde el interior de la cámara e impactó en la parte posterior de la cabeza del necrófago con un espeluznante crujido.
El necrófago cayó desplomado y su herrumbrosa armadura repiqueteó contra el suelo. La piedra había sido arrojada con fuerza suficiente para hacer trizas el cráneo del caníbal, y Mannfred, con una mueca de enfado, sacudió un pie para desprender de la punta de su bota el pegote de sesos que había aterrizado en ella.
—¿Has acabado? —preguntó en voz alta—. Si lo prefieres, puedo volver más tarde.
El silencio dentro de la cámara era absoluto. Mannfred suspiró y entró. La habitación que se extendía al otro lado de la puerta era circular y amplia, y apestaba a lluvia, fuego, sangre y necrófagos, como lo hacía casi todo el castillo. Pero a diferencia del resto de la fortaleza, en las piedras de aquella cámara palpitaba una energía embriagadora que casi resultaba tóxica para Mannfred. Era el único lugar donde no le acosaban la voz de Vlad ni las sombras que le pisaban los talones.
Un número ingente de velas hechas con grasa humana iluminaban hasta el último rincón y la última grieta de la habitación. En el suelo había unos surcos dorados que trazaban el contorno aproximado de Sylvania; y unos pesados atriles de piedra dispuestos en semicírculo, tallados con la forma de una garra demoníaca, señalaban la frontera septentrional de la provincia. En varios de esos atriles había unos gigantescos grimorios encadenados, cuyas páginas producían un rumor similar al susurro de fantasmas.
En el centro de la estancia había un plinto, y encima de él, un cojín confeccionado con piel y pelo humanos sobre el que descansaba la Corona de la Hechicería, de hierro. Los ojos de Mannfred percibieron sus destellos intermitentes, como si fuera un faro oscuro, y por enésima vez sintió que el impulso de ceñírsela a la cabeza, como un enorme saurio, hacía temblar los cimientos de su alma. La corona irradiaba una malévola presión hacia él, incluso estando inactiva. En ese momento se respiraba un aire de paz que Von Carstein recibió con agrado. Conocía perfectamente la monstruosa inteligencia que aguardaba en el interior de la corona de extrañas formas angulosas, y no albergaba ningún deseo de batirse en un duelo de voluntades con la espantosa conciencia. Al menos de momento, hasta hubiera tomado las debidas precauciones. Se la había puesto brevemente a su regreso de Vargravia, y eso le había bastado para convencerse de que era más peligrosa de lo que parecía.
Estaba tan absorto en la contemplación de la corona que no se volvió cuando otra piedra voló directamente hacia su cabeza. Atrapó el proyectil sin mirarlo y lo hizo trizas. Abrió la mano tendida y dejó caer los diminutos fragmentos.
—Déjalo ya —espetó. Miró hacia las paredes que había detrás de los atriles de piedra, a las que estaban sujetos con grilletes sus nueve prisioneros, si bien en ese momento sólo había siete. Faltaban dos.
Mannfred oyó el roce de metal contra piedra y giró en redondo. Un hombre vestido con una armadura que había sido dorada pero que ahora estaba abollada y cubierta de mugre seca, con la figura de la diosa de la guerra Myrmidia repujada, cargó contra él agitando en el aire una cadena. El templario de la Orden del Sol Llameante, bramando juramentos tileanos, dirigió la improvisada arma hacia el rostro de Mannfred. El vampiro retrocedió instintivamente de un salto, y estuvo a punto de ser aplastado por un pesado atril de piedra con forma de garra de demonio que blandía un bruto vestido con pieles y un peto de armadura abollado con la imagen de un lobo rampante, el sigilo de Ulric.
Mannfred lanzó por los aires al seguidor de Ulric de un golpe con el dorso de una mano. Con la otra asió la cadena del devoto de Myrmidia, tiró de ella para atraer hacia sí al caballero y la enrolló alrededor de su cuello. Lo tiró al suelo de una patada en las piernas y le plantó un pie entre los omoplatos. Se pasó las cadenas alrededor de las muñecas y tiró de ellas hacia arriba para estrangular al caballero.
El miembro de la orden de Ulric profirió un alarido desafiante, se abalanzó sobre Von Carstein y le rodeó el pecho con sus fuertes brazos. Mannfred lanzó un cabezazo hacia atrás y oyó con agrado el crujido de huesos partidos y el grito de dolor. Sin perder un instante, aplastó con el pie la crisma del caballero que tenía inmovilizado contra el suelo, que quedó inconsciente. Entonces se volvió para encararse con el seguidor de Ulric.
El hombretón avanzaba tambaleándose hacia él, sangrando por la nariz. Sus ojos ardían de ira, y lanzó un rugido cuando cargó contra Mannfred. El vampiro lo agarró por el cuello y lo alzó en el aire. El hombre trató de aporrear en vano el brazo de Von Carstein mientras éste lo asfixiaba lentamente. Mannfred dejó caer al suelo el cuerpo laxo y se volvió hacia el resto de las personas que se encontraban en la cámara.
—Bueno, ha sido divertido. ¿Alguien más quiere probar?
Siete pares de ojos se lo quedaron mirando fijamente. Si las miradas mataran, pensó Mannfred, el aire ya estaría lleno de sus cenizas. Les sostuvo la mirada, hasta que todos bajaron los ojos. Satisfecho, sonrió y alzó la vista hacia el semiderruido techo abovedado de la torre, donde las vigas de madera se entrecruzaban como los hilos de una telaraña. Contempló el cielo y las estrellas a través de los agujeros en el techo y lanzó un silbido estridente. Unas figuras enormes y encorvadas comenzaron a aparecer de entre las ruinas de madera y piedra.
Las bestias eran dos, y ambas eran una espantosa mezcla de simio, lobo y murciélago. Mannfred había oído decir una vez que el vargheist era el verdadero aspecto del vampiro, desprovisto de toda pretensión de apariencia humana. Esos dos eran conocidos como los Demonios Swartzhafen, un nombre más que acertado. Una de las bestias sujetaba con las garras algo rojo y húmedo que no dejó de mordisquear mientras miraba a Von Carstein. Éste les había ordenado expresamente que en ningún caso intervinieran en los intentos de fuga de los prisioneros.
Mannfred fue a buscar el cadáver del necrófago y lo metió en la habitación arrastrándolo por el suelo, cogido de un tobillo. Los vargheists se pusieron en alerta al punto, y un brillo de avidez apareció en sus ojos. Von Carstein giró el cuerpo para colocarlo en el centro del espacio delimitado por el contorno de Sylvania y retrocedió. Los vargheists se precipitaron sobre el caníbal muerto chillando como aves rapaces, y los prisioneros apartaron la mirada con los rostros desencajados por el asco y el terror. Mannfred sonrió y se dedicó a encadenar a los dos hombres que se habían liberado de los grilletes. No lo asombraba que se hubieran soltado; no era la primera vez que intentaban escapar ni sería la última. En realidad deseaba que siguieran intentándolo, y fracasando, hasta que la desesperación acabara con su valor y su voluntad.
Sólo entonces estarían preparados para el propósito que los aguardaba.
Se volvió a mirar al único no humano entre los prisioneros. La princesa elfa evitó mirarlo a los ojos, si bien Mannfred no creía que fuera por miedo, mas bien por desprecio. Sintió que le hervía la sangre, pero reprimió las ganas de castigarla y se acercó al que consideraba más valioso.
—¿Has pasado mala noche, viejo? —dijo Mannfred, mirando de arriba abajo a Volkmar, el Gran Teogonista del Imperio. Se puso de cuclillas junto al anciano—. Deberías estarme agradecido. Todos vosotros deberíais estarme agradecido —dijo, paseando la mirada por la celda—. El mundo tal como lo conocéis está muriendo para ceder su lugar a algo nuevo. Y absolutamente desagradable. Al otro lado de las fronteras de Sylvania reinan la locura y el caos. Sólo aquí prevalece el orden. Pero no os preocupéis, muy pronto, con vuestra ayuda, limpiaré el mundo y todo volverá a ser como era. Lo convertiré en un paraíso.
—Un paraíso —repuso con desdén Volkmar. El anciano fijó los ojos con firmeza en la mirada ardiente de Mannfred. Pese a los golpes y las magulladuras, aún no había dado su brazo a torcer, y Mannfred lo sabía—. ¿Así lo llamas? —Volkmar se movió y los grilletes tintinearon. El anciano parecía arder en deseos de abalanzarse sobre su captor y estrangularlo con sus propias manos. Una herida que tenía en la cabeza, obsequio de uno de los vargheists, seguía sangrando y supurando, y ambos fluidos le estriaban la cara.
Mannfred podía oler la enfermedad que se extendía por el organismo del Gran Teogonista y que lo debilitaba a pesar del poder sagrado que lo mantenía en pie.
—Bueno, no he especificado para quién será el paraíso —replicó Mannfred. Volvió a ponerse de pie lentamente y se envolvió con la capa. Bajó la mirada hacia la figura postrada de Volkmar, y una sonrisa cruel se dibujó en sus labios—. No sufras, viejo… Cuando mi nuevo mundo cobre forma, ni tú ni tus amigos estaréis vivos para verlo.