PREFACIO Y AGRADECIMIENTOS

He tardado veintiún años en escribir este libro, más o menos el mismo tiempo que me he dedicado a la información periodística sobre Afganistán. La guerra afgana ha ocupado buena parte de mi vida, aun cuando, como periodista paquistaní, tuviera suficientes acontecimientos en mi propio país sobre los que informar, o, más tarde, me viera obligado a cubrir la problemática de Asia Central y el desmoronamiento de la Unión Soviética.

¿Por qué elegí Afganistán? Quien haya tenido contactos con afganos o haya visitado el país en tiempo de paz o de guerra me comprenderá cuando digo que el país y sus habitantes se encuentran entre los más extraordinarios de la tierra. Los afganos se han visto también afectados por una de las mayores tragedias de este siglo: la más larga de las guerras civiles de nuestro tiempo, que ha causado indecibles sufrimientos.

La historia y el carácter de los afganos presentan enormes contradicciones. Son valientes, magníficos, honorables, generosos, hospitalarios, amables y bien parecidos; pero tanto los hombres como las mujeres pueden ser taimados, mezquinos y sanguinarios.

En el transcurso de los siglos, persas, mongoles, británicos, soviéticos y, en fecha más reciente, paquistaníes convirtieron en un bello arte y un juego de política del poder el intento de comprender a los afganos y su país. Pero ningún forastero los ha conquistado ni convertido jamás. Sólo los afganos han sido capaces de mantener a raya a dos imperios, el británico y el soviético, en el siglo XX. Pero en los últimos veintiún años de conflicto han pagado un precio enorme: más de un millón y medio de muertos y la destrucción total de su país.

En mi caso, también la suerte ha desempeñado un papel en mi relación con Afganistán. En muchas ocasiones me he encontrado en el lugar oportuno en el momento justo. En 1978 contemplé cómo los tanques soviéticos se abrían paso en Kabul hacia el palacio del presidente Mohammed Daud, un golpe que iniciaría la desintegración de Afganistán. Al año siguiente, mientras tomaba té en el bazar de Kandahar, entraron los primeros tanques soviéticos. Cuando informaba sobre la guerra de la Unión Soviética con los muyahidín, mi familia me instó a que escribiera un libro, como hacían tantos periodistas en la época. Me abstuve de hacerlo. Tenía demasiado que decir y no sabía por dónde empezar.

Decidí escribir un libro tras pasar varios meses en Ginebra cubriendo las penosas negociaciones promovidas por Naciones Unidas en 1988, las cuales terminaron con los acuerdos de Ginebra y la retirada de las tropas soviéticas de Afganistán. Apretujado entre otros doscientos periodistas, tuve la suerte de estar enterado secretamente de muchos de los puntos muertos internos entre los diplomáticos de la Organización de las Naciones Unidas, Estados Unidos, la Unión Soviética, Paquistán, Irán y Afganistán. No escribí ese libro, pues mi primer amor, los afganos, se marcharon de Ginebra para enzarzarse en una guerra civil sangrienta e insensata que prosigue en la actualidad.

Entonces viajé a Asia Central para ver a los antepasados de los afganos y ser testigo del desmoronamiento de la Unión Soviética, sobre el que escribí un libro desde la perspectiva de los nuevos estados independientes de Asia Central. Pero Afganistán siempre me atraía.

Debería haber escrito otro libro en 1992, cuando pasé un mes esquivando balas en Kabul, mientras el régimen del presidente Najibulá se desmoronaba y la ciudad caía en manos de los muyahidín. Por entonces la saga afgana me había llevado a Moscú, Washington, Roma, Yidda, París, Londres, Ashjabad, Tashkent y Dushanbé. En última instancia, la naturaleza peculiar de los talibán y la ausencia de literatura sobre su ascenso meteórico me convencieron de que debía contar su historia como una continuación de los últimos veintiún años de la historia de Afganistán y de la mía propia.

Durante años fui el único periodista paquistaní que cubría seriamente Afganistán, a pesar de que la guerra estaba en la casa de al lado y Afganistán apoyaba la política exterior de Paquistán y mantenía en el poder al régimen militar del general Zia ul Haq. Si algo más sostenía mi interés era la convicción, que ya tenía en 1982, de que la política afgana de Islamabad desempeñaría un papel crítico en la futura seguridad nacional y en la política interior de Paquistán, y causaría en mi país una violenta reacción fundamentalista islámica. Hoy, cuando Paquistán se balancea en el borde de un abismo político, económico y social mientras una cultura de drogas, armas, corrupción y violencia impregna el país, lo que sucede en Afganistán resulta todavía más importante para Paquistán.

Las autoridades paquistaníes no siempre estaban de acuerdo con lo que yo escribía. No era fácil disentir de Zia. En 1985, los servicios de inteligencia de Zia me interrogaron durante varias horas y me advirtieron que no escribiera durante seis meses, debido a mis críticas. Seguí escribiendo bajo seudónimo. Me intervenían continuamente los teléfonos y controlaban mis movimientos.

Afganistán, como los mismos afganos, es un país de contradicciones que se ponen constantemente en escena ante cualquier reportero. Gulbuddin Hikmetyar, el dirigente muyahidín extremista, me sentenció a muerte por ser simpatizante de los comunistas—junto con George Arney de la BBC—y durante un año publicó mi nombre en el periódico de su partido, en un anuncio de «se busca». Más adelante, en Kabul, una multitud me persiguió y trató de matarme a mi llegada poco después de que un cohete disparado por Hikmetyar matara a dos chiquillos en el complejo de viviendas de Microyan. Los afganos pensaron que yo era un agente de Hikmetyar que examinaba los daños.

En 1981, cuando Najibulá era el jefe del desacreditado KHAD, el servicio secreto comunista afgano, modelado de acuerdo con la KGB, me interrogó personalmente después de que unos agentes del KHAD me hubieran detenido por leer la revista Time, que estaba prohibida, en la oficina de Correos de Kabul. Cuando llegó a presidente, y después de que le hubiera entrevistado varias veces, pensó que yo podría transmitir un mensaje conciliador de su parte a la primera ministra Benazir Bhutto. Le dije que no me escucharía, como así fue.

En muchas ocasiones me he encontrado en la contradicción del fuego cruzado, entre las tropas comunistas afganas y los muyahidín, entre jefes militares muyahidín rivales y entre los talibán y los artilleros de los tanques de Ahmad Shah Masud. Nunca he tenido carácter guerrero y lo que solía hacer era ponerme a cubierto.

Mi interés por Afganistán no habría podido mantenerse sin la ayuda de muchas personas, sobre todo de los afganos. A los mulás (intérpretes de las leyes y dogmas del Islam) talibán, a los jefes contrarios a los talibán, a los señores de la guerra que los precedieron, a los guerreros en el campo de batalla y a los taxistas, intelectuales, socorristas y campesinos, demasiado numerosos para nombrarlos y sobre todo demasiado peligrosos para mencionarlos, a todos ellos mis más efusivas gracias.

Además de los afganos, he recibido la inapreciable ayuda de ministros paquistaníes, diplomáticos, generales, burócratas y funcionarios del servicio de inteligencia, quienes o bien querían habérselas conmigo o bien simpatizaban sinceramente con mis puntos de vista. Con muchos de ellos entablé una firme amistad.

En el transcurso de los años, las agencias de Naciones Unidas y las organizaciones humanitarias no gubernamentales me han proporcionado un hogar en todo Afganistán y me han facilitado ideas, información y apoyo. Estoy en deuda con los jefes sucesivos de la Oficina de Naciones Unidas para la Coordinación de la Ayuda Humanitaria a Afganistán: Martin Barber, Alfredo Witschi-Cestari y Erick de Mul, así como con Brigette Neubacher, quien se ha ocupado de la cuestión afgana durante casi tanto tiempo como yo. Expreso mi agradecimiento al personal Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados: Robert Van Leeuwen, Shamsul Bari, Sri Wijaratne, Jacques Muchet, Rupert Colville y Monique Malha. En el Programa Mundial de Alimentos, el infatigable Adan Adar comprendía a los talibán mejor que cualquier otro funcionario de Naciones Unidas.

Estoy muy agradecido a Francis Okelo, James Ngobi, Hiroshi Takahashi, Arnold Schifferdecker y Andrew Tesoriere, de la Misión Especial de Naciones Unidas, y a Benon Sevan y Andrew Gilmour, de Naciones Unidas de Nueva York. En el Comité Internacional de la Cruz Roja, a Thomas Gurtner y Oliver Durr, en el organismo humanitario Acted, a Frederick Rousseau y Marie Pierre Caley, y en Save the Children, a Andrew Wilder y Sofie Elieussen. La amistad y apoyo de Lakhdar Brahimi, el representante especial del secretario general de Naciones Unidas en Afganistán, han sido esenciales para esta obra.

Durante dieciséis años he informado sobre Afganistán para la Far Eastern Economic Review, y estoy en deuda con mis directores, sobre todo con Nayan Chanda, por concederme espacio en la revista, porporcionarme fondos para viajar y mantener su interés por informar sobre lo que ahora se ha convertido en una oscura guerra en el borde de Asia. El ex jefe de la redacción internacional, V. G. Kulkarni, corrió un riesgo enorme cuando convenció a los superiores escépticos de que mi reportaje de 1997 sobre la batalla de los oleoductos y gasoductos en Afganistán y Asia Central merecía ser noticia de primera página. De ese reportaje surgiría la expresión ahora corriente el nuevo “Gran Juego”. Los jefes de la redacción internacional Andrew Waller y Andrew Sherry han continuado esa tradición.

Estoy agradecido a los sucesivos jefes de la redacción internacional del Daily Telegraph, Nigel Wade, Patrick Bishop y Stephen Robinson, por no haberse olvidado totalmente de Afganistán. Y a los colegas reporteros y amigos en el Servicio Mundial de la BBC, Radio France International y Radio Australia, por permitirme expresar continuamente mis opiniones a través de las ondas.

En Paquistán, Arif Nizami, director del Nation, me ha apoyado mientras yo escribía largo y tendido sobre Afganistán. Siempre me concedía espacio en la primera página, y siempre encajaba los rapapolvos y respondía satisfactoriamente a las llamadas telefónicas de irritados funcionarios del gobierno paquistaní. Sherry Rehman, ex directora del Herald, también me permitió publicar en su revista mis fotografías y artículos.

No podría haber realizado esta tarea sin la enorme ayuda y la amistad, por no hablar de los sitios web, de Barnett Rubin, quien sabe más de Afganistán que nadie que yo conozca. Estoy profundamente agradecido a la brigada de intelectuales, periodistas y activistas de los derechos humanos de Afganistán, quienes, como me sucede a mí, no pueden abandonar la noticia y de quienes he aprendido tanto: Oliver Roy, Nancy Hatch Dupree, Ashraf Ghani, William Maley, Anders Fange, Citha Maass, Eqbal Ahmad, Patti Gossman, Abbas Faiz, Steve Levine, Tony Davis, Edward Giradet, Sadao Sakai, Tim McGirk, Bob Nicklesberg, Maleeha Lodhi, Rahimullah Yousufzai, Leslie Cockburn, François Chipaux, Jennifer Griffin y Gretchen Peters.

También expreso mi profundo agradecimiento a Cathy Gannon, directora de Associated Press en Islamabad y Kabul, quien merece varios premios Pulitzer por su excelente cobertura informativa a lo largo de los años, por no mencionar su generosidad y modestia. Mis más expresivas gracias a los sucesivos directores de Reuters en Islamabad, Jane Macartney, Alistair Lyon y Andy Hill, así como a Sarah Hunt Cooke, mi editora en I. B. Tauris, quien creyó en el proyecto desde el comienzo y tuvo paciencia con el incumplimiento de las fechas de entrega.

No habría podido escribir este libro sin la paciencia, el amor y la comprensión de mi esposa Ángeles y mis dos hijos, quienes han soportado mis vagabundeos y ausencias y han compartido mis sentimientos hacia Afganistán durante largo tiempo.

AHMED RASHID.

Lahore.