En una cálida tarde primaveral, en la ciudad meridional de Kandahar, los tenderos afganos bajaban los postigos, preparándose para el fin de semana. Fornidos hombres de la tribu pashtún, con luengas barbas y turbantes negros muy apretados alrededor de la cabeza avanzaban por los callejones estrechos y polvorientos hacia el estadio de fútbol de la ciudad, más allá del bazar principal. Numerosos niños, muchos de ellos huérfanos y vestidos con harapos, corrían arriba y abajo, gesticulantes y gritones, excitados por el espectáculo que estaban a punto de presenciar.
Corría el mes de marzo de 1997 y desde hacía dos años y medio Kandahar era la capital de los talibán, feroces guerreros islámicos que habían conquistado dos terceras partes de Afganistán y combatían entonces para hacerse con el resto del país. Un puñado de talibán había luchado contra el Ejército Rojo soviético en la década de los ochenta, y un número superior de ellos lo había hecho contra el régimen del presidente Najibulá, quien se aferró al poder durante cuatro años después de que las tropas soviéticas se retirasen de Afganistán en 1989; pero la gran mayoría nunca había combatido a los comunistas y eran jóvenes estudiantes del Corán, procedentes de centenares de madrasas (escuelas de teología coránica), establecidas en los campamentos de refugiados afganos en Paquistán.
Desde su repentina y espectacular aparición a fines de 1994, los talibán habían aportado una paz y seguridad relativas a Kandahar y las provincias vecinas. Los grupos tribales beligerantes habían sido aplastados, sus dirigentes ejecutados, la población fuertemente armada había sido desarmada y las carreteras estaban abiertas para facilitar el lucrativo contrabando entre Paquistán, Afganistán, Irán y Asia Central que se había convertido en el pilar principal de la economía.
Los talibán, procedentes del grupo étnico mayoritario, los pashtunes, que constituye aproximadamente el 40 por 100 de los veinte millones de afganos, también habían galvanizado el nacionalismo afgano. Los pashtunes gobernaron Afganistán a lo largo de tres siglos, pero recientemente otros grupos étnicos más reducidos se habían hecho los dueños del país. Las victorias de los talibán hicieron resurgir las esperanzas de que los pashtunes dominarían de nuevo Afganistán.
Pero los talibán también habían efectuado una interpretación extrema de la sharia, o ley islámica, que consternaba a muchos afganos y al mundo musulmán. Cerraron todas las escuelas de niñas, y a las mujeres apenas se les permitía salir de casa ni siquiera para comprar. Prohibieron todo tipo de diversiones, música, televisión, vídeos, naipes, vuelo de cometas y la mayor parte de los deportes y juegos. El tipo de fundamentalismo islámico de los talibán era tan extremo que parecía empañar el mensaje de paz y tolerancia del Islam y su capacidad de convivir con otras religiones y grupos étnicos. En Paquistán y Asia Central inspirarían una nueva forma de fundamentalismo extremista que rechazaba comprometerse con los valores tradicionales, las estructuras sociales y los sistemas estatales existentes en el Islam.
Pocas semanas atrás, los talibán habían derogado en Kandahar la prohibición de jugar al fútbol mantenida durante largo tiempo. Los organismos humanitarios de Naciones Unidas vieron la excepcional oportunidad de hacer algo en beneficio de la diversión pública y se apresuraron a reconstruir la gradería y los asientos del estadio de fútbol que había sido bombardeado. Pero aquella suave tarde de jueves, el comienzo del fin de semana musulmán, ningún miembro de las organizaciones humanitarias extranjeras había sido invitado a presenciar la inauguración del estadio. No estaba prevista la celebración de ningún partido de fútbol. Lo que habría, en cambio, sería una ejecución pública y abatirían al reo entre los palos de la portería.
Yo acababa de llegar en un avión de Naciones Unidas, procedente de Paquistán, y unos cooperantes extranjeros, deprimidos y azorados, me informaron en voz baja de la ejecución. Un cooperante occidental me dijo: «Esto no estimulará precisamente a la comunidad internacional para aportar más fondos con destino a proyectos de ayuda en Afganistán. ¿Cómo vamos a explicar el uso que hacen los talibán de nuestra renovación del estadio de fútbol?».
También miraban con nerviosismo a mi colega Gretchen Peters, una periodista norteamericana. Era rubia, alta y delgada, de cara ancha y facciones cinceladas, y vestía un shalwar kameez que le iba demasiado pequeño. Era el atuendo local, formado por unos holgados pantalones de algodón, una camisa larga que le llegaba por debajo de las rodillas y un largo pañuelo que le cubría la cabeza. Sin embargo, esta indumentaria no ocultaba su altura ni su llamativo aspecto de norteamericana, el cual presentaba una amenaza a todos los conceptos que sostenían los talibán: en pocas palabras, a las mujeres no se las debe ver ni oír, porque desvían a los hombres del sendero islámico prescrito y los hacen caer en una impetuosa tentación. Ya fuese por el temor que les inspiraban las mujeres, ya por su aversión a la feminidad, lo cierto era que a menudo los dirigentes talibán se habían negado a conceder entrevistas a las reporteras.
Desde el invierno de 1994, cuando los misteriosos talibán aparecieron por primera vez para conquistar Kandahar y, una vez conseguido ese objetivo, hacia el norte para hacerse con Kabul, lo que hicieron en septiembre de 1996, yo había informado sobre el fenómeno talibán y efectuado más de una docena de viajes a sus plazas fuertes de Kandahar, Herat y Kabul. Me interesaba todavía más abordar los problemas de su identidad, sus motivaciones, quiénes les prestaban apoyo y cómo habían llegado a su violenta y extrema interpretación del Islam.
Ahora me encontraba con otra sorpresa de los talibán, que era al mismo tiempo una pesadilla y un regalo para cualquier reportero, un acontecimiento atroz que me hacía temblar de miedo y expectación. Había sido testigo de numerosas muertes durante los años de la guerra, pero eso no suavizaba las horrendas sensaciones de quien contempla la ejecución de un ser humano. Y presenciarla como un entretenimiento, compartido con miles de personas y como una expresión de la justicia islámica y del dominio talibán, era aún más duro.
Una vez en el estadio, al principio los talibán se opusieron a dejarnos entrar, pero finalmente permitieron nuestra entrada a condición de que permaneciéramos en la línea de banda y no hablásemos con nadie. Gretchen Peters se coló, pero en seguida fue localizada por un grupo de talibán armados, quienes, escandalizados, la hicieron salir del estado empujándola con las culatas de sus fusiles automáticos Kaláshnikov.
A media tarde, todos los asientos del estadio estaban ocupados por más de diez mil hombres y niños apretujados, que rebosaban de la gradería y se extendían por el centro arenoso del campo de fútbol. Los niños se entregaban a juegos atrevidos: corrían al centro del campo antes de que los enojados guardianes les obligaran a colocarse detrás de la línea de banda. Parecía como si toda la población masculina de la ciudad se hubiera congregado allí. Las mujeres tenían prohibido asistir a cualquier clase de acontecimiento público.
El griterío de la multitud remitió súbitamente cuando dos docenas de talibán armados, calzados con chancletas de plástico y ataviados con turbantes negros y la versión masculina del shalwar kameez, penetraron en tropel en el campo. Corrieron a lo largo de la línea de banda, empujando a los niños juguetones con los cañones de sus armas para que regresaran a las gradas y gritando a la multitud que guardara silencio. La gente se apresuró a acatar la orden y el único sonido que se oía era el de las chancletas de los talibán.
Entonces, como obedeciendo a una señal, varias camionetas Datsun de dos puertas (el medio de transporte favorito de los talibán) entraron en el campo de fútbol. Uno de los vehículos tenía uno de esos altavoces que suenan a lata, como los que se ven en miles de mezquitas en Paquistán y Afganistán. Un anciano de barba blanca se levantó en la caja abierta del vehículo y empezó a sermonear a la multitud. El qazi Jalilulá Ferozi, juez del Tribunal Supremo talibán de Kandahar, habló durante más de una hora, ensalzando las virtudes del movimiento talibán y los beneficios del castigo islámico, y explicando el caso que los había reunido allí en todos sus detalles.
Abdulá Afghan, un joven veinteañero, presuntamente había robado ciertas medicinas a Abdul Wali, un granjero que vivía en su mismo pueblo, cerca de Kandahar. Como Wali opuso resistencia, Abdulá lo abatió de un disparo. Al cabo de varias semanas de búsqueda, los parientes de Wali descubrieron el paradero de Abdulá, lo detuvieron y llevaron ante los talibán para que se hiciera justicia. Abdulá fue juzgado y sentenciado a muerte, primero por el Tribunal Supremo islámico de Kandahar y luego, tras la apelación, por el Tribunal Supremo talibán. Se trataba de unos juicios sin abogados, en los que se consideraba culpable al acusado y se esperaba que él mismo se defendiera.
La interpretación de la sharia, o ley islámica, por parte de los talibán exigía la ejecución del asesino a manos de los familiares de la víctima, pero no antes de que el juez efectuara en el último momento una apelación a los parientes para salvar la vida al asesino. Si eran misericordiosos, los familiares recibirían el precio de la sangre, una compensación económica. Pero tanto en Afganistán como en otros lugares, muchos teólogos musulmanes discuten hasta qué punto esta interpretación talibán de la ley islámica se debe a la sharia y en qué medida se debe al pashtunwali o código étnico de conducta de los pashtunes.
Por entonces unos veinte parientes masculinos de la víctima habían acudido al campo de fútbol, y el qazi se volvió hacia ellos. Alzando los brazos al cielo, les pidió que perdonaran la vida de Abdulá a cambio del precio de la sangre.
—Si perdonáis a este hombre, será como si hubierais peregrinado diez veces a La Meca. Nuestros dirigentes han prometido pagaros una suma enorme a cargo del Baitul Mal [fondo islámico] si le perdonáis.
Mientras los familiares expresaban su rechazo sacudiendo las cabezas, los guardias talibán apuntaban a la multitud con sus armas y les advertían que dispararían contra cualquiera que se moviese. En las gradas reinaba el silencio.
Entonces hicieron bajar a Abdulá, quien había permanecido sentado en otra camioneta de caja descubierta, custodiado por unos talibán armados. Llevaba un gorro amarillo brillante y ropas nuevas, pesados grilletes en los pies y los brazos encadenados a la espalda. Le dijeron que caminara hacia la portería de uno de los extremos del estadio. Las piernas le temblaban visiblemente a causa del miedo mientras avanzaba arrastrando los pies por el campo, las cadenas tintineando y destellantes bajo la luz del sol. Cuando llegó a la portería, le ordenaron que se arrodillara sin mirar a la multitud. Un guardián le susurró que podía rezar su última plegaria.
Otro guardián entregó un Kaláshnikov a un pariente de la víctima asesinada, y el hombre se acercó en seguida a Abdulá, amartilló el dispositivo automático y, desde pocos metros de distancia, descargó tres disparos contra la espalda del reo. Abdulá cayó de espaldas, y el verdugo se desplazó a lo largo del cuerpo que se contorsionaba y, a quemarropa, le disparó otras tres balas en el pecho. Al cabo de unos segundos arrojaron el cadáver en la caja abierta de una camioneta y se lo llevaron. La multitud se dispersó con rapidez y en silencio. De regreso a la ciudad, delgadas columnas de humo se alzaban del bazar, donde encendían los fuegos de los puestos de té y kebab para la actividad vespertina.
Una mezcla de temor, aceptación, agotamiento total y devastación tras una guerra prolongada durante años que había ocasionado más de un millón y medio de muertos, hace que muchos afganos se vean obligados a aceptar los métodos de justicia talibán. Al día siguiente, en un pueblo cerca de Kabul, una mujer fue lapidada hasta morir a manos de una multitud aulladora que la había sentenciado por intentar huir de Afganistán con un hombre que no era pariente consanguíneo. Las amputaciones de una mano, un pie o ambas extremidades son castigos corrientes que los talibán aplican a los ladrones. En septiembre de 1996, cuando se hicieron con Kabul—donde al principio fueron recibidos como liberadores—muchos kabulíes, junto con todo el mundo civilizado, les dieron la espalda, llenos de repugnancia, después de que los talibán torturaran y luego ahorcaran públicamente al ex presidente Najibulá, el hombre fuerte que abandonó el comunismo y durante cuatro años vivió en un recinto de Naciones Unidas bajo la protección de este organismo internacional.
Desde el final de la Guerra Fría, ningún otro movimiento político del mundo islámico ha atraído tanta atención como los talibán de Afganistán. Algunos afganos cifraron sus esperanzas en que un movimiento encabezado por simples estudiantes islámicos, empeñados en traer la paz al país, pudiera poner fin de una vez a las facciones de los señores de la guerra que habían devastado al pueblo desde el derrocamiento del régimen comunista en Kabul, en abril de 1992. Otros temían que el movimiento talibán degenerase con rapidez en otra de esas facciones y sometiera a su despótico dominio al desventurado pueblo afgano.
Los talibán pashtunes también han puesto en primer plano la cuestión de las relaciones interétnicas en un estado multiétnico, así como otros problemas tales como el papel del Islam con respecto al clan, las estructuras tribales y feudales, y la modernización y el desarrollo económico en una sociedad islámica conservadora. La comprensión del fenómeno talibán resulta todavía más difícil debido a la excesiva reserva que rodea a sus estructuras políticas, sus dirigentes y el sistema de toma de decisiones en el interior del movimiento. Los talibán no emiten comunicados de prensa, no hacen declaraciones acerca de sus planes de acción ni celebran con regularidad ruedas de prensa. Debido a la prohibición de las fotografías y de la televisión, nadie sabe siquiera el aspecto que tienen sus mandos. El dirigente talibán tuerto, el mulá Mohammed Omar, sigue siendo un enigma. Después de los jemeres rojos en Camboya, actualmente el movimiento político de los talibán es el más secreto.
No obstante, los talibán han establecido sin darse cuenta un nuevo programa del radicalismo islámico en toda la región, enviando ondas de choque a través de sus vecinos de Afganistán. No es sorprendente que Irán, Turquía, India, Rusia y cuatro de las cinco repúblicas de Asia Central (Uzbekistán, Kazajistán, Kirguizistán y Tayikistán) hayan apoyado la alianza septentrional contra los talibán. En cambio, Paquistán y Arabia Saudí los han apoyado, lo cual, tras la Guerra Fría, ha generado una polarización sin precedentes en la región. Las victorias de los talibán en el norte de Afganistán, en el verano de 1998, y su control de más del 80 por 100 del país, puso en movimiento un conflicto regional aún más violento cuando Irán amenazó con invadir Afganistán y acusó a Paquistán de apoyar a los talibán.
En el centro de este punto muerto regional está la batalla por las inmensas riquezas de petróleo y gas que contiene Asia Central, sin acceso al mar, las últimas reservas energéticas sin explotar que existen en la actualidad. No menos importante ha sido la intensa competencia entre los estados regionales y las compañías petroleras occidentales, que se disputan la construcción de los lucrativos oleoductos y gasoductos necesarios para transportar la energía a los mercados de Europa y Asia. Esta rivalidad se ha convertido, efectivamente, en un nuevo «Gran Juego», un retroceso al gran juego decimonónico entre Rusia y Gran Bretaña por el control y la dominación de Asia Central y Afganistán.
Desde fines de 1995, Washington había prestado un firme apoyo a la compañía norteamericana Unocal para la construcción de un gasoducto desde Turkmenistán a Paquistán a través de Afganistán en manos de los talibán. Pero en este nuevo Gran Juego participaba inesperadamente otro jugador. Un día después de la ejecución que he descrito, me acerqué a la mansión del mulá Mohammed Hassan, el gobernador de Kandahar, con el fin de entrevistarle. Cuando avanzaba por el sendero entre guardias talibán fuertemente armados, me detuve al ver salir del despacho del gobernador a un ejecutivo comercial apuesto, de cabello plateado, vestido con una impecable chaqueta cruzada azul de botones dorados, luciendo una corbata de seda amarilla y calzado con zapatos italianos. Le acompañaban otros dos hombres de negocios, ataviados de la misma manera impecable y provistos de abultados portafolios. Parecía como si, en vez de llevar a cabo negociaciones con una banda de guerrilleros islámicos en las polvorientas callejuelas de Kandahar, acabaran de cerrar un trato en Wall Street.
El ejecutivo en cuestión era Carlos Bulgheroni, presidente de Bridas Corporation, una compañía petrolera argentina que, desde 1994, negociaba en secreto con los talibán y la alianza septentrional para construir el mismo gasoducto a través de Afganistán. Bridas había entablado una reñida competencia con Unocal, y en un juicio celebrado en California incluso habían acusado a esa compañía de robarles la idea.
Yo llevaba un año tratando de descubrir qué intereses podía tener una compañía argentina, desconocida en aquella parte del mundo, por invertir en un país de tan alto riesgo como Afganistán. Pero tanto Bridas como Unocal habían mantenido un discreto silencio. Lo último que Bulgheroni deseaba era ser visto saliendo del despacho de un dirigente talibán por un periodista. Se excusó y dijo que el avión de su compañía le esperaba para llevarle a Mazar-e-Sharif, la capital de la alianza septentrional.
A medida que se intensificaba la batalla por los oleoductos y gasoductos en Asia Central, al mundo islámico y a Occidente les preocupaba también la posibilidad de que los talibán representaran el nuevo futuro del fundamentalismo islámico, agresivo, expansionista e intransigente en sus exigencias más puristas de retroceso de la sociedad afgana a un modelo imaginado de la Arabia del siglo VII, en los tiempos del profeta Mahoma. Occidente también temía las repercusiones del tráfico de drogas en continua expansión desde Afganistán, y el hecho de que los talibán cobijaran a terroristas internacionales tales como el extremista saudí Osama Bin Laden, cuyo grupo Al’Qaida llevó a cabo los devastadores atentados con bombas en las embajadas estadounidenses de Kenia y Tanzania en agosto de 1998.
Por otra parte, los expertos se preguntaban si el retorno de los talibán a los ideales islámicos básicos respondía a las calamitosas predicciones de ciertos intelectuales norteamericanos de que en la era posterior a la Guerra Fría un nuevo mundo islámico militante se opondría a Occidente y crearía otra versión de la Guerra Fría en un nuevo choque entre civilizaciones.1
Que Afganistán estuviera en el centro de semejante conflicto no es nada nuevo. Hoy en día, los talibán son sólo los últimos de una larga lista de conquistadores, señores de la guerra, predicadores, santos y filósofos que se han extendido por el corredor afgano, destruyendo civilizaciones y religiones más antiguas e introduciendo otras nuevas. Los reyes del mundo antiguo creían que la región de Afganistán era el mismo centro del mundo, y ese parecer ha persistido hasta los tiempos modernos. El famoso poeta indio Mohammed Iqbal describió Afganistán como «el corazón de Asia», mientras que Lord Curzon, virrey británico de la India en el siglo XX, lo llamó «el reñidero de Asia».2
En pocos países del mundo resulta más evidente que la geografía determina la historia, la política y la naturaleza de un pueblo. La situación estratégica de Afganistán desde un punto de vista geográfico en el cruce de caminos entre Irán, el mar Arábigo y la India, y entre Asia Central y el sur asiático hizo que su territorio y sus puertos de montaña tuvieran importancia desde las primeras invasiones arias hace seis mil años. El terreno áspero, escabroso, desierto y árido de Afganistán ha producido algunos de los mejores luchadores que han existido jamás, mientras que su asombroso paisaje de desoladas montañas y frondosos y verdes valles, llenos de árboles frutales, ha sido una fuente de inspiración para los poetas.
Hace muchos años, un sabio y anciano muyahid afgano me contó la historia mítica de la creación divina de Afganistán: «Cuando Alá hizo el resto del mundo, vio que había quedado un montón de desechos, fragmentos, trozos y restos que no encajaban en ninguna otra parte. Tras reunirlos, los arrojó a la tierra y eso fue Afganistán».
El Afganistán moderno tiene una extensión de 652.090 km2. Una línea de norte a sur divide al país a lo largo del macizo montañoso del Hindu Kush. A pesar de que ha habido una gran amalgama de razas en el siglo XX, una división aproximada muestra que al sur del Hindu Kush habitan la mayoría de pashtunes y algunos grupos étnicos de habla persa, y en el norte viven los grupos étnicos persa y turco. El mismo Hindu Kush está poblado por los hazaras y los tayikos, de habla persa. En el extremo nordeste, las montañas del Pamir, a las que Marco Polo llamó «el techo del mundo», confinan Tayikistán, China y Paquistán.3 El carácter inaccesible de las montañas del Pamir hace que la comunicación entre la miríada de variados grupos exóticos que viven en sus valles elevados y aprisionados por la nieve sea escasa.
En las estribaciones meridionales del Hindu Kush se encuentra Kabul. Los valles colindantes son los que dan la mayor producción agrícola del país. El oeste y el sur de Afganistán señalan el extremo oriental de la altiplanicie iraní, llana, desnuda y árdida, con pocas ciudades y una población dispersa. Los afganos locales denominan esta región sencillamente registan o desierto. La excepción es el oasis de Herat, que ha sido un centro de civilización durante más de tres mil años.
Al norte del Hindu Kush la desnuda estepa de Asia Central inicia su larga expansión, a lo largo de millares de kilómetros al norte hacia Siberia. Tanto el clima como el terreno son extremados, lo que explica que los pueblos septentrionales, de origen turco, figuren entre los más resistentes del mundo y produzcan los luchadores más fieros. Al este de Afganistán se alzan cadenas montañosas más pequeñas, como la de Suleman, a caballo entre Afganistán y Paquistán, poblada en ambas vertientes por tribus pashtunes. Los puertos de esas montañas, como el célebre puerto de Khyber, han facilitado durante siglos a los conquistadores el acceso a las fértiles planicies indias.
Sólo entre el 10 y el 12 por 100 del terreno afgano es cultivable y la mayor parte de las granjas, algunas en las vertientes montañosas, exigen una laboriosidad extraordinaria para mantenerlas productivas. Hasta la década de los setenta, el nomadismo (el pastoreo de cabras y ovejas afganas de cola gruesa) era el principal medio de vida, y los nómadas kochi recorrían todos los años millares de kilómetros en Paquistán, Irán y Afganistán en busca de buenos pastos. A pesar de que la guerra contra los soviéticos destruyó la cultura y los medios de vida de los kochi en los años ochenta, el pastoreo sigue siendo vital para el sustento de los empobrecidos granjeros. Los nómadas afganos de ayer son en la actualidad comerciantes y camioneros que, al conducir sus camiones por las rutas del contrabando a través de Afganistán, constituyen un apoyo esencial y una fuente de ingresos para los talibán.
Las carreteras y las rutas han sido básicas en Afganistán desde el amanecer de la historia. El territorio, sin salida al mar, fue el cruce de caminos de Asia y el lugar de encuentro y campo de batalla de las dos grandes oleadas civilizadoras: los imperios persas, más urbanos, al oeste y los imperios turcos nómadas al norte, en Asia Central. Como resultado, el territorio afgano es inmensamente rico en restos arqueológicos.
El control de Afganistán era esencial para la supervivencia de estas dos antiguas civilizaciones, cuya grandeza y conquistas fluctuaban según el impulso de la historia. En unas ocasiones Afganistán sirvió como un amortiguador que mantenía separados a los dos imperios, mientras que en otras fue un corredor por el que sus ejércitos avanzaban de norte a sur o de oeste a este cuando deseaban invadir la India. Era una tierra donde florecieron las primeras religiones antiguas del zoroastrismo, el maniqueísmo y el budismo. Según la UNESCO, Balj, cuyas ruinas son todavía visibles a pocos kilómetros de Mazar-e-Sharif, es una de las ciudades más antiguas del mundo y fue un centro floreciente de las artes y la arquitectura budista, persa y turca.
A través de Afganistán, los peregrinos y mercaderes que recorrían la antigua ruta de la seda llevaron el budismo a China y Japón. Los conquistadores cruzaron la región como estrellas fugaces. En 329 a. C., los griegos macedonios de Alejandro Magno conquistaron Afganistán y Asia Central y siguieron adelante para invadir la India. Los griegos dejaron tras ellos un nuevo y vibrante reino y una civilización grecobudista en las montañas del Hindu Kush, la única fusión histórica conocida entre culturas europeas y asiáticas.
Hacia el año 654 d. C. los ejércitos árabes habían cruzado Afganistán hasta llegar al río Oxus (el actual Amu Daria), en la frontera con Asia Central. Llevaban consigo su nueva religión islámica, que predicaba la igualdad y la justicia, y que rápidamente penetró en toda la región. Bajo la dinastía samínida persa, que duró desde el 874 al 999 d. C., Afganistán formó parte de un nuevo renacimiento persa en las artes y las letras. La dinastía ghaznavid reinó desde 997 a 1186 y capturó el Punjab, al noroeste de la India, y algunos territorios orientales de Irán.
En 1219 Gengis Khan y sus hordas mongolas arrasaron Afganistán, destruyeron ciudades como Balj y Herat y alzaron montículos de cadáveres a su paso. No obstante, los mongoles también hicieron su aportación, pues dejaron a los hazaras modernos, el resultado del cruce entre los mongoles y las tribus locales.
En el siglo siguiente, Taimur o Tamerlán, como se lo conoce en Occidente, un descendiente de Gengis Khan, creó un nuevo e inmenso imperio en Rusia y Persia, que dirigió desde su capital en Samarkanda, actualmente Uzbekistán. Taimur se hizo con Herat en 1381, y su hijo Sha Ruj trasladó la capital del imperio timúrida a Herat en 1405. Los timúridas, un pueblo turco, llevaron la cultura nómada turca de Asia Central a la órbita de la civilización persa, estableciendo en Herat una de las ciudades más cultas y refinadas del mundo. Esta fusión de cultura de Asia Central y persa fue un gran legado para el futuro de Afganistán. Un siglo después, el emperador Babur, descendiente de Taimur, tras su visita a Herat escribió que «todo el mundo habitable no ha tenido una ciudad como Herat».4
Durante los tres siglos siguientes, las tribus afganas orientales invadieron periódicamente la India, conquistaron Delhi y crearon inmensos imperios indoafganos. La dinastía afgana Lodhi gobernó Delhi desde 1451 a 1526. En 1500, Babur, el descendiente de Taimur, fue expulsado de su hogar en el valle de Fergana, en Uzbekistán. Entonces prosiguió sus conquistas, primero Kabul, en 1504, y luego Delhi. Estableció la dinastía mogola que dirigiría la India hasta la llegada de los británicos. Al mismo tiempo, el poder de los persas declinaba en Occidente y los kanes shaybani uzbekos conquistaron Herat. En el siglo XVI Afganistán pasó de nuevo al dominio persa bajo la dinastía safávida.
Esta serie de invasiones tuvieron como resultado una compleja mezcla étnica, cultural y religiosa que haría difícil en extremo la construcción nacional de Afganistán. El oeste del país estaba dominado por un pueblo que hablaba persa, o dari, como se conoce el dialecto persa afgano. Los hazaras del Afganistán central, a quienes los persas convirtieron al chiísmo, transformándose en el grupo chiíta más numeroso en un territorio por lo demás suní, también hablaban dari. En el oeste los tayikos, depositarios de la antigua cultura persa, hablaban asimismo dari. En el norte del país, los uzbekos, turcomanos, kirguises y otros hablaban las lenguas de la rama turca del Asia Central. En el sur y el oeste las tribus pashtunes hablaban su propia lengua, el pashto, una mezcla de lenguajes indopersas.
Fueron los pashtunes meridionales quienes formaron el moderno estado de Afganistán, en el siglo XVIII, en una coyuntura histórica en que la dinastía safávida persa en Occidente, los mogoles en la India y la dinastía jánida uzbeka se hallaban en un período de declive. Las tribus pashtunes estaban divididas en dos ramas principales, los ghilzai y los abdali, quienes más adelante se denominaron a sí mismos durrani y que a menudo competían entre ellos.
La genealogía de los pashtunes se remonta a Qais, compañero del profeta Mahoma. Se consideran una raza semita, aunque los antropólogos afirman que son indoeuropeos que han asimilado numerosos grupos étnicos en el curso de la historia. Los durranis se consideran descendientes del hijo mayor de Qais, Sarbanar, mientras que los ghilzai se dicen descendientes de su segundo hijo. Existe la creencia de que el tercer hijo de Qais fue el antepasado de otras diversas tribus pashtunes, tales como los kákaros de Kandahar y los safis alrededor de Peshawar. En el siglo VI, fuentes chinas e indias mencionan que los afganos/pashtunes vivían al este de Ghazni. A partir del siglo XV, estas tribus iniciaron una migración al oeste, hacia Kandahar, Kabul y Herat. En el siglo siguiente los ghilzais y durranis ya luchaban entre ellos por los territorios alrededor de Kandahar. Hoy la patria de los ghilzai se encuentra al sur del río Kabul, entre el Safed Koh y la cadena montañosa Suleman, en el este, hasta el Hazarajat en el oeste y Kandahar en el sur.5
En 1709, Mir Wais, el jefe de la tribu hotaki de los pashtunes ghilzai de Kandahar, se rebeló contra el sha safávida, en parte a consecuencia de los intentos del sha de convertir a los pashtunes, fervientes suníes, al chiísmo, una animosidad histórica que reaparecería tres siglos después con la hostilidad de los talibán hacia los chiítas afganos.
Pocos años después el hijo de Mir Wais derrotó a los safávidas y conquistó Irán, pero los afganos fueron expulsados de allí en 1729. A medida que declinaba el poder de los ghilzai, los abdalíes, sus rivales tradicionales en Kandahar, formaron una confederación y, en 1747, tras una loya jirga, o reunión de jefes tribales que duró nueve días, eligieron como rey a Ahmad, el sha abdalí. Los jefes tribales se pusieron turbantes con hojas de hierba, en señal de lealtad. La loya jirga se convertiría en el instrumento legal tradicional que legitimaba a los nuevos dirigentes, evitando así una monarquía hereditaria. Los mismos dirigentes podían alegar que los habían elegido las tribus representadas en la jirga. El sha Ahmad cambió el nombre de la confederación abdalí por durrani, unió a todas las tribus pashtunes e inició una serie de grandes conquistas, apoderándose con rapidez de gran parte del actual Paquistán.
En 1761 el sha durrani Ahmad había derrotado a los mahrattas hindúes y capturado el trono de Delhi y Cachemira; creó así el primer imperio afgano. El sha durrani Ahmad, considerado el padre de la nación afgana, fue enterrado en un suntuoso mausoleo en su capital, Kandahar, adonde los afganos todavía acuden para rezar. Muchos afganos le han conferido una especie de santidad. En 1772, su hijo, el sha Taimur, trasladó la capital del imperio de Kandahar a Kabul y facilitó así el control de los recién conquistados territorios al norte de las montañas del Hindu Kush y al este del río Indo. En 1780 los durranis firmaron un tratado con el emir de Bujara, el principal dirigente de Asia Central, quien designó el río Oxus, o Amu Daria, como la frontera entre Asia Central y el nuevo estado pashtún de Afganistán. Era el primer trazado fronterizo que señalaba el límite septentrional del nuevo Afganistán.
En el siglo siguiente los durranis perderían sus territorios al este del río Indo, mientras que las luchas encarnizadas entre los diversos clanes durranis disiparían su poder. Sin embargo, uno u otro clan durrani gobernaría Afganistán durante más de doscientos años hasta 1973, cuando el rey Zahir fue depuesto por su primo, el kan Mohammed Daud y Afganistán fue declarado república. Entretanto, la enconada rivalidad entre los ghilzai y los pashtunes durranis proseguiría e iría en aumento tras la invasión soviética de Afganistán y la posterior aparición de los talibán.
Los reyes durranis, debilitados y pendencieros, tuvieron que contener a dos nuevos imperios, el británico en el este y el ruso al norte. En el siglo XIX, temerosos de una creciente expansión del imperio ruso en Asia Central que podría codiciar Afganistán a fin de atacar el imperio británico en la India, los británicos intentaron conquistar y retener Afganistán, hasta que comprendieron que sería mucho más fácil comprar que combatir a los ingobernables afganos. Los británicos ofrecieron subsidios en metálico, manipularon a los jefes tribales y lograron convertir a Afganistán en un estado clientelar. Lo que siguió fue el «Gran Juego» entre Rusia y Gran Bretaña, una guerra clandestina de ingenio, sobornos y, en ocasiones, presión militar mientras ambas potencias, a prudente distancia una de otra, se esforzaban por mantener a Afganistán como un estado que actuaba de amortiguador entre ellos.
Las luchas intestinas entre los dirigentes durranis, alimentadas por los servicios secretos ingleses, aseguraron que los reyes afganos siguieran débiles y dependientes de la generosidad británica para compensar su incapacidad de obtener ingresos. El resultado fue que los grupos no pashtunes del norte ejercieron una creciente autonomía del control central en Kabul. Otro acontecimiento que debilitó a los pashtunes fue la conquista británica del noroeste de la India, que por primera vez dividió a las tribus pashtunes entre la India británica y Afganistán. Esta división de los pashtunes quedó formalizada por la Línea Durand, una frontera formal trazada por Gran Bretaña en 1893.
Tras la segunda guerra angloafgana, los británicos apoyaron la pretensión al trono del emir Abdul Rehman. El «Emir de Hierro» (1880-1901), como se le conocía, recibió ayuda británica para centralizar y reforzar el estado afgano. El emir utilizó subsidios y armamento británico para crear una administración eficaz y un ejército permanente. Sometió a las tribus pashtunes rebeldes y entonces se dirigió al norte para poner fin de manera implacable a la autonomía de hazaras y uzbekos. Empleando unos métodos que, un siglo más tarde, serían utilizados por los talibán, llevó a cabo una versión decimonónica de limpieza étnica, asesinando a los adversarios no pashtunes y trasladando a los pashtunes para que establecieran granjas en el norte. Crearon así una población pashtún leal entre las demás minorías étnicas.
Durante su reinado, Abdul Rehman sofocó unas cuarenta revueltas de los no pashtunes y creó el brutal cuerpo de policía afgano, precursor del Khad comunista de los años ochenta. Si bien estas actuaciones integraron a afganos de todos los grupos étnicos y el estado afgano se consolidó como no lo había hecho jamás hasta entonces, gran parte de las posteriores tensiones étnicas en el norte de Afganistán y las matanzas interétnicas posteriores a 1997 se remontan a la política del Emir de Hierro. Sus otros legados, que influirían de una manera indirecta en los talibán, consistieron en: aislar a Afganistán de Occidente y de las influencias modernizadoras, incluida la educación; su acento en el Islam, reforzando los poderes de los mulás pashtunes; y la introducción del concepto de un derecho divino a gobernar en lugar del concepto tradicional de elección por la loya jirga.
Los sucesores del Emir de Hierro en la primera parte del siglo XX fueron, en general, modernizadores que establecieron la plena independencia formal de Gran Bretaña en 1919, promulgaron la primera constitución del país y se propusieron crear una pequeña elite urbana culta. Sin embargo, el hecho de que dos reyes afganos fueran asesinados y de que se produjeran revueltas tribales periódicas demostraba las dificultades a las que se enfrentaban los dirigentes para convertir una sociedad tribal étnica en un estado moderno.
El final de la dinastía durrani se produjo cuando el rey Zahir Shah, que había reinado desde 1933, fue depuesto por su primo y cuñado Sardar Mohammed Daud, quien envió a Zahir al exilio en Roma. Afganistán fue declarado república y Daud gobernó como presidente. Le ayudaron oficiales izquierdistas del ejército y el pequeño partido parcham, de base urbana, dirigido por Babrak Karmal, para aplastar al naciente movimiento fundamentalista islámico. En 1975, los dirigentes de este movimiento huyeron a Peshawar y fueron apoyados por el primer ministro paquistaní, Zulfiqar Ali Bhutto, para que prosiguieran con su oposición a Daud. Estos dirigentes, Gulbuddin Hikmetyar, Burhanuddin Rabbani y Ahmad Shah Masud dirigirían más adelante a los muyahidín.
Daud pidió ayuda a la Unión Soviética para tratar de modernizar la estructura estatal. Desde 1956 a 1978, la Unión Soviética aportó en total 1,26 billones de dólares en ayuda económica y 1,25 billones en ayuda militar a Afganistán, e hicieron que el país cayera en su esfera de influencia en el apogeo de la Guerra Fría. Durante el mismo período, Estados Unidos otorgó al país 533 millones de dólares en concepto de ayuda, una parte considerable en los años cincuenta, tras lo cual Washington perdió interés. Cuando Daud se hizo con el poder en Afganistán, éste se había convertido en un estado rentista, el 40 por 100 de cuyos ingresos provenía del extranjero. No obstante, Daud, al igual que sus predecesores, no logró crear instituciones y, en cambio, se superpuso una burocracia administrada centralmente a la sociedad existente, con escasa representación pública, excepto en la ahora extensa loya jirga.6
Sólo cinco años después, en abril de 1978, simpatizantes marxistas del ejército, que habían sido formados en la Unión Soviética y algunos de los cuales habían ayudado a Daud a obtener el poder en 1973, lo derribaron con un sangriento golpe militar. Daud, sus familiares y la guardia presidencial fueron asesinados. Pero los comunistas estaban divididos en dos facciones enconadas, Jalq (las masas) y Parcham (la bandera), y su incomprensión de la compleja sociedad tribal afgana condujo a extensas revueltas tribales contra ellos. Mientras mulás y kanes declaraban la yihad, o guerra santa, contra los comunistas infieles, la elite dirigente comunista estaba atrapada en una espiral de violencia intestina. El primer presidente comunista jalqi, Nur Mohammed Taraki, fue asesinado, y su sucesor Hafizullah Amin siguió su suerte cuando las tropas soviéticas invadieron Afganistán en diciembre de 1979 e instalaron al dirigente parcham, Babrak Karmal, como presidente.
Tras un breve y dramático período de pocos meses, Afganistán había sido catapultado al centro de la Guerra Fría intensificada entre la Unión Soviética y Estados Unidos. Los muyahidín afganos, apoyados por Norteamérica, se convertirían en las tropas de choque antisoviéticas, mas para los afganos la invasión soviética era un nuevo intento desde el exterior de someterlos y sustituir sus antiquísimas religión y costumbres sociales por una ideología y un sistema social ajenos. La yihad adquirió nuevo impulso cuando Estados Unidos, China y los estados árabes aportaron dinero y armamento a los muyahidín. De este conflicto, que costaría un millón y medio de vidas afganas y sólo terminaría cuando las tropas soviéticas se retirasen de Afganistán en 1989, surgiría una segunda generación de muyahidín que se denominarían a sí mismos talibán, término que significa ‘estudiosos del Islam’.