1982, UNA NUEVA HOJA DE RUTA

 

 

 

Eran las primeras horas de uno de esos días claros de la primavera romana, allá por el año 1982. El entonces cardenal arzobispo de Madrid-Alcalá, Vicente Enrique y Tarancón, bestia negra de los últimos años del franquismo, con una larga hoja de servicios en la Iglesia y una visión clara del papel que ésta debía desempeñar en la transición política española, entraba en el Vaticano por el patio de San Dámaso, acceso oficial a la residencia papal. Conocía bien el lugar. Lo había visitado muchas veces, entre otras cosas para evitar que Pablo VI firmara la excomunión a Franco por el llamado «caso Añoveros» —el intento de expulsión de España del obispo de Bilbao, Antonio Añoveros, por defender la identidad cultural y lingüística del pueblo vasco poco después del asesinato de Carrero Blanco— o para reparar los puentes rotos entre el Vaticano y el Pardo, o simplemente para aclarar asuntos que a Roma llegaban de forma turbia e interesada sobre temas españoles. Esa mañana bajó del coche, conducido por un sacerdote madrileño, tiró el puro que solía llevar entre los dedos y saludó a la Guardia Suiza con su voz ronca, su tono socarrón y su humor levantino. Subió por el viejo ascensor, tantas veces transitado, y llegó a las oficinas de la Secretaría de Estado, cerca de la sala de audiencias privadas del papa. Es ése uno de esos lugares en los que se masca el silencio.

La audiencia la había pedido el propio cardenal de Madrid para, entre otras cosas, despedirse del papa. El cardenal había pernoctado en el Pontificio Colegio Español San José, un edificio de la Conferencia Episcopal Española donde residen los estudiantes que cursan grados superiores en las universidades romanas. «La fábrica de obispos», llaman a este centro remodelado y trasladado del palacio Altemps, su situación original, al emplazamiento actual en Vía de Torre Rossa, no lejos del Vaticano. Era el mes de mayo. La noche anterior, en ese colegio, caja de resonancia de aconteceres eclesiásticos, habló con su franqueza habitual sobre España y la excelente acogida que tendría el papa en su visita de otoño; además, no paró de contar anécdotas, no exentas de picaresca, con esas frases redondas que tanto gustaban a los periodistas. En la cena se mostró eufórico. Les dijo que ya se retiraba y que otros serían los anfitriones de Wojtyla. A eso iba a Roma, a presentar su renuncia. Le llegaba la edad preceptiva de la jubilación el 14 de mayo, al cumplir los 75 años. Aunque iba a presentarla de manera formal y manuscrita, quería también hacerlo personalmente y agradecerle al papa la próxima visita, que él mismo había empezado a fraguar.

Juan Pablo II lo esperaba a la entrada. La euforia se transformó en desconcierto. El papa tenía el discurso preparado. Era su carácter primario, apasionado, seguro de sí mismo y que asomaba en esos ojos vivos, azulados, que expresaban lo que pensaban aun antes de decirlo. No necesitaron interlocutor. Se entendían en italiano. Aunque Wojtyla ya había empezado a estudiar el español, aún no lo dominaba suficientemente. El cardenal entendía el italiano. Hablaron en la lengua de Dante, con la promesa del papa de hacerlo pronto en la de Cervantes. Los dos se encerraron solos durante cuarenta y cinco minutos.

Tarancón comenzó a hablar tras el saludo agradeciendo la decisión del papa de visitar España —noticia que el mismo pontífice había hecho pública el 21 de febrero— en octubre de ese mismo año (la fecha se retrasó finalmente hasta los primeros días de noviembre, una vez celebradas las elecciones legislativas en nuestro país). El cardenal de Madrid hizo una radiografía de la Iglesia española y habló de su papel mediador en la transición política, pero sin entrar en detalles. Wojtyla lo interrumpía, interesándose precisamente por esos detalles que el cardenal no consideraba significativos para tan escaso tiempo. Inmediatamente, el propio papa comenzó a hablar, exponiendo sus opiniones personales, su conocimiento del país y lo que pensaba de los problemas aludidos. Conforme avanzaba, Tarancón no salía de su asombro, pero especialmente cuando llegó a alabarle la valentía de España por haber detenido el avance del comunismo, mientras hacía comparaciones entre España y Polonia. Parecía informado, aunque parcialmente. El cardenal intuyó de dónde podrían venir esas informaciones: eran las que él mismo había oído en boca de quienes siempre lo tuvieron en entredicho por su talante aperturista y su labor en la transición. Sabía que los informadores no habían sido los obispos que lo habían venido votando sucesivamente como presidente del Episcopado, dándole su confianza. La mayoría de ellos eran de su cuerda, e incluso con algunos más conservadores —como el cardenal de Toledo, Marcelo González— mantenía buenas relaciones. No eran esos los consejeros del papa. Eran otras fuentes más cercanas, más interesadas, más intrigantes en el Vaticano. Estaban muy cerca del papa y muy lejos de España.

Durante aquellos primeros meses del año 1982, Wojtyla había recibido al entonces presidente de la Conferencia Episcopal y arzobispo de Oviedo, Gabino Díaz Merchán, que, junto con el secretario general, Fernando Sebastián, y el nuncio en España, Antonio Innocenti, había perfilado los preparativos del viaje del papa a España. También en esos meses, los obispos habían pasado por Roma con motivo de la visita ad Limina que cada cinco años deben hacer los obispos a Roma para informar a las distintas congregaciones vaticanas y recabar instrucciones. En esos encuentros, Juan Pablo II les había hablado, de forma diplomática, de todo lo que repitió más tarde al cardenal con formas menos cuidadas y con una retahíla de preocupaciones que daban a entender que se trataba de un «aviso de navegantes». En la medida en que avanzaba la conversación, Juan Pablo II elevaba el tono de voz hasta el punto de oírse en la antesala, que tuvo que ser prudentemente desalojada por los oficiales allí presentes. El cardenal había ido por lana y salió trasquilado. España no podía dejar de ser católica —insistía Wojtyla, haciendo paralelismo con su Polonia natal—, la Iglesia debía tener un papel más decisivo en la vida política, con valentía y sin concesiones a la galería. No podía estar callada. Había que intervenir en temas graves que se estaban debatiendo: la enseñanza, el aborto, la libertad de culto. No debía ser tan condescendiente como en los últimos años lo había sido. No dejó en el tintero su opinión sobre los Acuerdos Iglesia-Estado, firmados en 1979, y que, según el pontífice, habían atado de manos a la Iglesia. En opinión del papa, se debía haber hecho un concordato, un acuerdo más global que pidiera a cambio aspectos generales, no acuerdos parciales, algo a lo que el cardenal de Madrid siempre se había opuesto con la anuencia de Pablo VI y el cardenal Agostino Casaroli, secretario de Estado, el hombre de la outpolitik vaticana y de la apertura de fronteras con otros países, tradicionalmente cerrados a dialogar con la Santa Sede. De forma críptica, el papa hacía responsable al cardenal Tarancón de haber puesto alfombra roja a los partidos de izquierdas, potenciando movimientos católicos de cuño progresista y propiciando una política de buenismo que en nada beneficiaba a la claridad con la que se debían haber abordado asuntos graves. Incluso llegó a responsabilizarlo de no haber apoyado la creación de un partido de cuño católico aprovechando el hundimiento de la UCD, una especie de Democracia Cristiana, algo a lo que Tarancón siempre se negó, pese a que llegaron a proponerle que las siglas de Unión de Centro Democrático pasaran a ser las de Unión Cristiana Demócrata. No faltó el lamento pontificio a manera de letanía por el declive del número de aspirantes al sacerdocio y el lento vaciamiento de los seminarios, por el crecido número de sacerdotes que abandonaban el ministerio, por la escasa ortodoxia en algunos centros de formación teológica en donde se enseñaban doctrinas contrarias al Magisterio de la Iglesia y también, no podía faltar, por la influencia en España de las ideas de la Teología de la Liberación a través de los misioneros españoles en América Latina.

El cardenal escuchaba atónito, pensando en todo momento en quiénes serían las fuentes que tan parcialmente informaban al papa. Probablemente recordara cómo, años antes, casi de forma rocambolesca, Pablo VI le había pedido que se trasladara a Madrid para liderar una etapa difícil en los últimos años del Gobierno de Franco. Recordaría también las trabas que encontró en gran parte del clero e instituciones madrileñas, que lo habían acusado de traidor y alentaban pintadas como la ya famosa «Tarancón al paredón». Ahora se veía sometido a capítulo de culpas en boca del papa. Confiaba, no obstante, en que la visita cambiara su opinión. En España, la fe cristiana, pese a las contrariedades, seguía siendo sólida y parte importante de su esencia. Había que esperar. Hay quienes dicen que las últimas advertencias las hizo Wojtyla cogiendo el brazo del cardenal y zarandeándolo, dando fuerza, así, a su queja, pero todos esos detalles son fabulación. Ambos se levantaron y se despidieron educada pero fríamente. Volvieron a encontrarse meses más tarde, en Barajas, el 31 de octubre. Al cardenal le quedó claro que había asesores e informadores en el Vaticano que no hacían ningún bien a nuestro país; que comenzaba otra etapa y que pronto estaría en su tierra levantina disfrutando de su jubilación, leyendo y contemplando el mar, aunque le había prometido al papa demorar el cambio hasta pasada su visita. Era un gesto de agradecer... aunque probablemente él hubiera preferido marcharse. Tarancón murió el 28 de noviembre de 1994, en Valencia, un mes después de la toma de posesión de Rouco como arzobispo de Madrid. El día del que hablamos, sin embargo, al salir de la audiencia pidió al sacerdote que lo acompañaba que lo llevara a las montañas cercanas de Roma. Allí, paseando solo durante unas horas, pudo asimilar el encuentro. Volvió con la sonrisa en los labios y cerró la boca para siempre. Por otros lados se han sabido los detalles de la audiencia. Ni el papa ni el cardenal lo han contado, pero en Roma hablan hasta las paredes. Y entonces había ya muchas paredes que hablaban en español, y no muy lejos de aquella sala.

 

 

JUAN PABLO II VISITA ESPAÑA

 

Y llegó la hora de la visita. Pocos días después del comienzo de su pontificado, en octubre de 1978, Juan Pablo II mostró su deseo de conocer de cerca la realidad de la Iglesia universal realizando visitas apostólicas. El nuevo papa polaco no se iba a conformar con los despachos procedentes de las nunciaturas. Las visitas no se iban a reducir al ámbito eclesial, sino que debían tener un calado en la vida social de cada país y, aunque respetarían el ámbito político, lo tendrían muy en cuenta. Juan Pablo II comenzó pronto a preparar su agenda. No había tiempo de darse tiempo. Desde el comienzo pensó en un viaje a España. La ocasión para un primer viaje significativo se la ofrecía, no obstante, la reunión del Consejo Episcopal Latinoamericano (CELAM) en la localidad de Puebla, en México. En enero de 1979, a los tres meses de su elección, iniciaba el primero de sus más de cien viajes fuera de Italia. Lo hacía a México, con escala en la República Dominicana y las Bahamas. Quedaba patente la importancia que para el nuevo pontífice tendría América Latina, como también quedó diáfano su planteamiento sobre la Teología de la Liberación en el discurso pronunciado en Puebla el 29 de enero de 1979 ante los obispos reunidos para la III Asamblea General del Episcopado Latinoamericano. Fue el momento en el que comenzó a meter en cintura aquella teología que, en algunas de sus vertientes, usaba la revolución como instrumento de cambio estructural. Aprovechó su periplo mexicano para alentar a los cristianos a vivir con valentía en medio de las dificultades propiciadas por la falta de libertad religiosa. Y lo hacía desde su experiencia de los efectos devastadores de la falta de libertad religiosa en Polonia en los años de la influencia soviética. Pero en ese viaje ya repitió varias veces su interés y preocupación por España, en donde un probable Gobierno socialista abriría cauces sobre los que habría que actuar de forma clara y valiente. Estaba claro que su deseo era poner firme a la Iglesia española. Para ello debía cambiar el rumbo con personas de su cuerda. Y tenía decidido que había que hacerlo buscando a las personas afines a su pensamiento.

Karol Wojtyla no quería demorar el viaje. No obstante, la situación debida al terror que en esos años había sembrado ETA, le pedía prudencia. Un despacho confidencial de la nunciatura en Madrid insinuaba la posibilidad de que se produjera un atentado contra el papa por parte de la banda terrorista, que buscaba dar un eco mundial a sus reivindicaciones. Las hemerotecas están salpicadas de noticias de atentados en esos años, base de la indignación de un grupo de militares que intentaron secuestrar la democracia con el golpe de Estado de febrero de 1981. Había razones que desaconsejaban el viaje en ese momento, aunque el papa seguía insistiendo y buscando una fecha emblemática y al fin dio con el IV centenario de la muerte de santa Teresa de Jesús.[1] Al margen de razones personales para esta visita, Juan Pablo II también tenía razones estratégicas. Entre las razones personales estaba su particular conocimiento y devoción por los grandes místicos españoles del siglo XVI, especialmente san Juan de la Cruz, sobre el que había realizado su tesis doctoral, y que hacía que deseara conocer el país, atraído por la fuerza espiritual y renovadora de la mística española. Entre las razones estratégicas estaba que España necesitaba una urgente intervención. Había entonces en Roma eclesiásticos de importantes movimientos que se postulaban para dar una solución a la vieja nación católica, que se iba desangrando por las costuras del laicismo y de la secularización. No faltaron «ojeadores» y «consejeros» que cada día soltaban sobre la mesa alguna perla que levantaba su mal humor. «Mire, Santidad, lo que han hecho ahora estos obispos rojos», cuentan que solía decirle un eclesiástico español de altos vuelos. Sin embargo, el papa prefirió esperar para acercarse, conocer, dialogar y, al final, si era necesario, intervenir de una u otra forma. Y lo hizo.

El último día de octubre, tras la aplastante victoria en las urnas del Partido Socialista Obrero Español (PSOE) —202 diputados de 350 escaños, la primera vez que ganaba unas elecciones en cuarenta años, y sin el sello marxista en sus siglas—, Juan Pablo II llegaba al aeropuerto de Barajas. No había podido hacerlo el año anterior por el atentado que había sufrido en mayo en la plaza de San Pedro. Así resume el viaje el historiador Juan María Laboa:

 

[Fue] un viaje agotador de diez días en una Iglesia que se encontraba en estado confuso y desorientado. De tener una presencia y un influjo determinante, parecía abocada a la marginación y a la irrelevancia. Buena parte del clero se encontraba desanimado y sin capacidad de reacción ante una sociedad secularizada y que parecía alejarse de sus raíces y tradiciones cristianas. Aquellos días supusieron una recuperación del sentido de pertenencia a la Iglesia y se mostró que la dimensión religiosa era algo constitutivo del alma de este país. Había que tener en cuenta esta realidad, incluso reconociendo la laicidad del Estado y la independencia de la Iglesia del poder político. La Iglesia en nuestro país tiene una inevitable dimensión pública que es producto de una determinada encarnación y tradición históricas y de la que no se puede prescindir. Un viaje significativo a una Iglesia en un estado de preocupación, rebasada la transición y asentada la reforma conciliar.[2]

 

España iniciaba entonces una nueva etapa larga, que ahora va llegando a su fin. La visita serviría de termómetro de cara al futuro. Valía la pena empezar los cambios y planear la nueva hoja de ruta, pensando bien los movimientos y ajustando los tiempos, algo que Roma siempre ha sabido hacer con finezza.

 

 

UNA NUEVA TRÍADA PARA EL CAMBIO

 

Fue precisamente en Santiago de Compostela, en la última etapa del viaje y en el curso de un encuentro privado, cuando el propio Wojtyla mostró de nuevo su preocupación por lo que sabía y había visto en España. Y mostró su deseo de «intervenir» en el cambio de rumbo. Hizo comentarios finos, con una leve sonrisa, cuajados de ironía. Los mismos que había hecho en aquella audiencia con el cardenal Tarancón, quien en todo momento se mantuvo en un segundo plano durante la visita papal, ya que el presidente del colectivo episcopal era el arzobispo de Oviedo, Gabino Díaz Merchán. Sus interlocutores aquel día eran dos personajes llamados a jugar un destacado papel en el futuro: el arzobispo de Santiago de Compostela, Ángel Suquía, y el sustituto de la Secretaría de Estado, Eduardo Martínez Somalo, un riojano asiduo a la mesa del pontífice, dado al sarcasmo y el chiste fácil. En aquella conversación informal comenzó a dibujarse la nueva agenda, el nuevo plan para la Iglesia en España. Aprovechando un momento de descanso del pontífice, ya agotado por el largo periplo, durante el que incluso había sufrido un fuerte catarro, indigestiones, fiebre alta y agotamiento, el papa dio el golpe en la mesa. Y fue entonces cuando comenzó a dibujarse el cambio de agujas con detalle y precisión. En aquel momento, el ahora cardenal Rouco era ya obispo auxiliar de Santiago.

Los acontecimientos se sucedieron con un calendario preciso. Ayudaban, como hemos dicho, diversos eclesiásticos en Roma, algunos de ellos miembros de movimientos eclesiales como el Opus Dei. Un personaje clave fue el director de la Oficina de Prensa del Vaticano, posterior portavoz y amigo personal del papa, Joaquín Navarro-Valls, miembro numerario del Opus Dei, institución que en esos años adquirió una particular fuerza en el gobierno de la Iglesia (posteriormente compartiría la influencia con el Camino Neocatecumenal, pero eso fue ya mucho más tarde). De hecho, a los pocos días del viaje papal a España y para sorpresa de muchos obispos —al propio cardenal Tarancón se lo comunicó un periodista al bajar del avión en Roma—, el papa confería a esta institución, fundada por Escrivá de Balaguer, la dignidad de prelatura personal, es decir, un carácter independiente con incidencia en las personas y no en los territorios, como sucede con la población militar. Lo hacía mediante un documento firmado el 28 de noviembre de 1982 y ejecutado el 19 de marzo de 1983 en cuya fontanería estuvo el entonces prefecto (posteriormente cardenal) Herranz, hombre cercano al papa Wojtyla y luego uno de los electores de Ratzinger, quien por cierto llegaba a Roma, procedente de Múnich, en estos mismos días, llamado por el papa a ser su brazo derecho en los temas doctrinales al ser nombrado Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe.

Junto a estos miembros destacados del Opus Dei, y alguno más en la sombra, fue decisivo el papel del riojano Eduardo Martínez Somalo, sustituto de la Secretaría de Estado, el mismo que había cambiado varios actos del borrador de la agenda del viaje y que había preparado la comisión española. Concretamente en Barcelona se pretendía que se produjera un encuentro de Wojtyla con el mundo de la cultura en el Liceo. Somalo gritó: «¡Estadios, estadios, la gente tiene que llenar los estadios! El papa no puede ser rehén de unos pocos catalanes», y anuló el acto. En Roma tenían las cosas claras con este interlocutor español. Ahora hacía falta llevar a cabo el cambio en la nunciatura y pensar en el relevo de Madrid. Tanto el nuncio como el nuevo arzobispo debían tener un perfil que se ajustara a los siguientes criterios: fidelidad a Roma; mano dura para las decisiones; teología sin veleidades; empatía con partidos políticos que beneficiaran a la Iglesia; limpieza de cátedras, editoriales, movimientos y asociaciones con desviaciones doctrinales y una mayor valentía para la significación pública en temas de índole moral y social. A la vez debía crear un mapa episcopal que repitiera, como en ondas concéntricas, estos objetivos. Había que convertir las diócesis en sucursales de Roma. Aunque las legaciones diplomáticas del Vaticano en España siempre fueron conocidas por su dependencia romana, en estos años ésta se intensificó hasta tal punto que ocasionó airadas protestas de obispos españoles.

Parte de la estrategia pasaba por hacer cambios en la nunciatura, para la que se barajaron varios nombres. Se sabía que Antonio Innocenti era un hombre de paso, un nombramiento de urgencia ante la prisa por sustituir al anterior nuncio, Luigi Dadaglio, en 1980, quien, por cierto, no fue hecho cardenal como es tradición en los nuncios acreditados en Madrid una vez abandonado el cargo. Pasados unos años se encontró al sucesor, Mario Tagliaferri, nuncio entonces en Perú y a quien el papa conoció durante su visita al país en febrero de 1985. Era un antiguo compañero de aula de Martínez Somalo en la Universidad Gregoriana y en la carrera diplomática, además de viejo amigo suyo. El purpurado riojano diría más tarde, una vez se supo que Tagliaferri sería el nuevo nuncio: «Con ocasión del último viaje a Latinoamérica, el Santo Padre y yo pudimos percibir la gran estima que se le tenía en todos los ambientes de Perú, un país muy conflictivo donde Mario Tagliaferri tuvo que tomar importantes decisiones, aunque supo imponer un clima de calma y cordialidad en los distintos niveles». Tagliaferri tenía un amplio historial de servicio diplomático a la Santa Sede en República Dominicana, Estados Unidos, Canadá, Brasil, Cuba, Centroamérica, Chad y Congo. Llegaba a España para cumplir un cometido: colaborar para diseñar un mapa episcopal que ayudara a la hoja de ruta. El entonces embajador ante la Santa Sede, Gonzalo Puente Ojeda, lo definía así diez años más tarde, cuando en 1995 era trasladado a París, en donde murió:

 

Tagliaferri pertenece al núcleo de avanzadilla del papa, y como tal ha practicado una política intervencionista, ha propuesto el nombramiento de obispos de su preferencia y, desde luego, no se ha limitado a tratar con Asuntos Exteriores, sino que ha entrado en la Zarzuela, en la Moncloa y donde ha querido, dentro de esa obtención de crecientes prerrogativas de hecho y aun de derecho que la Iglesia está logrando en España.[3]

 

La tríada estaba completándose. Ya había pasado la época de otra tríada: el papa Pablo VI, junto al nuncio Dadaglio y el cardenal Tarancón, apoyado en todo momento por el cardenal Jubany, que no presentaría la renuncia hasta más tarde y que también tuvo sus altercados con Roma. Martínez Somalo se entregaba al plan mientras Wojtyla viajaba por el mundo ajeno a muchas cuestiones internas. Por otro lado, la nunciatura de Madrid —situada ya en la avenida Pío XII— llegó a tener un protagonismo mayor que la sede de la Conferencia Episcopal, algo que molestaba a muchos obispos, que eran de la opinión de que no era bueno estar tan pendientes de Roma. La nunciatura dejó de ser lo que fue en la década de 1970, un espacio de encuentro, diálogo y convergencia, y se convirtió en una temida sucursal de Roma, implacable con teólogos díscolos, sacerdotes, profesores, simples párrocos, superiores provinciales de órdenes religiosas y otros muchos, con actividades que marcaban el ritmo de las sesiones de la Conferencia Episcopal y provocaban así el malestar de algunos obispos, que veían mermar su autonomía. Sin embargo, la situación cambió tras la marcha del nuncio y la llegada del cardenal Rouco. La nunciatura perdió fuerza y muchas de sus funciones se fueron trasladando a la sede del Arzobispado, en la madrileña calle Bailén. Con la llegada de Rouco a Madrid, la centralización en la persona del cardenal fue total. Pero de esto hablaremos más tarde.

Quedaba completar la otra parte de la tríada: el Arzobispado de Madrid. Tras nueve meses de prórroga, en abril de 1983 se supo el nombre del sustituto de Tarancón. El nuevo arzobispo de Madrid-Alcalá —pues aún no se habían segregado las diócesis de Alcalá y de Getafe— era Ángel Suquía, arzobispo de Santiago de Compostela. Su nombramiento fue un secreto a voces desde la visita pontificia a la tumba del Apóstol. Nacido en 1916 en Vitoria, con un exitoso paso por el seminario como rector, después de unos años de pastoral y estudios en Roma, fue nombrado obispo y, tras su paso por Almería y Málaga, en 1973 llegó a Santiago de Compostela, pese a que Pablo VI había pensado en otro candidato, el obispo de Ávila, Romero de Lema, a quien el gobierno de Franco —que aún no había renunciado a su derecho de presentación de candidatos al Episcopado— vetó. Suquía estuvo en Galicia hasta 1983, año en que llegó a Madrid. En 1985 fue nombrado cardenal y en 1987 tomó las riendas de la Conferencia Episcopal, cargo que ocupó hasta 1993, ya que, aunque había presentado su renuncia en 1991, no le fue aceptada hasta 33 meses después, caso insólito hasta ese momento y clara prueba de la preocupación para que en la Iglesia española se terminaran de ajustar algunos cambios que propiciaran el giro. La armonía con la nunciatura y varias actuaciones hicieron de él un hombre del papa en España. Había tiempo para buscar sucesor.

Durante el pontificado de Suquía, los cambios se sucedían y ya se iban advirtiendo todos los giros que Roma buscaba en el seminario, en las parroquias, en los movimientos laicales y en las facultades de teología, aunque menos con el Gobierno socialista de Felipe González, que en esos años mostraba una cara amable con la Iglesia y seguía el consejo de Alfonso Guerra: «Lo que no está roto, no lo arregles». Suquía era un hombre eficaz que, con las ayudas necesarias, cuajó el cambio de la Iglesia española. No es aquí el momento de entrar en su pontificado. Los cambios ya se notaban, pero había que afianzarlos. Y fue entonces cuando, para esa etapa de consolidación, Roma pensó en la persona para sucederlo. Pero no era fácil, y la operación tardó su tiempo.

En 1994, Roma decidió optar por alguien que pudiera seguir el camino trazado por el cardenal vasco. Y nadie mejor que el antiguo auxiliar y en ese momento arzobispo compostelano, Antonio María Rouco Varela. Además, y esto fue lo que más pesó, era un hombre de una sólida formación intelectual. Era la hora de nombrar obispos preparados teológicamente, más profesores que pastores, aunque él —bien situado en su tierra natal, abandonadas las aulas de Salamanca— se sentía feliz ejerciendo de pastor. Hábil en las estrategias, afable en las distancias cortas, dicen en Galicia que aprendió a ser párroco ya siendo obispo. Y además tenía tiempo suficiente para seguir estudiando y escribiendo. Descartados otros candidatos y aspirantes, algo que siempre suele pasar, se pensó en él; o mejor dicho, el cardenal Suquía señaló con el dedo a su fiel auxiliar, vendiendo bien su perfil por tierra, mar y aire. Ya había sucesor, y además de su cuerda. La obra podía continuar y el cambio, consolidarse. El propio nuncio Tagliaferri tuvo ocasión de hacerle un seguimiento de cerca antes de ofrecer el nombre al papa y marcharse a la embajada de París.

Empezaba una etapa larga que ahora termina. Su perfil humano, eclesiástico e intelectual, así como sus actuaciones al frente de la Conferencia Episcopal, con los distintos gobiernos y con las instituciones eclesiásticas, conforman la materia de este libro. Denostado y alabado por unos y otros, no ha sido indiferente a nadie. Su nombre se ha ido asociando a una manera de ver la Iglesia, incluso por parte de los no creyentes. Pero ¿quién era este arzobispo gallego que llegaba a Madrid en el otoño de 1994 y aún hoy, cuando redactamos estas páginas, aunque caducado, sigue al frente de la Iglesia española? No parece fácil buscarle sucesor... o quizás sea más fácil de lo que parece.