¿A QUÉ CINEASTAS ADMIRABA?
A Hitchcock, su máximo valedor, desde luego que no. Siete años atrás, en una conversación con Juan Cobos y Gonzalo Sebastián de Erice, Buñuel dijo taxativamente: «Hitchcock no me gusta nada».
¿Cambió después de opinión? No es probable. En Mi último suspiro, ni Hitchcock ni ningún otro de los asistentes al almuerzo recibe, a la hora del balance personal de una vida dedicada al cine, ni una sola mención —ni, mucho menos, un elogio— fuera de las líneas que Buñuel dedica al banquete.
Con una excepción llamativa, el ausente Fritz Lang.
En sus memorias, Buñuel vuelve a contar algo muy importante para él: «Fue al ver Der müde Tod cuando comprendí sin la menor duda que yo quería hacer cine. No me interesaron las tres historias en sí, sino el episodio central, la llegada del hombre del sombrero negro —enseguida supe que se trataba de la Muerte— a un pueblo flamenco, y la escena del cementerio. Algo que había en aquella película me conmovió profundamente, iluminando mi vida. Esta sensación se agudizó con otras películas de Fritz Lang como Los Nibelungos y Metrópolis».
Luis Buñuel vio Der müde Tod (Las tres luces, 1921) en París, en el Vieux Colombier, poco después de trasladarse a vivir, en 1925, a la capital francesa. Buñuel y, por tanto, la historia del cine le deben muchísimo a Fritz Lang.
¿Quiénes fueron los directores que Luis Buñuel admiró?, ¿de quiénes reconoció haber recibido influencias?, ¿qué películas le gustaron a lo largo de su vida?
En sus memorias, Buñuel confiesa su admiración por el cineasta belga Jacques Feyder, en cuya película Carmen (1926) hizo un papelito, y por La coquille et le clergyman (1927), de Germaine Dulac, con guion de Antonin Artaud, abucheada por sus colegas surrealistas. Feyder, con La kermesse heroique (1935), inspiró a Luis García Berlanga para ¡Bienvenido míster Marshall! (1952).
A Buñuel le gustaban Entreact’e (1924), de René Clair; La fille de l’eau (1924), de Jean Renoir, y el documental Rien que les heures (1926), de Alberto Cavalcanti, pues las eligió para ilustrar en la Residencia de Estudiantes, en 1928, una conferencia sobre el cine de vanguardia. De René Clair, más tarde, le gustó también —«bastante buena», dice— Me casé con una bruja (1942), de producción estadounidense.
En los tiempos de la Residencia de Estudiantes, en Madrid, Buñuel y sus amigos disfrutaban con las películas cómicas estadounidenses: Ben Turpin, Harold Lloyd, Buster Keaton, Mack Sennett... «El que menos nos gustaba era Chaplin», dice. Admiró también al actor Adolphe Menjou.
Buñuel mantiene, de sus años veinte parisinos, el recuerdo de películas —sin especificar cuáles— de Georg Wilhelm Pabst; de El último (1924), de Friedrich Wilhelm Murnau; de Napoleón (1927), de Abel Gance —«me impresionó bastante»— y, sobre todo, de El acorazado Potemkin (1925), de Serguéi Mijáilovich Eisenstein: «Durante mucho tiempo sostuve que aquella película era para mí la mejor de toda la historia del cine. Ahora ya no lo sé».
Dice haber buscado a Eisenstein en los cafés de Montparnasse para abofetearlo tras ver su Sonate de printemps, en la que aparecían —junto a «otras canalladas»— un piano blanco en un trigal y unos cisnes en un estanque, secuencia que, asegura, vio rodar al soviético en los estudios parisinos de Billancourt.
¿Falla la memoria de Buñuel? Eisenstein no rodó ninguna película titulada así. Tal vez Buñuel quería referirse a Romance sentimentale (1930), un cortometraje que dirigieron en París sus colaboradores Eduard Tissé (operador) y Giorgi Alexandrov (ayudante) y que Eisenstein —contra el testimonio de Buñuel— aseguró que solo había firmado.
Durante su estancia en el MoMA, Buñuel recibió el encargo de hacer versiones más breves —la mitad del metraje original— de La fuerza de la voluntad (1935), de Leni Riefensthal, y de Feldzug in Polen, de Fritz Hippler, otro documental pronazi sobre la invasión de Polonia, con el objeto de que las autoridades estadounidenses se convencieran de la eficacia que podría tener la propaganda para la causa aliada durante la Segunda Guerra Mundial. Anota Buñuel: «Las películas eran ideológicamente horribles, pero soberbiamente hechas, muy impresionantes».
Los filmes y directores que Buñuel cita, aquí y allá, en Mi último suspiro pertenecen casi en su práctica totalidad al período del cine mudo o, lo que es lo mismo, al tiempo de su formación e inicios. Es preciso tener presente que Buñuel dejó muy pronto de ir al cine con asiduidad, pero que en su juventud madrileña y parisina llegó a ir al cine tres o cuatro veces al día. En 1957, entrevistado por Guillermo Cabrera Infante para la revista Carteles, Buñuel confirmó —ya se hablaba de ello— que solo iba al cine «una, dos o tres veces al año». Nunca le gustó ver películas en televisión (ni ver la televisión, en general). Aprovechaba los festivales de comparecencia obligada para ver alguna película.
A Cabrera Infante le sorprende que Buñuel vaya tan poco al cine. ¿Acaso no le gusta? «Sí, demasiado», responde el director. Y añade, con aroma de boutade: «Yo he dividido el mundo en dos clases: gentes que ven películas y gentes que las hacen. Siempre quise ser de los últimos».
Es inimaginable que los escritores, grandes o pequeños, no lean libros. Sin embargo, y por extraño que parezca, son numerosísimos los cineastas importantes que, entrados en la madurez, han dejado de ver películas, desentendiéndose de las obras ajenas y renunciando a conocer los rumbos del cine.
En otra ocasión, pocos años después, Buñuel dijo tener en su biblioteca 150 libros sobre cine. Ciertamente, esa cantidad no es nada exagerada. «Cincuenta están sin abrir», aclaró Buñuel.
Hacia el final de sus memorias, invocando y amparándose en una costumbre que tenían los surrealistas para «decidir definitivamente entre el bien y el mal», Buñuel, en un capítulo titulado «A favor y en contra», efectúa una repesca de ideas, predilecciones y rechazos que no ha expresado al hilo de su relato.
Es un capítulo muy entretenido e informativo, pero —pese a las glosas que contiene— no deja de ser un juego ligero, un cajón de sastre con opiniones a modo de retales sobre esto y aquello, más propio de una diversión de revista dominical —una variable ampliada del cuestionario Proust— que de unas memorias.
Buñuel manifiesta, en el campo de la creación cultural, su preferencia por el marqués de Sade —decisiva—, Wagner, Beethoven, César Franck, Schumann, Debussy, los relatos de viajes por España de viajeros ingleses y franceses de los siglos XVIII y XIX, la novela picaresca, El Lazarillo de Tormes, El Buscón, Gil Blas, Galdós, el arte románico y gótico, los claustros, las bibliotecas, la literatura rusa y la ópera. Y confiesa su aversión a Borges, Steinbeck, Dos Passos, Hemingway, la psicología y el psicoanálisis.
Entre sus filias, no menciona a ningún creador estadounidense. Entre sus fobias, a tres.
Y conjugando el verbo gustar hace inventario —sin comentarios o con algunos muy breves— de sus películas y directores preferidos. Vuelve a citar a Buster Keaton, a El acorazado Potemkin y, por supuesto, a Fritz Lang.
El listado —reordenado y abreviado— es el siguiente: Federico Fellini —La strada (1954), Las noches de Cabiria (1957), La dolce vita (1960), Roma (1972)—, Vittorio de Sica —El limpiabotas (1946), Ladrón de bicicletas (1948), Umberto D (1952)—, Marco Ferreri —La grande bouffe (1973)—, Jacques Becker —Goupi, mains rouges (1943)—, René Clément —Juegos prohibidos (1951)—, Henri Georges Clouzot —Manon (1948)—, Jean Vigo —L’Atalante (1934)—, Ingmar Bergman —Persona (1966)— y Wojciech Has —El manuscrito encontrado en Zaragoza (1965). Sin especificar títulos, añade también las películas de Andrezj Wajda y los filmes de Jean Renoir hasta la guerra.
Queda clara su afinidad con el cine francés e italiano, este último de raíz neorrealista, lo cual es chocante, ya que nada hubo más opuesto al surrealismo que el neorrealismo, al que, en alguna ocasión, Buñuel calificó como «cine de sacristía», sin duda debido a la influencia cristiana (en Fellini y De Sica, precisamente) y a los buenos sentimientos en su mirada a los problemas sociales. «El neorrealismo, salvo excepciones, nunca me ha interesado», dijo una vez.
Con la inclusión de sueños y otros ingredientes, el propósito de Buñuel en Los olvidados (1950) pudo haber sido alejar la película del neorrealismo que la impregnaba y que fue señalado, pese a todo, por los críticos. Buñuel declaró no haber comprendido Ocho y medio (1963) y, en sus memorias, reconoce haberse salido de una proyección de Casanova (1976), ambas de Fellini: «Me llega al corazón», dijo, no obstante, de él.
En otra ocasión, Buñuel comentó que había visto dos películas de Jean-Luc Godard, Al final de la escapada (1959) y El desprecio (1964): «Me gusta su desenvoltura, su desvergüenza extraordinaria». De Jean Vigo —de quien llegó a ser amigo—, además de L’Atalante, le gustaban mucho el documental Á propos de Nice (1929) y Zéro en conduite (1934).
Buñuel no menciona ninguna película latinoamericana —tampoco mexicana— ni japonesa. Vio en Cannes Dios y el diablo en la tierra del sol (1964), de Glauber Rocha. «Es el filme más hermoso que he visto en los últimos diez años», dijo, empatizando con un cineasta transgresor que le podía recordar al que él mismo había sido.
Y la única mención al cine de los países del Este europeo va para las películas de Wajda y el clásico de Wojciech Has, obviando a la vanguardia —salvo a Eisenstein— del cine soviético.
Del cine español solo recuerda a su amigo Carlos Saura: «Me gustaron mucho La caza y La prima Angélica». Está comprobada la influencia de Buñuel en el primer cine de Saura, sobre el que añade: «Es un cineasta al que soy generalmente muy sensible, con algunas excepciones, como Cría cuervos». Hubiera sido interesante conocer las otras «excepciones». Y, por supuesto, conocer las razones de su poca querencia hacia Cría cuervos (1975), uno de los grandes éxitos mundiales de Saura. En otra oportunidad, Buñuel dijo que, si bien veía poco cine español, le había gustado El buen amor (1963), de Francisco Regueiro.
Citados Murnau y, siempre, Lang, la huella del expresionismo alemán se borra en sus memorias, aunque Buñuel recuerda con efusión a dos cineastas germánicos que, trabajando en Estados Unidos, conservaron trazos del universo de sombras y luces del expresionismo fotográfico y de su mundo turbio: Erich von Stroheim y Josef von Sternberg. A ambos los trató personalmente, y su preferido era Stroheim. Sobre Sternberg escribe en otro lugar de sus memorias: «No se distingue precisamente por la originalidad de los temas que trata. Suele partir de melodramas baratos que él transforma con su dirección». ¡Parece que Buñuel estuviera hablando de su etapa mexicana!
Justo después de nombrar a Sternberg en A favor y en contra, dice: «Las noches de Chicago me pareció soberbia en su época».
Cabe deducir que Las noches de Chicago es una película de Von Sternberg, pero ninguna película de este se ha titulado así en castellano (ni en inglés). En efecto, Las noches de Chicago es la traducción literal al español del título francés de Underworld (1927), de Von Sternberg, estrenada en España como La ley del hampa.
Sucede lo mismo cuando Buñuel llama El último hombre (sic) a El último, de Murnau, película titulada en Francia Le dernier des hommes.
¿Tienen alguna importancia estas precisiones de corte erudito? Sí. Están destinadas a advertir del descuido en varios detalles en la redacción de las memorias de Buñuel y en su traducción/versión al castellano, y también de la presencia de errores y, no digamos, erratas de impresión, que no han contado con la debida corrección en las sucesivas ediciones en España. El director y escritor José Luis Borau, con buen motivo, se mostró varias veces indignado con ello. Un ejemplo: en 1992, en la tercera edición de Mi último suspiro, en la colección Tribuna de Plaza y Janés, todavía podía leerse que Gómez Caballero (sic) había dirigido La Gaceta Literaria. En marzo de 2012, en DeBolsillo, se publicó una nueva edición en la que, por fin, se cita correctamente al escritor y cineasta Ernesto Giménez Caballero, gran amigo además (aunque, por su ideología fascista, antagonista político) de Luis Buñuel. Sin embargo, ahí siguen Las noches de Chicago y El último hombre.
Es un síntoma: Buñuel vivió lejos de España, y España vivió y vive (en variados aspectos) lejos de Buñuel.
Entre sus favoritas, Buñuel menciona en sus memorias —sin nombrar a sus directores— una sola película británica, Dead of night, un «conjunto delicioso de varias historias de terror», estrenada en España con el título —no se dice— de Al morir la noche (1945). Fue una producción de los estudios Ealing, una película de episodios fantástico-terroríficos —con sueños y premoniciones que se cumplen misteriosamente—, dirigida por varias de las figuras que dieron su impronta a la productora británica: Charles Crichton, Basil Dearden, Robert Hamer y el brasileño Alberto Cavalcanti —vanguardista y, sobre todo, documentalista—, otra vez significativamente mencionado por Buñuel.
Amén de La ley del hampa y de los hermanos Marx, en esa oportunidad de esclarecer finalmente sus gustos y las huellas ajenas sobre su cine o sobre su génesis como espectador y cineasta, Luis Buñuel solo cita por sus títulos cuatro películas estadounidenses en sus memorias. Pobre cómputo para el cine de este país y, en concreto, para el Hollywod que le había honrado, diez años atrás, en la mansión de George Cukor con la presencia de un elenco de maestros ahora por él ignorados.
Mucho tiempo atrás, en 1952, Luis Buñuel accedió a responder a un cuestionario de la Cinemateca Belga que buscaba establecer la lista de las diez mejores películas de la historia. En esta encuesta participaron 63 personalidades de primerísimo nivel, que votaron por sus 10 títulos preferidos. Buñuel tuvo el rasgo de votarse a sí mismo —estaba permitido, pero pocos lo hicieron— al escoger, entre sus diez preferencias, La edad de oro (1930), que, por cierto, obtuvo 6 votos en total. La ganadora fue El acorazado Potemkin, con 32 votos.
En aquella lejana ocasión, Buñuel escogió —junto a otros filmes citados en sus memorias— otras tres películas estadounidenses, ninguna, un vez más, de sus compañeros de banquete en Hollywood. Fueron estas: La quimera del oro (1925), de Charles Chaplin; Soy un fugitivo (1932), de Mervin Le Roy, y Cabalgata (1933), de Frank Lloyd, esta última rodada en Gran Bretaña.
En Mi último suspiro, Buñuel cita otra película estadounidense más, De aquí a la eternidad (1953), de Fred Zinnemann —a quien no nombra—, pero para decir que la detesta por ser un «melodrama militarista y nacionalista». La otra película que Buñuel dice detestar es —para escándalo de cinéfilos e historiadores del cine— Roma, ciudad abierta (1945), de Roberto Rossellini: «El contraste fácil entre el cura torturado en la habitación contigua y el oficial alemán que bebe champán con una mujer sobre las rodillas me pareció un procedimiento repugnante».
Es curioso. Ese contraste y ese procedimiento no están nada lejos de los empleados por Buñuel en Viridiana, cuando opone la oración al trabajo, el piadoso rezo del ángelus a la esforzada faena de unos obreros bajo el sol.
Las cuatro películas estadounidenses destacadas por Buñuel son Senderos de gloria (1957), Sombras blancas en los mares del Sur (1928), El tesoro de Sierra Madre (1948) y Jennie (1948). Las cuatro, con características muy distintas y pertenecientes a géneros diversos, tienen en común un fuerte componente dramático, por no decir —en algún caso o tramo de alguna de ellas— melodramático.
Senderos de gloria es un drama antibelicista y antimilitarista —una posición acorde con las ideas de Buñuel— de un cineasta, Stanley Kubrick, que, a pesar de mil diferencias, comparte con el aragonés cierta insularidad —figura única— y algunas obsesiones (el sexo, notoriamente).
Sombras blancas en los mares del Sur fue una película muda, de W. S. Van Dyke —a quien Buñuel no cita—, que, bajo el manto de la aventura en Polinesia, esconde un melodrama social y una toma de conciencia. Buñuel sorprende al decir que le pareció «muy superior a Tabú, de Murnau».
John Huston fue amigo de Buñuel en México e intercesor de Nazarín (1958) ante el Festival de Cannes. Las aventuras de El tesoro de Sierra Madre tienen un dramático final que subraya el poder destructor de la ambición, del dinero.
Y vale la pena detenerse en Jennie, citada incorrectamente en todas las ediciones de las memorias buñuelianas por su presunto título original, Portrait of Jenny (sic). No es «Jenny», sino «Jennie». Buñuel dice que le entusiasmó y añade: «con Jennifer Jones, obra desconocida, misteriosa y poética. Declaré en alguna parte mi cariño a esta película, y Selznick me escribió para darme las gracias».
Se podría decir que, más que en alguna parte, en multitud de veces Luis Buñuel manifestó su admiración hacia Jennie, hasta el punto de que no pocos periodistas y críticos, sabedores de ello e intrigados, le preguntaban en las entrevistas por las razones de esa estima.
A Cobos y Sebastián de Erice, por ejemplo, les dijo: «Porque es la entrada en un mundo maravilloso en el que nada se explica, por fortuna». Es la querencia de Buñuel por los mundos «maravillosos» —léase oníricos, surreales, fantásticos— y su aversión a las explicaciones, a darlas sobre lo que no necesita, a su juicio, ninguna.
Pero David O. Selznick, el productor de Jennie, no solo le dio las gracias, sino que, por mediación de su común amigo Richard Griffith, en una carta fechada en diciembre de 1963 —quince años después del estreno de la película—, se dirigió a Buñuel para alentarle a abordar un proyecto —que él no financiaría— con Jennifer Jones, a la sazón esposa del magnate.
Buñuel declinó la proposición y, en una carta de respuesta a Griffith, reiteró su admiración por el trabajo de Jennifer Jones, añadiendo sobre Jennie: «Siempre la he considerado entre las cinco mejores películas que nos ha ofrecido el cine». ¡Entre las cinco mejores, nada menos!
Aunque Jennifer Jones estaba dispuesta, con tal de que la dirigiera Buñuel, a renunciar a buena parte de su salario habitual y a involucrarse en una producción independiente, el director, después de alguna carta cruzada más, se mantuvo en sus trece, apelando, primero, a su libertad absoluta de creación —que, pensaba, nadie garantizaría en Hollywood— y segundo —en lo que parece una broma disuasoria—, a que «pediría un salario astronómico, quizá una suma que de lejos excede la que generalmente paga Hollywood a sus mejores directores».
Buñuel, que trabajaba por muy discretas cantidades de dinero, no quería, está claro, rodar una película en Hollywood. No quería, a esas alturas, saber nada de Hollywood. Pero había tenido y tuvo proyectos para filmar en Estados Unidos y, de hecho, llegó a dirigir dos películas en México de coproducción estadounidense.
Jennie fue dirigida en 1948 por William Dieterle, cineasta de origen alemán que había colaborado en el teatro con Max Reinhardt. Por sus ideas izquierdistas, Dieterle tuvo problemas durante la «caza de brujas», pasó a dirigir modestos policíacos para no ocupar un plano relevante y acabó regresando a Alemania, huyendo de las presiones del Comité de Actividades Antiamericanas, y falleciendo en menesterosas condiciones.
No es, obviamente, por el perfil del director, ni porque una secuencia transcurriera en el MoMA ni porque Jennie tuviera música, entre otros, de Claude Debussy —uno de sus compositores predilectos— por lo que Buñuel amaba tanto esta película.
Jennie estaba muy cerca de su mundo imaginario, de sus fantasías sobre el amor y la muerte, de su desdén por las reglas y la tiranía de la realidad. En 1934, un pintor pobre y sin encargos (Joseph Cotten) conoce a una muchacha atrabiliaria y sencilla (Jennifer Jones) en Central Park, se obsesiona por ella, se enamora de ella y se anima a pintarla en un retrato. Pero la chica desaparece en extrañas circunstancias y, cuando vuelve, se va convirtiendo, a pesar del poco tiempo transcurrido, en una mujer adulta. Pero hay más, ya que el pintor, desconcertado por ello, acaba por averiguar que Jennie procede del pasado, que está muerta, que él no podrá —aunque lo intente— devolverla a la vida y que solo en el cuadro que él ha pintado ella permanecerá para siempre...
Onírica y fantasmal en su relato de un amor imposible, con (con)fusión de espacios y tiempos distintos, con vida más allá de la muerte y muerte más acá de la vida, la película —en blanco y negro, con breves fragmentos en color— tiene, desde las nubes del prólogo, una imaginería y una estética fotográficas acorde con su carácter fantástico.
Fue un fracaso de público y, en gran medida, de crítica. Selznick no se resignó y la relanzó un año después con mejor fortuna. Rara y extraña —por decirlo coloquialmente—, la mayoría de los espectadores se siente incómoda ante ella, mientras que los críticos le han ido dando todo su valor, afirmando su indudable excepcionalidad.
Buñuel, desde siempre, manifestó su entusiasmo por la película y, en cierto modo, su opción por Jennie no fue sino una especie de refrendo de su propia obra, de afirmación del cine que él proponía. Quizá del que él podría haber hecho en Hollywood.
Dos años después de su petición desatendida a Buñuel, David O. Selznick murió. Jennifer Jones, que tenía 46 años, nunca volvió a participar en una gran película.

El gran calavera (1949) fue el primer éxito mexicano de Luis Buñuel, quien, como muchos de sus colegas de Hollywood, tuvo que rodar películas de encargo. En la imagen, Luis Alcoriza y Rosario Granados.