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RADIOGRAFÍA DE LOS COMENSALES

 

 

 

Y en la comida hubo varios brindis. Buñuel evoca en sus memorias solo el de George Stevens. El director de Raíces profundas (1953) levantó su copa y —en palabras más extensas de Carrière, en Le réveil de Buñuel— dijo: «A pesar de nuestras diferencias de lengua, de origen, de opiniones, de estilo y de gustos, bebo por lo que nos reúne aquí».

El cine —es de suponer—, el amor al cine y a las películas. A su común oficio de cineastas.

Carrière tradujo las palabras de Stevens a Buñuel, y este levantó su vaso y dijo: «Bebo, pero me quedan dudas».

¿Dudas?, ¿qué dudas?, ¿por qué dudas? Buñuel lo aclara tenuemente en sus memorias al reconocerse «receloso de la solidaridad cultural, con la que siempre se cuenta demasiado».

Al expresar sus dudas, no parece que Buñuel malograra la calidez y empatía que acompañaban al amistoso brindis, pero puede que, al menos durante un instante, sus reservas sorprendieran —¿enfriaran?— a los reunidos «en su honor».

Por su leve explicación, sabemos que Buñuel no creía —«receloso»— en la solidaridad cultural. Sobre todo, en la falsa. Cada artista —cabe deducir— va a lo suyo, hace lo que quiere y lo que puede sin atender a los demás.

Pero, más en concreto, ¿tenía dudas Buñuel de la solidaridad real, de la comunidad de intereses, entre los propios asistentes al almuerzo? ¿Qué diferencias les separaban?, ¿qué parecidos les unían?

Robert Mulligan era, en efecto, el más joven de todos ellos—47 años—, hasta el punto de pertenecer a otra generación y haber vivido, por tanto, otra época del cine y de los estudios de Hollywood. Cuando Mulligan rodó su primera película, El precio del éxito (1957), todos los demás estaban en la madurez avanzada de sus carreras.

A Mulligan le seguía en «juventud» Robert Wise —nacido en 1914—, y después venían Billy Wilder (1906) y George Stevens (1904). Todos los demás eran ya septuagenarios. Fritz Lang, que no acudió a la comida por estar indispuesto y a quien Buñuel visitó en su domicilio al día siguiente, superaba los 80 años de edad.

Por la calidad de su obra y por su edad, eran«el Estado Mayor del Olimpo», como diría Carrière. Un impresionante senado de veteranía y maestría.

Excepto Mulligan, Cukor, Wise y Mamoulian —este último porque no quiso aceptar una oferta—, los demás habían hecho su aprendizaje, en diversos cometidos, durante el cine mudo. Y mucho más que eso. Varios —Buñuel, Ford, Hitchcock, Lang, Wyler— habían dirigido películas o firmado obras maestras durante el silencio del cine. Se puede decir, pues, siempre con la excepción de Mulligan, que todos conocían el cine desde la edad antigua de las películas (tan moderna en no pocos aspectos).

Salvo Mamoulian y Lang, todos estaban o se sentían activos. Wyler y Stevens habían dirigido una película dos años antes y, aunque resultó ser la última para ambos, no estaba escrito que fuera a serlo. El mismo Ford, indomable, fantaseaba o bromeaba con su continuidad en el western y había dirigido Siete mujeres seis años antes. El resto —varios, con películas de estreno esa misma temporada— prolongó sus carreras más allá de 1972. Buñuel llevaba, eso sí, años y años diciendo que la última película que había rodado iba a ser, en verdad, la última.

Mulligan, Stevens, Ford, Wise y Cukor habían nacido en Estados Unidos. Los padres de Cukor eran, no obstante, inmigrantes húngaros, e irlandeses los de Ford. El resto de los reunidos eran europeos de nacimiento y habían emigrado a Norteamérica por motivos económicos, profesionales o, en varios casos, políticos. Había allí, pues, una buena muestra de la entraña y de la esencia de Hollywood, que, desde el principio, creció y desarrolló su marca con la aportación decisiva —como recalcó François Truffaut— de talentos europeos.

Lang y Wilder habían huido del nazismo. Mamoulian, georgiano, había abandonado la URSS muy pocos años después de la Revolución soviética. Buñuel no regresó a España desde Estados Unidos, donde estaba, tras el triunfo de las tropas franquistas en 1939.

Había, por tanto, entre los comensales una extendida experiencia de abrirse camino y trabajar en un país ajeno, de empezar casi de cero. Buñuel compartía esa experiencia desde México, pero con matices muy distintos. Tanto, que pueden ofrecer una primera explicación de sus cautelas —y hasta de su resquemor— a sumarse al amable, voluntarioso y solidario brindis de George Stevens.

Primero, Buñuel vivió, por su implicación a favor de la Segunda República española, un exilio político forzoso. No podía volver a España, donde sus películas eran inviables, prohibidas, censuradas o, sencillamente, no se estrenaban. Otros directores presentes en la comida pudieron regresar a sus respectivos países —quizá no Mamoulian— siempre que quisieron. Incluso realizaron alguna película sin trabas en ellos. Buñuel también volvió, con muchas negociaciones, para filmar Viridiana (1961) pero la película fue prohibida. Una calamidad. El guion de Tristana estuvo prohibido durante cinco años.

Segundo, y muy importante también: el Hollywood que se abrió en su día para todos los presentes fue el mismo que se había cerrado para Luis Buñuel y su cine muchos años atrás.

Hitchcock y, sobre todo, Ford eran —con las precisiones a que haya lugar— personas conservadoras, muy marcadas por su catolicismo. Mamoulian tenía, sin duda, un porte aristocrático y elitista. Cukor era un conservador-liberal. El resto, salvo el ausente y misterioso Lang, respondía a esa condición liberal —con ingredientes conservadores y progresistas— tan de promedio entre artistas e intelectuales estadounidenses.

En los tiempos hostiles del macartismo y de la «caza de brujas» (años cincuenta), Wilder y Wyler se opusieron notoriamente en público a los ultras de Hollywood —Cecil B. De Mille, Leo McCarey...— y de Washington, y recibieron de manera circunstancial el apoyo de John Ford en una célebre reunión.

Estaban en contra del Comité de Actividades Antiamericanas, de la búsqueda y captura de comunistas —y de los que no lo eran— y de la pretensión de votar a mano alzada en asamblea —una idea de Leo McCarey— el juramento de fidelidad a la Constitución como prueba de rechazo al comunismo. Exigir o formalizar ese juramento violaba, pensaban ellos, la Carta de Derechos.

John Huston se movía en las mismas coordenadas liberales y democráticas que Wilder y Wyler, y resumió en sus memorias (A libro abierto) su planteamiento común: «Afirmábamos nuestra oposición al comunismo, pero argumentábamos que la histeria colectiva no era forma de combatirlo, porque la histeria que provocaba la acción del Comité [de Actividades Antiamericanas] podría destruirlo todo: nuestra industria e incluso el país».

Las ideas políticas de Buñuel estaban muy lejos de las de sus compañeros de mesa. Aunque él lo negó por activa y por pasiva, se da por cierta su afiliación al Partido Comunista durante sus primeros años en Francia. Buñuel, no obstante, solo reconoció su condición de entusiasta «compañero de viaje» de los comunistas.

El comunismo buñueliano dejaba espacio en su ideario a ingredientes anarquistas —¿comunismo libertario?—, y tanto muchas de sus películas como sus declaraciones públicas habían dejado patente su oposición a los poderes políticos y económicos imperantes y su repudio de la burguesía capitalista y de su moral. También era público y notorio su ateísmo, nutrido de bromas contra clérigos y signos religiosos, consideradas blasfemas. Y también su amor-odio a Estados Unidos. Los cineastas reunidos en casa de George Cukor no estaban habituados a tratar con personas con ese pensamiento.

La Segunda Guerra Mundial había trastocado las vidas e interrumpido las carreras de muchos de ellos. Fue un acontecimiento de indudable importancia en sus biografías. Stevens se alistó como voluntario en el Ejército, participó en el desembarco de Normandía y dirigió documentales propagandísticos para las Fuerzas Armadas estadounidenses, cosa que también hicieron, por lo menos, Wyler —para las Fuerzas Aéreas— y Ford —para la Marina—, licenciándose este último con el grado de almirante. Un jovencísimo Mulligan se alistó igualmente en la Marina, pero —todavía lejos del cine— sirvió como radiofonista. Cukor también estuvo en el Ejército durante la Segunda Guerra Mundial, pero se dice que no progresó ni tuvo cometidos remarcables debido a la homofobia predominante entre los militares. Hitchcock, por el contrario, llegó a Hollywood en 1939 desde Inglaterra para evitar los inconvenientes del conflicto bélico.

Luis Buñuel, en París, había realizado el montaje de un documental de propaganda a favor de la Segunda República, España leal en armas (1937), y durante su estancia en el MoMA (Museo de Arte Moderno) de Nueva York, a partir de 1940, tuvo a su cargo la producción y supervisión de documentales favorables a la causa aliada.

Siendo distantes sus posiciones políticas, varios de los reunidos en el 9166 de Cordell Drive tenían, pues, en común haber puesto el cine y su profesión de cineastas al servicio de la democracia y contra el fascismo.

La influencia cultural católica —importantísima en sus películas— estaba muy presente en Ford, Hitchcock y, por supuesto, Buñuel, mientras que Wilder, Wyler, Mamoulian y Cukor eran hijos o descendientes de judíos, una comunidad con gran influencia en Hollywood a lo largo de toda su historia.

La espléndida mansión de George Cukor estaba muy lejos de la modestia de la casita con un escueto jardín y barbacoa de Luis Buñuel en la cerrada de Félix Cuevas de la capital de México. El director compró el terreno, entonces en las afueras de la ciudad y rodeado de maizales y rebaños de ovejas y vacas, y construyó la casa en 1952 por trescientos mil pesos, una residencia, igualmente, mucho más humilde que las confortables viviendas de las que disfrutaban el resto de los asistentes, por no hablar de sus fortunas personales, y de su carácter de mundanos hombres de mundo. Nada que ver con la austeridad frailuna —Buñuel dormía en el suelo, sobre una tabla— y con la vida retirada del director español.

Salvo Cukor —el único soltero—, los allí presentes estaban casados, algunos en segundas nupcias, y habían tenido —Wilder, Wyler y Stevens eran los más mujeriegos— múltiples relaciones con actrices de fama y todo tipo de mujeres. Mamoulian, Ford, Hitchcock y Buñuel —de formación católica los tres últimos, como se ha recordado— eran del restringido club de un único matrimonio. Pero tenían experiencias muy distintas. Ford tuvo variados ligues, empezando por Katharine Hepburn. Hitchcock y Buñuel eran casos inversos: el primero vivió bajo el dominio férreo de su mujer, la montadora y guionista Alma Reville, y el segundo sometió a la suya, Jeanne Rucar, a un control total y a un retiro conventual.

Las fantasías sexuales de Buñuel son evidentes en sus películas, si bien un velo de pudor, de misterio y de falta de información cubre, por el momento, el pormenor de su vida sentimental y sexual —¡si es que la tuvo!— fuera del matrimonio. Por el contrario, se han escrito ríos de tinta sobre cómo Hitchcock perdió los papeles en vano con actrices —¡sus rubias!— como Grace Kelly, Vera Miles, Ingrid Bergman y, sobre todo, Tippi Hedren —Los pájaros (1963), Marnie, la ladrona (1964)—, a la que acosó sin freno y por la que cruzó la línea electrificada de lo penalmente denunciable.

En el comedor de George Cukor había una excelente representación de amantes de la buena mesa, la bebida y el tabaco. En la foto de familia se ve fumar a varios —Wilder, Buñuel y, en otras fotos del día, Ford—, pese a la edad y los achaques. Con toda certeza puede decirse que Ford, Wilder, Hitchcock y Buñuel fueron bebedores constantes e intensos, tanto sociales como solitarios.

Hitchcock se llevaba la palma. Poseía, en efecto, una enorme y sofisticada bodega, en la que le gustaba ser fotografiado. Nada tiene eso de particular, por supuesto. Pero todos sus biógrafos insisten dramáticamente en el terrible deterioro de su salud, física y psicológica, por causa de su golosa e incontenible bulimia y de su entrega al alcohol. Advertido reiteradamente y hasta la desesperación por sus médicos, Hitchcock, por cuestión de vida o muerte, intentaba, en aquel otoño de 1972, llevar una dieta y mantenerse abstemio. En público, al menos.

Por lo demás, y Buñuel aparte, todos los asistentes al almuerzo de George Cukor —gran urdidor de relaciones y de amistades— se conocían más o menos personalmente, gracias al común escenario de sus actividades personales y profesionales. Cukor era muy amigo de Hitchcock, Ford, Wilder y Wyler, y entre estos dos últimos existía una íntima, profunda y muy larga amistad, pese a que los críticos se empeñaron siempre —y todavía siguen haciéndolo— en oponer sus filmografías en demérito y con un injusto y miope desprecio de Wyler.

 

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Joseph Cotten y Jennifer Jones protagonizaron Jennie (William Dieterle, 1948), la película estadounidense que más gustó a Luis Buñuel, quien la consideró una de las cinco mejores de la Historia.