Quienes ayer solían otear el mundo con ambición esperanzada auguraban nobles victorias: caídas de imperios inicuos, aboliciones de esclavitud, prosperidad creciente, emancipación femenina, triunfo de la razón y del saber objetivo, advenimiento definitivo de la fraternidad entre las gentes. ¿No abonaba la marcha general de los acontecimientos esa esperanza? La Revolución Industrial, los avances de la ciencia, la secularización del mundo y el retroceso de la superchería eran corrientes más poderosas que las humillaciones y las desgracias que engendraban las tiranías, el oscurantismo religioso y las guerras más atroces. Derrotas, sobresaltos y retrocesos no bastaban para socavar la fe laica en el progreso, moral por definición, de la raza humana.
Hasta el mismo Voltaire, el más desconfiado, tuvo que cobijar sus avisos de aguafiestas en una catástrofe natural, el terremoto de Lisboa de 1755, para recordarnos que no era este el mejor de los mundos posibles. Es muy significativo que no se cebara en la para él irremediable maldad humana, sino en un cataclismo telúrico. Reservó algunos sarcasmos para algún optimista irredento como Rousseau —enemigo ideal, nacido para ser zaherido por él— pero dedicó los más graves a quienes olvidaban la glacial indiferencia del cosmos ante nuestra suerte. No le importamos a su presunto inventor —en el peregrino supuesto de que exista, pensaba— absolutamente nada.
Los reveses de toda suerte no socavaron por mucho tiempo la progresista fe. Pero por lo menos surgió a la postre un optimismo histórico más inteligente, por lo cauto, que el de los creyentes de estricta obediencia progresista. Pero optimismo al fin y al cabo. La grey menguante de esos progresistas estaba condenada a desaparecer. Ahora ya solo posee interés arqueológico.
El progresismo cauto tuvo sus momentos de gloria en los decenios posteriores a la Segunda Guerra Mundial. Animados por una creciente prosperidad económica, la independización paulatina de las colonias imperiales, la extensión de la democracia liberal, la contención y colapso de varios regímenes totalitarios y la caída de diversas dictaduras anacrónicas, se impuso una visión más matizada del proceso histórico. Más matizada, esto es, que las dos alternativas estridentes que hasta entonces se hacían oír. Por un lado, la dogmática y radicalmente optimista, encarnada por los sectores más ciegos de los revolucionarios, abrazada si era preciso a una visión cataclísmica del orden capitalista y dotada de una ceguera, ora estúpida, ora criminal, ante las atroces miserias generadas por tiranías presuntamente socialistas. (Las fascistas y fascistoides, instaladas en la inhumanidad y la barbarie, y declarándose a sí mismas como tales, no presentan un interrogante moral comparable: son malignas por definición.) Por el otro, las voces más reaccionarias, las jeremiadas no menos catastrofistas de quienes proclamaban el fin de la vida civilizada a manos de la modernidad. Algunos de estos últimos apelaban a un imaginario «rearme moral» cuyos rasgos de siniestro retorno a un pasado vergonzoso no lograba ocultar su retórica ultramontana, salvo si se imponían por la fuerza o, en algunas democracias liberales, mediante la demagogia populista. Esta continúa hoy vociferando en varios países, apelando al miedo, al odio al forastero y acopiando votos. Inspirando fanatismo e incontables víctimas inocentes.
Los últimos decenios no han logrado apaciguar el desasosiego ante la pobreza moral de una época, la nuestra, de la que se esperaba algo menos sórdido que lo que tenemos. Sin embargo, por lo menos han ayudado mucho a poner fin a estas expresiones extremas. No están los tiempos, por fin, para utopías. Han sucumbido las de la izquierda aunque no del todo, puesto que el anhelo por el triunfo universal y efectivo del respeto a los derechos humanos no disminuye. La indignación moral contra el orden capitalista o contra lo que algunos llaman el «sistema» acopia energías populares de protesta airada. Cuando se expresa con civismo, merece más admiración y apoyo del que suele recibir. También merece menos paternalismo por parte de quienes pretenden comprender la protesta desde una imperdonable pretensión de superioridad moral. Por su parte las fuerzas reaccionarias del rearme moral continúan con su tozuda presencia, aliándose con las de una derecha más amplia, paternalista, inteligente y menos estridente. Más sutilmente reaccionaria.
Más allá de tendencias como estas, tengo la sensación de que ahora estamos en condiciones de evaluar con alguna serenidad y visos de acierto las cosas de la moral por lo que son. De considerar como tales los avances hacia la libertad, o la justicia, o la multiplicación de oportunidades de vida para la gente, así como los retrocesos en estos bienes. Y de señalar, libres de prejuicios utópicos y metafísicas historicistas, las nuevos peligros, daños y perjuicios con que nos las habemos. Algunos son de nuevo cuño y de enorme gravedad. Con frecuencia, rodeados de matanzas terroristas, atropellos genocidas y sádica estupidez, somos indiferentes a estos descalabros merced al velo del bienestar en que moramos tantos. Un velo que tampoco atina a ocultar del todo lo quebradizo del medio ambiente ni la producción industrial del daño y la catástrofe, ni la pobreza que nos rodea, ni la desgracia del paro masivo que sufren aquellos conciudadanos nuestros cuyo mayor anhelo es encontrar trabajo y ganarse el sustento honestamente, sin subsidios públicos. Un velo que cualquier matanza, en el más pacífico, próspero y hermoso país, puede ahora rasgar. La barbarie vivida en Noruega, en 2011, no fue la excepción, sino la muestra del síndrome del mal al que aludo. Su continuación, en Francia, en 2012, en forma del asesinato de niños en una escuela hebrea, no auguraba nada bueno.
Alguien pensará que la mera alusión a la evidente atrocidad del mundo actual es señal de una exaltación insensata. Como si no hubiera para tanto. Por lo pronto no son cosas que pasan en tierras lejanas. (Asumiendo que Escandinavia, hoy, sea lejana para un europeo meridional.) Como si en nuestra propia tierra no conociéramos el zarpazo reciente del terror en gran escala de los fanáticos. Ya no existen tierras lejanas: no las hubo en Chernóbil en 1986, ni en Japón en 2011, ni las hay en Europa y Oriente Medio en 2012.
El agotamiento del providencialismo progresista junto al rechazo de toda visión reaccionaria, nostálgica de lo que nunca fue, no garantiza que poseamos hoy el don de la lucidez que les fue negado a otras generaciones. Asumir esto sería una imperdonable arrogancia. Solo sostengo que hay ahora mayores posibilidades de matizar, y por lo tanto de acertar más en nuestros diagnósticos. Digamos que hay oportunidades adicionales para enriquecer nuestra conciencia moral mediante la incorporación de elementos robustos y nuevos de enjuiciamiento y mejora.
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Esta alusión a un diagnóstico moral de nuestro tiempo indica que El origen de la moral es, ante todo, un libro sociológico de macroética. La distinción entre micro y macroética, paralela a la habitual entre macro y microeconomía, o la igualmente usual entre macro y microsociología, no tiene por qué plantear mayores dificultades epistemológicas. (Sí las tiene, naturalmente, entender el paso del nivel micro al macro. Es la quaestio de ponte que tantos desvelos ha concitado entre metodólogos de diversa condición. Ocupado por ella en otras lides, espero no complicar en esta la vida del paciente lector. No entraré de lleno en ella en las reflexiones que siguen.) En otras palabras, es un ensayo que versa sobre el orden moral predominante en la sociedad humana, pero no especialmente sobre las relaciones que puedan surgir entre personas concretas en situaciones específicas.
Tampoco versa sobre los orígenes más remotos de los sentimientos morales en la especie humana, campo de estudio que los neurólogos y sobre todo los primatólogos conocen mejor, y del que solo sé lo que me cuentan. Ellos, y la sociobiología en general, tienen mucho que decir sobre nuestra naturaleza moral, pero no todo lo que precisamos saber para entender la ética en el mundo de hoy ni tampoco la evolución moral de la humanidad en épocas históricas dominadas por culturas y civilizaciones complejas.
Finalmente, El origen de la moral intenta ser también una aportación modesta a la filosofía pública (o a la reflexividad moral de nuestro mundo común, dicho de otro modo, menos sencillo) realizada desde la ciencia social. La afirmación, repetida en él, y varias veces antes en otros escritos míos, de que la sociología es la moral de nuestro tiempo debe interpretarse en este sentido preciso.
Ante todo, este ensayo desvela un enigma: conocer y explicar cómo la sociogénesis contemporánea de la moral, en condiciones de pluralismo credencial, multicultural y valorativo, desemboca no obstante y necesariamente en el universalismo ético. A este paso lo llamo transición moral de nuestro tiempo.
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Los humanos distinguimos lo que es de lo que no es, lo hermoso de lo feo, lo deseable de lo indeseable, lo bueno de lo malo, lo que es de lo que debería ser. De todas estas facultades, la última es la más radicalmente social. Es la que nos hace ser animales morales. Tal vez otros animales dotados de conciencia tengan también esa facultad, aunque sin duda en un grado vastamente inferior al nuestro, o por lo menos muy rudimentario frente a este. Para lo que me propongo basta con asumir que solo nosotros la poseemos.
La consideración de nuestra naturaleza moral ha ocupado las mentes de nuestros congéneres desde siempre. Nos las hemos ingeniado también para emitir juicios sobre cómo es y cómo debería ser esa moral que a los humanos caracteriza. Si nos ceñimos a la filosofía, constatamos cómo durante siglos la ética formó una parte integrante esencial de todo el afán por saber, de toda filosofía. Quienes se dedican al estudio de su historia insisten, con razón, en que la filosofía antigua europea, con la que suele comenzar su relato, cuenta bastantes cosas sobre la «naturaleza de la naturaleza». Así lo hacían la metafísica y la primera física. Insisten sin embargo en que la filosofía versaba ante todo sobre la vida buena, el deber, la superación del vicio, el camino recto y el buen comportamiento hacia los demás. Fundamentalmente, la filosofía era filosofía moral. Cultivaba el arte de llevar una vida buena, honesta, justa y generosa con el prójimo y en paz con los demás y con nuestra conciencia. Incluso el bien morir formaba parte de la ética. (En algunos casos era su parte crucial, por lo menos hasta que Montaigne nos enseñó a curarnos de tal obsesión, y a sustituirla por la de vivir bien y decentemente, es decir, por la de llevar una vida buena.) Desde entonces el acervo de ideas, teorías y especulaciones filosóficas sobre la moral —es decir, libres de las afirmaciones míticas o dogmáticas— ha crecido sin cesar.
Junto a las explicaciones filosóficas poseemos hoy diversas teorías biológicas que intentan dar cuenta y razón de la conciencia moral del hombre, de sus juicios morales y de su comportamiento normativo. Tales teorías son de varia índole. Cubren un espectro que va desde las que intentan explicar el comportamiento moral enteramente desde la neurociencia hasta las que lo presentan como parte de la evolución histórica de la especie humana, pasando por las que hacen hincapié en la genética y los genes. Estas diversas teorías, biologistas todas ellas de uno u otro modo, han dicho algunas cosas interesantes, pero también otras difícilmente sostenibles.
Mi ensayo ofrece una respuesta al problema de la naturaleza y origen de la moral que es alternativa y distinta al biologismo (o a los biologismos) y a otras formas de reduccionismo, por refinado que este sea. Una cosa es identificar las raíces genéticas, neuronales o, en general, biológicas de disposiciones morales tales como la generosidad, la benevolencia y el altruismo, y otra muy distinta asumir que toda explicación se agota en esas mismas raíces. O suponer que la solidaridad, el espíritu de sacrificio, el cumplimiento del deber, y no digamos ya el patriotismo y las virtudes cívicas o la obediencia a la autoridad legítima, se entienden del todo a la luz de la neurociencia y de los genes. O que solo con tales herramientas podamos dilucidar las decisiones que toma la conciencia ética de los humanos en situaciones y dilemas de extrema complejidad, en los que entran además en juego valores, ideas, prejuicios y creencias procedentes de la sociedad en la que moramos.
Hay pasiones, como la envidia, o anhelos, como la emulación, que poseen una explicación rigurosamente sociológica, tan interesante y científicamente satisfactoria como la que puedan ofrecer la psicología, la biología y la neurología. Es, como mínimo, complementaria a lo que ellas esclarecen. Cuando atendemos a sucesos históricos de gran alcance, el peso de la ciencia social aumenta aún más. Así, uno de los procesos macrohistóricos más descollantes de los tiempos modernos, la revolución, ha dado lugar a explicaciones sociológicas muy maduras y convincentes. En ellas entran algunos elementos significativos procedentes de la psicología, pero suelen ser secundarios para su análisis. Ni la neurociencia ni la biología darán nunca cuenta y razón de la toma de la Bastilla, la rebelión de las colonias norteamericanas contra la Corona británica, el asalto al Palacio de Invierno en San Petersburgo y la entrada del ejército guerrillero en La Habana. En todos estos casos la indignación popular y la revuelta contra la injusticia —fundamentada en juicios y sentimientos morales—, junto a la estrategia de los grupos revolucionarios propiamente dichos, y la respuesta de las autoridades finalmente derrotadas, desempeñaron una función crucial en el desarrollo de los acontecimientos. Su análisis y explicación restan en manos de la ciencia social. Es revelador que escaseen los tratados de ética que traten de estos cataclismos. Más bien brillan por su ausencia. La inmensa mayoría de las introducciones a la filosofía moral ni siquiera alude a ellos.
El origen de la moral ofrece un argumento más complementario que alternativo a los de la filosofía moral y también a los del biologismo en sus diversas guisas. Ello no significa que los hallazgos más sólidos de la una o del otro sean puestos en tela de juicio. Solo quiere decirse que las explicaciones y argumentos que aquí se presentan son a menudo más satisfactorios para explicar la producción y vigencia de valores, normas y juicios morales que los meramente filosóficos o biológicos. En tales casos los superan, sin descartar nada de lo que estos aportan, que no es poco.
El enfoque sociológico de la moral desvela enigmas que ninguno de sus contrincantes actuales —la filosofía moral tradicional, la neurología y la genética, el evolucionismo neodarwinista— han solucionado. Ni podrán solucionar, a menos que no mejoren sus diagnósticos, aprendiendo de la ciencia social. Esta, y en especial la sociología, tiene como uno de sus fines principales el de despejar el enigma de por qué las acciones responsables, las bien intencionadas, producen a menudo efectos no deseados, muchos de ellos perniciosos. He aquí por qué el estudio, clásica y esencialmente sociológico, de los efectos perversos de un buen comportamiento moral debe poseer un interés crucial para la ética. Las páginas que siguen darán cuenta y ejemplos abundantes de este proceso.
Este ensayo no intenta engrosar injustificadamente lo que a ciencia cierta sabemos sobre la naturaleza y origen de la moral. Las buenas razones que avalan que lo haya compuesto estriban en que su perspectiva es la de la teoría social. Nace de la persuasión de que una teoría moral estrechamente vinculada a la ciencia social tiene mucho que decir sobre la ética. Y que por la misma razón la ética tiene algo que aprender de lo que la ciencia social aporta. No propone en ningún caso que esta suplante a aquella. Ni, como acabo de decir, a las aportaciones de la neurología o a las de la teoría evolutiva aplicada a la historia natural de la raza humana. Se invita a que se establezca la necesaria conversación entre la ética —o filosofía moral, su sinónimo— y la sociología.
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La sociología irrumpió en el mundo de la filosofía moral y la transformó. O debería haberla transformado: pocos profesionales de la ética —como profesores de filosofía moral— se percataron a la sazón de lo ocurrido. Muchos continuaron en lo suyo como si la etnología, la sociología y la economía política no hubiesen afirmado su presencia en el mundo, o como si su floreciente existencia no entrañara consecuencias graves para el cultivo convincente de su oficio. Desde entonces, no obstante, la situación ha mejorado considerablemente. Hay hoy una mayor conciencia y uso de la aportación al pensamiento ético realizado por los hallazgos de la ciencia social en el campo de la filosofía moral. A pesar de ello, queda aún un innecesario aislamiento gremial en un sector menguante de la profesión filosófica.
Este ensayo pone de relieve la importancia decisiva del pensamiento sociológico para un eficaz cultivo de la filosofía moral en el siglo XXI. También va más allá, pues asume que la sociología —como disciplina moral que es— forma parte esencial de la ética de nuestro tiempo. Más aún: sostiene que, en cierto sentido, constituye la ética de nuestro tiempo. Una afirmación fuerte, esta última, que solo un necio intentaría justificar en un mero y breve prefacio. Todo el libro, por fortuna no demasiado extenso, constituye una justificación de ese aserto.
La irrupción de la ciencia social en el discurso y la elaboración de la ética moderna y su incorporación en ellos no ha significado de ningún modo el desplazamiento de la una por la otra. No hay «suma cero» entre una «ética científicosocial» y otra «ética filosófica»: hay más bien un proceso de enriquecimiento mutuo. Una corriente de la filosofía moral contemporánea rechaza sin embargo esta afirmación. En efecto, la reivindicación de la autonomía de la ética como disciplina de indagación filosófica frente a las proposiciones procedentes de otras pesquisas —como las que llevan a cabo las ciencias sociales— es precisamente un fundamento sobre el que se apoya la obra que constituye el origen de la filosofía moral del siglo XX y del nuestro: los Principia ethica de E. G. Moore, que apareció en el año 1903. No todos los filósofos morales posteriores a Moore le siguieron a pies juntillas en este asunto —algunos, incluso dentro del ámbito anglosajón al que pertenecía, supieron ejercer la pertinente crítica a sus posiciones— pero habrá que reconocer la inmensidad de su huella.
Hay también una producción autónoma, por así decirlo, de la filosofía moral llena de aportaciones notables, y que continúa estando libre de toda sospecha de contaminación sociológica. A pesar de ello el analfabetismo sociológico en filosofía moral no es recomendable. Tampoco lo es, claro está, el analfabetismo filosófico para quienes posean un mínimo interés en una teoría social bien fundamentada. El progreso de la conciencia sociológica del mundo, uno de los logros más notables del pensamiento moderno, no descalifica toda filosofía moral. Pero exige que esta se entere.
Paradójicamente, una parte de la filosofía moral menos sospechosa de «sociologismo» posee gran interés a causa de su capacidad de desafiar un enfoque socialmente realista de la conducta moral de los hombres. Era menester hacer estas salvedades al principio pues, como verá el lector amable, no diluyen en absoluto mi argumento principal.
Para componer este ensayo he incurrido en una inmensa deuda con la filosofía moral, disciplina a la que toda mi vida me he acercado como admirado aprendiz. Mis capacidades no han dado para más y me he tenido que conformar con el cultivo de la sociología —en gran parte, de la más empírica— así como con el de su teoría, en especial con la historia de esta. Mi otra inmensa deuda es, naturalmente, con la filosofía política y con la económica, y muy en especial con la que tiene lazos y extiende puentes con la disciplina sociológica.
El resultado de tales amores y desvelos es este parto de los montes, este ratón que no es híbrido por una sencilla razón: se inclina categóricamente a favor de una, discúlpeseme la expresión, cauta sociologización de la ética. Recomienda así un cese del analfabetismo sociológico por parte de un determinado sector de la filosofía moral contemporánea. Pero para consuelo de mis colegas en los menesteres de la ética —algunos de los cuales son grandes amigos míos, y abrigo la esperanza de que lo continúen siendo a pesar de lo que tengo que decir— siempre podrán alegar que partuirunt montes, nascetur ridiculus mus, dada la escasa entidad filosófica de quien perpetró estas reflexiones.
Este libro comienza con el relato de la vasta aportación sociológica clásica sobre moral. A ella se dedican los dos primeros capítulos. Tras distinguir cuidadosamente entre la moral prevaleciente en una sociedad, cultura u orden económico y político —cosa de la que se ocupan diversas disciplinas, desde la etnología a la economía política, desde la politología a la propia sociología—, por un lado, y las prescripciones éticas que genera la teoría social, por otro, el análisis se adentra en la cuestión, más delicada, de cómo cada orden social determinado engendra no solo una moral sino también una teoría moral específica. Se explora, en otras palabras, lo que llamo sociogénesis de la moral, pero sobre todo lo que la teoría social dice sobre ella y cómo esta genera una ética.
(El título más fiel a la naturaleza de este trabajo sería el de Sociogénesis de la moral, o hasta el de Génesis de la moral. Sin embargo, lo he sacrificado por el más directo y sencillo de El origen de la moral. Más de algún filósofo, avisado lector, sin embargo, verá en este último título, más simple, algún eco propio de su disciplina, y de un asilvestrado clásico dentro de ella.)
Cubiertos los objetivos iniciales, el ensayo se dirige al análisis de la actual producción de moral por parte de la estructura y la dinámica propias de las sociedades llamadas avanzadas. Se indagarán asimismo los procesos de «descivilización» y los de «desmoralización» e incluso de desintegración moral generados por el actual estadio histórico. La mundialización de los procesos ecónomicos, políticos y culturales no puede ignorarse nunca en el campo de la sociología —no solo de la macro sino hasta en el de la micro— y por ello mis referencias a un fenómeno de tan vasto alcance vendrán a completar el esfuerzo de análisis. No solo el afán de justicia social y de gozar de una vida decente debe apoyarse hoy en una consideración crítica de la mundialización, sino que la filosofía social la ignora so riesgo de suicidio. Al igual que la filosofía moral se convertirá en una disciplina irrelevante e incapaz de inspirar a nadie si no se educa en la teoría social bien informada. Si no se lanza a una paideia sociológica en toda regla.
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Unas palabras para los duchos en teoría sociológica. (Los demás, si desean seguir acompañándome, pueden saltarse estos párrafos sin más.) El enfoque aquí predominante procede de una concepción de la moral como resultado del conflicto: se trata de un ensayo de «sociología conflictivista» por llamarla de algún modo. Está emparentado también y abiertamente con la tradición de lo que ha venido en llamarse sociología analítica que es, a mi entender, un aspecto de la sociologia perennis, en la cual se inserta mi actitud al respecto. (A la aguerrida grey de los sociólogos analíticos, pues, mi más fraternal saludo.) Dentro de esta tendencia, El origen de la moral se inserta en una visión de la moral como fruto de una lógica situacional. Así, asume que la moral vigente en cada caso depende de la lógica propia de la situación en la que tiene lugar. Ello significa que esa moral es el resultado de la interacción de tres elementos: la estructura social, las intenciones e intereses de sus miembros, y las creencias y actitudes por ellos poseídas.
Aclaro el contenido de cada elemento: (a) la estructura social incluye la distribución de poder, influencia y recursos entre quienes comparten una situación; (b) las intenciones, pasiones, emociones e intereses que orientan su conducta; y (c) las creencias contienen las percepciones de la realidad y los juicios y valoraciones que de ellas se hacen. La fuerza principal en la constitución de la moral procede de la estructura social así descrita, seguida por las intenciones e intereses de sus miembros, y solo en tercer lugar por las creencias y valoraciones. Es tridimensional, pues resulta de la tensión permanente entre estos tres elementos. El análisis situacional por el que abogo indica que cada uno de ellos tiende a adaptarse a los otros dos, pero que el más determinante suele ser el estructural, seguido del intencional y pasional, y en tercer lugar, del credencial. Cuando no hay adaptación ni acomodación posible la situación se oblitera y produce víctimas.
El análisis situacional es dinámico. Permite entender cómo, mediante esa adaptación, un principio o valor se va transformando, a veces en su contrario. Max Weber, más consciente que nadie ante este fenómeno, mostró como el carisma —la atribución de cualidades misteriosas, místicas o ultraterrenas a una persona o cosa— se rutiniza a través del ritual y la repetición, y cómo nos esforzamos por recuperarlo o sustituirlo por otro. En religión, en política, en economía y en las relaciones personales.
Aunque abundarán los ejemplos que ilustren este enfoque en las páginas que siguen, me apresuro a ilustrar lo que digo con casos harto conocidos. La Santa Inquisición —en contra de las creencias cristianas sobre la mansuetud y el amor al prójimo, practicó durante siglos la tortura y muerte judiciales contra herejes o sospechosos de herejía, obedeciendo así a las exigencias del poder, la autoridad y el privilegio —su lugar en la estructura social— en lugar de las de sus creencias morales abiertamente confesadas. La violencia de género —mayormente de varones contra mujeres— con sus incontables víctimas, tiene lugar en contra de las creencias públicas y publicadas sobre la igualdad entre los humanos, y responde a notables desigualdades sociales propias de una distribución del poder no reconcida por la legislación, pero más potentes que ella. La vida cotidiana —desde el acoso a compañeros en nuestro lugar de trabajo a los aspectos más nimios de la vida doméstica— está preñada de ilustraciones menos truculentas, pero no por ello menos reales, de la producción social de las normas morales y su transgresión.
Otro nexo de mi enfoque lo vincula a aspectos fundamentales de lo que suele llamarse el individualismo metodológico. Sin ser un representante de estricta obediencia de esa escuela, parte del hecho de que la responsabilidad moral jamás es colectiva y siempre es personal e individual. Por ende, un estudio sobre la sociogénesis de la ética carece de sentido si soslaya este hecho fundador de todo tratamiento convincente de los fenómenos morales.
Finalmente, El origen de la moral se emparenta con la sociología que observa y explica corrientes históricas, algunas de gran alcance. Sostengo que la producción social de la moral —así como la producción moral de la sociedad, el envés de esa cara— debe estudiarse en el seno de la sociología histórica. Fenómenos tan diversos como el individualismo posesivo, la destribalización de la responsabilidad moral, la ética profesional, la revolución sexual en los tiempos modernos, la afirmación del derecho de todos a una muerte digna, la reinvindicaicón de la igualdad de la mujer frente al hombre, la obligación cívica —entre tantos otros— son resultado de procesos histórica y a la vez sociológicamente explicables.
Los ignora, con frecuencia, la metaética, es decir, la búsqueda de la naturaleza de las propiedades morales. Su objetivo es establecer qué entendemos por bondad o maldad, por altruismo o egoismo, por deber u obligación, y así sucesivamente. La metaética constata significados. Los pule. Aunque sea más conceptual que normativa, y en cierto sentido ahistórica, la metaética introduce un elemento de rigor que El origen de la moral no desea ignorar.
Las simpatías de este escrito, en lo que se refiere a las afinidades electivas del autor, hacia la manifestación palpable de la sociología como expresión de la razón pública son abiertamente republicanas. Se vinculan a la filosofía política republicana. Finalmente, sus afinidades electivas son neokantianas, a sabiendas de lo arduo que es mantenellas sin enmendallas en un mundo dominado por el utilitarismo, sobre todo en ciencia social. Podrían sorprender, viniendo como vienen de una teoría deudora de la ciencia social. La plena justificación de tales rasgos se encuentra en el desarrollo mismo del argumento.
El origen de la moral demuestra cómo la pluralidad de condiciones económicas, políticas y culturales en el mundo de hoy —y la liza entre las gentes que las encarnan— no solo no socava el universalismo moral normativo y la deontología —la ética de los principios—, sino que, en algunos casos, contra lo que podría esperarse, los fundamenta y hace necesarios.