DOS

La Mortaja

Enmascarado

Un arma muy común

El Palacio Imperial era más una ciudad que una fortaleza. Era inmenso y lleno de elementos decorativos a lo largo y ancho de su enorme tamaño; cubierto de torres, pináculos y gigantescos monolitos de piedra y oro que recortaban de forma irregular el horizonte de un extremo a otro. Los territorios de la región, que durante los milenios pasados habían formado un rompecabezas de naciones estado y de distintas soberanías, estaban enterrados bajo la poderosa unidad del Imperio de la Humanidad y bajo su mayor monumento. Los dominios del palacio abarcaban asentamientos enteros y ciudades satélite, desde los confines de la Ciudad de los Suplicantes hasta los terrenos de las Cúpulas Elíseas, a través del mayor espaciopuerto de todo el Sistema Solar hasta llegar al impresionante espectáculo que era la Puerta de la Eternidad. Millones de personas se afanaban en el interior de sus murallas al servicio del Imperio, y muchas pasaban toda su vida sin salir del zigurat arcológico plateado en el que habían nacido, servido y muerto.

Aquello era el corazón resplandeciente y palpitante de todo el destino de la humanidad, el trono y el lugar de nacimiento de la especie que había dominado la galaxia, y su esplendor y solemnidad eran tales que nadie sería capaz jamás de describirlas simplemente con palabras. Terra y su grandeza eran la joya de la corona imperial, brillante y eterna.

Y sin embargo, en el interior de una metrópolis que podría hacerse pasar por un continente, existía una miríada de habitaciones fantasmales y de estancias secretas. Había lugares hasta los que no llegaba la luz, y algunos de ellos se habían creado con ese propósito en concreto.

Existía una cámara llamada la Mortaja. Cualquier persona que hubiera podido estudiar los planos de los atrevidos artistas que diseñaron las primeras piedras de la gigantesca ciudad habría sido incapaz de encontrar rastro alguno de la estancia o de sus entradas dentro de los confines del Palacio Interior. Aquel lugar no existía a todos los efectos, e incluso aquellos que conocían su existencia eran incapaces de señalar su localización en un mapa. Si uno no era capaz de localizar la Mortaja, era porque no debía hacerlo.

Habían muchos caminos que llevaban a la estancia, y cada uno de los que se reunían allí conocía como mucho dos. Estaba el pasadizo secreto oculto tras los trampantojos de las Galerías Porticadas; el hueco que se abría detrás de la catarata de la Puerta Annapurna; el pasillo ciego situado cerca del Gran Planetario; el capricho arquitectónico de Salomón y el botón disimulado en el ascensor zafiro del Balcón Occidental. Todos éstos, y unos cuantos más, no se utilizaban desde hacía siglos. Los que eran convocados a la Mortaja llegaban a un laberinto de pasillos continuamente cambiantes que anulaban cualquier intento de fijarlos en la memoria. Una vez allí, un mecanointelecto los conducía por el lugar, pero nunca dos veces por la misma ruta. De lo único que se podía estar casi seguro era de que la estancia se encontraba en lo alto de una torre, en una de las miles que se mantenían vigilantes y en fila por todos los bastiones interiores del palacio, pero incluso eso era una suposición basada en la débil luz solar que se filtraba a través de las cortinas, gruesas como velas de barco, que cubrían los grandes ventanales ovalados de la estancia. Algunos sospechaban que esa luz era en realidad una artimaña, una iluminación filtrada a través de cristales especialmente diseñados para ello o incluso algo totalmente artificial. Quizá la estancia se encontraba a gran profundidad bajo el suelo, o quizá había más de una, y todas ellas eran idénticas, tan parecidas que sería imposible distinguirlas entre sí.

Una vez en su interior, no había lugar más seguro en Terra, aparte del salón del Trono del propio Emperador. Nadie podría oír lo que se dijera en un lugar que no existía, que no se podía encontrar. Las paredes de la cámara, cubiertas por unos paneles de caoba oscura adornados con elementos decorativos minimalistas y unos cuantos globos luminosos, albergaban diversas capas de artefactos que lograban que la estancia y todo lo que había en su interior fueran completamente imperceptibles a la vista o al oído de cualquier posible espionaje. Había contramedidas que anulaban las frecuencias de detección de radiación, aparatos que absorbían el sonido, el calor y la luz, y todo ello junto a fragmentos de tejido neurológico vivo que emitían el equivalente telepático a la estática en todo el espectro psíquico. Se rumoreaba incluso que la cámara estaba rodeada de un campo de disrupción que dislocaba el espacio-tiempo varias fracciones de segundo, lo que permitía que el lugar existiera un instante en el futuro y fuera del alcance del resto del universo.

Dentro de la Mortaja había una mesa, un largo octógono de madera de palisandro, y sobre ella había un sencillo proyector hololítico que iluminaba con un brillo suave a los hombres y mujeres que se encontraban allí. Seis de aquellas personas estaban sentadas alrededor de un extremo de la mesa, mientras que la séptima estaba sola en el otro extremo. La octava figura no estaba sentada, sino que se mantenía de pie más allá del alcance de la luz, satisfecha con ser poco más que una alta silueta compuesta de sombras y de ángulos.

Las siete personas sentadas a la mesa tenían rostros de porcelana con incrustaciones de metales preciosos. Las máscaras que llevaban puestas les cubrían la cara desde las cejas hasta el cuello, y al igual que la estancia en la que se encontraban, aquellos artefactos eran mucho más de lo que parecían ser a primera vista. Cada máscara disponía de la tecnología más avanzada, desde bibliotecas de datos hasta multitud de sensores, incluidas armas diminutas pero letales, y cada una de ellas mostraba un aspecto diferente, que era el reflejo de su portador. Tan sólo el individuo sentado a la cabecera de la mesa mostraba un rostro sin adorno alguno. La máscara era sencilla, de plata, y apenas tenía dibujadas las cejas, la nariz, los ojos y la boca. En su superficie pulida se reflejaban las listas de datos que aparecían en la imagen hololítica, que giraba con lentitud para que todos los de la estancia pudieran leerlas.

Lo que aparecía en ella era preocupante y decepcionante en igual medida.

—Entonces, ha muerto —dijo una voz de mujer, aunque el tono se filtró a través de un emisor fractal que hizo que su registro vocal fuese imposible de identificar. Su máscara era de color negro y se ceñía a la piel casi como una capucha de seda. Sólo los enormes rubíes ovalados que hacían las veces de ojos rompían esa ilusión óptica—. Este informe lo deja muy claro.

—Un juicio de valor rápido, como siempre —dijo un susurro ronco, también filtrado del mismo modo, emitido por una máscara inmóvil que se asemejaba a un cráneo hidrocefálico y distendido—. Deberíamos esperar a tener la certeza, magistra callidus.

Los ojos de rubí miraron fijamente hacia el otro lado de la mesa.

—Mi estimado magíster culexus, ¿cuánto creéis que debemos esperar? ¿Hasta que la rebelión llegue a nuestras puertas? —fue la tensa respuesta. Luego volvió sus ojos enjoyados hacia la otra mujer sentada a la mesa, una figura con el rostro cubierto por una elegante máscara de terciopelo verde y dorada, decorada con líneas de perlas con forma de lágrima y esmeraldas oscuras—. El agente de nuestra hermana ha fracasado. Tal y como pronostiqué que ocurriría.

La mujer de la máscara verde se envaró y luego se reclinó sobre el respaldo del asiento, como si quisiera alejarse de la ira de la callidus. Su respuesta fue seca y helada.

—Querría hacer notar que ninguno de los presentes ha sido capaz de situar a un agente operativo a tan poca distancia del señor de la guerra como lo ha conseguido el clado Venenum. Tobeld era uno de mis mejores estudiantes, a la altura de la misión que se le había encomendado...

Se oyó un gruñido de desprecio procedente de un individuo fornido que se cubría el rostro con una máscara fabricada de hueso y metal que representaba un cráneo con dos grandes colmillos.

—Si estaba a la altura, ¿cómo es que el señor de la guerra sigue con vida? Todo ese tiempo se ha perdido... ¿para qué? ¿Para proporcionar a los traidores un nuevo cadáver que puedan depositar a los pies del señor de la guerra? —Soltó un sonido semejante a un salivazo.

La magistra venenum entrecerró los ojos tras la máscara.

—Por poca consideración que le tengas a mi clado, mi querido eversor, tus logros hasta la fecha no te dan derecho precisamente a pavonearte. —Se irguió un poco—. Hasta ahora, tu contribución a nuestra tarea ha consistido únicamente en unas cuantas muertes explosivas y sangrientas.

La máscara con colmillos la miró fijamente, y todos notaron la furia que emanaba del individuo que la llevaba puesta.

—¡Mis agentes han provocado el miedo! —exclamó—. ¡Cada muerte ha decapitado a un elemento rebelde clave!

—Por no mencionar los innumerables daños colaterales —añadió una voz seca y adusta. El comentario surgió de un individuo que llevaba una máscara de espía estándar, igual a las utilizadas por los agentes francotiradores del clado Vindicare—. Necesitamos la habilidad de un cirujano para extirpar al Architraidor, no una bomba incendiaria.

El magíster eversor soltó un gruñido bajo.

—Cuando llegue el día en el que alguien invente un rifle que te permita disparar desde la seguridad de tu silla y alcanzar a Horus a media galaxia de distancia, entonces podrás salvarnos a todos. Pero hasta que llegue ese día, ¡quédate escondido detrás de tu mira telescópica y mantente callado!

La sexta figura de uno de los extremos de la mesa carraspeó e inclinó la cabeza hacia un lado. Su máscara, fabricada a partir de una serie de capas de material vítreo, reflejaba imágenes granuladas y aleatorias que titilaban en la penumbra.

—Si me permiten el magíster culexus y la magistra callidus... —empezó diciendo el magíster vanus—. Las máquinas de predicción de mi clado y nuestros infocitos más eficaces han llegado a la conclusión, basándose en todos los datos disponibles y las simulaciones de pronóstico, que la probabilidad de que Tobeld sobreviviera para cumplir la misión era de un cero coma dos por ciento. El margen de error es insignificante. Sin embargo, es una mejora en cuanto a aproximación al objetivo respecto a las demás operaciones del Oficio Asesinorum hasta la fecha.

—Un kilómetro o un centímetro no importan si no se mata al objetivo —siseó el magíster culexus.

La magistra callidus apartó la vista de la mesa y miró al individuo de la máscara plateada.

—Quiero activar a un nuevo agente. Se llama M’Shen, y es una de las mejores de mi clado...

—¡Tobeld era el mejor del Venenum! —la interrumpió el magíster vindicare con una rabia repentina—. Lo mismo que Hoswalt era el mejor de los míos, lo mismo que el eversor envió al mejor de los suyos, ¡y así sucesivamente! Estamos arrojando a nuestros mejores estudiantes a una picadora de carne. ¡Los enviamos a ciegas y únicamente medio preparados! Los lanzamos contra Horus ¡y él ni siquiera parece enterarse! —Negó con la cabeza con gesto sombrío—. ¿A esto nos hemos visto reducidos? ¿A escuchar el catálogo de fracasos de cada uno de nosotros cada vez que nos reunimos? —El individuo enmascarado abrió los brazos de par en par en un gesto que abarcaba a sus cinco compañeros—. Todos recordamos aquel día en el monte Venganza. El pacto que realizamos a la sombra de la Gran Cruzada, el juramento que hicimos y que dio vida al Oficio Asesinorum. Durante decenios hemos perseguido mediante el sigilo y el engaño a los enemigos del Emperador. Les hemos demostrado que no existe lugar alguno en el que se puedan esconder para ponerse a salvo. —El magíster vindicare miró al magíster vanus—. ¿Qué fue lo que dijimos aquel día?

Vanus contestó de inmediato y su máscara titiló.

—«Ningún mundo escapará de mi ley. Ningún enemigo escapará de mi furia.»

El magíster culexus asintió con solemnidad.

—Ningún enemigo... —repitió—. Ningún enemigo salvo Horus, por lo que parece.

—¡No! —rugió la magistra callidus—. Yo puedo matarlo. —El hombre de la máscara plateada se mantuvo en silencio y ella siguió hablando con voz implorante—. ¡Lo mataré! ¡Sólo necesito que me deis vuestro permiso!

—¡Tú también fracasarás! —le replicó el magíster eversor—. Mi clado es el único capaz de cumplir la misión. ¡El único lo bastante implacable como para acabar con la vida del señor de la guerra!

De repente, dio la impresión de que cada magíster y magistra de la reunión estaba a punto de lanzar un discurso similar, pero antes de que pudieran hacerlo, la máscara plateada resonó con una sola orden.

—¡Silencio!

Los presentes en la estancia se quedaron callados de inmediato, y el gran maestro de los asesinos inspiró profundamente antes de hablar de nuevo.

—Esta rivalidad y estas riñas no sirven para nada en absoluto —empezó diciendo con voz tranquila y firme—. A lo largo de toda la historia de este grupo, jamás nos hemos encontrado con un objetivo cuya eliminación precisara más de una misión. Hasta la fecha, el problema Horus se ha cobrado la vida de ocho agentes de los seis distintos clados primarios. Cada uno de vosotros sois el primero de vuestro clado, los fundadores... ¡Y aquí estáis, repartiendo codazos para conseguir la supremacía en vez de cerrar con éxito la misión que tan desesperadamente necesitamos cumplir! Exijo una solución que nos libre del traicionero y problemático hijo del Emperador.

El magíster eversor fue el primero en hablar.

—Pondré en activo todos los agentes de los que dispongo en mi clado. Todos ellos, y todos al mismo tiempo. Si debo invertir todas y cada una de las vidas de mis agentes para matar a Horus, que así sea.

Por primera vez desde que se reunieron allí, la figura silenciosa con la túnica encapuchada hizo un sonido: un leve gruñido de desacuerdo.

—Nuestro visitante quiere decir algo —apuntó el magíster vanus.

El gran maestro de los asesinos inclinó la cabeza hacia las sombras.

—¿Es cierto?

El individuo encapuchado se movió un poco, lo suficiente como para que su silueta quedara mejor definida por la luz de los globos, pero no tanto como para que se pudiera distinguir con claridad el rostro que se ocultaba bajo la capucha.

—Ninguno de ustedes es soldado —declaró con una voz grave y retumbante que se oyó por toda la estancia—. Están tan acostumbrados a actuar en solitario, tal y como exigen sus misiones, que se han olvidado de una regla que rige todos los conflictos: una fuerza doblada es una fuerza cuadruplicada.

—¿No es lo que acabo de decir? —soltó el magíster eversor.

El encapuchado hizo caso omiso de la interrupción.

—Los he escuchado hablar a todos. He visto sus planes para la misión. No tienen ni un solo defecto; sencillamente no son suficiente. —Hizo un gesto de asentimiento—. Ningún asesino que actúe sólo, sin importar su entrenamiento, sin importar el clado del que proceda, podrá eliminar al Architraidor con sus propios medios. Sin embargo, la unión de varios asesinos... —Asintió de nuevo—. Eso quizá sí que sería suficiente.

—Un grupo de ataque... —musitó el magíster vindicare.

—Una fuerza de ejecución —lo corrigió el gran maestro—. Una unidad de élite con miembros escogidos para que cumplan la misión.

El magíster vanus frunció el entrecejo tras su máscara.

—Algo así... No existe ningún precedente de nada parecido. El Emperador no dará su aprobación.

—¿Ah, no? ¿Qué es lo que te hace estar tan seguro de eso? —le preguntó la magistra callidus.

El señor del clado Vanus se inclinó hacia adelante y las perturbaciones de su máscara de imágenes se agitaron con mayor fuerza.

—El velo del secreto es lo que preserva todo lo que somos —insistió—. Hemos actuado en las sombras del Imperio durante décadas, en los límites del conocimiento del Emperador, y por buenos motivos. Le servimos con actos de los que será mejor que no sepa nunca nada para mantener su noble pureza, y para hacerlo existen ciertas normas que siempre hemos seguido. —Miró al individuo encapuchado—. Un código ético. Unas reglas de enfrentamiento.

—Es cierto —apuntó la magistra venenum—. El despliegue de un asesino es un asunto muy delicado y no se debe tomar a la ligera. En el pasado hemos enviado dos o tres asesinos en la misma misión, pero sólo cuando las circunstancias eran extremas. Además, siempre pertenecían al mismo clado, y siempre lo hacíamos tras largas deliberaciones.

Vanus estaba asintiendo.

—Seis al mismo tiempo, y de cada uno de los clados principales. No esperéis que el Emperador lo autorice. Es que simplemente... no debe ser.

El señor de los asesinos se quedó callado durante un largo momento, luego unió los dedos formando una pirámide con las manos y se llevó la punta a los labios de su máscara plateada.

—Lo que yo espero es que el director primus de cada uno de los clados obedecerá mis órdenes sin cuestionarlas. Estas «reglas» de las que hablas, magister vanus... Dime, ¿Horus Lupercal las sigue con tanta firmeza como tú? —No alzó la voz, pero su tono indicaba que no había desacuerdo posible—. ¿Crees que el Architraidor se reprimirá y no utilizará una táctica que resulte ofensiva a las gentes de la corte? ¿Por qué no debe ser?

—Bombardeó a sus propios hermanos, incluso a algunos de sus propios guerreros, hasta convertirlos en polvo. Dudo mucho que se contenga ante nada —declaró el magister vindicare.

El gran maestro asintió.

—Si queremos matar a este enemigo, no podemos vernos constreñidos por los límites morales que nos han guiado en el pasado. Debemos atrevernos a pasarlos por alto. —Se quedó callado un momento—. Y lo haremos.

—Mi señor... —empezó a decir el magíster vanus al mismo tiempo que alargaba una mano.

—Que se cumpla la orden —lo interrumpió el hombre de la máscara plateada con un tono de voz que no admitía discusión alguna—. Doy por finalizada esta reunión.

Los demás salieron de la estancia a través de los distintos accesos a la Mortaja, y las águilas psibernéticas que anidaban en un lugar oculto del techo de la estancia la sobrevolaron para asegurarse de que no hubiera nuevos artefactos de escucha en el lugar. Sólo entonces se permitió el gran maestro de los asesinos dejar escapar un largo suspiro. Después, con cuidado, se llevó las manos a la máscara y se la quitó. Las almohadillas térmicas que la mantenían pegada a la piel se desactivaron de inmediato. Sacudió la cabeza, lo que soltó una larga melena de cabellos grises que le llegó hasta los hombros, cubiertos por la tela de una túnica de aspecto corriente.

—Creo que necesito beber algo —musitó.

La voz no se parecía en absoluto a la que había salido de los labios de la máscara, pero era de esperar. El señor de los asesinos era un fantasma entre los fantasmas, y los jefes de los distintos clados sólo sabían que era uno de los Altos Señores de Terra. Sin embargo, respecto a cuál de los miembros del consejo del Emperador era, tan sólo tenían suposiciones. Solamente cinco personas conocían la verdadera identidad del señor del Oficio Asesinorum, y dos de ellas se encontraban en esa estancia.

Un esclavo mecanizado se le acercó con pasos lentos y le ofreció una taza de cristal con grabados dorados que contenía té negro con un chorrito de coñac.

—¿Quieres algo, amigo mío?

—Si no le importa al Sigilita, prefiero no tomar nada —respondió el encapuchado.

—Como quieras.

El hombre que se sentaba a la derecha del Emperador, el individuo que ostentaba el cargo de Regente de Terra, observó con atención su rostro surcado de arrugas de preocupación en la curvatura del cristal. Malcador volvía ser él mismo, una vez desaparecido el disfraz de gran maestro de los asesinos. Esa identidad había quedado guardada hasta la próxima vez que la necesitara.

Tomó un gran sorbo del té y lo saboreó. Suspiró otra vez. El efecto producido por los aparatos antipsíquicos de la estancia no era suficiente como para afectarlo de un modo grave, pero su presencia era comparable al zumbido de un insecto invisible que no dejaba de irritar los bordes de su visión espectral. Malcador se preguntó, como hacía en otras ocasiones, si los jefes de los clados tenían alguna idea de quién era él en realidad. El Sigilita sabía que si concentraba su voluntad en ello, podría descubrir cuál era el rostro verdadero de cada uno de los directores primus, pero nunca lo había intentado. Nunca había existido esa necesidad. El frágil estado de gracia existente entre los distintos dirigentes del Oficio Asesinorum había servido para mantener un comportamiento honorable en todos ellos. Ni uno solo de los magísteres o magistras podría saber jamás con seguridad si sus colegas, sus subordinados, ni siquiera sus amantes, estaban detrás de las máscaras que tenían junto a ellos en la mesa. El grupo había nacido envuelto en la oscuridad y el secreto, y sólo podía seguir existiendo mientras se cumplieran las reglas que habían dado lugar a esa existencia.

Unas reglas que Malcador acababa de incumplir.

Su compañero salió finalmente a la luz y quedó completamente a la vista al rodear la mesa con pasos lentos y tranquilos. El encapuchado era muy alto, y se alzó por encima del Sigilita, todavía sentado, como una montaña. Era tan grande como un guerrero del Adeptus Astartes, y el hombre que había observado la reunión se convirtió en una amenaza hecha carne al salir de la oscuridad. Se movió con una elegancia y una agilidad tales que el tejido de su túnica de color fluía como el agua. Una mano, de piel bronceada y cubierta de cicatrices, se elevó hasta la cabeza y se bajó la gran capucha que ocultaba un cráneo rapado a excepción de un manojo de cabello recogido en una cola de caballo. Un rostro de expresión ceñuda que sugería estrechez de miras quedó al descubierto. Bajo el cuello de la túnica se veían unas insignias de tejido dorado con la forma de un relámpago.

—Di lo que piensas, capitán general —lo invitó Malcador al captar su aura—. Veo cómo surge la inquietud de tu cuerpo como el humo de una hoguera.

Constantin Valdor, jefe custodio de la Legio Custodes, le lanzó una mirada bajo la que cualquier persona normal se habría sentido aniquilada.

—Ya he dicho todo lo que tenía que decir —le contestó Valdor—. Para bien o para mal.

El guerrero posó una mano sobre la mesa y pasó un dedo con gesto ausente por la superficie. Miró a su alrededor. Malcador no tuvo duda alguna de que el custodio había pasado buena parte del tiempo en la estancia intentando averiguar dónde se encontraba exactamente.

El Sigilita ocultó una sonrisa pálida tomando otro sorbo del té agridulce.

—Debo confesar que no esperaba que hicieras nada aparte de observar —comentó—. En vez de eso, interrumpiste el desarrollo habitual de ataque y parada verbal que suele producirse en estas reuniones.

Valdor se quedó callado un momento, sin mirarlo.

—¿Por qué me habéis hecho venir, mi señor?

—Para observar. Quería pedirte consejo después de...

El custodio se volvió y lo interrumpió.

—No me mintáis. No me hicisteis venir simplemente para que me quedara callado. —Valdor lo miró con atención—. Sabíais exactamente lo que diría.

Malcador le mostró por fin la sonrisa.

—Tenía... algún indicio sobre ello.

Valdor apretó los labios.

—Espero entonces que estéis satisfecho con el resultado.

El Sigilita sintió que el guerrero estaba a punto de marcharse y se apresuró a hablar de nuevo para retenerlo.

—Debo admitir que estoy sorprendido hasta cierto punto. Después de todo, eres la representación de la fuerza y la nobleza imperiales. Eres el guardaespaldas personal del Señor de la Tierra, un guerrero cuya pureza aspiran alcanzar todos. Y debido a todo eso, creí que tú más que nadie habrías considerado las tácticas del Asesinorum como algo... —Se calló un momento mientras buscaba la palabra adecuada—. Turbio, incluso deshonroso, ¿no?

La expresión del rostro de Valdor cambió, pero no para mostrar irritación, tal y como esperaba Malcador. En vez de eso, sonrió sin alegría.

—Si eso ha sido una finta para ponerme a prueba, Sigilita, ha sido muy mala. Esperaba mucho más de vos.

—Ha sido un día muy largo —se disculpó Malcador.

—La Legio Custodes ha llevado a cabo muchos actos que vuestros asesinos no nos hubieran creído capaces de hacer. Los jefes de los clados no son los únicos que tienen libertad para actuar bajo... condiciones especiales.

—Vuestro reglamento especifica con mucha claridad cuáles son los límites de la responsabilidad de vuestra legio.

Malcador notó que estaba empezando a fruncir el entrecejo. Aquella conversación no marchaba por los derroteros que él esperaba.

—Como vos digáis —le contestó Valdor con una ligereza engañosa—. Mi deber es salvaguardar la vida del Emperador de la Humanidad por encima de cualquier otra cuestión. Es algo que se ha logrado de muchas maneras. El exterminio del hijo traidor Horus Lupercal y de la amenaza inminente que representa, sin importar cómo se logre, es algo que sirve para el cumplimiento de mi deber.

—Entonces, ¿de verdad crees que un grupo de ataque formado por asesinos podrá lograrlo?

Valdor encogió levemente sus enormes hombros.

—Creo que tienen alguna posibilidad de lograrlo si se acaba con este enfrentamiento sin sentido entre los clados.

Malcador volvió a sonreír.

—¿Lo ves, capitán general? No mentí. Quería esa clase de capacidad para opinar. Ya me la has dado.

—No he terminado de hablar —replicó el guerrero—. El magíster vanus tenía razón. Esta misión no le va a gustar en absoluto al Emperador cuando sepa de su existencia, y se enterará en cuanto yo le cuente todas y cada una de las palabras que se han pronunciado hoy aquí.

La sonrisa del Sigilita se desvaneció de inmediato.

—Eso sería un error, custodio. Una grave falta de juicio por tu parte.

—No seréis tan arrogante como para pretender saber más que él, ¿verdad? —le contestó Valdor con un tono de voz que se había endurecido.

—¡Por supuesto que no! —replicó a su vez Malcador, perdiendo la calma—. Pero sabes muy bien que para proteger la integridad de Terra y a nuestro señor hay ciertas cosas que deben mantenerse en secreto. El Imperio se encuentra en un momento muy delicado, y los dos lo sabemos. Todo el esfuerzo que hemos invertido en la Gran Cruzada y en la misión encomendada por el Emperador se encuentra en el peligro más absoluto por culpa de la insurrección de Horus. ¡Los combates que se están librando ahora mismo no son simples campos de batalla situados en planetas lejanos! Se están librando en nuestros corazones y en nuestras mentes, y en otros lugares menos tangibles. Pero ahora tenemos la oportunidad de luchar en la sombra, invisibles e inadvertidos. ¡Podemos cumplir esa sangrienta misión sin que tengamos que hacer arder la galaxia para lograrlo! Un final rápido. La cabeza de la serpiente cortada de un solo golpe. —Inspiró profundamente—. Pero puede que muchos lo consideraran algo innoble y lo utilizarían contra nosotros. Y que un padre autorizara la ejecución de su propio hijo... Quizá eso ya sería ir demasiado lejos. Y por eso hay ciertas cosas que no se pueden decir fuera de esta cámara.

Valdor cruzó sus fornidos brazos sobre el pecho y se quedó mirando fijamente a Malcador.

—Esa afirmación tiene todo el aspecto de ser una orden. Pero me pregunto, ¿quién la da? ¿El Señor de los Asesinos o el Regente de Terra?

Los ojos del Sigilita brillaron en la oscuridad.

—Decídelo tú mismo —fue su respuesta.

Antes de la llegada de la luz del Emperador, el edificio del cuartel de la Centinelia había sido un lugar de idolatría y de adoración de los ancestros. En la antigüedad, los cuerpos de los ricos y de aquellos a los que se juzgaba merecedores del honor eran enterrados en las criptas excavadas bajo el salón principal, y cada esquina y rincón del edificio estaba abarrotada con estatuas de mal gusto y objetos extravagantes. Los claustros y las naves conducían a las diferentes capillas de las numerosas deidades que los colonos de la Primera Fundación habían llevado consigo al partir de la Vieja Tierra. Las criptas se habían convertido en celdas y en depósitos de datos, en armerías y en almacenes de suministros. Las capillas tenían unos inquilinos distintos, unos iconos llamados seguridad y vigilancia, y prácticamente todas las supuestas obras de arte y los ídolos habían desparecido. Tan sólo unos cuantos objetos se habían salvado de la destrucción para acabar albergados en un museo como muestras de un pasado mucho menos sofisticado. Todo aquello había pasado mucho antes de que Yosef Sabrat naciera. Apenas quedaba un puñado de ciudadanos en Iesta Veracrux que fueran capaces de recordar cualquier vestigio del pasado que incluyera un elemento religioso.

El uso de la catedral como lugar para la administración de justicia también era apropiado para un edificio como aquél. Era un lugar tan impresionante para albergar a los miembros de la Centinelia como lo había sido para los sacerdotes desaparecidos largo tiempo atrás. Sabrat recorrió el largo eje que formaba la sala central y pasó por delante del recinto abierto de espera, donde los ciudadanos guardaban cola y discutían con los desafortunados cazadores a los que les había tocado efectuar servicio de oficina. Luego cruzó el punto de control, donde un vigilante servidor armado de semblante impasible le recorrió el rostro con un barrido de luz láser verde antes de dejarlo pasar. Saludó con un gesto del mentón a un grupo de bailíos del distrito Occidental. Todos estaban reunidos alrededor de un tablero de juego del molyno con cupones de pago en la mano, y lo animaron a unirse a la partida. En vez de eso, subió por la escalera en espiral que llevaba hasta la segunda planta. Los pisos superiores casi constituían un edificio dentro del propio edificio, un fortín de múltiples niveles que se había construido en el interior de la inmensa nave principal, semejante a un hangar, y que se adaptaba a los límites de la estructura. La estancia se encontraba en el mismo estado desastrado de desorden medio controlado de siempre, con las pilas de grueso papel de viña y de pictografías dispuestas en diversos montones que conformaban una especie de orden incoherente. Sólo hacía falta saber interpretarlo. En el centro de la estancia se alzaba una columna cubierta de conexiones de comunicación de bronce, de la que salían manojos de cables recubiertos de goma que serpenteaban hasta llegar a las mesas de control o a las mesas hololíticas. Uno de los cables terminaba su recorrido en un equipo de escucha que el compañero de equipo de Yosef, que estaba reclinado en el respaldo de una silla, tenía colocado en la cabeza. Escuchaba con los ojos cerrados y jugueteaba con los dedos y gesto ausente con el aquila dorada de la cadena que llevaba alrededor de la muñeca.

Yosef se detuvo delante del individuo y lo llamó.

—Daig. —Al ver que no le respondía, el bailío chasqueó los dedos con fuerza delante de su cara—. ¡Despierta!

El bailío Daig Segan abrió los ojos y dejó escapar un suspiro.

—No estaba durmiendo, Yosef. Estaba pensando profundamente. ¿Nunca has pensado así?

Se quitó los auriculares y alzó la vista para mirarlo. Yosef oyó el leve parloteo de una voz artificial que salía de los diminutos altavoces y que recitaba el texto del informe de un incidente con un tono monótono y chasqueante.

Daig era físicamente el opuesto a su compañero de equipo. Sabrat tenía una estatura ligeramente superior a la media, era estrecho de hombros, con el cabello de color rubio rojizo y siempre iba bien afeitado. Segan era un individuo bajo y corpulento, con unos carrillos y una papada carnosa, y su cabello rizado sin peinar remataba un rostro con una expresión sempiterna de melancolía. Suspiró de nuevo, como si llevara sobre los hombros el peso entero del mundo.

—No merece la pena escucharla por segunda vez —comentó mientras desenchufaba el cable de la conexión de la columna con un tirón de la muñeca—. Los informes de Skelta son tremendamente aburridos, y da igual que los lea la máquina o que los lea él en persona.

Yosef frunció el entrecejo.

—Lo que he visto esta mañana no era aburrido en absoluto.

Bajó la mirada y vio una serie de pictogramas de la escena del crimen cometido en el almacén. Incluso en los tonos negros y blancos más sencillos, el horror allí representado no disminuía en absoluto. Los charcos de sangre estaban en todas y cada una de las imágenes, y verlas de nuevo hizo que la memoria sensorial se apoderara de la mente del bailío, quien parpadeó con fuerza para eliminar esa sensación de su cerebro.

Daig se fijó en ello.

—¿Estás bien? —le preguntó, frunciendo el ceño en un gesto de preocupación—. ¿Necesitas un momento para recuperarte?

—No —respondió Yosef con voz firme—. Dijiste que tenías algo nuevo para mí.

Daig negó con la cabeza.

—No es tan nuevo en realidad. Más bien es la confirmación de algo que ya sospechaba. —Rebuscó durante unos momentos entre los papeles y las placas de datos hasta que encontró un manojo de páginas impresas—. El análisis de los cortes dio como resultado que coinciden con un tipo de hoja cortante industrial.

—¿Un instrumento médico?

Yosef recordó la impresión que había tenido. Las líneas de los cortes de mutilación parecían algo casi clínico. Sin embargo, Daig hizo un movimiento negativo con la cabeza.

—En realidad, vitivinícola. —El otro bailío rebuscó ahora en una caja que tenía a los pies y sacó un maletín de plástico. Lo abrió y dejó a la vista un cuchillo curvado de aspecto peligroso que tenía el mango tallado a fin de darle una superficie rugosa—. Me he traído uno del almacén de pruebas para tener una muestra que podamos estudiar.

Yosef lo reconoció de inmediato, y cerró las manos para contener el impulso de empuñarlo. Era un cuchillo de cosecha, una de las herramientas más comunes del planeta y del que se fabricaban millones de ejemplares para que lo utilizara el enorme ejército de obreros agrícolas de Iesta Veracrux. En todos los viñedos se utilizaban cuchillos como aquél, y eran tan comunes como los racimos de uvas que solían cortar. Por supuesto, al ser tan común, era el arma más utilizada para los asesinatos en Iesta Veracrux, pero Yosef jamás había visto que un cuchillo así se utilizara para un asesinato tan rebuscado como el del muelle del espaciopuerto. Utilizar un arma tan burda para unos cortes tan precisos requería tanto una habilidad enorme como una buena cantidad de tiempo.

—En nombre de Terra, ¿a qué nos enfrentamos? —musitó.

—Se trata de un ritual —le respondió Daig con una certidumbre que pareció salir de la nada—. No puede ser otra cosa.

Dejó a un lado el cuchillo y señaló con un gesto los archivos esparcidos por el lugar. Aparte del alud de papeleo que había provocado el asesinato del espaciopuerto, había paquetes de microfichas y otros pictogramas llegados desde las subjefaturas de unos distritos de baja estofa colindantes. Los habían marcado y enviado de forma automática en cuanto los informes del crimen se enviaron por el sistema de alerta planetario. Se habían producido otros asesinatos, y aunque la naturaleza de los mismos no era exactamente igual que la de Jaared Norte, ciertos elementos de un método similar aparecían en cada uno de ellos. Daig sugirió que el asesino se estaba «perfeccionando» con cada asesinato y que cada vez se sentía más confiado en lograr lo que quería con sus actos.

Aquélla no era la primera vez que se producían asesinatos en serie en Iesta Veracrux, pero éstos eran completamente distintos a todos los anteriores de un modo que Yosef no era capaz de explicar.

—¡Por las estrellas!, lo que no me puedo ni imaginar es cómo ese cabrón consiguió subir a ese pobre hasta el techo —dijo una voz a sus espaldas.

Yosef y Daig se dieron la vuelta y vieron al alto bailío Berts Laimner con un puñado de pictogramas en una de sus manazas. Laimner era un individuo fornido de piel oscura que siempre mostraba una sonrisa en el rostro, aunque fuera leve, como en esos momentos, a pesar de estar contemplando imágenes de la espeluznante muerte de Norte. Sin embargo, esa expresión amable no era más que un gesto hipócrita que ocultaba un carácter egoísta y relamido.

—¿Tú qué opinas, Sabrat? —le preguntó a continuación.

Yosef respondió de un modo evasivo.

—Es algo que estamos investigando, alto bailío.

Laimner soltó una breve risa que irritó mucho a Yosef, y luego dejó los pictogramas.

—Bueno, espero que tengas una respuesta mejor guardada en la manga —dijo antes de señalar a una entrada situada al otro lado de la estancia—. La estatúder está justo ahí fuera, y quiere estar al día de este asunto.

A Daig se le escapó un leve gemido, y Yosef notó un tremendo cansancio en su interior. Si la comandante de la jefatura había decidido participar en el caso, los investigadores sabían con toda certeza que aquel asunto les iba a resultar el doble de difícil.

La puerta se abrió como si las palabras de Laimner hubieran sido un hechizo de invocación, y la estatúder Kata Telemach entró en la oficina seguida por un ayudante que casi iba pegado a ella. La aparición de Telemach provocó el mismo efecto que si alguien le hubiera dado una sacudida a todos los presentes, y cada uno de los bailíos y de los cazadores se afanó por simular que estaba muy ocupado y trabajando de forma diligente. Ella no mostró señal alguna de haberse dado cuenta, y en vez de eso se dirigió directamente hacia Yosef y Daig. La estatúder vestía un uniforme de ceremonia bien planchado, y colgada del cuello llevaba una varilla de oro con una sola banda plateada en el centro.

—Señora. Acababa de decirles a los bailíos Sabrat y Segan el interés que mostráis en el caso —le comunicó Laimner.

La comandante parecía distraída. Tenía un rostro anguloso y una mirada penetrante.

—¿Algún avance? —les preguntó.

—Estamos montando una investigación sobre pruebas firmes —respondió Daig, que era tan bueno dando respuestas evasivas como su camarada. Luego tragó saliva—. Sin embargo, existen ciertas circunstancias relativas a la jurisdicción del caso que quizá sean problemáticas en el futuro.

Estaba a punto de seguir cuando captó la mirada que Telemach le lanzó a Laimner: «¿No te habías encargado de eso ya?»

—Eso no será problema alguno, bailío. Acabo de tener una reunión con el gran mariscal de los Adeptus Arbites.

—Vaya, ¿sí? —Yosef tuvo que esforzarse para que no se colara sarcasmo alguno en su voz.

Telemach siguió hablando.

—Los arbites tienen trabajo de sobra en estos momentos. Están inmersos en una serie de operaciones por todo el planeta. No es necesario que este... caso sea una carga más para ellos.

«Operaciones.» Era una palabra que parecía ser la preferida para describir las acciones del Adeptus Arbites en Iesta Veracrux. Se trataba de un término de significado abierto, sin matiz alguno, que disfrazaba lo que realmente estaban haciendo: registrar el planeta entero desde las ciudades inferiores hasta los niveles superiores en busca de la más mínima muestra de sedición contra el Imperio y de apoyo a Horus. Se estaban dedicando a aplastar sin piedad alguna cualquier indicio que pudiera dar lugar a una traición.

—No es más que un cuerpo —apuntó Laimner de un modo casi despreocupado.

—Exacto —confirmó la estatúder—. Y para ser sincera, creo que la Centinelia está mejor preparada para este tipo de trabajo policial. Los arbites no han nacido en este planeta, y nosotros sí. Lo conocemos mejor de lo que ellos jamás lo conocerán.

—Así es —asintió Yosef.

Telemach les sonrió con gesto tenso.

—Quiero que esto se resuelva de un modo rápido y definitivo. Creo que al gran mariscal y a sus jefes de Terra les vendría bien algo que les recordara que los ciudadanos de Iesta podemos resolver nuestros propios problemas.

Yosef asintió al oírlo, en parte porque sabía qué era lo que se suponía que debía hacer, y en parte porque Telemach acababa de confirmarle la verdadera razón por la que quería que aquel caso se resolviera con toda rapidez. No era ningún secreto que la estatúder ansiaba el cargo de margrave, el mando supremo de las fuerzas de la Centinelia desplegadas por todo el planeta, y para lograrlo, el titular del cargo en esos momentos, al que algunos rumores también identificaban como su amante, tendría que ascender al único puesto al que podía llegar, el de gobernador imperial del planeta. El único rival serio del margrave para ese puesto era el gran mariscal del Adeptus Arbites. El hecho de mostrar una actitud implacable respecto a un crimen como aquél contaría mucho cuando llegara el momento adecuado de elegir al nuevo ocupante del puesto.

—Estamos investigando todas las pistas de interés —le comunicó Laimner.

La estatúder se dio unos cuantos golpecitos en el labio con un dedo.

—Quiero que presten una atención especial a cualquier posible relación con esos fanáticos religiosos que están apareciendo en las Cascadas y en Breghoot.

—La Teogonía —apuntó Laimner, solícito, y luego soltó un leve bufido—. Un grupo muy extraño.

—Con el debido respeto, no son ni siquiera fanáticos, tan sólo... —empezó a decir Daig.

Telemach no le dejó terminar la frase.

—El odio se extiende por todas partes allá donde logra enraizarse, bailío. El Emperador no nos trajo la Gran Cruzada en vano. No permitiré que la superstición arraigue en esta ciudad ni en ninguna otra bajo mi supervisión. ¿Está claro? —Miró fijamente a Yosef—. La Teogonía es un culto subversivo, prohibido por las leyes imperiales. Caballeros, quiero que encuentren la relación que tiene con este crimen.

«Tanto si existe como si no», pensó Yosef.

—Entonces, ¿han captado bien qué es lo que quiero? —insistió ella.

Yosef asintió de nuevo.

—Por supuesto, señora. Haremos todo lo posible.

Telemach soltó un bufido.

—Será mejor que haga algo más que eso, Sabrat.

Luego dio media vuelta y Laimner se apresuró a seguirla no sin antes lanzarles una leve sonrisa al pasar al lado de ambos.

—Es sólo un cuerpo —repitió Yosef, imitando con tono agudo la voz del alto bailío mientras miraban cómo se alejaban—. Lo que quiere decir es que éste y los demás asesinatos sólo los han sufrido ciudadanos que no eran importantes, así que a nadie le preocupa.

Exhaló profundamente.

La expresión del rostro de Daig se había vuelto más pesimista de lo habitual.

—¿De dónde se ha sacado toda esa estupidez sobre la Teogonía? —murmuró—. ¿Qué tendrán que ver con esos asesinatos? Lo único que Telemach sabe de esa gente lo ha sacado de los rumores que corren por ahí, que no son más que basura inventada a partir de las habladurías y de la intolerancia.

Yosef alzó una ceja.

—Pero sabes más que ella sobre eso, ¿no?

Daig se encogió de hombros.

—Por supuesto que no —respondió tras un momento de pausa.

Yosef volvió a la sala de estar después de poner a dormir a Ivak y se sentó al lado del radiador. Sonrió al ver que su esposa ya le había servido una copa de su vino preferido, y tomó un sorbo mientras ella ponía en marcha el autolavado en el cuarto de atrás.

Yosef se quedó mirando fijamente el movimiento espeso de la bebida y dejó que su mente divagara. En los remolinos del fluido vio extraños océanos, inmensos y desconocidos. Por alguna extraña razón, ver aquello lo relajó, y esas perturbaciones le tranquilizaron el ánimo.

Cuando Renia tosió, Yosef alzó la vista sobresaltado y se le derramó un poco de líquido por el borde de la copa. Su mujer había entrado en la sala, pero se encontraba tan ensimismado en sus pensamientos que ni siquiera se había dado cuenta de ello. Ella lo miró con expresión preocupada.

—¿Estás bien?

—Sí.

Renia no le creyó. Quince años de amor por una persona le proporcionaban la capacidad intuitiva para darse cuenta de que ocurría algo. Y precisamente por eso, no insistió. Su esposa sabía en qué consistía su trabajo, y sabía que él hacía todo lo posible por dejarlo en la jefatura cuando volvía a casa. Comprensiva, le hizo una sola pregunta:

—¿Necesitas hablar?

Tomó un sorbo de vino antes de contestar sin mirarla.

—Todavía no.

Renia cambió de tema, aunque no lo suficiente como para que Yosef se sintiera tranquilo.

—Hoy ha ocurrido algo en la schola de Ivak. Han sacado a un chico de la clase.

—¿Por qué?

—Ivak ha dicho que fue por un juego que habían organizado los chicos mayores. Lo llamaban «El señor de la guerra y el Emperador». —Yosef dejó a un lado la copa de vino mientras Renia hablaba. Ya sabía lo que iba a contarle—. Ese chico hizo de señor de la guerra. Los profesores de Ivak lo oyeron e informaron sobre ello.

—¿A los arbites?

Renia asintió.

—La gente ha empezado a hablar. O ha dejado de hacerlo del todo.

Yosef apretó los labios.

—Todo el mundo se siente inseguro —dijo al cabo de unos momentos—. Todo el mundo tiene miedo de lo que se encuentra más allá del horizonte... Pero este tipo de situaciones... Es una estupidez.

—He oído rumores. Cosas que cuenta la gente que conoce a gente de otros planetas, de otros sistemas.

Él había oído los mismos rumores, susurrados en las esquinas de la jefatura por individuos que no eran capaces de mantener bajo su tono de voz. Había rumores en uno y otro sentido. Llegaban noticias de hechos terribles, de acontecimientos horribles, y a veces los mismos acontecimientos se atribuían tanto a aquellos que servían al señor de la guerra como a aquellos que seguían fieles al Emperador.

—La gente que solía hablar con libertad ya apenas me dirige la palabra —añadió Renia.

—¿Porque soy tu marido? —Frunció el entrecejo cuando ella asintió—. ¡No soy un arbites!

—Creo que los hombres del gran mariscal están empeorando la situación. Antes se podía hablar de cualquier cosa, no había ninguna cuestión que no se pudiera discutir de forma abierta y sin cortapisas. Pero ahora..., después de la insurrección...

Su voz se fue apagando hasta que se calló del todo.

Renia necesitaba algo de él, alguna clase de respuesta tranquilizadora que apaciguara sus preocupaciones, pero Yosef descubrió que no tenía ninguna. Abrió la boca para decir algo, sin estar seguro de qué sería, pero en ese momento, procedente del exterior llegó el sonido de un cristal al romperse contra unos ladrillos.

Se puso de pie inmediatamente y de una zancada se plantó al lado de la ventana para mirar a través de los paneles. Oyó unas voces enfurecidas. Allá abajo, donde la calle pasaba zigzagueante por delante de la escalera de entrada a la casa, había un grupo de cuatro jóvenes que rodeaban a un quinto y blandían botellas como si fueran garrotes. Mientras observaba, el joven apaleado trastabilló hacia atrás sobre los cristales rotos y cayó sentado.

Renia ya estaba abriendo la vitrina de madera donde se encontraba la terminal de alarma. Lo miró con expresión interrogante, y él asintió.

—Llama.

Yosef agarró el abrigo largo del colgador de la pared del recibidor.

—¡Ten cuidado! —le gritó ella mientras se marchaba.

Yosef oyó el sonido de unos pasos en la escalera que tenía a su espalda. Se volvió con una mano en el pomo de la puerta y vio la silueta de Ivak en la penumbra.

—¿Papá?

—Vuelve a la cama —le dijo al chico—. Volveré dentro de un momento.

Se colgó del cuello la insignia de su cargo y salió a la calle.

Para cuando llegó a la pelea, el grupo ya había empezado a propinarle puñetazos al joven que estaba en el suelo. Oyó varios gritos y, una vez más, el nombre, aullado como si fuera una maldición sangrienta: Horus.

El quinto joven estaba sangrando e intentaba protegerse la cabeza con los brazos. Yosef vio que uno de los atacantes situados a su derecha le propinaba un puñetazo con todas sus fuerzas y tumbaba de espaldas al chaval.

El bailío hizo un movimiento brusco con la muñeca y el mango de la porra que llevaba en la funda de la manga le cayó en la mano. El arma de metal se extendió con un siseo amenazante hasta cuadruplicar su longitud original. Sintió que lo invadía la rabia.

—¡Centinelia! —gritó al mismo tiempo que lanzaba un golpe de barrido contra la rodilla del atacante que tenía más cerca.

La porra impactó de lleno y el joven se desplomó de inmediato. Los demás reaccionaron y retrocedieron. Uno de ellos tenía en la mano medio ladrillo, y lo sopesó como si estuviera pensando en lanzarlo. Yosef observó sus rostros, y aunque todos llevaban cubierta la nariz y la boca con unos pañuelos, los reconoció de inmediato. Eran operarios de vía, individuos jóvenes que trabajaban en las terminales de carga. De día hacían su trabajo en los monorraíles de transporte que enlazaban los espaciopuertos con los viñedos, y por la noche se metían en problemas y cometían delitos de poca importancia. Sin embargo, aquéllos se encontraban en la zona residencial, fuera de su lugar de actuación habitual. Al parecer, había sido su víctima lo que los había llevado hasta allí.

—¡Espóselo! —gritó uno de ellos, señalando con el dedo al joven herido—. ¡Es un traidor! ¡Eso es lo que es! ¡Un cabrón traidor!

—No... No lo soy... —logró articular el joven.

—¡Los de la Centinelia no se libran! —gruñó el joven que tenía medio ladrillo en la mano—. ¡Están todos metidos en lo mismo!

Le arrojó el ladrillo con un gruñido. Yosef logró desviarlo con la mano, pero a pesar de ello sufrió un golpe de refilón en la sien que lo hizo tambalearse. Los jóvenes aprovecharon el momento y echaron a correr para perderse detrás de la esquina de la calle.

Yosef se sintió poseído durante una fracción de segundo por una furia tan violenta que lo único que deseó en ese momento fue echar a correr en pos de los matones y dejarlos tirados y ensangrentados sobre los adoquines, pero logró contener el impulso y en vez de eso se inclinó sobre el joven para ayudarlo a ponerse en pie. La mano del chaval estaba húmeda por la sangre que salía del corte que se había hecho al caer sobre los cristales rotos.

—¿Estás bien? —le preguntó el bailío.

El joven dio un paso hacia atrás tambaleándose para alejarse de él.

—No... no me haga daño.

—No te haré ningún daño. Soy un agente de la ley.

Todavía le zumbaba el interior del cráneo por el golpe de refilón del ladrillo, pero estaba lo suficientemente atento para ver que el joven llevaba un bolsillo lleno de panfletos rojos. Le agarró la mano y sacó una de aquellas hojas impresas. Era un panfleto de la Teogonía, una página llena de un texto denso, de un lenguaje rebuscado y términos que no significaban nada para él.

—¿De dónde has sacado esto? —quiso saber.

Yosef vio bajo la luz de las farolas cómo el rostro del joven se volvía completamente pálido. El miedo que apareció en su rostro fue superior al que había mostrado cuando aquellos matones lo atacaron con piedras y botellas.

—¡Déjame en paz! —le gritó, y empujó al bailío con las dos manos.

Yosef perdió el equilibrio, en parte debido al dolor de cabeza que sufría, y trastabilló antes de caer. Meneó la cabeza para intentar quitarse el dolor de cabeza y vio que el joven huía corriendo hasta que desapareció en mitad de la noche. Soltó una maldición mientras intentaba ponerse en pie.

La mano del bailío se posó sobre algo que había en el suelo, algo con un borde curvo y afilado. Al principio pensó que se trataba de un trozo de vidrio, pero la luz se reflejaba de un modo distinto en su superficie. Yosef se fijó con más atención en el objeto y vio lo que era realmente. Soltado en mitad de la pelea, caído del bolsillo de... «¿Cuál de ellos?», se preguntó.

Era un cuchillo de cosecha, desgastado por el uso y el paso del tiempo.