UNO

Tel Utan, Nurth,

dos años antes de la Herejía

El nurtheno murmuró algo en su jerigonza habitual antes de morir. Señaló a sus enemigos con unos dedos cubiertos de polvo y balbució unas cuantas maldiciones contra sus familias y sus seres queridos, sobre todo prediciendo un destino terrible para sus descendientes, allá donde estuvieran. Cualquier soldado aprende a hacer caso omiso de los insultos, pero hubo algo en el modo de maldecir del nurtheno que hizo que Soneka palideciera.

El nurtheno se encontraba tumbado de espaldas sobre una ladera de arena seca y rojiza, donde la explosión lo había lanzado. Algunas partes de su túnica de seda rosa se estaban poniendo rígidas, en los puntos donde las manchas de sangre se secaban con rapidez bajo el sol del atardecer. La placa pectoral que llevaba puesta, en la que habían tallado grabados de plantas y reptiles entrecruzados, relucía como un espejo. Tenía las piernas torcidas en una postura flácida que indicaba que su espina dorsal ya no estaba conectada a ellas.

Soneka recorrió el lecho seco del wadi para acercarse y observarlo mejor. Un cielo tremendamente azul y oscuro se unía al horizonte rojo. El sol poniente resaltaba las aristas de las rocas y de los peñascos con una intensa luz naranja.

Soneka llevaba puestos los protectores antirreflejo, pero se los quitó como gesto de cortesía hacia el nurtheno y para que así éste pudiera verle los ojos. Se arrodilló a su lado y la pequeña caja dorada que llevaba colgada del cuello se balanceó como un péndulo.

—Ya basta de maldiciones, ¿vale? —le dijo.

La tropa se mantuvo a su alrededor en la ladera, observándolo todo y con las armas preparadas. El viento del desierto hacía ondular las chaquetas bordadas que llevaban puestas y que les llegaban hasta la cintura. Lon, uno de los bashaws de Soneka, ya había partido la falce del nurtheno con un chorro de nitrógeno líquido y el impacto había arrojado los restos del arma rota por encima del borde del wadi.

Soneka captó el olor del disparo del arma imperial, que todavía flotaba en el aire cálido.

—Se acabó —dijo a su enemigo—. ¿Estás dispuesto a hablar conmigo?

El nurtheno alzó la mirada hacia él con la cara cubierta de granos de arena y murmuró algo. Unas cuantas burbujas sanguinolentas le aparecieron en la comisura de los labios.

—¿Cuántos? —insistió Soneka—. ¿Cuántos más de vosotros hay en este agujero?

—Tú... —musitó el nurtheno.

—¿Sí?

—Tú... yaces con tu propia madre.

Lon alzó la carabina láser en un gesto brusco.

—Tranquilo. Me han dicho cosas peores —lo detuvo Soneka.

—Pero vuestra madre es una mujer honorable —le contestó Lon.

—Vaya, ¿también te gusta a ti?

Algunos de los soldados se echaron a reír, y Lon bajó el arma al mismo tiempo que negaba con la cabeza.

—Tu última oportunidad —le dijo Peto Soneka al moribundo—. ¿Cuántos más?

—¿Cuántos más sois vosotros? —le replicó el nurtheno, con un susurro débil. Hablaba con un fuerte acento, pero no se podía negar que conocía a fondo el idioma imperial—. ¿Cuántos más? Venís de las estrellas en manada, y no hacéis nada.

—¿Eso es lo que piensas de nosotros? —le preguntó Soneka.

—Nada a excepción de demostrar la presencia universal del mal.

El nurtheno se lo quedó mirando. La mirada se le había enturbiado, como el aire del cielo en el amanecer. Se le escapó un eructo, y un chorro de sangre le salió de la boca como agua de una espita.

—Ha muerto —comentó Lon.

—Bien visto —respondió Soneka mientras se ponía en pie.

Se volvió para mirar a los soldados agrupados tras de él sobre la ladera. Detrás de ellos ardían dos vehículos blindados nurthenos, que lanzaban chorros de humo al cielo azul. Soneka oyó unos cuantos disparos de armas láser, procedentes del otro lado del wadi.

—Vamos a bailar —ordenó. Desde el borde del wadi, en dirección al oeste, se veía Tel Utan, una maraña de edificios y de muros de arcilla que cubrían una colina larga en forma de rebanada situada a unos diez kilómetros de distancia. El paisaje que se extendía hasta la colina era una mezcla de riscos intermitentes y cuencas antiguas. Debido a la luz sesgada del sol poniente, estas últimas estaban llenas de unas sombras tan oscuras que parecían estanques de tinta negra. Soneka sentía una negrura similar en el corazón: Tel Utan había demostrado ser su némesis. Los había mantenido a raya durante ocho meses mediante una combinación de terreno, tácticas, estoicismo y pura mala suerte.

La Geno Cinco-Dos Chilíada era una de las brigadas más antiguas del Ejército Imperial, una fuerza de élite entre un millar de compañías. Mantenía una tradición marcial que antecedía a la Gran Cruzada, desde los tiempos de las guerras de Unificación que la habían precedido. Este geno era un miembro honorable del Viejo Centenar, la serie de regimientos de la Era de los Conflictos que el Emperador, con su generosidad, había mantenido después de la Unificación, siempre que le juraran lealtad. Otros muchos miles de regimientos se habían visto obligados a disolverse, o incluso habían sido purgados y neutralizados según su empeño en la resistencia frente al nuevo orden.

Peto Soneka era nativo de Feodosiya; durante su juventud había servido en el ejército local, pero había solicitado con entusiasmo el traslado a Geno Cinco-Dos, debido a la reputación tan ilustre de la unidad. Llevaba en el geno veintitrés años, y había ascendido hasta el rango de atamán. En todo ese tiempo no habían encontrado una resistencia tan fuerte como para no lograr romperla.

Habían librado campañas realmente difíciles a lo largo de ese período. Soneka recordó entre las más duras la de Foechion, donde se habían enfrentado cara a cara con los pielesverdes durante seis semanas en un planeta helado y sin luz, y la de Zantium, donde las huestes dragonoides casi los habían derrotado en una serie de batallas sorpresivas y emboscadas.

Pero Nurth, y sobre todo Tel Utan, estaba resultando ser el enfrentamiento más difícil que habían mantenido. Se rumoreaba que el comandante general se estaba empezando a irritar, y nadie quería estar cerca de Namatjira cuando se enfureciera del todo.

Soneka volvió a ponerse los protectores antibrillo. Era un individuo delgado y ágil, de cuarenta y dos años estándar, aunque podía pasar perfectamente por un joven de veinticinco. Tenía un cráneo anguloso, con pómulos salientes y una mandíbula de líneas agresivas. Su barbilla resaltaba en aquel rostro, y su boca, de labios generosos y relucientes dientes blancos, resultaba especialmente atractiva a las mujeres. Como el resto de la tropa, tenía la piel bronceada por la luz del planeta. Hizo una señal, y sus bashaws ordenaron a los hombres que avanzaran a lo largo del borde del wadi para adentrarse en las hondonadas que había al otro lado. Los blindados del regimiento los siguieron, balanceándose sobre las orugas y levantando columnas de polvo rojizo que dejaban atrás a medida que cruzaban la cuenca. El Centaur de Soneka lo esperaba con los motores rugiendo, pero éste le indicó al vehículo que avanzara sin él. Era una buena ocasión para caminar.

Quedaba media hora de luz diurna. Habían aprendido por las malas que la noche era el dominio de los nurthenos. Soneka tenía la esperanza de llegar con su destacamento hasta el puesto de mando adelantado PG23 antes de que se hiciera de noche. El último enfrentamiento con los nurthenos había retrasado su avance de forma considerable. Expulsarlos de aquel terreno era como sacarse astillas de las uñas.

Las tropas de Soneka mostraban un aspecto magnífico mientras avanzaban. El uniforme de la unidad era un mono de combate grueso y ceñido cubierto de refuerzos de cuero tachonado y piezas de armadura, con una capa que les llegaba hasta la cintura de merdacaxi amarillo, una seda terráquea, más resistente que las sedas rosáceas de Nurthene. La armadura de cuero repujado estaba cubierta de artefactos y con piel cosida en los rebordes. La parte exterior de las capas tenía bordados con todo lujo de detalles los emblemas y las insignias de la compañía. Iban equipados con mochilas ligeras, cintas de munición, bayonetas largas como espadas cortas y las cantimploras con las raciones dobles de agua, que repiqueteaban contra los cilindros de nitrógeno líquido con los que todos ellos habían sido equipados. Las armas estándar eran las carabinas láser y los lanzacohetes, pero algunos hombres iban equipados con lanzas de combustión u otras armas de apoyo. Todos eran individuos fornidos, escogidos genéticamente para ser grandes y fuertes. Soneka era delgado, comparado con la mayoría. Llevaban la cabeza cubierta con unos cascos rematados en punta, de color acero o naranja, y a menudo con un reborde de piel o con unas cogoteras formadas por cordones con cuentas. Los protectores antibrillo eran abultados, un par de hemisferios de metal de color anaranjado y de forma ovoide que tenían unas rendijas abiertas en la superficie.

A los miembros de la unidad de Soneka los llamaban los bailarines, un apodo que habían recibido casi ochocientos años antes. En esos últimos minutos de luz diurna, los bailarines iban a recibir el peor castigo en combate de toda su carrera militar.

—¿Quién era ése? —preguntó Bronzi, en voz baja—. ¿Lo sabes?

El bashaw Tche, que estaba ocupado abriendo el envoltorio de una de las raciones de comida, se encogió de hombros.

—Alguien con una especie de algo —contestó con un gruñido.

—Pues sí que eres de mucha ayuda, ¿sabes? —replicó Bronzi, dándole un puñetazo amistoso en el brazo.

El bashaw, que pertenecía al grupo de individuos musculosos del regimiento, era bastante más fornido que Bronzi. Miró a su atamán con gesto cansado.

—Dicen que es algo así como un especialista —añadió.

—¿Quién lo dice?

—Los ayudantes del uxor.

Los llamados bufones habían llegado al puesto de mando avanzado PG23 una hora antes, más o menos. Les habían asignado como alojamiento la parte oriental del viejo fuerte de ladrillo. El Punto Geográfico 23 era un puesto de avanzada nurtheno que habían capturado dos semanas atrás y que se encontraba a ocho kilómetros de Tel. Formaba parte del «nudo corredizo» que el comandante general Namatjira estaba creando alrededor de la ciudad enemiga.

Hurtado Bronzi era un veterano de sesenta años que poseía un carisma arrollador y un cuerpo que empezaba a estar fondón. Asomó la cabeza por el hueco de la puerta del alojamiento y echó otro vistazo cuidadoso a lo largo del pasillo de ladrillo rojizo. En uno de sus extremos, que daba a un patio central, vio al recién llegado, de pie y charlando con Honen Mu y algunos de sus ayudantes. El recién llegado era un individuo de estatura elevada, realmente grande: un gigante vestido con una túnica de malla de color gris polvoriento y la cabeza afeitada. Al hombro llevaba colgado un bólter con el brillo apagado por el hollín.

—Es un tipo grandote —comentó Bronzi mientras jugueteaba con la pequeña cajita dorada que llevaba colgada del cuello por una cadena.

—No te quedes mirando así —le advirtió Tche, que masticaba la barra de alimento.

—Sólo digo que es muy grande. Es incluso más grande que tú.

—Deja de mirar fijamente.

—Es que da la casualidad de que está justo donde estoy mirando, Tche —le explicó Bronzi.

Algo pasaba. Algo había ocurrido a lo largo de los últimos días anteriores. La uxor Honen se mantenía extrañamente reservada; había intentado reunirse con ella, sin éxito, en numerosas ocasiones.

Realmente, era un individuo grande. Sobrepasaba en altura a Honen, aunque lo cierto era que todo el mundo la sobrepasaba en altura. El desconocido debía de medir dos metros veinte, o veinticinco incluso. Parecía diseñado genéticamente para ser grande, incluso tanto como un astartes. Honen tenía que inclinar mucho la cabeza hacia atrás para mirarlo a la cara, y de vez en cuando asentía en un diálogo que Bronzi no era capaz de captar. A pesar de que estaba conversando con un gigante, el cuerpo de Honen mantenía la misma postura de siempre: desafiante y agresiva, como la de un gallo de pelea, llena de fuerza y confianza. Bronzi sospechaba desde hacía mucho tiempo que el lenguaje corporal de la uxor Honen era una compensación por su cuerpo de aspecto frágil.

Bronzi volvió la cabeza para mirar hacia la sala común. Sus bufones se dedicaban a pasarlo bien, a beber, a comer, a jugar con las tabas. Unos pocos estaban limpiando las armas o puliendo piezas de las armaduras para eliminar las capas de polvo rojizo que se habían ido acumulando a lo largo del día en el campo de batalla.

—Me apetece dar una vuelta —dijo Bronzi, de repente.

El bashaw siguió masticando y se quedó mirando los pies del atamán. Bronzi no se había quitado la armadura al llegar, pero sí las botas. Los dedos de sus pies, gruesos y sucios, sobresalían a través de los agujeros de los calcetines de lana.

—¿No te parece elegante? —le preguntó Bronzi.

Tche se encogió de hombros.

—Que te den.

Bronzi se quitó la capa bordada, los arneses con equipo y el cinturón con las armas y lo dejó caer todo en la tierra reseca. Se quedó con las cantimploras.

—Voy a llenarlas.

Bronzi cruzó el pasillo. Las cantimploras repiqueteaban al balancearse colgando de sus dedos regordetes. Se sintió decepcionado al darse cuenta de que el gigantón había desaparecido. La uxor y sus ayudantes salían en ese momento del patio, conversando entre sí.

Honen se volvió cuando Bronzi entró en el patio. El aire todavía era cálido. Los ladrillos dejaban escapar poco a poco el calor del día. El atardecer había dejado coloreado el cielo con un tono púrpura oscuro de aspecto resinoso.

—Atamán Bronzi, ¿quiere algo? —le preguntó. Las palabras le salieron tintineando de la boca, como diminutos fragmentos de hielo.

Bronzi le respondió con una sonrisa amistosa y alzó el brazo con las cantimploras vacías.

—Voy a la bomba de agua.

La uxor Honen se abrió paso entre sus ayudantes y se dirigió hacia él. Era una persona diminuta, con el aspecto físico de una jovencita, pequeña y delgada. Llevaba puesto un mono ajustado negro y una capa gris. Caminaba sobre unas zapatillas con tacón, lo que realzaba su falta de estatura. Tenía el rostro ovalado y una boca pequeña. Su piel era muy, muy negra. Sus ojos eran inmensos. Con veintitrés años de edad, era tremendamente joven dada la enorme responsabilidad que tenía en sus manos, pero era algo que ocurría a menudo entre las uxores. Bronzi le tenía cierto cariño. Era perfecta, delicada, y de su pequeño cuerpo emanaba una sensación de poder enorme.

—¿A la bomba de agua? —le preguntó ella, pasando del gótico bajo al edesano.

Aquello era algo que hacía a menudo. Tenía la costumbre de hablarles a los soldados, a cada uno de ellos, en sus idiomas nativos. Bronzi suponía que aquella demostración de habilidad lingüística tenía por intención mostrarse cordial además de resaltar su tremenda inteligencia. Curiosamente, en la tierra natal de Bronzi, Edessa, a eso se le llamaba «presumir».

Él cambió de idioma a la par.

—A por agua. Me he quedado sin.

—Atamán, el racionamiento de agua ya se efectuó hace un buen rato —le contestó ella—. Creo que no es más que una excusa para husmear.

Bronzi se encogió de hombros en un gesto que esperó le pareciera simpático.

—Ya me conoce.

—Por eso creo que estabas husmeando —le respondió Honen.

Se quedaron mirándose el uno al otro. Los enormes ojos de la uxor bajaron con lentitud hacia los calcetines agujereados del atamán. Bronzi se dio cuenta de que ella intentaba reprimir una sonrisa. El truco con Honen era apelar a su sentido del humor. Por eso no se había puesto las botas. Bronzi se esforzó por esconder la barriga manteniendo un aspecto natural.

—Es difícil, ¿verdad? —le preguntó ella con una mueca burlona.

—¿De qué hablamos ahora?

—De mantener escondida esa tripa que tienes.

—No sé a qué se refiere, uxor.

Honen se limitó a asentir.

—Y yo no sé por qué te mantengo al mando, atamán Bronzi —le indicó ella—. ¿Es que ya no existen unos requerimientos físicos mínimos?

—¿O un límite de peso? —sugirió una de sus ayudantes, cuatro jóvenes rubias que se reunieron alrededor de Honen con una sonrisa burlona.

—¿Se están burlando de mí?

—Es posible —admitió una de las ayudantes.

—Sigo siendo el mejor oficial de campo que tiene.

Honen frunció el entrecejo.

—Puede ser. Hurtado, no husmees. Dentro de poco se te dirá todo lo que tienes que saber.

—¿Sobre el especialista?

Honen miró de reojo a sus ayudantes con una expresión interrogativa. También concentró su percepción en ellas. Todas apartaron la mirada y retrocedieron ante el contacto ardiente de esa percepción para fijar la atención en cualquier otra cosa.

—Alguien ha hablado más de la cuenta —comentó Honen, con voz amenazante.

—Entonces ¿se trata del especialista? —insistió Bronzi.

—Ya te he contestado a eso —le replicó ella, volviendo a centrar su atención en él.

—Sí, sí, lo sé —contestó Bronzi, a la defensiva, al mismo tiempo que hacía entrechocar las cantimploras que llevaba colgadas de la mano—. Me enteraré cuando tenga que enterarme.

—Que tus hombres se dispongan a descansar esta noche —le ordenó ella antes de darse la vuelta para marcharse.

—¿Han llegado los bailarines? —le preguntó.

—¿Los bailarines?

—Ya deberían estar aquí. Peto me debe dinero de una apuesta. ¿Es que no han llegado?

Honen entrecerró los ojos.

—No, Hurtado, todavía no están aquí. Esperamos que lleguen en cualquier momento.

—Ah. Entonces, solicito permiso para salir con un equipo de búsqueda para efectuar una exploración del terreno y descubrir qué es lo que los está retrasando.

—Hurtado, la lealtad que sientes hacia tu amigo te honra, pero no tienes permiso.

—No tardará en oscurecer.

—Así es. Por eso no quiero que salgas con un puñado de hombres a dar vueltas por ahí a lo loco.

Bronzi se limitó a asentir.

—¿Lo he dejado bien claro? ¿No se producirán interpretaciones equivocadas o ingeniosas de esa orden en esa cabeza tuya tan aguda?

Bronzi negó con la cabeza.

—Por supuesto que no.

—Pues será mejor. Buenas noches, atamán.

—Buenas noches, uxor.

Honen se alejó con los tacones repiqueteando contra el suelo mientras enviaba una orden con su capacidad mental. Sus ayudantes se quedaron atrás un momento y fulminaron a Bronzi con la mirada antes de apresurarse a seguirla.

—Sí, ya podéis quedaros mirándome todo lo que os dé la gana, cabronas rubias —murmuró Bronzi, y volvió a su alojamiento con los pies descalzos golpeteando el suelo—. Tche.

—¿Sí, atamán?

—Organiza un grupo de exploración y que esté preparado en diez minutos.

Tche dejó escapar un suspiro.

—¿Tenemos permiso para ello, atamán? —le preguntó a Bronzi.

—Por supuesto. La uxor me dijo específicamente que no quería que saliera un puñado de hombres a dar vueltas por ahí a lo loco, así que di a los muchachos que tendrán que ser unos verdaderos profesionales, lo que para ellos supondrá todo un cambio.

—¿No saldremos a dar vueltas a lo loco?

—Nada de eso. Como profesionales, Tche. ¿Lo has entendido?

—Sí, señor.

Bronzi se volvió a poner las botas y se recolocó el cinturón con el equipo. Se dio cuenta de que tenía que vaciar la vejiga.

—Lo quiero en cinco minutos —le dijo a su bashaw.

Se acercó a la letrina, un agujero de cemento pestilente situado al otro extremo del pasillo. Soltó una pieza de la armadura y suspiró de alivio mientras orinaba. No muy lejos de allí, los soldados se duchaban en las duchas comunes, y le llegó el sonido de una canción entonada en uno de los alojamientos para tropas.

—Esta noche vas a quedarte aquí dentro y muy quietecito —dijo una voz a su espalda.

Bronzi se puso tenso. La voz era baja pero amenazante, suave pero poderosa, como el resto superdenso de una estrella muerta.

—Pues a mí me parece que voy a terminar de hacer lo que tengo entre manos —contestó, poniendo toda su voluntad en no mirar a su alrededor y en mantener un tono jocoso en su respuesta.

—Esta noche vas a quedarte aquí dentro. Nada de juegos o bromas. Nada de saltarse las reglas. ¿Está claro?

Bronzi recolocó la pieza de la armadura y se dio la vuelta.

Era el especialista. Bronzi alzó la cara poco a poco hasta que se quedó mirando hacia arriba, al rostro del desconocido. Era enorme, un individuo casi monstruoso. Sus facciones estaban ocultas bajo la sombra de una capucha.

—¿Eso es una amenaza? —quiso saber Bronzi.

—¿Es que alguien como yo necesita amenazar a alguien como tú? —replicó el especialista.

Bronzi entrecerró los ojos. Se le podía tachar de muchas cosas, pero apocado no era una de ellas.

—Bueno, pues ven a por mí si tantas ganas tienes.

El especialista dejó escapar una breve risa.

—Debo admitir que tienes pelotas, atamán.

—Las tenía fuera sólo porque estaba meando.

—Bronzi, ¿verdad? He oído hablar de ti. Tienes más cara que nadie en todo el Ejército Imperial.

Bronzi no pudo evitar sonreír, aunque tenía el pulso acelerado.

—Hijo, podría hacerte mucho daño. Mucho, mucho daño.

—Podrías intentarlo.

—Lo haría. Lo sabes, ¿verdad?

—Sí, me da la impresión de que lo intentarías. No lo hagas. Odiaría tener que hacerle daño a uno de mi bando. Te lo dejaré bien claro. Esta noche va a ocurrir algo en lo que no debes interferir. No me provoques entrometiéndote. No te involucres. No tardarás en entender el motivo. De momento, atamán, tendrás que aceptar mi palabra al respecto.

Bronzi no apartó la mirada.

—Tal vez lo haría. Puede que lo hiciera si lograra verte la cara o supiera tu nombre.

El especialista se quedó callado un momento. Bronzi creyó por un instante que se iba a quitar la capucha y le iba a enseñar el rostro.

—Te diré cómo me llamo.

—¿Ah, sí?

—Me llamo Alpharius.

Bronzi parpadeó y la boca se le secó. Sintió cómo el corazón se puso a latir con tanta fuerza y rapidez que el torso le reverberó.

—Es mentira. ¡Mentiroso! ¡Menuda gilipollez!

Un fuerte destello repentino iluminó el lugar por un segundo con una luz blanca cegadora. Un estruendo bajo y reverberante resonó pocos instantes después.

Bronzi corrió hasta una de las troneras. En el exterior, en mitad de la oscuridad, distinguió los destellos y los estallidos de luz propios de un combate a gran escala, un combate que se estaba desarrollando detrás de una cresta rocosa. El estampido y la onda expansiva de las explosiones llegaban con facilidad. Se estaba produciendo un enfrentamiento feroz a lo largo del cauce del wadi, a menos de diez kilómetros del puesto. Las detonaciones comprimían el aire y alteraban el sonido.

Los soldados llegaron a la carrera y se agolparon detrás de las ventanas para echar un vistazo. Se produjo un tremendo alboroto, ya que todos querían mirar al mismo tiempo.

—Peto... —murmuró Hurtado Bronzi.

Se apartó de la tronera y del tremendo espectáculo luminoso y se abrió paso a través de la multitud de soldados para llegar hasta el especialista.

Pero éste ya había desaparecido.

El mundo había saltado por los aires. En los primeros instantes, Peto Soneka creyó que su compañía se había visto sorprendida por una especie de granizo incandescente. Miles de proyectiles luminosos llovieron sobre la cuenca en mitad del crepúsculo, igual que lanzas de fuego o una descarga de pequeñas estrellas fugaces. Cada una de ellas estalló y se convirtió en una bola de fuego cegadora en cuanto impactó contra algo. La gigantesca onda expansiva resultante comenzó a derribar soldados. Soneka se tambaleó de un lado a otro a medida que las explosiones llameantes restallaron a su alrededor como una descarga de granadas de mano. El estampido de las primeras detonaciones ya lo había ensordecido para entonces.

Vio saltar por los aires a unos cuantos soldados, que salieron despedidos y envueltos en llamas. Tres de los tanques de la compañía se estremecieron antes de estallar y convertirse en una lluvia de metralla al rojo vivo cuando el diluvio pirofosfórico sibilante los acribilló.

No era una tormenta extraña y casual. A pesar de los exploradores y los reconocimientos de los bailarines, a pesar de los auspex y de los radares modulares portátiles, a pesar del despliegue cuidadoso y del avance aprovechando la cobertura, a pesar de la vigilancia omnisciente de la flota expedicionaria situada en la órbita del planeta, a pesar de todo ello, los nurthenos los habían pillado por sorpresa.

Los nurthenos poseían un nivel tecnológico bastante inferior al imperial. Disponían de armas de fuego y de tanques, pero seguían prefiriendo las armas blancas. El Imperio no debería haber tenido problema alguno en vencerlos de un modo arrasador.

Sin embargo, las tropas de la expedición se habían dado cuenta desde los primeros combates de que los nurthenos poseían algo distinto, algo de lo que carecía cualquier unidad de combate imperial.

El comandante general Teng Namatjira lo había descrito en un arranque de furia como «magia atmosférica». El nombre, quizá por desgracia, había cuajado. La magia atmosférica era la razón por la que los nurthenos habían conseguido resistir durante ocho meses frente al poderoso ejército imperial de la flota expedicionaria. La magia atmosférica era la que había diezmado a una cohorte de titanes en Tel Khortek. La magia atmosférica era la que había hecho desaparecer a una división del Torrente Sexto después de entrar en una cuenca reseca del desierto en Gomanzi. Nunca se volvió a ver a uno solo de sus soldados. La magia atmosférica era la razón por la que nada podía volar sobre Tel Utan, la razón por la que todos los intentos de destruir el lugar con ataques aéreos, andanadas de misiles, bombardeos orbitales y asaltos con cápsulas de desembarco habían fracasado, la razón por la que se habían visto obligados a conquistar el lugar a pie.

Era el primer contacto directo de Peto Soneka con la magia atmosférica. Todos los relatos de terror que se habían ido filtrando de regimiento en regimiento y de compañía en compañía eran ciertos. Los nurthenos poseían un conocimiento que superaba al terráqueo. Los elementos les obedecían. Eran invocadores de demonios.

Una onda expansiva arrojó a Soneka de bruces al suelo. La boca se le llenó de sangre y la nariz de arena. Se incorporó un poco, apoyándose en los brazos, y cerca de él vio a un soldado hecho un ovillo, ennegrecido por el calor, humeante. Vio otros cadáveres, bajo la parpadeante luz estroboscópica de las explosiones, esparcidos a todo su alrededor. La propia arena estaba ardiendo.

El bashaw Lon cruzó corriendo el aire centelleante. Le estaba gritando algo a Soneka, y aunque éste veía que Lon movía los labios, no oyó nada en absoluto de lo que le decía.

Lon lo ayudó a ponerse en pie de un fuerte tirón, y el sonido comenzó a regresar, pero sólo en breves ráfagas.

—¡Ten... volver... aquí... imposible! —aulló Lon.

—¿Qué? ¿Qué?

—¡... parte de... esos... idiotas!

La granizada de proyectiles luminosos cesó de repente. Soneka parpadeó con fuerza y miró a su alrededor, a la devastación que los rodeaba. Comenzó a oír pequeños retazos de sonido en mitad del súbito silencio: el chasquido de las llamas o los gritos de los heridos, intermitentes y entremezclados con segundos desconcertantes de una sordera absoluta.

—¡Mierda! —gritó Lon, completamente audible de repente.

Los nurthenos se les echaban encima.

La infantería nurthena, los llamados «echvehnurth», salió en masa de entre las sombras y los huecos oscuros de la noche que los rodeaba e inundó la zona iluminada por los fuegos. Sus túnicas rosadas y armaduras plateadas destellaron bajo la luz de las llamas. Blandían en alto las falces a dos manos. Bastantes de ellos agitaban en el aire estandartes alargados con la enseña de la realeza nurthena: los juncos y el reptil de río.

Aquellas falces eran unas armas asombrosamente eficientes y bárbaras. Medían cerca de dos metros y medio de largo, y eran básicamente un híbrido entre una lanza y una hoz de enorme tamaño. La mitad de su longitud correspondía al mango, de empuñadura recta, y la otra mitad era una hoja larga ligeramente curvada, con el filo interior afilado como una navaja. Un echvehnurth experto era capaz de blandir una falce como un mayal y amputar miembros o decapitar de un solo golpe, e incluso de partir por la mitad un torso. Las hojas eran capaces de atravesar prácticamente cualquier metal. Sólo el nitrógeno líquido era capaz de partir aquellas armas, pero era imposible utilizarlo en combate. Se utilizaba cuando el enfrentamiento había acabado, para destruir las armas de los enemigos caídos. Un chorro de nitrógeno líquido congelaba el metal y lo dejaba quebradizo y frágil, hasta el punto de poder ser partido de un pisotón.

Los echvehnurth se lanzaron a por ellos desde unas zanjas abiertas en la cuenca. Los primeros bailarines con los que se toparon acabaron partidos por la mitad como tallos de una cosecha. Los brazos y las cabezas salieron despedidos por los aires. Los chorros de sangre lo salpicaron todo. Los cuerpos cortados cayeron al suelo como sacos. Se oyeron los disparos de unas cuantas carabinas, pero apenas fue una respuesta adecuada. Soneka echó a correr hacia adelante.

—¡Arriba! ¡Arriba! —aulló—. ¡Acribilladlos! ¡Disparad! ¡No dejéis que se nos echen encima!

Ya lo habían hecho. La arena nocturna estaba cubierta de cadáveres y de extremidades amputadas. El aire tibio estaba saturado con una leve neblina sanguinolenta. Soneka la notó en la punta de la lengua. Ya había recuperado por completo la capacidad auditiva, y los oídos se le llenaron con los siseos y los chasquidos de la matanza y los gritos de sus soldados.

Siguió corriendo. Disparó la carabina con una mano mientras con la otra desenvainaba la bayoneta-espada. Un echvehnurth cargó contra él, pero Soneka le voló la cara de un disparo y el individuo salió despedido de espaldas. Una falce apareció en mitad del aire y Soneka se echó a un lado para luego derribar de una patada en los tobillos a su oponente, que cayó tendido al suelo. Soneka atravesó al nurtheno con la bayoneta.

Puso una rodilla en el suelo, se llevó la culata de la carabina al hombro y posó el cañón en el hueco de los dedos que le quedaba al empuñar la bayoneta. Apuntó en aquella postura y abatió a otros dos enemigos lanzados a la carga. Sus túnicas rosadas revolotearon en el aire cuando salieron despedidos hacia atrás. Lon se colocó al lado de Soneka y tres soldados se les unieron. Todos siguieron disparando con ráfagas controladas. Los disparos trazaron líneas brillantes en la noche. Varios echvehnurth trastabillaron y cayeron, uno envuelto en llamas, otro con el torso abierto de par en par.

—¡Bailarines, Bailarines! ¡Aquí los Bailarines! —gritó Soneka mientras disparaba—. ¡PG19! ¡Necesitamos apoyo inmediato! ¡Ataque masivo!

—Resistan, Bailarines —oyó que le contestaba la voz de una uxor—. Lo estamos viendo. Hemos redirigido varias unidades hacia su posición.

—¡De prisa! —siguió gritando Soneka—. ¡De prisa! ¡Nos están masacrando!

De repente, uno de los soldados que se encontraban a su lado se desplomó de costado, partido por la mitad desde el hombro hasta la ingle. La sangre saltó de inmediato por doquier. Soneka se volvió y vio a un echvehnurth que echaba hacia atrás su falce para atacar de nuevo. Soneka alzó su larga bayoneta en un intento por detener el golpe.

La larga hoja de la falce, un borrón de metal azulado bajo la oscuridad violácea, atravesó la mano de Soneka a la altura de la base del pulgar, con lo que le amputó todos los dedos, le cercenó la parte superior de la palma de la mano y le arrancó la bayoneta que empuñaba. El corte fue tan limpio que al principio no sintió dolor alguno. Soneka retrocedió trastabillando mientras miraba los delgados chorros de sangre que salían de la mano destrozada.

La falce giró de nuevo y dejó un destello en el aire.

No llegó a impactar.

Otra falce detuvo el golpe. Las hojas chocaron entre sí y el arma atacante salió despedida hacia atrás retemblando. Una silueta oscura apareció ante su vista y mató al echvehnurth de un solo disparo retumbante.

El recién llegado era un individuo enorme, protegido por una cota de malla oscura y con la cabeza y los hombros cubiertos por una gran capucha. En una mano empuñaba una falce y llevaba un bólter en la otra. Bajó la vista hacia Soneka.

—Valor —le dijo.

—¿Quién eres? —le preguntó Soneka, con un susurro.

Lon se apresuró a ponerse al lado de Soneka.

—Ocúpate de vendarle la mano a este hombre —le ordenó al bashaw el individuo gigantesco. Luego volvió hacia el combate blandiendo con soltura la falce en la mano izquierda, como si no fuera más que un bastón.

No estaba solo. Mientras Lon le vendaba la mano, Soneka vio que una docena de siluetas anónimas entraban en combate, surgidas de entre las sombras como si fueran fantasmas. Todas ellas eran enormes, inhumanas, y llevaban el rostro cubierto por una capucha que les cubría hasta los hombros. Todas iban armadas con una falce y un bólter.

Se movían con una rapidez que no era humana, como tampoco lo era la fuerza con que propinaban cada golpe. Tardaron pocos minutos en eliminar el grueso del ataque enemigo. Los bólters rugían y retumbaban como truenos, despedazaron las túnicas rosadas y las armaduras plateadas y dejaron los restos cubiertos de sangre.

—Astartes —musitó Soneka, con un jadeo.

—Quédate conmigo, no te desmayes —le susurró Lon.

—Son astartes —insistió el atamán.

—Has perdido mucha sangre. ¡No te duermas!

—No pienso hacerlo —le prometió Soneka—. Esos hombres... esas criaturas... son astartes.

Lon no le contestó. Estaba contemplando el horizonte.

—Por Terra —exclamó en voz baja.

Tel Utan estaba ardiendo.

Honen Mu contempló cómo ardía la ciudad desde una de las ventanas superiores del PG23. Cada cierto tiempo, uno de los edificios estallaba por la presión provocada por el calor y lanzaba un chorro de fuego hacia el cielo. Las columnas de humo enturbiaban el despejado cielo nocturno. Sus ayudantes parpadeaban asombradas y lanzaban pequeños gritos de exclamación con cada restallido de las llamas. Captó sus respuestas emocionales a través de su capacidad sensorial.

Al cabo de un rato, asintió.

—¿Puedo informar al comandante general?

—Puede —respondió el especialista que estaba a su espalda—. Por supuesto, yo le informaré en persona, pero usted debería tener el placer de ser la primera en transmitirle la noticia.

Honen le dio la espalda a la ventana.

—Gracias. Y gracias por sus esfuerzos.

—Todavía no hemos acabado en Nurth. Queda mucho por hacer —le contestó el especialista.

—Lo entiendo.

El especialista pareció dudar un instante, como si no estuviera seguro de que realmente lo entendiera.

—Es posible que nuestros caminos en la vida no se vuelvan a cruzar, uxor Honen Mu. Hay dos cosas que quiero decirle. La primera es que el Emperador protege. La otra es expresarle mi admiración por el Geno Cinco-Dos. Han creado buenos soldados en la mejor tradición genética. Debe saber que el antiguo legado génico de las Chilíadas fue una inspiración que el Emperador incluyó a la hora de crearnos.

—No lo sabía —comentó, sorprendida, Honen.

—Es historia antigua, previa a la Unificación —le explicó el especialista—. No tenía por qué saberlo. Debo irme ya. Ha sido un placer hacer la guerra a su lado, uxor Honen Mu.

—El placer ha sido mío..., aunque sigo sin saber vuestro nombre.

—Soy la Legión Alfa. Dados vuestros poderes perceptivos, mi señora, creo que podréis adivinarlo.

El especialista se marchó del puesto, utilizando los pasillos posteriores y manteniéndose en la sombras. Se movió con rapidez y en silencio. Al llegar cerca de la puerta septentrional se detuvo en seco y se dio la vuelta con lentitud.

—Hola de nuevo —lo saludó Hurtado Bronzi, mientras salía de la oscuridad sin dejar de apuntarle al pecho con una carabina.

—Atamán. Te felicito. Ha sido toda una lección de sigilo.

Bronzi se encogió de hombros.

—Lo hago lo mejor que puedo.

—¿Puedo ayudarte en algo?

—Eso espero.

—¿Tienes que apuntarme con eso?

—Bueno, no lo sé, la verdad, pero es que me siento mucho más cómodo así. Quiero respuestas. Me da la sensación de que el único modo de conseguirlas es apuntándote con un arma.

—Lo único que vas a conseguir apuntándome con un arma es que te mate, atamán. Si quieres respuestas, no tienes más que preguntarme.

Bronzi se mordió un labio.

—Veo que habéis tomado Tel.

—Sí.

—Buen trabajo. Enhorabuena. ¿Era necesario que costara tantas vidas?

—¿A qué te refieres?

—He oído decir que los bailarines acabaron destrozados esta noche. ¿Formaba eso parte de vuestro plan?

—Sí, así es.

Bronzi negó con la cabeza.

—Y todavía lo admites. Has utilizado a mis amigos como carne de cañón y...

—No, atamán. Los he utilizado como cebo.

—¿Qué?

A Bronzi empezaron a temblarle las manos y el dedo índice se fue curvando hasta que se tensó contra el gatillo.

—No te sorprendas tanto. La vida se compone de secretos, y estoy dispuesto a compartir uno contigo. La sinceridad es lo único que realmente cuenta. Te lo diré, siempre y cuando tenga la certeza de que confías en mí.

—No tengo problema alguno en ello.

—Los nurthenos eran letales con su poder. Ningún tipo de ataque convencional iba a derrotarlos. Están poseídos por el Caos, aunque no espero que realmente comprendas lo que significa esa palabra. Mis guerreros tenían que entrar en Tel Utan, y eso significaba hacer salir a los nurthenos con una maniobra de distracción. Lamento que tus amigos, los bailarines, fueran la elección ideal, tácticamente hablando. Atrajeron al grueso de las tropas nurthenas, y así pudimos entrar en Tel Utan. Le pedí a mis guerreros que ayudaran y protegieran a todos los bailarines posibles.

—Supongo que eres sincero. Y brutal. Y cruel.

—Vivimos en una galaxia cruel y brutal, atamán. Tratarla igual es el único modo de sobrevivir. Debemos realizar sacrificios y, no importa lo que otros digan, los sacrificios duelen.

Bronzi dejó escapar un suspiro y bajó un poco el arma. De repente, ya no la tenía en las manos. Estaba estampada contra una pared del otro extremo, partida en dos.

—No vuelvas a apuntarme con un arma —le dijo el especialista, que lo había aprisionado en un instante contra la pared y tenía la cara pegada a la suya.

—¡No... no lo haré!

—Bien.

—¿De verdad eres Alpharius? —le preguntó con voz ahogada. Se dio cuenta de que el especialista lo había levantado en el aire y lo sostenía en alto esfuerzo.

El especialista se quitó la capucha con la mano libre y dejó que Bronzi le viera el rostro.

—¿A ti qué te parece?

Cuando Soneka recobró la conciencia, varios escuadrones de naves de evacuación ya estaban posándose en el paisaje destrozado e iluminado por las llamas en que se había convertido la cuenca. Los destellos de las luces de aterrizaje de las alas añadían iluminación al conjunto. La noche estaba inundada con la luz del incendio que destruía Tel Utan.

El atamán miró a su alrededor con gesto confuso. La mano le dolía horrores. Las tripulaciones de las naves ayudaban a subir por las rampas a los heridos que podían caminar y acoplaban las camillas de los que presentaban heridas demasiado graves. Soneka alzó la mirada hacia Lon.

—¿Cuántos? —le preguntó.

—Demasiados —le respondió otra voz.

Había tres figuras oscuras de pie cerca de ellos, como si fueran el coro de una tragedia clásica. Estaban recortadas contra las llamas. Llevaban los bólters cruzados sobre el pecho, y se habían levantado las capuchas.

—Demasiados, atamán —dijo uno de ellos.

—Lamentamos su pérdida —añadió el segundo.

—La guerra exige sacrificios. Hemos logrado una victoria, pero no sentimos alegría alguna por los guerreros que han muerto —apuntilló el tercero.

—Son... son astartes, ¿verdad? —les preguntó Soneka; mientras, Lon lo ayudaba a ponerse en pie.

—Sí —respondió uno de ellos.

—¿Cómo se llaman? —quiso saber el atamán.

—Soy Alpharius —contestó el que había hablado en primer lugar.

El atamán jadeó por la sorpresa y se apresuró a dejarse caer sobre una rodilla. Lon y los demás soldados hicieron lo mismo.

—Mi señor, os...

—Soy Alpharius —dijo el segundo.

—Todos somos Alpharius —aclaró el tercero—. Todos somos la Legión Alfa, y todos somos uno.

Luego se dieron la vuelta y desaparecieron entre las nubes de humo.