KYRIE

 

Madrid

Diciembre de 1959

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1

 

 

Poco después de las diez de la mañana, un Packard negro enfilaba la Gran Vía bajo el aguacero para detenerse ante las puertas del antiguo hotel Hispania. La ventana de su habitación estaba velada por regueros de lluvia, pero Alicia pudo ver cómo los dos emisarios, grises y fríos como el día, descendían del coche enfundados en sus gabardinas y sombreros de reglamento. Alicia consultó su reloj. El bueno de Leandro no había esperado ni quince minutos antes de echarle los perros. Treinta segundos más tarde sonó el teléfono y Alicia levantó el auricular al primer timbrazo. Sabía perfectamente a quién encontraría al otro lado.

—Señorita Gris, buenos días y todo eso —recitó la voz ronca de Maura desde recepción—. Un par de marracos que huelen a la Social acaban de preguntar por usted con malas maneras y se han metido en el ascensor. Los he enviado al piso catorce para darle a usted un par de minutillos en caso de que le convenga escabullirse.

—Se agradece el detalle, Joaquín. ¿En qué anda hoy? ¿Algo bueno?

Poco después de la caída de Madrid, Joaquín Maura había ido a parar a Carabanchel. Cuando salió de la cárcel, dieciséis años después, descubrió que era un viejo, que ya no le quedaban pulmones y que su mujer, embarazada de seis meses cuando le detuvieron, había conseguido la nulidad y ahora estaba casada con un teniente coronel condecorado que le había hecho tres hijos y un modesto chalé en las afueras. De aquel primer y efímero matrimonio quedaba una hija, Raquel, que creció creyendo que él había muerto antes de que su madre diera a luz. El día que Maura acudió a escondidas para verla a la salida de una tienda de la calle Goya, donde despachaba telas, Raquel le tomó por un mendigo y le dio limosna. Desde entonces, Maura malvivía en un cuartucho junto a las calderas en el sótano del Hispania, haciendo el turno de noche, y todos los turnos que le dejaban hacer, releyendo novelas policíacas de duro y empalmando Celtas cortos en su garita a la espera de que la muerte pusiera las cosas en su sitio y le devolviese a 1939, de donde nunca debería haber salido.

—Estoy con un romance que no tiene ni pies ni cabeza titulado La Túnica Carmesí, de un tal Martín —explicó Maura—. Es de una colección vieja, La Ciudad de los Malditos. Me lo pasó el gordito Tudela, de la 426, que siempre encuentra cosas raras en El Rastro. Va de su tierra, Barcelona. A lo mejor le apetece.

—No le diré que no.

—A mandar. Y vigile con ese par, que ya sé que usted se apaña solita, pero esos dos no dejan buena sombra.

Alicia colgó el teléfono y se sentó tranquilamente a aguardar a que los chacales de Leandro olfatearan su rastro y asomaran el hocico. Entre dos y tres minutos a lo sumo, calculó. Dejó la puerta de la habitación abierta, encendió un cigarrillo y se dispuso a esperar en la butaca encarada hacia la entrada. El largo y oscuro corredor que conducía a los ascensores se abría al frente. El hedor a polvo, a madera envejecida y a la alfombra raída que cubría el pasillo inundó la estancia.

El Hispania era una exquisita ruina en estado de perpetua decadencia. Construido a principios de los años veinte, el hotel había vivido sus años de gloria entre los grandes establecimientos de lujo de Madrid para caer en desuso tras la guerra civil y sumergirse en dos décadas de declive hasta convertirse en una catacumba a la que iban a parar desheredados y malditos, gentes sin nada ni nadie en la vida que languidecían en estancias lúgubres que alquilaban semana a semana. De sus centenares de habitaciones, la mitad se encontraban desocupadas y lo habían estado durante muchos años. Varios pisos estaban cerrados, y corrían entre los huéspedes macabras leyendas respecto a lo que sucedía en aquellos largos pasillos oscuros donde a veces, sin que nadie hubiese apretado el botón, se detenía el ascensor y al proyectarse durante unos segundos el haz de luz amarillenta de la cabina se desvelaban las entrañas de lo que parecía un crucero hundido. Maura le había contado que a menudo la centralita sonaba de madrugada con llamadas que provenían de habitaciones que nadie había ocupado desde la guerra. Cuando contestaba nunca había nadie en la línea, excepto en una ocasión en que pudo oír a una mujer llorando; cuando le preguntó qué podía hacer por ella, otra voz, oscura y profunda, le dijo «Ven con nosotros».

—Desde entonces, mire, no me da la real gana de contestar llamadas que vengan de ninguna habitación pasadas las doce de la noche —le confesó Maura en una ocasión—. A veces pienso que este sitio es como una metáfora, ¿sabe usted? Del país entero, quiero decir. Que está embrujado por toda la sangre que se ha derramado y que tenemos en las manos, por mucho que nos empeñemos todos en señalar al de enfrente.

—Es usted un poeta, Maura. Ni todas esas novelas policíacas consiguen apagarle la vena lírica. Lo que necesita España son pensadores como usted, que resuciten el gran arte nacional de la tertulia.

—Eso, ríase. Cómo se nota que el régimen la tiene a usted a sueldo, señorita Gris. Aunque seguro que, con lo que le pagan, a una figura como usted le daría para mudarse a otro sitio y no pudrirse en esta mazmorra. Esto no es sitio para una señorita fina y con clase como usted. Aquí no se viene a vivir, se viene a morir.

—Lo dicho, un poeta.

—Váyase a paseo.

Maura no andaba del todo desencaminado en sus apuntes filosóficos, y con el tiempo se empezó a conocer el Hispania en determinados círculos con el apodo de el hotel de los suicidios. Décadas después, cuando el Hispania llevaba clausurado ya mucho tiempo y finalmente los ingenieros de demolición recorrieron el lugar planta a planta para colocar las cargas que lo derribarían para siempre, se difundió el rumor de que se habían encontrado en varias habitaciones cadáveres que llevaban momificados sobre las camas o en bañeras muchos años, el de su antiguo recepcionista nocturno entre ellos.

 

 

 

2

 

 

Los vio emerger de las sombras del pasillo como lo que eran, dos títeres pintados para asustar a quienes se tomaban la vida al pie de la letra. Los tenía vistos, pero nunca se había molestado en recordar sus nombres. Todos aquellos fantoches de la Brigada le parecían iguales. Se detuvieron en el umbral y dedicaron una estudiada mirada de desprecio al interior de la habitación antes de posar los ojos sobre Alicia y mostrar aquella sonrisa lobuna que Leandro debía de enseñarles en su primer día de escuela.

—No sé cómo puede usted vivir aquí.

Alicia se encogió de hombros y apuró su cigarrillo, haciendo un gesto hacia la ventana.

—Es por las vistas.

Uno de los hombres de Leandro rio sin ganas y el otro negó por lo bajo. Entraron en la habitación, echaron un vistazo al baño y repasaron el cuarto de arriba abajo, como si esperasen encontrar algo. El más joven de los dos, que aún olía a novato y lo compensaba a golpe de pose, se entretuvo en repasar la colección de libros apilados contra la pared que prácticamente ocupaba media habitación, deslizando el dedo índice por los lomos con una mueca de desdén.

—Me va a tener que prestar alguna de sus novelitas de amor.

—No sabía que supiese usted leer.

El novato se volvió y dio un paso al frente con gesto hostil, pero su compañero, y presumiblemente jefe, le detuvo y suspiró, aburrido.

—Ande, empólvese la nariz. La esperan desde las diez.

Alicia no hizo ademán de levantarse de la silla.

—Estoy de baja forzosa. Órdenes de Leandro.

El novato, que había sentido comprometida su hombría, plantó sus noventa y muchos kilos de músculo y bilis a un palmo de Alicia y mostró una sonrisa que se veía trabajada en calabozos y registros de medianoche.

—No me joda, que no tengo el día, guapa. No me haga levantarla de ahí a la fuerza.

Alicia le miró fijamente a los ojos.

—La cuestión no es si tiene el día, sino si tiene narices.

El esbirro de Leandro le sostuvo la mirada unos segundos, pero cuando su compañero le asió del brazo y tiró de él optó por disolverla en una sonrisa gentil y alzar las manos en señal de tregua. «Continuará», pensó Alicia.

El líder del dúo consultó su reloj y sacudió la cabeza.

—Venga, señorita Gris, que nosotros no tenemos la culpa. Ya sabe cómo va esto.

«Lo sé —pensó Alicia—. Lo sé muy bien.»

Alicia se apoyó con las dos manos en los brazos de la butaca y se incorporó. El par de sabuesos la observaron tambalearse hasta la silla donde descansaba lo que parecía un arnés articulado por finas tiras de fibra y cintas de piel.

—¿La ayudo? —preguntó el novato con malicia.

Alicia los ignoró. Tomó el artilugio y se metió con él en el baño, entornando la puerta. El más veterano desvió la mirada, pero el novicio no pudo evitar que sus ojos encontrasen un ángulo desde el cual se apreciaba el reflejo de Alicia en el espejo. Vio cómo esta se quitaba la falda y, agarrando el arnés, se lo enfundaba en torno a la cadera y la pierna derecha como si se tratase de una extraña pieza de corsetería. Al ajustar los cierres, el arnés se ceñía a su cuerpo como una segunda piel y le confería el aspecto de una muñeca mecánica. Fue entonces cuando Alicia alzó la vista y el matón encontró su mirada en el espejo, fría y carente de expresión alguna. Sonrió con deleite y, tras una larga pausa, se volvió hacia el interior de la habitación, no sin antes captar una visión fugaz de aquella mancha negra en el costado de Alicia, un remolino de cicatrices que parecía hundirse en su carne como si un taladro al rojo vivo le hubiese reconstruido la cadera. El agente advirtió que su superior le miraba con severidad.

—Cretino —le murmuró.

Instantes después Alicia salió del baño.

—¿No tiene otro vestido? —preguntó el líder.

—¿Qué tiene este de malo?

—No sé. Algo más discreto.

—¿Por qué? ¿Quién más está en la reunión?

Por toda respuesta, el hombre le tendió un bastón que había apoyado contra la pared y señaló hacia la puerta.

—Estoy sin pintar.

—Está usted perfecta. Maquíllese si quiere en el coche, que ya vamos tarde.

Alicia rechazó el bastón y se encaminó hacia el pasillo sin esperarlos, cojeando levemente.

Minutos más tarde, recorrían en silencio las calles de Madrid bajo la lluvia en el Packard negro. Alicia, sentada en el asiento de atrás, contempló el perfil de agujas, cúpulas y estatuas que formaban la cornisa de terrados de la Gran Vía. Cuadrigas de ángeles y centinelas de piedra ennegrecida vigilaban desde lo alto. Del cielo gris y plomizo se derramaba un arrecife serpenteante de edificios colosales y sombríos que a sus ojos semejaban criaturas petrificadas que se hubieran tragado ciudades enteras, apilados los unos contra los otros. A sus pies, las marquesinas de grandes teatros y los escaparates de cafés y bazares de alcurnia relucían bajo el lienzo de lluvia. Las gentes, apenas apuntes minúsculos con el aliento de vapor, desfilaban en un enjambre de paraguas a ras de suelo. En días como aquel, se le ocurrió, uno empezaba a pensar como el bueno de Maura y creía que las tinieblas del Hispania se extendían de punta a punta del país sin dejar un ápice de luz al descubierto.

 

 

 

3

 

 

—Hábleme de este nuevo operativo que me propone. ¿Gris, dice?

—Alicia Gris.

—¿Alicia?¿Una mujer?

—¿Es eso un problema?

—No lo sé. ¿Lo es? He oído hablar de ella más de una vez, pero siempre como Gris. No tenía ni idea de que fuese una mujer. Podría haber quien cuestionase esa elección.

—¿Sus superiores?

—Nuestros superiores, Leandro. No podemos permitirnos otro error como el de Lomana. En El Pardo se están poniendo nerviosos.

—Con el debido respeto, el único error fue no explicarme claramente y desde el principio para qué necesitaban a alguien de mi unidad. De haber sabido de lo que se trataba habría elegido a otro candidato. Esta no era una tarea para Ricardo Lomana.

—En este asunto yo no dicto las reglas ni controlo la información. Todo viene de arriba.

—Me hago cargo.

—Hábleme de Gris.

—La señorita Gris tiene veintinueve años, de los cuales lleva doce trabajando para mí. Huérfana de guerra. Perdió a sus padres con ocho años. Se crio en el Patronato Ribas, un orfanato de Barcelona, hasta que la expulsaron a los quince años por motivos disciplinarios. Durante un par de años malvivió en la calle y trabajó para un estraperlista y criminal de medio pelo llamado Baltasar Ruano, que dirigía una banda de ladrones adolescentes hasta que la Guardia Civil le echó el guante y fue ejecutado como tantos otros en el Campo de la Bota.

—He oído decir que está...

—No es un problema. Puede valerse por sí sola y le aseguro que sabe defenderse. Es una herida sufrida durante la guerra, en los bombardeos de Barcelona. Nunca ha sido un impedimento para el desempeño de su labor. Alicia Gris es el mejor operativo que he reclutado en veinte años de servicio.

—Entonces ¿por qué no se ha presentado a la hora a la que se la ha citado?

—Entiendo su frustración y le pido de nuevo disculpas. Alicia puede ser un tanto díscola a veces, pero casi todos los operativos excepcionales en esta línea de trabajo lo son. Hace un mes tuvimos un desacuerdo rutinario respecto a un caso en el que estaba trabajando. La suspendí temporalmente de empleo y sueldo. No presentarse hoy a la cita es su manera de decirme que sigue enojada conmigo.

—Su relación suena más personal que profesional, si me permite la apreciación.

—En mi campo no hay una sin la otra.

—Me preocupa ese desprecio a la disciplina. En este asunto no puede haber más equivocaciones.

—No las habrá.

—Más nos vale. Nos va el cuello en ello. El suyo y el mío.

—Déjelo en mis manos.

—Cuénteme más cosas de Gris. ¿Qué la hace tan especial?

—Alicia Gris ve lo que los demás no ven. Su mente funciona diferente a la del resto. Donde todos ven una puerta cerrada, ella ve una llave. Donde los demás pierden la pista, ella encuentra el rastro. Es un don, por así decirlo. Y lo mejor es que nadie la ve venir.

—¿Es así como resolvió aquello que llamaron «el caso de las muñecas de Barcelona»?

—Las novias de cera. Ese fue el primer caso en el que Alicia trabajó para mí.

—Siempre me he preguntado si sería verdad lo del gobernador civil...

—Todo aquello fue hace años.

—Pero tenemos tiempo, ¿no? Mientras esperamos a la damisela.

—Por supuesto. Fue en el año cuarenta y siete. Yo estaba entonces destinado en Barcelona. Nos llegó aviso de que la policía había encontrado en los últimos tres años por lo menos siete cadáveres de mujeres jóvenes en diferentes lugares de la ciudad. Aparecían sentadas en un banco del parque, en una parada de tranvía, en un café del Paralelo... Incluso hubo una que fue descubierta arrodillada en un confesionario de la parroquia del Pino. Todas iban perfectamente maquilladas y vestidas de blanco. No tenían una sola gota de sangre en su cuerpo y olían a alcanfor. Parecían muñecas de cera. De ahí el nombre.

—¿Se sabía quiénes eran?

—Nadie había denunciado su desaparición, por lo que la policía intuyó que se trataba de prostitutas, extremo que se confirmaría más adelante. Pasaron meses sin que apareciese ningún otro cuerpo, y la policía de Barcelona dio el caso por cerrado.

—Y entonces apareció otra más.

—Correcto. Margarita Mallofré. La encontraron sentada en una butaca del vestíbulo del hotel Oriente.

—Y la tal Margarita ¿era la chiquita de...?

—Margarita Mallofré estaba empleada en una casa de citas de cierta categoría de la calle Elisabets que se especializaba en, digamos, inclinaciones peculiares a un precio elevado. Trascendió que el entonces gobernador civil frecuentaba aquel establecimiento y que la fallecida era su favorita.

—¿Por qué motivo?

—Al parecer Margarita Mallofré era la que conseguía mantenerse consciente más tiempo pese a las especiales atenciones del gobernador, y de ahí la predilección del caballero.

—Vaya con su excelencia.

—El caso es que a raíz de aquella conexión se reabrió el sumario y, habida cuenta de la delicada naturaleza del tema, llegó a mis manos. Alicia acababa de empezar a trabajar para mí y se lo asigné.

—¿No era un tema demasiado escabroso para una jovencita?

—Alicia era una jovencita muy poco al uso y escasamente impresionable.

—¿Y cómo acabó el tema?

—Acabó bastante rápido. Alicia pasó varias noches al raso vigilando las entradas y salidas de los principales prostíbulos del Raval. Descubrió que, a menudo, cuando se producía una redada rutinaria, los clientes se escabullían por alguna puerta oculta y que algunas de las chicas o chicos empleados allí hacían lo propio. Alicia decidió seguirlas. Se ocultaban de la policía en portales, en cafés o incluso en las alcantarillas. A la mayoría las aprehendían y las llevaban al calabozo a pasar la noche y algún que otro trance que no viene al caso. Pero otras conseguían burlar a la policía. Y las que lo hacían lo lograban siempre en el mismo lugar: una confluencia de la calle Joaquín Costa y la calle Peu de la Creu.

—¿Qué había allí?

—En apariencia nada especial. Un par de almacenes de grano. Un bazar de ultramarinos. Un garaje. Y un taller de telares cuyo dueño, un tal Rufat, había tenido al parecer varios roces con la policía por su propensión a extralimitarse en la aplicación de castigos corporales a varias de sus operarias, una de las cuales había perdido un ojo. Rufat además era cliente habitual del establecimiento donde trabajaba Margarita Mallofré hasta su desaparición.

—La nena trabaja rápido.

—Por eso, lo primero que hizo fue descartar a Rufat, que era un cafre pero no tenía relación con el caso más allá de la coincidencia de frecuentar un local que quedaba a pocas calles de su negocio.

—¿Y entonces? ¿Vuelta a empezar?

—Alicia siempre dice que las cosas no siguen la lógica aparente, sino la interna.

—¿Y qué lógica puede haber en un caso así, según ella?

—Lo que Alicia llama la lógica del simulacro.

—Ahí sí que me ha perdido usted, Leandro.

—La versión corta es que Alicia cree que todo lo que ocurre en la sociedad, en la vida pública, es una escenificación, un simulacro de aquello que intentamos hacer pasar por realidad pero no lo es.

—Suena marxista.

—No tema, Alicia es la criatura más escéptica que conozco. Según ella, todas las ideologías y los credos, sin distinción, son inflamaciones inducidas del pensamiento. Simulacros.

—Peor todavía. No sé por qué se sonríe, Leandro. No le veo yo la gracia al asunto. Cada vez me gusta menos esta señorita. Será guapa, al menos.

—No dirijo una agencia de azafatas.

—No se enfade, Leandro, que se lo decía en broma. ¿Cómo acaba la historia?

—Eliminado Rufat como sospechoso, Alicia empezó a pelar lo que ella llama las capas de la cebolla.

—¿Otra de sus teorías?

—Alicia dice que todo crimen es como una cebolla: hay que cortar a través de muchas capas para ver qué esconde y por el camino hay que derramar unas cuantas lágrimas.

—Leandro, a veces me maravillo de la fauna que recluta usted por ahí.

—Mi trabajo consiste en encontrar la herramienta adecuada a cada tarea. Y mantenerla afilada.

—Vigile que no se corte un día de estos. Pero siga con lo de la cebolla, que me ha gustado.

—Pelando las capas de cada uno de los negocios y establecimientos localizados en ese cruce donde se había visto por última vez a las desaparecidas, Alicia averiguó que el garaje era propiedad de la Casa de la Caridad.

—Otra vía muerta.

—En este caso, muerta es la palabra clave.

—Me ha vuelto a perder.

—En aquel garaje se guardaba parte de la flota de carruajes de los servicios funerarios de la ciudad, y había también un almacén de ataúdes y esculturas. En aquellos años, la gestión de la funeraria municipal estaba todavía en manos de la llamada Casa de la Caridad, y la mayoría de los empleados de bajo nivel, de enterradores a mozos, eran a menudo gentes dejadas de la mano de Dios: huérfanos, convictos, mendigos, etcétera. En resumen, almas infaustas que habían ido a parar allí al no tener a nadie más en el mundo. Alicia, usando sus artes, que son muchas, consiguió que la contratasen como mecanógrafa en el departamento de administración. Al poco, descubrió que en las noches en que había redada algunas chicas de los prostíbulos cercanos acudían a ocultarse en el garaje de la funeraria. Allí siempre resultaba fácil persuadir a cualquiera de aquellos infelices en nómina para que las dejasen esconderse en alguno de los carruajes a cambio de otorgarles sus favores. Pasado el peligro, y satisfechos los anhelos del benefactor, las chicas se reincorporaban a su puesto antes de que saliera el sol.

—Pero...

—Pero no todas lo hacían. Alicia averiguó que entre todos los que allí trabajaban había un personaje de diferente catadura. Huérfano de guerra, como ella. Quimet, le llamaban, porque tenía cara de niño y un trato tan dulce que las viudas le querían adoptar y llevárselo a casa. El caso es que el tal Quimet era un alumno aventajado y versado ya en las artes funerarias. Lo que le llamó la atención es que era un coleccionista y tenía un álbum de fotografías de muñecas de porcelana que guardaba en su escritorio. Decía que quería casarse y crear una familia, y para ello estaba buscando a la mujer adecuada, pura y limpia de espíritu y de carnes.

—¿El simulacro?

—Más bien el señuelo. Alicia empezó a vigilarle cada noche y no tardó en comprobar lo que sospechaba. Cuando una de aquellas mozas descarriadas llegaba hasta Quimet en busca de auxilio, si la muchacha reunía los requisitos de talla, tez, semblante y complexión, lejos de exigirles un pago carnal, rezaba con ellas una oración y les aseguraba que con su ayuda y la de la Virgen nunca nadie las encontraría. El mejor escondite, argumentaba, era un ataúd. Nadie, ni siquiera la policía, se atreve a abrir un ataúd para ver qué hay dentro. Las muchachas, embelesadas por el rostro infantil y las maneras gentiles de Quimet, se tendían en el lecho del sarcófago y le sonreían cuando cerraba la tapa y las sellaba en su interior. Allí las dejaba morir de asfixia. Luego las desnudaba, les afeitaba el pubis, las lavaba de pies a cabeza, las desangraba y les inyectaba en el corazón un líquido embalsamador que bombeaba por todo su cuerpo. Una vez renacidas en muñecas de cera, las maquillaba y las vestía de blanco. Alicia comprobó también que todas las ropas que se habían encontrado con los cuerpos provenían de un mismo establecimiento de moda nupcial de la ronda San Pedro, a doscientos metros de allí. Uno de los empleados recordaba haber atendido a Quimet en más de una ocasión.

—Menuda joya.

—Quimet pasaba con los cadáveres un par de noches, emulando, por así decirlo, algún tipo de vida conyugal hasta que los cuerpos empezaban a oler a flores muertas. Entonces, siempre antes del alba, cuando las calles estaban desiertas, las llevaba a su nueva vida eterna en uno de los carruajes de la funeraria y escenificaba su encuentro.

—Santa Madre de Dios... Cosas así solo pasan en Barcelona.

—Alicia pudo averiguar todo esto y más, justo a tiempo de rescatar de uno de los ataúdes de Quimet a la que hubiera sido su víctima número ocho.

—¿Y se supo por qué lo hacía?

—Alicia descubrió que, de niño, Quimet había pasado una semana entera encerrado con el cadáver de su madre en un piso de la calle de la Cadena antes de que el olor alertase a los vecinos. Al parecer, la madre se habría suicidado ingiriendo un veneno al saber que su marido la había abandonado. Todo esto no se pudo confirmar porque lamentablemente Quimet se quitó la vida en su primera noche en el penal del Campo de la Bota, no antes de haber dejado su última voluntad escrita en la pared de su celda. Que le afeitasen el cuerpo, lo lavasen, lo embalsamaran y luego, vestido de blanco, lo exhibieran a perpetuidad en un sarcófago de cristal junto a una de sus novias de cera en el escaparate de los grandes almacenes El Siglo. Al parecer, su madre había trabajado allí como dependienta. Pero, hablando del diablo, la señorita Gris debe de andar al caer. ¿Un poquito de brandy para quitarle el mal sabor de la anécdota?

—Una última cosa, Leandro. Quiero que uno de mis hombres trabaje con su operativo. No quiero otra desaparición sin anunciar como la de Lomana.

—Creo que eso es un error. Nosotros tenemos nuestros propios métodos.

—No es una condición negociable. Y Altea está de acuerdo conmigo.

—Con todo el respeto...

—Leandro, Altea ya quería poner a Hendaya en el asunto. —Otro error.

—Estoy de acuerdo. Por eso le he convencido de que de momento me deje intentarlo a mi manera. Pero la condición es que uno de mis hombres supervise a su operativo. Es eso o Hendaya.

—Entiendo. ¿En quién está pensando?

—Vargas.

—Creí que estaba retirado.

—Solo técnicamente.

—¿Es esto un castigo?

—¿Para su operativo?

—Para Vargas.

—Más bien una segunda oportunidad.

 

 

 

4

 

 

El Packard bordeó la plaza de Neptuno, más sumergido que nunca, y enfiló la carrera de San Jerónimo rumbo a la silueta blanca y afrancesada del Gran Hotel Palace. Se detuvieron frente a la entrada principal y, cuando el portero acudió a abrir la puerta trasera del coche portando un gran paraguas, los dos agentes de la Social se volvieron y le dedicaron una mirada a medio camino entre la amenaza y la súplica.

—¿La podemos dejar aquí sin montar un numerito o tenemos que llevarla a rastras para que no nos dé otra vez esquinazo?

—No se preocupen; les haré quedar bien.

—¿Palabra?

Alicia asintió. Entrar y salir de un coche en los días malos nunca era tarea fácil, pero no quería que aquel par la viesen más aplastada de lo que estaba, así que se tragó con una sonrisa la punzada en la cadera que sintió al incorporarse. El portero la acompañó hasta la entrada protegiéndola de la lluvia con el paraguas; un batallón de conserjes y ayudas de cámara parecían aguardarla, prestos a escoltarla a través del vestíbulo rumbo a su cita. Al avistar el par de escalinatas que la esperaban desde la entrada hasta el inmenso salón comedor se dijo que tendría que haber aceptado el bastón. Extrajo el pastillero que llevaba en el bolso y se tragó una píldora. Respiró hondo antes de lanzarse a la ascensión.

Un par de minutos y docenas de escalones más tarde se detuvo a recobrar el aliento a las puertas del salón comedor. El conserje que la había acompañado hasta allí reparó en la película de sudor que cubría su frente. Alicia se limitó a sonreírle sin ganas.

—A partir de aquí creo que puedo yo solita, si no le importa.

—Por supuesto. Como guste la señorita.

El conserje se retiró de forma discreta, pero no le hizo falta volverse para saber que seguía observándola y que hasta que se adentrase en el salón no iba a quitarle los ojos de encima. Se secó el sudor con un pañuelo y estudió la escena.

Apenas un suspiro de voces y el tintineo de una cucharilla girando lentamente en una taza de porcelana. El salón comedor del Palace se abría ante ella embrujado de reflejos danzantes que goteaban desde la gran cúpula bajo el envite de la lluvia. Aquella estructura siempre le había parecido un enorme sauce de cristal suspendido como una carpa de rosetones robados de cien catedrales en nombre de la Belle Époque. Nadie podría acusar nunca a Leandro de tener mal gusto.

Bajo la burbuja de cristal multicolor había una sola mesa ocupada entre muchas otras vacías. En ella, dos siluetas eran observadas con diligencia por media docena de camareros que se mantenían a la distancia justa para no poder oír su conversación pero poder leer el gesto. El Palace al fin y al cabo era, a diferencia de su domicilio temporal en el Hispania, un establecimiento de primera categoría. Criatura de hábitos aburguesados, Leandro vivía y trabajaba allí. Literalmente. Ocupaba la suite 814 desde hacía años y gustaba de despachar sus asuntos en aquel salón comedor que, como Alicia sospechaba, le permitía creer que vivía en el París de Proust y no en la España de Franco.

Afinó la mirada sobre los dos comensales. Leandro Montalvo, sentado como siempre de cara a la entrada. De mediana estatura y con esa complexión suave y redondeada de contable acomodado. Parapetado tras unas gafas de pasta que le iban grandes y que le servían para ocultar unos ojos afilados como cuchillas. Afectando aquel aire relajado y afable que le confería el aspecto de un notario de provincias aficionado a la zarzuela o un empleado de banca venido a más que gusta de pasearse por museos al acabar el turno. «El bueno de Leandro.»

Junto a él, enfundado en un traje de corte británico que desentonaba con su semblante agreste y mesetario, estaba sentado un individuo de cabellos y bigote engominados que sostenía una copa de brandy. Su rostro le resultaba familiar. Una de esas figuras habituales en los periódicos, veterano de fotografías posadas donde siempre había un aguilucho en la bandera y algún cuadro de inmarcesibles escenas ecuestres. Gil de algo, se dijo. Secretario General del Pan Frito o de lo que fuera.

Leandro alzó la vista y le sonrió de lejos. La invitó a que se aproximara con un gesto como el que se dedica a un niño o a un perrito. Alicia, suprimiendo la cojera a costa de sentir que la apuñalaban en el costado, cruzó el gran salón comedor lentamente. Mientras lo hacía registró dos hombres del ministerio al fondo, entre las sombras. Armados. Inmóviles como reptiles a la espera.

—Alicia, celebro que hayas podido encontrar un hueco en tu agenda para tomar un café con nosotros. Dime, ¿has desayunado?

Antes de que ella pudiera responder, Leandro alzó las cejas y dos de los camareros apostados junto a la pared procedieron a prepararle un servicio. Mientras le decantaban una copa de zumo de naranja recién exprimido, Alicia sintió la mirada del gerifalte horneándola a fuego lento. No le costó verse en sus ojos. La mayoría de los hombres, incluidos quienes observaban por profesión, confundían el ver con el mirar, y casi siempre se detenían en los detalles obvios, aquellos que velaban la lectura más allá de lo irrelevante. Leandro solía decir que desaparecer en la mirada del contrario era un arte cuyo aprendizaje podía llevar toda una vida.

El suyo era un rostro sin edad, afilado y maleable, con apenas unas líneas de sombra y color. Alicia se dibujaba todos los días en función del papel que le tocaba desempeñar en la fábula elegida por Leandro para escenificar sus manejos e intrigas. Podía ser sombra o luz, paisaje o figura, según el libreto. En días de tregua, se evaporaba en sí misma y se retiraba a lo que Leandro solía llamar la transparencia de su oscuridad. Tenía el cabello negro y una tez pálida hecha para soles fríos y salones de interior. Sus ojos verdosos brillaban en la penumbra y se clavaban como alfileres para hacer olvidar un talle frágil pero difícil de obviar, que cuando era necesario ahogaba en ropas holgadas para no despertar miradas furtivas en la calle. De cerca, sin embargo, su presencia entraba en foco y destilaba un aliento sombrío y, a juicio de Leandro, vagamente inquietante, que su mentor le había instruido en mantener en lo posible a cubierto. «Tú eres una criatura nocturna, Alicia, pero aquí nos escondemos todos a la luz del día.»

—Alicia, permíteme presentarte al muy honorable señor don Manuel Gil de Partera, director del Cuerpo General de Policía.

—Es un honor, excelencia —recitó Alicia ofreciéndole la mano, que el director no tomó, como si temiese que le fuera a morder.

Gil de Partera la observaba como si todavía no hubiese decidido si era una colegiala con un punto perverso que le descolocaba o un espécimen al que no sabía ni por dónde empezar a clasificar.

—El señor director ha tenido a bien recabar nuestros buenos oficios para solucionar un tema de cierta delicadeza que exige un grado extraordinario de discreción y diligencia.

—Por supuesto —convino Alicia en un tono tan dócil y angelical que le granjeó una patada suave de Leandro por debajo de la mesa—. Estamos a su disposición para ayudar en todo lo que nos sea posible.

Gil de Partera la seguía observando con aquella mezcla de recelo y codicia que su presencia solía conjurar en caballeros de cierta edad, sin saber todavía por qué lado decantarse. Aquello a lo que Leandro siempre se refería como el perfume de su aspecto, o los efectos secundarios de su semblante, constituía a juicio de su mentor un arma de doble filo que no había aprendido a controlar todavía con absoluta precisión. En este caso, y a tenor de la visible incomodidad que Gil de Partera parecía sentir en su proximidad, Alicia creyó que el filo cortaría hacia adentro. «Ahí viene la ofensiva», pensó.

—¿Sabe usted algo acerca de la caza, señorita Gris? —preguntó.

Ella dudó un instante, buscando la mirada de su mentor.

—Alicia es esencialmente un animal urbano —intervino Leandro.

—En la caza uno aprende muchas cosas —conferenció el director—. Yo he tenido el privilegio de compartir algunas cacerías con Su Excelencia el Generalísimo y fue él quien me desveló la regla fundamental que todo cazador debe hacer suya.

Alicia asintió repetidamente, como si todo aquello le resultase fascinante. Leandro, entretanto, le había embadurnado una tostada de mermelada y se la tendió. Alicia la aceptó sin apenas reparar en ella. El director seguía embarcado en su magisterio.

—Un cazador debe comprender que, en un momento crítico de la cacería, el papel de la presa y el del cazador se confunden. La caza, la caza de verdad, es un duelo entre iguales. Uno no sabe quién es de verdad hasta que derrama sangre.

Se hizo una pausa y, transcurridos los segundos de silencio escénico que requería la honda reflexión que le acababan de revelar, Alicia urdió una expresión reverencial.

—¿Es esa también una máxima del Generalísimo?

Alicia recibió un pisotón de advertencia por parte de Leandro por debajo de la mesa.

—Le seré franco, jovencita: no me gusta usted. No me gusta lo que he oído de usted y no me gusta ni su tono ni el que se crea que me puede tener esperándola aquí media mañana como si su tiempo de mierda valiese más que el mío. No me gusta cómo mira, y menos aún el retintín con el que se dirige a sus mejores. Porque si hay algo que me jode en esta vida es la gente que no sabe cuál es su sitio en el mundo. Y lo que me jode todavía más es tener que recordárselo.

Alicia bajó la mirada, sumisa. La temperatura del salón comedor parecía haber descendido diez grados de un plumazo.

—Ruego al señor director que me disculpe si...

—No me interrumpa. Si estoy aquí hablando con usted es por la confianza que tengo en su superior, que por algún motivo que se me escapa cree que es usted la persona adecuada para la tarea que debo encomendarle. Pero no se equivoque conmigo: desde este mismo momento responde usted ante mí. Y yo no tengo ni la paciencia ni la generosa disposición de aquí el señor Montalvo.

Gil de Partera la miró fijamente. Tenía los ojos negros y una telaraña de pequeños capilares rojos que parecían a punto de estallar le cubrían la córnea. Alicia le imaginó ataviado con un sombrero de plumas y botas de mariscal besando las reales nalgas del Jefe del Estado en una de esas cacerías en que los padres de la patria reventaban las presas que un escuadrón de criados les ponían a tiro y con las que luego se embadurnaban los genitales con el aroma a pólvora y a sangre de aves de corral para sentirse machos conquistadores, a mayor gloria de Dios y de la Patria.

—Estoy seguro de que Alicia no quería ofenderle, amigo mío —apuntó Leandro, que con toda probabilidad estaba disfrutando de lo lindo con la escena.

Alicia corroboró las palabras de su superior con un asentimiento grave y compungido.

—Huelga decir que el contenido de lo que voy a referir es estrictamente confidencial y que a todos los efectos esta conversación nunca habrá tenido lugar. ¿Alguna duda a ese o cualquier otro respecto, Gris?

—Absolutamente ninguna, señor director.

—Bien, entonces haga el favor de comerse esa tostada de una puñetera vez y entraremos en materia.

 

 

 

5

 

 

—¿Qué sabe usted de don Mauricio Valls?

—¿El ministro? —preguntó Alicia.

La joven se detuvo un instante a considerar el alud de imágenes que le venían a la mente de la larga y ampliamente publicitada carrera de don Mauricio Valls. Perfil soberbio y atildado, siempre situado en el mejor ángulo de cada fotografía y en la mejor compañía, recibiendo honores e impartiendo sabiduría indiscutida ante el aplauso y la admiración de la claca de la corte. Canonizado en vida, elevado a los altares por su propio pie y de la mano de la autoproclamada intelectualidad del país, Mauricio Valls era la encarnación entre los mortales del prototipo español del Hombre de Letras, Caballero de las Artes y el Pensamiento. Premiado y homenajeado hasta la infinidad. Definido sin ironía como la figura emblemática de las élites culturales y políticas del país, al ministro Valls le precedían sus recortes de prensa y todo el boato del régimen. Sus conferencias en los magnos escenarios de Madrid congregaban siempre a lo más granado. Sus artículos magistrales en la prensa sobre los temas del momento constituían dogma de fe. El pelotón de gacetilleros que comía de sus manos se desvivía de adoración. Sus ocasionales recitales de poesía y monólogos extraídos de sus celebradas obras teatrales interpretados a dúo con los grandes de la escena nacional agotaban localidades. Sus obras literarias eran consideradas el epítome de los logros y su nombre estaba ya inscrito en la pléyade de los maestros. Mauricio Valls, luz e intelecto de Celtiberia, iluminando al mundo.

—Sabemos lo que vemos en la prensa —intercedió Leandro—. Que, a decir verdad, de un tiempo a esta parte es más bien poco para lo que solía ser habitual.

—Más bien nada —corroboró Gil de Partera—. Dudo que se le haya escapado a usted, señorita, que desde noviembre de 1956, hace ya más de tres años, Mauricio Valls, ministro de Educación Nacional (o de Cultura, como a él mismo le gusta decir) y, si me permiten la licencia, niña de los ojos de la prensa española, prácticamente ha desaparecido de la luz pública y casi no se le ha visto en acto oficial alguno.

—Ahora que lo menciona el señor director... —convino Alicia.

Leandro se volvió hacia ella e, intercambiando una mirada de complicidad con Gil de Partera, la puso en antecedentes.

—Lo cierto, Alicia, es que no es por casualidad ni por propia voluntad que el señor ministro se haya visto privado de obsequiarnos con su fino intelecto y su impecable magisterio.

—Veo que ha tenido ocasión de tratarle, Leandro —intervino Gil de Partera.

—Tuve ese honor hace mucho tiempo, aunque de forma breve, durante mis años en Barcelona. Un gran hombre y quien mejor ha sabido ejemplificar los valores y el hondo calado de nuestra intelectualidad.

—Estoy seguro de que el ministro estaría del todo de acuerdo con usted.

Leandro sonrió cortés y volvió a concentrar su mirada en Alicia antes de tomar la palabra.

—Lamentablemente el asunto que nos trae hoy aquí no es la indiscutible valía de nuestro estimado ministro ni la envidiable salud de su ego. Con la venia de su señoría aquí presente, creo que no desvelo nada que no vayamos a tratar luego si digo que la razón de la prolongada ausencia de don Mauricio Valls de la escena pública en estos últimos tiempos se ha debido a la sospecha de que existe y ha existido durante años un complot para atentar contra su vida.

Alicia levantó las cejas e intercambió una mirada con Leandro.

—A fin de apoyar a la investigación abierta por el Cuerpo General de Policía, y a petición de nuestros amigos en el Ministerio de la Gobernación, nuestra unidad destacó a un operativo para que asistiese en la investigación, aunque oficialmente no estuviéramos involucrados y, de hecho, no estuviésemos al corriente de los particulares de la misma —explicó Leandro.

Alicia se mordió los labios. Los ojos de su superior dejaban claro que el turno de preguntas no se había abierto todavía.

—Este operativo, por motivos que todavía no hemos podido aclarar, ha roto el contacto y se encuentra ilocalizable desde hace un par de semanas —prosiguió Leandro—. Sirva esto para poner en contexto la misión para la que Su Excelencia ha tenido la amabilidad de solicitar nuestra colaboración.

Leandro miró al veterano policía e hizo un gesto de cesión de palabra. Gil de Partera carraspeó y adoptó un semblante sombrío.

—Lo que les voy a contar es estrictamente confidencial y no puede salir de esta mesa.

Alicia y Leandro asintieron al tiempo.

—Como adelantaba su superior, el 2 de noviembre de 1956, en el transcurso de un acto celebrado en su honor en el Círculo de Bellas Artes de Madrid, el ministro Valls fue objeto de un atentado frustrado contra su vida, al parecer no el primero que se producía. La noticia no trascendió, por estimarlo así conveniente tanto el gabinete como el propio ministro Valls, que no deseó alarmar a su familia y colaboradores. En ese momento se abrió una investigación que sigue en curso y, pese a todos los esfuerzos del Cuerpo General de Policía y de una unidad especial de la Guardia Civil, todavía no se han podido esclarecer las circunstancias que rodearon este suceso y otros similares que pudieran haberse producido con anterioridad a que la policía fuera alertada. Como es natural, desde aquel mismo momento se reforzaron la escolta y las medidas de seguridad en torno al ministro y se cancelaron sus apariciones públicas hasta nueva orden.

—¿Qué ha arrojado la investigación durante ese tiempo? —interrumpió Alicia.

—La investigación se centró en una serie de anónimos que don Mauricio habría estado recibiendo desde hace tiempo y a los que no había concedido importancia. Al poco del atentado frustrado, el ministro puso en conocimiento de la policía la existencia de esta serie de cartas de naturaleza amenazadora que había recibido a lo largo de los años. Una primera investigación desveló que lo más probable es que hubieran sido enviadas por un tal Sebastián Salgado, un ladrón y asesino que estaba cumpliendo condena en la prisión de Montjuic de Barcelona hasta hace cosa de dos años. Como sabrán ustedes, el ministro Valls había sido director de ese centro al inicio de su carrera de servicio al régimen, concretamente entre los años 1939 y 1944.

—¿Por qué no alertó el ministro antes a la policía de esos anónimos? —preguntó Alicia.

—Como decía, alegó que al principio no les había concedido importancia, aunque reconoció que tal vez debería haberlo hecho. En su momento nos dijo que la naturaleza de los mensajes era tan críptica que no supo interpretar bien cuál era su significado.

—¿Y cuál es la naturaleza de esas supuestas amenazas?

—En su mayoría, vaguedades. En las cartas el autor dice que «la verdad» no se puede ocultar, que se acerca «la hora de la justicia» para «los hijos de la muerte» y que «él», entendemos que el supuesto autor, le espera «en la entrada del laberinto».

—¿Laberinto?

—Como digo, los mensajes son crípticos. Es posible que hagan referencia a algo que solo Valls y quien los escribía conocerían, aunque a decir del ministro tampoco él era capaz de interpretarlos. Tal vez sean la obra de un lunático. No podemos eliminar esa posibilidad.

—¿Estaba Sebastián Salgado ya preso en el castillo cuando Valls era director de la prisión?

—Sí. Hemos comprobado el historial de Salgado. Ingresó en la cárcel en 1939, al poco de que don Mauricio Valls fuera nombrado director. El ministro indicó que le recordaba vagamente como un individuo conflictivo, lo cual dio credibilidad a nuestra teoría de que era muy probable que fuera él quien hubiera enviado las cartas.

—¿Cuándo salió en libertad?

—Hace poco más de dos años. Evidentemente las fechas no cuadran con el intento de asesinato en el Círculo de Bellas Artes ni con los anteriores. O bien Salgado trabajaba con alguien en el exterior o que solo se le estaba usando de señuelo para confundir la pista. Esta última posibilidad es la que ha ido cobrando más viabilidad a medida que avanzaba la investigación. Como verán en el dosier que les dejaré, las cartas estaban todas enviadas desde la estafeta del Pueblo Seco de Barcelona a la que se lleva toda la correspondencia de los internos del penal de Montjuic.

—¿Cómo saben qué cartas franqueadas en esa estafeta vienen de la prisión y cuáles no?

—Todas las originadas en el castillo llevan un sello en el sobre que se coloca a modo de identificación en la oficina de la cárcel antes de ser introducidas en la saca.

—¿No se revisa el correo de los presos? —preguntó Alicia.

—En teoría, sí. En la práctica, según nos confirmaron los propios responsables, solo en determinadas ocasiones. En cualquier caso, nadie tenía constancia de que se hubieran detectado mensajes amenazadores dirigidos al ministro. También es posible que, dada la oscura naturaleza del lenguaje empleado, los censores de la prisión no notasen nada relevante.

—Si Salgado tenía un cómplice o varios cómplices en el exterior, ¿habría sido posible que estos le entregasen las cartas para que él las enviara desde la cárcel?

—Podría ser. Salgado tenía derecho a una visita personal por mes. De todos modos, no tendría sentido alguno que hubiera sido así. Era mucho más fácil enviar las cartas por conducto ordinario y no exponerse a que los censores de la prisión pudieran detectarlas —dijo Gil de Partera.

—No a menos que específicamente quisieran dejar constancia de que las cartas eran enviadas desde la prisión —intervino Alicia.

Gil de Partera consintió con un asentimiento.

—Hay algo que no entiendo —continuó Alicia—. Si Salgado llevaba todo este tiempo en Montjuic y no fue liberado hasta hace un par de años, imagino que eso significa que estaba condenado a la pena máxima de treinta años. ¿Qué hace en la calle?

—No lo entiende ni usted ni nadie. En efecto, se suponía que a Sebastián Salgado le quedaban por lo menos diez años más de condena cuando, de forma inesperada, se le concedió un indulto extraordinario firmado por el Jefe del Estado que conmutaba su pena. Y hay más. Dicho indulto se tramitó a petición y bajo los buenos auspicios del ministro Valls.

Alicia dejó escapar una risa de estupefacción. Gil de Partera la miró con severidad.

—¿Por qué motivo haría Valls una cosa así? —preguntó Leandro al rescate.

—En contra de nuestro consejo, y alegando que la investigación no estaba dando el fruto esperado, el ministro estimó que poner en libertad a Salgado podía conducir a desvelar la identidad y el paradero de la parte o partes implicadas en el envío de las amenazas y los supuestos atentados contra su vida.

—Su señoría se refiere a esos hechos como supuestos... —dejó caer Alicia.

—Nada en este asunto está claro —cortó Gil de Partera—. Eso no significa que ponga o debamos poner la palabra del ministro en cuestión.

—Por supuesto. Volviendo a la puesta en libertad de Salgado, ¿produjo los resultados que esperaba el ministro? —preguntó Alicia.

—No. Le tuvimos vigilado las veinticuatro horas desde que abandonó el penal. Lo primero que hizo fue alquilar una habitación en un hostal de baja estofa del Barrio Chino, donde dejó pagado un mes por adelantado. Fuera de eso, todo cuanto hizo fue acudir todos los días a la Estación del Norte, donde pasaba horas contemplando o vigilando las taquillas de consigna de equipajes del vestíbulo y, ocasionalmente, visitar una vieja librería de lance en la calle Santa Ana.

—Sempere e hijos —murmuró Alicia.

—Así es. ¿La conoce usted?

Alicia asintió.

—El amigo Salgado no parece encajar en el perfil del lector habitual —estimó Leandro—. ¿Sabemos qué esperaba encontrar en la consigna de la estación?

—Sospechamos que tenía allí oculto algún tipo de botín fruto de sus crímenes antes de ser aprehendido en 1939.

—¿Se confirmó la sospecha?

—En su segunda semana de libertad, Salgado visitó de nuevo la librería Sempere e hijos por última vez y luego se dirigió a la Estación del Norte, como hacía todos los días. Aquel día, sin embargo, en vez de sentarse en el vestíbulo a mirar las taquillas se acercó a una de ellas e introdujo una llave. Extrajo una maleta de la taquilla y la abrió.

—¿Qué contenía? —preguntó Alicia.

—Aire —sentenció Gil de Partera—. Nada. Su botín, o lo que fuera que había escondido allí, había desaparecido. La policía de Barcelona se disponía a detenerle al salir de la estación cuando Salgado se desplomó en la lluvia. Los agentes habían detectado que tan pronto como salió de la librería dos empleados le habían seguido hasta allí. Una vez que quedó tendido en el suelo, uno de ellos se arrodilló junto a Salgado unos segundos y luego abandonó el lugar. Cuando la policía llegó hasta él, Salgado ya estaba muerto. Podría tratarse de un caso de justicia divina, el ladrón robado y todo eso, pero la autopsia reveló marcas de punción en la espalda y en la ropa, y restos de estricnina en la sangre.

—¿Podrían haber sido los dos empleados de la librería? Los cómplices se desembarazan del señuelo una vez ya no les resulta útil o ven comprometida su seguridad al darse cuenta de que la policía los tiene vigilados.

—Esa fue una de las teorías, pero se descartó. De hecho, cualquiera que hubiese estado en la estación podría haberle asesinado sin que él se diera ni cuenta. La policía estaba vigilando con atención a los dos empleados de la librería y no observó contacto directo alguno entre ellos y Salgado hasta que este se desplomó, presumiblemente muerto.

—¿Podrían haberle administrado el veneno en la librería, antes de que Salgado se dirigiese a la estación? —preguntó Leandro.

Esta vez fue Alicia la que respondió a la pregunta.

—No. La estricnina actúa muy rápido, y más en un hombre de esa edad y presumible condición física tras haber pasado veinte años en una mazmorra. Entre la punción y el fallecimiento no podrían mediar más de uno o dos minutos.

Gil de Partera la miró reprimiendo un gesto de aprobación.

—Así es —corroboró—. Lo más probable es que alguien más estuviera en la estación aquel día, sin llamar la atención de los agentes, y tuviese decidido que era el momento de desembarazarse de Salgado.

—¿Qué sabemos de esos dos empleados de la librería?

—Uno es un tal Daniel Sempere, hijo del propietario. El otro responde al nombre de Fermín Romero de Torres, cuyo rastro en el registro es confuso y muestra indicios de suplantación documental. Quizá para establecer una identidad falsa.

—¿Qué relación tenían con el caso y qué hacían allí?

—No se pudo determinar.

—¿Y no se los interrogó?

Gil de Partera negó.

—De nuevo, instrucciones expresas del ministro Valls. Contra nuestro criterio.

—¿Y la pista del cómplice o cómplices de Salgado?

—En vía muerta.

—Quizá ahora el ministro cambie de idea y dé su permiso para...

Gil de Partera desenterró su sonrisa lobuna de policía veterano.

—Ahí es adonde quería ir a parar. Hace exactamente nueve días, al amanecer del día siguiente a la fiesta de máscaras organizada en su residencia de Somosaguas, don Mauricio Valls abandonó su domicilio a bordo de un automóvil en compañía del jefe de su escolta personal, Vicente Carmona.

—¿Abandonó? —preguntó Alicia.

—Nadie le ha visto ni ha tenido noticias suyas desde entonces. Desaparecido de la faz de la tierra sin dejar rastro alguno.

Un largo silencio se desplomó sobre la sala. Alicia buscó la mirada de Leandro.

—Mis hombres están trabajando sin descanso, pero hasta el momento no tenemos nada. Es como si Mauricio Valls se hubiera evaporado al subirse a ese coche...

—¿Dejó el ministro alguna nota, algún indicio de adónde podría dirigirse antes de salir de su domicilio?

—No. La teoría que barajamos es que el ministro, por algún motivo que no alcanzamos a determinar, habría averiguado por fin quién le estaba enviando esas amenazas y habría decidido ir a enfrentarse a él por su cuenta con la ayuda de su guardaespaldas de confianza.

—Y caer así tal vez en una trampa —completó Leandro—. «La entrada del laberinto.»

Gil de Partera asintió repetidamente.

—¿Cómo podemos estar seguros de que el ministro no sabía desde el principio quién enviaba esas notas y por qué? —intervino de nuevo Alicia.

Tanto Leandro como Gil de Partera le lanzaron una mirada de censura.

—El ministro es la víctima, no el sospechoso —atajó el segundo—. No se confunda.

—¿Cómo podemos ayudarle, amigo mío? —le preguntó Leandro.

Gil de Partera respiró hondo y se tomó unos instantes antes de responder.

—Mi departamento tiene procedimientos limitados. Se nos ha mantenido en la oscuridad respecto a este tema hasta que ha sido demasiado tarde. Reconozco que hemos podido cometer errores, pero estamos haciendo todo lo posible por resolver el asunto antes de que acabe haciéndose público. Algunos de mis superiores creen que su unidad, dada la naturaleza del caso, puede aportar alguna pieza adicional que nos ayude a resolver esta cuestión cuanto antes.

—¿Y usted también lo cree?

—Si quiere que le sea sincero, Leandro, yo ya no sé qué ni a quién creer. Pero de lo que no tengo duda alguna es de que si no encontramos al ministro Valls sano y salvo en un plazo breve, Altea abrirá la caja de los truenos y pondrá a su viejo amigo Hendaya en el asunto. Y ni usted ni yo queremos eso.

Alicia dirigió una mirada inquisitiva a Leandro, que negó levemente. Gil de Partera rio por lo bajo con amargura. Tenía los ojos inyectados en sangre, o en café negro, y aspecto de no haber dormido más de dos horas por noche en una semana.

—Les estoy contando hasta donde sé, pero lo que ignoro es si lo que me han contado a mí es toda la verdad. Más claro no puedo ser. Llevamos nueve días dando palos de ciego y cada hora que pasa es una hora perdida.

—¿Cree usted que el ministro sigue vivo? —preguntó Alicia.

Gil de Partera bajó la mirada y dejó transcurrir un largo silencio.

—Mi obligación es pensar que sí y que vamos a encontrarle sano y salvo antes de que nada de todo esto pueda trascender o nos quiten el caso de las manos.

—Y nosotros estamos con usted —convino Leandro—. No tenga la menor duda de que haremos cuanto sea posible para ayudarlos en su investigación.

Gil de Partera asintió, observando a Alicia con ambivalencia.

—Trabajará usted con Vargas, uno de mis hombres.

Alicia dudó un instante. Buscó la complicidad de Leandro con la mirada, pero su superior optó por perderse en su taza de café.

—Con el debido respeto, señor, yo siempre trabajo sola.

—Trabajará usted con Vargas. Sobre este punto no hay discusión posible.

—Por supuesto —convino Leandro ajeno a la mirada encendida de Alicia—. ¿Cuándo podemos empezar?

—Ayer.

A una señal del director, uno de sus agentes se aproximó a la mesa y le tendió un sobre abultado. Gil de Partera lo dejó sobre la mesa y se incorporó, sin ocultar sus prisas por estar en cualquier otro sitio que no fuese aquel salón comedor.

—Los detalles están todos en el dosier. Manténgame informado.

Estrechó la mano de Leandro y, sin dedicarle apenas una última mirada a Alicia, partió con paso firme.

Le vieron alejarse a través del gran salón comedor seguido de sus hombres y tomaron asiento de nuevo. Durante varios minutos permanecieron en silencio, Alicia mirando al vacío y Leandro rebanando meticulosamente un cruasán, untándolo de mantequilla y mermelada de fresa y luego degustándolo sin prisa, con los ojos cerrados.

—Gracias por el apoyo —dijo Alicia.

—No seas así. Tengo entendido que Vargas es un hombre de talento. Te gustará. Y a lo mejor aprendes algo.

—Qué suerte la mía. ¿Quién es?

—Un veterano del Cuerpo. Solía ser un peso pesado. Lleva un tiempo en la reserva, al parecer por diferencias de opinión con la Dirección General. Algo pasó, dicen.

—¿Un paria? ¿Tan poco valgo que no merezco ni una carabina de categoría?

—Categoría, la tiene, no lo dudes. Lo que ocurre es que su fidelidad y fe en el Movimiento se han puesto en cuestión más de una vez.

—No esperarán que yo le convierta.

—Lo único que esperan es que no hagamos ruido y les hagamos quedar bien.

—Delicioso.

—Podría ser peor —zanjó Leandro.

—¿Peor significa eso de invitar «a su viejo amigo», el tal Hendaya?

—Entre otras cosas.

—¿Quién es Hendaya?

Leandro desvió la mirada.

—Mejor que no lo tengas que averiguar.

Medió entre ambos un largo silencio, que Leandro aprovechó para servirse otra taza de café. Tenía la odiosa costumbre de beber el café sosteniendo el platillo de la taza con una mano bajo la barbilla y dando pequeños sorbos. En días como aquel, casi todas sus costumbres, que Alicia conocía de memoria, se le aparecían odiosas. Leandro reparó en su mirada y le dedicó una sonrisa paternal y benevolente.

—Si las miradas matasen —dijo.

—¿Por qué no le ha dicho al director que dimití hace dos semanas y que ya no estoy en el servicio?

Leandro dejó la taza sobre la mesa y se limpió los labios con la servilleta.

—No te quería avergonzar, Alicia. Me permito recordarte que no somos un club de juegos de mesa y que no se ingresa o cesa en el servicio presentando una simple solicitud. Hemos mantenido ya esta conversación varias veces y, si tengo que serte sincero, me duele tu actitud. Porque te conozco mejor de lo que te conoces a ti misma y por el gran aprecio que te tengo, te concedí un par de semanas de vacaciones para que descansaras y pudieses meditar sobre tu futuro. Entiendo que estés cansada. Yo también lo estoy. Entiendo que a veces lo que hacemos no es de tu agrado. Tampoco lo es del mío. Pero es nuestro trabajo y nuestro deber. Eso ya lo sabías cuando entraste.

—Cuando entré tenía diecisiete años. Y no fue por gusto.

Leandro sonrió como un maestro orgulloso ante el más brillante de sus discípulos.

—La tuya es un alma vieja, Alicia. Tú nunca has tenido diecisiete años.

—Quedamos en que lo dejaba. Ese fue el trato. Dos semanas no cambian nada.

La sonrisa de Leandro se enfriaba, como su café.

—Concédeme este último favor y luego podrás hacer lo que desees.

—No.

—Te necesito en esto, Alicia. No me hagas suplicar. Ni obligarte.

—Páseselo a Lomana. Seguro que se muere de ganas de hacer puntos.

—Ya tardaba en salir el tema. Nunca he entendido bien cuál es el problema entre Ricardo y tú.

—Incompatibilidad de caracteres —sugirió Alicia.

—Lo cierto es que Ricardo Lomana es el operativo que ofrecí en préstamo a la policía hace unas semanas, y que todavía no me han devuelto. Ahora me dicen que ha desaparecido.

—No caerá esa breva. ¿Dónde se ha metido?

—Parte del acto de desaparecer implica el no desvelar ese detalle.

—Lomana no es de los que desaparecen. Tiene que haber una razón para que no dé señales de vida. Ha encontrado algo.

—Eso pienso yo también, pero en la medida en que no tengamos noticias suyas solo podemos especular. Y eso no es para lo que nos pagan.

—¿Para qué nos pagan?

—Para resolver problemas. Y este es un problema muy grave.

—¿Y no podría yo desaparecer también?

Leandro negó. La miró largamente afectando un semblante dolido.

—¿Por qué me odias, Alicia? ¿No he sido un padre para ti? ¿Un buen amigo?

Alicia contempló a su mentor. Tenía un nudo en el estómago y no le llegaban las palabras a los labios. Había pasado dos semanas intentando apartarlo de su mente y ahora, al enfrentarse de nuevo a él, comprendía que sentada allí, bajo la gran cúpula del Palace, volvía a ser aquella adolescente infeliz que habría tenido todos los números para no llegar nunca a los veinte si Leandro no la hubiera sacado del pozo.

—No le odio.

—A lo mejor te odias a ti misma, a lo que haces, a quien sirves y a toda esta basura que nos rodea y que nos pudre por dentro un poco más cada día que pasa. Te entiendo porque yo también he pasado por ahí.

Leandro sonrió de nuevo, aquella sonrisa cálida que todo lo perdonaba, que todo lo comprendía. Posó la mano sobre la de Alicia y la apretó con fuerza.

—Ayúdame a solucionar este último asunto y te prometo que después podrás marcharte. Desaparecer para siempre.

—¿Así de simple?

—Así de simple. Tienes mi palabra.

—¿Cuál es el truco?

—No hay truco.

—Siempre hay truco.

—Esta vez no. Ni yo puedo retenerte a mi lado para siempre si tú no quieres estar conmigo. Por mucho que me duela.

Leandro le ofreció la mano.

—¿Amigos?

Alicia dudó, pero finalmente le ofreció la suya. Él se la llevó a los labios y la besó.

—Te voy a echar de menos cuando todo esto se haya acabado —dijo Leandro—. Y tú también a mí, aunque ahora no lo veas así. Tú y yo formamos un buen equipo.

—Dios los cría y el diablo los junta.

—¿Has pensado en lo que vas a hacer luego?

—¿Cuándo?

—Cuando seas libre. Cuando desaparezcas, como tú dices.

Alicia se encogió de hombros.

—No lo he pensado.

—Creí que te había enseñado a mentir mejor, Alicia.

—A lo mejor no sirvo para nada más —apuntó ella.

—Siempre has querido escribir... —sugirió Leandro—. ¿Una nueva Laforet?

Alicia esbozó una mirada de desinterés. El hombre sonrió.

—¿Escribirás sobre nosotros?

—No. Claro que no.

Leandro hizo un gesto afirmativo.

—No sería una buena idea, ya lo sabes. Nosotros operamos en la sombra. Sin ser vistos. Es parte del servicio que ofrecemos.

—Claro que lo sé. No hace falta que me lo recuerde.

—Lástima, porque habría tantas historias que contar, ¿verdad?

—Ver mundo —murmuró Alicia.

—¿Perdona?

—Lo que me gustaría hacer es viajar y ver mundo. Encontrar mi sitio. Si es que existe.

—¿Tú sola?

—¿Necesito a alguien más?

—Supongo que no. Para las criaturas como nosotros la soledad puede ser la mejor de las compañías.

—A mí ya me va bien.

—Un día de estos te enamorarás.

—Qué bonito título para un bolero.

—Más vale que vayas tirando. O mucho me equivoco o imagino que Vargas debe de estar esperando ahí afuera.

—Es un error.

—Esta injerencia me molesta más que a ti, Alicia. Está claro que no se fían. Ni de ti, ni de mí. Sé diplomática y no le asustes. Hazlo por mí.

—Siempre lo soy. Y yo no asusto a nadie.

—Ya sabes lo que quiero decir. Además, no vamos a competir con la policía. Ni lo vamos a intentar. Ellos tienen su investigación, sus métodos y su procedimiento.

—¿Qué hago entonces? ¿Sonreír y repartir peladillas?

—Quiero que hagas lo que tú sabes hacer. Que te fijes en lo que la policía no se va a fijar. Que sigas tu instinto, no el procedimiento. Que hagas todo aquello que la policía no va a hacer porque es la policía y porque no es mi Alicia Gris.

—¿Es eso un cumplido?

—Sí, y también una orden.

Alicia recogió el sobre con el dosier de la mesa y se incorporó. Al hacerlo, Leandro advirtió que se llevaba la mano a la cadera y que apretaba los labios para ocultar el dolor.

—¿Cuánto estás tomando? —preguntó.

—Nada en las dos últimas semanas. Un par de pastillas de vez en cuando.

Leandro suspiró.

—Ya lo hemos hablado muchas veces, Alicia. Ya sabes que no puedes hacer eso.

—Lo estoy haciendo.

Su mentor negó por lo bajo.

—Haré que te entreguen cuatrocientos gramos esta tarde en tu hotel.

—No.

—Alicia...

Ella se volvió y se alejó de la mesa sin cojear, mordiéndose la lengua y tragándose el dolor y las lágrimas de rabia.

 

 

 

6

 

 

Cuando Alicia salió del Palace había dejado de diluviar y un velo de vapor se alzaba del pavimento. Grandes haces de luz acuchillaban el centro de Madrid desde la bóveda de nubes en tránsito como si fueran focos peinando el patio de una prisión. Uno de ellos barrió la plaza de las Cortes y desveló la carrocería de un Ford aparcado a pocos metros de la entrada del hotel. Apoyado en el capó había un hombre de cabello plateado enfundado en un abrigo negro que fumaba un cigarrillo y contemplaba a la gente deambular con parsimonia. Ella le calculó unos cincuenta años largos, aunque bien llevados y mejor musculados. Tenía el porte sólido de quien ha pasado por la milicia con aprovechamiento y hace pocas escalas en su escritorio. Como si la hubiera olfateado en el aire, volvió la mirada hacia Alicia y le sonrió con aire de galán de sesión de tarde.

—¿Puedo ayudarla en algo, señorita?

—Eso espero. Mi nombre es Gris.

—¿Gris? ¿Usted es Gris?

—Alicia Gris. De la unidad de Leandro Montalvo. Gris. Supongo que usted es Vargas.

El hombre asintió vagamente.

—No me habían dicho...

—Sorpresas de última hora —cortó ella—. ¿Necesita unos minutos para reponerse?

El policía apuró una última calada del cigarrillo y la observó con detenimiento a través de la cortina de humo que exhalaba de sus labios.

—No.

—Estupendo. ¿Por dónde quiere empezar?

—Nos esperan en la villa de Somosaguas. Si le parece bien.

Alicia asintió. Vargas tiró la colilla al arcén y rodeó el coche. Ella se acomodó en el asiento del pasajero. Él se sentó al volante, la mirada perdida al frente y las llaves del vehículo en el regazo.

—He oído muchas cosas de usted —profirió Vargas—. No la hacía tan... joven.

Alicia le miró con frialdad.

—Eso no va a ser un problema, ¿verdad? —preguntó el policía.

—¿Problema?

—Usted y yo —aclaró Vargas.

—No tiene por qué.

Él la miraba con más curiosidad que recelo. Alicia le ofreció una de esas sonrisas dulces y felinas que tanto irritaban a Leandro. Vargas chasqueó la lengua y puso el automóvil en marcha, negando por lo bajo.

—Bonito coche —comentó Alicia al rato.

—Cortesía de Jefatura. Acéptelo como un signo de que se toman en serio este asunto. ¿Conduce usted?

—A duras penas puedo abrir una cuenta de banco en este país sin permiso de un marido o un padre —replicó Alicia.

—Entiendo.

—Permítame dudarlo.

Circularon en silencio durante varios minutos. Vargas iba dispensando a Alicia miradas de refilón que ella fingía no advertir. La observación metódica e intermitente del policía le iba haciendo una radiografía por entregas, aprovechando semáforos y pasos de peatones. Cuando se tropezaron con un parón de tráfico a media Gran Vía, Vargas extrajo una fina pitillera de plata y se la tendió, abierta. Tabaco rubio, importado. Ella declinó. Vargas se llevó un cigarrillo a los labios y lo encendió con un mechero dorado que Alicia hubiera jurado que llevaba la marca Dupont. A Vargas le gustaban las cosas bonitas y caras. Mientras encendía el cigarrillo, Alicia advirtió que el policía le miraba las manos recogidas en el regazo, tal vez buscando un anillo de matrimonio. Vargas lucía uno de notable tamaño.

—¿Familia? —preguntó el policía.

Alicia negó.

—¿Usted?

—Casado con España —replicó.

—Muy ejemplar. ¿Y el anillo?

—Otros tiempos.

—¿No me va a preguntar qué hace alguien como yo trabajando para Leandro?

—¿Es asunto mío?

—No.

—Pues eso.

Regresaron al incómodo silencio mientras iban dejando atrás el tráfico del centro y se encaminaban hacia la Casa de Campo. Los ojos de Vargas seguían escrutándola por fascículos. Tenía la mirada fría y metálica, las pupilas grises brillantes como monedas recién acuñadas. Alicia se preguntó si, antes de caer en desgracia, su compañero a la fuerza habría sido un acólito o meramente un mercenario. Los primeros infestaban todos los estamentos del régimen y se multiplicaban como verrugas purulentas al abrigo de banderas y proclamas; los segundos guardaban silencio y se limitaban a hacer funcionar la máquina. Se preguntó a cuántas personas habría liquidado a lo largo de su carrera en el Cuerpo, si convivía con el remordimiento o si había perdido ya la cuenta. O tal vez, con las canas, le había crecido la conciencia y eso había arruinado sus proyectos.

—¿Qué está pensando? —preguntó Vargas.

—Me preguntaba si le gusta su trabajo.

Vargas rio entre dientes.

—¿No me va a preguntar si me gusta el mío? —sugirió Alicia.

—¿Es asunto mío?

—Supongo que no.

—Pues eso.

Visto que la conversación no tenía futuro, Alicia extrajo el dosier del sobre que le había proporcionado Gil de Partera y empezó a hojearlo. A simple vista no había gran cosa. Notas de los agentes. La declaración de la secretaria personal del ministro. Un par de páginas dedicadas al supuesto atentado frustrado contra Valls, generalidades de procedimiento por parte de los dos inspectores que habían abierto el caso y algunos extractos del expediente de Vicente Carmona, el guardaespaldas de Valls. O Gil de Partera confiaba en ellos menos todavía de lo que Leandro había sugerido o la crema de su departamento había estado tocándose las narices durante la última semana.

—¿Esperaba más? —preguntó Vargas, leyéndole el pensamiento.

Alicia fijó la vista en la arboleda de la Casa de Campo.

—No esperaba menos —murmuró—. ¿A quién vamos a ver?

—Mariana Sedó, la secretaria personal de Valls durante los últimos veinte años. Ella fue quien alertó de la desaparición del ministro.

—Muchos años son esos para una secretaria —apuntó Alicia.

—Las malas lenguas dicen que es mucho más que eso.

—¿Amante?

Vargas negó.

—Me parece que los gustos de doña Mariana tiran más a la otra orilla. Lo que se dice es que ella es quien realmente llevaba el barco y que nada se hacía o se decidía en el despacho de Valls sin su consentimiento.

—Detrás de cada hombre malvado siempre hay una mujer peor. Eso también se dice.

Vargas sonrió.

—Pues yo nunca lo había oído. Ya me habían advertido que era usted un tanto irreverente.

—¿De qué más le han advertido?

Vargas se volvió y le guiñó el ojo.

—¿Quién es Hendaya? —preguntó Alicia.

—¿Cómo dice?

—Hendaya. ¿Quién es?

—¿Rodrigo Hendaya?

—Supongo.

—¿Por qué quiere saberlo?

—El saber no ocupa lugar.

—¿Ha mencionado Montalvo a Hendaya en relación con este asunto?

—El nombre ha salido en la conversación, sí. ¿Quién es?

Vargas suspiró.

—Hendaya es un carnicero. Cuanto menos sepa de él, mejor.

—¿Le conoce?

Vargas ignoró su pregunta. El resto del camino lo hicieron sin cruzar palabra.

 

 

 

7

 

 

Llevaban casi quince minutos recorriendo avenidas pinceladas por un regimiento de jardineros uniformados cuando se abrió ante ellos un bulevar punteado de cipreses que conducía al portón de lanzas de Villa Mercedes. El cielo se había teñido de plomo y pequeñas gotas de lluvia salpicaban el parabrisas del coche. Un mozo esperaba a la puerta de la finca y abrió la verja para dejarlos pasar. A un lado había una garita con un guardia armado con un fusil que asintió al saludo de Vargas.

—¿Ha estado usted ya aquí? —preguntó Alicia.

—Un par de veces desde el lunes pasado. Le va a encantar.

El coche se deslizó a través de la carretera de grava fina que serpenteaba entre arboledas y lagunas. Alicia contempló los jardines de estatuas, los estanques y las fuentes y las rosaledas marchitas deshaciéndose al viento de otoño. Los raíles de un tren a escala se entreveían entre arbustos y flores muertas. La silueta de lo que semejaba una estación en miniatura se adivinaba en los confines de la finca. Una locomotora de vapor y dos vagones esperaban en el andén bajo la llovizna.

—Un juguete para la niña —explicó Vargas.

Al poco asomó al frente el perfil de la casa principal, un palacete de porte excesivo que parecía concebido para empequeñecer y amedrentar al visitante. Dos grandes caserones aparecían a ambos lados a un centenar de metros cada uno. Vargas detuvo el coche frente a la escalinata que ascendía a la entrada principal. Un mayordomo uniformado que portaba un paraguas aguardaba al pie y les indicó que se dirigieran a una estructura que quedaba a una cincuentena de metros de la casa. Vargas enfiló el camino que conducía a las cocheras y Alicia pudo contemplar el contorno de la vivienda principal.

—¿Quién paga todo esto? —inquirió.

Vargas se encogió de hombros.

—Usted y yo, supongo. Y tal vez la señora de Valls, que heredó la fortuna de su señor padre, Enrique Sarmiento.

—¿El banquero?

—Uno de los banqueros de la Cruzada, que decían los diarios —precisó Vargas.

Alicia recordaba haber oído a Leandro mencionar a Sarmiento y a un grupo de banqueros que habían financiado al bando nacional durante la guerra civil, prestándole en buena medida el dinero de los vencidos, en un acuerdo mutuamente beneficioso.

—Tengo entendido que la esposa del ministro está enferma —dijo Alicia.

—Enferma es un decir...

El guarda del garaje les abrió uno de los portones y les indicó que metiesen el coche en el interior. Vargas bajó la ventanilla y el guarda le reconoció.

—Déjelo donde quiera, jefe. Y las llaves en el contacto, por favor...

Vargas asintió y se adentró en el garaje, una estructura de bóvedas encadenadas sostenidas por columnas de hierro forjado que se extendía en una tiniebla sin fondo. Una sucesión de automóviles de lujo se alineaba en fuga, el brillo de sus cromados perdiéndose en la infinidad. Vargas encontró un hueco entre un Hispano Suiza y un Cadillac. El encargado del garaje los había seguido y les dedicó una señal de aprobación.

—Bonito coche trae hoy, jefe —comentó cuando descendieron del automóvil.

—Como hoy venía la señorita, los jefes me han dejado sacar el Ford —dijo Vargas.

El encargado era una especie de apunte entre homúnculo y ratoncillo que parecía sostenerse en pie dentro de su mono azul merced a un amasijo de trapos sucios que pendían de su cinturón y a una película de grasilla que lo preservaba de los elementos. Tras dedicarle un exhaustivo vistazo a Alicia de pies a cabeza, el encargado se rindió en una reverencia y, cuando creyó que ella no lo advertía, le lanzó un guiño cómplice a Vargas.

—Gran tipo, Luis —sentenció Vargas—. Creo que vive aquí, en el mismo garaje, en un cobertizo al fondo del taller.

Recorrieron la colección rodante de piezas de museo de Valls rumbo a la salida mientras, a su espalda, Luis se entretenía en sacarle lustre al Ford a golpe de trapo y saliva al tiempo que se deleitaba con el dulce vaivén de Alicia y el dibujo de sus tobillos.

El mayordomo acudió a recibirlos y Vargas cedió a Alicia el amparo del paraguas que les ofrecía.

—Espero que hayan tenido buen viaje desde Madrid —dijo el sirviente con solemnidad—. Doña Mariana los espera.

El mayordomo tenía aquella sonrisa fría y vagamente condescendiente de los criados de carrera que, con los años, empiezan a creer que la alcurnia de sus amos les ha salpicado la sangre de azul y otorgado también el privilegio de poder mirar a los demás por encima del hombro. Mientras recorrían la distancia que los separaba de la casa principal, Alicia advirtió que el mayordomo le iba lanzando miradas subrepticias, intentando leer en su ademán y su indumentaria qué pintaba aquel personaje en la función.

—¿La señorita es su secretaria? —preguntó el mayordomo sin desprender la mirada de Alicia.

—La señorita es mi superior —replicó Vargas.

El sirviente y su soberbio porte se rindieron, en un gesto amojamado digno de orla. Sus labios permanecieron sellados y la mirada pegada a sus zapatos durante el resto del camino. La puerta principal daba a un gran vestíbulo de suelos de mármol del que partían escalinatas, corredores y galerías. Siguieron al mayordomo hasta un salón de lectura en el que esperaba, de espaldas a la puerta y enfrentada a la visión del jardín principal bajo la lluvia, una mujer de mediana edad que se volvió tan pronto como los oyó entrar y les ofreció una sonrisa gélida. El mayordomo cerró la puerta a su paso y se retiró a disfrutar de su perplejidad transitoria.

—Yo soy Mariana Sedó, la secretaria personal de don Mauricio.

—Vargas, de Jefatura, y mi colaboradora, la señorita Gris.

Mariana se tomó su tiempo para hacerle la radiografía de rigor. Empezó por el rostro, arrastrando la mirada por su color de labios. Prosiguió por el corte de su vestido y finalizó con sus zapatos, a los que dedicó una sonrisa entre la tolerancia y el desprecio que rápidamente enterró en el semblante sereno y compungido que exigían las circunstancias. Les indicó que tomaran asiento. Se acomodaron en un sofá de piel y Mariana eligió una silla, que acercó a la mesita donde reposaba una bandeja con una tetera humeante y tres tazas, que procedió a llenar. Alicia calibró la sonrisa impostada tras la que se parapetaba doña Mariana y pensó que la eterna guardiana de Valls destilaba un aura maliciosa a medio camino entre hada madrina y mantis religiosa de voraz apetito.

—Ustedes dirán en qué puedo ayudarlos. He hablado con tantos de sus colegas en los últimos días que ya no sé si habrá algo que no les haya dicho ya.

—Le agradecemos su paciencia, doña Mariana. Somos conscientes de que son momentos difíciles para la familia y para usted —aventuró Alicia.

La aludida asintió con ademán paciente y sonrisa de escarcha, el aire de fiel servidora estudiado a la perfección. Sus ojos, sin embargo, traicionaban un gesto de irritación al tener que tratar con subalternos de medio pelo. El modo en que dirigía la mirada principalmente a Vargas y evitaba reparar en Alicia denotaba un punto adicional de desdén. Alicia decidió ceder la iniciativa a Vargas, a quien no se le había escapado el detalle, y escuchar.

—Doña Mariana, del atestado y su declaración a la policía se desprende que fue usted quien primero alertó de la ausencia de don Mauricio Valls...

La secretaria hizo un gesto afirmativo.

—El día del baile don Mauricio nos había concedido la jornada libre a varios miembros del personal fijo. Yo aproveché para ir a Madrid a visitar a mi ahijada y pasar el tiempo con ella. Al día siguiente, aunque don Mauricio no me había indicado que fuera a necesitarme, regresé a primera hora de la mañana, a eso de las ocho, y empecé a preparar la correspondencia y la agenda de don Mauricio como hago siempre. A las nueve subí al despacho y vi que el señor ministro no estaba. Poco después, una de las doncellas me dijo que su hija Mercedes le había comunicado que su padre había salido en coche muy temprano con el señor Vicente Carmona, el jefe de su escolta. Me pareció extraño, porque al revisar la agenda vi que don Mauricio había añadido de su puño y letra un encuentro informal aquella mañana a las diez aquí, en Villa Mercedes, con el director comercial de Ariadna, Pablo Cascos.

—¿Ariadna? —preguntó Vargas.

—Es el nombre de una editorial propiedad de don Mauricio —aclaró la secretaria.

—Ese detalle no figura en su declaración a la policía —dijo Alicia.

—¿Perdón?

—La reunión que el propio don Mauricio había programado por su cuenta para aquella mañana. No la mencionó usted a la policía. ¿Puedo preguntar por qué?

Doña Mariana le sonrió con cierta displicencia, como si la pregunta le pareciese trivial.

—Al no haber tenido nunca lugar la reunión no me pareció relevante. ¿Debería haberlo hecho?

—Lo ha hecho ahora, y eso es lo que cuenta —comentó Vargas, cordial—. Es imposible recordar todos los detalles, por eso abusamos de su amabilidad e insistimos tanto. Continúe, por favor, doña Mariana.

La secretaria de Valls dio por buena la disculpa y prosiguió, aunque ignorando a Alicia y dirigiendo la mirada solo a Vargas.

—Como decía, me pareció extraño que el ministro se hubiese ausentado sin avisarme previamente. Consulté con el servicio y me informaron de que al parecer el señor ministro no había dormido en su habitación aquella noche y que había pasado la velada en su despacho.

—¿Pasa usted las noches aquí, en la vivienda principal? —interrumpió Alicia.

Doña Mariana adoptó un semblante ofendido y negó, apretando los labios.

—Por supuesto que no.

—Disculpe. Prosiga, si es tan amable.

La secretaria de Valls resopló con impaciencia.

—Poco después, a eso de las nueve, el señor Revuelta, el jefe de seguridad de la casa, me indicó que no tenía constancia de que Vicente Carmona y el señor ministro tuvieran previsto ir a ningún sitio aquella mañana y de que, en cualquier caso, el que hubieran salido juntos sin más escolta era altamente irregular. El señor Revuelta, a petición mía, consultó primero con el personal del ministerio y luego habló con Gobernación. Nadie sabía nada de don Mauricio, pero nos informaron de que nos llamarían tan pronto como se le localizara. Debió de pasar una media hora sin que tuviésemos noticias. Fue entonces cuando Mercedes, la hija de don Mauricio, vino a verme. Estaba llorando, y al preguntarle qué le sucedía me dijo que su padre se había ido y que no iba a volver jamás...

—¿Dijo Mercedes por qué creía eso? —preguntó Vargas.

Doña Mariana se encogió de hombros.

—¿Qué hizo usted entonces?

—Llamé a la secretaría general de Gobernación y hablé primero con don Jesús Moreno y más tarde con el director de la policía, el señor Gil de Partera. Lo demás ya lo saben ustedes.

—Fue en ese momento cuando mencionó usted las cartas anónimas que el ministro había estado recibiendo.

Doña Mariana se tomó un instante.

—Así es. El tema surgió durante la conversación con el señor Gil de Partera y su subalterno, un tal García...

—García Novales —completó Vargas.

La secretaria asintió.

—La policía, por supuesto, ya estaba al corriente de la existencia de esas cartas y tenía copia desde hacía meses. Se dio la circunstancia de que aquella mañana, mientras repasaba la agenda del señor ministro, encontré en su despacho la carpeta en la que él las había guardado.

—¿Sabía usted que las guardaba? —preguntó Alicia.

Doña Mariana negó.

—Creí que las había destruido tras mostrárselas a la policía a raíz de la investigación después del incidente en el Círculo de Bellas Artes, pero vi que me había equivocado y que don Mauricio las había estado consultando. Así lo mencioné a sus superiores.

—¿Por qué motivo cree usted que don Mauricio tardó tanto tiempo en alertar a la policía o a los cuerpos de seguridad de la existencia de aquellas cartas? —inquirió de nuevo Alicia.

Doña Mariana desvió por un momento la vista de Vargas y su mirada rapaz se posó en ella.

—Señorita, tiene usted que comprender que el volumen de correspondencia que recibe un hombre de la importancia de don Mauricio es ingente. Son numerosas las personas y asociaciones que deciden dirigirse al ministro y son frecuentes los casos de cartas extravagantes o sencillamente lunáticas que tiro todos los días y que don Mauricio ni siquiera ve.

—Sin embargo, no tiró usted esas cartas.

—No.

—¿Conocía usted a la persona que la policía identificó como el principal sospechoso de haberlas enviado, Sebastián Salgado?

—No, claro que no —atajó la secretaria.

—Pero ¿conocía su existencia? —insistió Alicia.

—Sí. Lo recordaba de cuando el ministro había tramitado su indulto y luego de cuando la policía informó del resultado de su investigación sobre las cartas.

—Claro, pero con anterioridad a eso, ¿recuerda en alguna ocasión haber oído a don Mauricio mencionar el nombre de Salgado? ¿Tal vez años atrás?

Doña Mariana dejó una larga pausa.

—Es posible. No estoy segura.

—¿Es posible que lo mencionara? —presionó Alicia.

—No lo sé. Tal vez sí. Creo que sí.

—¿Y eso habría sido en...?

—Marzo de 1948.

Alicia frunció el ceño, mostrando su extrañeza.

—¿Recuerda la fecha con claridad pero no está segura de si utilizó el nombre de Salgado? —presionó Alicia.

Doña Mariana enrojeció.

—En marzo de 1948, don Mauricio me pidió que organizase una reunión informal con su sucesor en el puesto como director de la prisión de Montjuic, Luis Bolea.

—¿Con qué objeto?

—Entendí que se trataba de una reunión informal, de cortesía.

—¿Y estuvo usted presente en el transcurso de esa reunión, como dice, de cortesía?

—Solo en algún momento. La conversación fue privada.

—Pero tal vez tuvo usted oportunidad de escuchar algún fragmento. Accidentalmente. Entrando y saliendo de la sala... Llevando los cafés... Quizá desde su escritorio a la entrada del despacho de don Mauricio...

—No me gusta lo que insinúa usted, señorita.

—Cuanto pueda decirnos nos ayudará a encontrar al ministro, doña Mariana —intervino Vargas—. Por favor.

La secretaria dudó.

—Don Mauricio preguntó al señor Bolea por algunos de los presos que habían estado bajo su mandato. Quería conocer detalles sobre si todavía estaban internados allí, si habían sido liberados, trasladados o si habían fallecido. No dijo por qué.

—¿Recuerda algunos nombres que se mencionaran?

—Hubo muchos nombres. Y hace muchos años de eso.

—¿Era el de Salgado uno de ellos?

—Sí, creo que sí.

—¿Algún otro nombre?

—El único que recuerdo con claridad es Martín. David Martín.

Alicia y Vargas intercambiaron una mirada. Este tomó nota en su libreta.

—¿Algún nombre más?

—Tal vez un apellido que sonaba francés o extranjero. No lo recuerdo. Ya le digo que han pasado muchos años. ¿Qué importancia puede tener eso ahora?

—No lo sabemos, doña Mariana. Nuestro deber es explorar todas las posibilidades. Volviendo al tema de las cartas... Cuando le mostró la primera, ¿recuerda su reacción? ¿Dijo el ministro algo que le llamara a usted la atención?

La secretaria negó.

—No dijo nada en especial. No pareció darle importancia. La guardó en un cajón y me indicó que si se recibían más cartas como aquella se las entregase a él personalmente.

—¿Sin abrir?

Doña Mariana asintió.

—¿Le pidió don Mauricio que no comentase con nadie la existencia de aquellas cartas?

—No hizo falta. No tengo por costumbre comentar los asuntos de don Mauricio con aquellos a quienes no les incumben.

—¿Acostumbra el ministro a pedirle que guarde secretos, doña Mariana? —preguntó Alicia.

La secretaria de Valls apretó los labios pero no respondió.

—¿Tiene usted alguna pregunta más, capitán? —espetó, dirigiéndose a Vargas con impaciencia.

Alicia hizo caso omiso del intento de fuga de doña Mariana. Se inclinó hacia adelante para colocarse directamente en su línea de visión.

—¿Sabía usted que don Mauricio pensaba solicitar el indulto para Sebastián Salgado al Jefe del Estado? —preguntó Alicia.

La secretaria la miró de arriba abajo, ya sin hacer esfuerzo alguno por disimular la antipatía y hostilidad que le inspiraba Alicia. Doña Mariana buscó la mirada cómplice de Vargas, pero este había pegado los ojos a su libreta de notas.

—Por supuesto que lo sabía.

—¿No le sorprendió?

—¿Por qué habría de sorprenderme?

—¿Le dijo por qué razón había decidido hacerlo?

—Por motivos humanitarios. Había tenido noticia de que Sebastián Salgado estaba muy enfermo y le quedaba poco tiempo de vida. Quiso que no falleciera en prisión, que pudiese visitar a sus allegados y morir en compañía de su familia.

—Según el informe de la policía, Sebastián Salgado no tenía ya familia conocida ni allegados después de haber pasado veinte años en prisión —aventuró Alicia.

—Don Mauricio es un ferviente defensor de la reconciliación nacional y de sanar las heridas del pasado. Tal vez a usted le cueste comprenderlo, pero hay personas que tienen caridad cristiana y generosidad de espíritu.

—Y siendo así, ¿le consta que don Mauricio haya solicitado otros indultos similares a lo largo de los años que usted ha trabajado para él? ¿Tal vez para alguno de los cientos o miles de presos políticos que pasaron por el penal que dirigió durante varios años?

Doña Mariana esgrimió una sonrisa gélida que cortaba como una cuchilla envenenada.

—No.

Alicia y Vargas se miraron brevemente. Este le dio a entender que lo dejara correr, estaba claro que por aquel camino no iban a llegar a lugar alguno. Alicia se inclinó de nuevo hacia adelante y captó una vez más la mirada de doña Mariana a regañadientes.

—Casi acabamos ya, doña Mariana. Gracias por su paciencia. La cita del ministro que mencionaba usted antes, con el comercial de la Editorial Ariadna...

—El señor Cascos.

—El señor Cascos, gracias. ¿Sabe usted a qué asuntos concernía?

Doña Mariana la observó como si quisiera obviar lo absurda que le parecía la pregunta.

—Asuntos de la editorial, como es de suponer.

—Claro. ¿Es habitual que el señor ministro se reúna con empleados de sus negocios particulares en la residencia?

—No entiendo a qué se refiere.

—¿Recuerda usted cuándo fue la última vez que eso sucedió?

—Pues no, la verdad.

—Y la reunión con el señor Cascos, ¿la concertó usted?

Doña Mariana negó.

—Como ya les he dicho, la anotó él mismo en su agenda de su puño y letra.

—¿Es habitual que don Mauricio programe encuentros o reuniones sin su conocimiento? ¿De su «puño y letra»?

La secretaria la miró fríamente.

—No.

—Y, sin embargo, en su declaración a la policía no mencionaba usted este hecho.

—Ya he dicho que no me pareció que tuviera relevancia. El señor Cascos es un empleado y colaborador de don Mauricio. No vi nada inusual en el hecho de que tuvieran previsto reunirse. No era la primera vez.

—¿Ah, no?

—No. Se habían reunido antes en varias ocasiones.

—¿En esta casa?

—Que yo sepa, no.

—¿Fue usted quien programó esas reuniones o el propio don Mauricio?

—No lo recuerdo. Tendría que revisar mis notas. ¿Qué más da una cosa o la otra?

—Disculpe la insistencia, pero ¿le dijo quizá el señor Cascos que el ministro quería hablar con él aquella mañana cuando se presentó a la reunión?

Doña Mariana lo pensó durante unos segundos.

—No. En ese momento la preocupación era localizar al ministro, y no se me ocurrió que los asuntos a despachar con un empleado de nivel medio fueran prioritarios.

—¿Es el señor Cascos un empleado de nivel medio? —preguntó Alicia.

—Sí.

—Para entendernos a modo de referencia, ¿cuál sería su nivel, doña Mariana?

Vargas propinó a Alicia un golpe discreto con el pie. La secretaria se incorporó con un severo gesto de cierre y despedida que daba a entender que la audiencia había terminado.

—Si me disculpan y no hay nada más en lo que pueda ayudarlos —dijo, señalando hacia la puerta en una cortés pero firme invitación a que abandonasen la finca—. Aun en su ausencia, los asuntos de don Mauricio requieren mi atención.

Vargas se incorporó del sofá y asintió, preparado para seguir a doña Mariana rumbo a la salida. Había iniciado ya su trayecto cuando advirtió que Alicia continuaba sentada en el sofá, saboreando la taza de té en la que no había reparado en toda la conversación. Vargas y la secretaria se volvieron hacia ella.

—De hecho, sí hay una última cosa en la que puede ayudarnos, doña Mariana —dijo Alicia.

 

 

Siguieron a doña Mariana a través de un laberinto de corredores hasta llegar a la escalinata que ascendía a la torre. La secretaria de Valls abría camino sin mirar atrás y sin pronunciar palabra, dejando a su paso un halo de hostilidad que casi podía palparse en el aire. Las láminas de lluvia que lamían la fachada proyectaban un aura lúgubre a través de los cortinajes y ventanales que creaba la sensación de que Villa Mercedes estaba sumergida bajo las aguas de un lago. Por el camino se cruzaron con un ejército de sirvientes y personal del pequeño imperio de Valls, que a la vista de doña Mariana bajaban la cabeza y, en más de una ocasión, se detenían y se hacían a un lado para rendirse en una especie de reverencia. Vargas y Alicia contemplaron aquel ritual de jerarquías y ceremoniales que se escenificaba entre el elenco de servidores y lacayos del ministro, intercambiando miradas ocasionales de perplejidad.

Al pie de la escalinata de caracol que conducía al despacho de la torre, doña Mariana tomó un farol de aceite que pendía de la pared y ajustó la intensidad de la llama. Ascendieron envueltos en aquella burbuja de luz ámbar que arrastraba sus sombras por los muros. Al llegar a la puerta del despacho, la secretaria se volvió y, por una vez, ignoró a Vargas y clavó sus ojos envenenados en Alicia. Esta le sonrió serenamente y le tendió la mano abierta. Doña Mariana le entregó la llave apretando los labios.

—No toquen nada. Déjenlo todo como lo hayan encontrado. Y cuando hayan terminado devuelvan la llave al mayordomo antes de irse.

—Muchas gracias, doña... —entonó Vargas.

Doña Mariana se volvió sin contestar y se fue escaleras abajo llevándose el farol, abandonándolos en la tiniebla del umbral.

—Mejor no podría haber ido —sentenció Vargas—. A ver lo que tarda la doña en ponerse al teléfono con García Novales y arrancarnos la piel a tiras, sobre todo a usted.

—Menos de un minuto —corroboró Alicia.

—Algo me dice que trabajar con usted va a ser una delicia.

—¿Luz?

Vargas extrajo el mechero y acercó la llama al cerrojo para que Alicia pudiera insertar la llave. Al girar, el pomo de la puerta dejó escapar un quejido metálico.

—Suena como una ratonera —sugirió Vargas.

Alicia le brindó una sonrisa maliciosa a la luz de la llama que Vargas hubiera preferido no ver.

—Abandone toda esperanza aquel que cruce esta puerta... —dijo.

Vargas sopló la llama y empujó la puerta hacia adentro.

 

 

 

8

 

 

Un halo de claridad grisácea flotaba en el aire. Cielos de plomo y lágrimas de lluvia sellaban los ventanales. Alicia y Vargas se adentraron en lo que se les antojó el camarote de popa de un yate de lujo. El despacho tenía forma oval. Un gran escritorio de madera noble presidía el centro de la sala. A su alrededor, una biblioteca armada en espiral cubría la mayor parte de las paredes y parecía anudarse en un lazo que ascendía hacia una linterna acristalada que apuntalaba la cúspide de la torre. Solo una sección de las paredes estaba limpia de libros, un mural enfrentado al escritorio repleto de pequeños marcos que custodiaban docenas de fotografías. Alicia y Vargas se aproximaron a examinarlo. Todas las imágenes eran de un mismo rostro y trazaban una suerte de biografía fotográfica desde la infancia hasta la adolescencia y la primera juventud. Una muchacha de tez pálida y cabellos claros crecía ante los ojos del observador dejando el rastro de una vida en cien instantáneas.

—Parece que el ministro quiere a alguien todavía más que a sí mismo —dijo Alicia.

Vargas se quedó un instante contemplando la galería de retratos mientras Alicia se aproximaba al escritorio de Valls. Apartó la butaca de almirante para tomar asiento a continuación. Posó las manos sobre la lámina de piel que recubría la mesa y contempló la sala.

—¿Qué tal se ve el mundo desde ahí? —preguntó Vargas.

—Pequeño.

Alicia encendió la lámpara del escritorio. Un brillo cálido de luz en polvo inundó la sala. Abrió el primer cajón del escritorio y encontró una caja de madera labrada en el interior. Vargas se aproximó y se sentó en la esquina de la mesa.

—Si es un humidificador de puros me pido el primer Montecristo —dijo el policía.

Alicia abrió el estuche. Estaba vacío. El interior estaba recubierto con terciopelo azul y mostraba el relieve de lo que parecía un revólver. Vargas se inclinó y acarició el borde de la caja. Olfateó sus dedos antes de asentir.

La joven abrió el segundo cajón. Una colección de estuches apareció nítidamente dispuesta, como si se tratase de una exposición.

—Parecen pequeños ataúdes —dijo Alicia.

—Enséñeme el muerto —la invitó Vargas.

Abrió uno de ellos. Contenía un émbolo lacado en negro y coronado por un capuchón que llevaba la marca de una estrella blanca en la punta. Alicia lo extrajo del estuche y lo sopesó sonriendo. Abrió el capuchón e hizo girar poco a poco uno de los extremos. Un plumín de oro y platino que parecía forjado por una cábala de sabios y orfebres relució en sus manos.

—¿La pluma embrujada de Fantomas? —preguntó Vargas.

—Casi. Esta es la primera estilográfica fabricada por la casa Montblanc —explicó Alicia—. De 1905. Una pieza carísima.

—Y eso ¿cómo lo sabe usted?

—Leandro tiene una igual.

—Pues le pega más a usted.

Alicia devolvió la pluma a su estuche y cerró el cajón.

—Ya lo sé. Leandro me prometió que me la regalaría el día que me retirase.

—¿Y eso será...?

—Pronto.

Se disponía a abrir el tercer y último cajón del escritorio cuando comprobó que estaba cerrado. Alicia miró a Vargas, que hizo un gesto negativo.

—Si quiere la llave baje a pedírsela a su amiga doña Mariana.

—No quisiera molestarla estando tan ocupada como está con «los asuntos de don Mauricio»...

—¿Entonces?

—Creí que en Jefatura les daban cursillos de fuerza bruta.

Vargas suspiró.

—Apártese —ordenó.

El policía se arrodilló frente a la cajonera y extrajo de la chaqueta un mango de marfil que desplegó en una cuchilla serrada de doble filo.

—No se vaya a pensar que es la única que entiende de piezas de coleccionista —dijo Vargas—. Acérqueme el abrecartas.

Alicia se lo tendió y el hombre empezó a forzar el cerrojo con la cuchilla, y el tope entre el cajón y el escritorio, con el abrecartas.

—Algo me dice que no es la primera vez que hace esto —apuntó Alicia.

—Hay quien va al fútbol y hay quien fuerza cerraduras. Alguna afición hay que tener...

La operación llevó algo más de dos minutos. Tras un chasquido metálico, la hoja del abrecartas se hundió en el cajón al ceder el cierre. Vargas extrajo el filo de su navaja de la cerradura. No tenía una sola marca o muesca en la hoja.

—¿Acero templado? —preguntó Alicia.

Vargas plegó la navaja con mano experta apoyando la punta del filo en el suelo y la guardó de vuelta en el bolsillo interior de la chaqueta.

—Algún día me tiene usted que dejar jugar con ese armatoste —dijo Alicia.

—Si se porta bien —replicó Vargas abriendo el cajón.

Ambos miraron en el interior, expectantes. El cajón estaba vacío.

—No me diga que he forzado el escritorio de un ministro para nada.

Ella no respondió. Se arrodilló junto a Vargas y palpó el interior del cajón, golpeando las láminas que lo formaban con los nudillos.

—Roble sólido —dijo el policía—. Ya no se hacen muebles así...

Alicia frunció el ceño, perpleja.

—Aquí no vamos a encontrar nada —aventuró Vargas, incorporándose—. Haríamos mejor yendo a Jefatura a inspeccionar las cartas de Salgado.

Alicia ignoró sus palabras. Siguió palpando el interior del cajón y la base del que quedaba justo encima. Había un margen de dos dedos entre la lámina que cubría el cajón superior y el final de sus paredes laterales.

—Ayúdeme a sacarlo —pidió.

—No contenta con cargarse el cerrojo, ahora quiere desmontar el escritorio entero —murmuró Vargas.

El policía le hizo una señal para que se hiciera a un lado y extrajo el cajón entero.

—¿Lo ve? Nada.

Alicia asió el cajón y le dio la vuelta. Adherido al fondo de la base y sujeto con dos tiras de cinta aislante en cruz encontró lo que parecía un libro. Retiró cuidadosamente las tiras y tomó el volumen. Vargas palpó la cara adhesiva de la cinta.

—Es reciente.

Alicia depositó el libro sobre el escritorio. Se sentó de nuevo en la butaca y lo acercó a la luz. Vargas se arrodilló a su lado y la miró con gesto inquisitivo.

El tomo debía de tener unas doscientas páginas y estaba encuadernado en piel negra. La portada y el lomo no mostraban título alguno. El único rasgo distintivo era una imagen grabada en dorado sobre la cubierta en forma de espiral. La inscripción creaba una suerte de ilusión óptica que hacía que el lector, al sostener el volumen entre las manos, creyese estar viendo una escalera de caracol que descendía hacia las entrañas del libro.

Al abrir había tres páginas en blanco con tres dibujos a plumilla de piezas de ajedrez: un alfil, un peón y una reina. Las piezas mostraban rasgos vagamente humanos. La reina tenía ojos negros y pupilas verticales, como las de un reptil. Alicia pasó la página para encontrar una lámina donde se anunciaba el título de la obra.

 

 

El Laberinto de los Espíritus VII

Ariadna y el Príncipe Escarlata

 

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Texto e ilustraciones de Víctor Mataix

 

 

Bajo el título se extendía una exquisita ilustración a doble página realizada a plumín negro. La imagen mostraba una ciudad de aire espectral donde los edificios tenían rostro y las nubes se deslizaban como serpientes entre los tejados. Hogueras y piras de humo se alzaban entre las calles y una gran cruz en llamas presidía la ciudad desde lo alto de una montaña. Alicia reconoció en el dibujo la fisonomía de Barcelona. Pero era una Barcelona diferente, una ciudad transformada en un amago de pesadilla vista a través de los ojos de un niño. Siguió pasando hojas y se detuvo en una ilustración en la que se podía ver el templo de la Sagrada Familia. En el dibujo, la estructura parecía haber cobrado vida y la catedral inconclusa se arrastraba como un dragón, las cuatro torres del portal de la Natividad ondulando contra cielos de azufre acabados en cabezas que escupían fuego.

—¿Había visto algo parecido antes? —preguntó Vargas.

Alicia negó despacio. Por espacio de un par de minutos se sumergió en el extraño universo que proyectaban aquellas páginas. Imágenes de un circo ambulante poblado de criaturas que rehuían la luz; de un cementerio infinito que se erguía en un enjambre de mausoleos y ánimas que ascendían al cielo y atravesaban las nubes; de un buque varado a orillas de una playa sembrada por los restos del naufragio y una marea de cadáveres atrapados bajo la superficie. Y reinando en aquella Barcelona fantasmagórica, contemplando las calles arremolinadas a sus pies desde lo alto del cimborrio de la catedral, una silueta enfundada en una túnica que ondeaba al viento, un rostro de ángel con ojos de lobo: el Príncipe Escarlata.

Alicia cerró el libro, embriagada por la extraña y perversa fuerza que las imágenes destilaban. Solo entonces comprendió que lo que sostenía entre las manos era, simplemente, un cuento para niños.

 

 

 

9

 

 

Cuando descendían por la escalinata de la torre, Vargas la asió con suavidad del brazo y la detuvo.

—Habrá que decirle a doña Mariana que hemos encontrado este libro y que nos lo llevamos.

Alicia clavó la mirada en la mano de Vargas y este la retiró con gesto de disculpa.

—Me ha parecido entender que prefería que no se la molestase más.

—Pues al menos habrá que incluirlo en el sumario...

Alicia le devolvió una mirada impenetrable. Vargas pensó que en la penumbra aquellos ojos verdes brillaban como monedas hundiéndose en un estanque y conferían a su dueña un aire vagamente espectral.

—Quiero decir como prueba —precisó el policía.

—¿De qué?

El tono de Alicia era frío, cortante.

—Lo que encuentra la policía en el curso de una investigación...

—Técnicamente no lo ha encontrado la policía. Lo he encontrado yo. Usted se ha limitado a hacer de cerrajero.

—Oiga...

Alicia se deslizó escaleras abajo, dejándolo con la palabra en la boca. Vargas la siguió a tientas.

—Alicia...

Al llegar al jardín los recibió una llovizna que prendía en la ropa como polvo de cristal. Una de las doncellas les había prestado un paraguas, pero, antes de que Vargas pudiera desplegarlo, Alicia se encaminó al garaje sin esperarle. El policía se apresuró y alcanzó a cubrirla con el paraguas.

—De nada —dijo.

Vargas advirtió que Alicia cojeaba un poco y que apretaba los labios.

—¿Qué le pasa?

—Nada. Es una vieja lesión. La humedad no ayuda. No tiene importancia.

—Si quiere, espere aquí y ya acerco yo el coche —ofreció él.

Una vez más, Alicia no pareció oír sus palabras. Sus ojos se habían perdido en la distancia y escrutaban el espejismo de una estructura velada por la lluvia entre los árboles.

—¿Qué? —preguntó Vargas.

Ella echó a andar, dejándolo con el paraguas en la mano.

—Madre de Dios —murmuró el policía, siguiéndola de nuevo.

Cuando la alcanzó, Alicia se limitó a hacer una seña en dirección a lo que parecía un invernadero sumergido en las profundidades del jardín.

—Había alguien ahí —dijo—. Observándonos.

—¿Quién podría ser?

Alicia se detuvo un instante y dudó.

—Adelántese usted hasta el garaje. Yo voy en un minuto.

—¿Está segura?

Ella asintió.

—Al menos coja el paraguas...

Vargas la contempló partir bajo la lluvia cojeando ligeramente hasta que se evaporó en la neblina, una más entre las sombras del jardín.

 

 

 

10

 

 

Un sendero de piedra blanquecina se abría a sus pies. Líneas de musgo anidaban entre los resquicios de la roca labrada. Alicia pensó que parecía un camino hecho con lápidas robadas de un cementerio. La senda se adentraba entre los sauces. Las ramas rezumaban gotas de lluvia y la acariciaban al pasar como brazos que quisieran retenerla. Al otro lado se entreveía la estructura de lo que en un principio había tomado por un invernadero pero que, de cerca, se le antojó una suerte de pabellón de aire neoclásico. Los raíles del ferrocarril en miniatura que recorría el perímetro de la finca bordeaban el edificio y había un andén a modo de estación construido justo frente a la entrada principal. Alicia sorteó los raíles y ascendió los peldaños que conducían a la puerta, que estaba entreabierta. El dolor le latía en la cadera y propinaba punzadas que le hacían pensar en un alambre de púas anudado en torno a sus huesos. Se detuvo unos instantes a recobrar el aliento y empujó la puerta hacia adentro; esta cedió con un leve quejido.

Lo primero que pensó fue que se encontraba en una sala de baile abandonada años atrás. Un rastro de huellas se dibujaba a través de la película de polvo que recubría un suelo de madera marcado con dibujos de rombos bajo dos lámparas de cuentas de cristal que pendían como flores de escarcha.

—¿Hola? —llamó.

El eco de su voz viajó a través de la sala sin obtener respuesta. El rastro de unas pisadas se perdía en la penumbra. Más allá se entreveía una vitrina de madera oscura fragmentada en pequeños habitáculos a modo de nichos funerarios que ocupaba toda la pared. Alicia avanzó unos pasos, siguiendo el rastro de huellas a sus pies, pero se detuvo al advertir que algo la observaba. Una mirada de cristal emergió de la sombra enmarcada en un rostro de marfil que sonreía con un gesto de malicia y desafío. La muñeca tenía el cabello rojo y vestía un atuendo de seda negra. Alicia se adelantó un par de metros y advirtió que la muñeca no estaba sola. Cada una de aquellas hornacinas albergaba una criatura ataviada con finas galas. Creyó vislumbrar más de un centenar de figuras, todas sonrientes, todas mirando sin pestañear. Las muñecas tenían el tamaño de un niño e, incluso en la penumbra, se podía apreciar su acabado meticuloso y preciosista, desde el brillo en las uñas o los pequeños dientes blancos asomando tras los labios pintados hasta el iris de sus pupilas.

—¿Quién es usted?

La voz provenía del fondo de la sala. Alicia distinguió una figura sentada en una silla en la esquina.

—Soy Alicia. Alicia Gris. No quería asustarte.

La figura se incorporó y se aproximó muy despacio. Emergió de la sombra hasta el umbral de luz mortecina que se filtraba desde la entrada y Alicia reconoció el rostro de la muchacha que aparecía en el conjunto de retratos del despacho de Valls.

—Tienes una bonita colección de muñecas.

—A casi nadie le gustan. Mi padre dice que parecen vampiros. A la mayoría de la gente le dan miedo.

—Por eso me gustan —dijo Alicia.

Mercedes observó con detenimiento aquella extraña presencia. Por un instante pensó que tenía algo en común con las piezas de su colección, como si una de ellas no hubiera quedado congelada en una infancia de marfil y hubiese crecido para convertirse en una mujer de carne, hueso y sombra. Alicia le sonrió y le tendió la mano.

—Mercedes, ¿verdad?

La muchacha asintió y le estrechó la mano. Algo en su mirada gélida y penetrante la tranquilizaba y le inspiraba confianza. Le calculó algo menos de treinta años, pero al igual que sus muñecas, cuanto más de cerca se la miraba más difícil era determinar qué edad representaba. Tenía el talle afilado y vestía del modo en que secretamente le habría gustado vestir a Mercedes de no tener la certeza de que su padre y doña Irene nunca se lo permitirían. Exhalaba aquel aliento indefinible que la hija de Valls sabía que embrujaba a los hombres y los hacía comportarse como niños, o como viejos, y relamerse a su paso. La había visto llegar en compañía de aquel policía y entrar en la casa. La idea de que alguien de las altas instancias hubiera pensado en aquella criatura como la ideal para encontrar a su padre le resultaba tan incomprensible como esperanzador.

—Ha venido usted por mi padre, ¿verdad?

Alicia asintió.

—No me hables de usted. No soy mucho mayor que tú.

Mercedes se encogió de hombros.

—Me han educado para que hable de usted a todo el mundo.

—A mí me educaron para que me comportase como una señorita de buena casa y aquí me tienes.

Mercedes rio levemente, con una punta de pudor. Alicia pensó que la muchacha tenía poca costumbre de reír y que lo hacía del mismo modo en que miraba el mundo, como una niña escondida en el cuerpo de una mujer o una mujer que hubiera vivido atrapada casi toda su vida en un cuento para niños poblado de criados y muñecas con las entrañas de vidrio.

—¿Es usted policía?

—Algo así.

—No lo parece.

—Nadie es lo que parece.

Mercedes sopesó aquellas palabras.

—Supongo que no.

—¿Podemos sentarnos? —preguntó Alicia.

—Claro...

Mercedes se apresuró a rescatar un par de sillas del rincón y las colocó en el rastro de luz que caía de la entrada. Alicia se sentó con cautela. La muchacha leyó con rapidez la agonía en su rostro y la ayudó. Alicia le sonrió débilmente con una película de sudor frío en la frente. Mercedes dudó un instante, pero procedió a secárselo con un pañuelo que llevaba en el bolsillo. Al hacerlo, pudo apreciar que Alicia tenía la piel tan fina y pálida que sintió deseos de acariciarla con los dedos. La idea se le cayó del pensamiento y notó que se ruborizaba sin saber muy bien por qué.

—¿Está mejor? —quiso saber.

Alicia hizo un gesto afirmativo.

—¿Qué le pasa?

—Es una vieja herida. De cuando era niña. A veces, si llueve o hay mucha humedad, me duele.

—¿Un accidente?

—Algo así.

—Lo siento.

—Cosas que pasan. ¿Te importa si te hago unas cuantas preguntas?

La mirada de la muchacha se llenó de inquietud.

—¿Sobre mi padre?

Alicia asintió.

—¿Va usted a encontrarle?

—Lo voy a intentar.

Mercedes la miró con anhelo.

—La policía no va a poder encontrarle. Va a tener que hacerlo usted.

—¿Por qué dices eso?

La hija de Valls bajó la mirada.

—Porque creo que él no quiere que le encuentren.

—¿Qué te hace pensar eso?

Mercedes siguió cabizbaja.

—No sé...

—Doña Mariana dice que la mañana en que tu padre se fue le dijiste que pensabas que se había marchado para siempre, que no iba a volver...

—Es cierto.

—¿Te dijo tu padre algo aquella noche que te hiciera pensar eso?

—No lo sé.

—¿Hablaste con él la noche del baile?

—Subí a verlo a su despacho. Él no bajó a la fiesta en ningún momento. Estaba con Vicente.

—¿Vicente Carmona, el guardaespaldas?

—Sí. Estaba triste. Raro.

—¿Te dijo por qué?

—No. Mi padre solo me dice lo que cree que quiero oír.

Alicia rio.

—Todos los padres hacen lo mismo.

—¿El suyo también?

Alicia se limitó a sonreír y Mercedes no insistió.

—Recuerdo que estaba mirando un libro cuando entré en su despacho.

—¿Te acuerdas de si era un libro con las tapas negras?

Mercedes adoptó un semblante de sorpresa.

—Creo que sí. Le pregunté qué era y dijo que no era lectura para jovencitas. Me pareció que no quería que lo viera. A lo mejor era un libro prohibido.

—¿Tiene tu padre libros prohibidos?

Alicia asintió, mostrando de nuevo aquella punta de pudor.

—En un armario cerrado de su despacho en el ministerio. Él no sabe que lo sé.

—Pues por mí no se enterará. Dime, ¿te lleva tu padre a menudo a su despacho del ministerio?

Mercedes negó.

—Solo he estado dos veces.

—¿Y en la ciudad?

—¿En Madrid?

—Sí, en Madrid.

—Aquí tengo todo lo que puedo necesitar —dijo con escaso convencimiento.

—A lo mejor alguna vez podemos ir a la ciudad juntas. A pasear. O al cine. ¿Te gusta el cine?

Mercedes se mordió los labios.

—No he ido nunca. Pero me gustaría. Ir con usted, quiero decir.

Alicia le palmeó las manos, ofreciendo su mejor sonrisa.

—Iremos a ver una de Cary Grant.

—No sé quién es.

—Es el hombre perfecto.

—¿Por qué?

—Porque no existe.

Mercedes rio de nuevo con aquella risa encarcelada y triste.

—¿Qué más dijo tu padre esa noche? ¿Te acuerdas?

—No mucho. Dijo que me quería. Y que me querría siempre, pasara lo que pasase.

—¿Algo más?

—Estaba nervioso. Me dio las buenas noches y luego se quedó hablando con Vicente.

—¿Pudiste oír algo de lo que decían? —preguntó Alicia.

—No está bien escuchar a través de las puertas...

—Yo siempre he creído que es así como se oyen las mejores conversaciones —aventuró Alicia.

Mercedes sonrió con picardía.

—Mi padre creía que alguien había estado allí. En la fiesta. En su despacho.

—¿Dijo quién?

—No.

—¿Qué más? ¿Algo que te llamara la atención?

—Algo sobre una lista. Dijo que alguien tenía una lista. No sé quién.

—¿Sabes a qué tipo de lista se refería?

—No lo sé. De números, creo. Lo siento. Me gustaría poder ayudarla más, pero es todo lo que llegué a oír...

—Me ayudas mucho, Mercedes.

—¿De verdad?

Alicia asintió y le acarició la mejilla. Nadie había acariciado así a Mercedes desde que su madre quedó confinada en el lecho diez años atrás y los huesos de sus manos acabaron convertidos en anzuelos.

—¿A qué crees que se refería tu padre cuando dijo «pasara lo que pasase»?

—No lo sé...

—¿Se lo habías oído decir antes alguna vez?

Mercedes guardó silencio y la miró fijamente.

—¿Mercedes?

—No me gusta hablar de eso.

—¿De qué?

—Mi padre me dijo que nunca hablara de eso con nadie.

Alicia se inclinó hacia ella y le tomó la mano. La muchacha estaba temblando.

—Pero yo no soy nadie. Conmigo sí puedes hablar...

—Si mi padre se enterase de que le había dicho...

—No se va a enterar.

—¿Me lo jura?

—Te lo juro. Y que me muera si miento.

—No diga eso.

—Cuéntame, Mercedes. Lo que me digas quedará entre tú y yo. Tienes mi palabra.

Mercedes la miró con los ojos velados de lágrimas. Alicia le apretó la mano.

—Yo debía de tener siete u ocho años, no lo sé. Fue en Madrid, en el colegio de las Damas Negras. Por la tarde la escolta de mi padre venía a buscarme al acabar las clases. Las niñas esperábamos en el patio de los cipreses a que los padres o los criados acudieran a recogernos. A las cinco y media. La señora venía muchas veces. Siempre se quedaba al otro lado de la verja, mirándome. A veces me sonreía. Yo no sabía quién era. Pero casi todas las tardes estaba allí. Me hacía señas para que me acercase, aunque a mí me daba miedo. Una tarde la escolta se retrasó. Algo había pasado en Madrid, en el centro. Me acuerdo de que los coches se fueron llevando a las otras niñas hasta que me quedé sola, esperando. No sé cómo ocurrió, pero cuando uno de los coches salía, la señora se coló por la verja. Se acercó y se arrodilló frente a mí. Entonces me abrazó y se puso a llorar. A darme besos. Yo me asusté y empecé a gritar. Las monjas salieron. Llegó la escolta y me acuerdo de que dos de los hombres la agarraron de los brazos y se la llevaron a rastras. La señora gritaba y lloraba. Recuerdo que uno de los guardaespaldas de mi padre le dio un puñetazo en la cara. Entonces ella sacó algo que llevaba escondido en el bolso. Era una pistola. Los guardaespaldas se apartaron y ella corrió hacia mí. Tenía la cara llena de sangre. Me abrazó y me dijo que me quería y que no la olvidase jamás.

—¿Qué pasó entonces?

Mercedes tragó saliva.

—Entonces Vicente se acercó y le disparó en la cabeza. La señora cayó a mis pies, en un charco de sangre. Me acuerdo porque una de las monjas me cogió en brazos y me quitó los zapatos, que estaban manchados con la sangre de la señora. Me entregó a uno de los guardaespaldas, el cual me acompañó al coche con Vicente. Este arrancó y nos fuimos a toda prisa, pero pude ver por la ventana cómo dos de los escoltas se llevaban a rastras el cuerpo de la señora...

Mercedes buscó la mirada de Alicia, que la abrazó.

—Aquella noche mi padre me dijo que esa señora era una loca. Que la policía la había detenido varias veces por intentar raptar a niños de las escuelas de Madrid. Me dijo que nunca jamás nadie me haría daño y que ya no tenía de qué preocuparme. Y me dijo que no le contase a nadie lo que había sucedido. Pasara lo que pasase. Nunca volví al colegio. Doña Irene se convirtió en mi tutora y el resto de mi educación lo recibí en esta casa...

Alicia la dejó llorar en sus brazos al tiempo que le acariciaba el pelo. Luego, mientras una calma desesperada descendía sobre la muchacha, oyó la bocina del coche de Vargas en la distancia y se incorporó.

—Ahora me tengo que ir, Mercedes. Pero volveré. Y nos daremos ese paseo por Madrid e iremos al cine. Eso sí, hasta entonces tienes que prometerme que estarás bien.

Mercedes la asió de las manos y asintió.

—¿Encontrará a mi padre?

—Te lo prometo.

La besó en la frente y se alejó cojeando hacia la salida. Mercedes se sentó en el suelo, abrazándose las rodillas y sumergida en las sombras de su mundo de muñecas, roto para siempre.

 

 

 

11

 

 

El camino de vuelta a Madrid estuvo teñido de lluvia y silencio. Alicia viajaba con los ojos cerrados y la cabeza apoyada en el cristal empañado, la mente a mil kilómetros de allí. Vargas la iba observando de reojo, lanzando pequeños anzuelos aquí y allá para ver si la implicaba en una conversación que rompiera el vacío que los había acompañado desde que habían salido de Villa Mercedes.

—Ha estado usted dura ahí con la secretaria de Valls —aventuró—. Por no decir otra cosa.

—Es una arpía —murmuró Alicia en tono poco amigable.

—Si lo prefiere podemos hablar del tiempo —propuso Vargas.

—Llueve —replicó Alicia—. ¿De qué más quiere hablar?

—Podría contarme lo que ha pasado allí dentro, en la casita del jardín.

—No ha pasado nada.

—Pues ha estado allí media hora. Espero que no le haya estado apretando las tuercas a nadie más. Estaría bien que no nos pusiéramos a todo el mundo en contra el primer día. Digo yo.

Alicia no respondió.

—Mire, esto solo funciona si trabajamos juntos —argumentó Vargas—. Compartiendo información. Porque yo no soy su chófer.

—Entonces a lo mejor no funciona. Puedo ir en taxi, si lo prefiere. Es lo que suelo hacer.

Vargas suspiró.

—No me haga caso, ¿de acuerdo? —replicó Alicia—. No me encuentro muy bien.

Vargas la observó con detenimiento. Ella mantenía los ojos cerrados y se aferraba la cadera en un gesto de agonía.

—¿Quiere que vayamos a una farmacia o algo?

—¿Para qué?

—No sé. No tiene usted muy buen aspecto.

—Gracias.

—¿Le puedo conseguir algo para el dolor?

Alicia negó. Respiraba de forma entrecortada.

—¿Podemos parar un momento? —dijo al fin.

Vargas avistó a un centenar de metros un restaurante de carretera junto a una estación de servicio donde anidaban una docena de camiones. Se salió de la ruta y detuvo el coche frente a la entrada del establecimiento. Bajó del automóvil y lo rodeó para abrirle la puerta. Le ofreció la mano.

—Puedo sola.

Tras dos intentos, Vargas la asió bajo los hombros y la sacó del coche. Recogió el bolso que había dejado en el asiento y se lo colgó del brazo.

—¿Puede andar?

Alicia asintió y se encaminaron hacia la puerta. Vargas la sujetó suavemente del brazo y ella, por una vez, no hizo nada por zafarse. Al entrar en el bar, el policía efectuó un repaso somero del lugar, como tenía por costumbre, localizando entradas, salidas y concurrencia. Un grupo de camioneros estaban departiendo en una mesa vestida con mantelería de papel, vino de la casa y sifones. Algunos se volvieron para echarles un vistazo, pero tan pronto como se encontraron con la mirada de Vargas, enterraron los ojos y el espíritu en los platos de cocido sin rechistar. El camarero, un tipo con aire de mesonero de zarzuela que pasó portando una bandeja repleta de cafés, procedió a ofrecerles, con un gesto, la que debía de ser la mesa de honor del local, separada de la plebe y con vistas a la carretera.

—En un segundo estoy con ustedes —dijo.

Vargas condujo a Alicia hasta la mesa y la acomodó en la silla que daba la espalda a los comensales. Se sentó frente a ella y la miró expectante.

—Me está usted empezando a asustar —dijo.

—No se haga ilusiones.

El camarero regresó raudo, todo sonrisas y prestancia para recibir a tan distinguidos e inesperados visitantes.

—Buenas tardes. ¿Se quedarán a comer los señores? Hoy tenemos un cocido buenísimo que prepara mi señora, pero les podemos hacer lo que quieran ustedes. Un filetito...

—Un poco de agua, por favor —pidió Alicia.

—Ahora mismo.

El camarero corrió a por una botella de agua mineral y regresó también armado de un par de menús en forma de cartón laminado anotado a mano. Sirvió dos vasos de agua e, intuyendo que su presencia, cuanto más breve mejor, se retiró con una reverencia.

—Les dejo la carta por si se la quieren ir mirando.

Vargas murmuró un agradecimiento y vio que Alicia bebía su vaso de agua como si acabara de cruzar el desierto.

—¿Tiene hambre?

Ella cogió el bolso y se incorporó.

—Voy un momento al baño. Pida por mí.

Al cruzar frente a Vargas le apoyó la mano en el hombro y le sonrió de forma débil.

—No se preocupe. Estaré bien...

El policía la vio cojear rumbo al aseo y desaparecer tras la puerta. El camarero la observaba desde la barra, probablemente preguntándose por la naturaleza de la relación de aquel hombre con semejante criatura.

Alicia cerró la puerta del baño y echó el pestillo. El aseo apestaba a Zotal y quedaba enclaustrado entre azulejos descoloridos sembrados de dibujos obscenos y frases poco afortunadas. Una ventana angosta enmarcaba un ventilador entre cuyas aspas se filtraban cuchillas de luz polvorienta. Alicia se acercó al lavamanos y se apoyó. Abrió el grifo y dejó fluir el agua, que hedía a óxido. Abrió el bolso y extrajo un estuche de metal. Lo hizo con manos temblorosas. Tomó la jeringuilla y el frasco de cristal con la tapa de goma. Hundió la aguja en el frasco y llenó el cilindro hasta la mitad. La golpeó con los dedos y presionó el émbolo hasta que una gota espesa y brillante se formó en la punta de la aguja. Se acercó hasta el inodoro, cerró la tapa, se sentó apoyándose contra la pared y con la mano izquierda se levantó el vestido hasta la cadera. Se palpó la cara interna del muslo y respiró hondo. Hundió la aguja a dos dedos de donde acababa la media y vació el contenido. Segundos más tarde sintió el envite. La jeringuilla se le cayó de las manos y la mente se le nubló mientras la sensación de frío se esparcía por sus venas. Se apoyó contra la pared y dejó pasar unos minutos sin pensar en nada más que en aquella serpiente de hielo reptando por su cuerpo. Por un momento creyó perder el sentido. Abrió los ojos a un cuartucho maloliente y lúgubre que no reconocía. Un sonido distante, de alguien golpeando en la puerta, la alertó.

—¿Alicia? ¿Está usted bien?

Era la voz de Vargas.

—Sí —se forzó a decir—. Ahora salgo.

Los pasos del policía tardaron unos segundos en alejarse. Alicia se limpió el reguero de sangre que le caía por el muslo y se bajó el vestido. Recogió la jeringuilla quebrada para guardarla en el estuche. Se lavó la cara en el lavabo y se secó con un retal de papel industrial que colgaba de un clavo en la pared. Antes de salir se enfrentó con su imagen en el espejo. Parecía una de las muñecas de Mercedes. Se pintó los labios y se arregló la ropa. Respiró hondo para disponerse a regresar al mundo de los vivos.

De vuelta a la mesa, se sentó frente a Vargas y le dedicó la más dulce de sus sonrisas. Él sostenía un vaso de cerveza que no parecía haber probado y la observaba con abierta preocupación.

—Le he pedido un filete —dijo al fin—. Poco hecho. Proteínas.

Alicia asintió dando a entender que la elección le parecía inmejorable.

—No sabía qué pedirle, pero se me ha ocurrido que es usted carnívora.

—Carne sanguinolenta es lo único que ingiero —comentó Alicia—. A ser posible de criaturas inocentes.

Él no le rio la gracia. Alicia leyó su reflejo en la mirada de Vargas.

—Puede decirlo.

—¿El qué?

—Lo que está pensando.

—¿Qué estoy pensando?

—Que parezco la novia de Drácula.

Vargas frunció el ceño.

—Es lo que dice siempre Leandro —dijo Alicia en tono amigable—. No me molesta. Estoy acostumbrada.

—No estaba pensando eso.

—Perdone por lo de antes.

—No hay nada que perdonar.

El camarero se aproximó portando dos platos y una mueca complaciente.

—Un filete para la señorita... y el cocido de la casa para el caballero. ¿Alguna cosita más? ¿Un poco más de pan? ¿Un vinito de la cooperativa?

Vargas negó. Alicia echó un vistazo al bistec flanqueado de patatas en su plato y suspiró.

—Si quiere se lo paso un poquito más... —ofreció el camarero.

—Está bien, gracias.

Empezaron a comer en silencio, intercambiando miradas ocasionales y sonrisas conciliadoras. Alicia no tenía apetito, pero hizo un esfuerzo y fingió disfrutar de su filete.

—Está bueno. ¿Y su cocido? ¿Como para casarse con la cocinera?

Vargas dejó reposar la cuchara y se reclinó en la silla. Alicia sabía que le estaba observando las pupilas dilatadas y el semblante somnoliento.

—¿Cuánto se ha metido?

—No es asunto suyo.

—¿Qué clase de herida es esa?

—De las que una señorita bien educada no comenta.

—Si vamos a trabajar juntos necesito saber a qué atenerme.

—No somos novios. Esto va a durar dos días. No hace falta que me presente a su madre.

Vargas no ofreció ni un asomo de sonrisa.

—Es de cuando era niña. Durante los bombardeos, en la guerra. El médico que me reconstruyó la cadera llevaba veinticuatro horas sin dormir e hizo lo que pudo. Creo que aún llevo ahí un par de souvenirs de la aviación italiana.

—¿En Barcelona?

Alicia hizo un gesto afirmativo.

—Tuve un compañero del Cuerpo que era de allí y vivió doce años con un trozo de metralla del tamaño de una oliva rellena pegado a la aorta —dijo Vargas.

—¿Murió al fin?

—Atropellado por un repartidor de periódicos enfrente de la estación de Atocha.

—No se puede fiar uno de la prensa. A la que pueden te la meten. ¿Y usted? ¿Dónde pasó la guerra?

—Aquí y allá. La mayor parte en Toledo.

—¿Dentro o fuera del Alcázar?

—¿Qué más da?

—¿Recuerdos?

Vargas se desabrochó la camisa y le mostró una cicatriz circular en el lado derecho del pecho.

—¿Puedo? —preguntó Alicia.

Vargas asintió. Alicia se inclinó y palpó la cicatriz con los dedos. Tras la barra, al camarero se le cayó al suelo el vaso que estaba secando.

—Es una de las buenas —dijo Alicia—. ¿Le duele?

Vargas se abrochó de nuevo la camisa.

—Solo cuando me río. En serio.

—Con este trabajo no debe de ganar usted para aspirinas.

Vargas sonrió al fin. Alicia alzó su vaso de agua.

—Un brindis por nuestras penas.

El policía tomó su vaso y brindaron. Comieron en silencio, Vargas rebañando el plato y Alicia picoteando la carne aquí y allá. Una vez que ella apartó el plato a un lado, él empezó a robarle las patatas restantes, que eran la mayoría.

—Entonces ¿cuál es el plan para esta tarde? —preguntó.

—Había pensado que podría usted acercarse a Jefatura a obtener una copia de las cartas de Salgado y ver si había algo nuevo en ese frente. Y si le daba tiempo, hacerle una visita al tal Cascos en la Editorial Ariadna. Hay algo ahí que no acaba de encajar.

—¿No quiere que vayamos a verlo juntos?

—Tengo otros planes. He pensado hacer una visita a un viejo amigo que a lo mejor nos puede echar una mano. Es mejor que lo vea sola. Es un personaje peculiar.

—Para ser amigo suyo, eso debe de ser un requisito sine qua non. ¿La consulta es sobre el libro?

—Sí.

Vargas hizo una seña al camarero para que les llevase la cuenta.

—¿No quiere un café, un postre o algo más?

—En el coche me puede invitar a uno de sus cigarrillos importados —dijo Alicia.

—Esto no será un ardid para librarse de mí a la primera de cambio, ¿verdad?

Alicia negó.

—A las siete nos vemos en el Gijón y «compartimos información».

Vargas la miró con severidad. Ella alzó la mano con solemnidad.

—Lo prometo.

—Más le vale. ¿Dónde la dejo?

—Recoletos. Le queda de camino.

 

 

 

12

 

 

El año en que Alicia Gris llegó a Madrid, su mentor y titiritero, Leandro Montalvo, le enseñó que cualquiera que aspire a conservar su sano juicio necesita de un lugar en el mundo en el que pueda y desee perderse. Ese lugar, el último refugio, es un pequeño anexo del alma al que, cuando el mundo naufraga en su absurda comedia, uno siempre puede correr a encerrarse y extraviar la llave. Uno de los hábitos más irritantes de Leandro era el de tener siempre la razón. Con el tiempo, Alicia acabó por rendirse a la evidencia y decidió que quizá había llegado el momento de encontrar su propio refugio, porque el absurdo del mundo había dejado de parecerle una comedia ocasional para convertirse en una simple rutina. Por una vez el destino quiso darle una buena mano de cartas. Como todos los grandes encuentros, sucedió cuando menos lo esperaba.

Un lejano día de su primer otoño en Madrid, cuando un aguacero la sorprendió mientras deambulaba por el paseo de Recoletos, Alicia avistó entre la arboleda un palacio de corte clásico que tomó por un museo y en el que decidió buscar resguardo hasta que pasara el temporal. Empapada hasta los huesos, ascendió la escalinata flanqueada de estatuas regias y no reparó en el nombre que lucía en el dintel. Un individuo de porte flemático y mirada de búho se había asomado a contemplar el espectáculo de la lluvia desde la entrada y la vio llegar. La mirada rapaz se posó en ella como si se tratase de un roedorcillo menor.

—Buenas. ¿Qué exhiben aquí? —improvisó Alicia.

El individuo la absorbió con sus pupilas de lupa, claramente nada impresionado.

—Exhibimos paciencia, señorita, y en ocasiones, asombro ante la osadía de la ignorancia. Esto es la Biblioteca Nacional.

Fuera por compasión o aburrimiento, el caballero de la mirada de lechuza le informó de que había puesto los pies en una de las mayores bibliotecas del orbe, que más de veinticinco millones de volúmenes la esperaban en sus entrañas y que, si había acudido con la intención de utilizar los aseos o leer revistas de moda en la gran sala de lectura, ya podía darse la vuelta y entregarse a la caza de una pulmonía.

—¿Puedo preguntarle a su señoría quién es? —inquirió Alicia.

—Señorías hace muchos años que no he visto a ninguna, pero si se refiere usted a mi humilde persona, bastará con decirle que soy el director de esta casa y que uno de mis pasatiempos predilectos es poner a pardillos e intrusos de patitas en la calle.

—Pero es que yo quisiera hacerme socia.

—Y yo haber escrito David Copperfield y aquí me tiene, peinando canas y sin bibliografía notable. ¿Cómo se llama usted, monada?

—Alicia Gris, para servirle a usted y a España.

—El no haber firmado clásicos para la posteridad no me impide apreciar la ironía o la impertinencia. Por España no respondo porque está ya el patio repleto de voceros, pero en lo que a mí concierne no veo de qué podría servirme usted más que para recordarme lo viejo que soy. Sin embargo, no me tengo por un ogro, y si su deseo de hacerse socia es sincero no seré yo quien la mantenga en el analfabetismo estructural. Mi nombre es Bermeo Pumares.

—Es un honor. En sus manos me pongo para recibir la formación que me rescate de la ignorancia y me franquee las puertas de esta Arcadia a su mando.

Bermeo Pumares enarcó las cejas y reconsideró a su oponente.

—Empiezo a tener la vaga impresión de que se rescata usted solita sin necesidad de socorro alguno y que su ignorancia es de menor calado que su atrevimiento, señorita Gris. Soy consciente de que la gula enciclopédica ha acabado por deformar mi discurso hacia lo barroco, pero tampoco hace falta que se mofe usted de un viejo profesor.

—No se me ocurriría en la vida hacer tal cosa.

—Ya. Por su verbo los conoceréis. Alicia, me ha caído usted bien aunque no lo parezca. Pase adentro y vaya al mostrador. Dígale a Puri que Pumares le ha dicho que le haga el carnet.

—¿Cómo puedo agradecérselo?

—Viniendo por aquí y leyendo buenos libros, los que a usted le apetezcan, no los que yo o nadie más le diga que tiene que leer, que seré un tanto redicho pero no un pedante.

—No le quepa duda de que lo haré.

Aquella tarde, Alicia adquirió su carnet de lectora de la Biblioteca Nacional y pasó la que sería la primera de muchas tardes en el gran salón de lectura sacando a bailar a algunos de los tesoros que el cerebro acumulado de siglos de humanidad había conseguido conjurar. Más de una vez levantó la vista de la página para encontrarse con la mirada de búho de don Bermeo Pumares, que gustaba de pasearse a veces por la sala a ver qué leían los asistentes y a echar de malas maneras a quienes entraban a dormitar o a cuchichear, porque, como él decía, para mentes dormidas y tertulias de sandeces ya estaba disponible el mundo exterior entero.

En una ocasión, habiendo dado fe Alicia de su interés y condición de lectora de fondo a lo largo de un año, Bermeo Pumares la invitó a seguirle a la trastienda del gran palacio y le abrió las puertas de una sección cerrada al público. Allí, explicó, reposaban las piezas más valiosas de la biblioteca y solo podían acceder a ella quienes tenían la distinción de obtener un carnet especial que se concedía a ciertos académicos y estudiosos para que pudieran investigar.

—Nunca me ha dicho usted a qué se dedica en su faceta terrenal, pero me da en la nariz que algo de investigadora tiene usted, y no hablo de inventar ni derivados de la penicilina ni de desempolvar versos perdidos del Arcipreste de Hita.

—No va usted del todo desencaminado.

—Yo no me he desencaminado en la vida. El problema en este querido país nuestro son los caminos, no el caminante.

—En mi caso, los caminos no son del Señor sino de lo que su eminencia llamaría el aparato de seguridad del Estado.

Bermeo Pumares asintió despacio.

—Es usted una caja de sorpresas, Alicia. De esas que uno mejor no abre, no vaya a ser que descubra la sorpresa que esconden.

—Sabia decisión.

Pumares le tendió un carnet con su nombre.

—En cualquier caso, quería asegurarme antes de irme de que tuviese usted también el carnet de investigadora para que, si le da por ahí algún día, pueda acceder a este lugar a voluntad.

—¿Antes de irse?

Pumares adoptó un semblante de circunstancias.

—El secretario del ministro don Mauricio Valls ha tenido a bien poner en mi conocimiento que he sido cesado del cargo con efecto retroactivo y que mi último día al frente de esta institución fue ayer miércoles. Por lo visto, la decisión del señor ministro responde a diversos factores, entre los que destacan, por un lado, el aparentemente escuálido fervor demostrado por mi persona hacia los sacrosantos principios del Movimiento, sean estos cuales fueren, y por otro, el interés formulado por el cuñado de algún prohombre de la patria en asumir la dirección de la Biblioteca Nacional, ya que algún botarate debe de creer que la sonoridad del cargo viste casi tanto en determinados círculos como una invitación al palco presidencial del Real Madrid.

—Lo siento mucho, don Bermeo. De verdad.

—No lo sienta. Rara vez en la historia de este país se ha encontrado al frente de una institución cultural a alguien cualificado, o al menos no incompetente sin remedio. Se aplican estrictos controles y hay numeroso personal especializado para impedir que eso suceda. La meritocracia y el clima mediterráneo son incompatibles por necesidad. Es el precio que pagamos por tener el mejor aceite de oliva del mundo, imagino. Que un bibliotecario experimentado llegara a dirigir la Biblioteca Nacional de España, aunque solo fuese durante catorce meses, ha sido un accidente no premeditado al que las mentes preclaras que rigen nuestros destinos han puesto remedio, más cuando hay un sinfín de amiguetes y parientes con que cubrir el puesto. Solo puedo decir que la echaré de menos, Alicia. A usted, a sus misterios y a sus pullas.

—Lo mismo digo.

—Me regreso a mi hermoso Toledo, o lo que hayan dejado de él, con la esperanza de poder alquilar una estancia en algún tranquilo cigarral en una colina con vistas a la ciudad donde pasar el resto de mi marchita existencia orinando a orillas del Tajo y releyendo a Cervantes y a todos sus enemigos, la mayoría de los cuales vivieron no muy lejos de este lugar y no consiguieron cambiar ni un ápice la deriva de este barco, pese a todo el oro y el verso de su siglo.

—¿Y no podría serle yo de ayuda? Lo mío no es el verso, pero le sorprendería la facilidad de recursos estilísticos que tengo para agitar lo inagitable.

Pumares la miró largamente.

—No me sorprendería; me daría miedo, y yo solo me atrevo con los necios. Además, aunque no se dé cuenta ya me ha ayudado usted suficiente. Buena suerte, Alicia.

—Buena suerte, maestro.

Bermeo Pumares sonrió, una sonrisa amplia y abierta. Era la primera y última vez que Alicia le vio hacerlo. Le estrechó la mano con fuerza y bajó la voz.

—Dígame una cosa, Alicia. Por curiosidad, amén de su devoción por el Parnaso, el saber y todas esas causas ejemplares, ¿qué es lo que realmente la trae a este lugar?

Ella se encogió de hombros.

—Un recuerdo —respondió.

El bibliotecario enarcó las cejas, curioso.

—Un recuerdo de la infancia. Algo que soñé en una ocasión en que estuve a punto de morir. Hace mucho tiempo de eso. Una catedral hecha de libros...

—¿Y dónde fue eso?

—En Barcelona. Durante la guerra.

El bibliotecario asintió lentamente, sonriendo para sí.

—¿Y dice que lo soñó? ¿Está segura?

—Casi segura.

—Las certezas reconfortan, pero solo se aprende dudando. Una cosa más. Llegará el día en que precise usted hurgar donde no debe y revolver el fondo de algún turbio estanque. Lo sé porque no es usted ni la primera ni la última que pasa por aquí con la misma sombra en los ojos. Y cuando llegue ese día, que llegará, sepa que esta casa oculta mucho más de lo que parece y que gentes como yo vamos y venimos, pero hay alguien aquí que tal vez podría serle alguna vez de utilidad.

Pumares señaló una puerta negra al fondo de la vasta galería de arcos y estanterías pobladas de libros.

—Tras esa puerta se encuentra la escalera que desciende a los sótanos de la Biblioteca Nacional. Pisos y pisos de corredores infinitos con millones de libros, muchos de ellos incunables. Solo durante la guerra se añadieron medio millón de volúmenes a la colección para salvarlos de la quema. Pero eso no es lo único que hay ahí abajo. Supongo que no ha oído hablar usted nunca de la leyenda del vampiro del palacio de Recoletos.

—No.

—Pero reconozca que le intriga la idea, al menos por lo folletinesco del enunciado.

—No lo niego. Pero ¿habla usted en serio?

Pumares le guiñó el ojo.

—Ya le dije en su día que, pese a las apariencias, sé apreciar la ironía. La dejo con ese pensamiento para que lo madure. Y espero que nunca deje usted de venir a este lugar, o a alguno parecido.

—Lo haré a su salud.

—Mejor a la del mundo, que está en horas bajas. Cuídese mucho, Alicia. Que encuentre usted el camino que a mí se me escapó.

Y fue así, sin mediar más palabra, como don Bermeo Pumares cruzó por última vez la galería de los investigadores y luego la gran sala de lectura de la Biblioteca Nacional y prosiguió hasta rebasar las puertas sin volver nunca la vista atrás hasta que atravesó el umbral del paseo de Recoletos y echó a andar rumbo al olvido, una gota más en la infinita marea de vidas naufragadas en el gris de aquella España de los tiempos.

Y fue así también como, meses más tarde, y llegado el día en que la curiosidad pudo más que la prudencia, Alicia decidió cruzar aquella puerta negra y sumergirse en las tinieblas de los sótanos que se ocultan bajo la Biblioteca Nacional para desentrañar sus secretos.

 

 

 

13

 

 

Una leyenda es una mentira pergeñada para explicar una verdad universal. Los lugares donde la mentira y el espejismo envenenan la tierra son particularmente fértiles para su cultivo. La primera vez que Alicia Gris se perdió por los tenebrosos corredores de los sótanos de la Biblioteca Nacional en busca del supuesto vampiro y su leyenda, no encontró más que una ciudad subterránea poblada por centenares de miles de libros que esperaban en silencio entre telarañas y ecos.

Pocas son las ocasiones en que la vida le permite a uno pasearse por sus propios sueños y acariciar un recuerdo perdido con las manos. En más de una ocasión, mientras recorría aquel lugar, se detuvo en la penumbra esperando oír de nuevo el estallido de las bombas y el rugido metálico de los aviones. Tras un par de horas deambulando piso tras piso, no se tropezó con más almas que las de un par de pequeños gusanos gourmets del papel que recorrían el lomo de un compendio de poemas de Schiller en busca de merienda. En su segunda incursión, pertrechada esta vez de una linterna que había comprado en una ferretería de Callao, no se encontró siquiera con sus colegas los gusanos, pero después de hora y media de exploración descubrió en la salida una nota clavada con un alfiler que decía así:

 

Bonita linterna.

¿Nunca se cambia usted de chaqueta?

En este país eso es casi una extravagancia.

Suyo afectísimo,

Virgilio

 

Al día siguiente, Alicia pasó de nuevo por la ferretería para comprar otra linterna idéntica a la suya y un paquete de pilas. Luciendo la misma y castigada chaqueta, se adentró hasta lo más profundo del último piso y tomó asiento junto a una colección de novelas de las hermanas Brontë, sus predilectas desde los años del Patronato Ribas. Allí sacó el pepito de lomo adobado y la cerveza que le habían preparado en el Café Gijón y se puso a comer. Luego, con el estómago lleno, dio una cabezadita.

La despertaron unos pasos en la sombra, leves, como plumas arrastrándose por el polvo. Abrió los ojos y vislumbró las agujas de luz ámbar que se filtraban entre los libros desde el otro lado del corredor. La burbuja de luz se desplazaba lentamente, como una medusa. Alicia se incorporó y se limpió las migas de pan de las solapas. Segundos más tarde, la silueta dobló la esquina del pasillo y siguió avanzando en dirección a ella, ahora más deprisa. Lo primero en que Alicia reparó fue en los ojos, azules y criados en la tiniebla. La piel era pálida como las páginas de un libro por estrenar y el cabello lacio y peinado hacia atrás.

—Le he traído una linterna —le dijo Alicia—. Y pilas.

—Todo un detalle.

La voz era ronca y extrañamente aguda.

—Mi nombre es Alicia Gris. Intuyo que usted es Virgilio.

—El mismo.

—Es una simple formalidad, pero tengo que preguntarle si es usted un vampiro.

Virgilio sonrió extrañado. Gris pensó que cuando lo hacía parecía una anguila morena.

—Si lo fuera, ya habría muerto por culpa del olor a ajo que desprende el bocadillo que se ha ventilado usted.

—Luego no bebe usted sangre humana.

—Prefiero el TriNaranjus. ¿Estas preguntas se las inventa usted o las trae escritas?

—Me temo que he sido objeto de una broma pesada —dijo Alicia.

—¿Y quién no? Esa es la esencia de la vida. Dígame, ¿qué se le ofrece?

—El señor Bermeo Pumares me habló de usted.

—Ya me lo imaginaba. Humor escolástico.

—Me comentó que tal vez usted podría ayudarme llegado el momento.

—¿Y ha llegado?

—No estoy segura.

—Entonces es que no ha llegado. ¿Puedo ver esa linterna?

—Suya es.

Virgilio aceptó el obsequio y lo inspeccionó.

—¿Cuántos años hace que trabaja usted aquí? —quiso saber Alicia.

—Unos treinta y cinco. Empecé con mi padre.

—¿Su padre también moraba en estas profundidades?

—Creo que nos confunde usted con una familia de crustáceos.

—¿Es así como empezó la leyenda del bibliotecario vampiro?

Virgilio rio con ganas. Tenía risa de papel de lija.

—Nunca ha habido tal leyenda —declaró.

—¿Se la inventó el señor Pumares para tomarme el pelo?

—Técnicamente no se la inventó él. La sacó de una novela de Julián Carax.

—Nunca he oído hablar de él.

—Como casi nadie. Lástima. Es entretenidísima. Va de un asesino diabólico que vive oculto en los sótanos de la Biblioteca Nacional de París y utiliza la sangre de sus víctimas para escribir un libro demoníaco con el que confía poder conjurar al mismísimo Satanás. Una delicia. Si consigo encontrarla se la presto. Dígame, ¿es usted policía o algo así?

—Más bien algo así.

 

 

Durante aquel año, entre los trapicheos y los trabajos sucios que le encargaba Leandro, Alicia buscó y halló la oportunidad de visitar a Virgilio en su dominio subterráneo siempre que podía. Con el tiempo el bibliotecario se convirtió en su único amigo de verdad en la ciudad. Virgilio siempre tenía preparados libros para prestárselos y siempre acertaba.

—Oiga, Alicia, no me malinterprete, pero alguna noche de estas ¿le apetecería ir al cine conmigo?

—Siempre y cuando no sea a ver una de santos o vidas ejemplares.

—Que el espíritu inmortal de don Miguel de Cervantes me fulmine ahora mismo si algún día se me ocurre sugerirle a usted que vayamos a ver alguna epopeya sobre el triunfo del espíritu humano.

—Amén —sentenció ella.

A veces, cuando Alicia no tenía ninguna asignación, se acercaban juntos a algún cine de la Gran Vía a ver la última sesión. A Virgilio le encantaban el technicolor y los relatos bíblicos y de romanos, porque así podía ver el sol y deleitarse sin reparo con los torsos musculados de los gladiadores. Una noche, cuando la acompañaba de vuelta al Hispania al salir de Quo Vadis, el bibliotecario se la quedó mirando en el momento en que ella se detuvo frente al escaparate de una librería de la Gran Vía.

—Alicia, si fuese usted un muchachito pediría su mano en ilícito concubinato.

La joven le ofreció la mano, que Virgilio besó.

—Qué cosas tan bonitas dice, Virgilio.

El hombre sonrió, toda la tristeza del mundo en la mirada.

—Es lo que tiene el estar bien leído, que uno ya se sabe todos los versos y los trucos del destino.

Algún sábado por la tarde Alicia compraba unos cuantos TriNaranjus y se acercaba a la biblioteca para escuchar las historias de Virgilio sobre oscuros autores de los que nunca nadie había oído hablar y cuyas biografías malditas permanecían selladas en la cripta bibliográfica del último sótano.

—Alicia, ya sé que no es asunto mío, pero eso suyo de la cadera... ¿Qué pasó?

—La guerra.

—Cuénteme.

—No me gusta hablar de eso.

—Ya me lo imagino. Por eso mismo. Cuénteme. Le irá bien.

Alicia nunca le había desvelado a nadie la historia de cómo un desconocido le salvó la vida la noche en que la aviación de Mussolini, reclutada al servicio del ejército nacional, había bombardeado la ciudad de Barcelona sin piedad. Le sorprendió escucharse a sí misma y comprobar que no había olvidado nada y que todavía podía percibir en el aire el olor a azufre y a carne quemada.

—¿Y nunca supo usted quién era aquel hombre?

—Un amigo de mis padres. Alguien que los quería de verdad.

No se dio cuenta hasta que Virgilio le tendió un pañuelo de que estaba llorando y que por mucho que sintiera vergüenza y rabia no podía dejar de hacerlo.

—Nunca la había visto llorar.

—Ni usted ni nadie. Y que no se repita.

 

 

Aquella tarde, después de visitar Villa Mercedes y enviar a Vargas a husmear por Jefatura, Alicia se acercó de nuevo a la Biblioteca Nacional. Como ya la conocían no tuvo ni que mostrar el carnet. Cruzó la sala de lectura y se dirigió al ala reservada a los investigadores. Un nutrido número de académicos soñaban despiertos sobre los escritorios cuando Alicia pasó discretamente y se dirigió a la puerta negra del fondo de la galería. Con los años había aprendido a descifrar los hábitos de Virgilio y calculó que siendo primera hora de la tarde con toda probabilidad estaría ordenando los incunables consultados por los estudiosos aquella mañana en el tercer nivel. Allí le encontró, pertrechado con la linterna que le había regalado y silbando una melodía de la radio al tiempo que meneaba, vagamente, su pálido esqueleto. La imagen se le antojó irrepetible y merecedora de su propia leyenda.

—Me fascina su ritmo tropical, Virgilio.

—El ritmo del clave cala hondo. ¿La han soltado muy pronto hoy o es que me he confundido de día?

—Vengo en visita semioficial.

—No me diga que estoy detenido.

—No, pero su sabiduría está secuestrada de manera temporal y al servicio del interés nacional.

—Siendo así, usted dirá lo que se le ofrece.

—Me gustaría que echara un vistazo a algo.

Alicia extrajo el libro que había encontrado oculto en el escritorio de Valls y se lo tendió. Virgilio lo tomó en sus manos y encendió la linterna. Tan pronto como vio el grabado de la escalera de caracol en la portada, contempló a Alicia fijamente.

—Pero ¿tiene usted la más remota idea de lo que es esto?

—Confiaba en que me lo pudiera aclarar usted.

Virgilio miró por encima del hombro, como si temiese que hubiera alguien más en el corredor, y le hizo una seña con la cabeza.

—Mejor vayamos a mi oficina.

La oficina de Virgilio era un cubículo angosto encajado al fondo de uno de los corredores del nivel más profundo. La estancia parecía haber brotado de las paredes a consecuencia de la presión de millones y millones de libros apilados piso a piso. Formaba una suerte de cabina tramada de volúmenes, carpesanos y todo tipo de objetos peculiares, desde vasos con pinceles y agujas de coser hasta lentes, lupas y tubos de pigmentos. Alicia supuso que allí era donde Virgilio llevaba a cabo alguna que otra cirugía de emergencia para salvar y restaurar ejemplares exánimes. La pieza clave de la instalación era una pequeña nevera. Virgilio la abrió y Alicia pudo ver que estaba repleta de botellas de TriNaranjus. Su amigo sirvió un par y, armándose con sus gafas de lupa, colocó el libro sobre una lámina de terciopelo rojo y se enfundó las manos en finos guantes de seda.

—Deduzco de todo este ceremonial que se lleva que la pieza es una rareza...

—Shhh —la silenció Virgilio.

Por espacio de varios minutos, Alicia observó cómo el bibliotecario examinaba fascinado el libro de Víctor Mataix, relamiéndose con cada página, acariciando cada ilustración y saboreando cada grabado como si se tratase de un manjar diabólico.

—Virgilio, me está poniendo nerviosa. Diga algo de una puñetera vez.

El hombre se volvió, sus pupilas azul hielo ampliadas bajo la lupa de aquellas lentes de relojero.

—Supongo que no puede decirme de dónde lo ha sacado —empezó.

—Supone bien.

—Esto es una pieza de coleccionista. Si quiere le digo a quién se lo podría colocar a un muy buen precio, aunque hay que andarse con ojo porque este es un libro prohibido, no solo por el Gobierno sino también por la Santa Madre Iglesia.

—Este y centenares más. ¿Qué me puede decir de él que no me pueda imaginar?

Virgilio se quitó las gafas de aumento y se bebió medio TriNaranjus de un trago.

—Perdón, me he emocionado —confesó—. Hacía por lo menos veinte años que no veía uno de estos caramelos...

Virgilio se recostó en su butacón perforado. Le brillaban los ojos y Alicia supo que el día profetizado por Bermeo Pumares había llegado.

 

 

 

14

 

 

—Hasta donde yo sé —relataba Virgilio—, entre los años 1931 y 1938 se publicaron en Barcelona ocho libros de la serie El Laberinto de los Espíritus. De su autor, Víctor Mataix, no le puedo decir mucho. Sé que trabajaba de manera ocasional como ilustrador de libros infantiles, que había publicado algunas novelas con seudónimo en una editorial de tres al cuarto ya desaparecida llamada Barrido y Escobillas y que se rumoreaba que era el hijo ilegítimo de un indiano e industrial barcelonés que había renegado de él y de su madre, una actriz relativamente popular en su día en los teatros del Paralelo. Mataix había trabajado también como diseñador de escenografías y haciendo catálogos para un fabricante de juguetes de Igualada. En 1931 publicó la primera entrega de El Laberinto de los Espíritus, titulado Ariadna y la Catedral Sumergida. Ediciones Orbe lo publicó, si no me equivoco.

—¿Tiene algún sentido para usted la expresión «la entrada del laberinto»?

Virgilio ladeó la cabeza.

—Bueno, en este caso el laberinto es la ciudad.

—Barcelona.

—La otra Barcelona. La de los libros.

—Una especie de infierno.

—Lo que sea.

—¿Y cuál es la entrada?

Virgilio se encogió de hombros, pensativo.

—Una ciudad tiene muchas entradas. No lo sé. ¿Puedo pensarlo?

Alicia asintió.

—¿Y la tal Ariadna? ¿Quién es?

—Léase el libro. Vale la pena.

—Deme un avance.

—Ariadna es una niña, la protagonista de todas las novelas de la serie. Ariadna era el nombre de la hija mayor de Mataix, para la que supuestamente escribió los libros. El personaje es un reflejo de su hija. Mataix se inspiró también en parte en los libros de Alicia en el País de las Maravillas, que eran los favoritos de su hija. ¿No le parece fascinante?

—¿No ve cómo tiemblo de emoción?

—Cuando se pone usted así no hay quien la aguante.

—Usted me aguanta, Virgilio, y por eso le quiero tanto. Cuénteme más.

—Qué cruz la mía. Célibe y sin más esperanza que la Carmilla de LeFanu.

—El libro, Virgilio, el libro...

—Pues el caso es que Ariadna era su Alicia, y en vez de un País de las Maravillas Mataix inventó una Barcelona de los horrores, infernal, de pesadilla. Con cada libro, el escenario, que era tan o más protagonista que Ariadna y los extravagantes personajes que se va encontrando a lo largo de sus aventuras, de forma progresiva se hace más siniestro. En el último volumen conocido, publicado ya en plena guerra civil y titulado algo así como Ariadna y las Máquinas del Averno, la trama habla de cómo la ciudad asediada al final es invadida por el ejército enemigo y la carnicería resultante hace que la caída de Constantinopla parezca una comedia del Gordo y el Flaco.

—¿Dice último volumen conocido?

—Hay quien cree que cuando desapareció tras la guerra, Mataix estaba concluyendo el noveno y último libro de la serie. De hecho, hace muchos años se pagaba entre coleccionistas bien informados un buen precio a cualquiera que consiguiera ese manuscrito, pero que yo sepa no se ha encontrado nunca.

—¿Y cómo desapareció Mataix?

Virgilio se encogió de hombros.

—¿Barcelona después de la guerra? ¿Qué mejor sitio para desaparecer?

—¿Y sería posible encontrar más libros de la serie?

Virgilio apuró el resto de su TriNaranjus negando lentamente.

—Lo veo muy difícil. Hace unos diez o doce años oí que alguien había descubierto dos o tres ejemplares de El Laberinto en el fondo de una caja en el sótano de la librería Cervantes de Sevilla, y que se pagaron muy muy bien. Hoy por hoy, le diría que la única posibilidad de encontrar algo así es bien en la librería de anticuario Costa en Vic o bien en Barcelona. Gustavo Barceló, a lo mejor, y tal vez con mucha suerte Sempere, pero no me haría ilusiones.

—¿Sempere e hijos?

Virgilio la miró sorprendido.

—¿La conoce?

—De oídas —replicó Alicia.

—Yo probaría primero con Barceló, que es quien trabaja más piezas únicas y tiene contacto con coleccionistas de altura. Y si Costa lo tiene, Barceló lo sabrá.

—¿Y estaría el tal señor Barceló dispuesto a hablar conmigo?

—Tengo entendido que está medio retirado, pero siempre encuentra tiempo para una señorita de buena presencia. Ya me entiende.

—Me pondré guapa.

—Lástima no estar allí para verlo. No va a contarme de qué va todo esto, ¿verdad?

—Todavía no lo sé, Virgilio.

—¿Le puedo pedir un favor?

—Por supuesto.

—Cuando esta historia que se lleva entre manos acabe, si es que acaba y sale usted de una pieza y todavía conserva este libro, tráigamelo. Me gustaría pasar unas horas a solas con él.

—¿Y por qué no iba a salir entera?

—Quién sabe. Si algo tienen los libros de El Laberinto de Mataix es que todo aquel que los toca acaba mal.

—¿Otra leyenda de las suyas?

—No. Esta es de las de verdad.

 

 

A finales del siglo XIX, una isla en forma de café literario y de salón de aparecidos se desprendió del mundo. Desde entonces vaga congelada en el tiempo a merced de las corrientes de la historia por los grandes paseos del Madrid imaginario, donde suele encontrársela varada y luciendo la bandera del Café Gijón, a pocos pasos del palacio de la Biblioteca Nacional. Allí espera, dispuesta a salvar del naufragio a quien llega a ella sediento de espíritu o de paladar, como si fuese un gran reloj de arena a la deriva, donde por el precio de un café el más pintado puede mirarse en el espejo de la memoria y creer, por un instante, que vivirá para siempre.

Caía el atardecer cuando Alicia cruzó el paseo rumbo a las puertas del Gijón. Vargas aguardaba apostado en una mesa junto a la ventana saboreando uno de sus cigarrillos importados y contemplando a los transeúntes con ojos de policía. Al verla entrar, levantó la mirada y le hizo una seña. Alicia tomó asiento y cazó al vuelo a un camarero que pasaba para pedir un café con leche con el que sacudirse el frío que le había calado en los sótanos de la biblioteca.

—¿Hace mucho que me espera? —preguntó Alicia.

—Toda la vida —replicó Vargas—. ¿Tarde provechosa?

—Según se mire. ¿Y usted?

—No me puedo quejar. Después de dejarla me he acercado a la editorial de Valls a hacerle una visita al tal Pablo Cascos Buendía. Tenía usted razón. Algo ahí no acaba de encajar.

—¿Y entonces?

—Cascos en sí ha resultado ser poco más que un pardillo. Eso sí, con muchos aires.

—Cuanto más bobos, más gallardos —dijo Alicia.

—Primero el amigo Cascos me ha ofrecido el tour de lujo por las oficinas y luego ha glosado la figura y vida ejemplar de don Mauricio como si su vida dependiese de ello.

—Probablemente no anda errado. Personajes como Valls suelen arrastrar una corte interminable de paniaguados y lameculos.

—Allí desde luego no faltaban ni los unos ni los otros. A Cascos, con todo, le he visto inquieto. Algo se olía y no paraba de hacer preguntas.

—¿Ha dicho por qué le convocó Valls a su residencia?

—Le he tenido que apretar bastante las tuercas porque al principio no quería soltar prenda.

—Y luego dice usted de mí.

—Con los niñatos y los trepas tengo mano de santo, para qué mentir.

—Cuente.

—Deje que consulte la libreta porque la cosa tiene su miga —prosiguió Vargas—. Aquí lo tengo. Atención. Resulta que don Pablito fue, en sus años más mozos, prometido de una damisela llamada Beatriz Aguilar. Esta Beatriz le dejó plantado cuando el pobre estaba haciendo milicias para acabar casándose, como quien dice camino de la maternidad, con un tal Daniel Sempere, hijo del propietario de una librería de lance de Barcelona llamada Sempere e hijos, la favorita de Sebastián Salgado, que la visitó en varias ocasiones tan pronto como salió de la cárcel, seguramente para ponerse al día de las novedades literarias de los últimos veinte años. Si se acuerda usted del informe que viene en el dosier, dos empleados de dicha librería, uno de ellos Daniel Sempere, habían seguido a Salgado desde la librería hasta la Estación del Norte el día que murió.

La mirada de Alicia desprendía electricidad.

—Siga, por favor.

—Regresando a nuestro hombre, Cascos. El caso es que nuestro héroe despechado, Cascos Buendía, alférez y cornudo, perdió el contacto con su paramour, la deliciosa Beatriz, que Pablito jura que era y es una belleza que en un mundo justo habría acabado con él y no con un pelagatos como Daniel Sempere.

—No se hizo la miel para la boca del burro —sugirió Alicia.

—Sin conocerla, y después de media hora con Cascos, me alegré por doña Beatriz. Hasta ahí los antecedentes. Saltamos en el tiempo, hasta mediados de 1957, cuando tras llevar paseando su currículum y recomendaciones familiares por las empresas de media España, Pablo Cascos recibe una llamada inesperada de la Editorial Ariadna, fundada por don Mauricio Valls en el año 1947, de la que sigue siendo accionista mayoritario y presidente a día de hoy. Le convocan a una entrevista y allí le hacen una oferta para incorporarse al departamento comercial como representante para Aragón, Cataluña y Baleares. Buen sueldo, posibilidades de ascenso. Pablo Cascos acepta encantado y empieza a trabajar. Pasan los meses, y un día, sin que venga a cuento, aparece don Mauricio Valls en su despacho y le dice que le quiere invitar a comer en Horcher.

—Vaya. Altos vuelos.

—A Cascos ya le parece raro que el presidente de la editorial y personaje más celebrado de la cultura española invite a comer a un empleado de nivel medio, como diría doña Mariana, al que nunca había conocido en persona y le lleve al restaurante insignia del Fascio glorioso, en cuyo sótano posiblemente tienen enterrada a la momia del Duce. Entre aperitivos, Valls le hace una glosa de lo bien que le han hablado de Cascos y de su labor en el departamento comercial.

—¿Y Cascos se lo traga?

—No. Es un cretino, pero a tan tonto no llega. Se huele que hay algo raro y empieza a preguntarse si la oferta de trabajo que aceptó era lo que imaginaba. Valls sigue el teatro hasta los cafés. Entonces, cuando los dos son ya grandes amigos y el ministro le ha pintado un futuro dorado en la empresa y le ha dicho que está pensando en él como director comercial de la editorial, salta la liebre.

—Un pequeño favor.

—Exacto. Valls se descuelga con su amor por las librerías de siempre, puntal y santuario del milagro de la literatura, particularmente la de los Sempere, a la que tiene un cariño especial.

—¿Dice Valls de dónde sale este cariño?

—No especifica. Donde es más concreto es en su interés por la familia Sempere, y en especial por un antiguo amigo de la fallecida esposa del propietario y madre de Daniel, Isabella.

—¿Había conocido Valls a esta Isabella Sempere?

—A entender de Cascos no solo a Isabella sino también a un buen amigo de ella. ¿A que no sabe quién? Un tal David Martín.

—Bingo.

—Curioso, ¿verdad? El misterioso nombre recordado, in extremis, por doña Mariana en aquella lejana conversación del ministro con su sucesor al frente de la prisión de Montjuic.

—Siga.

—El caso es que Valls le concretó entonces su petición. El ministro estaría eternamente agradecido si Cascos pudiera, tirando de su encanto, ingenio y antigua devoción por Beatriz, contactar de nuevo con ella y, digamos, rehacer los puentes quemados.

—¿Seducirla?

—Por así decirlo.

—¿Para qué?

—Para averiguar si el tal David Martín seguía vivo y había establecido contacto con la familia Sempere en algún momento de todos aquellos años.

—¿Y por qué no se lo preguntaba Valls directamente a los Sempere?

—De nuevo, eso mismo le planteó Cascos.

—¿Y el ministro respondió...?

—Que se trataba de un tema delicado, de índole personal, y que por motivos que no venían al caso prefería primero sondear las aguas para saber si había fundamento en su sospecha de que el tal Martín andaba entre bambalinas.

—¿Y qué pasó?

—Pues que Cascos, ni corto ni perezoso, empezó a escribir cartas con prosa florida a su antigua amada.

—¿Y obtuvo contestación?

—Ah, picarona, cómo le van las intrigas de alcoba...

—Vargas, céntrese.

—Disculpe. A lo que iba. Al principio, no. Beatriz, madre y esposa reciente, ignora los avances de ese don Juan de pacotilla. Pero Cascos no se rinde y empieza a pensar que tiene una oportunidad única de recuperar lo que se le arrebató.

—¿Nubarrones en el matrimonio de Daniel y Beatriz?

—Quién sabe. Pareja demasiado joven, casada a toda prisa y con criatura encargada antes de pasar por la vicaría... El cuadro perfecto de la fragilidad. El caso es que pasan las semanas y Bea no contesta a sus cartas. Y Valls va insistiendo. Cascos empieza a ponerse nervioso. Valls le insinúa un ultimátum. Cascos envía una carta final emplazando a Beatriz a un encuentro furtivo en una suite del hotel Ritz.

—¿Y Beatriz se presenta?

—No. Pero Daniel sí.

—¿El marido?

—El mismo.

—¿Le había contado Beatriz lo de las cartas?

—O se las había encontrado él... Tanto da. El caso es que Daniel Sempere se planta en el Ritz y, cuando Cascos lo recibe todo coqueto enfundado en un albornoz perfumado, pantuflas y copa de champán en mano, el bueno de Daniel le pega una somanta de hostias y le hace una cara nueva.

—Me cae bien este Daniel.

—No se precipite. Según Cascos, al que todavía le duele la cara, Daniel estuvo en un tris de cargárselo, y lo habría hecho de no haber sido interrumpida la golpiza por un policía de paisano que pasaba por allí.

—¿Cómo?

—Esto último es de dudosa solidez. Mi impresión es que el policía no era tal sino un asociado de Daniel Sempere.

—¿Y entonces?

—Y entonces Cascos regresó a Madrid con la cara hecha una torrija, el rabo entre las piernas y el miedo en el cuerpo pensando en lo que le iba a contar a Valls.

—¿Qué dijo Valls?

—Le escuchó en silencio y le hizo jurar que no diría a nadie lo que había sucedido ni lo que él le había pedido.

—¿Y ya está?

—Eso parecía, hasta que, pocos días antes de desaparecer, Valls le llamó de nuevo y le citó en su residencia particular para hablar de un tema que no especificó pero que quizá estuviera relacionado con los Sempere, Isabella y el misterioso David Martín.

—Cita a la que Valls nunca se presentó.

—Y hasta ahí el pescado vendido —concluyó Vargas.

—¿Qué sabemos de ese David Martín? ¿Le ha dado tiempo de recabar algo sobre él?

—Poca cosa. Pero lo que he podido encontrar promete. Escritor olvidado y, atención, prisionero en el castillo de Montjuic entre los años 1939 y 1941.

—Coincidiendo con Valls y con Salgado —apuntó Alicia.

—Compañeros de promoción, como quien dice.

—Y una vez sale de prisión, ¿qué pasa con David Martín a partir de 1941?

—No hay después. La ficha policial le declara desaparecido y muerto en un intento de fuga.

—¿Y eso traducido significaría...?

—Posiblemente ejecutado sin juicio y enterrado en alguna cuneta o fosa común.

—¿Por orden de Valls?

—Lo más probable. En ese momento solo él hubiera tenido la autoridad y la potestad para hacerlo.

Alicia sopesó todo aquello durante unos instantes.

—¿Por qué motivo intentaría Valls buscar a un muerto que él mismo habría hecho ejecutar?

—A veces hay muertos que no se quedan muertos del todo. Vea usted el Cid.

—Supongamos entonces que Valls piense que Martín sigue vivo... —dijo Alicia.

—Eso cuadraría.

—Vivo y con ánimo de venganza. Tal vez moviendo los hilos de Salgado en la sombra, esperando el momento de tomarse la revancha.

—Los viejos amigos que se hacen en la cárcel no se olvidan con facilidad —convino Vargas.

—Lo que no queda claro es qué relación puede haber entre Martín y los Sempere.

—Algo habrá, más si el propio Valls fue el que impidió que la policía tirara de ese hilo y prefirió tratar de usar a Cascos para indagar.

—A lo mejor ese algo es la clave de todo esto —especuló Alicia.

—¿Hacemos o no un buen equipo?

Ella reparó en la sonrisa gatuna que se le escapaba a Vargas por las comisuras de los labios.

—¿Qué más?

—¿Le parece poco?

—Desembuche.

Vargas encendió un cigarrillo y saboreó la calada, estudiando cómo las volutas de humo reptaban entre sus dedos.

—Pues más tarde, como usted seguía visitando a sus amistades, después de prácticamente resolver el caso por mi cuenta para que luego se lleve usted los laureles, me he pasado por Jefatura para recoger las cartas del preso Sebastián Salgado y me he tomado la libertad de consultar con mi amigo Ciges, que es el grafólogo de la casa. No se preocupe, que no le he dicho de qué iba el asunto y tampoco lo ha preguntado. Le he enseñado cuatro cuartillas al azar y tras mirárselas bien miradas me ha dicho que había numerosos signos en las tildes y en por lo menos catorce letras y las ligaduras que descartaban a un diestro. No sé qué del ángulo y de la tinta corrida en el papel y el ataque o algo así.

—Y eso ¿a qué nos lleva?

—A que la persona que escribió las cartas amenazando a Valls es zurda.

—¿Y?

—Y, si se entretiene en leerse el informe de la vigilancia a Sebastián Salgado efectuado por la policía de Barcelona tras su sorprendente liberación en enero de ese año, allí se especifica que el camarada perdió la mano izquierda durante sus años en prisión y que llevaba una postiza de porcelana. Parece que a alguien se le fue la mano en los interrogatorios, si me permite la licencia.

Le pareció que Alicia iba a decir algo, pero de pronto esta se quedó muda y con la mirada ida. En cuestión de un minuto había empezado a palidecer y Vargas detectó una película de gotas de sudor en su frente.

—En cualquier caso, Salgado, el manco pimienta, no pudo escribir esas cartas. Alicia, ¿me está escuchando? ¿Está bien?

La joven se incorporó de repente y se enfundó el abrigo.

—¿Alicia?

Alicia recogió la carpeta con las supuestas cartas de Salgado de la mesa e intercambió con Vargas una mirada ausente.

—¿Alicia?

Alicia se alejó hacia la salida, la mirada perpleja de Vargas clavada en su espalda.

 

 

 

15

 

 

El dolor empeoró tan pronto como salió a la calle. No quería que Vargas la viera así. No quería que nadie la viera así. El episodio que se avecinaba era de los malos. Maldito frío de Madrid. La dosis del mediodía no había hecho más que comprarle algo de tiempo. Trató de encajar las primeras punzadas en la cadera respirando lentamente y siguió andando, tanteando cada paso. No había llegado ni siquiera a Cibeles cuando tuvo que detenerse y aferrarse a una farola a esperar a que pasara el espasmo que le atenazaba como si una corriente eléctrica le corroyese los huesos. Sentía la gente pasar a su lado y mirarla de reojo.

—¿Se encuentra bien, señorita?

Asintió sin saber a quién. Cuando recuperó el aliento paró un taxi y le pidió que la llevase al Hispania. El conductor la observó con cierta inquietud, pero no dijo nada. Anochecía y las luces de la Gran Vía arrastraban ya a propios y a extraños en la marea gris de quienes abandonaban oficinas cavernosas para regresar a sus casas y de quienes no tenían adónde ir. Alicia pegó el rostro al cristal y cerró los ojos.

Al llegar al Hispania le pidió al taxista que la ayudase a salir. Le dejó una buena propina y se encaminó hacia el vestíbulo apoyándose en las paredes. Tan pronto como la vio entrar, Maura, el recepcionista, se levantó de un brinco y corrió a su lado con gesto de preocupación. La sujetó por la cintura y la ayudó a llegar hasta los ascensores.

—¿Otra vez? —preguntó.

—Se me va a pasar enseguida. Es este tiempo...

—Tiene muy mala cara. ¿Le llamo a un médico?

—No hace falta. Arriba tengo la medicina que necesito.

Maura asintió con escaso convencimiento. Alicia le palmeó el brazo.

—Es usted un buen amigo, Maura. Le echaré de menos.

—¿Es que se va usted a algún sitio?

Alicia le sonrió y tomó el ascensor con un saludo de buenas noches.

—Por cierto, creo que tiene compañía... —le comunicó Maura justo cuando se cerraban las puertas.

Recorrió el largo corredor en penumbra hasta su habitación cojeando y apoyándose contra la pared. Docenas de puertas cerradas que sellaban habitaciones vacías flanqueaban el paso. En noches como aquella, Alicia sospechaba que ella era la única ocupante viva que quedaba en la planta, aunque siempre tenía la sensación de que alguien la observaba. A veces, si se detenía en las sombras, casi podía sentir el aliento de los inquilinos permanentes en la nuca o el roce de unos dedos en el rostro. Cuando llegó frente a la puerta de su habitación, en el extremo del pasillo, se detuvo un instante jadeando.

Abrió la puerta de su pieza y no se molestó en encender la luz. Los carteles de neón de los cines y los teatros de la Gran Vía proyectaban un haz parpadeante que tendía una tiniebla de technicolor sobre la estancia. La silueta en la butaca estaba de espaldas a la puerta, el cigarrillo encendido en la mano y una espiral de humo azul tejiendo arabescos en el aire.

—Creí que me vendrías a ver al final de la tarde —dijo Leandro.

Alicia se tambaleó hasta la cama y se dejó caer, exhausta. Su mentor se volvió y suspiró, sacudiendo la cabeza.

—¿Te lo preparo?

—No quiero nada.

—¿Es una forma de expiación por tus pecados o disfrutas sufriendo sin necesidad?

Leandro se incorporó y se aproximó a ella.

—Déjame ver.

Se inclinó sobre ella y le palpó la cadera con frialdad clínica.

—¿Cuándo te has pinchado por última vez?

—Este mediodía. Diez miligramos.

—Con eso no tienes ni para empezar. Ya lo sabes.

—A lo mejor eran veinte.

Leandro negó por lo bajo. Se dirigió al baño y fue directamente al armario. Allí encontró el estuche metálico y regresó junto a Alicia. Se sentó en el borde de la cama, abrió el estuche y empezó a preparar la inyección.

—No me gusta cuando haces esto. Ya lo sabes.

—Es mi vida.

—Cuando te castigas así también es la mía. Vuélvete.

Alicia cerró los ojos y se ladeó. Leandro le levantó el vestido hasta la cintura. Deshizo los cierres del arnés y lo retiró. Alicia gemía de dolor, apretando los ojos y respirando de forma entrecortada.

—Esto me duele más que a ti —dijo Leandro.

Le agarró el muslo y la sujetó contra la cama. Alicia estaba temblando cuando le hundió la aguja en la herida de la cadera. Dejó escapar un aullido sordo y todo su cuerpo se tensó como un cable durante unos segundos. Leandro extrajo la aguja con lentitud y dejó la jeringuilla encima de la cama. Aflojó poco a poco la presión sobre la pierna de Alicia y ladeó su cuerpo hasta dejarla tendida boca arriba. Le bajó el vestido y le acomodó la cabeza en la almohada con suavidad. Alicia tenía la frente empapada de sudor. Él extrajo un pañuelo y se la secó. Ella le miraba con ojos vidriosos.

—¿Qué hora es? —balbuceó.

Leandro le acarició la mejilla.

—Pronto. Descansa.

 

 

 

16

 

 

Despertó a la penumbra de la habitación para descubrir la silueta de Leandro recortada en la butaca junto al lecho. Tenía el libro de Víctor Mataix en las manos y lo estaba leyendo. Alicia supuso que mientras dormía Leandro le había peinado los bolsillos, el bolso y posiblemente todos y cada uno de los cajones del cuarto.

—¿Mejor? —preguntó Leandro sin levantar los ojos del texto.

—Sí —dijo Alicia.

El despertar siempre iba acompañado de una rara lucidez y la sensación de gelatina helada deslizándose por sus venas. Leandro la había tapado con una manta. Se palpó el cuerpo y comprobó que todavía llevaba la ropa del día. Se enderezó y se apoyó sentada contra la cabecera de la cama. El dolor apenas era un latido débil y sordo enterrado en el frío. Leandro se inclinó y le tendió un vaso. Bebió dos sorbos. No sabía a agua.

—¿Qué es esto?

—Bébetelo.

Alicia sorbió el líquido. Leandro cerró el libro y lo dejó sobre la mesa.

—Nunca he acabado de entender tus gustos literarios, Alicia.

—Lo encontré oculto en el escritorio del despacho de Valls.

—¿Y te parece que puede tener alguna relación con nuestro asunto?

—De momento no descarto ninguna posibilidad.

Leandro asintió con gesto de aprobación.

—Empiezas a sonar como Gil de Partera. ¿Qué tal tu nuevo compañero?

—¿Vargas? Parece eficiente.

—¿De fiar?

Alicia se encogió de hombros.

—Viniendo de quien no se fía ni de su sombra, no sé si tomar tu duda como señal de que te estás convirtiendo a la fe en el régimen.

—Tómelo como quiera —replicó ella.

—¿Seguimos en guerra?

Alicia suspiró, negando.

—Esta no era una visita de cortesía, Alicia. Tengo cosas que hacer y gente que me espera en el Palace para cenar desde hace rato. ¿Qué tienes que contarme?

La joven resumió de forma sucinta los acontecimientos del día y dejó que Leandro digiriese en silencio el sumario de los hechos, tal como era su costumbre. El hombre se incorporó y se acercó hasta la ventana. Alicia observó la silueta inmóvil perfilada en las luces de la Gran Vía. Los brazos y las piernas endebles unidos a un torso desproporcionado le conferían el aire de una araña suspendida en su red. Alicia no interrumpió su meditación. Había aprendido que a Leandro le gustaba tomarse su tiempo para tramar y conjeturar, saboreando cada pieza de información y calculando cómo extraer de ella el mayor daño posible.

—Imagino que no le comentaste a la secretaria de Valls que habías encontrado ese libro y que ibas a llevártelo —señaló al fin.

—No. Solo Vargas sabe que lo tengo.

—Sería preferible que ahí quedase el tema. ¿Crees que puedes convencerle para que no se lo diga a sus superiores?

—Sí. Al menos durante unos días.

Leandro suspiró, ligeramente contrariado. Se apartó de la ventana y regresó con parsimonia a la butaca. Se acomodó, cruzó las piernas y dedicó unos segundos a examinar a Alicia con ojos de forense.

—Me gustaría que te viese el doctor Vallejo.

—Ya hemos hablado de eso.

—Es el mejor especialista del país.

—No.

—Déjame que te pida hora. Una consulta sin compromiso.

—No.

—Si vas a continuar hablando en monosílabos al menos introduce algo de variedad.

—Vale —replicó Alicia.

Leandro tomó de nuevo el libro de la mesa y lo hojeó, sonriendo para sí mismo.

—¿Le hace gracia?

Leandro negó lentamente.

—No. De hecho me pone los pelos de punta. Solo pensaba que parece estar hecho a medida para ti.

Leandro paseaba los ojos por las páginas del libro, deteniéndose aquí y allá con semblante escéptico. Al final le devolvió el libro y la observó. Tenía una mirada jesuítica, de aquellas que olfatean los pecados antes de que se formen en el pensamiento y administran la penitencia con un simple pestañeo.

—Esa cena tan importante en el Palace se le debe de estar enfriando —insinuó Alicia.

Leandro concedió su asentimiento ecuménico.

—No te levantes y descansa. Te he dejado diez frascos de cien en el botiquín del baño.

Alicia apretó los labios con rabia pero guardó silencio. Leandro asintió y se dirigió hacia la puerta. Antes de abandonar la habitación, se detuvo y la señaló con el índice.

—No hagas tonterías —advirtió.

Alicia juntó las manos en ademán de plegaria y sonrió.

 

 

 

17

 

 

Libre de la presencia de Leandro y de su aura de directorio que la seguía a todas partes, Alicia echó el cerrojo, se metió en la ducha y se abandonó al vapor y las agujas de agua caliente durante casi cuarenta minutos. No se molestó en encender la luz y permaneció en la tenue claridad que se filtraba por la ventana del baño, dejando que el agua le arrancase el día del cuerpo. Las calderas del Hispania probablemente estaban sepultadas en algún punto del infierno y el traqueteo metálico de las tuberías tras los muros destilaba una música hipnótica. Cuando creía que la piel iba a empezar a desprendérsele a jirones cortó el agua y se quedó allí un par de minutos más, escuchando el goteo de la ducha y el rumor del tráfico en la Gran Vía.

Más tarde, envuelta en una toalla y en compañía de una copa de vino blanco a rebosar, se tendió en la cama con el dosier que les había entregado aquella mañana Gil de Partera y con la carpeta con las supuestas cartas de Sebastián Salgado, o del incierto difunto David Martín, al ministro Valls.

Empezó con el dosier, cotejando lo que había averiguado durante el día con la versión oficial de Jefatura. Como muchos informes policiales, lo de menos era lo que decía; lo único que tenía interés era lo que dejaba fuera. El atestado sobre el supuesto atentado contra el ministro en el Círculo de Bellas Artes constituía una obra maestra del género de la conjetura inconsistente y extravagante. No había allí más que una refutación no contrastada de las palabras de Valls, que alegaba haber visto entre el público presente a alguien que tenía intenciones de atentar contra su vida. La nota de color la ponía la mención de uno de los presuntos testigos de la presunta trama con relación a un presunto individuo que presuntamente había sido visto entre bambalinas llevando una suerte de máscara o algo que le cubría parte del rostro. Alicia dejó escapar un suspiro de hastío.

—Solo nos faltaba el zorro —murmuró para sí.

Al rato, aburrida de sortear documentos que parecían pergeñados para dotar al dosier de un barniz expeditivo, abandonó la carpeta y se dispuso a echar un vistazo a las cartas.

Contó una docena de misivas, todas ellas en láminas de papel amarillento salpicado de una caligrafía caprichosa. La más extensa apenas ofrecía dos escuetos párrafos. El trazo se antojaba producto de un plumín gastado que hacía fluir la tinta de forma irregular y dejaba líneas saturadas junto a otras que a duras penas se limitaban a arañar la hoja. El pulso de su autor raramente conectaba una letra con la siguiente, produciendo así la impresión de que el texto estaba compuesto carácter a carácter. La temática era recurrente e insistía carta a carta en los mismos puntos. El autor mencionaba «la verdad» y «los hijos de la muerte» y la cita «en la entrada del laberinto» una y otra vez. Valls había estado recibiendo aquellos mensajes durante años, pero solo al final algo le había empujado a actuar al respecto.

—¿Qué? —susurró Alicia.

La respuesta casi siempre estaba en el pasado. Aquella había sido una de las primeras lecciones de Leandro. En cierta ocasión, al salir del entierro de uno de los principales mandos de la Brigada de Investigación Social en Barcelona al que Leandro la había obligado a acompañarle (como parte de su educación, había dictaminado), su mentor había pronunciado aquella frase. La tesis de Leandro era que a partir de cierto punto en la vida el futuro de un hombre está invariablemente en su pasado.

—¿No es eso una obviedad? —había dicho Alicia.

—Te sorprendería cómo uno siempre busca en el presente o en el futuro las respuestas que están en el pasado.

Leandro tenía cierta propensión a los aforismos didácticos. En aquella ocasión Alicia había pensado que hablaba del difunto, o incluso quizá de sí mismo y de aquella marea de sombra que parecía haberle dejado a orillas del poder, como a tantos honorables que habían escalado la lúgubre arquitectura del régimen. Los elegidos, había dado en llamarlos con el tiempo. Los que siempre flotaban en el agua turbia, como la escoria. Una pléyade de campeones que más que nacidos de madre se le antojaban engendrados por el manto de podredumbre que se arrastraba por las calles de aquella tierra baldía como un río de sangre que brotaba de las alcantarillas. Alicia se dio cuenta de que aquella imagen la había tomado prestada del libro encontrado en el despacho de Valls. Sangre que brotaba de las alcantarillas e inundaba lentamente las calles. El laberinto.

Alicia dejó caer las cartas al suelo y cerró los ojos. El frío en las venas de aquel veneno de medicamento siempre le abría la trastienda oscura de su mente. Era el precio que pagaba por acallar el dolor. Leandro lo sabía. Sabía que bajo aquel manto helado donde no había dolor ni conciencia, sus ojos eran capaces de ver a través de la oscuridad, de oír y sentir lo que otros ni siquiera podían imaginar, de rastrear los secretos que los demás creían haber enterrado a su paso. Leandro sabía que cada vez que Alicia se sumergía en aquellas aguas negras y regresaba con un trofeo en las manos se dejaba parte de la piel y del alma. Y que le odiaba por ello. Le odiaba con la rabia que solo una criatura que conoce a su creador y su inventario de miserias puede sentir.

La joven se levantó de golpe y se dirigió al baño. Abrió el pequeño armario tras el espejo y halló los frascos perfectamente alineados que Leandro le había dejado. Su premio. Los agarró con las dos manos y los dejó caer con fuerza en el lavabo. El líquido transparente se desvaneció entre los cristales rotos.

—Hijo de puta —murmuró.

Poco después sonó el teléfono en la habitación. Alicia contempló su reflejo en el espejo del baño unos instantes y lo dejó sonar. Esperaba la llamada. Regresó al dormitorio y levantó el auricular. Escuchó la línea sin decir nada.

—Han encontrado el coche de Valls —dijo Leandro al otro lado.

Ella guardó silencio.

—En Barcelona —dijo al fin.

—Sí —corroboró Leandro.

—Y sin rastro de Valls.

—Ni de su guardaespaldas.

Alicia se sentó en la cama, la mirada perdida en las luces que sangraban en la ventana.

—¿Alicia? ¿Estás ahí?

—Cogeré el primer tren de la mañana. Creo que sale de Atocha a las siete.

Oyó suspirar a Leandro y le imaginó recostado en la cama de su suite en el Palace.

—No sé si es una buena idea, Alicia.

—¿Prefiere dejarlo en manos de la policía?

—Me preocupa que estés sola en Barcelona, ya lo sabes. No es bueno para ti.

—No va a pasar nada.

—¿Dónde te vas a quedar?

—¿Dónde va a ser?

—El piso de Aviñón... —suspiró Leandro—. ¿Por qué no un buen hotel?

—Porque es mi casa.

—Tu casa está aquí.

Alicia echó un vistazo a la habitación que la rodeaba, su prisión de los últimos años. Solo a Leandro se le ocurriría que aquel sarcófago pudiera ser un hogar.

—¿Lo sabe Vargas?

—La noticia es de Jefatura. Si no lo sabe ya lo sabrá mañana a primera hora.

—¿Algo más?

Oyó a Leandro respirar hondo.

—Quiero que me llames todos los días sin falta.

—De acuerdo.

—Sin falta.

—He dicho que sí. Buenas noches.

Se disponía a colgar cuando la voz de Leandro le llegó desde el auricular. Se lo llevó de nuevo al oído.

—¿Alicia?

—Sí.

—Ten cuidado.