BAILE DE MÁSCARAS

 

Madrid

1959

 

El Excmo. Señor

 

Don Mauricio Valls y Echevarría

y

Doña Elena Sarmiento de Fontalva

 

se complacen en invitarle al

Baile de Máscaras

 

que tendrá lugar en el

 

Palacete Villa Mercedes

 

de Somosaguas

el día 24 de noviembre de 1959

a partir de las 7 de la tarde.

  

 

Se ruega confirmar la asistencia al servicio de protocolo del Ministerio de Educación Nacional antes del día 1 de noviembre.

 

 

 

 

1

 

 

La habitación existía en perpetua penumbra. Los cortinajes llevaban años corridos y estaban cosidos para impedir que se filtrase cualquier atisbo de claridad. La única fuente de luz que arañaba la tiniebla provenía de un aplique de cobre en la pared. Su halo ocre y mortecino dibujaba el contorno de un lecho coronado por un baldaquín del que pendía un velo diáfano. Tras él, se adivinaba su figura, estática. «Parece una carroza funeraria», pensó Valls.

Mauricio Valls observó la silueta de su esposa Elena. Yacía inmóvil, postrada en la cama que había sido su prisión durante la última década, una vez que ya no había sido posible sentarla en la silla de ruedas. Con los años, el mal que consumía sus huesos había retorcido el esqueleto de doña Elena hasta reducirla a un amasijo irreconocible de miembros en perpetua agonía. Un crucifijo de caoba la contemplaba desde la cabecera de la cama, pero el cielo, en su infinita crueldad, no le concedía la bendición de la muerte. «La culpa es mía —pensaba Valls—. Lo hace para castigarme a mí.»

Valls escuchó el sonido de su respiración torturada entre el eco de los acordes de la orquesta y las voces de los más de mil invitados que había abajo, en el jardín. La enfermera del turno de noche se incorporó de la silla que ocupaba junto al lecho y se aproximó a Valls con sigilo. Él no recordaba su nombre. Las enfermeras que velaban a su esposa nunca duraban más de dos o tres meses en el puesto, por muy alto que fuera el sueldo que se les ofreciese. No las culpaba.

—¿Duerme? —preguntó Valls.

La enfermera negó.

—No, señor ministro, pero el doctor ya le ha puesto la inyección de la noche. Ha pasado la tarde inquieta. Ahora está mejor.

—Déjenos —indicó Valls.

La enfermera asintió y abandonó la habitación cerrando la puerta a su espalda. Valls se acercó al lecho. Apartó el velo de gasa y se sentó a un lado de la cama. Cerró los ojos un instante y escuchó su respiración rasgada, dejando que el hedor amargo que desprendía su cuerpo le impregnase. Oyó el sonido de sus uñas arañando la sábana. Cuando se volvió, la sonrisa impostada en los labios y la expresión serena de calma y afecto ya congelada en el rostro, Valls comprobó que su esposa le estaba mirando con ojos de fuego. Aquella enfermedad a la que los médicos más caros de Europa no habían conseguido poner remedio ni nombre había deformado sus manos hasta convertirlas en nudos de piel áspera que le recordaban a las garras de un reptil o un ave rapaz. Valls tomó lo que había sido la mano derecha de su esposa y enfrentó aquella mirada encendida de rabia y de dolor. Tal vez de odio, deseó Valls. La idea de que aquella criatura aún albergase un ápice de afecto hacia él o hacia el mundo se le antojaba demasiado cruel.

—Buenas noches, mi amor.

Elena había perdido prácticamente las cuerdas vocales hacía poco más de dos años y formar una palabra le requería un esfuerzo mayúsculo. Aun así, correspondió a su saludo con un gemido gutural que parecía arrancar de lo más profundo del cuerpo deformado que se intuía bajo las sábanas.

—Me dicen que has pasado mal día —continuó él—. La medicina pronto hará efecto y podrás descansar.

Valls no aflojó la sonrisa ni soltó aquella mano que le inspiraba repugnancia y temor. La escena se desarrollaría como todos los días. Él le hablaría en voz baja por espacio de unos minutos mientras le sostenía la mano y ella le observaría con aquella mirada que quemaba hasta que la morfina adormeciese el dolor y la furia y Valls pudiera abandonar así aquella habitación al fondo del corredor del tercer piso, para no regresar hasta la noche siguiente.

—Ha venido todo el mundo. Mercedes ha estrenado su vestido largo y me dicen que ha bailado con el hijo del embajador británico. Todos han preguntado por ti y te envían su cariño.

Mientras desgranaba el ritual de banalidades, su mirada se posó en la bandejita de instrumentos metálicos y jeringuillas que había sobre una mesa de metal recubierta de terciopelo rojo junto a la cama. Las ampollas de morfina relucían a la lumbre como piedras preciosas. Su voz quedó suspendida, las palabras huecas perdidas en el aire. Elena había seguido la dirección de su mirada y ahora sus ojos se clavaron en él en un acto de súplica, su rostro bañado en lágrimas. Valls observó a su esposa y suspiró. Se inclinó para besarla en la frente.

—Te quiero —murmuró.

Al oír estas palabras, Elena apartó el rostro y cerró los ojos. Valls le acarició la mejilla y se incorporó. Corrió el velo y atravesó la habitación abotonándose el chaqué y limpiándose los labios con un pañuelo que dejó caer al suelo antes de abandonar la estancia.

 

 

 

2

 

 

Pocos días antes, Mauricio Valls había citado a su hija Mercedes en su despacho, situado en lo alto de la torre, para preguntarle qué quería como regalo de cumpleaños. Había pasado ya la época de las exquisitas muñecas de porcelana y de los libros de cuentos. Mercedes, a la que lo único que le quedaba de niña era la risa y la devoción por su padre, declaró que su máximo, y único, deseo era poder asistir al baile de máscaras que tendría lugar en la finca que llevaba su nombre en un par de semanas.

—Tendré que consultarlo con tu madre —mintió Valls.

Mercedes le abrazó y le besó, sellando aquella promesa tácita que sabía ganada. Antes de hablar con su padre, Mercedes ya había elegido el vestido que iba a lucir, un deslumbrante atuendo color vino confeccionado en un taller de alta costura de París para su madre que doña Elena nunca había podido estrenar. El vestido, como los cientos de galas y joyas de una vida robada que su progenitora no había llegado a vivir, llevaba quince años confinado en los armarios del lujoso y solitario vestidor contiguo a la antigua suite matrimonial situada en el segundo piso, que ya no se utilizaba. Durante años, cuando todos la creían durmiendo en su habitación, Mercedes se colaba en el dormitorio de su madre y tomaba prestada la llave que había en el cuarto cajón de una cómoda junto a la entrada. La única enfermera de noche que había tenido la osadía de mencionar su presencia fue despedida sin ceremonia ni compensación cuando Mercedes la acusó de robar una pulsera del tocador de su madre que ella misma enterró en el jardín, detrás de la fuente de los ángeles. El resto nunca osó abrir la boca y fingía no verla en la penumbra perenne que velaba la estancia.

Llave en mano se deslizaba a media noche en el vestidor, una amplia cámara que quedaba aislada en el ala oeste de la casa y que olía a polvo, naftalina y abandono. Portando una vela en las manos, recorría los pasillos flanqueados por vitrinas de cristal repletas de zapatos, alhajas, vestidos y pelucas. Los rincones de aquel mausoleo de prendas y recuerdos estaban velados de telarañas y la pequeña Mercedes, que había crecido en la acomodada soledad de las princesas elegidas, imaginaba que todos aquellos objetos maravillosos pertenecían a una muñeca rota, maldita, que había sido confinada en una celda al final del pasillo del tercer piso y que nunca luciría aquellas telas ni aquellas joyas de relumbrón.

A veces, al abrigo de la medianoche, Mercedes dejaba la vela en el suelo y se enfundaba uno de aquellos vestidos para bailar a solas en la penumbra al compás de una vieja caja de música a la que daba cuerda y que desgranaba las notas del ensueño de Sherezade. Sintiendo una punzada de placer, imaginaba las manos de su padre llevándola de la cintura a través de un gran salón de baile mientras todos la miraban con envidia y admiración. Cuando las luces del alba se insinuaban en los resquicios de los cortinajes, Mercedes devolvía la llave a la cómoda y se apresuraba a regresar al lecho y a un sueño fingido del que una doncella la despertaría al filo de las siete de la mañana.

La noche del baile de máscaras a nadie se le ocurrió que aquel vestido que le dibujaba el talle a pincel pudiera haber sido confeccionado para otra que no fuera ella. Mientras se deslizaba por la pista al son de la orquesta en brazos de unos y otros, Mercedes sentía sobre ella los ojos de cientos de invitados acariciándola con lujuria y anhelo. Sabía que su nombre estaba en labios de todos y sonreía para sí al captar al vuelo conversaciones en las que ella era la protagonista.

Rondaban las nueve de la noche de aquella velada largamente imaginada cuando Mercedes, a su pesar, abandonó la pista de baile y se encaminó hacia las escalinatas de la casa principal. Había albergado la esperanza de poder al menos bailar un tema con su padre, pero éste no había hecho acto de presencia y nadie lo había visto todavía. Don Mauricio le había hecho prometer que a las nueve se retiraría a su habitación como condición para permitirle asistir y Mercedes no tenía intención de contrariarlo. «El año que viene.»

 

 

Por el camino oyó a un par de colegas de su padre en el Gobierno, dos patricios entrados en años que no habían dejado de mirarla con ojos vidriosos durante toda la noche. Murmuraban sobre cómo don Mauricio había podido comprarlo todo en la vida con la fortuna de su pobre esposa, incluyendo una noche extrañamente primaveral en pleno otoño madrileño en la que lucir a la pequeña putita de su hija ante lo más granado de la sociedad del momento. Embriagada por el champán y los giros del vals, Mercedes se volvió para replicarles, pero una figura le salió al paso y la sostuvo gentilmente del brazo.

Irene, la institutriz que había sido su sombra y consuelo durante los últimos diez años de su vida, le sonrió con calidez y la besó en la mejilla.

—No les hagas ni caso —dijo tomándola del brazo.

Mercedes sonrió y se encogió de hombros.

—Estás guapísima. Déjame que te vea bien.

La joven bajó los ojos.

—Este vestido es precioso y te queda que ni pintado.

—Era de mi madre.

—Después de esta noche va a ser siempre tuyo y de nadie más.

Mercedes asintió sonrojada al halago, que venía teñido con el regusto amargo de la culpa.

—¿Ha visto a mi padre, doña Irene?

La mujer negó.

—Es que todos preguntan por él...

—Tendrán que esperar.

—Le prometí que solo estaría hasta las nueve. Tres horas menos que Cenicienta.

—Entonces más vale que apretemos el paso antes de que yo me transforme en calabaza... —bromeó la institutriz sin ganas.

Recorrieron el sendero que cruzaba el jardín bajo una guirnalda de faroles que dibujaban el rostro de extraños que sonreían a su paso como si la conociesen y sostenían copas de champán que brillaban como puñales envenenados.

—¿Va a bajar mi padre al baile, doña Irene? —preguntó Mercedes.

La institutriz esperó a estar lejos del alcance de oídos indiscretos y miradas furtivas para responder.

—No lo sé. No le he visto en todo el día...

Mercedes iba a replicar cuando oyeron a su espalda un pequeño revuelo. Se volvieron para comprobar que la orquesta había dejado de tocar y que uno de los dos caballeros que había murmurado maliciosamente a su paso había tomado el podio y se disponía a dirigirse a la concurrencia. Antes de que Mercedes pudiera preguntar de quién se trataba, la institutriz le murmuró al oído:

—Es don José María Altea, el ministro de Gobernación...

Un subalterno tendió un micrófono al político y el murmullo de los invitados se ahogó en un sigilo respetuoso. Los músicos de la orquesta adoptaron un semblante solemne y alzaron la vista hacia el ministro, que sonreía contemplando a la audiencia mansa y expectante. Altea repasó con la mirada los cientos de rostros que le observaban, asintiendo para sí. Por último, sin prisa y con el temple pausado y autoritario de un predicador que sabe de la docilidad de su rebaño, se llevó el micrófono a los labios e inició su homilía.

 

 

 

3

 

 

—Queridos amigos, es para mí un placer y un honor poder pronunciar estas breves palabras ante tan distinguida concurrencia, reunida hoy aquí para rendir un sincero y merecido homenaje a uno de los grandes hombres de esta nueva España renacida de sus propias cenizas. Y me llena de satisfacción el poder hacerlo cuando ya se han cumplido veinte años del glorioso triunfo de la cruzada de liberación nacional que ha colocado a nuestro país en lo más alto del podio de las naciones del orbe. Una España guiada de la mano de Dios por el Generalísimo y forjada con el temple de hombres como el que hoy nos recibe en su hogar y a quien tanto debemos. Un hombre clave en el desarrollo de esta gran nación, de la que hoy nos sentimos orgullosos y que es la envidia de Occidente, y de su cultura inmortal. Un hombre al que me llena de orgullo y gratitud poder contar entre mis mejores amigos: don Mauricio Valls y Echevarría.

Una marea de aplausos recorrió el gentío de punta a punta de los jardines. A la ovación no faltaron ni los sirvientes, ni los guardaespaldas, ni los músicos de la orquesta. Altea capeó las ovaciones y los bravos con sonrisa benevolente, asintiendo con gesto paternal y apaciguando el entusiasmo de los allí congregados con gesto cardenalicio.

—¿Qué decir de don Mauricio Valls que no se haya dicho ya? Su trayectoria intachable y ejemplar data ya de los orígenes mismos del Movimiento y está grabada en nuestra historia con letras de oro. Pero ha sido quizá en ese campo, si se me permite la licencia, el de las Letras y las Artes, donde nuestro admirado y querido don Mauricio se ha distinguido de un modo excepcional y nos ha obsequiado con logros que han llevado la cultura de este país a nuevas cotas. No satisfecho con haber contribuido a edificar las sólidas bases de un régimen que ha traído paz, justicia y bienestar al pueblo español, don Mauricio ha sabido también que no solo de pan vive el hombre y se ha erigido como la más brillante de las luces de nuestras Letras. Autor de títulos inmortales y pluma insigne de nuestra literatura, fundador del Instituto Lope de Vega, que ha llevado a nuestras Letras y a nuestro idioma por todo el mundo y que solo este año ha abierto delegaciones en veintidós capitales mundiales, editor incansable y exquisito, descubridor y defensor de la gran literatura y de la más excelsa cultura de nuestro tiempo, arquitecto de una nueva forma de entender y practicar las artes y el pensamiento... Faltan palabras para poder empezar a describir la mayúscula contribución de nuestro anfitrión a la formación y educación de los españoles de hoy y de mañana. Su labor al frente del Ministerio de Educación Nacional ha propulsado las estructuras fundamentales de nuestro saber y nuestro crear. Es por tanto de justicia afirmar que sin don Mauricio Valls la cultura española no habría sido la misma. Su impronta y su genial visión nos acompañarán durante generaciones, y su obra inmortal se mantendrá en lo más alto del Parnaso español por los tiempos de los tiempos.

La pausa, emocionada, abrió paso a una nueva ovación en la que ya muchas eran las miradas que buscaban entre el gentío al homenajeado ausente, al hombre del momento, al que nadie había visto en toda la velada.

—No quiero extenderme más, porque sé que serán muchos los que desearán expresar personalmente a don Mauricio su gratitud y admiración, a los que me sumo. Tan solo quisiera compartir con ustedes el mensaje personal de afecto, agradecimiento y sentido homenaje hacia mi colega en el gabinete y queridísimo amigo don Mauricio Valls que hace apenas unos minutos me ha hecho llegar el Jefe del Estado, el Generalísimo Franco, desde el palacio de El Pardo, donde asuntos de Estado de última hora le han retenido...

Un suspiro de decepción, miradas entre los concurrentes y un silencio grave fueron el preámbulo de la lectura de la nota que Altea extrajo de su bolsillo.

—«Querido amigo Mauricio, español universal y colaborador indispensable que tanto has hecho por nuestro país y por nuestra cultura: Doña Carmen y yo mismo queremos hacerte llegar nuestro más afectuoso abrazo y nuestro agradecimiento en nombre de todos los españoles por veinte años de servicio ejemplar...»

Altea alzó la vista y la voz para rematar la faena con un «¡Viva Franco!» y «¡Arriba España!» que la audiencia coreó con ímpetu y que arrancó no pocos saludos de brazo en alto y lágrimas en flor. Al estruendoso aplauso que inundó el jardín se sumó también Altea. Antes de abandonar el escenario, el ministro asintió hacia el director de orquesta, quien no dejó naufragar la ovación en el murmullo y la rescató con un sonoro vals que pareció sostenerla en el aire durante el resto de la velada. Para entonces, cuando estaba claro que el Generalísimo no acudiría, ya eran muchos los que dejaron caer sus antifaces y máscaras al suelo y empezaron a desfilar hacia la salida.

 

 

 

4

 

 

Valls oyó el eco de la ovación que había cerrado el discurso de Altea desvanecerse entre los compases de la orquesta. Altea, «su gran amigo y estimado colega» que llevaba años intentando apuñalarle por la espalda y a quien aquel mensaje del Generalísimo disculpando su ausencia en el baile debía de haber sabido a gloria. Maldijo por lo bajo a Altea y a su hatajo de hienas, una jauría de nuevos centuriones a quien más de uno ya llamaba las flores envenenadas, que brotaban en las sombras del régimen y empezaban a copar puestos clave en la administración. La mayoría de ellos merodeaba por el jardín en aquellos momentos, bebiéndose su champán y mordisqueando sus canapés. Olfateando su sangre. Valls se llevó a los labios el cigarrillo que sostenía entre los dedos y advirtió que apenas quedaba un atisbo de ceniza. Vicente, el jefe de su escolta personal, le observaba desde el otro extremo del corredor y se aproximó para ofrecerle uno de los suyos.

—Gracias, Vicente.

—Enhorabuena, don Mauricio... —murmuró su fiel cancerbero.

Valls asintió, riendo por lo bajo con amargura. Vicente, siempre fiel y respetuoso, regresó a su puesto en el extremo del corredor donde, si uno no hacía un esfuerzo por mantener la vista en él, parecía fundirse con las paredes y desaparecer entre el papel pintado.

Valls inspiró una primera calada y contempló el amplio corredor que se abría al frente a través de la cortina azulada que exhalaba su aliento. Mercedes la llamaba la galería de los retratos. El pasillo rodeaba todo el tercer piso y estaba sembrado de cuadros y esculturas que le conferían un aire de gran museo huérfano de público. Lerma, el conservador del Prado que mantenía su colección, siempre le recordaba que no debía fumar allí y que la luz del sol dañaba los lienzos. Valls saboreó otra calada a su salud. Le constaba que lo que Lerma quería decir, pero no tenía ni los arrestos ni el nervio de insinuar, era que aquellas piezas no merecían estar confinadas en un domicilio particular, por grandioso que fuera el escenario y poderoso su dueño, y que su hogar natural era un museo donde pudieran ser admiradas y disfrutadas por el público, esas almas minúsculas que aplaudían en los ceremoniales y hacían cola en los funerales.

A Valls le complacía sentarse a veces en una de las sillas obispales que punteaban la galería de los retratos y deleitarse en sus tesoros, muchos de ellos prestados o directamente alzados de colecciones privadas de ciudadanos que habían quedado en el lado equivocado de la contienda. Otros provenían de museos y palacios bajo la jurisdicción de su ministerio a título de préstamo por período indefinido. Le gustaba recordar aquellas tardes de verano cuando la pequeña Mercedes no tenía ni diez años y, sentada en sus rodillas, escuchaba las historias que escondían cada uno de aquellos prodigios. Valls se refugiaba en aquella memoria, en la mirada embrujada de su hija al oírle hablar de Sorolla y Zurbarán, de Goya y Velázquez.

 

 

Más de una vez había querido creer que, mientras permaneciera allí, al amparo de la luz y el ensueño de aquellos lienzos, los días compartidos con Mercedes, días de gloria y de plenitud, nunca se escaparían de sus manos. Hacía ya tiempo que su hija no acudía a pasar la tarde con él para escuchar sus relatos magistrales sobre la Edad de Oro de la pintura española, pero el mero acto de buscar refugio en aquella galería aún le reconfortaba y le hacía olvidar que Mercedes era ya una mujer a la que no reconocía en su vestido de gala bailando bajo miradas de codicia y deseo, de recelo y malicia. Pronto, muy pronto, ya no podría protegerla de aquel mundo de sombras que no la merecía y acechaba hambriento más allá de los muros de la casa.

Apuró su cigarrillo en silencio y se incorporó. El susurro de la orquesta y las voces en el jardín se intuían tras las cortinas entornadas. Se encaminó hacia la escalinata que conducía a la torre sin volver la vista. Vicente, desprendiéndose de la oscuridad, le siguió, sus pasos imperceptibles a su espalda.

 

 

 

5

 

 

Tan pronto como introdujo la llave en la cerradura de su despacho supo que la puerta estaba abierta. Valls se detuvo, los dedos todavía sujetando la llave, y se volvió. Vicente, que esperaba a pie de escalera, leyó su mirada y se aproximó con sigilo mientras extraía el revólver del interior de la chaqueta. Valls se apartó unos pasos y Vicente le indicó con un gesto que se apoyara contra la pared, lejos del umbral de la puerta. Una vez Valls estuvo a resguardo, Vicente tensó el percutor del revólver e hizo girar el pomo de la puerta muy lentamente. La lámina de roble labrado se desplazó con suavidad, impulsada por su propio peso, hacia un interior en penumbra.

Manteniendo el revólver en alto, Vicente escrutó las sombras unos instantes. Un halo azulado penetraba por las ventanas y dibujaba el contorno del despacho de Valls. Sus ojos perfilaron el gran escritorio, la butaca de coronel, la biblioteca oval y el sofá de piel sobre la alfombra persa que cubría el suelo. Nada se movía en la sombra. Vicente palpó la pared en busca del interruptor y prendió la luz. No había nadie allí. Vicente bajó el arma y se la enfundó bajo la americana, adentrándose unos pasos en la sala. Valls, a su espalda, observaba desde la entrada. El otro se volvió y negó.

—Quizá me he olvidado de cerrar al salir esta tarde —dijo Valls sin convicción.

Vicente se detuvo en el centro del despacho y miró alrededor con detenimiento. Valls se adentró en la estancia y se aproximó a su escritorio. Vicente estaba comprobando el cierre de las ventanas cuando el ministro lo advirtió. El escolta oyó los pasos de Valls detenerse en seco y se volvió.

La mirada del ministro estaba clavada en el escritorio. Un sobre de tamaño folio de color crema reposaba sobre la lámina de cuero que cubría la parte central de la mesa. Valls sintió que el vello de las manos se le erizaba y un soplo de aire helado le recorría las entrañas.

—¿Todo bien, don Mauricio? —preguntó Vicente.

—Déjame solo.

El guardaespaldas dudó unos segundos. Valls seguía con la mirada anclada en el sobre.

—Estaré fuera si me necesita.

Valls asintió. Vicente se retiró hacia la puerta a regañadientes. Cuando cerró la puerta del despacho, el ministro permanecía inmóvil frente al escritorio observando aquel sobre de pergamino como si fuese una víbora dispuesta a saltarle al cuello.

Rodeó la mesa y se sentó en su butaca cruzando los puños bajo el mentón. Esperó casi un minuto antes de posar la mano en el paquete. Palpó el contenido mientras sentía cómo se le aceleraba el pulso. Introdujo el dedo bajo el sello y lo abrió. El cierre aún estaba húmedo, por lo que cedió con facilidad. Tomó el sobre de un extremo y lo alzó. El contenido se deslizó encima del escritorio. Valls cerró los ojos exhalando un suspiro.

El libro estaba encuadernado en piel negra y no portaba título alguno en la cubierta, solo un grabado que sugería la imagen de unos peldaños que descendían en una escalera de caracol observada desde una perspectiva cenital.

 

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Le temblaba la mano y la cerró en un puño, apretando con fuerza. Una nota asomaba entre las páginas del libro. Valls tiró de ella. Era una cuartilla amarillenta, arrancada de un cuaderno de contabilidad y reglamentada con líneas horizontales en rojo a dos columnas. En cada una de ellas había una lista de números. Al pie, en tinta roja, se leían estas palabras:

 

Se te acaba el tiempo.

Tienes una última oportunidad.

En la entrada del laberinto.

 

Valls sintió que le faltaba el aire. Antes de darse cuenta de lo que estaba haciendo, sus manos hurgaron en el cajón principal del escritorio y aferraron el revólver que guardaba allí. Se llevó el cañón a la boca y tensó el percutor. El arma sabía a aceite y a pólvora. Le invadió la náusea, pero sostuvo el revólver con ambas manos y mantuvo los ojos cerrados para contener las lágrimas que le caían por el rostro. Oyó entonces los pasos en la escalera y su voz. Mercedes hablaba con Vicente a la puerta de su despacho. Guardó el revólver en el cajón y se secó las lágrimas con la manga del chaqué. Vicente golpeó la puerta suavemente con los nudillos. Valls respiró hondo y esperó un instante. El guardaespaldas llamó de nuevo.

—¿Don Mauricio? Es su hija.

—Déjala pasar —dijo este con voz quebrada.

La puerta se abrió y Mercedes entró enfundada en su vestido de color vino, luciendo una sonrisa encantada que se evaporó tan pronto como posó la mirada en su padre. Vicente observaba desde el umbral con preocupación. Valls asintió y le hizo un gesto para que los dejase a solas.

—Papá, ¿estás bien?

Valls mostró una amplia sonrisa y se incorporó para abrazarla.

—Claro que estoy bien. Y más ahora que te veo.

Mercedes sintió el fuerte abrazo de su padre, que hundió el rostro en su cabello oliéndola como hacía cuando era una niña, como si creyese que inspirar el aroma de su piel pudiera protegerle de todos los males del mundo. Cuando por fin su padre la liberó del abrazo, Mercedes le miró a los ojos y reparó en su mirada enrojecida.

—¿Qué pasa, papá?

—Nada.

—Ya sabes que a mí no me puedes engañar. A los demás sí, pero a mí no...

Valls sonrió. El reloj de su escritorio marcaba las nueve y cinco.

—Ya ves que cumplo mis promesas —dijo ella, leyéndole el pensamiento.

—Eso no lo he dudado nunca.

Mercedes se puso de puntillas y echó un vistazo al escritorio.

—¿Qué lees?

—Nada. Tonterías.

—¿Puedo leerlas yo también?

—No es lectura indicada para jovencitas.

—Yo ya no soy una jovencita —replicó Mercedes sonriendo con malicia infantil y dando una vuelta sobre sí misma para mostrar su vestido y su porte.

—Ya lo veo. Eres toda una mujer.

Mercedes posó la mano sobre la mejilla de su padre.

—¿Y eso es lo que te pone triste?

Valls besó la mano de su hija y negó.

—Claro que no.

—¿Ni siquiera un poco?

—Bueno. Un poco.

Mercedes rio. Valls la imitó, con el sabor a pólvora todavía en sus labios.

—Todos preguntaban por ti en la fiesta...

—Se me ha complicado la noche. Ya sabes cómo son estas cosas.

Mercedes asintió con picardía.

—Sí. Ya lo sé...

Deambuló por el despacho de su padre, un mundo secreto repleto de libros y armarios cerrados, acariciando los lomos de los tomos de la biblioteca con la yema de los dedos. Advirtió que su padre la miraba con ojos nublados y se detuvo.

—No me vas a decir qué te pasa, ¿a que no?

—Mercedes, tú sabes que yo te quiero más que a nada en el mundo y que estoy muy orgulloso de ti, ¿verdad?

Ella dudó. La voz de su padre parecía pender de un hilo, su aplomo y su arrogancia arrancados de cuajo.

—Claro, papá..., y yo te quiero a ti.

—Eso es lo único que importa. Pase lo que pase.

Su padre le sonreía, pero Mercedes pudo ver que estaba llorando. Nunca lo había visto llorar y sintió miedo, como si el mundo fuera a venírsele abajo. Su padre se secó las lágrimas y le dio la espalda.

—Dile a Vicente que pase.

Mercedes se retiró hacia la puerta pero se detuvo antes de abrirla. Su padre seguía de espaldas, mirando por la ventana hacia el jardín.

—Papá, ¿qué es lo que va a pasar?

—Nada, cielo. No va a pasar nada.

Entonces ella abrió la puerta. Vicente esperaba ya al otro lado con aquel gesto metálico e impenetrable que le ponía los pelos de punta.

—Buenas noches, papá —murmuró.

—Buenas noches, Mercedes.

Vicente le dedicó un asentimiento respetuoso y entró en el despacho. Mercedes se volvió para mirar, pero el guardaespaldas, suavemente, le cerró la puerta en la cara. La muchacha pegó el oído a la puerta y escuchó.

—Ha estado aquí —oyó decir a su padre.

—No puede ser —dijo Vicente—. Todas las entradas estaban vigiladas. Solo el servicio de la casa tenía acceso a las plantas superiores. Tengo hombres apostados en todas las escaleras.

—Te digo que ha estado aquí. Y tiene una lista. No sé cómo la ha conseguido, pero tiene una lista... Dios mío.

Mercedes tragó saliva.

—Tiene que haber un error, señor.

—Mírala tú mismo...

Se hizo un largo silencio. Mercedes contuvo la respiración.

—Los números parecen correctos, señor. No lo entiendo...

—Ha llegado la hora, Vicente. Ya no me puedo esconder más. Es ahora o nunca. ¿Puedo contar contigo?

—Por supuesto, señor. ¿Cuándo?

—Al alba.

Se hizo el silencio y al poco Mercedes oyó pasos aproximándose hacia la puerta. Se apresuró escaleras abajo y no se detuvo hasta llegar a su habitación. Una vez allí, se apoyó contra la puerta y se dejó caer hasta el suelo sintiendo que una maldición había prendido el aire y que aquella noche sería la última de aquel turbio cuento de hadas que habían escenificado durante demasiados años.

 

 

 

6

 

 

Siempre la recordaría como un alba gris y fría, como si el invierno hubiera decidido desplomarse de golpe y sumergir Villa Mercedes en un lago de neblina emanada desde el umbral del bosque. Se despertó cuando apenas un hilo de claridad metálica arañaba las ventanas de su habitación. Se había quedado dormida sobre el lecho enfundada todavía en su vestido. Abrió la ventana y el frío húmedo de la mañana le lamió el rostro. Una alfombra de niebla espesa se deslizaba sobre el jardín, arrastrándose como una serpiente que reptaba entre los restos de la fiesta de la noche anterior. El cielo estaba cubierto de nubes negras que se desplazaban lentamente y parecían albergar una tormenta en su interior.

Mercedes salió al pasillo, descalza. La casa estaba sumida en un profundo silencio. Recorrió el corredor en sombras y rodeó el ala este hasta el dormitorio de su padre. Ni Vicente ni ninguno de sus hombres estaban apostados a la puerta, como iba siendo habitual en los últimos años, en que su padre había empezado a vivir a escondidas, siempre al amparo de sus pistoleros de confianza, como si temiera que algo fuese a salir de las paredes y a clavarle un puñal por la espalda. Nunca se había atrevido a preguntarle la razón de aquella práctica. Le bastaba descubrirle a veces con el gesto ausente y la mirada envenenada de resquemor.

Abrió la puerta del dormitorio de su padre sin llamar. La cama estaba sin deshacer. La taza de manzanilla que la doncella dejaba cada noche en la mesita junto a la cama de don Mauricio estaba intacta. A veces se preguntaba si su padre todavía dormía o si pasaba casi todas las noches en vela en su despacho, en lo alto de la torre. La alertó el aleteo de una bandada de pájaros alzando el vuelo en el jardín. Se acercó a la ventana y pudo ver dos siluetas que se dirigían hacia las cocheras. Mercedes pegó el rostro al cristal. Una de las figuras se detuvo y se volvió para mirar en su dirección, como si hubiera sentido sus ojos posarse en él. Mercedes sonrió a su padre, que la observaba sin expresión alguna, su rostro pálido y más viejo de lo que recordaba haberlo visto jamás.

Finalmente Mauricio Valls bajó la mirada y se adentró en el garaje en compañía de Vicente, que portaba una pequeña maleta. La invadió una sensación de pánico. Mercedes había soñado mil veces con aquel instante sin saber lo que significaba. Corrió escaleras abajo, tropezando con muebles y alfombras en la tiniebla acerada del alba. Cuando llegó al jardín la brisa fría y cortante le escupió en el rostro. Descendió la escalinata de mármol y corrió hacia las cocheras a través de una tierra baldía de máscaras caídas, sillas abatidas y guirnaldas de faroles que aún parpadeaban y ondeaban en la niebla. Oyó el motor del coche arrancar y las ruedas deslizarse sobre la pista de gravilla. Cuando Mercedes llegó al camino principal, que conducía al portón de la finca, el coche ya se alejaba a toda prisa. Corrió tras él, ignorando los cortes que las piedras afiladas que cubrían la pista le abrían en los pies. Justo antes de que la niebla se tragara el automóvil para siempre, acertó a ver cómo su padre se volvía por última vez y le entregaba una mirada desesperanzada a través del parabrisas. Siguió corriendo hasta que el ruido del motor se perdió en la distancia y la puerta de lanzas de la finca se alzó al frente.

Una hora después, Luisa, la doncella que acudía todas las mañanas a despertarla y vestirla, la encontró sentada al borde de la piscina. Tenía los pies colgando sobre el agua teñida con hilos de su sangre y cubierta por decenas de máscaras que flotaban como barcos de papel a la deriva.

—Señorita Mercedes, por el amor de Dios...

La joven estaba tiritando cuando Luisa la envolvió en una manta y la condujo hacia la casa. Cuando llegaron a la escalinata comenzó a caer aguanieve. Un viento hostil se agitaba entre los árboles, derribando guirnaldas, mesas y sillas. Mercedes, que también había soñado aquel instante, supo que la casa había empezado a morir.