Barcelona
Marzo de 1938

Le despertó el envite del mar. Al abrir los ojos, el polizón vislumbró una tiniebla que se perdía en el infinito. El vaivén de la nave, el hedor a salitre y los arañazos del agua contra el casco le recordaron que no estaba en tierra firme. Apartó los sacos que le habían servido de lecho y se incorporó lentamente, auscultando la fuga de columnas y arcos que formaba la bodega del buque.
La visión se le antojó de ensueño, una catedral sumergida, poblada por lo que parecía el botín robado de cien museos y palacios. La silueta de una escudería de coches de lujo cubiertos con lienzos semitransparentes se perfilaba entre una batería de esculturas y cuadros. Junto a un gran reloj de carrillón se distinguía una jaula desde la que un loro de espléndido plumaje le observaba con severidad y cuestionaba su condición de polizón.
Poco más allá avistó una réplica del David de Miguel Ángel, a la que algún espontáneo había coronado con un tricornio de la Guardia Civil. Tras ella, un ejército espectral de maniquís enfundados en vestidos de época parecían congelados en un perpetuo vals vienés. A un lado, apoyados contra el armazón de una lujosa carroza funeraria de paredes acristaladas con sarcófago incluido, había una pila de viejos carteles enmarcados. Uno de ellos anunciaba una corrida en la plaza de las Arenas de los tiempos de antes de la guerra.
El nombre de un tal Fermín Romero de Torres aparecía entre la lista de rejoneadores. Sus ojos acariciaron las letras, y el pasajero secreto, a quien por entonces aún se le conocía por otro nombre que pronto habría de abandonar en las cenizas de aquella guerra, formó en silencio las palabras en sus labios.
Fermín
Romero de Torres
Un buen nombre, se dijo. Musical. Operístico. A la altura de una existencia épica y desgarrada de eterno polizón por la vida. Fermín Romero de Torres, o el hombrecillo enjuto a una mayúscula nariz unido que algún día no muy lejano adoptaría aquel apelativo, había pasado los dos últimos días oculto en las entrañas de aquel buque mercante que había partido de Valencia dos noches atrás. Se había podido colar a bordo de milagro, escondido en un arcón repleto de fusiles viejos camuflado entre toda suerte de mercancías. Una parte de los fusiles estaban envueltos en bolsas selladas con un nudo que los protegía de la humedad, pero el resto viajaban a pelo, apilados unos sobre otros, y le habían parecido más propensos a explotarle en la cara a algún infortunado miliciano, o a él mismo si se hubiera apoyado donde no debía, que a derribar al enemigo.
Para estirar las piernas y combatir el entumecimiento causado por el frío y la humedad que supuraban las paredes del casco, Fermín se aventuraba cada media hora entre el entramado de contenedores y suministros en busca de algo comestible o, en su defecto, algo con lo que matar el tiempo. En una de sus idas y venidas había entablado amistad con un ratoncillo veterano en aquellos lances que, pasado el período de desconfianza inicial, se le aproximaba tímidamente y, al calor de su regazo, compartía con él unos ásperos trozos de queso que Fermín había encontrado en una de las cajas de alimentos. El queso, o lo que fuera aquella sustancia correosa y grasienta, sabía a jabón, y hasta donde alcanzaba el discernimiento gastronómico de Fermín, no había indicio de que vaca o rumiante alguno hubiera tenido mano o pezuña en su elaboración. Pero era de sabios reconocer que en cuestión de gustos no había nada escrito y, si lo había, la miseria de aquellos días alteraba el fraseado con aplomo, por lo que ambos disfrutaron del festín con el entusiasmo que solo otorgan meses de hambre acumulada.
—Amigo roedor, una de las ventajas que tiene esto de las contiendas bélicas es que, de un día para otro, la bazofia se le antoja a uno manjar de dioses, y hasta una mierda sabiamente pinchada en un palo empieza como a desprender un bouquet sensacional a boulangerie parisina. Esta dieta semicastrense de sopas a base de agua sucia y miga cortada con serrín curte el espíritu y desarrolla la sensibilidad del paladar hasta el punto que llega un día en que uno se percata de que incluso el corcho de las paredes puede saber a corteza de cerdo ibérico si la dicha no es buena.
El ratoncillo escuchaba a Fermín con paciencia mientras ambos departían de los víveres que el polizón sustraía. A veces, ahíto, el roedor se dormía a sus pies. Fermín lo observaba, intuyendo que habían hecho buenas migas porque en el fondo se parecían.
—Usted y yo somos tal para cual, compadre, sufriendo con filosofía la plaga del simio erecto y arañando lo que se puede para sobrevivirla. Dios quiera que algún día no muy lejano los primates se extingan de un soplamocos y pasen así a criar malvas junto con el diplodocus, el mamut y el pájaro dodo para que ustedes, criaturas hacendosas y pacíficas que se contentan con comer, fornicar y dormir, puedan heredar la tierra o, cuando menos, compartirla con la cucaracha y algún que otro coleóptero.
Si el ratoncillo estaba en desacuerdo, no daba muestras de ello. La suya era una convivencia amigable y sin protagonismos, una entente entre caballeros. Durante el día podían escuchar el eco de los pasos y voces de los marineros rebotando en la sentina. En las raras ocasiones en que algún miembro de la tripulación se aventuraba allí abajo, por lo general para robar alguna cosa, Fermín se ocultaba de nuevo en la caja de fusiles de la que había salido y así, mecido por el mar y el aroma a pólvora, se entregaba a una cabezadita. En su segundo día a bordo, explorando el bazar de maravillas que viajaba oculto en la panza de aquel Leviatán, Fermín, moderno Jonás y estudioso de las Sagradas Escrituras a tiempo parcial, encontró una caja repleta de biblias finamente encuadernadas. El hallazgo se le antojó, cuando menos, audaz y pintoresco, pero, a falta de otro menú literario, procedió a tomar prestado un ejemplar y, con la ayuda de una vela también sustraída del cargamento, leía en voz alta para él y para su compañero de travesía fragmentos seleccionados del Antiguo Testamento, que siempre le había parecido muchísimo más ameno y truculento que el Nuevo.
—Preste atención, maestre, que ahora viene una inefable parábola de hondo simbolismo aderezada con incestos y mutilaciones suficientes como para precipitar un cambio de gayumbos a los mismísimos hermanos Grimm.
Pasaban así las horas y los días al asilo del mar hasta que, al amanecer de un 17 de marzo de 1938, Fermín abrió los ojos y descubrió que su amigo el roedor se había ido. Tal vez fue la lectura de algunos episodios del Libro de las Revelaciones de San Juan durante la noche anterior lo que asustó al ratoncillo, o tal vez el presentimiento de que la travesía llegaba a su fin y convenía hacerse de menos. Fermín, entumecido por otra noche al amparo de aquel frío que taladraba los huesos, se tambaleó hasta el mirador que ofrecía uno de los ojos de buey por los que penetraba el aliento de un alba escarlata. El ventanuco circular quedaba a apenas un par de palmos por encima de la línea de flotación y Fermín pudo ver cómo el sol se alzaba sobre un mar de color vino. Cruzó la bodega sorteando cajas de munición y un enjambre de bicicletas herrumbrosas sujetas con cuerdas hasta el lado opuesto y echó un vistazo. El haz vaporoso del faro del puerto barrió el casco del buque proyectando momentáneamente una ráfaga de agujas de luz a través de todas las ventanas de la bodega. Más allá, en un espejismo de brumas reptando entre atalayas, cúpulas y torres, se esparcía la ciudad de Barcelona. Fermín sonrió para sí, olvidándose por un instante del frío y de las magulladuras que cubrían su cuerpo, fruto de las escaramuzas y desventuras acaecidas en su último puerto de paso.
—Lucía... —murmuró, evocando el dibujo de aquel rostro cuyo recuerdo le había mantenido vivo en los peores lances.
Extrajo el sobre que llevaba en el bolsillo interior de su chaqueta desde que había salido de Valencia y suspiró. El ensueño se esfumó casi al instante. El buque estaba mucho más cerca de puerto de lo que había supuesto. Cualquier polizón que se precie sabe que lo difícil no es colarse a bordo: lo difícil es salir sano y salvo del trance y abandonar el buque sin ser visto. Si albergaba la esperanza de pisar tierra por su propio pie y con todos los huesos en su sitio, más le valía empezar a preparar su estrategia de huida. Mientras escuchaba cómo los pasos y la actividad de la tripulación se duplicaban en la cubierta, Fermín sintió que el buque empezaba a virar y que los motores aminoraban la marcha al rebasar la bocana del puerto. Guardó de nuevo la carta y se apresuró a borrar los indicios de su presencia, ocultando los restos de las velas empleadas, los sacos que le habían servido de ajuar, la Biblia de sus lecturas contemplativas y las migajas de sucedáneo de queso y galleta rancia que habían quedado. Procedió entonces a cerrar como pudo las cajas que se había atrevido a abrir en busca de víveres martilleando de nuevo los clavos con el tacón pelado de sus botas exánimes. Observando tan parca calzadura, Fermín se dijo que tan pronto como hubiera ganado tierra firme y cumplido la promesa que había hecho, el siguiente objetivo sería hacerse con un par de zapatos que no pareciesen sustraídos de algún depósito de cadáveres. Mientras trajinaba en la bodega, el polizón podía ver a través de los ojos de buey cómo el buque se iba adentrando en las aguas del puerto de Barcelona. Pegó una vez más la nariz al cristal y sintió un escalofrío al avistar la silueta del castillo y prisión militar de Montjuic en lo alto de la montaña, presidiendo la ciudad como un ave de presa.
—Como te descuides, acabas ahí... —susurró.
A lo lejos se perfilaba la aguja del monumento a Cristóbal Colón, que como siempre apuntaba con el dedo en la dirección equivocada, confundiendo el continente americano con el archipiélago balear. Tras el descubridor desorientado se abría la boca de las Ramblas ascendiendo hacia el corazón de la ciudad vieja, donde esperaba Lucía. Por un instante la imaginó perfumada entre las sábanas. La culpa y la vergüenza apartaron aquella visión de su pensamiento. Había traicionado su promesa.
—Miserable —se dijo a sí mismo.
Trece meses y siete días habían pasado desde que la había visto por última vez, trece meses que le pesaban como trece años. La última imagen que pudo robar antes de regresar a su escondite fue la de la silueta de la Virgen de la Merced, patrona de la ciudad, aupada en la cúpula de su basílica frente al puerto y en perpetuo ademán de echar a volar sobre los tejados de Barcelona. A ella encomendó su alma y misérrima anatomía, porque si bien no pisaba una iglesia desde que había confundido la capilla de su pueblo natal con la biblioteca municipal a los nueve años, Fermín juró a quien pudiera y quisiera escucharle que si la Virgen —o cualquier delegado con potestad en materia celestial— intercedía por él y le ayudaba a llegar a buen puerto sin grave percance ni lesiones mortales de necesidad, reorientaría su vida hacia la contemplación espiritual y se haría cliente asiduo de la industria del misal. Concluida su promesa, se santiguó dos veces y se apresuró a ocultarse de nuevo en la caja de fusiles, tendido sobre el lecho de armas como un difunto en un ataúd. Justo antes de cerrar la tapa, Fermín atinó a ver a su compañero el ratoncillo observándole aupado en una pila de arcones que ascendía hasta el techo de la bodega.
—Bonne chance, mon ami —murmuró.
Un segundo más tarde se sumió en aquella oscuridad que olía a pólvora, el metal frío de los fusiles contra la piel y su suerte ya echada sin remedio.
Al rato, Fermín advirtió que el rumor de los motores se extinguía y el buque se mecía al pairo en las aguas mansas del puerto. Según sus cálculos, era demasiado pronto para que hubiesen alcanzado los muelles. Tras dos o tres escalas durante la travesía, sus oídos habían aprendido a leer el protocolo y la cacofonía que destilaba una maniobra de atraque, desde el correr de las amarras y el martilleo de las cadenas del ancla hasta los quejidos del armazón bajo la tensión del casco al ser arrastrado contra el muelle. Más allá de una agitación inusual de pasos y voces en la cubierta, Fermín no pudo reconocer ninguno de aquellos signos. Por algún motivo, el capitán había decidido detener el buque antes de hora y Fermín, que había aprendido en los casi dos años previos de guerra que lo inesperado va a menudo de la mano de lo lamentable, apretó los dientes y procedió a santiguarse de nuevo.
—Virgencita, renuncio a mi agnosticismo irredento y a las maliciosas sugerencias de la física moderna —murmuró, confinado en aquella suerte de ataúd que compartía con fusiles de tercera mano.
Su súplica no tardó en obtener respuesta. Fermín oyó cómo lo que parecía otra nave, más pequeña, se aproximaba y rozaba el casco del buque. Instantes después, unos pasos casi marciales caían sobre la cubierta entre el alboroto de la tripulación. Fermín tragó saliva. Habían sido abordados.
«Treinta años en el mar y lo peor siempre llega al tocar tierra», pensó el capitán Arráez mientras contemplaba desde el puente al grupo de hombres que acababan de escalar la escalinata a babor. Blandían fusiles con gesto amenazador, empujaban a la tripulación a un lado y preparaban el paso a quien, supuso, era su líder. Arráez era uno de esos hombres de mar que tienen la tez y el pelo flambeados a sol y salitre, y cuya mirada líquida parecía siempre enturbiada por un velo de lágrimas. De joven había creído que uno se embarcaba en busca de la aventura, pero los años le habían enseñado que esta siempre le esperaba a uno en puerto, y con segundas intenciones. Nada había en el mar que temiese. En tierra firme, sin embargo, y más en aquellos días, le embargaba la náusea.
—Bermejo, coja la radio y avise a puerto de que nos han detenido momentáneamente y vamos a llegar con algo de retraso.
Junto a él, Bermejo, su primer oficial, palideció y empezó a mostrar aquel tembleque que había desarrollado en los últimos meses de bombardeos y trifulcas. Antiguo contramaestre en cruceros fluviales de placer por el Guadalquivir, el pobre Bermejo no tenía estómago para aquella labor.
—¿Quién digo que nos ha detenido, capitán?
Arráez posó la mirada sobre la silueta que acababa de pisar su cubierta. Enfundado en una gabardina negra y pertrechado de guantes y un sombrero de ala, era el único que no parecía armado. Arráez le observó recorrer poco a poco la cubierta. Su ademán denotaba una parsimonia y un desinterés calculados a la perfección. Sus ojos, ocultos tras unos lentes oscuros, se deslizaban por los rostros de la tripulación, el suyo carente de expresión alguna. Por último se detuvo en el centro de la cubierta y, al alzar la vista hacia el puente, se descubrió la cabeza articulando un saludo con el sombrero y ofreciendo una sonrisa de reptil.
—Fumero —murmuró el capitán.
Bermejo, que parecía haber encogido diez centímetros desde que aquel personaje había serpenteado a través de la cubierta, le miró, blanco como el yeso.
—¿Quién? —consiguió articular.
—Policía política. Baje y dígales a los hombres que nadie haga el tonto. Y luego dé aviso por radio a puerto, como le he dicho.
Bermejo asintió, pero no hizo ademán de moverse. Arráez le clavó los ojos.
—Bermejo, que baje. Y procure no mearse encima, por el amor de Dios.
—Sí, mi capitán.
Arráez permaneció unos instantes a solas en el puente. El día era claro, con cielos de cristal y pinceladas de nubes en fuga que habrían hecho las delicias de un acuarelista. Por un instante consideró coger el revólver que guardaba bajo llave en el armario de su camarote, pero la ingenuidad de aquella idea dibujó una sonrisa amarga en sus labios. Respiró hondo y, ajustando los botones de su chaqueta deshilachada, abandonó el puente y descendió escaleras abajo, donde le esperaba su viejo conocido acariciando un cigarrillo entre los dedos.
—Capitán Arráez, bienvenido a Barcelona.
—Gracias, teniente.
Fumero sonrió.
—Ahora comandante.
Arráez hizo un gesto afirmativo, sosteniendo la mirada a aquellos dos lentes oscuros tras los cuales era difícil adivinar hacia dónde miraban los ojos afilados de Fumero.
—Felicidades.
Fumero le tendió uno de sus cigarrillos.
—No, gracias.
—Es mercancía de calidad —invitó Fumero—. Rubio americano.
Arráez aceptó el cigarrillo y se lo guardó en el bolsillo.
—¿Desea inspeccionar los papeles y las licencias, mi comandante? Está todo al día, con los permisos y sellos del Gobierno de la Generalitat...
Fumero se encogió de hombros, exhalando una bocanada de humo con desinterés y observando la brasa de su cigarrillo con una leve sonrisa.
—Estoy seguro de que sus papeles están en regla. Dígame, ¿qué carga lleva usted a bordo?
—Suministros. Medicamentos, armas y munición. Y varios lotes de propiedad confiscada para subasta. El inventario con el sello gubernamental de la delegación en Valencia está a su disposición.
—No esperaba menos de usted, capitán. Pero eso queda entre usted y las autoridades portuarias y de aduanas. Yo soy un simple servidor del pueblo.
Arráez asintió serenamente, recordándose en todo momento que no debía apartar los ojos de aquellos dos lentes negros e impenetrables.
—Si mi comandante tiene a bien decirme qué busca, con mucho gusto...
Fumero hizo un ademán para que le acompañase y ambos deambularon a lo largo de la cubierta mientras la tripulación los observaba, expectante. Al cabo de unos minutos Fumero se detuvo y, apurando una última calada, arrojó su cigarrillo por la borda. Se apoyó sobre la barandilla y contempló Barcelona como si nunca la hubiese visto antes.
—¿Lo huele usted, capitán?
Arráez aguardó un instante antes de contestar.
—No sé bien a qué se refiere, comandante.
Fumero le palmeó el brazo con afecto.
—Respire hondo. Sin prisa. Ya verá cómo lo nota.
Arráez intercambió una mirada con Bermejo. Los miembros de la tripulación se miraban entre ellos, confundidos. Fumero se volvió, invitándolos a inspirar con un gesto.
—¿No? ¿Nadie?
El capitán intentó forzar una sonrisa que no llegó a sus labios.
—Pues yo sí puedo olerlo —dijo Fumero—. No me diga que no lo ha notado.
Arráez asintió vagamente.
—Claro que sí —apremió Fumero—. Claro que lo huele. Como yo y como todos los que están aquí. Es olor a rata. A esa rata asquerosa que oculta usted a bordo.
Arráez frunció el ceño, perplejo.
—Puedo asegurarle...
Fumero alzó la mano para silenciarle.
—Cuando una rata se te cuela no hay modo de librarse de ella. Le das veneno y se lo come. Le pones trampas y se caga en ellas. Una rata es lo más difícil de eliminar que existe. Porque es cobarde. Porque se esconde. Porque se cree más lista que tú.
Fumero se tomó unos segundos para saborear sus palabras.
—¿Y sabe usted cuál es el único modo de acabar con una rata, capitán? ¿Cómo se acaba de verdad y de una vez por todas con ella?
Arráez negó.
—No lo sé, comandante.
Fumero sonrió, mostrando los dientes.
—Claro que no. Porque usted es un hombre de mar y no tiene por qué saberlo. Ese es mi trabajo. Esa es la razón por la que la Revolución me ha puesto en el mundo. Observe, capitán. Observe y aprenda.
Antes de que Arráez pudiera decir nada, Fumero se alejó en dirección a proa y sus hombres le siguieron. El capitán vio entonces que se había equivocado. Fumero sí iba armado. Blandía un revólver reluciente en la mano, una pieza de coleccionista. Cruzó la cubierta empujando sin miramientos a cuantos miembros de la tripulación encontraba a su paso e ignoró la entrada a los camarotes. Sabía adónde iba. A una señal, sus hombres rodearon la compuerta que sellaba la bodega y esperaron la orden. Fumero se inclinó sobre la lámina del metal y golpeó con suavidad con los nudillos, como si llamase a la puerta de un viejo amigo.
—Sorpresa —entonó.
Cuando sus hombres prácticamente arrancaron la compuerta y las entrañas del buque quedaron expuestas a la luz del día, Arráez regresó para ocultarse en el puente. Ya había visto y aprendido suficiente en los dos años que llevaba de guerra. Lo último que acertó a ver fue cómo Fumero se relamía los labios como un gato un segundo antes de sumergirse, revólver en mano, en la bodega del buque.
Tras días confinado en la bodega respirando el mismo aire viciado, Fermín sintió cómo el aroma a brisa fresca que entraba por la compuerta se filtraba entre las comisuras de la caja de armamento en la que se había ocultado. Inclinó la cabeza a un lado y atinó a ver por el resquicio de abertura que quedaba entre la tapa y el reborde un abanico de haces de luz polvorienta barriendo la bodega. Linternas.
La luz blanca y vaporosa acariciaba los contornos del cargamento y descubría transparencias en los lienzos que tapaban automóviles y obras de arte. El sonido de los pasos y el eco metálico que reverberaba en la sentina se aproximaron con lentitud. Fermín apretó los dientes y repasó mentalmente todos los pasos que había seguido hasta regresar a su escondite. Los sacos, las velas, los restos de comida o las pisadas que hubiera podido dejar a través de la galería del cargamento. No creía haber descuidado nada. Nunca le encontrarían allí, se dijo. Nunca.
Fue entonces cuando oyó aquella voz agria y familiar pronunciar su nombre como si susurrase una melodía y las rodillas se le hicieron gelatina.
Fumero.
La voz, y los pasos, sonaban muy cercanos. Fermín cerró los ojos como los cierra un niño aterrorizado por un ruido extraño en la oscuridad de su habitación. No porque crea que eso le va a proteger, sino porque no se atreve a reconocer la silueta que se alza a un lado de la cama y se inclina sobre él. Pudo sentir en aquel instante cómo los pasos cruzaban apenas a unos centímetros, muy lentamente. Los dedos enguantados acariciaron la tapa de la caja cual serpiente deslizándose sobre la superficie. Fumero estaba silbando una melodía. Fermín contuvo la respiración y mantuvo los ojos cerrados. Gotas de sudor frío le caían por la frente y tuvo que apretar los puños para que las manos no le temblasen. No se atrevió ni a mover un músculo, temiendo que el roce de su cuerpo con las bolsas que contenían algunos de los fusiles pudiera hacer el más mínimo ruido.
Tal vez se había equivocado. Tal vez sí le encontrarían. Tal vez no había en el mundo un rincón en el que pudiera esconderse y vivir un día más para contarlo. Tal vez, al fin y al cabo, aquel era un día tan bueno como cualquier otro para abandonar la función. Y, ya puestos, nada le impedía abrir a patadas aquella caja y plantar cara blandiendo uno de aquellos fusiles sobre los que yacía tendido. Mejor morir acribillado a balazos en dos segundos que a manos de Fumero y sus juguetes tras permanecer dos semanas colgado del techo en una mazmorra del castillo de Montjuic.
Palpó el contorno de una de las armas buscando el gatillo y la aferró con fuerza. No se le ocurrió hasta entonces que lo más posible era que no estuviese cargada. Tanto daba, pensó. Con su puntería, tenía todos los números para que se le pulverizase medio pie o para acabar por acertarle en el ojo al monumento a Colón. Sonrió ante la idea y agarró el fusil con ambas manos sobre el pecho, buscando el percutor. Nunca antes había disparado un arma, pero se dijo que la suerte siempre está del lado del novato y que el empeño valía cuando menos un voto de confianza. Tensó el percutor y se dispuso a volarle la cabeza a don Francisco Javier Fumero camino del paraíso o del infierno.
Un instante después, sin embargo, los pasos se alejaron llevándose su oportunidad de gloria y recordándole que los grandes amantes, en ejercicio o en vocación, no nacían para ser héroes de última hora. Se permitió respirar hondo y se llevó las manos al pecho. Tenía la ropa pegada al cuerpo como una segunda piel. Fumero y sus esbirros se alejaban. Fermín imaginó sus siluetas perdiéndose en las sombras de la bodega y sonrió aliviado. Tal vez no se había producido el chivatazo. Tal vez aquel era un control rutinario sin más.
Justo entonces, las pisadas se detuvieron. Se hizo un silencio sepulcral y durante unos instantes lo único que Fermín acertó a escuchar fueron los latidos de su corazón. Luego, en un suspiro casi imperceptible, le llegó el minúsculo punteo de algo diminuto y ligero deambulando sobre la tapa de la caja, a apenas unos centímetros de su rostro. Lo reconoció por el tenue olor, entre dulce y agrio. Su compañero de travesía, el ratoncillo, estaba olfateando entre los resquicios de las tablas, con toda probabilidad detectando el olor de su amigo. Fermín se dispuso a sisear levemente para alejarlo cuando un estruendo ensordecedor inundó la bodega.
La bala, de gran calibre, pulverizó al roedor en el acto y taladró de forma limpia un orificio de entrada sobre la tapa de la caja a unos cinco centímetros del rostro de Fermín. Un goteo de sangre se filtró entre las grietas y le salpicó los labios. Fermín sintió entonces un cosquilleo en la pierna derecha y al bajar la mirada comprobó cómo la trayectoria del proyectil casi le había alcanzado la pierna, abriéndole a fuego un corte en la pernera del pantalón antes de dejar un segundo orificio de salida en la madera. Una línea de luz vaporosa atravesaba la oscuridad del escondrijo trazando la trayectoria de la bala. Fermín escuchó cómo los pasos regresaban y se detenían junto a su escondite. Fumero se arrodilló junto a la caja. Fermín advirtió el brillo de sus ojos en la pequeña abertura que quedaba entre la cubierta y la caja.
—Como siempre, haciendo amigos de baja estofa, ¿eh? Tendrías que haber oído los gritos de tu colega Amancio cuando nos contó dónde te encontraríamos. Un par de cables en los huevos y los héroes cantáis como jilgueros.
Enfrentando aquella mirada, y todo lo que sabía de ella, Fermín sintió que de no haber sudado el poco valor que le quedaba atrapado en aquel sarcófago repleto de fusiles se habría orinado encima de pánico.
—Hueles peor que tu compañera la rata —susurró Fumero—. Creo que te hace falta un baño.
Escuchó el deambular de pisadas y el alboroto de los hombres removiendo cajas y derribando objetos por la bodega. Mientras esto ocurría, Fumero no se movió un centímetro de donde estaba. Sus ojos auscultaban la penumbra interior del arcón como los de una serpiente a la boca de un nido, paciente. Al poco, Fermín sintió un fuerte martilleo sobre la caja. En un principio creyó que la querían deshacer a golpes. Al ver asomar las puntas de unos clavos en el borde de la tapa comprendió que lo que estaban haciendo era sellarla rematando todo el reborde. En un segundo, los escasos milímetros de abertura que quedaban entre el contorno de la caja y la cubierta desaparecieron. Le habían sepultado en su propio escondite.
Fermín comprendió entonces que la caja empezaba a moverse a empujones y que, respondiendo a las órdenes de Fumero, varios miembros de la tripulación bajaban a la bodega. Pudo imaginarse el resto. Sintió cómo una docena de hombres levantaban la caja con palancas y oyó las correas de lona rodear la madera. Oyó también el correr de las cadenas y sintió el súbito tirón de la grúa hacia arriba.
Arráez y su tripulación contemplaron el arcón meciéndose en la brisa, suspendido seis metros sobre la cubierta. Fumero emergió de la bodega ajustándose de nuevo sus lentes oscuros y sonriendo complacido. Alzó la vista al puente e hizo el ademán de un saludo militar a modo de burla.
—Con su permiso, capitán, procederemos a exterminar la rata que llevaba usted a bordo del único modo realmente efectivo.
Fumero indicó al operario de la grúa que bajase el contenedor unos metros, hasta que quedó a la altura de su rostro.
—¿Una última voluntad o algunas palabras de contrición?
La tripulación observaba la caja, enmudecida. Lo único que parecía emerger del interior era un gemido que hacía pensar en un pequeño animal aterrorizado.
—Venga, no llores, que no es para tanto —dijo Fumero—. Además, no te voy a dejar solo. Vas a ver cómo un montón de tus amigos te están esperando en candeletas...
El arcón se elevó de nuevo en el aire y la grúa empezó a girar hacia la borda. Cuando quedó suspendido a unos diez metros por encima del agua, Fumero se volvió una vez más hacia el puente. Arráez le observaba con una mirada vidriosa, murmurando por lo bajo.
«Hijo de puta», alcanzó a descifrar.
Entonces asintió y el contenedor, con doscientos kilos de fusiles y unos cincuenta y pocos de Fermín Romero de Torres dentro, se precipitó sobre las aguas heladas y oscuras del puerto de Barcelona.
La caída al vacío apenas le dio tiempo de aferrarse a las paredes del arcón. Al impactar sobre el agua, la pila de fusiles se alzó en el aire y golpeó con fuerza la parte superior de la caja. Durante unos segundos el contenedor quedó a flote, meciéndose como una baliza. Fermín luchó por quitarse de encima las docenas de rifles bajo los que había quedado enterrado. Un intenso olor a salitre y gasóleo alcanzó su olfato. Oyó entonces el sonido del agua penetrando a borbotones por el orificio que había dejado la bala de Fumero. En apenas un segundo sintió el contacto frío del líquido inundando la base. Le invadió el pánico e intentó encogerse para alcanzar el extremo inferior del arcón. Al hacerlo, el peso de los fusiles se hizo a un lado y el contenedor se escoró. Fermín cayó de bruces sobre las armas. En una oscuridad absoluta, palpó la pila de armas bajo sus manos y empezó a apartarlas, buscando el orificio por el que entraba el agua. Tan pronto como conseguía desplazar una docena de fusiles a su espalda, estos volvían a caer sobre él y le empujaban hacia el fondo de la caja, que seguía escorándose. El agua le cubría los pies y corría entre sus dedos. Le llegaba ya a las rodillas cuando consiguió encontrar el orificio y lo tapó como pudo, apretando con ambas manos. Oyó entonces los disparos en la cubierta del barco y el impacto sobre la madera. Tres nuevos orificios se abrieron tras él y una claridad verdosa se filtró en el interior, permitiendo a Fermín vislumbrar cómo el agua empezaba a brotar con fuerza y, en apenas unos instantes, le cubría la cintura. Gritó de miedo y rabia, tratando de alcanzar uno de los orificios con la otra mano, pero una sacudida repentina le empujó hacia atrás. El sonido que inundó el interior del arcón le estremeció, como si una bestia le estuviese engullendo. El agua le trepó hasta el pecho, el frío cortándole la respiración. Se hizo de nuevo la oscuridad y Fermín comprendió que la caja se estaba hundiendo sin remedio. Su mano derecha cedió a la presión del líquido. El agua helada le barrió las lágrimas en la oscuridad. Fermín intentó atrapar una última bocanada de aire.
La corriente succionó la carcasa de madera y la arrastró hacia el fondo sin tregua. Una cámara de apenas un palmo de aire había quedado atrapada en la parte superior y Fermín luchó por auparse hasta allí para arrancar un suspiro de oxígeno. Al poco, la caja se posó en el fondo del puerto y, tras inclinarse a un lado, quedó varada en el fango. Fermín golpeó la tapa a puñetazos y patadas, pero la madera, fuertemente asegurada con los clavos, no cedió un ápice. Los últimos centímetros de aire que le quedaban se fueron escapando entre las grietas. Aquella oscuridad fría y absoluta le invitaba a abandonarse, pero sus pulmones ardían y creyó que la cabeza le iba a estallar bajo la presión por la falta de aire. Rendido al pánico ciego de la certeza de que le quedaban apenas unos segundos de vida, aferró uno de los fusiles y empezó a golpear el borde de la tapa con la culata. Al cuarto golpe el arma se le deshizo en las manos. Palpó en la oscuridad y los dedos rozaron una de las bolsas que protegía un rifle que flotaba a merced de la pequeña burbuja de aire atrapada en el interior. Fermín lo asió con ambas manos y volvió a golpear con las pocas fuerzas que le quedaban, suplicando aquel milagro que no llegaba.
La bala produjo una vibración sorda al explotar en el interior de la bolsa. El disparo, prácticamente a quemarropa, perforó un círculo del tamaño de un puño en la madera. Un soplo de claridad iluminó el interior. Sus manos reaccionaron antes que su cerebro. Apuntó el fusil hacia el mismo punto y accionó el gatillo una y otra vez. El agua había ya inundado la bolsa y ninguna de las balas llegó a explosionar. Fermín agarró otro de los rifles y pulsó el gatillo a través de la bolsa. Los dos primeros disparos no surtieron efecto, pero al tercero pudo sentir la sacudida en los brazos y ver cómo la abertura en la madera se iba ensanchando. Vació la munición del arma hasta que el orificio fue lo suficientemente grande para que su cuerpo enjuto y maltrecho pudiera colarse. Los rebordes de la madera astillada le mordieron la piel; sin embargo, la promesa de aquella claridad espectral y de la lámina de luz que se apreciaba en la superficie le hubiera permitido cruzar un campo de cuchillos.
El agua turbia del puerto le quemaba las pupilas, pero Fermín mantuvo los ojos abiertos. Un bosque submarino de luces y sombras se mecía en la tiniebla verdosa. Una red de escombros, esqueletos de botes hundidos y siglos de fango se abría a sus pies. Alzó la vista hacia las columnas de luz vaporosa que caían desde lo alto. El casco del buque mercante se recortaba en una gran sombra en la superficie. Estimó que aquella parte del puerto tenía por lo menos una quincena de metros de profundidad, tal vez más. Si conseguía ganar la superficie al otro lado del casco del buque tal vez nadie advertiría su presencia y podría sobrevivir. Se dio impulso apoyando las piernas contra la carcasa de la caja y echó a nadar. Solo entonces, mientras ascendía lentamente hacia la superficie, pudieron sus ojos captar por un instante la visión espectral que se ocultaba bajo las aguas. Comprendió que lo que había tomado por algas y redes abandonadas eran cuerpos meciéndose en la penumbra. Decenas de cadáveres esposados, las piernas atadas y encadenadas a piedras o bloques de cemento, formaban un cementerio submarino. Las anguilas que reptaban entre sus miembros habían ido limpiando sus rostros de carne y sus cabellos ondeaban en la corriente. Fermín reconoció las siluetas de hombres, mujeres y niños. A sus pies había maletas y fardos semienterrados en el fango. Algunos de los cadáveres estaban ya en tal estado de descomposición que apenas quedaban los huesos asomando entre jirones de ropa. Los cuerpos formaban una galería infinita que se perdía en la oscuridad. Fermín cerró los ojos y, un segundo después, emergió a la vida para comprobar que el simple acto de respirar era la experiencia más maravillosa que había conocido en toda su existencia.
Por unos instantes Fermín se mantuvo pegado como una lapa al casco del buque mientras recuperaba el aliento. A unos veinte metros flotaba una baliza de señalización. Semejaba una suerte de pequeño faro, un cilindro coronado por una linterna de luz apoyado sobre una base circular en la que había una cabina. La baliza estaba pintada de blanco con franjas rojas y se mecía suavemente, como si se tratara de un islote de metal a la deriva. Fermín se dijo que, si conseguía llegar a ella, podría esconderse en su interior y esperar al momento propicio para aventurarse hasta tierra firme sin ser visto. Nadie parecía haber advertido su presencia, pero no quiso tentar a la fortuna. Aspiró la mayor bocanada de aire que le permitieron sus maltrechos pulmones y se sumergió de nuevo, abriéndose camino hacia la baliza a brazadas desacompasadas. Mientras lo hacía evitó mirar hacia abajo y prefirió pensar que su mente había sido víctima de un delirio y que aquel macabro jardín de siluetas ondeando en la corriente a sus pies no era más que redes de pesca atrapadas entre los escombros. Emergió a pocos metros de la baliza y se apresuró a rodearla para ocultarse tras ella. Observó la cubierta del buque y se dijo que por el momento estaba a salvo y que todos a bordo, Fumero incluido, le daban ya por muerto. Estaba trepando a la plataforma cuando reparó en la figura que le observaba inmóvil desde el puente. Por un instante le sostuvo la mirada. No supo identificarla, aunque por su vestimenta Fermín supuso que se trataba del capitán del buque. Corrió a ocultarse en el interior de la diminuta cabina y se dejó caer, temblando de frío y suponiendo que en apenas unos segundos los oiría ir a por él. Hubiera sido mejor morir ahogado en el interior de aquella caja. Ahora Fumero le llevaría a una de sus celdas y se tomaría su tiempo.
Esperó eternamente aquel momento, pero cuando ya creía que su aventura había llegado a su fin oyó los motores del barco prender y el tronar de la bocina. Se asomó con timidez a la ventana de la cabina y vio que el buque se alejaba hacia los muelles. Se tendió exhausto al tibio abrazo del sol que se colaba por la ventana. Tal vez, después de todo, la virgen de los descreídos se había apiadado de él.
Fermín permaneció en su pequeño islote hasta que el crepúsculo tiñó el cielo y los faroles del puerto encendieron una red de destellos sobre las aguas. Escudriñando los muelles, decidió que la mejor alternativa era ganar a nado el enjambre de barcas que se anudaban frente a la lonja de pescadores y trepar a tierra firme por un cabo de amarre o por la polea de arrastre situada a popa de algún bajel anclado.
Avistó entonces una silueta dibujándose entre la bruma que barría la dársena. Se le estaba acercando un bote a remo con dos hombres a bordo. Uno de ellos remaba y el otro auscultaba las sombras sosteniendo un farol en alto que teñía la neblina de ámbar. Fermín tragó saliva. Hubiera podido lanzarse al agua y rezar para que le ocultase el manto del ocaso y escapar así una vez más, pero se le habían acabado las plegarias y ya no le quedaba un soplo de lucha en el cuerpo. Salió de su escondite con las manos en alto y encaró el bote que se aproximaba.
—Baje las manos —dijo la voz que portaba el farol.
Fermín apretó la mirada. El hombre al pie del bote era el mismo que había visto observándole desde el puente horas antes. Fermín le miró a los ojos y asintió. Aceptó la mano que le tendía y saltó al bote. El hombre a los remos le ofreció una manta y el maltrecho náufrago se rodeó con ella.
—Yo soy el capitán Arráez y este es mi primer oficial, Bermejo.
Fermín intentó balbucear, pero Arráez le detuvo.
—No nos diga su nombre. No es asunto nuestro.
El capitán alcanzó un termo y le escanció un vaso de vino caliente. Fermín aferró la taza de latón con ambas manos y apuró hasta la última gota. Arráez le rellenó la taza hasta tres veces y Fermín sintió el calor regresar a sus entrañas.
—¿Se encuentra mejor? —preguntó el capitán.
Fermín hizo un gesto afirmativo.
—No le voy a preguntar qué hacía usted en mi barco ni qué se lleva usted con esa alimaña de Fumero, pero más le vale andarse con ojo.
—Ya lo procuro, créame. Es el destino, que no ayuda.
Arráez le entregó una bolsa. Fermín echó un vistazo en el interior. Había un puñado de ropas secas, a todas luces seis tallas por encima de la suya, y algo de dinero.
—¿Por qué hace usted esto, capitán? No soy más que un polizón que le ha metido a usted en un lío de cuidado...
—Porque me sale de las narices —replicó Arráez, a lo que Bermejo aportó su asentimiento.
—No sé cómo pagarles el...
—Me basta con que no vuelva a colarse de polizón en mi barco. Venga, cámbiese de ropa.
Arráez y Bermejo le observaron desprenderse de aquellos harapos empapados y le ayudaron a enfundarse sus nuevas galas, un viejo uniforme de marino. Antes de abandonar aquella chaqueta deshilachada para siempre, Fermín buscó en los bolsillos y extrajo la carta que había custodiado durante semanas. El agua del mar había borrado la tinta y el sobre había quedado reducido a un pedazo de papel mojado que se deshacía en los dedos. Fermín cerró los ojos y se echó a llorar. Arráez y Bermejo se miraron, azorados. El capitán posó la mano sobre el hombro de Fermín.
—No se ponga así, hombre, que ya ha pasado lo peor.
Fermín negó.
—No es eso..., no es eso.
Se vistió a cámara lenta y guardó lo que quedaba de la carta en el bolsillo de su nuevo chaquetón. Al ver que sus dos benefactores le observaban con consternación se secó las lágrimas y les sonrió.
—Ustedes disculpen.
—Está usted en los huesos —comentó Bermejo.
—Es este momentáneo lapsus bélico —se disculpó Fermín, intentando adoptar un tono animado y optimista—. Pero ahora que va cambiando mi suerte presiento un porvenir de abundante yantar y vida contemplativa en el que me voy a cebar a base de tocino mientras releo lo más granado de la poesía del Siglo de Oro. En dos días me pondré como una boya a base de morcilla y galletones de canela. Aquí donde me ven, yo, cuando la oportunidad se presenta, acumulo peso más rápido que una soprano.
—Si usted lo dice. ¿Tiene adonde ir? —preguntó Arráez.
Fermín, luciendo su nuevo traje de capitán sin nave y con la panza palpitando de vino tibio, asintió con entusiasmo.
—¿Le espera una mujer? —preguntó el marino.
Fermín sonrió con tristeza.
—Espera, pero no a mí —respondió.
—Ya. ¿Era para ella esa carta?
Fermín asintió.
—¿Y por eso se ha jugado la vida y ha vuelto a Barcelona? ¿Para entregar una carta?
El aludido se encogió de hombros.
—Ella lo vale. Y se lo prometí a un buen amigo.
—¿Muerto?
Fermín bajó la mirada.
—A veces hay noticias que es mejor no dar —aventuró Arráez.
—Una promesa es una promesa.
—¿Cuánto hace que no la ve?
—Algo más de un año.
El capitán le miró largamente.
—Un año es mucho para los tiempos que corren. Estos días la gente olvida rápido. Es como un virus, pero que ayuda a sobrevivir.
—Pues a ver si lo pillo, porque me vendría de perlas —dijo Fermín.
Anochecía ya cuando el bote le dejó al pie de la escalinata del muelle de Atarazanas. Fermín se evaporó en las brumas del puerto, una silueta más entre estibadores y marineros que se encaminaban hacia las calles del Raval, entonces Barrio Chino. Confundiéndose entre ellos, Fermín pudo colegir de sus conversaciones a media voz que el día anterior la ciudad había sufrido una visita de la aviación, una de tantas en lo que llevaba de año, y que aquella noche se esperaban nuevos bombardeos. Se olfateaba el miedo en las voces y miradas de aquellos hombres, pero tras haber sobrevivido a aquel día de perros Fermín tenía el convencimiento de que nada de lo que aquella noche pudiera depararle sería peor. Quiso la providencia que un mercachifle de antojos que se batía ya en retirada y empujaba un carrito de chucherías se cruzase en su camino. Fermín le dio el alto e inspeccionó la carga con suma atención.
—Tengo unas garrapiñadas como las de antes de la guerra —ofreció el mercader—. ¿Gusta el caballero?
—Mi reino por un Sugus —precisó Fermín.
—Pues me queda una bolsita de fresa.
Los ojos de Fermín se abrieron como platos y con la sola mención de tamaña delicia empezó a salivar. Merced a los fondos que le había donado el capitán Arráez pudo hacerse con la bolsa entera de caramelos, que procedió a abrir con la avidez de un condenado.
La luz vaporosa de las farolas de las Ramblas —como el primer chupetón a un caramelo Sugus— siempre le había parecido una de esas cosas por las que vale la pena vivir un día más. Aquel anochecer, sin embargo, al enfilar el paseo central de las Ramblas, Fermín advirtió que una brigada de serenos iba de farola en farola, escalera en mano, y apagaba las luces que aún se reflejaban sobre el empedrado. Se aproximó a uno de ellos y se dispuso a observar su trajín. Cuando el sereno empezó a descender de la escalera y reparó en su presencia, se detuvo y le miró de reojo.
—Buenas noches, jefe —entonó Fermín en tono amigable—. ¿No se ofenderá si le pregunto por qué razón están ustedes dejando la ciudad a oscuras?
El sereno se limitó a señalar al cielo con el índice y, recogiendo la escalera, partió al encuentro de la siguiente farola. Fermín permaneció allí un instante, contemplando el extraño espectáculo de unas Ramblas que se iban sumergiendo en la sombra. A su alrededor, cafés y comercios empezaban a cerrar sus puertas y las fachadas iban tiñéndose del tenue aliento de la luna. Reemprendió su camino con cierta aprensión y pronto reparó en lo que le pareció una procesión nocturna. Un nutrido grupo de gente portando fardos y mantas se dirigía a la entrada del metro. Algunos llevaban velas y candiles prendidos, otros avanzaban en penumbra. Al rebasar la escalinata que descendía al metro, Fermín posó los ojos en un niño que no debía de llegar a los cinco años. Estaba aferrado a la mano de su madre, o su abuela, porque en la penuria de luz todas aquellas almas parecían envejecidas antes de hora. Fermín quiso guiñarle un ojo, pero el niño tenía la vista prendida en el cielo. Contemplaba la telaraña de nubes negras que se tejía sobre el horizonte como si pudiera adivinar algo oculto en su interior. Fermín siguió su mirada y sintió la caricia de un viento frío que empezaba a barrer la ciudad y olía a fósforo y a madera quemada. Justo antes de que su madre le arrastrara escaleras abajo, hacia los túneles del metro, el niño lanzó una mirada a Fermín que le heló la sangre. Aquellos ojos de cinco años reflejaban el terror ciego y la desesperanza de un anciano. Fermín desvió la mirada y echó a andar, cruzándose con un guardia urbano que estaba custodiando la entrada al metro y que le señaló con el dedo.
—Si se va ahora, luego ya no tendrá sitio. Y los refugios están llenos.
Fermín asintió, pero apretó el paso. Fue así adentrándose en una Barcelona que se le antojó fantasmal, una penumbra perpetua cuyos contornos apenas se adivinaban al aliento parpadeante de candiles y velas en balcones y portales. Cuando por fin enfiló la Rambla de Santa Mónica pudo vislumbrar a lo lejos el arco de un portal sombrío y angosto. Suspiró apesadumbrado y puso rumbo hacia su encuentro con Lucía.
Ascendió lentamente por la angosta escalera sintiendo que a cada nuevo peldaño se evaporaban su determinación y el valor de enfrentarse a Lucía para anunciarle que el hombre al que amaba, el padre de su hija y el rostro que esperaba ver desde hacía más de un año había muerto en la celda de una prisión de Sevilla. Cuando alcanzó el rellano del tercer piso, Fermín se detuvo frente a la puerta sin atreverse a llamar. Se sentó en los peldaños de la escalera y hundió la cabeza entre las manos. Recordaba las palabras exactas que había pronunciado allí mismo trece meses atrás, cuando Lucía le tomó de las manos y, mirándole a los ojos, le dijo: «Si me quieres, no dejes que le pase nada y tráemelo». Sacó el sobre roto de su bolsillo y contempló los pedazos en la penumbra. Los estrujó entre los dedos y los lanzó hacia las sombras. Se había incorporado y enfilaba ya la escalera para huir de allí cuando oyó abrirse la puerta del piso a su espalda. Entonces se detuvo.
Una niña de siete u ocho años le observaba desde el umbral. Llevaba un libro en las manos y tenía un dedo entre las páginas a modo de punto de lectura. Fermín le sonrió y alzó la mano en un amago de saludo.
—Hola, Alicia —dijo—. ¿Te acuerdas de mí?
La niña le miró con un atisbo de desconfianza, dudando.
—¿Qué estás leyendo?
—Alicia en el País de las Maravillas.
—¡Anda! ¿A ver?
Ella se lo mostró, pero no le permitió tocarlo.
—Es de mis favoritos —comentó, sin desprenderse del todo de su recelo.
—De los míos también —replicó Fermín—. Todo lo que sea caerse por un agujero y tropezarse con chiflados y problemas matemáticos lo tomo a título autobiográfico.
La niña se mordió los labios para controlar la risa que le habían provocado las palabras de aquel peculiar visitante.
—Sí, pero este lo escribieron para mí —aventuró, pícara.
—Claro que sí. ¿Está tu madre en casa?
Ella no respondió, pero abrió la puerta un poco más. Fermín dio un paso al frente. La niña se volvió y se alejó hacia el interior del piso sin decir palabra. Fermín se detuvo en el umbral. El interior de la vivienda estaba a oscuras y apenas se apreciaba el parpadeo de lo que parecía un candil al final de un estrecho corredor.
—¿Lucía? —llamó Fermín.
Su voz se perdió en la sombra. Golpeó la puerta con los nudillos y esperó.
—¿Lucía? Soy yo... —llamó de nuevo.
Esperó unos segundos y al no obtener respuesta se adentró en el piso. Avanzó por el pasillo. Las puertas que flanqueaban el corredor estaban cerradas. Al llegar al fondo se encontró en una sala que hacía las veces de comedor. El candil descansaba sobre la mesa proyectando un suave halo amarillento que acariciaba las sombras. La silueta de una anciana estaba sentada en una silla frente a la ventana, dándole la espalda. Fermín se detuvo. Solo entonces la reconoció.
—Doña Leonor...
La mujer que le había parecido una anciana no debía de tener más de cuarenta y cinco años. Tenía el rostro ajado de amargura y los ojos vidriosos, cansados de odiar y de llorar a solas. Leonor le miraba sin decir nada. Fermín tomó una silla y se sentó junto a ella. Le cogió la mano y le sonrió débilmente.
—Se tendría que haber casado contigo —murmuró—. Eres feo, pero al menos tienes cabeza.
—¿Dónde está Lucía, doña Leonor?
La mujer apartó la mirada.
—Se la llevaron. Hará dos meses.
—¿Adónde?
Leonor no respondió.
—¿Quiénes eran?
—Ese hombre...
—¿Fumero?
—No preguntaron por Ernesto. La buscaban a ella.
Fermín la abrazó, pero Leonor permaneció inmóvil.
—Yo la encontraré, doña Leonor. La encontraré y la traeré a casa.
La mujer negó.
—Está muerto, ¿verdad? ¿Mi hijo?
Fermín guardó silencio.
—No lo sé, doña Leonor.
Ella le miró con rabia y le abofeteó.
—Vete.
—Doña Leonor...
—Vete —gimió.
Fermín se incorporó y se retiró unos pasos. La pequeña Alicia le observaba desde el pasillo. Él le sonrió y la niña se aproximó lentamente hacia él. Entonces tomó su mano y la apretó con fuerza. Fermín se arrodilló frente a ella. Iba a decirle que él había sido amigo de su madre, o cualquier otro cuento al uso con el que borrar aquella expresión de abandono que embrujaba su mirada, pero justo en ese instante, mientras Leonor ahogaba sus lágrimas en las manos, Fermín oyó un rumor lejano que goteaba del cielo. Al levantar la vista hacia la ventana, advirtió que el cristal empezaba a vibrar.
Fermín se aproximó a la ventana y apartó el visillo que la custodiaba. Alzó la vista hasta el resquicio de cielo atrapado entre las cornisas que cerraban la angosta calleja. El rumor era ahora más intenso y sonaba mucho más cercano. Su primer pensamiento fue que un temporal se adentraba desde el mar e imaginó nubes negras reptando sobre los muelles y arrancando velas y mástiles a su paso. Pero nunca había presenciado un temporal que sonara a metal y a fuego. La neblina se escindió en jirones y al abrirse un claro los vio. Emergían de la oscuridad como grandes insectos de acero, volando en formación. Tragó saliva y volvió la vista a Leonor y a Alicia, que estaba temblando; la pequeña aún llevaba su libro en las manos.
—Creo que sería mejor salir de aquí —murmuró Fermín.
Leonor negó.
—Pasarán de largo —dijo con un hilo de voz—. Como anoche.
Fermín volvió a otear el cielo y acertó a ver que un grupo de seis o siete aviones se desprendían de la formación. Abrió la ventana y al asomar la cabeza le pareció que el estruendo de los motores enfilaba la boca de las Ramblas. Se oyó entonces un silbido agudo, como un taladro abriéndose camino desde el cielo. Alicia se cubrió los oídos con las manos y corrió a ocultarse bajo la mesa. Leonor alargó los brazos para retenerla, pero algo la detuvo. Segundos antes de que el obús alcanzase el edificio, el silbido se hizo tan intenso que pareció emanar de las mismas paredes. Fermín creyó que el ruido le iba a perforar los tímpanos.
Justo entonces se hizo el silencio.
Sintió un impacto súbito que sacudió el edificio como si un tren acabara de desplomarse de las nubes y estuviese atravesando el tejado y cada uno de los pisos como si fuera papel de fumar. Unas palabras se formaron en los labios de Leonor, pero no pudo oírlas. En apenas una fracción de segundo, aturdido por una muralla de ruido sólido que congeló el tiempo, Fermín vio cómo la pared a espaldas de Leonor se deshacía en una nube blanca y una lámina de fuego rodeaba la silla en la que estaba sentada y se la tragaba. La succión de la explosión arrancó la mitad de los muebles de cuajo, que quedaron suspendidos en el aire antes de prenderse en llamas. Le golpeó una bocanada de aire que quemaba como gasolina encendida y salió proyectado contra la ventana con tal fuerza que atravesó el cristal y fue a dar contra los barrotes metálicos del balcón. El chaquetón que le había donado el capitán Arráez humeaba y le quemaba la piel. Cuando quiso incorporarse para quitárselo sintió que el suelo se estremecía bajo sus pies. Segundos más tarde, la estructura central del edificio se desplomó en una tromba de escombros y brasas ante sus ojos.
Fermín se incorporó y se arrancó la chaqueta humeante. Se asomó al interior de la sala. Un sudario de humo negruzco y ácido lamía las paredes que quedaban en pie. La explosión había pulverizado el corazón del edificio, dejando en pie apenas la fachada y una primera línea de estancias que rodeaban un cráter por cuyo reborde ascendía lo que quedaba de la escalera. Más allá de lo que había sido el pasillo por el que había llegado no había nada.
—Hijos de puta —escupió.
No pudo oír su propia voz entre el chirrido que le quemaba los tímpanos, pero sintió en la piel la onda de una nueva explosión no lejos de allí. Un viento ácido que hedía a azufre, a electricidad y a carne quemada recorrió la calle y Fermín vio el resplandor de las llamas salpicando el cielo de Barcelona.
Un dolor atroz le mordía los músculos. Tambaleándose, se adentró en la sala. La explosión había lanzado a Alicia contra la pared y el cuerpo de la niña había quedado encajado entre un butacón derribado y la esquina de la habitación. Estaba cubierta de polvo y ceniza. Fermín se arrodilló frente a ella y la agarró por debajo de los hombros. Al sentir su contacto, Alicia abrió los ojos. Estaban enrojecidos y tenía las pupilas dilatadas. Fermín reconoció su maltrecho reflejo en ellas.
—¿Dónde está la abuela? —murmuró Alicia.
—La abuela se ha tenido que ir. Deberías venir conmigo. Tú y yo. Vamos a salir de aquí.
Alicia asintió. Fermín la tomó en sus brazos y palpó sobre su ropa, buscando heridas o fracturas.
—¿Te duele en algún sitio?
La niña se llevó una mano a la cabeza.
—Pasará —dijo Fermín—. ¿Lista?
—Mi libro...
Fermín buscó el libro entre los escombros. Lo encontró medio chamuscado pero razonablemente entero. Se lo ofreció, y Alicia lo aferró como si se tratara de un talismán.
—No lo pierdas, ¿eh? Que me tienes que contar cómo acaba...
Fermín se incorporó con la niña en brazos. O Alicia pesaba más de lo que esperaba o él tenía todavía menos fuerzas de las que había confiado reunir para salir de allí.
—Agárrate fuerte.
Se volvió entonces y, bordeando el enorme agujero que había dejado la explosión, enfiló la mitad embaldosada del pasillo, reducido ahora a una mera cornisa, hasta llegar a la escalera. Desde allí comprobó que el obús había penetrado hasta el sótano del edificio dejando una balsa de llamas que anegaba los dos primeros pisos. Oteando por el hueco de la escalera, advirtió que las llamas ascendían despacio, peldaño a peldaño. Aferró a Alicia con fuerza y se lanzó escaleras arriba diciéndose que, si conseguían ganar la azotea, una vez allí podrían saltar al terrado de la finca contigua y, tal vez, vivir para contarlo.
La puerta de la azotea era una lámina de roble sólido, pero la explosión la había desencajado de los goznes y Fermín pudo derribarla de una patada. Una vez en el terrado, posó a Alicia en el suelo y se dejó caer contra el borde de la fachada para recobrar el aliento. Respiró hondo. El aire olía a fósforo quemado. Por unos segundos, Fermín y Alicia permanecieron en silencio, incapaces de dar crédito a la visión que se desplegaba ante sus ojos.
Barcelona era un manto de oscuridad acribillado de columnas de fuego y plumas de humo negro que ondulaban en el cielo como tentáculos. A un par de calles de allí, las Ramblas dibujaban un río de llamaradas y humaredas que reptaba hasta el centro de la ciudad. Fermín agarró de la mano a la niña y tiró de ella.
—Venga, no hay que pararse.
Llevaban apenas unos pasos cuando un nuevo estruendo inundó el cielo y sacudió la estructura a sus pies. Fermín miró atrás y apreció un gran resplandor alzándose cerca de la plaza de Cataluña. El relámpago rojizo barrió los tejados de la ciudad en una fracción de segundo. La tormenta de luz se extinguió en una lluvia de cenizas de la que emergió de nuevo el rugido de los aviones. El escuadrón volaba muy bajo, atravesando el remolino de humo espeso que se extendía sobre la ciudad. El reflejo de las llamas brillaba en la panza del fuselaje. Fermín siguió su trayectoria con la mirada y vio llover los racimos de bombas sobre los tejados del Raval. A una cincuentena de metros de la azotea donde se encontraban, una hilera de edificios reventó ante sus ojos como si estuvieran prendidos de la mecha de una traca. La onda expansiva pulverizó cientos de ventanales en una lluvia de cristal y arrancó de cuajo cuanto encontró en los terrados colindantes. Un palomar situado en el edificio contiguo se precipitó sobre la cornisa y fue a dar al otro lado de la calle, derribando un tanque de agua que cayó al vacío y estalló con estrépito al impactar contra el empedrado. Fermín oyó los gritos de pánico en la calle.
Se quedaron paralizados, incapaces de dar un paso más. Permanecieron así durante varios segundos, la mirada prendida en aquel enjambre de aviones que seguían acribillando la ciudad. Fermín avistó la dársena del puerto sembrada de buques medio hundidos. Grandes láminas de gasóleo encendido se esparcían sobre la superficie y engullían a quienes se habían lanzado al agua y nadaban desesperadamente intentando alejarse. Los tinglados y hangares de los muelles ardían con furia. Una explosión en cadena de tanques de combustible derribó una hilera de enormes grúas de carga. Uno a uno, los gigantescos armazones de metal se precipitaron sobre los cargueros y barcos de pesca amarrados en el muelle, sepultándolos bajo el agua. A lo lejos, entre la niebla de azufre y gasóleo, los aviones daban la vuelta sobre el mar y se preparaban para una nueva pasada. Fermín cerró los ojos y dejó que aquel viento sucio y ardiente le arrancara el sudor del cuerpo. «Aquí me tenéis, malnacidos. A ver si acertáis de una puñetera vez.»
Cuando creía que solo podía oír el ruido de los aviones acercándose de nuevo, reparó en la voz de la niña a su lado. Abrió los ojos y encontró a Alicia. La pequeña trataba de tirar de él con todas sus fuerzas y gritaba con la voz llena de pánico. Fermín se volvió. Lo que quedaba en pie del edificio se estaba deshaciendo entre las llamas como un castillo de arena en la marea. Echaron a correr hasta el extremo de la azotea y desde allí consiguieron saltar el muro que la separaba del edificio contiguo. Fermín aterrizó rodando y sintió una súbita punzada de dolor en la pierna izquierda. Alicia seguía tirando de él y le ayudó a incorporarse. Él se palpó el muslo y notó la sangre tibia brotando entre los dedos. El fulgor de las llamas iluminó el muro que habían saltado y desveló una cresta sembrada de aristas de vidrio ensangrentado. La náusea le nubló la vista, pero respiró hondo y no se detuvo. Alicia seguía tirando de él. Arrastrando la pierna, que dejaba un rastro oscuro y brillante sobre las baldosas, Fermín siguió a la niña a través del terrado hasta el muro que lo separaba de la finca que daba a la calle del Arco del Teatro. Se aupó como pudo a unas cajas de madera que estaban apoyadas contra la pared y se asomó a la azotea contigua. Allí se alzaba una estructura de aspecto ominoso, un viejo palacio que tenía los ventanales sellados y una fachada monumental que parecía llevar décadas sumergida en el fondo de un pantano. Una gran cúpula de cristal velado coronaba el edificio a modo de linterna, punteada por un pararrayos en cuya aguja ondeaba la silueta de un dragón.
La herida en la pierna le palpitaba con un dolor sordo y tuvo que aferrarse a la cornisa para no desplomarse. Sintió la sangre tibia dentro del zapato y le asaltó un nuevo envite de náusea. Supo que iba a perder la consciencia de un momento a otro. Alicia le miraba, aterrorizada. Fermín sonrió como pudo.
—No es nada —dijo—. Un rasguño.
A lo lejos, el escuadrón de aviones había dado la vuelta sobre el mar y rebasaba ya el espigón del puerto volando de nuevo hacia la ciudad. Fermín le tendió la mano a Alicia.
—Agárrate.
La niña negó con lentitud.
—Aquí no estamos seguros. Tenemos que cruzar a la azotea de al lado para encontrar la manera de bajar hasta la calle, y de ahí al metro —dijo con escasa convicción.
—No —murmuró la pequeña.
—Dame la mano, Alicia.
La niña dudó, aunque finalmente se la tendió. Fermín la elevó con fuerza, aupándola a lo alto de las cajas. Una vez allí la levantó hasta el borde de la cornisa.
—Salta —ordenó.
Alicia apretó el libro contra el pecho y negó. Fermín oyó el traqueteo de las ametralladoras acribillando los tejados a su espalda y empujó a la niña. Cuando Alicia aterrizó al otro lado del muro se volvió para alargar la mano hacia Fermín, pero su amigo no estaba allí. Seguía aferrado a la cornisa al otro lado del muro. Estaba pálido y tenía los párpados caídos, como si apenas pudiera mantenerse consciente.
—Corre —le espetó con su último aliento—. Corre.
Fermín se desplomó de rodillas y cayó de espaldas. Oyó el rumor de los aviones pasar justo por encima de ellos y antes de cerrar los ojos vio cómo un racimo de bombas se desprendía del cielo.
Alicia corrió con desesperación a través del terrado en dirección a la gran cúpula acristalada. Nunca supo dónde estalló el obús, si fue al rozar la fachada de uno de los edificios o en el aire. Lo único que pudo percibir fue la brutal embestida de una muralla de aire comprimido a su espalda, un vendaval ensordecedor que la levantó en el aire y la propulsó hacia adelante. Una ráfaga de pedazos de metal ardiendo le pasó rozando. Fue entonces cuando sintió cómo un objeto del tamaño de un puño le punzaba con fuerza la cadera. El impacto la hizo girar en el aire y la propulsó contra la cúpula de cristal. Alicia atravesó una cortina de vidrio astillado y se precipitó al vacío. El libro le resbaló de las manos.
La niña cayó en picado a través de la penumbra durante lo que le pareció una eternidad hasta dar sobre un tendido de lona que amortiguó su descenso. La lámina de tejido se dobló bajo su peso y la dejó tumbada boca arriba en lo que semejaba una plataforma de madera. En lo alto, a unos quince metros de donde se hallaba, pudo ver el agujero que su cuerpo había dejado en el cristal al atravesar la cúpula. Intentó inclinarse a un lado, pero descubrió que no sentía la pierna derecha y que apenas podía mover el cuerpo de cintura para abajo. Volvió la vista y advirtió que el libro que creía perdido había quedado al borde de la plataforma.
Ayudándose con los brazos, se arrastró hasta allí y rozó el lomo con los dedos. Una nueva explosión sacudió el edificio y la vibración precipitó el libro al vacío. Alicia se asomó al borde y lo vio caer, aleteando sus páginas hacia el abismo. El resplandor de las llamas que salpicaba las nubes proyectó un haz de luz que se derramó por la tiniebla. Alicia apretó la mirada, incrédula. Si la vista no le engañaba, había aterrizado en lo alto de una enorme espiral, una torre articulada en torno a un infinito laberinto de corredores, pasadizos, arcos y galerías que parecía una inmensa catedral. Pero a diferencia de las catedrales que conocía, aquella no estaba hecha de piedra.
Estaba hecha de libros.
Los soplos de luz que caían desde la cúpula desvelaron ante sus ojos nudos de escalinatas y puentes flanqueados de miles y miles de tomos que entraban y salían de aquella estructura. Al pie del abismo vislumbró una burbuja de luz que se desplazaba lentamente. La luz se detuvo y, al afinar la vista, Alicia vio que un hombre de cabello cano sostenía un farol y miraba hacia arriba. Un dolor intenso le acuchilló la cadera y sintió que se le nublaba la vista. Poco después cerró los ojos y perdió la noción del tiempo.
Despertó al notar que alguien la tomaba en brazos con delicadeza. Entreabrió los ojos y acertó a ver que descendían por un interminable corredor que se escindía en decenas de galerías que se abrían en todas direcciones, galerías formadas por paredes y paredes tramadas de libros. El hombre de pelo cano y rasgos de ave rapaz que había visto al pie del laberinto la sostenía en sus brazos. Al llegar al pie de la estructura, el guardián de aquel lugar la condujo a través de la gran bóveda hasta un rincón y la acomodó en un camastro.
—¿Cómo te llamas? —preguntó.
—Alicia —balbuceó ella.
—Yo soy Isaac.
El hombre procedió entonces a examinar con gesto grave la herida que palpitaba en la cadera de la pequeña. La cubrió con una manta y, sosteniéndole la cabeza con la mano, le acercó un vaso de agua fresca a los labios. Alicia sorbió con avidez. Las manos del guardián le acomodaron la cabeza sobre el cojín. Isaac le sonreía, pero sus ojos delataban consternación. Tras él, alzándose en lo que creyó que era una basílica esculpida con todas las bibliotecas del mundo, se levantaba el laberinto que había visto desde la cima. Isaac se sentó en una silla a su lado y le sostuvo la mano.
—Ahora descansa.
Apagó el farol y ambos quedaron sumidos en una penumbra azulada salpicada por destellos de fuego que se derramaban desde lo alto. La geometría imposible del laberinto de libros se perdía en la inmensidad y Alicia pensó que lo estaba soñando, que la bomba había explotado en el comedor de la abuela y que ella y su amigo nunca habían salido de aquel edificio en llamas.
Isaac la observaba con tristeza. El sonido de las bombas, de las sirenas y la muerte recorriendo a fuego Barcelona llegaba a través de los muros. Se oyó una explosión cercana que sacudió las paredes y el suelo bajo sus pies arrancando nubes de polvo. Alicia se estremeció en el camastro. El guardián encendió una vela y la dejó reposar en una mesita junto al lecho donde yacía Alicia. El resplandor de la llama dibujó el contorno de la estructura prodigiosa que se alzaba en el centro de la bóveda. Isaac advirtió que aquella visión prendía en la mirada de Alicia instantes antes de que la niña perdiera el conocimiento. Suspiró.
—Alicia —dijo por fin—. Bienvenida al Cementerio de los Libros Olvidados.
Fermín abrió los ojos a una inmensidad de blanco celestial. Un ángel uniformado le estaba vendando el muslo y una galería de camillas se perdía en una fuga infinita.
—¿Es esto el purgatorio? —preguntó.
La enfermera alzó la vista y le miró de reojo. No debía de tener más de dieciocho años, y lo primero que Fermín pensó fue que, para ser un ángel en nómina divina, estaba de bastante mejor ver de lo que invitaban a pensar las estampas que se repartían en bautizos y comuniones. La presencia de pensamientos impuros solo podía significar dos cosas: mejoría en el tono físico o inminente condena eterna.
—Vaya por delante que hago apostasía de mi descreimiento canalla y suscribo al pie de la letra los Testamentos, Nuevo y Viejo, en el orden que su angelical merced estime más oportuno.
Al ver que el paciente recobraba el sentido y el habla, la enfermera hizo un gesto y un médico que tenía aspecto de no haber dormido en una semana se aproximó a la camilla. El doctor le alzó los párpados con los dedos y le examinó los ojos.
—¿Estoy muerto? —preguntó Fermín.
—No exagere. Está un tanto cascado, pero en general bastante vivo.
—Entonces ¿esto no es el purgatorio?
—Qué más quisiera usted. Estamos en el hospital Clínico. O sea, en el infierno.
Mientras el médico le examinaba la herida, Fermín consideró el giro de los acontecimientos e intentó recordar cómo había llegado hasta allí.
—¿Cómo se encuentra? —preguntó el doctor.
—Algo preocupado, la verdad. He soñado que Jesucristo me visitaba y teníamos una larga y profunda conversación.
—¿Acerca de qué?
—Primordialmente de fútbol.
—Eso es por el calmante que le hemos dado.
Fermín asintió, aliviado.
—Ya me lo pareció cuando el Señor afirmó que era del Atleti de Madrid.
El médico mostró una leve sonrisa y murmuró unas instrucciones a la enfermera.
—¿Cuánto hace que estoy aquí?
—Unas ocho horas.
—¿Y la criatura?
—¿El niño Jesús?
—No. La niña que estaba conmigo.
La enfermera y el médico intercambiaron una mirada.
—Lo siento, pero no había ninguna niña con usted. Que yo sepa, le encontraron de milagro en una azotea del Raval, desangrándose.
—¿Y no trajeron a ninguna niña conmigo?
El médico bajó la mirada.
—Viva, no.
Fermín hizo amago de incorporarse. La enfermera y el doctor le sujetaron contra la camilla.
—Doctor, tengo que salir de aquí. Hay una criatura indefensa por ahí que necesita de mi ayuda...
El médico asintió a la enfermera, que rápidamente tomó un frasco del carrito de medicamentos y apósitos que la acompañaban en su periplo por las camillas y empezó a preparar una inyección. Fermín negó con la cabeza pero el médico le sujetó con fuerza.
—Me temo que no puedo dejarle ir todavía. Le voy a pedir un poco de paciencia. No quisiera que tuviésemos un susto.
—No se preocupe, que yo tengo más vidas que un gato.
—Y menos vergüenza que un ministro, motivo por el cual le voy a pedir también que deje de pellizcar en el culo a las enfermeras cuando le cambian las vendas. ¿Estamos?
Fermín sintió la punzada de la aguja en el hombro derecho y el frío esparciéndose por sus venas.
—¿Puede volver usted a preguntar, doctor, por favor? Se llama Alicia.
El doctor aflojó su presa y la dejó reposar en la camilla. Los músculos de Fermín se fundieron en gelatina y sus pupilas se dilataron, haciendo del mundo una acuarela que se deshacía bajo el agua. La voz lejana del médico se perdió en el eco de su descenso. Sintió que caía a través de nubes de algodón y que el blanco de la galería se desmenuzaba en un polvo de luz que se evaporaba en el bálsamo líquido que prometía el paraíso de la química.
Le dieron el alta a media tarde, porque el hospital ya no daba abasto y cualquiera que no estuviese moribundo pasaba por sano. Armado de una muleta de madera y una muda nueva que le había prestado un difunto, Fermín consiguió abordar un tranvía a las puertas del hospital Clínico, que le condujo de regreso a las calles del Raval. Allí empezó a visitar los cafés, colmados y comercios que quedaban abiertos, preguntando a voces si alguien había visto a una niña llamada Alicia. La gente, al ver a aquel hombrecillo enjuto y demacrado, negaba en silencio creyendo que el pobre infeliz buscaba en vano, como tantos otros, a su hija muerta, uno más de entre los novecientos cuerpos —un centenar de ellos niños— que se recogerían en las calles de Barcelona aquel 18 de marzo de 1938.
Al atardecer, Fermín recorrió de arriba abajo las Ramblas. Las bombas habían hecho descarrilar tranvías que yacían todavía humeantes con un pasaje de cadáveres a bordo. Cafés que horas antes estaban repletos de clientes ahora eran galerías espectrales de cuerpos inertes. Las aceras estaban cubiertas de sangre, y nadie, mientras intentaban llevarse a los heridos, cubrir a los muertos o sencillamente huir hacia ninguna parte, recordaba haber visto a una niña como la que describía.
Aun así, Fermín no perdió la esperanza ni cuando encontró una hilera de cadáveres tendidos sobre la acera frente al Gran Teatro del Liceo. Ninguno de ellos parecía mayor de ocho o nueve años. Fermín se arrodilló. A su lado, una mujer acariciaba los pies de un niño con un orificio negro del tamaño de un puño en el pecho.
—Está muerto —dijo la mujer sin necesidad de que Fermín le preguntase—. Están todos muertos.
Durante toda la noche, mientras la ciudad retiraba los escombros y las ruinas de decenas de edificios dejaban de arder, Fermín recorrió de puerta en puerta las calles del Raval preguntando por Alicia.
Por último, al amanecer, fue consciente de que no podía dar un paso más y se dejó caer en los peldaños de la iglesia de Belén. Al poco, un guardia con el rostro cubierto de carbonilla y el uniforme manchado de sangre se sentó a su lado. Cuando le preguntó por qué lloraba, Fermín se abrazó a él y le dijo que se quería morir porque el destino había puesto en sus manos la vida de una criatura y él la había traicionado y no la había sabido proteger. Si a Dios o al demonio les quedaba un soplo de decencia en el cuerpo, continuó, aquel mundo de mierda se acabaría para siempre al día siguiente o al otro porque no merecía seguir existiendo.
El guardia, que llevaba muchas horas sin descanso sacando cadáveres de entre los escombros, incluidos el de su esposa y su hijo de seis años, le escuchó con calma.
—Amigo mío —dijo al fin—. No pierda la esperanza. Si algo he aprendido en este perro mundo es que el destino siempre está a la vuelta de la esquina. Como si fuese un chorizo, una furcia o un vendedor de lotería, sus tres encarnaciones más socorridas. Y si algún día decide usted ir a por él (porque lo que el destino no hace son visitas a domicilio), ya verá cómo le concederá una segunda oportunidad.