El bastón de Jahns emitía un fuerte tintineo cada vez que impactaba con un peldaño de metal. No tardó en convertirse en el metrónomo de su descenso, el ritmo de la música de la escalera, abarrotada y rebosante de energía tras la reciente limpieza. Todo el tráfico, con la sola excepción de ellos dos, parecía subir. Se abrían paso a contracorriente, rozándose los codos con todo el mundo, entre gritos de «¡Eh, alcaldesa!» y cabeceos de saludo dirigidos a Marnes. Jahns lo veía en sus caras: la tentación de llamarlo comisario atemperada por su respeto a la naturaleza terrible de aquel ascenso que daban por hecho.
—¿Cuántos pisos está en condiciones de bajar? —preguntó Marnes.
—¿Por qué, es que ya estás cansado? —Jahns volvió la cabeza, le guiñó un ojo y vio que el poblado bigote del ayudante se arrugaba hacia arriba formando una sonrisa.
—Bajar no me supone un problema. Lo que no soporto es subir.
Sus manos se encontraron fugazmente sobre la curva barandilla de la escalera de caracol, la de Jahns detrás de ella, la de Marnes por delante. Habría querido decirle que no estaba en absoluto cansada, pero de repente la embargó una repentina fatiga, un agotamiento más mental que físico. Tuvo una visión pueril de unos tiempos más felices y se imaginó que Marnes la cogía en brazos y la llevaba escaleras abajo. Sería una dulce renuncia al poder y la responsabilidad, una entrega al poder de otro sin necesidad de fingir el propio. No era un recuerdo del pasado, era un futuro que nunca había existido. La mera idea la hizo sentir culpable. Sentía el fantasma de su marido a su lado, perturbado por aquellos pensamientos...
—¿Alcaldesa? ¿Cuántos pisos, entonces...?
Se detuvieron y se pegaron a la barandilla para dejar pasar a un porteador que subía a grandes zancadas la escalera. Jahns reconoció al muchacho, Conner, todavía un adolescente pero dotado ya de una espalda fuerte y un paso firme. Llevaba sobre los hombros, en precario equilibrio, unos fardos atados entre sí. La mueca de su rostro no era de agotamiento o de dolor, sino de fastidio. ¿Quién era toda esa gente que estaba de pronto en la escalera, esos turistas? Jahns trató de pensar en algo alentador que decir, alguna pequeña recompensa verbal para un colectivo que hacía un trabajo imposible para ella. Pero los jóvenes pies de Conner ya se lo habían llevado escaleras arriba junto con las provisiones procedentes de abajo, ralentizado sólo por la muchedumbre que, como un enorme gusano, ascendía lentamente para echar un vistazo a un exterior más amplio y nítido.
Marnes y ella pararon en un rellano para recobrar el aliento. Marnes le tendió la cantimplora y la alcaldesa, diplomáticamente, tomó un sorbo antes de devolvérsela.
—Me gustaría recorrer la mitad hoy —respondió al fin—. Pero habrá que hacer algunas paradas por el camino.
Marnes tomó un trago y enroscó la tapa del recipiente.
—¿Visitas a domicilio?
—Algo así. Quiero parar en la guardería del veinte.
Marnes se echó a reír.
—¿Para besar a unos cuantos niños? Alcaldesa, nadie le va a quitar el puesto. A su edad ya no.
Jahns no se rió.
—Gracias —dijo con una falsa mueca de sentirse ofendida—. Pero no, no es para besar a los niños. —Dio media vuelta y reanudó el descenso. Marnes fue tras ella—. No es que no confíe en tu criterio sobre la tal Jules. Desde que soy alcaldesa, todos los candidatos a los que has propuesto han sido impecables.
—¿Incluso...? —la interrumpió Marnes aunque sin concluir la pregunta.
—Sobre todo él —respondió Jahns, consciente de lo que estaba pensando el otro—. Era un buen hombre, pero tenía el corazón roto. Eso puede acabar incluso con los mejores.
Marnes expresó su conformidad por medio de un gruñido.
—Y entonces, ¿qué vamos a comprobar en la guardería? Juliette no nació en el veinte, si no recuerdo mal...
—Cierto, pero su padre trabaja allí ahora. He pensado que ya que íbamos a pasar por delante podríamos hacerle una visita, a ver si es posible sonsacarle algo sobre su hija.
—¿Quiere interrogar a un padre para analizar la personalidad de su hija? —Marnes se echó a reír—. Seguro que es un prodigio de imparcialidad.
—Creo que te vas a llevar una sorpresa —repuso Jahns—. Le pedí a Alice que investigara un poco mientras yo preparaba el equipaje. Ha encontrado algo interesante.
—¿Ah, sí?
—La tal Juliette conserva aún todos sus cupones de vacaciones.
—Eso no es tan raro entre la gente de Mecánica —afirmó Marnes—. Hacen muchas horas extraordinarias.
—Pero es que ella, además de no salir nunca, tampoco recibe visitas.
—Sigo sin saber lo que quiere decir con eso.
Jahns esperó a que terminara de pasar una familia. Un niño, de unos seis o siete años, marchaba montado en los hombros de su padre con la cabeza ladeada para evitar los soportes del tramo superior de la escalera. La madre venía detrás, con un bolso de viaje colgado del hombro y un bebé en brazos. La familia perfecta, pensó Jahns. Con una tasa de reemplazo impecable. Dos por dos. Lo que la lotería pretendía y, algunas veces, ofrecía.
—Bueno, deja que te explique lo que quiero decir con eso —respondió—. Quiero ir a ver al padre de esa chica, mirarlo a los ojos y preguntarle por qué, en los casi veinte años que han transcurrido desde que su hija se trasladó a Mecánica, no ha ido a visitarla ni una sola vez.
Volvió a mirar a Marnes y vio que fruncía el ceño por encima del bigote.
—Y por qué ella tampoco ha subido a verlo —añadió.
El tráfico fue remitiendo al pasar del piso décimo y quedar atrás la zona de viviendas superior. A cada paso que daba, Jahns recordaba con aprensión que tendría que desandar cada metro recorrido en el camino de vuelta. Ésta era la parte fácil, se recordó. El descenso era como tirar de un resorte de acero, la arrastraba hacia abajo. Le recordaba a una pesadilla que tenía a veces en la que se ahogaba. Una pesadilla estúpida, teniendo en cuenta que nunca había visto agua suficiente como para sumergirse en ella y mucho menos para ahogarse. Pero eran como esos sueños ocasionales en los que caía desde grandes alturas, un legado de tiempos pasados, fragmentos rotos que, desenterrados por sus mentes durmientes, venían a sugerir: «no estamos hechos para vivir así».
Así que el descenso, aquella ruta en espiral hacia abajo, se parecía mucho a la asfixia imaginaria que se la tragaba algunas noches. Se le antojaba inexorable e inextricable. Como una pesa que la empujase hacia abajo, combinada con la certeza de que no sería capaz de arrastrarse de nuevo a la superficie.
A continuación pasaron por el distrito textil, la tierra de los monos multicolor y el sitio del que procedían las madejas de hilo. El olor de los tintes y otros productos químicos flotaba en el rellano. Al otro lado de una ventana abierta en los bloques curvos de cemento se veía una pequeña tienda de comestibles situada en un extremo del distrito. La multitud la había saqueado y las estanterías habían quedado vacías por la aplastante demanda de excursionistas exhaustos y por el incremento de la actividad que siempre se producía después de una limpieza. Había varios porteadores apelotonados en la escalera, trabajando a destajo. Jahns constató una verdad espantosa sobre la limpieza del día anterior: la bárbara práctica aportaba algo más que alivio psicológico, algo más que una vista más nítida del exterior. También servía para engrasar la economía del silo. De repente había una excusa para desplazarse. Una excusa para comerciar. Y en medio de un florecimiento de habladurías, cuando las familias y los viejos amigos volvían a verse por primera vez en meses, o incluso puede que en años, el silo entero recibía una inyección de vitalidad. Era como un cuerpo viejo que se estiraba y ejercitaba de nuevo sus articulaciones, haciendo que la sangre afluyera a las extremidades. Una criatura decrépita que volvía de nuevo a estar viva.
—¡Alcaldesa!
Al volverse vio que Marnes casi se había perdido de vista a su espalda. Se detuvo un momento para dejar que apretara el paso hasta alcanzarla.
—Calma —le dijo el ayudante—. Si corre tanto me es imposible seguirla.
Jahns se disculpó. No se había percatado de que hubiera acelerado.
Al entrar en la segunda zona de apartamentos, por debajo del piso decimosexto, Jahns se dio cuenta de que se encontraba ya en un territorio que llevaba casi un año sin visitar. Se oía el traqueteo de jóvenes piernas que se perseguían por la escalera y trepaban por encima de quienes subían más despacio. La escuela primaria del tercio superior se encontraba justo encima de la guardería. A juzgar por el movimiento y el ruido de voces, habían cancelado las clases. Jahns imaginaba que tanto porque sabían que muchos niños faltarían a la escuela (puesto que sus padres se los llevarían a contemplar la vista) como porque muchos profesores deseaban hacer lo mismo. Pararon en el rellano de la escuela, donde el denso tráfico del día había borrado a medias los rastros de tiza de las partidas de Pumba y la Muñeca, donde los niños se sentaban agarrados a las barandillas, con las rodillas despellejadas al aire y los pies colgando bajo los aleros de los rellanos y donde los silbidos y los gritos ansiosos remitían hasta tornarse susurros secretos en presencia de los adultos.
—Ya casi hemos llegado. Menos mal, necesito un descanso —dijo Marnes mientras seguían bajando en dirección a la guardería—. Sólo espero que ese sujeto esté disponible para vernos.
—Lo estará —le aseguró Jahns—. Alice lo ha telegrafiado desde mi oficina para avisarlo de que veníamos.
Al llegar al rellano de la guardería pudieron escapar por fin del torrente humano que ascendía en tropel y consiguieron recobrar el aliento. Cuando Marnes le pasó la cantimplora, Jahns tomó un largo trago antes de comprobar el estado de su peinado sobre su superficie curva y abollada.
—Tiene un aspecto estupendo —dijo el ayudante.
—¿De alcaldesa?
Marnes se echó a reír.
—No sólo eso.
Jahns creyó detectar un centelleo en los viejos y castaños ojos del ayudante, pero probablemente no fuese más que el reflejo de la luz sobre la cantimplora al llevársela a la boca.
—Veinte pisos en poco más de dos horas. No es el ritmo que yo recomendaría, pero me alegro de que hayamos avanzado tanto. —Se secó el bigote y estiró el brazo hacia atrás para guardar la cantimplora en su mochila.
—Trae —dijo Jahns. Le quitó la cantimplora y la introdujo en el bolsillo de malla que la mochila tenía detrás—. Y deja que sea yo la que hable aquí —le recordó.
Marnes levantó las manos con las palmas abiertas, como si la idea de hacer otra cosa jamás se le hubiera pasado por la imaginación. La adelantó y abrió una de las pesadas puertas de acero, que no respondió con el habitual chirrido de bisagras oxidadas. El silencio sobresaltó a Jahns. Estaba acostumbrada a oír el quejido que emitían las puertas por toda la escalera al abrirse o cerrarse. Era su versión de la fauna salvaje de las granjas, omnipresente y cantarina. Pero aquellas bisagras estaban bien engrasadas y en perfecto estado de mantenimiento. Y los carteles de la sala de espera reforzaban esta impresión. Pedían silencio en letras gruesas, acompañadas por imágenes de labios cruzados por un dedo y tachaduras sobre bocas abiertas. Saltaba a la vista que en la guardería se tomaban el silencio muy en serio.
—Ya ni recuerdo la última vez que estuve aquí —susurró Marnes.
—Puede que estuvieras demasiado ocupado ladrando como para fijarte —respondió Jahns.
Una enfermera los fulminó con la mirada desde el otro lado de un cristal y Jahns dio un codazo a Marnes.
—La alcaldesa Jahns quiere ver a Peter Nichols —dijo a la enfermera.
La mujer, al otro lado del cristal, ni siquiera parpadeó.
—Ya sé quién es. Voté por usted.
—Oh, claro. Vaya, gracias.
—¿Me acompañan? —La mujer pulsó un botón en su mesa y la puerta que tenía al lado emitió un suave zumbido. Marnes la abrió y Jahns la cruzó tras él —. Pónganse esto, tengan la bondad.
La enfermera —Margaret, según la placa manuscrita que llevaba al cuello— les tendió dos batas blancas pulcramente dobladas. Jahns las cogió y le pasó una a Marnes.
—Pueden dejarme el equipaje.
Ni se les ocurrió negarse. Jahns se dio cuenta al instante de que se encontraban en el territorio de aquella mujer y de que, a pesar de que era mucho más joven que ella, había pasado a ser su inferior jerárquica al atravesar la puerta. Dejó el bastón apoyado en la pared, se quitó la mochila y la dejó en el suelo antes de ponerse la bata. Marnes tuvo dificultades con la suya hasta que Margaret lo ayudó sujetándole la manga. Con cierto esfuerzo, logró ponerse la bata sobre la camisa vaquera y luego sostuvo los extremos sueltos del cinturón, como si anudárselo fuese una proeza que no estuviera al alcance de sus habilidades. Entonces vio cómo lo hacía Jahns y, sin demasiada habilidad, logró anudar la suya de un modo más o menos funcional.
—¿Qué pasa? —preguntó al reparar en la mirada de Jahns—. Por eso uso esposas. Sí, no sé hacer nudos. ¿Y?
—En sesenta años... —dijo Jahns con incredulidad.
Margaret pulsó otro de los botones de su mesa y señaló en dirección al pasillo.
—El doctor Nichols está en la enfermería. Lo avisaré de que van.
Jahns abrió la marcha y Marnes la siguió.
—¿Qué tiene de raro? –preguntó.
—La verdad es que resulta entrañable.
Marnes resopló.
—Ésa es una palabra horrible para un hombre de mi edad.
Jahns sonrió para sus adentros. Al llegar al final del pasillo se detuvo frente a unas puertas dobles y las abrió ligeramente. La luz de la sala del otro lado era muy débil. Abrió un poco más y entraron en una sala de espera modesta pero limpia. Recordaba una parecida, en los niveles intermedios, donde había esperado en compañía de un amigo a que le sacaran a su hijo. Un muro de cristal los separaba de una habitación que contenía un puñado de cunas y bacinetes. Jahns se llevó una mano a la cadera. Frotó la dura protuberancia del implante, ya superfluo, que le habían colocado al nacer y no le habían quitado ni una sola vez. Estar en aquella guardería le recordó todo lo que había perdido, todo lo que había dado por su trabajo. Por sus fantasmas. En el interior no había luz suficiente como para saber si en alguna de las camitas se agitaba un recién nacido. Jahns recibía cumplida notificación de todos los nacimientos, naturalmente, y como alcaldesa tenía que firmar una carta de felicitación y la correspondiente partida de nacimiento para cada niño, pero los nombres le pasaban con demasiada rapidez por delante. Raras veces podía recordar en qué piso vivían los padres o si el hijo era el primero o el segundo de la familia. La entristecía tener que admitirlo, pero aquellas partidas se habían convertido en meros papeles que había que firmar; otra rutina impuesta por el deber.
El contorno oscuro de un adulto se movía entre las cunas. La luz de la sala de observación se reflejaba en la brillante pinza del sujetapapeles que llevaba y en su pluma de metal. Era una persona de elevada estatura, saltaba a la vista, y tenía el porte y la constitución de un hombre mayor. Los dos destellos metálicos se unieron mientras la figura, con toda parsimonia, se detenía sobre una de las cunas para anotar algo. Hecho esto, cruzó la sala y atravesó una puerta muy ancha para reunirse con Marnes y Jahns en la sala de observación.
Peter Nichols era un sujeto impresionante, pensó Jahns. Alto y delgado, pero no como Marnes, que parecía extender y contraer unas extremidades inseguras a la hora de desplazarse. Nichols poseía la esbeltez de alguien habituado al ejercicio, como algunos porteadores que conocía Jahns y que podían subir las escaleras de dos en dos como si los hubieran diseñado expresamente para desplazarse a aquella velocidad. Su estatura transmitía confianza. Jahns se dio cuenta de ello al alagar la mano hacia la de Peter y dejar que se la estrechara con firmeza.
—Ha venido —dijo simplemente el doctor Nichols. Era una observación fría. Apenas contenía un pequeño atisbo de sorpresa. Le estrechó la mano a Marnes, pero en seguida volvió a mirar a Jahns—. Ya le expliqué a su secretaria que no le sería de gran ayuda. Me temo que no he vuelto a ver a Juliette desde que decidió convertirse en sombra, hace veinte años.
—Bueno, precisamente de eso quería hablarle. —Jahns miró de soslayo los bancos acolchados donde, imaginaba, aguardaban abuelos y tíos ansiosos mientras los padres se reunían con sus bebés—. ¿Podemos sentarnos?
El doctor Nichols asintió y los invitó a hacerlo con un gesto.
—Me tomo muy en serio cada uno de los nombramientos oficiales —le explicó Jahns mientras tomaba asiento frente al doctor—. A mi edad, asumo que la mayoría de los jueces y agentes de la ley me sobrevivan, así que intento escoger con cuidado.
—Pero no siempre es así, ¿verdad? —El doctor Nichols inclinó la cabeza, sin expresión alguna en su rostro fino y pulcramente afeitado—. No siempre la sobreviven, quiero decir.
Jahns tragó saliva. Marnes se removió en su asiento, junto a ella.
—Debe de tener usted mucho aprecio a la institución de la familia —dijo Jahns para cambiar de tema, tras comprender que se trataba sólo de una observación más, sin mala intención—. Ha sido sombra durante demasiado tiempo y en una profesión realmente exigente.
Nichols asintió.
—¿Por qué Juliette y usted nunca se visitan? Es decir, ni una sola vez en veinte años.
Nichols volvió ligeramente la cabeza y desvió los ojos hacia la pared. La aparición de otra forma en movimiento detrás del cristal, una enfermera que hacía la ronda, distrajo por un momento a Jahns. Otra puerta conducía a lo que presumiblemente debía de ser la sala de partos, donde con toda probabilidad en aquel mismo momento una madre reciente convalecía a la espera de que le llevaran su posesión más preciada.
—También tuve un hijo —dijo el doctor Nichols.
Jahns sintió que sus manos se movían en busca de la mochila y las carpetas que llevaba dentro, pero no estaba a su lado. Era un detalle en el que no había reparado, un hermano.
—No podía usted saberlo —la tranquilizó Nichols. Había interpretado correctamente la expresión de sorpresa de la alcaldesa Jahns—. No sobrevivió. Técnicamente, ni siquiera llegó a nacer. La lotería pasó a otros.
—Lo siento...
Combatió el impulso de alargar el brazo y coger la mano de Marnes. Hacía décadas que no se tocaban de manera deliberada, pero la repentina tristeza que impregnaba la sala franqueó de un salto este lapso de tiempo.
—Iba a llamarse Nicholas, como el padre de mi padre. Fue prematuro. Seiscientos ochenta gramos.
Por alguna razón, la clínica precisión de su voz resultó más lastimosa que cualquier expresión de sentimientos.
—Lo intubaron y lo metieron en una incubadora, pero hubo... complicaciones. —Se miró el dorso de las manos—. Juliette tenía trece años. Como podrá usted imaginarse, estaba tan emocionada como nosotros con la idea de tener un hermano. Le faltaba sólo un año para convertirse en la sombra de su madre, que era comadrona. —Levantó la mirada—. No en esta guardería, sino en la antigua, la de los niveles intermedios. Donde trabajábamos los dos. Por aquel entonces yo era interno allí.
—¿Y Juliette? —La alcaldesa Jahns seguía sin comprender la relación entre ambos hechos.
—Hubo una avería en la incubadora. Cuando Nicholas... —El doctor volvió la cabeza hacia un lado e hizo ademán de llevarse una mano a los ojos, pero al final pudo recomponerse—. Lo siento. Todavía lo llamo así.
—Tranquilo.
La alcaldesa Jahns se dio cuenta de que sostenía la mano del ayudante Marnes. No sabía cuándo o cómo había sucedido. El doctor no parecía reparar en ello, aunque lo más probable era que, simplemente, no le importase.
—La pobre Juliette —el doctor negó con la cabeza— quedó desolada. Al principio culpó a Rhoda, una matrona experimentada que, si acaso, había hecho un milagro al darle una pequeña oportunidad a nuestro hijo. Se lo expliqué. Creo que era consciente de ello. Pero necesitaba alguien a quien culpar. —Asintió mirando a Jahns—. Las niñas a esa edad... ya sabe.
—Lo crea o no, aún lo recuerdo. —Jahns esbozó una sonrisa forzada y el doctor Nichols se la devolvió. Sintió que Marnes le apretaba la mano.
—Hasta la muerte de su madre no empezó a culpar a la incubadora que había fallado. Bueno, no a la incubadora, sino al mal estado en el que se encontraba. El estado en el que acaban todas las cosas, en general.
—¿Su esposa murió a consecuencia de las complicaciones del parto? —Era otro detalle que debía de haber pasado por alto al leer el archivo.
—Se suicidó una semana más tarde.
También esto lo dijo con la misma frialdad clínica de antes. Jahns se preguntó si se trataría de un mecanismo de supervivencia que habría aprendido a utilizar desde aquellos sucesos o un rasgo de su personalidad que siempre había estado ahí.
—No lo recuerdo. Y me acordaría de algo así —intervino el ayudante Marnes. Eran las primeras palabras que pronunciaba desde las presentaciones.
—Bueno, rellené el certificado de defunción yo mismo. Así que pude poner la causa que me pareció oportuna...
—¿Y lo admite tan tranquilo? —Marnes parecía listo para ponerse en pie de un salto. Aunque Jahns no alcanzaba a imaginar con qué fin. Extendió un brazo para tranquilizarlo.
—¿Ahora que ha prescrito? Claro. Lo admito. De todos modos no sirvió de nada. Juliette era ya muy lista a aquella edad. Se dio cuenta. Y eso fue lo que la volvió...
Se detuvo.
—¿La volvió qué? —preguntó la alcaldesa—. ¿Loca?
—No. —El doctor Nichols negó con la cabeza—. No era eso lo que iba a decir. Lo que la volvió distante. Solicitó un cambio de profesión. Pidió el traslado a Mecánica para ingresar en los talleres como sombra. Aún faltaba un año para que cumpliera la edad legal, pero accedí. Firmé la autorización. Pensé que cuando hubiera pasado algún tiempo allí abajo volvería. Qué ingenuidad la mía. Creí que la libertad le haría bien.
—¿Y no ha vuelto a verla desde entonces?
—Una vez. En el funeral de su madre, pocos días después. Subió sola, asistió a la ceremonia, me dio un abrazo y volvió a bajar. Todo ello sin descansar un momento, por lo que me han contado. Intenté no perderla de vista. Tengo un colega en la guardería de los subterráneos que me telegrafía de vez en cuando para contarme cómo le va. Parece ser que sólo piensa en trabajar, trabajar y trabajar.
Hizo una pausa y entonces se echó a reír.
—Mire, de niña era idéntica a su madre, pero al crecer se fue pareciendo cada vez más a mí.
—¿Sabe usted algo sobre ella que desaconseje que ocupe el puesto de comisaria del silo? Comprende lo que implica el cargo, ¿verdad?
—Sí. —Nichols miró a Marnes y sus ojos pasaron de la chapa de cobre que asomaba por debajo de la mal anudada bata hasta la protuberancia de la pistola que ceñía al costado—. Todos los agentes de la ley que hay en el silo tienen que tener alguien por encima, alguien que les da las órdenes, ¿no?
—Más o menos —asintió Jahns.
—¿Por qué ella?
Marnes se aclaró la garganta.
—En una ocasión nos ayudó con una investigación...
—¿Jules? ¿Subió aquí?
—No. Fue allí abajo.
—No tiene preparación.
—Ni ninguno de nosotros —respondió Marnes—. Se trata más bien de un... puesto político. Un puesto civil.
—No lo aceptará.
—¿Por qué no? —preguntó Jahns.
Nichols se encogió de hombros.
—Ya lo comprobarán por ustedes mismos, supongo. —Se levantó—. Ojalá pudiera dedicarles más tiempo, pero realmente tengo que marcharme. —Dirigió la mirada hacia las puertas dobles—. Dentro de poco vamos a tener un parto...
—Lo entiendo. —Jahns se puso en pie y le estrechó la mano—. Le agradezco que nos haya recibido.
Nichols se echó a reír.
—¿Es que tenía alternativa?
—Naturalmente.
—Pues me lo podrían haber dicho antes.
Al ver su sonrisa, Jahns supo que estaba bromeando. O al menos intentándolo. Tras separarse, mientras volvían por el pasillo para recoger sus cosas y devolver las batas, Jahns se dio cuenta de que cada vez le intrigaba más la propuesta de Marnes. Una mujer de los subterráneos... No era propio de él. Y encima una persona con aquel pasado. Se preguntó si no habría otros factores que le nublaran el juicio. Y mientras él le abría la puerta que daba a la sala de espera principal, la alcaldesa Jahns se preguntó si no le estaría siguiendo la corriente porque también a ella se le había nublado el juicio.