Holston había avanzado apenas una docena de pasos por la colina, todavía maravillado por la brillante hierba que había bajo sus pies y el resplandeciente cielo que tenía encima, cuando sintió la primera punzada en el estómago. Fue como una especie de contracción, algo parecido a un hambre intensa. Al principio temió haberse apresurado en exceso, primero con la limpieza y luego con su impaciente avance metido en aquel incómodo traje. No quería quitárselo hasta haber dejado atrás la colina, donde no pudieran verlo, para así mantener la ficción que estarían retransmitiendo las paredes de la cafetería, fuera la que fuese. Centró la vista en las cúspides de los rascacielos y se resignó a reducir la marcha, a avanzar más despacio. Paso a paso. Aquello no era nada comparado con años y años subiendo y bajando treinta tramos de escalera.
Otra contracción, sólo que más intensa. Holston arrugó la cara a causa del dolor y se detuvo mientras esperaba a que pasase. ¿Cuándo había comido por última vez? El día antes no había probado bocado. Imbécil. ¿Y cuándo había ido al baño por última vez? Tampoco se acordaba. Puede que tuviese que quitarse el traje antes de lo que pensaba. Cuando pasaron las náuseas, dio unos cuantos pasos más, con la esperanza de llegar a la cima de la colina antes de la siguiente punzada de dolor. Apenas había avanzado unos metros cuando la sintió, más intensa, esta vez, peor que nada que hubiera experimentado nunca. Tan mala, de hecho, que le entraron ganas de vomitar y se alegró de tener el estómago vacío. Se llevó las manos al abdomen mientras sus rodillas cedían a una debilidad temblorosa. Se desplomó gimiendo. Le ardía el estómago y tenía fuego en el pecho. Todavía logró avanzar reptando unos centímetros, con la frente y la cara interior del visor del casco empapadas de sudor. Unas luces aparecieron en su campo de visión. El mundo entero se volvió blanco y brillante, en varios destellos, como si hubiera caído una serie de relámpagos sucesivos. Confuso y aturdido, continuó arrastrándose con movimientos laboriosos y con un solo objetivo en la mente: coronar la colina.
Cada pocos segundos, la imagen que veían sus ojos se estremecía un instante y una brillante luz blanca atravesaba su visor antes de desaparecer. Cada vez veía peor. Chocó con algo que tenía delante. Se le dobló el brazo y su hombro se estrelló con fuerza contra el suelo. Parpadeó y levantó la mirada colina arriba, esperando ver algo de lo que lo esperaba allí, pero sólo vio la hierba verde, teñida cada pocos segundos de luz estroboscópica.
Y entonces dejó de ver por completo. Todo se volvió negro. Holston se llevó las manos a la cara al tiempo que se le formaba un nudo en las tripas. Hubo un resplandor, un parpadeo en su visión, y así supo que no estaba ciego. El parpadeo parecía venir de dentro del casco. Era su visor el que de pronto se había quedado ciego.
Holston buscó a tientas los cierres en la parte posterior del casco. Se preguntó si habría consumido toda su reserva de oxígeno. ¿Estaría asfixiándose? ¿Envenenándose con sus propias exhalaciones? ¡Claro! ¿Por qué iban a darle más aire del que necesitaba para completar la limpieza? Trató de manipular los cierres con los voluminosos guantes. No estaban hechos para eso. Formaban parte del traje, y éste estaba hecho de una sola pieza, con todas las cremalleras en la espalda y selladas con velcro. No estaba diseñado para que su usuario pudiera desprenderse de él, al menos sin ayuda. Iba a morir allí dentro, a envenenarse a sí mismo, a asfixiarse con sus propias emanaciones. De repente conoció el auténtico miedo al aprisionamiento, la auténtica sensación de estar atrapado. El silo no era nada comparado con esto, comprendió mientras luchaba tratando de liberarse, mientras se retorcía de dolor dentro de aquel ataúd hecho a medida. Se revolvió y aporreó los cierres, pero sus dedos enguantados eran demasiado grandes. Y la ceguera empeoraba la situación, lo hacía sentir asfixiado y atrapado. Volvió a contorsionarse de dolor. Se dobló sobre sí mismo, con las manos apoyadas en el suelo, y palpó algo que había al otro lado del guante, algo puntiagudo.
Buscó el objeto a tientas y lo encontró: una roca acabada en punta. Una herramienta. Holston trató de tranquilizarse. Los años que había pasado imponiendo calma, tranquilizando a otros, aportando estabilidad en medio del caos, reaparecieron en su cabeza. Agarró la piedra con cuidado, aterrado por la posibilidad de perderla en su ceguera, y se la llevó al casco. Por un instante consideró la posibilidad de usarla para desgarrar los guantes, pero no tenía la certeza de que la cordura o el aire le duraran tanto. Clavó la punta de la roca en el cuello metálico, en el punto exacto donde debía de estar el cierre. Oyó un crujido. Crac. Crac. Tras una pausa para tantear la superficie con el dedo enguantado y una nueva arcada, volvió a intentarlo, aunque esta vez con más cuidado. En lugar de un crujido oyó un chasquido. Una línea de luz irrumpió en su campo de visión al tiempo que el casco se soltaba por un lado. Estaba ahogándose en sus propias exhalaciones, en el aire viciado y estancado del interior del traje. Se pasó la roca a la otra mano y la dirigió al segundo cierre. Tras dos intentos fallidos, lo alcanzó y el casco se desprendió bruscamente.
Holston podía ver. Le ardían los ojos por el esfuerzo, por la asfixia, pero al menos podía ver. Parpadeó para quitarse las lágrimas de los ojos y trató de inhalar una profunda, fresca y revitalizante bocanada de aire azul.
Lo que recibió en su lugar fue como un puñetazo en el pecho. Comenzó a vomitar. Escupió saliva y jugos gástricos, el revestimiento interior de su persona que trataba de escapar. A su alrededor el mundo se había teñido de marrón. Hierba marrón y cielos grises. Sin verde. Sin azul. Sin vida.
Se desplomó de costado y cayó sobre uno de sus hombros. El casco yacía abierto a un lado, con el visor negro y muerto. No se podía ver a través de él. Holston alargó la mano en su dirección, confundido. La cara interior estaba recubierta por una película plateada y en la otra no había nada. Ni siquiera cristal. Una superficie irregular recubierta de cables. Una pantalla apagada. Píxeles muertos.
Volvió a vomitar. Mientras se secaba la boca casi sin fuerzas, bajó la mirada por la ladera de la colina y contempló con sus propios ojos el mundo tal como era, como siempre había sabido que era. Desolado y yermo. Soltó el casco, la mentira que se había llevado consigo desde el silo. Estaba agonizando. Las toxinas estaban devorándolo de dentro afuera. Levantó una mirada parpadeante hacia las nubes que cubrían el cielo, acechantes como bestias. Al volverse para comprobar lo lejos que había llegado, lo que le faltaba para llegar a la cima de la colina, vio la cosa con la que había topado mientras avanzaba reptando. Una roca durmiente. No la había visto en el visor, no formaba parte de la mentira que recreaba la pequeña pantalla, elaborada por uno de los programas que había descubierto Allison.
Mientras alargaba el brazo y tocaba el objeto que tenía delante, el traje blanco se iba desintegrando como una roca terrosa. Holston perdió las pocas fuerzas que le quedaban y dejó caer la cabeza. Retorcido de dolor por la lenta muerte que se apoderaba de él, se abrazó a lo que quedaba de su esposa y se preguntó, con su último aliento, el aspecto que tendría para cualquiera que pudiera verlo, una criatura acurrucada, hecha un ovillo, que agonizaba en la negra grieta de una colina parda y sin vida, frente a una ciudad abandonada y silenciosa que montaba guardia a su lado.
¿Qué habrían visto, de haber querido mirar?