Los británicos y los japoneses se enfrentaron en Birmania durante cuarenta y seis meses en lo que fue la campaña más prolongada de la segunda guerra mundial. En 1942, solo 2.000 japoneses tuvieron que morir para que su nación se hiciera con esta posesión británica, pero 104.000 más perdieron la vida para poder mantenerla hasta 1945. Birmania era el país más grande de la parte continental del sur de Asia y era rico en petróleo, madera de teca y goma. El país había sido dirigido por un gobernador británico, con instituciones únicamente simbólicas. Su población, de dieciocho millones de habitantes, incluía a algunos indios que desempeñaban un papel destacado en el comercio y en la administración. Durante la retirada británica de 1942, un grupo de fugitivos indios murieron en circunstancias espantosas. Los birmanos siempre habían sido hostiles al dominio colonial. Por esa razón, muchos cedieron a la ocupación por parte de sus vecinos asiáticos hasta que descubrieron que sus nuevos amos eran mucho más brutales que los anteriores; para 1944 los japoneses ya se habían ganado su odio. Los birmanos anhelaban la independencia y, paradójicamente, esperaban conseguirla ahora gracias a los británicos.
El Gobierno de Winston Churchill y sus siervos asiáticos, sin embargo, no tenían claros sus propósitos políticos ni los medios militares que iban a emplear. Los poemas de Kipling, el glorioso Raj indio, la riqueza y el prestigio que las posesiones en Oriente habían otorgado a Gran Bretaña, habían imbuido de un sentimiento apasionado a los viejos imperialistas, entre los cuales se encontraba el primer ministro. Estos anhelaban recuperar el antiguo régimen, aunque algunos hombres más jóvenes comprendieron que los cambios sufridos a raíz de la guerra, especialmente de los triunfos japoneses de 1941-1942, eran irreversibles. No obstante, los que veían la situación con más claridad no estaban al mando.
La situación se complicó todavía más con la entrada de los Estados Unidos. La guerra con Japón puso de relieve las diferencias entre Londres y Washington, que eran más profundas que las discrepancias políticas europeas acerca de la guerra. Entre los estadounidenses —desde el presidente hasta los soldados y marines que sirvieron en los teatros de China, la India y Birmania— reinaba una antipatía casi universal hacia el imperio británico, y no les agradaba en absoluto dedicar los recursos de su país a resucitarlo. Aunque los británicos consideraban a Siam un enemigo aliado de los japoneses, a partir de 1942 los Estados Unidos decidieron considerarlo únicamente un pueblo víctima de la ocupación. En parte, esto se debía a que Washington estaba convencido —y lo estuvo hasta 1945— de que los británicos tenían planes imperialistas en Siam. Británicos y estadounidenses compartían el deseo de reparar la agresión japonesa, pero Estados Unidos habría preferido que las potencias europeas no hubieran recuperado las posesiones perdidas. Este sentimiento era tan fuerte que la mayoría de los estadounidenses, incluidos los líderes de la nación, habrían renunciado de buen grado al apoyo británico para derrotar a Japón si eso les hubiera permitido distanciarse de la causa del imperialismo. Solo los imperativos políticos de mayor peso a nivel mundial lograron persuadir a los Estados Unidos de que colaboraran con los británicos en la guerra de Japón. Difícilmente podemos exagerar el clima de sospecha mutua y el antagonismo que prevalecía entre los Aliados occidentales en Asia en 1944-1945.
«He advertido que entre las secciones británica y americana hay una lamentable falta de camaradería, de sinceridad y de confianza»,1 escribía un diplomático estadounidense en la India. Por su parte, un diplomático británico declaraba:
La mayoría de los oficiales estadounidenses en este teatro ... no creen que vaya a producirse una cooperación real entre los Aliados, recelan de las intenciones de los británicos, sienten resentimiento por muchos agravios, reales o imaginarios, y están convencidos de que la administración india alberga en realidad malas intenciones y es completamente ineficaz.2
Si bien al Gobierno británico no le preocupaba demasiado la muerte de tres millones de indios a causa de la hambruna de Bengala de 1943, precipitada por la pérdida del arroz de Birmania, los americanos que sabían lo que había ocurrido estaban horrorizados. Gran Bretaña ocultaba a los Aliados una proporción cada vez mayor de información sobre las cuestiones relacionadas con Asia.
«Los estadounidenses [en la India] ... se han comportado casi como un ejército de ocupación —escribía un oficial de alto rango británico en 1943—, o si eso suena demasiado fuerte, más o menos como nosotros nos comportamos en Egipto de cara al gobierno y el ejército de ese país.»3 Un joven oficial del ejército británico de la India escribió lo siguiente acerca de la aversión que sus hombres sentían por el pueblo de Roosevelt:
Nuestro antiamericanismo probablemente nació de su reticencia a entrar en la guerra contra Alemania hasta 1941; de su actitud de menosprecio hacia los esfuerzos del resto de los Aliados; y también de su capacidad de crear una cantidad de recursos enorme y un apoyo aéreo masivo para su guerra en el Pacífico mientras a nosotros nos brindaban su ayuda a regañadientes. Las historias de hombres que perdían a sus novias y esposas a manos de las fuerzas estadounidenses en Gran Bretaña y las películas que mostraban a grupos de soldados y aviadores americanos mascando chicle y bailando, sin duda nos hacían llegar un mensaje equivocado ... Deberíamos haber comprendido mejor estas cosas, pero éramos jóvenes y a menudo intolerantes.4
El sentimiento era recíproco. Todo un fajo de informes de la Oficina de Guerra recogía quejas debidas a la reticencia del personal británico y estadounidense de saludarse entre sí.5 En Estados Unidos se realizó una encuesta que formulaba la siguiente pregunta: «Los ingleses han sido tildados a menudo de opresores porque, según la opinión de algunas personas, se han aprovechado injustamente de sus posesiones coloniales. ¿Cree usted que hay algo de cierto en esta acusación?». El 56 por 100 de los encuestados respondió que sí. La Oficina de Servicios Estratégicos (OSS), que era la organización estadounidense encargada de las operaciones secretas y tenía misiones en la India y el sudeste de Asia, era rabiosamente anticolonialista. Los oficiales de la OSS informaron a Washington —y no se equivocaban— de que muchos indios tenían a Subhas Chandra Bose en muy buena consideración. El líder nacionalista estaba ayudando a los japoneses a crear un «ejército nacional indio», formado por prisioneros de guerra, para luchar contra los británicos. Incluso el gobernador de Bengala, Richard Casey, escribió en 1944 que no percibía ningún entusiasmo por la guerra entre sus gentes: «habría que tener valor para decir que la mayoría de los indios quiere seguir formando parte de la Commonwealth británica».6
Unos 23.000 nacionalistas chinos fueron transportados por aire hasta la India, al otro lado del Himalaya, para ser entrenados por los estadounidenses. Ellos también estaban consternados por sus encuentros con el imperialismo. Wen Shan, por ejemplo, entró en un bar de Calcuta con un grupo de camaradas para tomar algo. Los soldados británicos gritaron «¡fuera, fuera!». Wen recordaba el incidente más adelante: «Intentamos decirles que éramos soldados como ellos, pero no quisieron escucharnos. Una vez vi a un soldado británico dar una paliza a un indio en un puente, en Hooghly. Era la misma forma en que yo había visto tratar al pueblo chino por parte de los soldados japoneses».7
Wu Guo Qing, un intérprete de veintiún años de Chongqing, se puso contentísimo al descubrir que en la India, al contrario que en China, no le faltaba qué comer. Lo que es más, el chico pasó de la noche al día de ser un estudiante pobre a convertirse en una persona privilegiada, rodeada de «porteadores» indios que le limpiaban los zapatos y le hacían la cama, como al resto de estadounidenses en el teatro. A pesar de ello, a Wu le afligía la pobreza que veía a su alrededor, que le parecía todavía más extrema que la de China, y el comportamiento de los británicos hacia los indios: «Algunos británicos llegaban a pegarles —decía sorprendido—. Les trataban como a animales».8 John Leyin, del «East End» de Londres y tripulante de un tanque británico, se sintió asqueado ante el espectáculo de dos soldados británicos agitando lonchas de panceta ahumada desde la ventana de un tren, burlándose de los transeúntes indios. Si bien tal comportamiento no representa toda la realidad del Raj, sí que refleja la impresión que se llevaron muchas personas de fuera, especialmente los estadounidenses y los chinos, que entonces veían la India por primera vez.
Después de la expulsión de las fuerzas británicas de Birmania en mayo de 1942, las tropas simplemente se desplegaron durante meses en el nordeste de la India para plantar cara a la amenaza de la invasión japonesa. Pero cuando este peligro pasó, apareció la indecisión acerca de la estrategia que debía seguirse en el futuro. Winston Churchill admitió ante su gabinete en abril de 1943: «No podría decirse que la [re]conquista de Birmania [sea] un paso esencial para derrotar a Japón». Pero si lo reconocían, ¿cuál sería entonces la misión de las fuerzas británicas e indias durante el resto de la guerra? Después de las humillaciones sufridas en 1941-1942, el Gobierno de Londres había tomado la determinación de restablecer por la fuerza de las armas el prestigio del hombre blanco en general, y el de los británicos en particular. Pero si el imperio británico en Asia no iba a recuperar su gloria anterior, ¿por qué tendrían los soldados británicos que sacrificar sus vidas para reconquistarlo? He aquí las incertidumbres que dificultaron la estrategia durante la segunda mitad de la guerra, una vez que empezó a remitir el ataque japonés. ¿Cuál era el propósito de la campaña británica en Extremo Oriente? ¿Qué pasaría después de la victoria? Las respuestas que los británicos dieron a estas preguntas no fueron más convincentes que las dadas por Francia y Holanda, que eran las otras dos grandes potencias presentes en Asia aunque no contribuyeran significativamente al esfuerzo bélico.
Durante la última parte de 1942 y a lo largo de 1943, las operaciones británicas contra los japoneses fueron poco sistemáticas, cuando no pésimas. Las tropas, lideradas por mandos débiles y con escaso apoyo del Gobierno de su país, se enfrentaban a un enemigo incansable. Por estas razones fracasaron en su ofensiva costera en la región birmana de Arakan, y se vieron obligadas a permanecer en el norte de la India. Para su vergüenza, en el invierno de 1943, una sola formación japonesa frustró las operaciones de seis divisiones británicas e indias. Los estadounidenses como el teniente general Joseph Stilwell, un oficial de alto rango en China, acabaron convencidos de que los británicos no tenían más voluntad de lidiar con los japoneses que los ejércitos de Chiang Kai Shek.
El único éxito marginal ese año se debió más a la propaganda que a la propia relevancia del hecho. Las columnas de guerrilleros chindits, formadas por Orde Wingate para operar tras las líneas japonesas y abastecidas desde el aire, captaron la atención del público británico, especialmente del primer ministro, aunque fuese a costa de perder un tercio de sus integrantes. En un arrebato, Churchill consideró nombrar a Wingate, personaje mesiánico y desequilibrado, comandante en jefe de todo el ejército británico en Asia. Al final acabaron haciéndole abandonar la idea y en lugar de ello ascendió al líder de los chindits a general de división y autorizó que se le otorgaran recursos para realizar operaciones a gran escala tras las líneas japonesas en Birmania.
Wingate murió en un accidente de aviación durante una operación de despliegue en marzo de 1944. Las siguientes operaciones de los chindits, como las de tantas otras fuerzas especiales durante la segunda guerra mundial, costaron mucha sangre y dieron lugar a notables hazañas heroicas, pero no supusieron grandes logros. La muerte de Wingate fue un alivio para muchos oficiales de alto rango, entre ellos Slim, comandante del 14.o ejército, que consideraba a los Chindits una distracción. Lo cierto es que, mientras duraba ese espectáculo, habían pasado dos años desde la expulsión de los británicos de Birmania en 1942 y su regreso cruzando el río Chindwin. El menosprecio de Stilwell por la actitud pusilánime de los británicos estaba justificado, en la medida en que Churchill se opuso a una campaña por tierra para reconquistar Birmania. Pero el primer ministro había visto a los soldados derrotados en la jungla en 1942, y temía que sus hombres tuvieran que enzarzarse en otra ardua batalla llena de dificultades sobre un terreno que no parecía favorable a los ejércitos de Occidente.
En contra de la implacable oposición de sus jefes de Estado Mayor, que estaban dispuestos a dimitir por esta cuestión, Churchill presionó para que se llevara a cabo un ataque anfibio sobre la gran isla holandesa de Sumatra. De manera poco propicia, el primer ministro comparó esta iniciativa con la desastrosa campaña de 1915 en Dardanelos, que consideraba similar «porque prometía tener consecuencias decisivas». En una fecha tan tardía como 1944, Churchill reavivó el plan de Sumatra, lo que provocó que el jefe del Estado Mayor del Imperio, Alan Brooke, escribiera: «Empecé a preguntarme si no estaba en Alicia en el país de las maravillas».9 Si no era factible una operación como la de Sumatra, el primer ministro instaba a que se realizara un desembarco de tropas desde el mar, más al sur de Rangún.
La presión de Churchill a favor de una aventura anfibia de gran escala en el sudeste de Asia era inútil, porque las embarcaciones necesarias para ello eran propiedad de los Estados Unidos. Estos solo ponían sus activos a disposición de los objetivos que se favorecían desde Washington, que bajo ningún concepto incluían Sumatra o Rangún. El 5 de mayo de 1944, Churchill estaba furioso: «Debemos ... protestar enérgicamente ante el método estadounidense de intentar forzar unas políticas en particular, de negarnos o no ciertas armas, como portaaviones y buques de desembarco de tanques, en los teatros donde el mando nos pertenece a nosotros porque las cifras son aplastantes y nos dan derecho».10 En esta fase de la guerra, no obstante, el control por parte de Washington de la estrategia de los Aliados occidentales era casi absoluto. «La pura verdad es que estamos a merced de los americanos —escribió un oficial de alto rango británico—. No podemos tomar ninguna iniciativa en este teatro, ni anfibia ni de ninguna otra clase, sin su ayuda material ... Así que si ellos no la aprueban, no nos proporcionan los recursos.»11
Washington desestimó una petición de los británicos, que querían que dos divisiones del ejército estadounidense se unieran a sus operaciones en Birmania. De la misma manera, el Gobierno de Canberra rechazó la propuesta británica de trasladar al sudeste asiático dos divisiones australianas que operaban en Nueva Guinea. Si los británicos querían recuperar Birmania, tendrían que hacerlo por sus propios medios. El ministro Oliver Lyttelton advirtió a los jefes de Estado Mayor británicos: «Sería un fracaso para nosotros que nuestras operaciones fueran simplemente una parte del gran avance estadounidense. Es esencial que seamos capaces de decir a nuestras posesiones en Extremo Oriente que las hemos liberado nosotros, con nuestro propio esfuerzo».12
Así, aunque el Gobierno británico sabía que recuperar Birmania sería difícil y no contribuiría en absoluto a la derrota de Japón, tenían que morir soldados británicos e indios para que el pueblo de Churchill se ganara su parte de la victoria en Extremo Oriente. Birmania sería atacada por tierra desde el norte, puesto que el norte era lo único que interesaba a Washington. A través de selvas y montañas se abría paso un tenue hilo, la «carretera de Birmania», que era la única ruta terrestre que permitía a los estadounidenses abastecer a los soldados chinos desde la India. Las tropas japonesas ocupaban una parte de esta ruta de vital importancia para los Estados Unidos, y si estos lograban echarlas conseguirían liberar el norte de Birmania. Solo así podrían los Estados Unidos poner en marcha sus ambiciosos planes: proporcionar a los ejércitos de Chiang Kai Shek los medios para que pudieran participar de lleno en la guerra. Por lo tanto, en una costosa campaña que los británicos veían con escepticismo, 17.000 ingenieros estadounidenses se pusieron en marcha para recorrer los 1.200 km que unían el norte de la India y el sur de China, liderados por el brillante general de división Lewis Pike.
Los británicos, empezando por Churchill, no creían que la participación de China en la guerra pudiera llegar a ser tan importante como para justificar la generosa cantidad de recursos que los Estados Unidos estaban suministrando a la nación. Roosevelt alegó que sería un error ignorar a un país de 425 millones de habitantes, a lo que el primer ministro replicó con desdén: «¡cuatrocientos veinticinco millones de ridículas coletas!». Slim, el general al mando del 14.o ejército británico en el norte de la India, tenía algún respeto por Stilwell, pero nunca compartió su opinión de que un ejército chino podía influir decisivamente sobre la guerra contra Japón:
Había dos puntos en los que no estaba de acuerdo con él —escribió tiempo después el general—: dudaba de que esa carretera tuviera un valor tan importante para ganar la guerra y ... creía que una estrategia anfibia en el Pacífico ... daría resultados mucho antes que un avance terrestre a través de Asia con un ejército chino que estaba aún por formar.13
A pesar de todo, Gran Bretaña podía tal vez negarle el respeto a China, pero nunca a los Estados Unidos. En el norte de la India y el sur de China, 240.000 miembros del personal de apoyo de las fuerzas aéreas trabajaban, junto a otros 12.000 hombres de las tropas de combate, en la construcción y mantenimiento de las conexiones aéreas y terrestres que tanto importaban al Gobierno de los Estados Unidos. Por su parte, Washington consentía la misión británica de reconquista de Birmania solo porque favorecía sus propias ambiciones en China. Un millón de hombres, la mayoría de ellos trabajadores indios, fueron desplegados en el nordeste de la India para construir carreteras, aeródromos e instalaciones ferroviarias que sirvieran de apoyo a una ofensiva a gran escala. Churchill todavía clamaba contra ello porque lo consideraba un auténtico derroche de recursos. No comprendía que la India, que contaba con más de dos millones de soldados, hubiera desplegado tan solo diez divisiones contra las nueve japonesas en la frontera de Birmania. «Es una verdadera vergüenza que un ejército tan débil sea lo máximo que pueden aportar teniendo en cuenta los enormes gastos que conlleva la campaña.»14 Churchill quería que el ejército británico en Oriente se empleara provechosamente, pero deploraba el hecho de que «estamos a punto de zambullirnos en las selvas de Birmania para entablar batalla con los japoneses en unas condiciones ... todavía desfavorables para nosotros, con el objetivo de construir un conducto para aumentar el suministro al otro lado de “la joroba” [la cordillera de Himalaya, que las separaba de China]».
En teoría, las operaciones de los Aliados en el sudeste de Asia estaban subordinadas a las órdenes del comandante supremo del sudeste asiático, el almirante lord Louis Mountbatten. «Los intereses de este teatro son abrumadoramente británicos», bramó Churchill dirigiéndose a los jefes de Estado Mayor al imponer el nombramiento de su protegido en septiembre de 1943. El ascenso de Mountbatten fue meteórico: pasó de comandante de una flotilla de destructores en 1941 a jefe de las operaciones combinadas británicas, y acabó siendo nombrado comandante en jefe de los Aliados en el sudeste asiático a la edad de cuarenta y dos años. Esto reflejaba el entusiasmo del primer ministro por los oficiales que tenían madera de héroes. El general Henry Pownall, jefe del Estado Mayor de Moutbatten, dijo de él:
Un carácter complejo y excepcional. Lleno de paradojas ... sus exquisitos modales ... son una de sus grandes dotes; muchas son las ocasiones en que me disponía a soportar un fuerte enfrentamiento con él ... y él se disculpaba, prometía enmendarse... ¡y poco después volvía a hacer lo mismo! Es un hombre dinámico y con iniciativa ... aún así, tiende a actuar con precipitación ... sus reuniones se alargan más de la cuenta porque le gusta hablar ... y le encanta hacerlo frente a un buen público que escuche lo que tiene que decir.15
Los muchos detractores de Mountbatten, entre los que se encontraban los jefes del servicio británico, consideraban que todo en él era pose y que en realidad era un hombre bastante vulgar. Pensaban que su ascenso no se debía a su propio talento sino a que sabía desenvolverse, tenía aspecto de estrella de Hollywood y estaba emparentado con la familia real británica: Mountbatten era primo del rey Jorge VI y no dejaba de recordarlo para que todos lo tuvieran presente. Se trataba de un hombre susceptible excepto cuando estaba en juego su propio interés, de ambición desmedida e intelecto limitado. Su título de comandante supremo significaba poco en realidad, puesto que se le negó la dirección ejecutiva del ejército y las flotas. La desmesurada plantilla de su cuartel general, situado en el sublime entorno del jardín botánico de Kandy (Ceilán), era motivo de escarnio.
Mountbatten era propenso a la insensatez, como se desprende de este episodio ocurrido en Quebec en 1943. El comandante disparó un revólver durante una de las reuniones de los jefes de Estado Mayor para demostrar la resistencia del «pycrete», una combinación de hielo y serrín, como material para construir portaaviones (una especie de icebergs artificiales). La bala rebotó y estuvo a punto de dar a los gerifaltes de la gran alianza. Cuando Mountbatten pidió a todos los comandantes presentes un botón de la guerrera como recuerdo, Brooke se puso furioso: «Menciono esto solo como un ejemplo del tipo de trivialidades ... que solían ocupar los pensamientos de Dicky en unos momentos en que debería haber estado inmerso en los problemas a que se enfrentaba».16 No obstante, Mountbatten soportó un sinfín de decepciones y cambios de estrategia sin desalentarse. En una ocasión uno de los planes que él apoyaba fue rápidamente aprobado, aunque para sus jefes de Estado Mayor era evidente que nunca sería ejecutado. Pownall escribió al respecto: «el pobre está en el séptimo cielo. Qué ingenuo es».17
«Dicky» no era un gran hombre pero, al igual que muchos de los principales actores que tomaron parte en los dramas de la segunda guerra mundial, se esforzó con valentía por interpretar su papel en los grandes acontecimientos. Tenía dos virtudes que podrían justificar hasta cierto punto su nombramiento. En primer lugar, era un buen diplomático. Le gustaban los estadounidenses, al contrario de lo que sucedía con tantos oficiales británicos. En segundo lugar, el glamour de su presencia, en un teatro donde tantos soldados se sentían abandonados por su propio país, ayudó increíblemente a subir la moral de las tropas. Prácticamente todos los hombres que vieron a Mountbatten descender de un avión con motivo de una visita, deslumbrante con su uniforme blanco de la Marina o verde militar, se sintieron animados por la visión.
Como comandante supremo, a Mountbatten no se le daba muy bien ejercer su autoridad, sin embargo se distinguía como embajador y figura simbólica. Tanto él como su esposa Edwina tenían un don para la informalidad regia. Peter d’Cunha, de la Marina Real de la India, se encontraba un día en su puesto, en la oficina de radiotelegrafía de una patrullera. La lancha estaba anclada en un arroyo que bajaba de la cordillera Arakan y el soldado estaba totalmente inmerso en la música que escuchaba a través de Radio Ceilán. De repente, un par de manos le quitaron los auriculares. Se volvió boquiabierto y descubrió que se trataba de Mountbatten, que se acercó los auriculares a los oídos un momento. Entonces preguntó al operador cómo se llamaba y le dijo: «Parece que te gusta mucho la música inglesa». El comandante volvió a poner los auriculares a D’Cunha y se marchó, diciendo: «Disfruta, pero mantente un poco alerta. Nunca se sabe quién puede venir...».18 Al joven, por supuesto, le encantó.
Pero el poder de mando de Mountbatten dependía absolutamente de la visión estadounidense y él no podía hacer nada para cambiarlo. Pownall escribió estas amargas letras en su diario, en febrero de 1944: «Para tenernos relegados a perder el tiempo aquí en Birmania, bien podrían poner fin a la desafortunada comandancia del sudeste asiático; si hace falta, se pueden dejar unas cuantas figuras, algo de personal falso y muchos periodistas para que redacten a sus anchas».19 Si recordamos la postura escéptica de Slim respecto a las esperanzas que Stilwell tenía puestas en los chinos —el general británico declaró abiertamente que en su opinión el avance estadounidense a través del Pacífico sería suficiente para derrotar a Japón, sin necesidad de iniciar una campaña terrestre— parece que estas críticas se aplicaban con la misma fuerza a todos los propósitos del ejército británico en el sudeste de Asia. El comandante británico entendió tan bien como su primer ministro que los motivos detrás de la nueva campaña en Birmania eran tratar de restablecer el prestigio del imperio británico y consentir las fantasías estadounidenses acerca de la creación de un ejército chino, pero no el convencimiento de que la participación británica pudiera contribuir de forma sustancial a la victoria sobre Japón.
Sin embargo, antes de que los británicos pudieran lanzar su gran ofensiva en 1944, los japoneses dieron aún un paso más. Con una audacia extraordinaria, los mandos de Tokio se embarcaron en una operación para conquistar las posiciones de Imphal y Kohima, en el nordeste de la India. Ni siquiera los japoneses más optimistas supusieron en esta coyuntura que podían conquistar el país: lo que pretendían en realidad era frustrar el avance británico en Birmania. Además —aunque era algo todavía más descabellado—, también albergaban la esperanza de provocar una revuelta popular contra el Raj exhibiendo durante su avance unidades del supuesto ejército nacional indio, formado por prisioneros de guerra.
El enfoque que dieron los altos mandos japoneses al asalto de Imphal fue negligente y temerario. El general Mutaguchi del 15.o ejército, artífice de la idea, despidió a su comandante en jefe por sugerir que la operación era imposible a causa de las dificultades de movimiento que tendrían los soldados en Assam, el lugar más húmedo de la Tierra, donde la tasa de lluvia anual alcanzaba los doscientos metros cúbicos. Mutaguchi, de cincuenta y seis años, era descendiente de una antigua familia del sur algo venida a menos. Como muchos generales japoneses, era afectadamente viril y no se cansaba nunca de proclamar su entusiasmo por las mujeres y el combate. Era un soldado político ambicioso, uno de los más destacados de entre los que habían precipitado la guerra en China. Su agresividad y sus contactos le ganaron el ascenso a los puestos de mando del ejército.
Mutaguchi se encontró con que apenas contaba con otra cosa que bueyes para transportar las municiones y los pertrechos por uno de los terrenos más difíciles del mundo. La experiencia demostró que los animales, cargados, solo podían recorrer aproximadamente 13 km al día y, además, la línea de abastecimiento japonesa hacia Assam era extremadamente frágil. Un coronel fue enviado a Tokio para conseguir que el primer ministro aprobara la operación. Una absurda discusión tuvo lugar mientras Tojo tomaba un baño. «Imphal ... sí»,20 dijo el primer ministro, que nunca había mostrado mucho interés en el frente de Mutaguchi. Los generales japoneses solían bromear diciendo: «he ofendido a Tojo, seguro que me envía a Birmania», y llamaban a ese lugar «jigoku» (infierno). Ahora, el primer ministro preguntaba: «Y las comunicaciones, ¿están planeadas como debe ser? Nosotros no podemos ayudarle mucho. ¿Se da cuenta de eso? ¿Está seguro de que servirá para mejorar las cosas y no para empeorarlas? ¿Qué pasará si los Aliados desembarcan en la costa de Arakan? ¿Alguien ha pensado en eso, eh?». El coronel enviado por Mutaguchi esbozaba el plan con Tojo desnudo ante él. Al fin, el primer ministro dijo: «Dígale a Kawabe» —comandante del área de Birmania y superior de Mutaguchi— «que no sea demasiado ambicioso», y firmó la orden de llevar a cabo la operación en Imphal.
La batalla que siguió acabó siendo uno de los mayores éxitos de los ejércitos británico e indio, recordado en adelante con orgullo, y marcó el destino de los brazos armados japoneses en el sudeste de Asia. Slim esperaba un ataque, pero la rapidez y la energía de sus enemigos le cogieron por sorpresa. Las fuerzas japonesas atacaron primero en el cinturón costero de Arakan, en febrero de 1944, y de ahí, durante el mes siguiente, pasaron a Imphal y Kohima. Durante las primeras semanas, la lucha no fue intensa. «Todo el tiempo que estuve en el teatro —afirmaba cínico un oficial británico—, la campaña se desarrolló de forma bastante lenta por ambas partes. La única vez que [vi] apresurarse a alguno de los protagonistas [fue] cuando los japos se dirigían a Imphal.»21 Mutaguchi arriesgó todo para mover a sus hombres a través de un terreno muy difícil para poder atacar por sorpresa, y casi logró detener a una división india. Los japoneses consiguieron truncar las conexiones terrestres de las posiciones británicas.
Las tropas japonesas atacaron por todos los flancos, pero lo cierto es que los sitiadores estaban en unas condiciones mucho más precarias que los sitiados. Durante los meses de dura contienda que siguieron, los hombres de Slim tenían la sartén por el mango. Eran muy superiores en número —si bien no concretamente en Kohima— y su despliegue de tanques y artillería era mucho mayor del que podrían haber empleado los japoneses. Tenían el control del aire y contaban con suficientes aviones de transporte como para conseguir una hazaña impensable al comienzo de la campaña: abastecer las tropas desplegadas en Imphal y Kohima por vía aérea. Los soldados indios y británicos estaban además mucho mejor entrenados y equipados para la lucha en la selva que antes. Su derrota de los japoneses en Arakan fue tan rápida que Slim, con ayuda de un avión estadounidense obtenido gracias a la intercesión de Mountbatten, pudo enviar dos de aquellas divisiones a reforzar la defensa de Imphal y Kohima.
Finalmente, los británicos fueron liderados por el mejor comandante de campaña de la guerra. Bill Slim —nadie le llamaba William— nació en Bristol en 1888 y era el hijo menor de un mayorista de ferretería cuyo negocio fue a pique. El chico se crió en circunstancias difíciles. Siempre quiso ser soldado, pero antes de la primera guerra mundial pasó unos años trabajando como profesor y más tarde como oficinista en una empresa siderometalúrgica. Se las arregló para entrar en el cuerpo de formación de oficiales de la Universidad de Birmingham y fue nombrado oficial en 1914. Sobrevivió a la sangrienta campaña de Gallípoli, donde más de la mitad de los hombres de su batallón resultaron muertos o heridos. Fue trasladado a los gurjas y mientras servía con ellos recibió un disparo en el pulmón. En Mesopotamia de nuevo resultó herido, esta vez de metralla, y ganó una cruz militar. Cuando terminó la primera guerra mundial ocupaba un puesto de mando en el ejército británico-indio.
Bill era un hombre fornido, de anchas espaldas, mandíbula fuerte y un gran sentido común. Entre las dos guerras ascendió regularmente en el escalafón, aliviando su bochornosa situación financiera de una forma un tanto singular: escribiendo relatos en revistas bajo el seudónimo de Anthony Mills. Desafortunadamente para él, se encontraba al mando de los Burcorps, las fuerzas británicas en Birmania, durante la desastrosa retirada de 1942. Era algo reconocido que esa derrota no fue responsabilidad personal del comandante, pero a él mismo le gustaba contar una anécdota de su posterior regreso a Birmania. Contaba que una noche entró en la sala de operaciones inadvertido y vio dos oficiales de pie frente al mapa. Uno de ellos apuntaba a un lugar y proclamaba con seguridad: «El tío Bill ordenará una batalla ahí». Cuando el otro le preguntó por qué, respondió: «¡Porque siempre va a atacar a los sitios donde le han dado para el pelo!».22
Al contrario de lo que sucedía con el resto de los comandantes más destacados de la guerra, Slim era un hombre completamente normal, que se conocía bien a sí mismo, poco pretencioso y completamente dedicado a su esposa Aileen, a su familia y al ejército. Su estilo de mando calmado y firme, así como su preocupación por los intereses de sus hombres, le granjearon la admiración de todos los que sirvieron bajo su mando. «Slim es un buen hombre para el que trabajar. Tiene todo lo que caracteriza a un gran comandante», declaraba con entusiasmo el jefe de su Estado Mayor, el general de brigada John Lethbridge, en una carta que dirigió a su esposa en 1944. Así fue descrito por un soldado:
Su apariencia era bastante sencilla: era grande, robusto, con una expresión severa y esa barbilla de bulldog. Tenía un aspecto curioso con el sombrero de gurja, la carabina en bandolera y los bajos de los pantalones sucios. Podría haber sido un capataz de almacén al que ascienden a director, o un granjero próspero que había sido boxeador en su juventud.23
Un oficial de artillería indio cuenta una típica anécdota del «tío Bill». El oficial recibió repentinamente instrucciones de dar la orden de disparar a todo el regimiento, de manera que se dirigió raudo y veloz a su puesto de mando, apartando de un golpe a un extraño que le cortaba el paso. Poco después, el artillero reconoció al comandante y comenzó a disculparse balbuceando por haberle tratado con tanta brusquedad. Slim le respondió de buen humor: «¡No te preocupes por eso, chico! ¡Si todos trabajaran como tú llegaríamos mucho antes a Rangún!». Las únicas personas que parecían dudar de los méritos de Slim eran sus superiores. A Churchill nunca le entusiasmó este oficial sencillo y campechano que además servía en una campaña que no era del agrado del primer ministro. Durante toda la carrera de Slim como comandante del 14.o ejército se produjeron varios intentos de retirarle del puesto, incluso en los gloriosos días finales. Su personalidad directa y franca, su falta de grandilocuencia y su reticencia a la actitud servil no le fueron favorables en las esferas del poder. Sus soldados fueron los únicos que no perdieron nunca su devoción por él.
En una conferencia ante los oficiales de la 10.a división india, que había liderado anteriormente durante la guerra, Slim expresó algunas de sus opiniones sobre el mando militar:
Elaboramos los planes lo mejor que podemos, caballeros, y entrenamos la voluntad para aferrarnos tenazmente a ellos frente a la adversidad, aún siendo lo suficientemente flexibles para cambiarlos cuando los acontecimientos demuestran que no son sólidos, o para aprovechar una oportunidad que surge durante el curso de la contienda misma. Pero al final, todas las batallas importantes alcanzan un punto en el que no hay control real por parte de los altos mandos. Cada soldado siente que está solo ... El sentimiento predominante en el campo de batalla es la soledad, caballeros.24
Así fue durante la sangrienta primavera y principios del verano de 1944. En la meseta de Imphal y en las altas colinas de Naga, donde se alzaba Kohima, las tropas británicas, indias y japonesas luchaban por el dominio. Uno de los soldados que defendía el puesto escribía:
El entorno era soberbio. Era como las tierras altas de Escocia pero sin el brezo, como los páramos de Yorkshire pero sin sus pueblos de piedra, todo a una escala colosal que hacía que nuestros camiones parecieran insignificantes ... En un paisaje de tal inmensidad, tenía la sensación de estar defendiendo los Alpes con solo una escuadra de hombres.25
El consumo de munición era enorme. El 3.er batallón del 10.o regimiento gurja empleó 3.700 granadas en los enfrentamientos de un solo día. Los japoneses, a falta de apoyo de artillería, también lanzaban aluviones de granadas para cubrir sus ataques. Tres brigadieres británicos murieron en Kohima. La pista de tenis del bungalow del anterior oficial del distrito pasó a ser el escenario de una de las batallas más cruentas de la guerra. A un ritmo lento pero constante, quedó claro qué potencia de fuego era superior. Los aviones de los Aliados bombardearon las líneas de abastecimiento japonesas y, además de perder posiciones, los soldados de Mutaguchi comenzaron a pasar hambre.
El 19 de junio, ante la ira del general japonés, el comandante de división Kotuku Sato abandonó la ofensiva después de 85 días de lucha y comenzó a replegar sus tropas. El monzón, que golpeaba con una fuerza excepcional, convirtió los caminos que había tras el frente japonés en barrizales. Iwaichi Fujiwara, un coronel de inteligencia, relataba:
Reinaba la desesperación. No teníamos comida. Oficiales y soldados estaban prácticamente exhaustos después de una contienda dura y continua, luchando durante semanas bajo la lluvia y mal alimentados ... La carretera acabó siendo un cenagal, los ríos se desbordaron; era difícil desplazarse a pie, y no digamos en un vehículo ... Casi todos los hombres padecían malaria y también eran frecuentes los casos de amebiasis y beriberi.26
Aún así, el comandante japonés no abandonó Imphal. Cuando Sato, de vuelta de Kohima, se presentó en el cuartel general de Mutaguchi el 12 de julio, un comandante en jefe le ofreció fríamente una daga cubierta por un paño blanco. Pero Sato se sentía más dispuesto a matar a su superior que a suicidarse, y declaró con desprecio: «Los oficiales del 15.o ejército poseen menos conocimientos tácticos que los cadetes». Él comprendió, cosa que no hizo Mutaguchi, que las fuerzas japonesas debían haber reconocido su error y haberse replegado antes de que rompiera el monzón. Los japoneses, que a menudo habían menospreciado el aparato logístico de los británicos por considerarlo demasiado grande y engorroso, descubrieron ahora el precio que había que pagar por no tener aparato logístico en absoluto.
Los desventurados soldados de Mutaguchi lucharon en Imphal, viéndose obligados a retroceder metro a metro con pérdidas catastróficas. El comportamiento de su comandante era cada vez más excéntrico. Después de haber ordenado hacer un claro en la selva, cerca de su cuartel general, Mutaguchi implantó allí bambúes decorados en los cuatro puntos cardinales y cada mañana se acercaba a ellos e invocaba a los ochocientos dioses del panteón japonés, implorándoles ayuda. No obstante, sus súplicas fueron en vano. El 18 de julio, el general se plegó a lo inevitable y ordenó a sus tropas que se retiraran. Su diezmado ejército comenzó a replegarse hacia el río Chindwin, en el interior de Birmania. Los hombres de las líneas avanzadas empujaban a los de la retaguardia. «Todas las batallas son más o menos iguales para los que luchan en ellas», observó el capitán Raymond Cooper del regimiento fronterizo, que fue herido en Imphal. Desde luego, estaba en lo cierto, pero la victoria en Imphal y Kohima superó con mucho todos los logros británicos que se habían producido en Extremo Oriente desde diciembre de 1941.
La campaña fue un desastre para los japoneses. De 85.000 soldados que participaron en la lucha, las bajas ascendieron a 53.000; se destruyeron cinco divisiones y otras dos fueron gravemente afectadas. Murieron al menos 30.000 hombres y 17.000 animales entre mulas, bueyes y ponis, bestias de carga indispensables para ambos bandos. El ejército nacional indio, que a los ojos de los británicos había traicionado al Raj, se derrumbó en cuanto tomó parte en la acción, y sus soldados se rendían siempre que lo consentían los hombres de Slim. Por su parte, el 14.o ejército había sufrido 17.000 bajas, pero su ánimo mejoraba. «Sabíamos que habíamos logrado una gran victoria —declaró Derek Horsford, de veintisiete años, que estaba al mando de un batallón gurja—. Perseguimos a los japoneses rastreando esas colinas de trescientos metros y nos encontrábamos por todas partes sus muertos y sus armas abandonadas.» Este es el testimonio de un testigo presencial del avance del 14.o ejército en la estela del enemigo:
El aire apestaba por el olor de sus muertos. Cientos de enfermos y heridos habían sido abandonados ... Nos encontramos japoneses muertos a lo largo de toda la carretera, algunos de ellos solo con calcetines y, donde las montañas eran más altas y más agotadoras, se amontonaban en grupos. No llevaban más que una taza, un casco de acero y un rifle. Algunos parecían dormidos pero otros estaban mutilados y retorcidos por el aluvión de bombas que habíamos lanzado sobre ellos. Quinientos cadáveres yacían en las ruinas de Tamu. La pagoda estaba atestada de heridos y moribundos que se habían arrastrado hasta allí para morir frente a las cuatro altas imágenes doradas. Había granadas desparramadas por el altar. En el centro del templo había una tarima que tenía un relieve perfectamente simétrico de los pies de Buda, que también estaba cubierta de vendas ensangrentadas y tarjetas de campaña japonesas.
Esta guerra no ha podido dejar hombres en condiciones más terribles que aquellas. Vi cómo reanimaban con té a dos prisioneros, unos hombres diminutos con el pelo enmarañado que parecían muñecos de trapo. Uno de ellos se echó a llorar como un niño, con la cabeza entre las manos: seguir vivo era una vergüenza para él. [Algunos japoneses] se suicidaron allí mismo, con sus propias granadas ... llenos de piojos, medio locos a causa del hambre y las explosiones y abandonados por sus oficiales. Esta es la estampa de un ejército hecho añicos ... Esos hombrecillos de corazón fiero y manos capaces de pintar exquisitas acuarelas en sus diarios, cuyas páginas yacían ahora en el fango rojo.27
Lethbridge, el comandante en jefe de Slim, escribió a su familia:
La retirada de los japoneses ha sido peor que la retirada de Napoleón de Moscú. Toda la selva huele a podrido. He contado veinticinco muertos al lado de la carretera en solo una milla, y cientos más han debido de arrastrarse hacia la jungla y morir allí. En algunos lugares hay camiones japoneses con un esqueleto en el asiento del conductor y vehículos de personal con cuatro esqueletos dentro. Todos estos japoneses han muerto sencillamente de hambre, enfermedad y agotamiento. Nunca he visto soldados tan animados como los nuestros ... Me alegra mucho que el ejército británico por fin haya vuelto a ser lo que era y demuestre al mundo que sabemos librar una guerra. Sinceramente, no creo que el viejo huno* pueda durar mucho más. Cuando acabemos con él, vamos a despellejar a estos cerdos amarillos.28
En la línea de retirada japonesa, el corresponsal Masanori Ito se acercó a Renya Mutaguchi, artífice del desastre de su ejército. «Parecía cansado», escribió Ito, que también advirtió que el general tomaba con todo descaro y tranquilidad un puré de arroz, aun cuando los supervivientes de su ejército pasaban frente a él dando traspiés. «¿Quieres que haga declaraciones? —bramó Mutaguchi—. He matado a miles de mis hombres. No debería cruzar el Chindwin con vida.» Sin embargo, Mutaguchi no se suicidó y unos meses más tarde fue expulsado. De todos los mandos del ejército imperial, se había convertido en el más detestado y aborrecido por sus propios oficiales y soldados.
A veces es imposible cumplir las órdenes muy difíciles, pero aunque los mandos se den cuenta de ello, no admitirán que se han equivocado hasta que todos sus hombres hayan muerto intentando cumplirlas —confesaba un soldado japonés capturado por los británicos—. La obediencia ciega de los hombres que cumplen órdenes estúpidas es un espectáculo lamentable. A mí a menudo me resultaba imposible dar las verdaderas órdenes. A veces solo transmitía la mitad de ellas. Todos pensábamos que era injusto que nosotros, los que luchábamos, no recibiéramos comida, pero nadie se atrevía a decirlo.29
En el otoño de 1944, el 14.o ejército avanzaba hacia el río Chindwin y Birmania. Al principio, los japoneses no pudieron desplegar más que cuatro divisiones muy débiles que sumaban 20.000 soldados. Los británicos contaban con las seis divisiones bajo el mando de Slim y dos brigadas independientes: en total, 260.000 hombres. En el norte, las divisiones chinas bajo el mando de Stilwell progresaban lentamente en su tarea de despejar la carretera de Birmania que unía la India y China. El único logro significativo de la segunda expedición de chindits fue contribuir a la conquista de Myitkyina, una conexión vital en la ruta, que cayó finalmente el 3 de agosto. Hicieron falta tres divisiones chinas, ayudadas por los merodeadores de Merrill estadounidenses, junto con varios miles de chindits, para conseguir este éxito contra la 18.a división japonesa, débil y mal equipada. Pero ahora se vislumbraba la posibilidad de abrir el pasaje a China.
Los hombres de Slim estaban respaldados por cuarenta y ocho escuadrones de cazas y bombarderos y un total de 4.600 aeronaves en el teatro, muchas de ellas aviones de transporte estadounidenses. Los japoneses solo tenían sesenta y seis aviones en total. Aunque habían podido reforzar sus fuerzas de tierra antes de la primavera, todo estaba preparado para que el 14.o ejército comenzara su reconquista de Birmania. El general Henry Pownall, jefe del Estado Mayor de Mountbatten, sentía que era una tarea urgente. No era el único británico que en ese momento veía a su nación metida en una carrera entre la reconquista de sus colonias asiáticas y la victoria estadounidense en el Pacífico. Si los británicos perdían, si no conseguían asegurarse las posesiones antes de que cayera la bandera japonesa, corrían el riesgo de que la bandera británica no volviera a ondear sobre esa gran región:
No tenemos mucho tiempo que perder. Los «yanquis» habrán vencido a Japón en la Navidad de 1945. Tenemos muchas cosas que arreglar hasta entonces. Los «yanquis» no van a esperarnos (no tienen ninguna razón para hacerlo) pero a nosotros no nos conviene recuperar nuestro imperio en Extremo Oriente ... de manos de la victoria única de los Estados Unidos. Así que nuestro objetivo es toda Birmania para el verano y la península malaya no demasiado después.30
Las batallas de Imphal y Kohima habían sido esenciales para frenar el avance de los japoneses hacia el Oeste. Los británicos habían vencido a las fuerzas del enemigo en el frente de Birmania, y Japón ya no poseía recursos para frustrar ningún propósito significativo de los Aliados allí. Los enemigos de Slim eran ahora el terreno, las enfermedades, las condiciones atmosféricas y la logística. Mountbatten apoyó una decisión importante: seguir luchando durante el monzón, a pesar de que anteriormente todas las operaciones se suspendían. A partir de entonces, se solicitó la intervención de Slim para mover un ejército moderno a través de cientos de kilómetros por el terreno más inhóspito del mundo, desprovisto de comunicaciones por carretera, con el fin de redimir las humillaciones que Gran Bretaña había sufrido en 1941-1942 y para mantener vivo el sueño de un imperio que los más prudentes pensaban que estaba condenado al fracaso. Churchill deseaba recuperar Birmania y la península malaya, pero estaba convencido, como dijo a los jefes de Estado Mayor en septiembre de 1944, de que «hay que emplear el mínimo esfuerzo en este país plagado de enfermedades».31 El panorama era patético, trágico y absurdo, según su punto de vista. Sin embargo, como pasa tan a menudo en las guerras, los soldados tuvieron que hacer cosas muy duras en nombre de una ilusión nacional.
Un oficial británico que acababa de pasar unos días de permiso en casa declaraba pesimista: «En el Reino Unido ... me encontré con que en todas partes había una terrible ignorancia sobre el 14.o ejército y en general sobre Birmania».32 Pero los hombres de Slim habían aprendido a sentirse orgullosos de su estatus de «ejército olvidado». En el otoño de 1944 avanzaron con el ánimo mucho más alto gracias la victoria de Imphal y Kohima. Algunos de los hombres que empezaban ahora a abrirse camino hacia el río Chindwin, sudando colinas arriba y arrastrándose por los empinados valles hacia la ribera, llevaban luchando por esa zona desde 1942. Un joven encargado de señales británico que se unió a la 2.a división quedó asombrado por los veteranos de los que se vio rodeado: «Yo estaba completamente pálido, pero ellos estaban tan morenos como el lomo de una mula. Yo no sabía nada; ellos lo sabían todo pero no podían decir nada».33 El mismo soldado, Brian Aldiss, escribió a casa al comienzo del avance hacia el Chindwin: «El gran escenario que nos rodea produce una enorme calma, parece reducir la guerra a la estúpida riña que en realidad es». Estaba tan conmovido como muchos otros participantes por el espectáculo del avance del 14.o ejército por las colinas de Assam:
Cuando nuestro camión se esforzaba por alcanzar una cima, tras de nosotros podíamos ver un hilo de vehículos que se perdía por debajo de las nubes; y al contrario, cuando estábamos en un valle, podíamos mirar a través de las nubes y ver ese hilo que continuaba mucho más arriba, trepando por la siguiente serie de picos ... Formar parte de esta estampa de guerra era más estremecedor cuando había anochecido. La luz de los débiles faros apenas atravesaba el polvo que nosotros mismos levantábamos. Apenas distinguíamos las luces traseras del vehículo que teníamos delante. La velocidad era prácticamente la misma que si hubiéramos recorrido el camino a pie. En esos momentos nos daba la impresión de que éramos un animal empeñado en atravesar un extraño planeta. A cada lado, desconocida, estremecedora, aterradora, estaba la jungla, pálida como una jungla fantasma bajo una capa de polvo.34
La batalla de 1944-1945 por Birmania fue la última gran aventura del ejército imperial británico. Bajo el mando de Slim se habían reunido soldados británicos y gurjas, africanos del Este y del Oeste, y sobre todo, indios de diferentes tribus: sijs y beluchistones, madrasíes, dogras y rajputs, el orgullo del Raj. Solo dos de las divisiones que lucharon por la causa de los Aliados en Birmania, y uno de cada trece soldados de todas las tropas terrestres de Mountbatten en el sudeste asiático, eran británicos.
Las tropas indias del ejército británico estaban formadas por voluntarios, muchos de ellos del norte, donde servir como soldado era una carrera tradicional. La espectacular expansión del ejército británico indio entre 1939 y 1945 —de 189.000 a 2,5 millones de hombres— supuso una pérdida de la calidad y especialmente una falta de líderes adecuados, lo que afectó significativamente a su rendimiento. Aun así, las exóticas tradiciones, la idea romántica del valor del soldado y los grandes regimientos, seguían emocionando a los oficiales británicos, normalmente doce por batallón, que se sentían privilegiados por servir con los soldados indios. Según Derek Horsford, que realizó su carrera militar con los soldados nepaleses: «Los gurjas eran unos tipos estupendos. Tenían mucho sentido del humor. Tenías que demostrarles tu valía primero, pero una vez que llegaban a apreciarte, hacían cualquier cosa por ti».35 Los artilleros gurjas comían cabra y arroz; sus oficiales británicos, sardinas y carne de ternera en conserva. A Slim le gustaba contar una anécdota sobre un encuentro que tuvo con el comandante de la 17.a división india, Pete Rees. El aguerrido y alegre oficial actuaba como director de coro de un grupo de soldados de Assam que cantaban un himno misionero galés. «El hecho de que él cantara en galés y los soldados en khasi no restaba ninguna armonía al conjunto.»36
Los oficiales británicos se conmovían a menudo por la lealtad y el coraje de unos soldados que eran, por decirlo sin rodeos, mercenarios. Un hombre del 1.er batallón del 3.er regimiento gurja dijo a su comandante una mañana: «Hoy voy a ganar la Cruz de la victoria o morir».37 Ese nepalés murió sin duda, pero su espíritu debió de quedar contento con la condecoración india de la orden del Mérito. La rivalidad entre dos oficiales indios de la batería de John Cameron-Hayes era tan grande que ambos declinaban ponerse a cubierto en el campo de batalla a la vista del otro. El honor personal era muy importante. El capitán John Randle se emocionó cuando su capitán, Moghal Baz, le dijo de repente mientras cenaban: «Quiero que sepa, sahib, que ha sido un gran honor servir con usted». Todos los hombres del ejército de Slim escucharon alguna historia de este estilo: un teniente de los dogras resultó herido de gravedad y lo llevaron a un puesto de emergencias. Por tres veces, el soldado insistió en arrastrarse a su puesto de combate y seguir luchando. Cuando ya estaba en el lecho de muerte, repetía una y otra vez el grito de guerra «¡mai kali ji Jai!». Su capitán británico se arrastró hasta donde estaba, pero el teniente le dijo: «Vuelva al mando de la compañía, sahib. No se preocupe por mí».
El comandante en jefe de la unidad de Slim escribió a su mujer: «Uno no puede evitar sentirse muy humilde al tratar con hombres así. Este ejército es realmente invencible si se le da una oportunidad».38 De las veinte cruces de la victoria que se ganaron en Birmania, catorce fueron otorgadas a hombres del ejército británico-indio, tres de ellas a la misma unidad: el 2.o batallón del 5.o regimiento de los gurjas. Cuando un oficial británico conoció a un coronel sij a cuyo batallón venía a relevar, le llamó la atención su inmaculado turbante y la barba brillante bajo la lluvia del monzón: «Vi algo en él que era nuevo para mí: gusto por la guerra. Los sijs daban la impresión de disfrutar con lo que hacían».39
Al Gobierno británico no se le ocurrió consultar a los líderes políticos de la India sobre cómo dirigir la guerra, como tampoco pidieron opinión a los exiliados birmanos. Los informes sobre la disensión entre los Aliados acerca de la política en Asia, aireados libremente en los medios de comunicación estadounidenses y británicos, eran vergonzosamente censurados en la prensa india.40 El subcontinente se trataba meramente como un enorme depósito de recursos humanos. El informe de un psiquiatra del ejército sobre las tropas indias aseguraba que, en el campo de batalla, la mayoría se mostraban «equilibrados», siempre que pudieran servir junto a hombres de su mismo grupo racial. El informe, con un tono imperialista y condescendiente, observaba: «El sepoy acepta el ejército, su disciplina, sus costumbres y sus líderes sin cuestionarlos. No tiene un gran interés en las ideologías de la guerra porque tiene un trabajo que le permite vivir mejor que antes, percibe una preocupación por su bienestar y se le conceden días libres regularmente. No pide mucho más que eso».41
Pocos de los jóvenes oficiales británicos que sirvieron con los regimientos indios se daban cuenta de que los días del Raj estaban contados. El capitán Ronnie McAllister, del 1.er batallón del 3.er regimiento de los gurjas, cuyo padre adoptivo era un oficial de la policía india, declaraba:
Dábamos por hecho que Birmania y la península malaya seguirían formando parte del imperio británico. Nunca pensamos que podríamos perder la India. Recuerdo las cenas en casa de mi padre adoptivo, a las que asistían policías, miembros del servicio civil de la India, indios. Nunca nadie llegó a mencionar siquiera esa posibilidad. Éramos ajenos a la realidad, ¿sabe?, porque el ejército británico-indio era tan fuerte y leal.42
Las complejidades culturales del ejército despertaban cierto desconcierto entre los recién llegados. Los patanes de la unidad de artilleros de John Cameron-Hayes a menudo aprovechaban sus días libres para llevar a cabo venganzas tribales antes de volver a la guerra británica. John Randle, un comandante de compañía de beluchistones, de treinta y dos años, fue informado por su coronel de dos tabúes esenciales para mantener el respeto por los sahibs: un oficial nunca debía dejar que sus hombres lo vieran desnudo, y debía asegurarse de defecar en privado, en lo que llamaban una «caja de truenos», incluso durante la acción. El soldado encargado de barrer el comedor de oficiales, un hombrecillo llamado Kantu de sonrisa perenne, se encontró por tanto excusando la ausencia temporal del coronel durante una batalla diciendo al saludar: «El comandante sahib, pot par hai» (el comandante está en la caja). Randle estaba tan impresionado por el espectáculo de Kantu arrastrándose bajo los disparos para depositar los sagrados contenidos de la «caja de truenos» en una letrina que consiguió que el barrendero recibiera una mención de honor. Menos afortunadamente, Randle fue informado de que un oficial británico homosexual se había insinuado a algunos soldados indios. Sus hombres, la mayoría patanes, planeaban matarle. Randle le salvó la vida al formarle consejo de guerra.
Una vez, una sección adjunta de tropas británicas llegó triunfante a las líneas beluchistonas con un cerdo salvaje muerto que habían atrapado. El comandante de Randle dijo firmemente: «Señor, esa cosa no va a entrar en nuestro puesto para mancillarnos».43 El sargento británico replicó: «Señor, usted sabe cómo son las raciones. Todos estamos hambrientos y hartos de comer carne en conserva y galletas». Randle ordenó al sargento llevarse el cerdo, desmembrarlo y volver con la carne camuflada discretamente en sus mochilas, para trasladarla a sus propias cocinas. El comandante accedió. De la misma manera, los paquetes de carne de ovino que llegaban al 4.o batallón del 1.er regimiento gurja llevaban una etiqueta en la que aparecía una oveja hembra y, por esa razón, los hombres se negaban a comerla. El comandante del batallón ordenó al intendente que se hiciera con un lápiz y dibujara testículos en las etiquetas. De esta manera, los hombres sí aceptaban la carne.
Sin embargo, entre las unidades británicas e indias también existía rivalidad y menosprecio por parte de ambas. Derek Horsford, de los gurjas, declaró: «No le dábamos ninguna importancia al ejército británico. Nos parecían terriblemente ineficaces».44 La guerra en Birmania produjo incongruencias enormes, como por ejemplo el espectáculo de los artilleros del 119.o regimiento de campaña cantando «Sussex by the sea» en honor a su condado natal, mientras transportaban veinticinco cañones a mano a través de un claro en la jungla. La cultura y el lenguaje del Raj se acabó filtrando en las venas de todos los hombres que sirvieron bajo el mando de Slim. Tanto si eras de los Borderers como si eras de los Dragoons, el té se llamaba char, el lavandero era el dhobi-wallah, una taza era una piyala, la comida, khana, etcétera, etcétera. Fumaban cigarrillos indios Victory V, empaquetados con papel marrón para los europeos y verde para los indios y africanos. Los soldados encontraban ambos «absolutamente asquerosos».
La más importante realidad táctica para los británicos y estadounidenses era que cuando los soldados enemigos se movían, eran muy vulnerables a su potencia de fuego, pero mientras permanecían en sus búnkeres, muy bien escondidos y meticulosamente protegidos, los japoneses eran muy difíciles de ver y más aún de matar. Uno de los documentos más ridículos producidos durante la guerra por el ejército británico, marcado como «máximo secreto», fue un informe de los servicios de investigación táctica, de agosto de 1944, acerca de unas pruebas de bombardeo que se llevaron a cabo sobre simulacros de búnkeres japoneses con armas de infantería. Los investigadores guarnecieron una posición con dos gallos, dos cabras y dos conejos blancos, «uno de ellos algo atontado y sarnoso». Después de una descarga de un mortero de dos pulgadas, informa el estudio, los animales acabaron cubiertos de polvo pero poco afectados en otros aspectos. «Parecieron levemente sorprendidos pero en otros respectos, aparentemente normales. La cabra tosía ligeramente.»45 Los lanzacohetes antitanque PIAT provocaron que a la cabra le bajara el pulso y la presión sanguínea. En el campo de batalla, sin duda con escasa ayuda del estudio mencionado, se encontró que eran más eficaces las cargas con proyectiles beehive («colmena»), el armamento antitanque o simplemente un soldado de infantería lanzando una granada con una mano mientras con la otra disparaba una metralleta a través de la ranura del búnker.
Pero primero era necesario encontrar al enemigo. Un oficial británico comentaba que cuando sus soldados cavaban un hoyo, se formaba un montón de tierra alrededor; sin embargo, «con los japoneses, no se notaba que habían tocado el suelo».46 Un Borderer de la compañía de Raymond Cooper se quedó pasmado al oír el traqueteo de un «pájaro carpintero» —una metralleta ligera japonesa de disparo lento— bajo sus pies. Sin darse cuenta, había pisado un búnker del enemigo.47 Para la sección de Cecil Daniels, que avanzaba pesadamente a través de la jungla, el primer indicio de la presencia del enemigo fue:
Cuando escuchamos un repentino «bang» y el sargento, que caminaba a mi lado un poco por delante, cayó redondo al suelo. De repente parecía que el fuego venía de todas partes. Alguien gritó «¡un camillero!», pero yo respondí que no hacía falta, porque podía ver que el sargento ya estaba muerto, retorciéndose en la agonía de los espasmos involuntarios. Ya no respiraba.
El mensajero de la compañía, Adams «Deuce», gritó: «¡Mirad, ahí hay un maldito japo!». Alguien exclamó: «¡Cogedle prisionero!». Un tercero gritó: «¡Gilipolleces!». Adams descargó una metralleta aparentemente sobre la tierra, a quemarropa. Los otros hombres no pudieron ver nada. Cuando se acercaron a Adams, lo encontraron asomándose a un hoyo en el que había un soldado japonés muerto. «Olía fuertemente, tenía ese olor empalagoso e intenso que todos los japos parecían tener.»48
Estos encuentros repentinos tan salvajes causaron una tremenda impresión a todos los hombres que los experimentaron, especialmente cuando tenían lugar de noche. Los integrantes de la 25.a Unidad de los Dragoons, una unidad blindada, nunca olvidaron la noche sin luna en Arakan en la que los japoneses irrumpieron en su puesto de emergencias: «Los gritos de los pacientes, los doctores y el personal médico al ser alcanzados por los disparos y atacados con las bayonetas, los alaridos espeluznantes de los japoneses en la noche, fue para todos nosotros una experiencia de pesadilla ... esa brutalidad y ese comportamiento inhumano ... nos afectó profundamente».49 Algunos comandantes británicos procuraban atacar durante el día siempre que fuera posible, porque reconocían la superioridad de los japoneses en la oscuridad. Los hombres del regimiento de los Berkshire, capitaneados por John Hill, sintieron repugnancia al encontrar restos humanos en las mochilas de los soldados enemigos muertos. Ellos no sabían nada de la importancia que tenía para los japoneses devolver alguna porción de los camaradas muertos a su país. «La guerra en Birmania fue más atroz que la del desierto Occidental, Italia o el Norte de Europa», escribía John Randle, de los beluchistones. «No recuerdo ni una sola vez que enterráramos a un muerto japonés. Si había zapadores, los empujaban a una zanja con el bulldozer. Si no, los tirábamos por los barrancos para que los chacales y los buitres se encargaran de ellos.»
Para el otoño de 1944, el coraje, la crueldad y la habilidad en el campo de batalla eran las principales bazas que les quedaban a las fuerzas niponas. Los aliados eran abrumadoramente superiores en cualquier otro aspecto. Aun así, un informe de la Oficina de Guerra basado en interrogatorios a los prisioneros decía que «los japoneses todavía se consideran mejores soldados que los del bando británico ... porque nosotros evitamos el combate cercano, nunca atacamos de noche y tenemos miedo a morir».50 El autor de este documento anotó con cierta consternación que los japoneses tenían en menor consideración a los soldados británicos que a los indios y a los gurjas, y consideraban que el 14.o ejército era lento y pesado. De los británicos, respetaban los tanques, la artillería y el apoyo aéreo, pero criticaban el mal camuflaje, la falta de habilidad en el campo de batalla y que eran muy ruidosos.
No obstante, desde 1941, los ejércitos británicos e indios habían aprendido mucho sobre la guerra en la jungla. En primer lugar, la densa cobertura y las vistas siempre limitadas hacían que las tácticas europeas resultasen redundantes. Frank Messervy, comandante de la 7.a división india, escribía:
Todas las experiencias ... han demostrado que los ataques formales de infantería respaldados por concentraciones y descargas de artillería son completamente inútiles contra las posiciones organizadas de los japoneses en la jungla. Las bazas más importantes con que podemos contar son buenos líderes entre los subalternos y buenos soldados de infantería. Lo correcto ... es infiltrarse y cercar al enemigo.51
En encuentros anteriores con los japoneses, los británicos habían permitido una y otra vez que los japoneses les flanquearan y normalmente daban por perdida una batalla cuando el enemigo llegaba a la retaguardia. En 1944, los hombres habían comprendido que en la guerra en la jungla no existían lugares tan seguros como «la retaguardia», ni personas tan privilegiadas como los no combatientes.
Todos los hombres de las fuerzas de apoyo tenían que ser formados para luchar, y la defensa era esencial: las unidades tenían que cercarse. Por la noche, si estaban dentro de la distancia de tiro de la artillería o los morteros del enemigo, cada hombre cavaba una zanja en la que poder protegerse de cualquier cosa excepto un ataque directo. Los británicos tenían un sano respeto por las habilidades del enemigo:
Los japoneses eligen las líneas de aproximación menos probables ... independientemente de lo empinado o difícil que sea el terreno —comentaba el general Gracey dando instrucciones tácticas a su división—. Esperan invadir el extremo delantero de las posiciones por sorpresa. Para ello, se arrastran hacia arriba muy silenciosa y pacientemente, hasta llegar a nuestra alambrada. Su habilidad en el campo de batalla es excelente.52
La visión limitada y los escasos mapas dificultaban el movimiento de los soldados. El paisaje era repetitivo. Algunas patrullas se perdían durante horas, o incluso días. El capitán Joe Jack, del 3.er batallón del 1.er regimiento de los gurjas, después de deambular más de veinte kilómetros por delante de su compañía, acabó en el punto de partida. En la espesa jungla, avanzar a un kilómetro y medio por hora era un buen ritmo. A veces los pelotones se quedaban completamente inmóviles hasta averiguar el significado de un pequeño ruido. Cuando avanzaban en fila, el primer hombre estaba entrenado para mirar hacia delante, el segundo hacia la derecha, el tercero hacia la izquierda y el cuarto hacia atrás. Descansar era un lujo. Lo normal era dormir unas cinco horas al día. Los adjetivos que más usaban los soldados británicos eran «genial» y «aburrido», este último aplicado a menudo a sus raciones: salchichas de soja, judías, carne de ternera y cerdo en conserva, galletas mixtas, mermelada, té y gachas de avena, que calentaban con pastillas de alcohol. Aunque los hombres no sufrían de inanición, la comida siempre era escasa. A veces les llegaba una ración de ron por paracaídas, pero en ese clima habrían preferido sin duda la cerveza. Las botas fabricadas en Sudáfrica y los calcetines australianos resultaron ser los mejores para caminar en las condiciones de la jungla.
La artillería ligera, a menudo el único apoyo de fuego de que disponía la infantería de Slim, era útil para mantener las cabezas del enemigo agachadas, pero no era la mejor arma para matarlos. Las armas de corto alcance como las metralletas y las granadas eran las más valoradas. En Europa la artillería y las armas de fuego automáticas dominaban el campo de batalla, pero en Birmania la puntería era importante. Una bala disparada sin apuntar no dañaba más que a la vegetación. La comunicación era problemática porque los equipos de radio portátiles casi nunca funcionaban. Costaba distinguir las señas que hacían los oficiales y suboficiales. Era esencial que los soldados entrenaran exhaustivamente para responder por instinto en las emergencias.
«Parecía una manera muy anticuada de luchar en la guerra —escribía uno de los soldados de Slim—. Mucho más cercana a la campaña en la que luchó mi tío abuelo cuando fue con Roberts a Kandahar que a lo que estaba sucediendo en Europa.»53 Douglas Gracey, comandante de la 20.a división india, resumió las diferencias entre las operaciones en Birmania y en Europa: falta de buenas comunicaciones ferroviarias o por carretera, agua infinita, junglas y ciénagas que limitaban el movimiento, «pero no hasta el punto que imaginan los comandantes y tropas sin experiencia».54 La visibilidad era extremadamente reducida y los vehículos se estropeaban muy rápido. «Había que reducir a todos los japoneses en posiciones de defensa: luchaban hasta la muerte incluso aunque estuvieran gravemente heridos.» Gracey concluyó, no obstante, con una feroz homilía para evitar que estas consideraciones indujeran al derrotismo: «¡Haced volar por los aires al terror japonés y al terror de la jungla! ¡Nosotros somos mejores que los japoneses en todos los aspectos!». Para el invierno de 1944, esto era cierto, sobre todo porque los hombres de Slim disponían de muchos más recursos.
Pero aunque el 14.o ejército ganaba las batallas, nunca consiguió vencer del todo a su otro gran enemigo: las enfermedades. A muchos soldados no les gustaban las pastillas de mepacrina del tamaño de una canica que tenían que tomar cada día para prevenir la malaria a costa de que su piel se volviera amarilla. En 1942-1943, los soldados las rechazaban con frecuencia, sobre todo los que preferían la malaria al combate y también unos pocos que se creían la propaganda japonesa de que producían impotencia. En 1944, la mayoría de las unidades organizaban filas para asegurarse de que los soldados ingerían la mepacrina que se repartía. También se les ordenaba no exponer demasiadas partes del cuerpo por la noche. A pesar de todo, en las condiciones tan desfavorables para la salud de la jungla de Birmania, las enfermedades causaban más bajas que el combate. Un informe de las pérdidas de la 20.a división india durante un periodo de seis meses registraba 2.345 bajas en combate y 5.605 hospitalizados por causas ajenas a la contienda. Este último grupo incluía 100 hospitalizados por accidentes, 321 por lesiones menores, 210 por enfermedades de la piel, 205 por enfermedades venéreas, 170 por problemas psiquiátricos, 1.118 por malaria y tifus, y 197 por disentería.55
La maldición de los insectos caía sobre los hombres y las mulas. En los campamentos, siempre que no fuera peligroso, se encendían fuegos para mantener a los mosquitos a raya. Un cirujano británico describía así lo difícil que era tratar a los pacientes: «un camillero se dedicaba exclusivamente a matar las moscas que se posaban en los instrumentos, en las vendas esterilizadas, en las mantas impregnadas de sangre, en las ropas y en la camilla del paciente, incluso en la misma herida y también en el cirujano, que estaba medio desnudo y no podía defenderse».56 Las infecciones crónicas de la piel y de los pies, la hepatitis, el agua que sabía mal por las pastillas purificadoras, la ropa siempre sucia y mojada... ningún soldado de infantería se libraba de todo ello. Y los hombres que tripulaban los tanques tampoco estaban mucho más cómodos: metidos en esa caja de acero, el sudor les bajaba por el cuerpo hasta la cinturilla de los pantalones cortos, que siempre tenían empapada. A menudo era imposible subir al casco sin utilizar trapos para proteger la piel del metal caliente, especialmente las rodillas. Los soldados trabajaban cubiertos de polvo y respiraban a través de pañuelos que se ataban a la boca y a la nariz. Cuando se disparaba el arma principal del tanque, el mal olor de la cordita permanecía en la torreta. Además, el ruido era perpetuo. La tripulación de John Leyin cantaba «Suenan las campanas por mí y por mi chica», cuando su tanque Lee arrancaba pesadamente, sabiendo que ni amigos ni enemigos podían oír el coro por encima del rugido del motor.57
Otro tripulante de tanque, Tom Grounds, describe lo que sucedió después de una batalla:
Una vez a salvo nos enfrentamos a la deprimente tarea de sacar a los hombres que habían muerto ... nunca olvidaré la cabeza medio aplastada, quemada y arrugada del soldado encargado de cargar la munición. Conmocionados y en absoluto silencio, pasamos a los hombres a través de la escotilla lateral y los dejamos en el suelo. Cavamos dos tumbas cerca de la falda de la colina ... El padre Wallace Cox llevó a cabo un pequeño funeral y colocamos dos toscas cruces de madera. Pero sabíamos que en poco tiempo las hormigas blancas se habrían comido las cruces y las tumbas habrían quedado ocultas de nuevo bajo la vegetación.58
Como en cualquier otro campo de batalla, en la campaña de Birmania tuvieron que tomarse decisiones de vida o muerte. Un día, el coronel Derek Horsford del 4.o batallón del 1.er regimiento gurja, encontró a su oficial médico inclinado sobre un herido con la mitad de los intestinos fuera del abdomen. El hombre, en su agonía, se ponía puñados de barro en la herida. «¿Hay alguna posibilidad de que sobreviva?», preguntó Horsford. El médico negó con la cabeza. «Entonces dale una sobredosis de morfina.»59 Un año después, el soldado dejó a todos boquiabiertos al escribir desde Nepal para informarles de que había sobrevivido y dar las gracias a los oficiales por salvarle. Durante los ataques, los suboficiales aprendieron a ser implacables y dejar a los heridos donde estaban, esperando a los camilleros designados. Si no lo hacían así, salían demasiados voluntarios ansiosos por escapar de la carnicería transportando a los heridos a la retaguardia.
La disciplina se imponía de forma sumaria. Un talabartero que trabajaba para una unidad de artillería de montaña del ejército británico indio pidió varias granadas para protegerse en caso de que se produjera un ataque japonés durante la noche. En lugar de usarlas para eso, depositó una en la litera de un sargento mayor, a quien mató, y lanzó la segunda, que hirió a un oficial británico. Más tarde salió a relucir que el hombre estaba resentido por una cuestión relacionada con el pago de su trabajo. Después de un juicio rápido, el talabartero fue ejecutado por un pelotón de fusilamiento.60 En otra ocasión, unos japoneses se acercaron de forma alarmante a la compañía de los Berkshires de John Hill sin que nadie les saliera al paso: después se supo que dos centinelas se habían quedado dormidos y, al despertar y ver a los japoneses, abandonaron su puesto y huyeron. Hill formó consejo de guerra a uno de los hombres, que fue sentenciado a dos años de arresto, porque consideraba esencial que a los soldados les quedara bien claro que esos descuidos costaban vidas.
En Birmania no había mansiones ni champán para los oficiales de alto rango. El comandante en jefe de la unidad de Slim, John Lethbridge, contaba a su mujer cómo las ratas se comían el jabón que tenía en su tienda y corrían por su litera por las noches; le hablaba de lo solo que se sentía en un lugar tan remoto, y de la dolorosa incertidumbre acerca de cuánto duraría la campaña. También le pedía noticias de su jardín en el Oeste de Inglaterra. «Este sitio es terrible en octubre. El sol hace que el suelo despida un hedor inmundo y uno no hace más que sudar. Tengo diez oficiales de servicios generales de primer grado bajo mi mando y cinco están en el hospital con malaria o disentería, ¡algunos con las dos!» Slim, durante una visita nocturna a la sala de mapas del cuartel general, estuvo a punto de pisar una serpiente venenosa mortal. A partir de entonces, en ese país lleno de serpientes, no daba un paso sin llevar consigo una antorcha.
Si las cosas eran así para los oficiales de insignia roja, las condiciones eran infinitamente más duras para los hombres que vivían a distancia de tiro del enemigo. Raymond Cooper escribió:
Quizá la reputación que los viejos soldados se han ganado de que exageran sus historias se debe a que no son capaces de recrear para los que no las conocen «las vocecillas inmateriales de la oscuridad», ni pueden explicar el cambio que se produce en los valores esenciales relacionados con las cosas ordinarias de la vida. El contraste es demasiado grande.61
La victoria en Imphal y Kohima había hecho mucho por la moral del ejército de Slim, pero el hecho de estar en un lugar tan remoto era una fuerza corrosiva. El soldado Cecil Daniels, que trabajaba en una tienda de Kent y tenía veintitrés años, comenzó su servicio militar como camarero del comedor de oficiales en 1939 en Aldershot, pasó después a ser ordenanza de un oficial y también sirvió en el desierto Occidental y en Persia. En invierno de 1944 era un soldado de infantería de la 2.a Unidad de los Buffs en Birmania. Como tantos otros, este joven sencillo se sentía perplejo por las experiencias extraordinarias que vivió tan lejos de su hogar. Una noche se encontraba en su zanja cerca de una pagoda, mirando la luna. «Se me pasó por la cabeza que esa misma luna había brillado sobre el hogar de mi familia pocas horas antes, y me preguntaba qué estaban haciendo ellos en ese preciso momento, y qué pensamientos tendrían sobre mí.»62
Aunque la moral en el ejército estaba alta, un informe de la Oficina de Guerra con fecha del 31 de junio de 1944 decía que la infidelidad de las esposas de los soldados todavía era un gran problema.63 Un comandante de la 9.a Unidad de los Borderers describió un encuentro que tuvo lugar minutos antes de un ataque:
Esperando en la oscuridad a que me comunicaran que todos estaban preparados, se me acercó un hombre y me espetó en un susurro que en el correo de la mañana había llegado una carta de su esposa pidiéndole el divorcio. Le dije: «Hablaremos de ello mañana por la mañana», una torpe respuesta que dar a un hombre en un momento como ese, máxime teniendo en cuenta que entre él y la salida del sol había 500 japoneses.64
El informe de 1944 sobre la moral de las fuerzas británicas en el exterior, recopilado en la Oficina de Guerra por el brigadier John Sparrow, decía:
La ansiedad por los asuntos domésticos es muy habitual entre las tropas, en particular entre los hombres que llevan mucho tiempo sirviendo. En nueve de cada diez casos, esta ansiedad se debe a alguna mujer egoísta. Pocos oficiales y soldados se sienten a salvo. En una misma unidad el comandante y el sargento mayor del regimiento me han pedido consejo en privado sobre sus problemas matrimoniales.65
Mountbatten comunicó al Comité de Moral del Ejército que al soldado británico medio «no le gusta la India ni Birmania, y nunca le gustarán. El país, el clima y la gente le resultan igual de repugnantes».66 El informe de Sparrow mencionaba que entre los comandantes británicos en el exterior existía una preocupación perpetua sobre las deserciones «deliberadas» de algunos de sus hombres, en contraposición a los retrasos tras los días de permiso debidos al consumo de alcohol y casos por el estilo. «Todos parecían estar de acuerdo —escribía Sparrow al ayudante del general— en que reintroducir la pena de muerte sería la única medida disuasoria eficaz ... No obstante, en general los soldados y los oficiales se daban cuenta de que no era una política práctica.» Después de algunos meses en Birmania, John Hill, de los Berkshires, concluyó que el 25 por 100 de sus hombres eran potencialmente valientes, que el 5 por 100 eran cobardes en potencia, y que el resto no era ni una cosa ni la otra. Esta valoración de la mayoría de las unidades aliadas en la segunda guerra mundial parece justa; incluso generosa.
Los elementos más extraños del ejército de Slim —al menos a los ojos de la posteridad, si no a los de aquellos que se criaron entre la exótica panoplia del imperio— eran dos divisiones reclutadas de las colonias africanas de Gran Bretaña. A la Oficina de Guerra, siempre falta de personal, le invadió la creencia de que los africanos serían buenos soldados en la guerra de la jungla, a pesar de que la mayoría no habían visto un terreno parecido en su vida. Uno se pregunta qué pensarían aquellos hombres, algunos procedentes de tierras de arbustos muy lejanas, cuando se encontraron viajando a través del mundo —si bien es cierto que como voluntarios— para servir en una guerra de blancos por menos de la mitad de lo que recibían los blancos, contra un enemigo con el que un habitante de Nigeria, Kenia o Tanganica no podía tener nada en contra. Los no cristianos juraban su lealtad sobre el frío acero, normalmente de una bayoneta, en lugar de hacerlo sobre la Biblia.
El comandante de la división de África occidental, Hugh Stockwell, puso en circulación un memorándum cuando se enteró de que algunos oficiales blancos habían hablado con desprecio de los hombres bajo su mando.
Me han comunicado que ciertos oficiales y otros rangos ... en conversaciones ociosas, han sido considerablemente indiscretos en sus comentarios sobre la capacidad de los soldados africanos en el campo de batalla ... Los que hablan de esa manera sencillamente están arrojando piedras sobre su propio tejado. Personalmente, considero que hace falta un gran coraje moral para dar a los africanos el ejemplo que merecen o ejercer un buen liderazgo sobre ellos, lo que es muy necesario. Espero que tengan las agallas que como británicos deberían tener para sobreponerse a las dificultades.67
Stockwell advirtió que formaría consejo de guerra a todos los oficiales que considerara culpables de «derrotismo». No obstante, en la correspondencia con sus superiores, admitió que algunas de sus unidades no habían rendido muy bien, especialmente durante los ataques nocturnos de los japoneses. Los africanos, escribía, «no tienen una historia de guerras y por lo general entablar batalla no es lo natural para ellos». Decía que algunos hombres demostraron ser muy buenos soldados, pero añadía:
Otros son muy, muy poco profesionales ... [Los africanos] son capaces de moverse rápidamente y en silencio cuando patrullan, pero no reaccionan rápidamente ante una emergencia, de nuevo debido a su rechazo inherente a lo desconocido y a su falta de inteligencia, que les impide pensar rápidamente. Tienen una devoción perruna por sus líderes, a quienes respetan y tienen confianza, y son respetados por ellos ... Todo el potencial de lucha de la división está en manos de los oficiales y suboficiales europeos.
Stockwell deploraba la mala calidad de muchos de estos.68 Algunas unidades tenían como oficiales a exiliados polacos, a los que Churchill había animado a emigrar al África occidental. Muchos de ellos hablaban un inglés rudimentario, al igual que sus hombres. El 4 de agosto de 1944, Stockwell se vio obligado a informar al 11.o Grupo del ejército de que «un pequeño brote de deserciones y absentismo entre las tropas del África occidental se debía a ... la creencia ... de que si llegaban a Calcuta podrían unirse a las fuerzas aéreas de los Estados Unidos como trabajadores o sirvientes. Se están tomando medidas para refutar esta idea».69
El coronel Derek Horsford observó también que aunque sus gurjas no tenían una muy buena opinión de los desventurados africanos como soldados —decían que «solo salían a patrullar si les cogías de la mano»— les habían impresionado por otros atributos.
Durante el avance por el valle de Kabaw, encontré a algunos soldados agachados detrás de los arbustos, observando a un grupo de soldados africanos que se estaban bañando. Los gurjas miraban fascinados, entre exclamaciones de asombro e incredulidad, las partes íntimas de sus camaradas negros, que les parecían de dimensiones extravagantes.70
A muchos les decepcionó que Slim no mencionara a los africanos cuando expresó su gratitud hacia sus soldados tras la guerra. Algunos oficiales británicos manifestaban una profunda admiración por ellos. Citaban como ejemplo el caso del soldado Kewku Pong, del regimiento Gold Coast, que fue abandonado a su suerte después de resultar herido en un ataque japonés a su unidad. Pong encontró una metralleta ligera abandonada y siguió disparando hasta que perdió el conocimiento debido a la pérdida de sangre. Los británicos lo descubrieron al día siguiente, aún vivo y agarrando la culata del arma. Le otorgaron una medalla militar. Un cronista británico dijo de Pong:
Solo, en la oscuridad de la noche, gravemente herido, con ... los japoneses arrasando tras él. Sin ningún británico cerca para decirle qué hacer, ni ningún suboficial africano, ni ningún otro africano; debió de haberse sentido desesperado e indefenso, y probablemente nadie le habría reprochado que se hubiera echado al suelo hasta que todo terminara ... ¿Oyó Slim hablar alguna vez de Kewku Pong?71
En noviembre de 1944, las tropas de Sierra Leona tuvieron que cargar con quince hombres en camilla para llegar al otro lado de la sierra de Pidaung. Un oficial británico lo describió así:
Se construyeron escaleras de bambú para subir las camillas por la pared de roca ... Nada ... puede compararse con ese peligroso descenso de 700 metros por una zona tan escarpada ... los suboficiales europeos y africanos guiaban a la columna con antorchas de bambú... a la luz de las llamas, los hombres se iban pasando las camillas unos a otros por la pared del acantilado, y algunos africanos se colocaban a cuatro patas para formar puentes humanos en las zonas más difíciles. La última camilla llegó sana y salva al puesto de emergencia avanzado a las nueve y media de esa misma noche, después de quince horas de marcha.72
Radio Tokio decía de las divisiones africanas que eran «caníbales liderados por fanáticos europeos». Pero tal vez el testimonio más convincente y apasionado de su participación en la guerra sea el de uno de sus oficiales, el mayor Denis Cookson:
Sin murmurar ni una sola queja, defendieron a un país a cuyos habitantes despreciaban, en una lucha cuyas implicaciones no comprendían. Se habían prestado voluntarios para luchar por los británicos, y si los británicos les llevaban a la jungla, tanto daba: era razón suficiente para luchar. En cuclillas en sus trincheras, pulían los amuletos de cuero que llevaban siempre cerca de la piel, rezaban a Alá para que les protegiera y desempeñaban su trabajo con buen talante.73
Estos hombres sin duda merecían una mayor gratitud de la que recibieron por parte de los amos del imperio.
Tras la infantería de ambos bandos avanzaba trabajosamente el mayor número de animales de carga jamás reunido por un ejército moderno. Solo los animales podían recorrer el terreno montañoso, especialmente durante y después del monzón. Los bueyes blancos se teñían de verde para que fueran más difíciles de identificar por el enemigo. Los soldados británicos se encontraron aprendiendo a adiestrar y cuidar a las mulas, y muchos de ellos se encariñaron con los animales. Se enseñaba a los soldados de todos los rangos cómo colocar los arreos y las cargas sobre los animales, para evitar provocarles heridas en el lomo u otros problemas peores por sobrecargarlos. Las mulas designadas para el cuartel de una compañía de infantería de rifles, por ejemplo, podían cargar hasta 70 kg cada una. La típica carga estipulada en las normas constaba de una pistola de señales, dos morteros de dos pulgadas y dieciocho bombas, 500 unidades de munición del calibre .303 y mil unidades de munición para subfusil sten de 9 mm. Las armas ligeras de las baterías de montaña del ejército británico indio se desmontaban para poder ser transportadas con las mulas. Los oficiales británicos también contaban con un caballo, pero en lugar de montarlo la mayoría lo empleaban para llevar sus objetos personales, como la manta, la mosquitera o el rifle. Cuando se abastecían las tropas desde el aire, siempre llegaban enormes cantidades de grano para los animales.
Además de mulas, tanto los japoneses como los británicos se sirvieron de los elefantes. Estos animales y sus cuidadores —oozies de la región— se habían empleado antes de la guerra en los bosques de teca de Birmania. El «gran jefe de los colmillos» de la unidad de Slim era el teniente coronel Bill Williams, un veterano de un cuerpo de camellos que había trabajado como cuidador de elefantes para la corporación comercial Birmania-Bombay desde 1920. Bill adoraba a sus elefantes y trabajaba con devoción no solo para que sirvieran a la causa británica, sino también para proteger los intereses de los animales. En el invierno de 1944 lideró una fuerza de 147 elefantes a través del río Chindwin, reforzando además su manada, a medida que el ejército avanzaba, con algunos más que habían sido abandonados por los japoneses. Aunque, sorprendentemente, los elefantes no pueden cargar mucho más peso que las mulas, su habilidad para construir puentes era muy demandada. Era una visión increíble contemplar cómo un elefante levantaba con su trompa un tronco de más de doscientos kilos. Los grandes animales construyeron 270 pontones para el 14.o ejército. Los hombres a veces llegaron a ver, por ejemplo, cómo un elefante remolcaba un vehículo anfibio DUKW. Los hombres de la unidad de John Randle se admiraban de que los elefantes pudieran cargar con sus pesados morteros pero, desafortunadamente, también se comían el follaje que empleaban para camuflarse.
Los mejores cuidadores eran los que Williams denominaba «los birmanos de verdad, los irlandeses de Oriente», jugadores empedernidos que querían a sus animales tanto como él. No obstante, algunos se descuidaban y les causaban mucho dolor al permitir que el ácido de las municiones goteara sobre el lomo de los animales. Williams estableció un hospital veterinario de campaña para cuidar a los animales heridos, pero no pudieron hacer nada cuando una de sus bestias favoritas, Okethapyah, pisó una mina de tierra. «Le di a Alex una buena copa de ron y le dije que no podía amputarle las piernas a un elefante, que lo único que podíamos hacer era en adelante intentar evitar los accidentes de este tipo.»74
Williams registraba las zonas donde caían los paracaidistas en busca de bolsas de sal rotas para sus animales y luchaba constantemente contra la crueldad ocasional de los soldados hacia los elefantes. En una ocasión, un conductor indio del cuerpo de servicio del ejército, enfurecido porque un elefante le cortaba el paso, le disparó en una pata. En octubre de 1944, el elefante favorito de Williams, Bandoola, un ejemplar de cuarenta y ocho años, se adentró en una plantación de piña y contrajo un cólico agudo después de comerse novecientas frutas. Bandoola se recuperó de esta experiencia pero murió unos meses después: lo encontraron sin un colmillo y con una herida infligida por una bala británica. A pesar de la idea romántica de los elefantes, lo cierto es que los animales sufrieron mucho debido al papel que les tocó desempeñar en una lucha de la que nada sabían. Muchos de los animales que usaron los japoneses acabaron heridos o muertos a causa de los bombardeos aéreos de los Aliados. Algunos volvieron a capturarse, pero a la mayoría les habían serrado los colmillos por el marfil. Se calcula que unos 4.000 elefantes murieron en Birmania entre 1942 y 1945.
Era un mundo extraño el del 14.o ejército, absolutamente distinto a todo lo que los soldados habían vivido antes de la guerra.
Habíamos entrado en una zona encantada, un lugar bajo un embrujo malvado, por decirlo así —escribía Brian Aldiss—. A ese lugar no se podía llegar comprando un billete ... no se permitían mujeres, ni peluqueros, ni ninguna otra profesión de fuera del ejército. Abogados, animadores, políticos... todos tenían prohibido ir allí ... para asistir a ese espectáculo tenías que ser joven y pertenecer al ejército británico.75
En Birmania no había ningún tipo de botín que obtener después de rastrear el campo de batalla, como era el caso en Europa. Los soldados no podían encontrar más que las espadas y estandartes del enemigo, aunque Aldiss recuerda haber visto a un soldado que marchaba con una antigua máquina de escribir japonesa atada a su mochila de casi treinta kilos.
No había muchas falsas ilusiones sobre de qué lado estaban los birmanos, en cuyo país estaba teniendo lugar esta amarga lucha. Un informe de la 20.a división decía que el 10 por 100 de los lugareños —muchos de ellos miembros de tribus minoritarias perseguidos por la mayoría— eran pro británicos, el 10 por 100 eran acérrimos antibritánicos, y el 80 por 100 «no mostraba demasiado interés en el conflicto y ayudaba sencillamente a quienes les forzaban o les persuadían con su superioridad».76 En una ocasión, John Randle encontró a la entrada de un pueblo un japonés gravemente herido, obviamente a punto de morir, «con la pierna izquierda destrozada, hinchada y gangrenada».77 Un grupo de birmanos le rodeaba, y uno de ellos le estaba introduciendo un palo por el ano. Randle mató de un disparo al japonés y al torturador birmano.
Los hombres aprendieron a temer la niebla en las colinas, que ocultaba los movimientos del enemigo y por lo general no se despejaba hasta la media mañana. Los morteros de 90 mm japoneses les infundían respeto. Por la noche, dos bengalas verdes disparadas desde las líneas enemigas precedían normalmente a un ataque. Los oficiales pensaron que sería prudente vestirse como sus hombres para evitar atraer la atención de los francotiradores. El primer soldado del 114.o regimiento de campaña que murió en combate fue John Robbins, un oficial de observación avanzada recién llegado que se dirigió al campo de batalla junto con la infantería con sus insignias de rango, unos prismáticos y la funda de un mapa colgando del cuello, todo ello perfectamente a la vista del enemigo. Los japoneses lo eliminaron a golpe de metralleta.
Algunos de los oficiales británicos de las unidades africanas e indias se dejaban barba para que su piel blanca no llamara tanto la atención. Cuando el capitán Ronnie McAllister se unió al 1.er batallón del 3.er regimiento de los gurjas (1.o/3.o) a comienzos de 1945, se le advirtió de que no se expusiera innecesariamente. Un coronel gurja era conocido por hacer que sus oficiales blancos se colocaran en la primera línea de frente, de manera que en unos meses murieron alrededor de veinte. Hubo también un legendario incidente en el 1.o/3.o, cuando un comandante empezó a disparar a un japonés con una metralleta ligera. El comandante le reprendió severamente diciéndole: «Eso no debe volver a suceder. Nuestro trabajo es luchar, sahib, y el suyo es estar al mando». McAllister declara: «Los que sobrevivieron a 1944 no se hacían ilusiones. Nos decían que no corriéramos mucho de allá para acá si queríamos seguir vivos».
Algunos de los que entraron en Birmania durante el invierno de 1944, incluido McAllister, habían estado esperando años para ver algo de acción. El comandante John Hill había sido soldado antes de la guerra y ahora estaba al mando de la 2.a Unidad de los Berkshires, con los que había pasado meses en la India llevando a cabo labores en el fuerte. Los Berkshires se conmocionaron al toparse con los primeros indicios de la batalla:
La guerra tardó mucho en alcanzarnos a nosotros. Unos Jeeps que hacían de ambulancia pasaron lentamente a nuestro lado y pudimos ver a tres hombres cubiertos de vendajes ensangrentados y gimiendo por el dolor. Recuerdo que me dije a mí mismo: «Así que era esto...», y seguro que muchos pensaron lo mismo. Parecía raro que, después de cinco años de guerra, esta fuera la primera vez que veíamos a algún herido ... Para muchos de nosotros, los meses siguientes fueron largos como años. Unos pocos lo disfrutarían. Para la mayoría, era el momento de ponerse manos a la obra. Para otros, con toda seguridad, fue un purgatorio.78
Para algunos hombres, el tiempo de servicio en el campo de batalla se veía brutalmente abreviado. Charles Besly, de los Berkshires, era un licenciado en ciencias de veintiséis años que antes de la guerra había trabajado en un circo y como ayudante del director de escena en una compañía de teatro. Cuando estalló la guerra se encontraba en Dinamarca y volvió a casa haciendo autostop para entrar en el Ejército. En enero de 1945 había servido durante un año con su batallón, como comandante de sección, sin ver nada de acción. Tan solo unos días después de su primer contacto con el enemigo ganó una cruz militar por su actuación en un conflicto con los japoneses. No obstante, fue herido de gravedad y casi perdió una pierna. Besly desapareció del regimiento para no volver a luchar nunca.
Miles de soldados seguían a la infantería de Slim desempeñando las innumerables funciones de apoyo que necesita un ejército. Algunos vivían en una burbuja británica apenas rozada por la guerra y la experiencia de vivir en un país extranjero. Joe Welsh, hijo de un carpintero del sur de Londres, trabajaba en una central eléctrica antes de unirse al ejército en 1939 como técnico en una compañía de señales. Él y un pequeño grupo de compañeros sirvieron en Iraq, Grecia, Libia, la India y Birmania sucesivamente sin que ninguna de estas campañas llegara a hacer mella en sus vidas. La India les impresionó por su tamaño, pero Birmania, para ellos, era sencillamente «un montón de árboles ... Una vez vi a un elefante ... Había un montón de monos y arañas que acudían cuando estábamos comiendo. Nunca llegué a ver un birmano». La campaña, para el alegre Joe Welsh, se reducía a lo siguiente: «lluvia, lluvia, lluvia y carne en conserva». Él y sus compañeros —Joy, también de Londres, Garner, de Manchester y Vince, de Sheffield— llevaban consigo su propio mundo británico mientras cruzaban el río Chindwin tan tranquilamente como lo habían hecho en Grecia y en el desierto Occidental, al volante de su camión Chevrolet con carrocería de madera fabricada en la India. Su misión era instalar líneas telefónicas para comunicar las divisiones, los cuerpos y los ejércitos desplegados en las colinas de Assam, y también a lo largo del camino hacia Irrawaddy. ¿Qué significó la guerra para Joe Welsh? «No me preocupaba por eso. Era solo una de esas cosas, ¿no?»79 Esa fue la experiencia para millones de hombres de uniforme entre 1939 y 1945, que desde luego no eran poetas, pero sí una especie de guerreros.
Todos los soldados, cualquiera que fuese su rango o su especialización, tenían que echar una mano con cualquier tarea. A finales de noviembre de 1944, los Berkshires se dedicaban a construir carreteras junto a la frontera de Birmania. «Hasta los que eran mineros lo encontraban duro —escribió el mayor John Hill que, al igual que sus hombres, tuvo que usar el pico—, era parte de la filosofía del 14.o ejército ayudarse y arreglarse entre todos ... volábamos árboles, raíces de bambú, rocas y cavábamos sin parar hasta desear que llegaran las cuatro, la hora de salir.»80
Durante el avance desde Imphal hasta el río Chindwin, los hombres de Slim se encontraron con una resistencia japonesa esporádica, ya que el enemigo no estaba en condiciones de entablar una batalla seria. En consecuencia, aparte de las dificultades corrientes de la marcha, en muchas unidades había un ambiente casi vacacional. Las largas filas de hombres marchaban durante ocho o nueve horas cada noche; cada uno seguía la luz que despedía una madera cubierta de fósforo atada a la mochila del hombre que caminaba delante de él. Cuando llegaba la mañana, acampaban. La historia del 1.o/3.o de los gurjas registra:
Muy pronto las compañías se instalarían en las áreas que les habían asignado en los perímetros. Se construyeron cocinas y letrinas. Los hombres, después de consumir té dulce, construían toldos para ellos y los sahibs, y todos se acomodaban para pasar un día agradable, que cada uno podía ocupar haciendo prácticamente lo que quisiera.
Cuando llegaron al río Chindwin, el oficial John Murray estuvo horas intentando pescar con caña y sedal. Desilusionado, oyó una explosión y después vio aparecer un grupo de sus hombres agarrando un gran pez que habían pescado con el acertado uso de una granada. Los gurjas disfrutaban del espectáculo de los soldados africanos cazando monos con sus rifles, hasta que las balas perdidas empezaron a pasar por encima de sus cabezas.
Pero incluso aunque la resistencia japonesa organizada fuera escasa, en la guerra de Birmania cada minuto podía deparar una sorpresa indeseada. Una noche, John Cameron-Hayes se despertó al notar un peso sobre su mosquitera. El peso resultó ser una cobra. En otra ocasión, uno de sus hombres disparó a una boa constrictor, pero el cadáver de la serpiente le golpeó y le hizo caer a un arroyo. Durante las horas de oscuridad, ambos bandos utilizaban patrullas cuya función era interrumpir el reposo de sus oponentes. A parte de esto, se daban muchos otros encuentros inesperados. Una noche, un suboficial de los gurjas se despertó y vio siete figuras a su lado en la carretera, agachadas en torno a un mapa. Se levantó, y al abordarlos oyó los gruñidos de sobresalto de los japoneses. Golpeó a uno de ellos con una pala y los otros se dispersaron y huyeron. Un oficial británico que se despertó a causa del barullo distinguió en la oscuridad a dos figuras luchando cuerpo a cuerpo delante de él. Se unió a la refriega y tardó unos segundos en darse cuenta de que estaba peleando con un oficial británico. Se oyeron unos disparos y se hizo el silencio. La calma volvió al campamento, pero una vez más fue perturbada, en esta ocasión por una explosión atronadora: un oficial japonés se había suicidado con una mina antitanque. Los gurjas volvieron a dormir. Al amanecer, si no fuera por los cuatro japoneses muertos en sus posiciones, los soldados habrían estado tentados de pensar que los incidentes de la noche pasada habían sido meras fantasías.
Además de las bajas que causaba el enemigo, había un goteo incesante de accidentes, inseparables de las operaciones militares. El abastecimiento por aire se convirtió en algo muy frecuente a lo largo del avance del 14.o ejército, y a veces morían hombres y animales aplastados por una carga que caía del cielo. Las columnas subían por senderos de montaña muy escarpados, y de vez en cuando una mula resbalaba y se precipitaba hacia el valle. Un informe mencionaba que los animales perdidos siempre llevaban un equipo de radio que era de vital importancia. Por lo tanto, era esencial asegurarse de que algunos de los equipos de radio eran transportados por los hombres. Un soldado de los Buffs protagonizó una pequeña hazaña: el solo, con su metralleta ligera bren, destruyó un puesto de japoneses armados con ametralladoras. Desafortunadamente, el soldado resbaló cuando echó a correr y, al caer al suelo, la pala que llevaba en su mochila le rompió el cuello. Poco después, un sargento de los Buffs pidió a su artillero, Cecil Daniels, una bolsa de granadas. El suboficial se enfureció cuando Daniels le dijo que no estaban cebadas. «No voy a llevar una mochila llena de granadas cebadas encima»,81 contestó Daniels con firmeza. Había aprendido a ser cauteloso después de ver a muchos camaradas sufrir accidentes con la munición.
Winston Churchill se quejaba amargamente en octubre de 1944, cuando describía el progreso del 14.o ejército: «Parecemos condenados a revolcarnos lentamente por esas junglas».82 Pero para los que estaban allí, cada metro que avanzaban estaba lleno de dolor y dificultad. De acuerdo con las técnicas de campaña convencionales, los hombres debían evitar los pocos senderos que había, ya que estos probablemente estarían cubiertos por el enemigo. Pero moverse de esa manera era tan lento y desesperante que solo los senderos y los chaungs (los lechos de los ríos) ofrecían alguna posibilidad de avanzar a una velocidad tolerable. Las distancias, tal como aparecían en los mapas, no tenían ningún sentido: lo que importaba era durante cuánto tiempo tenían que marchar los soldados. Aprendieron que no debían fumar ni hablar por la noche cuando se encontraban cerca del enemigo porque el olor del tabaco y el murmullo de sus voces llegaban lejos. Maldecían la incesante humedad que, además de empañar los cristales de los prismáticos y las miras de las armas, hacía que se oxidaran de la noche al día. Los reemplazos recién llegados se doblaban a menudo bajo el peso de sus cargas. No habían sido entrenados para cargar con tanto peso como era necesario en un país en el que la mulas y los vehículos eran escasos y muy valiosos. Además, los soldados tenían que transportar ellos mismos la artillería que lanzaban desde el aire hasta las posiciones de tiro.
Los más afortunados disfrutaban de un breve permiso en la India cada varios meses. Los soldados que llegaban de luchar en Birmania tenían derecho a raciones más grandes, «de convaleciente». Un avión de transporte les llevaba a la base de retaguardia, y los soldados indios tenían que viajar durante algunos días más hasta llegar a sus casas. Los trenes que operaban en el subcontinente durante la guerra eran muy lentos y siempre estaban abarrotados de gente. En la víspera de Navidad de 1943, una retransmisión de propaganda de Tokio aseguraba que las fuerzas japonesas llegarían a Delhi en diez días; varios soldados del Punjab que estaban escuchando exclamaron a coro: «¡si vienen en tren, imposible!».83 Pero muchos de los soldados de Slim no tenían casa en la India. Durante las temporadas de permiso trataban de pasarlo lo mejor posible. El sargento Kofi Genfi, del regimiento Gold Coast, describió una experiencia que le conmovió:
Oh, los indios fueron muy amables conmigo. En Madrás, un día fui a bailar (soy campeón de bailes de salón). Me senté allí, pero no encontré ninguna pareja de baile. Era tímido y no sabía cómo dirigirme a las damas. Un hombre se me acercó y me dijo «¿Quieres bailar? Ven, ven», y me ofreció a su esposa ... Empezamos a bailar y todos pararon y me observaron como si estuviera haciendo una exhibición. Al final aplaudieron. ¡Y después todas las damas querían bailar conmigo!84
Para los soldados del 14.o ejército, tanto blancos como negros, existía un contraste vergonzoso entre los lujos que se ofrecían a los oficiales durante sus permisos en clubes y comedores, y los penosos placeres al alcance de los soldados de rango inferior. Estos últimos se podían resumir en sórdidos bares y burdeles. Cuando John Keyin, artillero de un tanque, se enteró de que iba a ser repatriado a Inglaterra, su alegría se diluyó en la tristeza al descubrir que se había quedado impotente debido a los tratamientos contra las enfermedades venéreas. El sistema de clases británico afectó mucho las vidas de los soldados de la nación en el extranjero, y en mayor medida en Asia que en Europa. Brian Aldiss, escribió con cinismo: «La mayoría de los soldados rasos esperaban poco de la vida, se les había educado para que esperasen poco. Y recibieron poco».85 Los hombres casi nunca regresaban contentos de sus días de permiso, pero la experiencia significaba al menos un breve aplazamiento del trabajo sin descanso, el sudor y el miedo.
A lo largo de la campaña de Birmania, los cazas, bombarderos y aviones de transporte estadounidenses proporcionaron un apoyo vital a las operaciones de Slim. Chuck Linamen, de veinte años, hijo de un obrero siderúrgico de Ohio, participó en cincuenta y dos misiones a bordo de un bombardero B-24 Liberator, volando desde la India hasta sus objetivos en Birmania y Siam. Las primeras noticias que tuvieron Linamen y su tripulación acerca de su destino en Extremo Oriente las recibieron al abrir órdenes secretas cuando sobrevolaban el Atlántico en ruta hacia las Azores en agosto de 1944. «Ni siquiera era capaz de pronunciar los nombres de los lugares a los que íbamos.» Sin embargo, desde el momento en que se unió al 436.o escuadrón en Magadan, unos 200 km al nordeste de Calcuta, Linamen se dio cuenta de que era uno de los relativamente pocos hombres que disfrutaban de la tarea que la guerra les había impuesto: «Disfruté hasta el último minuto». Le encantaba su tripulación, una típica mezcla de norteamericanos de diferentes estados: Ray Hanson, «el mejor navegante del mundo», de Minneapolis; Will Henderson, el copiloto, de Montana; un bombardero, de Texas; un operador de radio, de Kentucky; y varios artilleros de Nueva York, Misisipi, Pensilvania y Ohio. Linamen y su tripulación minaron el puerto de Bangkok, lanzaron bombas sobre ferrocarriles, puentes y posiciones japonesas. Según los estándares europeos, sus misiones se considerarían de larga distancia; volaban a una velocidad de crucero de 165 nudos durante un mínimo de diez horas y un máximo de dieciocho. Para compensar, encontraron muy poca oposición por fuego antiaéreo o cazabombarderos. En algunas misiones en vuelo rasante, los soldados bombardeaban las posiciones japonesas a menos de cien metros de distancia, excitados como chiquillos. A algunos artilleros se les atascaban las torretas y gritaban por el interfono: «¡dame un proyectil, dame un proyectil!».
Esto no significaba que su tarea estuviera exenta de peligro; además de los riesgos de fallos mecánicos, siempre cabía la posibilidad de que los japoneses les dieran alguna sorpresa desagradable. Cuando sobrevolaban Bangkok, los aviones de los Aliados esquivaban los globos cautivos volando en zigzag. El 3 de abril de 1945, en pleno vuelo a 1.800 metros por encima de Karneburi, el Liberator de Linamen fue alcanzado por el fuego antiaéreo del enemigo, que produjo serios daños en los sistemas, cortó un cable de un alerón e hizo que se desprendiera el extremo de un ala. Cayeron 1.200 metros hasta que el piloto consiguió recuperar el control del aparato, y entonces tuvo que deshacer el camino pilotando el avión durante siete horas y media con el máximo cuidado, hasta llegar a la pista de aterrizaje de emergencia de las fuerzas aéreas británicas en el distrito de Cox’s Bazar. Cuando sobrevolaban la base, el piloto invitó a la tripulación a saltar. Un artillero preguntó: «¿Qué estás haciendo, Curly?», a lo que el piloto respondió: «Voy a aterrizar». El artillero dijo: «¿a qué esperamos entonces?», y los otros nueve tripulantes asumieron sus posiciones de emergencia. El piloto, incapaz de reducir la velocidad sin perder el control, se decidió por realizar un derrapaje a alta velocidad sobre la playa, tomando tierra a 240 km/h y apagando rápidamente el motor, el combustible y los sistemas, hasta que el aparato se detuvo abruptamente. Los tripulantes salieron corriendo del avión, aterrorizados por la posibilidad de que se produjera un incendio. Uno de los hombres acabó tirado en la playa, a unos centímetros de una hélice que aún estaba en movimiento y que podía haberle cortado la cabeza. «Uno se ríe de estas cosas después, pero podía habernos costado la vida.»
Otro día, sobrevolando un objetivo, el copiloto lanzó un gritó de repente. Linamen se volvió inquieto para ver qué había pasado. Una bala de cañón de 20 mm le había arrancado parte de la pierna, aunque afortunadamente no dañó los sistemas del avión. Se apresuraron a volver para llevar al herido a los médicos. No a todos los soldados les gustaba volar tanto como a Linamen: «Muchísimos hombres estaban abatidos. No les gustaba la India, no les gustaba el trabajo». Un día, «el coronel que lideraba la misión la cagó. La unidad veía el objetivo entre la niebla, pero perdieron el tiempo esperando a que mejorara la visibilidad y mataron a algunos hombres». Entre los pilotos que murieron se encontraba un californiano llamado J. C. Osborne, uno de los mejores amigos de Linamen.
Durante el monzón, cuando el tiempo no permitía los bombardeos, los Liberator fueron destinados a realizar labores de transporte de combustible al otro lado de «la joroba» del Himalaya, a China. Una noche, cuando se encontraban en tierra, en una pista de aterrizaje china, les sorprendió un ataque aéreo japonés. Los aviadores se apiñaron en el tejado de una barricada antiexplosivos para ver caer las bombas. Algunas cayeron a solo unos metros de ellos y entonces corrieron a ponerse a cubierto. Linamen exclamó: «Mi padre siempre me ha dicho que es mejor dar que recibir, ¡y ya lo creo que tenía razón!».86 Sin embargo, el piloto no sentía un gran odio hacia los japoneses: «Estaban ahí, eran el enemigo. Me había ofrecido voluntario para volar y estaba haciendo mi trabajo». Linamen llegó a adquirir cierta fama porque fue uno de los hombres que atacaron el puente sobre el río Kwai, construido por prisioneros en el horrendo ferrocarril Birmania-Siam. Sin embargo, no les emocionó mucho esta misión. Sabían que había soldados aliados prisioneros en el terreno, pero no habían oído nada de sus indecibles sufrimientos. Para ellos, el bombardeo del puente fue solo una misión más.
El apoyo táctico aéreo fue de vital importancia para el avance británico, en especial porque los cazas japoneses casi habían desaparecido del cielo. Día tras día, los informes de situación del 14.o ejército decían: «actividad aérea del enemigo: cero». Los Hurribomber —bombarderos Hurricane adaptados para ataques a tierra— realizaban hasta 150 misiones de combate cada día, respaldados por los Thunderbolts estadounidenses. Los bombardeos siempre eran peligrosos. Aunque la resistencia del enemigo era escasa, los peligros de la selva y el riesgo de que se produjeran fallos mecánicos seguían presentes. Un cazabombardero Beaufighter del Escuadrón 211 se averió cuando sobrevolaba la base de la cordillera Arakan, y la tripulación decidió saltar en lugar de arriesgarse a hacer un aterrizaje de emergencia. Por desgracia, los paracaidistas fueron a parar a una selva tropical de árboles de más de cuarenta y cinco metros. A pesar de estar a menos de dos kilómetros de su aeródromo, no se volvió a saber de ellos.
Los Beaufighter eran cazabombarderos biplaza grandes y resistentes, con dos motores, y pesaban diez toneladas. Se utilizaron en misiones de hasta siete horas, normalmente en ataques por la retaguardia, que trataban de realizarse al amanecer y al anochecer. Los aviones pasaban a entre quince o treinta metros del suelo, moviéndose en zigzag para confundir a los artilleros de tierra. Llevaban un armamento formidable. Se apuntaba por medio de un reflector situado en la cubierta de la cabina: un anillo rojo servía para dirigir los cohetes y un punto marcaba los cañones. Todo el avión se sacudía violentamente cuando se disparaba el cañón de 20 mm del morro. Las balas levantaban una nube de polvo alrededor del objetivo, o a veces desencadenaban efectos aún más dramáticos cuando caían sobre sampanes cargados de combustible. Anthony Montague Brown, soldado de veintiún años del Escuadrón 211 describió líricamente uno de esos momentos: «Por un instante, la lluvia de proyectiles brilló a la luz del sol como un enjambre de abejas plateadas».87 Los aviones de su unidad atacaban normalmente en grupos de tres o cuatro, y preferían hacerlo sin el comandante del escuadrón, un católico muy devoto que siempre se santiguaba antes de lanzarse en picado. Algunos pilotos le pedían que no lo hiciera, porque esta práctica les desconcertaba y les parecía fatídica.88 En una ocasión, sobre el Irrawaddy, Montague Brown vio una comitiva de barcos en los que viajaba un grupo de personas ataviadas con ropas de colores vivos: celebraban una boda. Los infelices invitados se lanzaron al agua en cuanto vislumbraron al Beaufighter.
En tierra, en el campo de aviación, no había grandes diversiones ni comodidades. La comida era escasa y los mayores consuelos eran la ración mensual de bebidas alcohólicas, que consistía en una botella de whisky y cuatro latas de cerveza australiana. Cuando los pilotos —una mezcla de británicos, australianos, canadienses y neozelandeses, típica de la RAF— acababan con las existencias de estas bebidas, recurrían al arak, aguardiente de palma típico de la región. En los intervalos entre operaciones, cada dos o tres días, jugaban mucho al póquer. Un comandante de escuadrón que, aunque resulte increíble, había sido instructor de ballet, intentaba elevar el nivel cultural poniendo «Les sylphides» en el gramófono del comedor antes de despegar. Más allá de la pista de aterrizaje no había ni siquiera dónde pasear, todo eran ciénagas y jungla. Los aviadores no tenían contacto con los habitantes del lugar, excepto una vez a raíz del robo de combustible. Los británicos recorrieron la zona en Jeeps y suplicaron a los campesinos que cultivaban arroz que no lo pusieran en las lámparas como sustituto de la parafina. Los birmanos hicieron oídos sordos a la petición y, como consecuencia, «esa noche el cielo estaba rojo por las llamas de las cabañas, y se formaron pequeñas colas de personas que acudieron a las unidades médicas para que les curáramos»,89 según escribió Montague Brown.
Esa zona era muy conocida por sus condiciones meteorológicas extremas. Una vez un tornado derribó todas sus cabañas. El granizo podía arrancar la pintura de camuflaje de las alas de los aviones y dejar el aluminio brillante como la plata. Cuando una tripulación perdía el rumbo, el escuadrón por lo general no tenía idea de cuál podía ser su destino. Una vez se perdió un avión. Era una existencia sin glamour, desligada del resto de la humanidad y de la guerra, aunque por algún capricho del destino recibían por correo aéreo ejemplares del London Times tan solo cinco días después de su publicación. Montague Brown, que acabaría siendo el secretario personal de Winston Churchill una década más tarde, se preguntaba cuándo acabaría la campaña:
Nuestro avance hacia la liberación de Birmania fue extraordinariamente lento y pesado. Todas nuestras fuerzas eran superiores, y después de avanzar con muchísimo trabajo al principio en Imphal ... el terreno fue mejorando progresivamente para el transporte y la flota de vehículos ... ¿Por qué fue una campaña tan dilatoria? ... Con toda seguridad, podríamos habernos movido más rápido. Después me intrigó el hecho de que Churchill compartiera este punto de vista.90
Hall Romney, un prisionero de guerra británico en el tristemente famoso ferrocarril de Birmania, escribió en su diario el 19 de noviembre de 1944: «Cuando uno considera lo que han hecho los estadounidenses en el Pacífico, no puede más que pensar que los hombres se han movido muy lentamente en Asia occidental».91
Esta opinión era compartida por muchos, incluso por personas que no tenían tantas razones como Romney para anhelar que los soldados aceleraran la campaña. El ejército japonés en Birmania estaba ya muy debilitado incluso antes de que el ejército de Slim saliera de Assam. Desde ese momento en adelante, los invasores británicos eran abrumadoramente superiores a sus enemigos. De hecho, habría sido bochornoso que las fuerzas de Slim hubieran sido incapaces de aplastar a un ejército que no tenía tanques ni un buen armamento antitanque; que poseía un apoyo aéreo insignificante y muy poca artillería; que sufría la escasez de recursos y munición; y al que, además, superaban en número. La logística, el clima y el terreno, mucho más que los japoneses, determinaron la lentitud de la campaña de Birmania hasta las últimas semanas. El ejército de Slim no disponía apenas de la tecnología avanzada que emplearon los Aliados en Europa para desplazarse y construir puentes. Su difícil campaña no gustaba a Churchill, era apenas tolerada por los Estados Unidos y, tristemente, tampoco gozaba de un gran reconocimiento en Gran Bretaña.
«Este ejército es como Cenicienta —escribió el comandante en jefe de Slim, “Tubby” Lethbridge—. Hasta que no termine la guerra contra Alemania, no podemos hacer más que esperar pacientemente todas las cosas que queremos. Es terriblemente frustrante que rechacen todas nuestras peticiones, ya sea de equipos o de personal.»92 El 14.o ejército merecía un mayor reconocimiento por su avance en Birmania que el que los escépticos como el oficial Montague Brown se sentían inclinados a ofrecer. En los primeros meses de 1945, a los hombres de Slim les esperaban hechos señalados y éxitos espectaculares. Lo que merece la pena destacar, no obstante, no es que los británicos acabaran imponiéndose, sino que sus enemigos japoneses sostuvieran la resistencia durante tanto tiempo. La victoria en Birmania se retrasó larga y dolorosamente.