Hay palabras que tienen carácter. Casi vida propia, y desde luego no son neutrales. El término «OOPArt» es una de ellas. Su personalidad es altiva. Desafiante. Como una criatura temperamental que se revuelve, agitada, en el interior de una jaula. Desea, ansiosa, salir para desgarrar con sus uñas el velo negro bajo el cual ciertos oscuros intereses habrían cubierto y escondido el verdadero pasado de la Humanidad. Ese pasado genuino que se nos mantiene oculto y que poco o nada tendría que ver con aquél aprendido en la escuela o la universidad. Porque la auténtica Historia, la que se escribe con mayúsculas y sin mentiras, sería otra, absolutamente distinta, y los OOPArts brindarían las mejores pruebas posibles para destapar el engaño.
Así es el alma de este extraño vocablo. Unas siglas valientes. Nacidas para cambiarlo todo. Pero que también tienen su propia historia, que debe ser contada. Porque el acrónimo «OOPArt» –por comodidad, de aquí en adelante, «oopart»– fue una palabra acuñada por el naturalista estadounidense Ivan T. Sanderson en la década de los sesenta del siglo XX. Las siglas proceden del inglés Out Of Place Artifact, «artefacto fuera de lugar», y ofrecen una manera muy elocuente de etiquetar aquellas manufacturas u objetos de naturaleza artificial que han sido descubiertos dentro de un contexto cultural donde no les hubiera correspondido estar. Aludirían, por tanto, a una anomalía material imposible de pasar por alto. Enseres, herramientas o dispositivos exageradamente avanzados para el nivel cultural o tecnológico donde fueron hallados. Hasta el punto de que su mera presencia trastocaría por completo la visión que tenemos de la antigüedad humana.
Pero el término no nació solo. Sanderson añadió otro acrónimo denominado «OOPTh»: Out Of Place Thing, «cosa fuera de lugar». Una manera más amplia de referirse a cualquier elemento fuera de contexto, aunque no necesariamente incorporado a un estrato geológico, sino constituido por dibujos, grabados o informaciones sumamente anómalas que obligarían a replantearnos nuestra imagen de la antigüedad y la prehistoria.
Ahora bien, la arqueología profesional no reconoce ninguna de estas denominaciones formalmente, y por otro lado «OOPTh» ha caído en desuso debido a su complicada pronunciación. En cambio, «oopart» sí ha encontrado su propio lugar y ha sobrevivido entre las páginas de la literatura esotérica y no académica. Cualquier simple búsqueda de dicho término en Google nos devuelve más de medio millón de resultados.
Sanderson definió «oopart» como «objetos indiscutiblemente fabricados o artificiales que supuestamente han sido encontrados en estratos de roca sólida, sin tocar, de la misma manera que aparecen los fósiles de animales y plantas».* No obstante, las palabras que constituyen el acrónimo no implican necesariamente una «excavación», y con el paso del tiempo y su popularización, el significado se ha ampliado hasta incluir toda clase de artefactos, grabados o informaciones que sugieren unos conocimientos demasiado desarrollados para la época a la que supuestamente pertenecieron.
A lo largo del presente libro vamos a guiarnos por este segundo sentido amplio de la expresión. Recorreremos y examinaremos enseres arqueológicos, artísticos e históricos de procedencias muy variadas, aunque el oopart «clásico», propiamente dicho, siempre se correspondería con un objeto encontrado en un entorno más geológico que arqueológico. Porque ¿cómo serían esos típicos ooparts que tanto interesaron a Sanderson?
Una antiquísima civilización incrustada en el carbón
Pongámonos en situación. Imaginemos a un cantero o a un minero que rompe un bloque de piedra o carbón y descubre en el interior de la roca quebrada un pequeño objeto de diseño inteligente. Un clavo, un martillo o, tal vez, una estatuilla. Sucesos de este tipo fueron mucho más frecuentes de lo que parece y también lejanos en el tiempo. Basta recuperar algunas crónicas periodísticas del siglo XIX para hacernos una primera idea del fenómeno. Por ejemplo, con el título «Una circunstancia singular», The Gardeners’ Gazette de Londres, Inglaterra, publicaba el 29 de junio de 1844 la siguiente noticia: «Hace unos días, unos obreros trabajando en las canteras cerca de la Tweed, a un cuarto de milla del molino de Rutherford, encontraron un hilo de oro incrustado en la piedra, a una profundidad de ocho pies. Cuánto tiempo este vestigio de una época anterior ha permanecido en esta situación será un problema incluso para el anticuario o el geólogo más habilidoso. Se ha enviado un pequeño fragmento del hilo a nuestra oficina para la inspección de los curiosos.»
Por su parte, el Janesville Morning Gazette de Wisconsin, el 27 de julio de 1857, se hacía eco de otro acontecimiento singular que titulaba «Un problema para los anticuarios»: «Nos mostraron ayer una curiosidad con forma de caldero de cobre que se encontró incrustado en la veta inferior de carbón de la cuenca de La Salle. Este hervidor de agua tenía veintiuna pulgadas de diámetro por diez pulgadas de profundidad, de cobre puro y totalmente entero cuando se extrajo del suelo. El borde del caldero tiene un alambre de acero, y el mango se pulverizó al exponerse a la atmósfera. Los remaches que sujetaban el mango eran sólidos y de cobre. El caldero fue encontrado por Alex Johnson, un minero, en la parte alta de Buffalo Rock, diecisiete pies bajo la superficie del suelo, en una posición invertida de la parte superior de la roca, encajado en el carbón. Yacía debajo de casi quince pulgadas de carbón sólido. El espesor normal del estrato de carbón en Buffalo Rock es de unas veintidós pulgadas. Un gran árbol crecía inmediatamente por encima de la caldera. Esta curiosidad se puede ver ahora en la oficina del secretario en Ottawa, y probablemente supuso un serio problema para el anticuario.»
Más extraña aún fue la crónica divulgada por The Historical Magazine and Notes and Queries Concerning the Antiquities, History and Biography of America, en su número de marzo de 1862: «En 1856 se encontró una moneda de cobre en una mina de carbón en la finca del señor Jehu Poulson, del condado de Harrison, Ohio. Por una cara estaba el dibujo de la cabeza de un indio con una corona de plumas y, por el anverso, una cruz. Estaba cerca de la boca de la mina, pero incrustada en el carbón.»
El hecho de que todos estos objetos aparecieran incrustados en el carbón vendría a demostrar, en principio, que tenían la misma antigüedad que el mineral donde se hallaban. Es decir, varios cientos de millones de años, puesto que la mayor parte de esta negra roca sedimentaria se formó durante el Período Carbonífero, entre trescientos cincuenta y doscientos noventa y nueve millones de años atrás.
En otras de estas viejas historias, los artefactos anómalos afloraban por casualidad después de sacar la piedra a la superficie. The Times de Londres, el 24 de diciembre de 1851, trasladaba a sus páginas «Un rompecabezas para los geólogos» y narraba la experiencia vivida por Hiram de Witt, quien «ha vuelto recientemente de California, y trajo con él un trozo de cuarzo aurífero, de alrededor del tamaño de un puño. En el Día de Acción de Gracias lo sacó para enseñárselo a un amigo, cuando se cayó accidentalmente al suelo y se abrió. En el interior, casi en medio del trozo, se descubrió, firmemente incrustado en el cuarzo y ligeramente corroído, un clavo de hierro del tamaño de un clavo Sixpenny. Estaba completamente recto, y tenía una cabeza perfecta. ¿Quién hizo ese clavo? ¿En qué período se insertó en el cuarzo que aún no se habría cristalizado? ¿Cómo llegó a California? Si la cabeza de ese clavo pudiera hablar, sabríamos algo más de la historia de Estados Unidos de lo que probablemente jamás vayamos a saber».
Si extraño puede resultar un clavo encajado en el cuarzo cristalino, más incomprensible parece este hallazgo recogido en The American Antiquarian and Oriental Journal de octubre de 1883 y presentado como «El dedal de Eva»: «Tal es el nombre que se ha dado a un dedal, propiedad de un conocido ranchero de este estado. Recientemente he visto el dedal y [puedo] dar una descripción del mismo y de las circunstancias de su hallazgo. El dedal parece ser de hierro, moldeado, y cuando se encontró estaba intacto. Por haberse manipulado mucho, parte se ha deshecho. Lo que queda es “escamoso” y fácilmente podría caerse a trocitos. Está grabado igual que los dedales actuales, y tiene un ligero reborde en la base. [...] Al regresar a casa, mi amigo colocó algunos grandes trozos de carbón en la estufa, pero al comprobar que no se quemaban bien los partió, y en medio de uno, incrustado en un lugar hueco, pero completamente rodeado por el carbón, se encontró el dedal. El profesor Hayden clasifica estas capas de carbón como Hignite y las data entre el Terciario y el Cretácico. ¿De dónde salió el dedal? ¿Cómo llegó hasta allí? ¿Estuvo allí alguna tribu occidental antes de la llegada del hombre blanco, usando tal objeto? ¿Quién puede responder?»
En la misma línea, el diario Morrisonville Times de Illinois, el 11 de junio de 1891, hablaba de un peculiar collar de oro prehistórico: «Un curioso hallazgo fue realizado por la señora S. W. Culp el pasado martes por la mañana. Mientras estaba rompiendo un trozo de carbón para ponerlo en un cubo, descubrió, cuando éste se partió, incrustado en una forma circular, una pequeña cadena de oro de alrededor de diez centímetros de longitud con un bonito y antiguo trabajo de artesanía. Al principio, la señora Culp pensó que alguien había dejado caer la cadena accidentalmente en el carbón, pero [...] cuando el pedazo se rompió la parte central de la cadena se soltó mientras que cada extremo permaneció atrapado en el carbón. Esto es un reto para los estudiantes de arqueología a los que les encanta romperse la cabeza con la evolución geológica de la Tierra, cuya remota profundidad siempre deja caer algo curioso. Se supone que el carbón que contenía la cadena proviene de las minas Taylorville o Pana y casi nos quedamos sin aliento al pensar durante cuántos largos siglos la tierra ha estado acumulando estrato sobre estrato, dejando la cadena fuera de nuestra vista. La cadena tenía ocho quilates y pesaba ocho penny-pesos.»
Lo que inmediatamente se deduce de tales descubrimientos es que pudieron haber existido sociedades, muchísimo antes que la nuestra, con un notable nivel cultural. Y los hallazgos expuestos en las páginas de los periódicos decimonónicos así parecían confirmarlo. El New Albany Daily Ledger de Indiana, el 21 de agosto de 1854, reseñaba otro de esos insólitos ooparts, anterior a que el propio término se acuñara: «En el patio de piedra de Stoddard, en esta ciudad, hay una repisa de mármol, de un bloque sacado de las canteras Saluda de Dean. En esta pieza de mármol se encuentra el perfil perfecto de un rostro humano, con frente, ojos, nariz y barbilla, todo completo y del color de la piel. Hay una línea que recorre su alrededor, mostrando que no está hecha de los materiales del resto del bloque. Es una curiosidad que vale la pena ver.»
Mientras que el diario Morrisonville Times de Illinois, el 11 de junio de 1891, mostraba cómo esa presunta y antiquísima civilización anterior a la nuestra ya disfrutaba de una suerte de alfabeto, absolutamente incomprensible para sus descubridores: «Un día de la semana pasada se halló algo extraño en el banco de carbón de Strip Vein que pertenece al capitán Lacy, en Hammondsville, Ohio. El Sr. James Parsons y sus dos hijos estuvieron presentes cuando cayó una gran masa de carbón, revelando una gran pared de pizarra lisa, sobre la superficie de la cual se encontraron varias líneas de jeroglíficos tallados en relieve. Muchas personas han visitado el lugar desde el descubrimiento, y muchos sabios han tratado de descifrar los caracteres, pero todos han fracasado. Nadie ha sido capaz de decir en qué lengua están escritas las palabras. ¿Cómo llegó la misteriosa escritura a las entrañas de la tierra, donde probablemente ningún ojo humano ha penetrado jamás? ¿Por quién y cuándo fue escrito? Hay varias líneas, con unas tres pulgadas de separación entre ellas, la primera línea con veinticinco palabras. Se han hecho intentos para sacar la pared de pizarra, pero, al tocarla, el sonido que emite parece indicar la existencia de una cámara hueca detrás, y las inscripciones podrían ser destruidas al retirarla.»
El Racine Argus de Wisconsin, en su ejemplar del 30 de noviembre de 1871, comentaba cómo, «mientras J.O. James estuvo cavando un pozo en la granja de William James, en La Fayette Township, Illinois, encontró un estrato de roca petrificada a una profundidad de dieciocho pies, que contenía un juguete de porcelana, una figura de un caballo. Se excavaron varios pozos en el mismo lugar el verano pasado, pero no se ha encontrado nada de roca, con la excepción de este caso».
Y nada menos que The New York Times, el 5 de diciembre de 1897, describía la figura de bronce con forma de ángel incrustada en una roca de Robinson: «A una profundidad de veintisiete pies, mientras explotaba la roca en un pozo, se halló una imagen de bronce. La imagen representa un ángel que lleva en una mano el platillo de lo que se supone era un candelabro. En la otra lleva un cordero. Sin duda, la imagen fue incrustada en la roca. En la misma zona se ha encontrado madera petrificada en varias ocasiones. La suposición es que hace siglos el antiguo valle del río Wabash fue habitado mucho antes de que lo hicieran los indios americanos.»
La avalancha de noticias de este tipo resulta muy considerable. Podríamos seguir enumerando decenas y decenas de ellas. Sin embargo, conviene detener nuestro entusiasmo y extraer las «señas de identidad» de este tipo de relatos. Tratar de ver más allá del primer impacto que nos provocan unos sucesos tan sorprendentes y de la aparente credibilidad que también les otorga el leerlos en las páginas de periódicos en algunos casos verdaderamente prestigiosos y ligados a grandes urbes.
Porque estos ooparts «clásicos» comparten entre sí varias características. Primero, el propietario de la mina, la cantera o el saco de carbón se pone en contacto con la prensa, casi de inmediato, al hacer su descubrimiento. Los periódicos, y no las revistas especializadas en arqueología, son nuestra fuente de información principal. Segundo, con pocas excepciones, el artefacto nunca se vuelve a mencionar. Ningún museo terminará exhibiéndolo y no se publicarán dibujos o ilustraciones de las piezas en revistas académicas. En otras palabras, tal como vinieron, desaparecieron.
Casi todos estos perturbadores descubrimientos se produjeron en un período de noventa años, entre 1820 y la primera década del siglo XX. Esto es algo sospechoso porque hasta el día de hoy se siguen explotando minas, cavando y rompiendo piedras en canteras, pero no surgen noticias similares. Los grandes proyectos de infraestructuras y construcción realizados a lo largo de los siglos XX y XXI deberían haberse topado con más y más ooparts del mismo tipo que los citados, no con menos. Sin embargo, esto no ha ocurrido.
Además, estamos hablando de un fenómeno principalmente norteamericano. Pero el uso del carbón y la caliza está extendido por todo el mundo. Pues bien, se han registrado más ooparts de esta clase en Estados Unidos que en cualquier otro país. Lo cual no es ninguna casualidad. Veamos por qué.
Los indios del nuevo mundo y su pasado fantástico
La prehistoria de las Américas ha sido un apasionante tema de debate desde su colonización por Occidente. Según el actual modelo de migración, los humanos llegaron al Nuevo Mundo desde Eurasia a través de Beringia, el puente de tierra que unía los dos continentes en el estrecho de Bering. La primera migración tuvo lugar hace al menos trece mil quinientos años. Posiblemente, también hace cuarenta mil años, aunque las pruebas no son concluyentes. La hipótesis de que existiese contacto entre pueblos indígenas y viajeros del Viejo Mundo en este período, antes de la llegada de Cristóbal Colón al Caribe en 1492, es viable, aunque aún no cuenta con una confirmación arqueológica sólida, a excepción de los desembarcos vikingos en Terranova durante la Edad Media.
No obstante, especular sobre el origen de las comunidades indias se ha convertido en un pasatiempo para muchos arqueólogos aficionados, quienes han llegado a ver en pinturas y grabados rupestres indicios de influencia polinesia, egipcia, fenicia, sumeria, árabe, japonesa, china, templaria y un largo etcétera.
Cuando llegaron los primeros españoles a América no pudieron entender nada. ¿De dónde habían salido tantos indios? Era un gran misterio. Les parecían tan salvajes que durante mucho tiempo incluso debatían si eran seres humanos o animales. En 1537, en la bula Sublimis Deus, el papa Pablo III los declaró «verdaderos hombres», dando comienzo a siglos de adoctrinamiento cristiano.
El primer estudioso que dedujo correctamente la procedencia de los nativos fue el jesuita José de Acosta (1540-1600), cuya convivencia con las etnias autóctonas durante diecisiete años le llevó a concluir que habrían llegado mediante un puente terrestre desde el Viejo Mundo.* Sin embargo, pocos opinaban lo mismo. El dominico Gregorio García, después de pasar nueve años en Perú, publicó Origen de los indios del nuevo mundo en el año 1607, donde describió once teorías diferentes sobre los indios y encontró razones para defender cada una de ellas. Proponía que, quizá, descendían de las tribus perdidas de Israel, o de viajeros de Asia, o de refugiados de la Atlántida. La única teoría que no mencionó fue la de Acosta.
El problema radicaba en que tales planteamientos e hipótesis no relacionaban entre sí a las tribus del norte con las de México o Perú. Sin ir más lejos, incas, aztecas o mayas se consideraban etnias mucho más evolucionadas frente a, por ejemplo, apaches, sioux o cherokees, los cuales eran entendidos como comunidades nómadas, salvajes y culturalmente muy rudimentarias. Incluso, a mediados del siglo XVIII, cuando la arqueología fue establecida en Estados Unidos como estudio formal bajo las directrices de Thomas Jefferson y The American Philosophical Society, pocos creían que los monumentos antiguos de Norteamérica constituyeran un patrimonio levantado por los nativos contemporáneos. Para intentar responder a su desconocida autoría se inventó el mito de los mound builders.
«Mound builders» o «constructores de montículos» fue el nombre que se dio a los creadores de plataformas o elevaciones de tierra en Mississippi, Ohio y en algunos otros estados. Tales construcciones comenzaron a producirse con una finalidad residencial, ceremonial y funeraria casi con mil años de antelación a las pirámides de Egipto, pero se dejaron de hacer mucho tiempo antes de la llegada de los europeos. La opinión más común defendía que los indios eran demasiado bárbaros para realizar semejantes obras, así que los mound builders debían de haber sido una raza superior que desapareció.
La noción preconcebida de que un pueblo no puede haber llevado a cabo las grandes obras tecnológicas o artísticas de su propia región es, sin duda, una forma de racismo. No obstante, en una sociedad que tenía esclavizados a los negros en los campos de algodón y en el servicio doméstico, aquella clase de prejuicios históricos no despertaban ninguna alarma. Pero es que había una segunda buena razón para defender un planteamiento así.
A los colonizadores europeos les resultaba muy conveniente suponer que los dueños originales de las tierras se habían marchado o habían muerto. Si las actuales tribus autóctonas no habían sido las primeras en llegar, quitarles sus terrenos no era precisamente robarles, porque tampoco los nativos contemporáneos serían sus legítimos y más antiguos propietarios.
Además, la teoría servía a otro propósito: demostrar que los orígenes de Estados Unidos fueron respetables y de calidad, lo que generaría un sentimiento de orgullo por ser americano. En palabras de Daniel Boorstin, historiador de la Universidad de Chicago, después de la Revolución e Independencia llegó la «búsqueda de un pasado nacional». Esta búsqueda se basó inicialmente en mostrar que el continente no había estado tan aislado del Viejo Mundo como parecía. La joven república tenía que superar un cierto complejo de inferioridad cultural frente a la brillante y legendaria Europa, cuna del saber y de la antigüedad clásica. Y fue entonces cuando empezaron a aflorar los ooparts y otros tantos supuestos descubrimientos sorprendentes.
Justo antes de la guerra civil entró en auge la arqueología a nivel popular. De repente se vendían muchos libros sobre esta materia. Uno de los más exitosos, The Natural and Aboriginal History of Tennessee, lo escribió el juez John Haywood en 1823. Haywood mezcló teorías fantásticas sobre colonizadores hindúes, conquistadores gigantes y una raza de pigmeos cuyos cementerios se podían ver por todo Tennessee. Otro bestseller, American Antiquities and Discoveries in the West (1833), del neoyorquino Josiah Priest, hablaba de tribus perdidas, romanos, daneses, egipcios en Kentucky, noruegos, galeses, chinos, viajeros de Italia o África y similitudes entre los indios norteamericanos y los griegos. Se vendieron veintidós mil ejemplares. También añadió que «hemos intentado mostrar cómo América fue poblada antes del diluvio; que era el país de Noé, y el lugar donde se construyó el arca».
Durante este período se empezó a hablar de maravillosos hallazgos en el territorio norteamericano. Entre los primeros testimonios se encuentra el del fundador de los mormones, Joseph Smith. En el año 1827, Smith dijo haber hallado un libro de hojas doradas, recuperado bajo circunstancias misteriosas, sobre una colina. El libro describía la llegada de gentes de Palestina a América dos mil años antes de Cristo. En una segunda migración, en el año 600 a. C., se habrían creado dos facciones: los mound builders y los indios. Lo cual no sólo coincidía con las teorías populares de la época, sino que convertía al país en la «tierra elegida». Hoy, quince millones de personas de la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días aceptan esta historia como verídica.
Siguieron desenterrándose objetos pertenecientes a ese supuesto mundo perdido ancestral durante el resto del siglo. En 1838 se presentó un pequeño disco de piedra arenisca con inscripciones jeroglíficas imposibles de descifrar. Supuestamente se había encontrado en Grave Creek, West Virginia, pero fue considerado un fraude. Otra de las piezas más famosas fue el gigante de Cardiff, un «hombre petrificado» de tres metros de altura, encontrado por trabajadores mientras cavaban un pozo en Nueva York en octubre de 1869. Resultó ser una broma del dueño de un estanco de tabaco llamado George Hull. Mientras que en 1877, el reverendo Jacob Gass «encontró» dos tablillas de piedra con jeroglíficos en un montículo en Davenport, Iowa. Hubo mucha discusión y polémica hasta que los eruditos del Instituto Smithsoniano demostraron la falsedad de las piezas.
La lista de supuestos artefactos desenterrados de origen fenicio, egipcio, bíblico, africano, atlante y extraterrestre en Estados Unidos es muy larga y ha sido objeto de infinitos libros. De hecho, Stephen Williams, profesor de Arqueología y Etnología de la Universidad de Harvard, imparte un curso sobre este tema, Fantastic Archaeology, «Arqueología Fantástica», y así también se llama una obra suya, publicada en 1991.*
Hacia finales del siglo XIX se abandonó la teoría de que los mound builders habían sido una raza aparte. Los verdaderos arquitectos de los dichosos montículos fueron los indios autóctonos después de todo o, mejor dicho, sus antepasados. Pero resulta interesante leer las palabras del geólogo John Wesley Powell (1834-1902) sobre lo que habían significado los mound builders para América: «Es difícil exagerar la influencia de esta falacia romántica o la fuerza con la que las hipotéticas “listas de razas” habían calado en la imaginación de los hombres. Durante más de un siglo, los fantasmas de una nación desaparecida han atacado las vastas soledades del continente... Era una conjetura seductora la de que un pueblo poderoso, superior a los indios, en algún momento había ocupado el valle del Ohio y la sierra de los Apalaches.»**
Los ooparts y la prensa
Pero en esta ecuación hay un segundo elemento, además de la extendida creencia en una sociedad o prehistoria fantástica de Norteamérica, anterior al desembarco de los colonizadores europeos y el asentamiento de los nativos contemporáneos.
Como hemos comentado anteriormente, no fue casualidad que empezaran a aparecer ooparts en Estados Unidos entre las primeras y últimas décadas del siglo XIX.
Por un lado fomentaban el sentimiento de que América del Norte era un país especial. Con unas raíces culturales perdidas, pero doradas, y que estaban pendientes de descubrirse. Por otro lado, la polémica que suscitaba cada nuevo descubrimiento histórico resultaba óptima para la industria periodística. Los editores se frotaban las manos. Esa época, además, coincidió con un boom de nuevos diarios locales, estatales y nacionales, consecuencia de la aparición de imprentas de alta velocidad, disponibles a partir de 1830. Unas rotativas que permitían la publicación barata de decenas de miles de periódicos al día. Igual que ocurre actualmente, la prensa competía por vender las historias más fascinantes y atraer el mayor número de lectores.
Aunque impresione el número de ooparts «clásicos» que se sacaron a la luz en ese tiempo –durante la preparación de este libro hemos reunido más de cincuenta–, la mayoría de las historias no aguantan el menos riguroso de los escrutinios. Por ejemplo, el informe sobre la señora Culp, que encontró una cadena de oro en el carbón, parece sospechoso porque ella misma era la mujer del editor del periódico que lo publicó.
Otros casos se resolvieron en pocos días, como el siguiente, editado el 5 de mayo de 1900 por el Morning Olympia de Wyoming: «Un hallazgo notable desde el punto de vista científico se hizo ayer en la cantera de piedra Tenino, y sin duda antes de resolverse el asunto causará un considerable debate. Incrustada en un enorme bloque de piedra extraída de la cantera por los obreros se encuentra una urna de fabricación muy fina que evidentemente hace miles de años habría sido una olla de fundición. [...] La urna es de una sustancia oscura, compuesta por algo similar al granito. Tiene diez pulgadas de profundidad y cuatro pulgadas de diámetro en su parte interior más ancha. Los obreros la lanzaron a un lado, pero un caballero que pasaba por el lugar la recogió y se la llevó. E. A. Gross, agente del ferrocarril en Tenino, se la compró al caballero y actualmente sigue teniéndola en su haber.»
El 16 de mayo, el mismo periódico, finalmente, contó la verdad: «Los vecinos de Tenino se están burlando de Ed Gross, el agente de ferrocarril que fue la principal víctima», apuntó. Resulta que el objeto no se extrajo de una piedra, sino de la basura, donde el herrero local lo había tirado cuando se rompió. Los obreros regalaron el recipiente a un señor oriental que pasó por allí cerca, inventando a la vez la historia del oopart, y éste se lo vendió a Gross por un dólar. El artículo mencionaba que Gross estaba muy enfadado y no quería pronunciarse sobre el asunto.
También, muchas de estas noticias se publicaban cuando se acercaba el día de los inocentes. Técnicamente, este día se festeja el 1 de abril en países anglosajones, pero tradicionalmente la fecha era flexible para periódicos semanales que salían al día siguiente de la citada festividad, o incluso dos o tres días más tarde. Un buen ejemplo se publicó en The Rockford Daily Register de Illinois, el 2 de abril de 1886: «Una aguja de tejer encontrada profundamente arraigada a una piedra. Una extraña curiosidad. Sin duda estuvo allí durante siglos. Tal vez, la señora de Noé la dejó caer desde el Arca.» El artículo contó, en unas setecientas cincuenta palabras y con gran despliegue de detalles técnicos, que unos días atrás, Tom Ennett, el picapedrero local, se había topado con algo muy extraño mientras trabajaba una piedra caliza. Era una aguja de tejer, larga y brillante, de acero pulido, incrustada en la roca: «Tom piensa que la señora de Noé debió de haberla dejado caer mientras tejía calcetines para el capitán del arca.»
La llegada de los ooparts extraterrestres
Pero las creencias arraigadas no son criaturas estáticas ni pasivas. Suelen evolucionar y transformarse. Alrededor de la época de la guerra civil americana se desarrolló una nueva curiosidad por el tema de hipotéticos mundos extraterrestres y cómo comunicarse con ellos. Visitar otros planetas resultaba técnicamente imposible –todavía ni siquiera se habían inventado las máquinas voladoras–, pero sí existían unos sustitutos razonables: los meteoritos. Se sabía que estos proyectiles cósmicos eran rocas originadas en el espacio, así que se empezó a especular acerca de su contenido. Si en la Tierra, las piedras a veces contenían artefactos de civilizaciones perdidas, ¿qué podrían contener las procedentes de otros rincones del Universo?
Los periódicos comenzaron a publicar historias, tan verídicas como cualquiera de las anteriormente aquí expuestas sobre ooparts «clásicos». Sólo que ahora el centro de atención era la caída de masas rocosas a la Tierra que, al abrirse, mostraban señales de vida avanzada en otros planetas. Los franceses fueron los pioneros a la hora de popularizar uno de estos sucesos el año 1864, con un convincente bulo acerca de cierto aerolito estrellado en Estados Unidos y que albergaba jeroglíficos, un ánfora y una momia dentro. Coincidía en todo con cualquier otra historia de ooparts terrestres, menos en lo referido a su origen. Luego, la prensa americana publicó diferentes versiones del relato, como la vivida por James Lumley, quien habría presenciado la caída de un meteorito con jeroglíficos en su interior, u otra docena más de anécdotas muy similares.
Esta fusión de géneros fue muy popular hasta comienzos del siglo XX, mientras desaparecían, a la vez, los hallazgos de ooparts «clásicos» procedentes de nuestro propio planeta. El gusto de los lectores había cambiado y el ansia por buscar mundos desconocidos pasó de indagar en las profundidades del subsuelo a la contemplación de las estrellas.
En una carta a la revista de la Asociación Americana para el Avance de la Ciencia en septiembre de 1891, el bibliotecario de la Universidad de Lake Forest Hiram M. Stanley comentó: «Si al abrir un meteorito encontráramos una herramienta de piedra u otro instrumento tendríamos que concluir que se originó en una parte del espacio con vida inteligente.» El mismo año, unos meses antes, se había informado de un acontecimiento que corroboraba su hipótesis. El Chicago Post publicó en marzo el titular «El anzuelo de las estrellas». Un meteorito había caído recientemente en el rancho del astrónomo aficionado John Allen, de San Antonio, Texas. Según Allen, «el examen microscópico del interior mostró que estaba compuesto por lava y coral. Al averiguar esto estuve a punto de poner la reliquia a un lado cuando la curiosidad me impulsó a romperlo de nuevo». Lo hizo, y lo que descubrió no se lo esperaba en absoluto: «Dentro encontré un pez petrificado de la especie perca, lo que demuestra que el planeta desde el que vino el meteorito era habitable.» Pero esto no fue todo: «Cuando me recuperé de mi asombro, miré al pez de cerca y encontré pegado en su boca un anzuelo.»*
Algunas ideas e ideologías detrás de los ooparts
Los ooparts fascinan por ser unos rompecabezas que contradicen la visión establecida de la historia humana y buena parte de aquello que nos enseñaron en el colegio. Sin embargo, hay personas que defienden la realidad de los ooparts porque sus creencias personales más íntimas dependen de ello. Estas personas suelen estar vinculadas a determinados grupos religiosos y encuentran en los presuntos artefactos fuera de su tiempo unos magníficos pilares sobre los que fortalecer su fe.
El creacionismo postula que el Universo y la vida provienen única y exclusivamente de la voluntad divina. Esto conlleva hacer una lectura literal del libro del Génesis y rechazar la teoría científica de la evolución. La expresión «creacionista» o «defensores de la creación» se viene empleando en el ámbito anglosajón –donde nació– desde mediados del siglo XIX, asociada específicamente a cristianos fundamentalistas, si bien no todas las facciones de esta corriente espiritual se oponen a la totalidad de las teorías más ortodoxas relacionadas con la edad de la Tierra o con la supervivencia del más apto. Pero sí acostumbran a buscar, activamente, cualquier prueba en contra del darwinismo.**
El creacionismo no está limitado a unos pocos fundamentalistas. De acuerdo con una encuesta de Gallup de 2014, alrededor del 42% de los estadounidenses creen que «Dios creó a los seres humanos más o menos en su forma actual en un solo acto y dentro de los últimos diez mil años». El 31% acepta que «los seres humanos han evolucionado durante millones de años a partir de formas de vida menos avanzadas, pero Dios ha guiado este proceso», y sólo el 19% piensa que la Humanidad ha evolucionado sin ayuda divina.*
En Europa, el número de creacionistas es considerablemente menor. Según los resultados de una encuesta elaborada en Inglaterra en el año 2010, un 9% de los encuestados admitía la narración literal del libro del Génesis. En Italia, la ministra de educación Letizia Moratti quiso retirar la teoría de la evolución del currículo de secundaria, pero cambió de opinión tras las numerosas protestas públicas. En Serbia, se suspendió la enseñanza de la teoría de la evolución durante una semana de septiembre de 2004, siguiendo órdenes de la ministra de educación Ljiljana Colic, permitiendo que regresara sólo si también se enseñaba el creacionismo. Después de las quejas de científicos, profesores y del partido de la oposición, Colic dimitió y la decisión fue revocada. En Polonia, el año 2006, el viceministro de Educación, Miroslaw Orzechowski, denunció la evolución como «una de las muchas mentiras» que se enseñan en las escuelas polacas. La respuesta del ministro de Educación, Roman Giertych, fue que la teoría de la evolución seguiría impartiéndose en los centros educativos nacionales «siempre y cuando la mayoría de los científicos en nuestro país digan que es la teoría correcta».**
No es de extrañar, por lo tanto, que existan centenares de páginas web partidarias de que la ciencia está equivocada y de que los ooparts son la mejor demostración de cómo siempre ha habido civilizaciones humanas en la Tierra, desde los mismos orígenes del planeta. Cuando el científico Richard Dawkins declaró en su libro El relojero ciego, de 1986,*** que «si se descubriese un solo cráneo de mamífero, completamente verificado, entre rocas de hace quinientos millones de años, todas nuestras teorías modernas sobre la evolución quedarían destruidas», muchos creacionistas se pusieron manos a la obra.
Pero no sólo hay creacionismo en clave cristiana. También existe el hindú, conforme al cual los seres humanos y todos los demás organismos vivos descendieron desde un nivel superior en tiempos prehistóricos, hace billones de años. Se ha hecho un intento de compaginar este punto de vista tradicional con el darwinismo, aludiendo a los textos antiguos en sánscrito donde se menciona una raza de simios con inteligencia humana, los vanaras, que convivían con humanos hace millones de años.
El mayor defensor de este creacionismo védico es el estadounidense Michael A. Cremo, conocido como Drutakarmã dãsa. Sus publicaciones y conferencias intentan mostrar que existen pruebas definitivas de la extrema antigüedad del hombre, ignoradas por los arqueólogos ortodoxos. En su libro Forbidden Archeology, «Arqueología prohibida», analiza más de un siglo de estudios paleontológicos para demostrar que muchos fósiles y herramientas de piedra han sido mal datados. Los ooparts constituyen una parte importante de estos estudios.*
Pero, al margen de estos creacionismos cristianos y védicos, hay otra corriente de pensamiento donde la palabra «oopart» ha ganado cierta popularidad en los últimos años. Sobre todo, a raíz del interés que ha despertado la polémica serie del Canal Historia «Ancient Aliens», «Alienígenas ancestrales» en Hispanoamérica, «Generación alien» en España. El éxito de audiencia sin precedentes de documentales sobre esta temática oscila entre los 1.676 millones de telespectadores a finales de octubre de 2010 y los 2.034 millones de diciembre del mismo año.
La teoría de los alienígenas ancestrales postula que, a lo largo de la historia, la Humanidad ha recibido visitas de extraterrestres que han guiado su desarrollo tecnológico y cultural. Las pruebas de esta intervención se encuentran tanto en los mitos y leyendas acerca de seres semidivinos del cielo como en los artefactos que dejaron en la Tierra. Y, por supuesto, los ooparts encajan a la perfección en esta teoría.
La idea de que los ejemplos más sorprendentes de la arqueología –pirámides, esculturas extrañas, huellas gigantes en el desierto como «pistas de aterrizaje», ooparts– reflejan la visita de seres de otros planetas en tiempos remotos fue popularizada por escritores como Erich von Däniken, Robert Charroux y Zecharia Sitchin en los años sesenta y setenta del siglo XX. Sin embargo, es un planteamiento mucho más antiguo, nacido y renacido una y otra vez a lo largo del siglo XIX.
Uno de los primeros escritos donde se menciona una hipótesis de estas características es en el libro de François Chabrier Dissertation sur le déluge universel, ou Introduction à la géognosie de notre planète de 1823. Este autor afirmó que, hace miles de años, un planeta habitado por seres inteligentes orbitaba entre Marte y Júpiter. Aquel mundo fue destruido por un volcán o por un cometa y sus fragmentos se dispersaron por todo el sistema solar. Los pedazos de mayor tamaño cayeron sobre nuestro planeta y causaron, entre otras cosas, el diluvio de Noé. También llovieron extrañas piedras, fósiles y artefactos de diseño inteligente. Estos objetos incluirían cascos gigantes de hierro, además de algunas personas y animales que sobrevivieron a la colisión. Chabrier defendía su teoría con pruebas geológicas, siempre teniendo sumo cuidado de no contradecir la Biblia.
En 1841, otro autor francés, Jacques Boucher de Crèvecoeur de Perthes, especuló que muchas especies de animales no eran nativas de la Tierra, sino que procedían de otra parte del Universo. Apuntó que «otro planeta podría enviar sus habitantes, sus monumentos, sus tradiciones, a unirse con nosotros», indicando que esto explicaría determinados misterios del pasado.*
Un tercer escritor francés digno de mención es el barón d’Espiard de Colonge, que publicó sus teorías en 1865. Espiard expuso que, hace miles de años, Europa estaba poblada por una civilización avanzada. Su tecnología resultaba excelente, pero no les ayudó a impedir su propio fin: el impacto de un asteroide venido del espacio profundo. Construyeron refugios subterráneos, aunque todo fue en balde. El asteroide arrojó fragmentos descomunales sobre las ciudades, que fueron destruidas. Los supervivientes no pudieron restaurar el orden y se convirtieron en bárbaros. Luego, entre el 7000 y 5000 a. C., volvió a suceder lo mismo: un asteroide con un tamaño más considerable aún devastó el mundo, hundiendo la Atlántida en el acto.*
Según Espiard, muchos de nuestros mitos y leyendas antiguos, como la guerra de los Titanes, representaban un eco distorsionado de ese cataclismo. El asteroide lanzó pedazos que contenían organismos extraterrestres, tales como personas, plantas, árboles y animales, vivos y muertos. Esto explicaría los fósiles de criaturas nunca vistas y las leyendas sobre dragones, que serían monstruos alienígenas nacidos en otro planeta. Muchos artefactos, piedras y monumentos que parecen estar fuera de lugar, como las estatuas de la isla de Pascua, serían obra de esos extraterrestres. No procedentes de aquí.
En un libro posterior, d’Espiard declaró que los moáis de la isla de Pascua representaban los objetos fuera de su tiempo definitivos porque los isleños, «criaturas inocentes e interesantes, intimidados por los europeos», eran incapaces de explicar cómo se hicieron las estatuas: «Sólo podían levantar una mano y emitir un extraño, triste murmullo, apuntando hacia arriba, al espacio.»**
Un siglo más tarde, Erich von Däniken, Zecharia Sitchin y otros muchos autores repitieron los mismos argumentos. Si bien consideraban que las estatuas pascuenses eran obra de alienígenas ancestrales asentados en la Tierra, no que habían caído, como bólidos cósmicos ya esculpidos, desde el espacio exterior.
Una fracción de los seguidores de Von Däniken utiliza estas mismas pruebas con un fin distinto: para mostrar que civilizaciones iguales o más avanzadas que la nuestra existieron en la prehistoria, posiblemente hace millones de años. Se puede decir que esta teoría es una amalgama de las anteriores, aunque sin la necesidad de buscar indicios de contacto entre planetas o con tripulantes de naves espaciales. Los ooparts encajarían aquí del mismo modo, pero no requerirían haber sido fabricados por visitantes de las estrellas o siguiendo sus instrucciones. Simplemente, estaríamos hablando de una gran civilización primordial en los albores de nuestra Humanidad, la cual conquistó unas importantes cotas de desarrollo para luego desaparecer sin dejar apenas huella.
Por ser tan parecida a la teoría de los «alienígenas ancestrales», los defensores de ambas suelen acudir a las mismas conferencias y leer las mismas publicaciones. No obstante, esta última teoría de los «antepasados avanzados» despliega un abanico más amplio de posibles escenarios que dependen de cada autor.
Por ejemplo, el escritor británico Graham Hancock postula que hubo una especie de «cultura madre», a partir de la cual todas las civilizaciones antiguas surgieron. En sus entrevistas, subraya que «nuestra visión de la historia y la prehistoria quizá no esté completa, y que se hayan producido cataclismos de tal magnitud que podrían haber acabado con todos los rastros de una gran civilización del pasado».*
Como muchos otros seguidores de esta hipótesis, Hancock cree que la Atlántida conformaría una de las cunas de la Humanidad y fue destruida unos nueve mil años antes de la última referencia «fiable» del continente perdido que poseemos. Es decir, el testimonio registrado por el filósofo griego Platón. Los supervivientes de ese colapso fulminante huyeron a Egipto, a América del Sur, a México, a Mesopotamia, y así sucesivamente, donde fundaron las pujantes civilizaciones por todos conocidas. Pero esta idea tampoco es nueva. Hunde sus raíces en libros publicados a lo largo de los siglos XVIII y XIX. Y, aunque en su momento tuvo ciertos defensores académicos, el peso en su contra de la evidencia científica no ha hecho más que aumentar con el trascurso de las décadas.
Ahora bien, dejando todas estas hipótesis e ideologías, más o menos atractivas, a un lado, la cuestión de fondo para todas ellas consiste en examinar las pruebas o indicios en los cuales se fundamentan. Ese repaso será el camino que vamos a recorrer a lo largo de las próximas páginas, donde afrontaremos una amplia selección de presuntos ooparts.
Una senda extensa que nos ha obligado a centrarnos en aquellos objetos con mayor nivel de popularidad y presencia en los medios de comunicación, debido a su alto nivel de extrañeza según la mayoría de los autores partidarios del creacionismo, los alienígenas ancestrales o nuestros antepasados avanzados y extinguidos.