Hija, sobrina, nieta y bisnieta de militares, y la mayor de ocho hermanos, Sonsoles López Aguirre nació en Madrid en enero de 1950. Su madre, Regina Aguirre Ortiz de Zárate, era hija de un general de Ingenieros que tuvo una actuación destacada en la guerra de África y, siendo capitán, fue hecho prisionero por las huestes rifeñas de Abd el-krim con motivo de la trístemente célebre retirada de Annual. Su padre, Fernando López Huerta, oficial del arma de Ingenieros, era también hijo de un militar que pasó a la reserva con el grado de general.
A comienzos de los años cincuenta, el padre de Sonsoles consiguió destino en Córdoba. Por entonces compaginaba la profesión militar con la gestión de una finca agrícola de la familia. Tras ascender a capitán, Fernando solicitó el pase a la situación de supernumerario de las Fuerzas Armadas, semejante a la de excedencia voluntaria en la función pública, para así dedicarse a la vida civil; a partir de entonces tendría un plazo de diez años para regresar a la carrera militar sin perder la antigüedad. Dio ese paso impulsado por el deseo de vivir en contacto permanente con el campo, y también por las ganas de tener un negocio propio con el que mejorar la economía familiar. El matrimonio tenía tres hijos y la voluntad de ser una familia más numerosa, y él cobraba 1.900 pesetas al mes. Entonces, el sueldo de los profesionales de las armas era bajo, si lo comparamos con el de otros funcionarios de nivel medio y alto. Esta era una de las consecuencias del exceso de oficialidad en los ejércitos, sobre todo en Tierra, por la negativa del régimen a reducir las plantillas tras las coyunturas de guerra civil, guerra mundial y lucha contra la guerrilla antifranquista. El gobierno se decantaba por agradecer los servicios prestados y por mantener un dispositivo de ocupación militar del propio país. Otra consecuencia de la sobreabundancia de oficiales era la lentitud del ascenso en el escalafón.
Fernando se asoció con uno de sus hermanos y con un amigo para explotar una finca en Don Benito (Badajoz). Pero el cultivo de algodón para su venta a la Compañía Española Productora de Algodón Nacional no les fue bien. El gerente de la concesionaria se largó a Suiza con el dinero, la empresa quebró y los socios solo consiguieron cobrar una parte de la cosecha, con acciones de la empresa. Además Fernando enfermó, la madre de Regina falleció y la herencia se la comieron las deudas. Era 1963. Una vez restablecida su salud, López Huerta solicitó el reingreso en el Ejército. Consiguió destino en la Red Permanente de Transmisiones en Madrid. No es un caso excepcional. Muchos jefes y oficiales obtenían un sobresueldo con un trabajo por las tardes, y una parte, aquellos a los que les fue bien en empresas y oficinas, dejaron la carrera militar; otros probaron suerte fuera del Ejército y después pidieron el reingreso, como fue el caso de Manuel Gutiérrez Mellado. El mismo año en que López Huerta volvió a vestir el uniforme militar.
La vida en la capital era un aliciente para muchos militares y sus familias. Pero no era este el caso de Fernando y de Regina. Un día, Fernando se encontró con Pepe Cañellas, compañero de la Academia General Militar, quien le comentó que habían salido unas vacantes para el Sector del Sahara, dependiente de la Capitanía General de Canarias. Ambos matrimonios hablaron del tema y se animaron a probar los alicientes e inconvenientes de un destino colonial. Se dejaron ganar por cierto afán de aventura y por un sueldo bastante mayor, pues el complemento de destino allí doblaba la paga. Regina lo recordaría años después para sus hijos: «Como nuestra situación era horrible, unos pagándonos un colegio, otros pagándonos no sé qué, decidimos irnos para allá. A mí, además, me apetecía, me parecía muy aventurero. Había leído tantas novelas de la Legión Extranjera y de África... Además, allí nos podíamos defender, con muchos menos gastos y una vida más fácil».1 López Huerta consiguió plaza en el Batallón de Zapadores del Sahara, con acuartelamiento en El Aaiún, la capital de la colonia.
La presencia española en África occidental se remonta a finales del siglo XV. La expansión de la Corona de Castilla hasta las islas Canarias dio paso al establecimiento de una serie de fortines en la costa africana. Una de estas pequeñas fortalezas estaba situada en la región conocida tiempo después como Ifni (Marruecos), en un lugar que entonces recibió el nombre de Santa Cruz de Mar Pequeña, y otra en Cabo Juby, en la región de Tarfaya (Sahara occidental). Pese a la firma del tratado de Tordesillas entre España y Portugal, en 1494, para el reparto del África entonces conocida e imaginada, los españoles limitaron su actividad en la zona a comerciar en varios puntos de la costa. La situación geográfica de las islas Canarias, enfrente del litoral sahariano, ofrecía la posibilidad de una más intensa y regular actividad comercial. Sin embargo, España se volcaba entonces en la colonización del imperio americano. Esta realidad apenas se vio modificada en el siglo XIX. Durante las primeras décadas de ese siglo, España perdió casi todo el imperio americano, y otros factores afectaron negativamente a su desarrollo: una serie de guerras civiles y el retraso en su revolución industrial respecto a las naciones de la Europa occidental y septentrional. Cumplida ya la mitad de la centuria, el colonialismo español puso su empeño en conservar los restos del imperio en América y en Asia y en ocupar un territorio mucho más cercano, situado al otro lado del estrecho de Gibraltar, el reino de Marruecos. El interés por el Sahara occidental, un territorio de desierto todavía desconocido para los europeos, siguió siendo escaso. Hasta entonces, comerciantes y aventureros habían abierto algunas factorías en su litoral, pero apenas se adentraban en el interior para comerciar y adquirir oro, esclavos, pieles, plumas de avestruz y goma arábiga. Tan solo algunos políticos prestaron atención a la labor efectuada por las sociedades geográficas y mercantiles y trataron de legitimar el derecho de España sobre una porción del inmenso territorio del Sahara.
No obstante, uno de los gobiernos de la Restauración borbónica, en general poco propensos a nuevas empresas en el exterior, tomó una decisión que tendría importantes consecuencias para decenas de miles de españoles y de saharauis en el futuro. Aprovechando que las delegaciones de las potencias europeas, reunidas en Berlín, negociaban sobre el África todavía no colonizada, el 26 de diciembre de 1884 el gobierno de Madrid les comunicó su protección, que es una de las fórmulas del imperialismo, sobre una franja de la costa del occidente sahariano. Esta declaración estableció el protectorado español sobre el territorio costero comprendido entre los cabos Blanco y Bojador.
El Gobierno tomó esta decisión tras escuchar a los miembros de las sociedades geográficas, a los portavoces de algunos círculos empresariales y a pensadores regeneracionistas como Joaquín Costa, director de exploraciones de la Sociedad de Africanistas y Colonialistas. La factoría existente en Villa Cisneros se convirtió en la capital de Río de Oro, un territorio que, por la costa, va de cabo Blanco, al sur, en la península del mismo nombre, a cabo Bojador. Sin embargo, esta declaración del Gobierno no guardaba relación con la realidad, ya que ese territorio no había sido ocupado, y no fue admitida por las potencias europeas en la conferencia de Berlín. Pues el declive colonial de España coincidía en el tiempo con la expansión de otras naciones europeas en África, que trataban de asegurarse el control de los territorios que parecían más rentables. Fue la circunstancia de que una parte del Sahara occidental fuese poco codiciada por las potencias europeas lo que permitiría unos años después a España tener una colonia en el inmenso territorio del Sahara. De momento, en Río de Oro se abrieron algunas factorías para favorecer el desarrollo de la industria pesquera, al tiempo que el gobierno de París procedía a declarar como propias las mejores zonas del entorno de cabo Blanco y las situadas al sur de este accidente geográfico. Para asegurarse el control del territorio, Francia tuvo que alternar la entrega de dádivas y la concesión de privilegios a los jefes tribales con acciones bélicas. Mientras los franceses penetraban en el interior desde sus enclaves en el río Senegal, España se quedó en el litoral.
Paulatinamente, el gobierno de Madrid se inclinó por firmar un acuerdo con el de París para el reparto de zonas en las que ambos tenían interés. En 1886, un acuerdo franco-español estableció que el territorio de Río de Oro era de soberanía española. No obstante, el colonialismo francés en África sería un obstáculo para las pretensiones españolas, ya que, entre otros objetivos africanos, Francia pretendía el dominio sobre extensas zonas de Marruecos y Sahara, y tampoco el Imperio británico y el Reich alemán estaban dispuestos a favorecer las pretensiones españolas. Es preciso añadir que los gobiernos de la Restauración vivían pendientes de lo que ocurría en Cuba y Filipinas, donde aumentaba la fuerza de los respectivos movimientos independentistas. Por este motivo, apenas prestaron atención a los acuerdos establecidos por compañías geográficas y comerciales con jefes de facciones tribales dispuestos a aceptar la protección de España frente a otras tribus, o frente a Francia, a cambio de la entrega de alimentos y de otros bienes y con la condición del respeto a sus costumbres, su religión y sus leyes. El Gobierno tampoco atendió las solicitudes de particulares que representaban intereses políticos y económicos para delimitar las fronteras y ejercer una soberanía sobre el territorio, ni siquiera de forma parcial, por ejemplo procediendo a la ocupación del entorno de Villa Cisneros, donde se habían establecido tres factorías.
Aun así, España conservaba opciones sobre una parte del Sahara, ya que el resto de Estados europeos admitieron la presencia española en Río de Oro. Además, aunque la zona costera al norte de cabo Bojador no fue declarada protectorado español, ningún otro Estado europeo la reclamó o trató de ocuparla. Por lo tanto, la región norte, denominada Seguía el Hamra permaneció sin presencia europea. Un nuevo tratado franco-español, en 1900, trató de nuevo el tema de Río de Oro y estableció sus límites, desde la frontera sur (actualmente con Mauritania) hasta el paralelo 26º. El resto de los límites del Sahara español serían fijados en el tratado franco-español de 1912.
El interés de los gobernantes españoles por el Sahara occidental apenas aumentó una vez comenzado el siglo XX, tras la reciente pérdida de Cuba, Filipinas y Puerto Rico. Entonces, el principal objetivo colonial pasó a ser Marruecos, muy por delante de Guinea y Sahara. Y así siguió siendo cuando, tras varias negociaciones y tratados secretos, de 1902 y 1904, Francia y España se repartieron definitivamente Marruecos y una amplia zona del Sahara, con el permiso del gobierno de Londres. El tratado hispano-francés de 1912 estableció dos protectorados sobre el reino de Marruecos, el español sobre las zonas de menos recursos mineros, portuarios y agrícolas, y dividido en dos partes, una al norte y otra al sur del país. La parte norte del protectorado español comprendía dos regiones, Yebala y el Rif, cuya ocupación supuso una larga y costosa guerra a España. La parte sur, separada y distante de la ya citada, comprendía desde cabo Juby hasta el río Draa, que marcaba el límite entre el protectorado francés, al norte, y la zona sur del protectorado español. Este protectorado sur comprendía la región de Tarfaya y la habitaban tribus nómadas, como en la mayor parte del inmenso desierto del Sahara. Aunque los sultanes habían tratado de anexionar esta región, y su prolongación hacia el sur, y su autoridad fue reconocida por algunos jefes tribales, el sultanato no ejerció sobre Tarfaya un control administrativo permanente y menos aún militar, y su dominio, discontinuo en el tiempo, fue atenuándose durante lo que los occidentales denominamos «edad contemporánea». Por geografía y cultura, Tarfaya era la zona norte del Sahara occidental, y no el sur de Marruecos. El cambio de costumbres era entonces perceptible para quien viajase desde Marruecos hacia el sur del río Draa, que es donde comienza el Sahara: aquí se hablaba el hassanía, que es un dialecto del árabe distinto al que hablaban al norte, no se veían el fez y la chilaba marroquíes, sino que los hombres vestían el turbante y la deraá, y las mujeres también ropas diferentes, a lo que se añadía la distinta composición de los nombres; por ejemplo, Mohamed ben Hamed ben Yusuf era denominación propia del norte, mientras que en el sur lo propio era Mohamed uld (hijo de) Hamed uld (segundo uld al que sigue el nombre del abuelo) Yusuf.
No es de extrañar, por lo tanto, que ocho años antes, cuando los negociadores franceses y españoles dibujaron los mapas para el correspondiente reparto de zonas de influencia en el norte de África, Tarfaya y Sahara occidental formaran un solo espacio geográfico. Empero, durante la renegociación de los acuerdos, la delegación francesa presentó lo que era básicamente un guiño a los deseos expansionistas de los sultanes marroquíes como una buena compensación a la parte española por la falta de equidad entre las dos zonas. A partir de entonces, los gobiernos de la monarquía de Alfonso XIII se volcaron en la ocupación de la zona norte de su protectorado y prestaron escasa atención al resto de territorios que le habían tocado a España en el reparto colonial. No fue hasta 1916 cuando el gobierno español decidió la ocupación de dos desembarcaderos en el Sahara, en el cabo Juby (Tarfaya) y en Villa Cisneros (Río de Oro); y, en cuanto al primero se refiere, lo hizo en buena parte como respuesta a las reiteradas protestas francesas, según las cuales esa zona era puerta de entrada del tráfico de armas que alimentaba las acciones de los grupos nativos contra el invasor francés en Mauritania. En cabo Juby se instaló una estación radiotelegráfica, y más adelante se construyeron un fuerte y un aeródromo, que fue utilizado para el aprovisionamiento aéreo, pero sobre todo para que hicieran escala aquellos aviones que buscaban destinos más lejanos.
Después de la segunda guerra mundial, la Organización de Naciones Unidas (ONU) hizo de la descolonización uno de sus principales objetivos. Sucedió así por varias razones. Para empezar, las colonias habían experimentado un proceso de cambio imparable. Elementos principales de ese cambio fueron la urbanización y la consiguiente aparición de una clase política autóctona que se asimilaba en su formación y estilo de vida a la de los colonizadores. Además, ya antes, pero sobre todo después del conflicto mundial, en varias colonias surgieron organizaciones políticas nativas que reclamaban la independencia. En el proceso descolonizador influyó también la relativa debilidad de los países de Europa occidental, que eran los principales poseedores de colonias, ya que habían sufrido grandes pérdidas de población y daños en ciudades, industrias y comunicaciones, y merma de sus capacidades militares. Asimismo, resultó determinante el interés de los Estados Unidos de América y de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) en que las colonias accedieran a la independencia, para poner a los nuevos Estados bajo su órbita. En resumen, varios factores sumaron una fuerza imparable que en pocos decenios liquidaría el modelo colonial construido por la expansión europea en Asia y África a lo largo de varios siglos: la propaganda de los partidos independentistas, la lucha armada de los nacionalistas, la influencia alcanzada por la filosofía de la Carta de Naciones Unidas tras el conocimiento de los horrores de la guerra mundial, la acción de su Asamblea General, a la que se iban incorporando nuevos Estados, asiáticos y africanos, la pérdida de capacidades de los países europeos para imponerse por la fuerza en sus colonias, y la citada bendición de Washington y Moscú a la descolonización europea. Esto no supuso, claro está, el fin de otras formas de dominación, englobadas bajo el término «neocolonialismo».
España y Portugal ingresaron en Naciones Unidas en 1955, dos años después de que el gobierno de Franco cediera al de Estados Unidos varios emplazamientos para bases militares. De acuerdo con lo establecido en el Capítulo XI de la Carta de Naciones Unidas, los Estados poseedores de colonias estaban obligados a facilitar información sobre sus territorios no autónomos a la Secretaría General. Esa obligación parecía ahora más apremiante por el viento a favor de la descolonización, sobre todo para los Estados recién admitidos en el foro de las Naciones. Pero los gobiernos de Lisboa y Madrid pretendieron situarse al margen para evitar la supervisión internacional de sus colonias, como si fueran naciones imbuidas por un afán misional y civilizador capaz de transformar territorios extraños en una prolongación de la patria bajo la fórmula de provincias de ultramar.
En 1955, el gobierno francés, preocupado sobre todo por mantener su presencia en Argelia, decidió poner fin a la represión sobre el nacionalismo marroquí y dar paso rápidamente a la independencia de Marruecos. En abril de 1956, el gobierno español no tuvo más remedio que negociar la extinción de su protectorado con el nuevo gobierno de Rabat. España reconoció la independencia, pero retuvo la zona sur del protectorado. Sería por poco tiempo. Además, el nacionalismo marroquí no tardó en reclamar a España otros territorios. Su mapa del Gran Marruecos comprendía, además de la región de Tarfaya, todas las posesiones españolas del noroeste de África, las islas Canarias, parte de Andalucía, Mauritania y buena parte de Argelia y de Mali.
Para hacer frente a las reivindicaciones marroquíes, y sobre todo para enmascarar de alguna forma ante Naciones Unidas la posesión de colonias, y ganar tiempo, el gobierno de Franco imitó las prácticas portuguesas, y de otros imperios coloniales. En 1946, el gobierno había modificado el régimen de dependencia de las posesiones en el África occidental. Los territorios de Sahara e Ifni constituyeron un gobierno especial, denominado Gobierno del África Occidental Española, cuya capital era Sidi-Ifni, y dejaron de depender de la Alta Comisaría de España en Marruecos, para hacerlo de la Presidencia del Gobierno a través de la Dirección General de Marruecos y Colonias. Pues bien, a mediados de 1956, coincidiendo con la independencia de Marruecos, el gobierno de Franco decidió convertir las colonias africanas en provincias españolas. Mediante decreto de 21 de agosto, la citada dirección general pasó a denominarse de Plazas y Provincias Africanas. Tras esta maniobra, cuando a finales de año los gobiernos de Portugal y España fueron preguntados si administraban territorios dependientes, respondieron que solo administraban provincias. Meses después, mediante un simple aviso, Presidencia del Gobierno no tuvo reparo en deducir de ese decreto que los territorios españoles del golfo de Guinea tomaban la denominación de Provincia del Golfo de Guinea. Tras la ecuatorial fue el turno del África occidental. Un decreto, de 10 de enero de 1958, estableció que los territorios del África occidental española se hallaban integrados por dos provincias, denominadas Ifni y Sahara Español. Y de nuevo de la Ecuatorial: mediante ley de 30 de julio de 1959, la Provincia del Golfo de Guinea quedó dividida en dos: Río Muni, la parte continental, y Fernando Poo, la parte insular. Las poblaciones nativas no fueron consultadas sobre esta cuestión.
Así pues, el gobierno de Franco intentó asimilar esos territorios a la metrópoli en los mismos años en que los países europeos, con la excepción principal de Portugal, renunciaban a instrumentar su dominio a través del imperio político. Actuó así respecto a las colonias y también en el caso de Ifni, que era un enclave o plaza de soberanía, situado en el interior de Marruecos, frente a las islas Canarias. El origen de la presencia española en Ifni se remonta a finales del siglo XV. Varios nobles castellanos establecidos en las islas Canarias crearon enclaves para el comercio en la costa africana. La factoría más importante, instalada en un lugar denominado Santa Cruz de la Mar Pequeña, fue destruida por los nativos y abandonada por los españoles en el siglo XVI. España no volvió a tener contacto con este territorio hasta que, en 1860, el derrotado sultán de Marruecos reconoció a España el derecho a recuperarlo. No obstante, no se determinó la ubicación de la extinta factoría ni sus límites hasta la firma del tratado franco-español de 1912, cuando se escogió el enclave de Sidi Ifni. Los límites eran los siguientes: la línea de costa comenzaba por el norte en el Uad (río) Bu Sedra, finalizaba por el sur en la desembocadura del Uad Nun y se adentraba veinticinco kilómetros hacia el interior. En total, unos 1.700 kilómetros cuadrados de superficie.
En dos ocasiones el gobierno español planeó la ocupación de Ifni y dio marcha atrás. La causa fue la oposición de Francia, que no había terminado de ocupar la parte marroquí que se había adjudicado y se negaba a ir por detrás de España en los asuntos coloniales. La situación cambió una vez que los franceses se asentaron en Marruecos y trataron de hacerlo en Mauritania. Entonces las protestas de París fueron de otro tipo, pues partidas insumisas de su zona de protectorado saqueaban fuertes y poblados y después buscaban refugio en Ifni. En consecuencia, porque la zona estaba pendiente de ocupar y porque los franceses amenazaban con ocuparla ellos, por motivos de seguridad, en 1934 el gobierno republicano de centro-derecha envió al coronel Fernando Capaz para tomar posesión de una porción de la costa, donde se suponía que se ubicó siglos atrás la factoría española. Como consecuencia del laicismo que dominó la etapa republicana, ahora no se utilizó la histórica denominación de Santa Cruz de la Mar Pequeña, sino que se prefirió el nombre árabe de Ifni. El enclave costero donde Capaz estableció un destacamento fue creciendo, muy lentamente, y recibió el nombre de Sidi Ifni. Se organizó un servicio de policía, para el control del territorio, poblado por agricultores y pastores, pero en la zona interior la presencia española era muy escasa.
La colonización española del Sahara constituyó un proceso escalonado a lo largo de varias décadas. Y se hizo de forma separada en cada uno de los dos territorios que formarían el Sahara español. Pues la colonización de Río de Oro, la zona sur, fue proclamada mediante real orden de 26 de diciembre de 1884, que calificó ese territorio como protectorado de España; y, como ya se señaló, dos años después un acuerdo franco-español estableció que el territorio de Río de Oro era de soberanía española. La denominación portuguesa Río de Oro hace referencia a la entrada de la bahía de Villa Cisneros, y esta toma su nombre del cardenal Cisneros, quien impulsó la expansión española en África. En cambio, la colonización de la zona norte, Seguía el Hamra, arranca del convenio franco-español de 1912, que adjudicó a España los dos territorios saharauis citados en calidad de colonia. Seguía el Hamra es la transcripción latina del nombre en árabe, y significa Río Rojo, un río que existió y que desapareció durante el proceso de desertización, para permanecer el cauce, casi siempre seco, con algo de vegetación y algunos pozos.
Pese a los tratados firmados, en muy escasa medida las bases jurídicas de la posesión española del Sahara occidental quedaron aseguradas mediante actos de soberanía. Sucedió así porque el presupuesto español para la acción colonial era reducido y porque la ocupación de Marruecos exigió una larga campaña militar contra las tribus rebeldes tanto a la autoridad del sultán como a la acción del invasor extranjero. También influyó el escaso interés del Gobierno por alentar el establecimiento de factorías de capital privado mediante la construcción de fortines en enclaves de la costa; para que la presencia europea fuera aceptada por las tribus locales era preciso comprar a sus jefes o imponerse por la fuerza.
El territorio sahariano que correspondió a España es una prolongación del gran desierto africano, el más grande del mundo, una parte de su franja atlántica, con una anchura media de unos 250 kilómetros y 1.150 kilómetros de longitud. Tiene una extensión de 266.000 kilómetros cuadrados, aproximadamente la mitad de la España peninsular. La costa es escarpada en casi todo el litoral, con escasos puertos naturales, y la plataforma marítima de escasa profundidad. El relieve es poco accidentado y su altitud media es inferior a los 500 metros, con algunos montes-isla, indicadores de rutas durante siglos para camelleros y caravanas. En las zonas costeras, la corriente marina modera el clima, y hace aceptables e incluso agradables las condiciones de vida. Pero en el interior, el desierto aparece en su plenitud: temperaturas muy altas durante el día, que durante breves períodos superan los 50º centígrados e incluso los 55º, y las extremas medias llegan a oscilar entre 48 y –1 ºC; y un territorio arenoso o pedregoso en el que, por la falta casi total de lluvias, o por ser estas escasísimas y esporádicas, la vegetación está ausente, o es muy escasa, y por el mismo motivo las especies animales y los seres humanos lo pueblan en reducido número. La desertización, que se calcula comenzó en el tercer milenio antes de Jesucristo, es consecuencia de dos fenómenos climáticos, concomitantes. De los vientos alisios, el peor de todos es el irifi, fuerte, seco, cargado de arena, y que en ocasiones se desencadena con violencia brutal, aunque su duración no suele pasar de horas, vientos que son siempre desecantes y transportan polvo y arena, por lo que impiden cualquier actividad de hombres y animales; y de las muy altas temperaturas. Existe allí una amplia gama de microclimas, cuyas características dependen, más que de ningún otro factor, de la distancia de la zona concreta a la costa. Destacan dos cadenas de dunas, de arena fina, de tonos amarillo dorado, y que se desplazan y cambian con los temporales de viento, pero sin abandonar su posición media, y que tienen una altura que oscila entre los veinticinco y los cuarenta metros. Una cadena casi contigua y paralela a la línea de la costa, y otra que se desarrolla, paralelamente, en el interior.
Los ríos son de tipo uadis, lo que significa que casi siempre están secos, aunque en épocas de lluvia el agua puede quedar remansada en zonas del cauce durante días o semanas. Destacan el Seguía el Hamra al norte, el cual da nombre a la región que atraviesa; su curso, de este a oeste, es de 400 kilómetros. Al sur el más importante es el Uad Atui. La vegetación arbórea se concentra en los oasis, donde los nativos sembraban algunos cereales con un bajo rendimiento; la herbácea, que es de vida muy efímera, era aprovechada para el pastoreo de dromedarios y cabras.
El clima imprimía el carácter y las formas de vida de los saharauis, en su mayoría nómadas hasta mediados del siglo XX. Eran personas de espíritu independiente, orgullosas, acostumbradas a vivir en situación de alerta, capaces de soportar las mayores fatigas y de extraordinaria sobriedad. Fue entonces cuando viajó allí Julio Caro Baroja, contratado por el Gobierno para hacer un estudio etnográfico y antropológico. Su trabajo nos muestra las formas de vida de los nómadas, que son gentes que van de un lugar a otro sin establecer una residencia fija, y sin ritmo estacional, a diferencia de los pueblos trashumantes. Su libro es excelente, por la formación previa del investigador y porque recogió, cuando todavía era posible hacerlo, las formas de vida de los hijos de la nube, tal y como los saharauis le dijeron que se llamaban como colectivo: la nube, el agua, el pasto, la vida. Gentes que todavía entonces no ocupaban un área fija del territorio y que se movían por una zona extensa, hasta sumar cientos de kilómetros anuales, con todos sus enseres, para buscar los lugares beneficiados por las ocasionales lluvias, y que, en ocasiones, se enfrentaban por los territorios de pasto. Ganados y enseres eran de propiedad privada, pero no existían títulos de propiedad sobre el suelo, repartido casi siempre en áreas de dominio, que dependía de la fuerza de cada facción tribal y de la tradición. Aquella sociedad era el resultado de un largo proceso de mestizaje, de los bafur, bereberes y árabes, con su rama de los Banu Hassan paulatinamente dominante, pueblos que vivían del pastoreo, el comercio y la guerra. Los saharauis habitaban un desierto que es una de las zonas más luminosas del planeta, el cual no tiene el mismo grado de aridez en todos sus lugares, y en algunos de los cuales es posible la vida gracias a la existencia de agua subterránea, proveniente de depósitos anteriores a la gran desecación sufrida por esta zona del planeta, y practicaban el nomadeo gracias al dromedario, animal que se diferencia del camello por poseer una sola joroba y el pelaje corto, y que les permitía transportar el agua necesaria para recorrer grandes distancias. Eran personas que vivían en su mayoría de la ganadería y la agricultura esporádica y cuyas costumbres estaban marcadas por el hecho de habitar un lugar inhóspito para el desarrollo de la vida del hombre, con la ausencia o escasez de agua como principal inconveniente, lo que explica la inexistencia de núcleos de población, con la excepción de Smara, hasta la llegada de los colonizadores españoles.
Existían varias tribus, las cuales llevaban casi siempre el nombre del fundador, alguien famoso por su valor y religiosidad. Así, la tribu de los erguibat, la más numerosa, procedía de Sidi Ahmed Erguibi, y la de los arosien de Sid Ahmed Larosi. Estas y otras tribus, como los ulad delim y los izarguien, se diferenciaban por sus orígenes y por algunas tradiciones, pero compartían dos elementos culturales fundamentales: la lengua, el hassanía, una variante del árabe que era lengua oral, mientras que se familiarizaban con la lengua árabe mediante el estudio del Corán, y la religión islámica, además del ya citado ámbito geográfico. Del fundador común descendían los notables de la tribu, y la sociedad se organizaba en base a los principios tribales de parentesco. Los segmentos de la sociedad mantenían las citadas identidades comunes e identidades particulares a una facción nómada concreta o a una cabila, denominación para las agrupaciones sedentarias. Para su gobierno, la sociedad se apoyaba en dos instituciones básicas, el chej o jefe de tribu o de facción tribal, y la Yemáa o asamblea de notables, en la que se depositaban los poderes legislativo y judicial. El ámbito social de hombres y mujeres estaba muy delimitado, y, como en la Europa anterior a la primera guerra mundial, y aún después, los varones se encargaban de las relaciones con el mundo exterior a la familia.
En 1920, cuatro años después de ocupar el desembarcadero de cabo Juby, Francisco Bens, con muy pocos medios humanos y materiales, exploró algunas zonas del interior y, siguiendo el litoral, llegó hasta el promontorio de La Güera, en cabo Blanco, en el extremo sur del Sahara español. El gobierno de la dictadura de Primo de Rivera mostró más interés por este territorio: se establecieron los primeros enlaces aéreos, se potenciaron las factorías de Villa Cisneros y La Güera y, en 1926, nació la Policía Indígena, a pie y montada.
En 1934, el año en que el coronel Capaz desembarcó en Ifni, la Mía o compañía montada en dromedario de cabo Juby inició la exploración del interior del territorio, de mismo nombre para los españoles, Tarfaya para los nativos. Después prosiguió hacia el sur, adentrándose en tierras del denominado Sahara español, para ocupar la alcazaba de Daora, establecer una base en Edchera, seguir, hacia el este, por la Seguía el Hamra, y llegar a Smara. Hasta entonces la voluntad de los gobiernos de Madrid por explorar y controlar las extensas llanadas del desierto saharaui había sido casi nula. Por este motivo, como ya sucediera respecto a Ifni, los franceses se quejaron varias veces de que la no ocupación por España de su zona en el Sahara permitía actuar a las tribus erguibis, desde Seguía el Hamra, sobre los franceses situados en el Adrar. Se decía que el linaje del chej Mohamed Sid el Mustafá descendía de Alí, el yerno del Profeta. Era conocido como Ma El Ainin, porque con ese nombre, Agua de mis ojos, fue llamado, por su madre, uno de sus antecesores, quien fundó una agrupación de hijos y nietos junto a los discípulos que acudieron desde las cabilas (tribus, poblados de jaimas) cercanas, atraídos por su liderazgo religioso. Ma El Ainin fue un chej muy influyente. Gozó de la amistad de los sultanes marroquíes e hizo construir un complejo de dieciséis edificios de piedra y barro, con una alcazaba en medio, en un paraje árido, cubierto de arena, guijarros y pedruscos, pero que era paso de caravanas, estaba próximo a una zona de pastos, y también a la tumba de un santón, Sidi Ahmed Larossi, fundador de la tribu de Arosien, y, lo principal, a escasa distancia existía un lugar donde brotaba el junco (smar) y, en consecuencia, era rico en agua subterránea. Cientos de jaimas se fueron juntando en torno a los edificios de piedra. Nació así Smara. Ma El Ainin combatió la presencia francesa en la zona, no la española, por ser esta mínima y serle útil para el comercio. Murió en 1910, pero los ataques contra las tropas coloniales francesas de erguibis y telmides de la familia Ma El Ainin prosiguieron, primero sobre las situadas en Marruecos y a continuación sobre las acantonadas en el campamento de Leboirat, en la Mauritania o Sahara francés, mientras extendían la llamada a la guerra santa contra el invasor. Los franceses respondieron con varias acciones de castigo, que incluyeron la ocupación de Smara por el teniente coronel Mouret en febrero de 1913. Antes de retirarse, los franceses saquearon el palacio y la mezquita y volaron parte de la cúpula del recinto principal de la alcazaba.
Lo que quedó de Smara fue un pequeño poblado y parte de la vivienda y santuario con mezquita fundada por Ma El Ainin, cuya familia conservó el prestigio religioso del patriarca en el desierto. Fue el 15 de julio de 1934 cuando la sección a dromedario que mandaba el teniente La Gándara izó la bandera española en la alcazaba de Smara, en presencia del chej El Heiba, hijo de Ma El Ainin.
También en 1934, el teniente Enrique Alonso Allustante, que formó parte de la expedición de Capaz, recibió la orden de partir con efectivos de la Mía nómada del Draa acuartelada en Tan Tan, en la región de Tarfaya, y, siguiendo el cauce de la Seguía el Hamra, buscar un lugar con reservas de agua suficientes como para instalar en su entorno un destacamento militar. El lugar que le pareció más adecuado era conocido por los nativos como Aaiún Medlech. Entre los españoles sería conocido como El Aaiún, adaptación fonética al español del nombre árabe, y que significa «las fuentes» o «los manantiales», por las fuentes que existen en su proximidad y por los pozos abiertos sobre el cauce seco de la Seguía. Ese lugar está situado al noroeste del oasis de Meseied y a unos veinte kilómetros de la costa.
El origen de las construcciones conocidas como huevos en el Sahara se encuentra en el primer pozo hecho por el personal a las órdenes del teniente Alonso. Una vez hecho el pozo, y consciente de que carecía de vigas para cubrir y dar cierta entidad a la construcción, Alonso recordó los iglús que se construían en su tierra natal, el Pirineo oscense. Diseñó una cobertura a base de adobes en espiral, que dio lugar a una techumbre de forma ovoide, y recubierta de cal por dentro y por fuera. Esa techumbre producía en su interior una cámara de aire de agradable frescor, o por lo menos soportable, desde luego menos caliente que el del exterior y el que se respiraba en otro tipo de edificaciones. A partir de este diseño surgió la edificación más singular del territorio. Curiosamente, todas las edificaciones con medio huevo de cubierta, los huevos de Alonso, fueron hechas por españoles. Los saharauis de esta zona no disponían de la capacidad técnica para esta construcción, e inicialmente tampoco la costumbre para alojarse en este tipo de viviendas, pero no tardarían en acostumbrarse. En torno al destacamento fue naciendo una pequeña población, cuyos habitantes eran militares y civiles empleados en oficios relacionados con la vida militar.
Durante los años siguientes, militares españoles realizaron una serie de exploraciones que permitieron penetrar hacia la frontera oriental y meridional de la colonia, así como unir por tierra las bases costeras del territorio. Pero la presencia española en zonas del interior, que es un desierto, siguió siendo muy escasa.
La verdadera colonización del Sahara occidental comenzó en la década de 1950, cuando ya estaba muy avanzada la descolonización de Asia, y en marcha la de África. A esta peculiaridad debemos añadir otras referidas a la especial tipología de colonización. Destaca la presencia de lo militar en la colonia, como sucediera en Marruecos, pero no en Guinea Ecuatorial. Otro elemento descriptivo de la colonia del Sahara es el escaso protagonismo de la iniciativa privada,2 a diferencia de lo que estaba ocurriendo en Guinea, mientras que la mayor parte de las inversiones y de los puestos de trabajo creados los aportaba el capital público. En esa década se acometieron obras de infraestructuras, que incluían la mejora de distintos acuartelamientos, la construcción de hospitales en El Aaiún y en Villa Cisneros, de dispensarios en Smara y Auserd, así como la mejora y la construcción de nuevos pozos y el balizamiento y ampliación de la red de pistas y carreteras que unían entre sí los núcleos urbanos y puestos militares. El poblado de El Aaiún siguió creciendo, al ganar peso en la administración del África occidental como consecuencia de la independencia de Marruecos y de la llegada de nuevas unidades militares durante y después de la guerra de Ifni-Sahara.
Una vez alcanzada la independencia, el gobierno de Rabat, que había hecho suyo el discurso del Istiqlal (Partido de la Independencia), ejerció una presión intermitente sobre el gobierno de Madrid. Lo hizo rechazando la petición española de delimitar las fronteras de ambas naciones y reivindicando como propios los territorios de Ifni, cabo Juby, Sahara, Ceuta y Melilla. En 1957 solicitó a España la devolución del enclave de Ifni, que fue rechazada desde Madrid con distintos argumentos, y a continuación la entrega de la región de Tarfaya. Marruecos también presionó sobre Francia, para que le cediera su zona del Sahara, sin éxito, ya que en 1958 nació la República Islámica de Mauritania, así como parte de Argelia, también sin éxito. Los avances del proyecto de Gran Marruecos serían alcanzados, parcialmente, por dos monarcas de la dinastía alauí, Mohamed V y su hijo Hassán II, a costa del pueblo saharaui y de España durante los años siguientes, en dos fases. La primera culminó en abril de 1958.
A comienzos del año anterior, partidas del Yeicht Taharir, el Ejército de Liberación integrado por marroquíes y saharauis de distintas tribus y financiado por el gobierno de Rabat, se establecieron en el Sahara español, desde donde comenzaron a actuar contra los puestos militares del Sahara francés. El despliegue del Yeicht Taharir no fue neutralizado por el gobierno español, de forma que se encontró en disposición de ampliar sus ataques contra los puestos franceses y también contra los españoles. Tampoco ahora llegó orden de Madrid de dar respuesta militar a estas agresiones mediante una acción ofensiva. El gobierno de Franco disponía de una capacidad militar limitada para la guerra en el desierto, no quería que trascendiese a la población una situación de guerra colonial, y en modo alguno deseaba apoyar los intereses franceses en la zona. Por estos motivos, en lugar de enviar refuerzos a las guarniciones, el gobierno ordenó reducir su personal, pero no a partes iguales entre nativos y españoles.
Entonces había tres compañías de Policía Nómada, en Tan Tan, Smara y Auserd, cada una con una sección motorizada con jeeps y camiones y otra a dromedario, ya que en esta zona de desierto no hay camellos. Durante el verano y otoño solo quedaron tropas indígenas en Smara y los pequeños puestos del interior: Tisguirremtz, Amotte, Meseied, Tifariti, Guelta, Bojador, Bir Enzaran y otros. Se hizo correr la voz de que con esta medida se buscaba evitar una situación semejante a la ocurrida durante el desastre de Annual. En la mayoría de los puestos, la tropa indígena se pasó al Ejército de Liberación o abandonó los fuertes para regresar a su empleo anterior, el de pastores nómadas. Pero en otros, cabos y sargentos nativos mantuvieron la fidelidad a España. Este hecho tuvo dos consecuencias. La primera, que unos meses después resultó más sencillo a las tropas españolas restablecer el control sobre el territorio del Sahara. La segunda es que esta actuación quedó marcada en algunos de los oficiales españoles allí destinados, y que fue transmitida, con admiración, y sin que faltara una buena dosis de componentes legendarios, a otros oficiales que acudieron a relevarles.
El gobierno de Franco se vio obligado a rectificar. En un doble sentido. Tuvo que adoptar medidas ofensivas, para lo que fue preciso enviar refuerzos, y también buscar la coordinación con Francia, cuyo gobierno ya había hecho un ofrecimiento en este sentido. La primera medida tomada por el Ministerio del Ejército fue reorganizar una de las banderas de la Legión que había sido disuelta, la XIII Bandera, ahora como fuerza independiente de los tercios y conformada por una compañía de cada uno de los existentes. Los legionarios de la XIII Bandera desembarcaron en la playa de Hasi Aotman a comienzos de julio y se trasladaron en una marcha a pie hasta El Aaiún. Instalaron su campamento en un terreno desconocido para los mandos y para la tropa, y hostil para el ser humano no habituado a vivir allí, a lo que hay que añadir la pésima alimentación recibida. Si avituallar las poblaciones costeras por mar no siempre era fácil, por la ausencia de puertos naturales en el entorno de la capital, y por lo agitado del mar en ocasiones, menos aún lo era atender a las necesidades de las patrullas enviadas al interior del desierto en misiones de exploración y búsqueda de información sobre los movimientos del enemigo.
Con el fin de hacer frente a las acciones del Ejército de Liberación en Ifni y Sahara, abandonando la estrategia defensiva seguida hasta el momento, el gobierno decidió enviar más refuerzos, Infantería de Marina, hasta cinco Banderas Paracaidistas del Ejército de Tierra y otra Bandera legionaria. El personal español se concentró en las principales poblaciones, todas situadas junto a la costa. Hasta octubre de 1957, ni la infantería ni la aviación realizaron acciones ofensivas. Mientras tanto, las fuerzas enemigas crecían en número y establecían un dispositivo de cerco a El Aaiún, que sufrió ataques con fuego de mortero, armas automáticas y fusilería. No era mejor la situación en Ifni, donde varios puestos fronterizos cayeron en manos del enemigo y la capital, Sidi Ifni, también fue cercada. Las escasas fuerzas allí destacadas pasaron los meses de noviembre y diciembre intentando levantar el cerco.
Fue un conflicto de baja intensidad, a base de pequeños combates, emboscadas y actos de sabotaje, pero para el gobierno español fue un problema político y militar. Era un problema político por varios motivos. El primero, porque las tropas combatían por un territorio que interesaba muy poco a los españoles, la mayoría preocupados en resolver sus necesidades de tipo material, en una coyuntura de depresión económica en España y de fuerte crecimiento en el resto de Europa occidental, y, en el caso de los antifranquistas, en sobrevivir a la represión política y cultural. El segundo, porque las bajas afectaron no solo al personal de las tropas indígenas y de la Legión, unidades de tropa profesional, sino también a los Paracaidistas, unidad que contaba con personal procedente del servicio militar obligatorio. Consciente como era del desgaste sufrido por la monarquía de Alfonso XIII a causa del rechazo popular a la campaña de Marruecos, el gobierno de Franco ocultó tanto las bajas como las circunstancias de los combates y la pésima dotación de los soldados en vestimenta, alimentación y armamento.
Además, la guerra supuso un serio problema militar para el ejército español. En un escenario desconocido para el ejército propio y conocido por el enemigo, ningún adversario es pequeño. La tipología de conflicto armado fue muy semejante a los recién finalizados o aún abiertos en Palestina, Indochina, Chipre o Argelia. Pero con algunas salvedades, de las que citamos cuatro. La primera, que el volumen de fuerzas enfrentadas era mucho más pequeño. La segunda, que, al no haber ni medianas ni grandes poblaciones, el terrorismo urbano fue casi inexistente. La tercera, que las potencias coloniales, Francia y Gran Bretaña, adaptaron sus fuerzas a un entorno de guerra irregular, si bien esto no garantizaría una victoria política. En cambio, el mando español en escasa medida pudo llevar a cabo esa adaptación durante el tiempo que duró la guerra. No había ni una oficialidad ni una tropa entrenada para combatir en el desierto, tampoco un servicio de información mínimamente organizado, un sistema de transmisiones moderno o al menos que garantizase las comunicaciones fuera de las bases, ni hospitales de campaña, ni vehículos todoterreno en abundancia y menos aún helicópteros con los que desplazar con rapidez fuerzas a cualquier punto y así perseguir o sorprender al enemigo. Las banderas paracaidistas fueron empleadas, la mayor parte de las veces, en misiones que no guardan relación con lo que se entiende como propias de fuerzas especiales, dado que las patrullas a pie, en ausencia de vehículos aptos para el desierto, podía haberlas efectuado cualquier otra unidad de infantería. Pero durante la primera parte del conflicto, el Gobierno en escasa medida recurrió a los batallones de Infantería que se nutrían del servicio militar obligatorio para cubrir el personal de tropa, sabedor de que su instrucción para la guerra era nula y porque temía una campaña popular contra la guerra.
Y la cuarta salvedad: una parte de los pobladores del Sahara, tanto en la zona española como en la francesa, vivieron el conflicto como algo ajeno a ellos, pues veían a los españoles como ocupantes de su tierra, y lo mismo al Yeicht Taharir. Los jefes de este ejército decían luchar por la libertad del Sahara, pero lo que la mayoría querían dar a entender con estas palabras es que esa libertad se alcanzaría con su incorporación al reino de Marruecos. Una parte de los saharauis permanecieron al servicio de los españoles, otros se incorporaron al Yeicht Taharir y la mayoría trató de permanecer al margen de la guerra. No existía entonces una conciencia nacional saharaui, lo que dominaba era la creencia y la voluntad de formar parte de una tribu, y de una comunidad de creyentes en una fe religiosa.
El Gobierno censuró la información. Los medios de comunicación apenas ofrecieron datos fehacientes de las 800 bajas entre muertos, heridos y desaparecidos, y ninguno del deficiente equipo militar ni de lo desacertado de algunas operaciones militares, una de estas con el resultado de numerosas bajas propias frente a un enemigo que no estaba mejor armado. Nos referimos al combate más sangriento por parte española: la emboscada sufrida en Edchera, en enero de 1958, por la XIII Bandera de la Legión. El valor y el sacrificio fueron derrochados a raudales, y parece evidente que buena parte del personal asumió a rajatabla el credo legionario. Pero es posible que la oficialidad tomara decisiones erróneas, con el resultado de que el enemigo, que consiguió escapar, produjera el mayor número de bajas en una unidad española tipo batallón desde el final de la guerra civil.
El día 13 de enero, la XIII Bandera, motorizada y casi al completo, y acompañada por un destacamento de tropas nómadas, salió de El Aaiún. Se dirigió a Edchera. El objetivo era efectuar un reconocimiento sobre esta zona, ya que la posesión del denominado paso de Edchera era fundamental para el enemigo y se sabía que en su entorno se encontraba un grupo numeroso, que había escapado a la maniobra envolvente de la bandera legionaria, en el oasis de Messeied, unas semanas atrás. Obviamente, una vez aportada la información necesaria por los exploradores, se trataba de tomar contacto con el enemigo y evitar que esta vez escapara. Sobre cómo ocurrieron los combates se ha escrito bastante y la versión ofrecida en el diario de operaciones de la bandera ha sido cuestionada en medios militares. La columna española, en camiones y jeeps, se aproximó a la zona, sin las precauciones debidas o con la intención de dejarse ver y de atraer el enemigo, en cualquier caso el resultado fue que cayó en una emboscada. El enemigo sorprendió al convoy con fuego sobre los camiones que transportaban a la tropa, desde uno de los bordes de la orilla de la Seguía el Hamra. El capitán de la segunda compañía, Jáuregui, recibió la orden de avanzar hacia el interior de la Seguía. Una vez allí sufrió el fuego enemigo, situado en una posición elevada y difícil de batir con fusiles y ametralladoras, mientras recibía un escaso o nulo apoyo de los morteros situados a retaguardia. Una de sus secciones vio frenado su avance, mientras los dos pelotones de la otra sección quedaron copados en un lugar muy desfavorable para su defensa. Una parte de la 1.ª Compañía también se vio implicada en la peor parte del combate. Al parecer, la 2.ª Compañía tardó en recibir la orden de repliegue, es posible también que hubiera fallos en las comunicaciones, y el nutrido fuego procedente de las filas enemigas hizo casi imposible la retirada. El conjunto de la operación, frenada por la caída de la noche, tuvo como resultado treinta y siete muertos y cincuenta heridos por parte española. Durante la noche el mando reajustó el despliegue y ordenó establecer posiciones defensivas. El enemigo aprovechó la noche para retirarse.
Al mediodía del 14 de enero, la bandera emprendió el regreso a El Aaiún, transportando las bajas propias y el material recogido al adversario. Dos de los fallecidos, el brigada Francisco Fadrique Castromonte, que mandaba la tercera sección de la 1.ª Compañía, y el legionario Juan Maderal Oleaga, serían condecorados con la Cruz Laureada de San Fernando, el máximo premio al valor en el ejército español; son, hasta la fecha, los últimos laureados de la Legión y también del ejército español. Según testimoniaron los supervivientes, ambos cumplieron con su obligación durante el combate y se quedaron para cubrir a sus compañeros, perdiendo la vida en el empeño. Otros legionarios recibieron también condecoraciones, de rango menor. Como siempre ocurre en las guerras, y en la vida civil, las condecoraciones no fueron repartidas con equidad: no recibió condecoración alguna el cabo primero nativo Ali uld Sidi Baba uld Haramdalah, que era uno de los componentes de tropas nómadas agregados en calidad de asesores de la plana mayor de la bandera; tal vez no asesoró lo suficiente o asesoró y no le escucharon, pero su muerte fue tan heroica, o casi tanto, en realidad nadie quedó vivo para contarlo, como la de sus compañeros condecorados.
La guerra duró tres meses. A comienzos de 1958, los gobiernos de París y de Madrid llegaron a un acuerdo de colaboración militar. El recurso a la Armada, para disponer de medios de transporte y desembarco suficientes, y para atacar blancos en tierra, así como a la Fuerza Aérea, para el ataque y el lanzamiento de paracaidistas, y el despliegue de unos 9.000 hombres y de caballería motorizada para la acción conjunta con Francia permitieron recuperar Smara, el 10 de febrero de 1958, e ir reponiendo las guarniciones de los pequeños puestos en el Sahara.3
Mohamed V y su heredero recibieron una advertencia por su apoyo a las bandas incontroladas que habían invadido el territorio de Ifni. En una acción de presión resolutiva, en situación de crisis, con una escalada de la tensión que podía desembocar en un enfrentamiento armado con Marruecos, el Gobierno ordenó que varios buques de la Armada entraran en aguas marroquíes y se situaran frente a la ciudad portuaria de Agadir, permaneciendo durante varias horas con su artillería apuntando a tierra por estribor.4 Ese día, el 7 de diciembre de 1957, el heredero, el futuro Hassán II, se reunía en Rabat con varios de los jefes del Ejército de Liberación. Posiblemente, en esa reunión revocó las órdenes que él mismo había dado, es decir, la demostración naval española tuvo un efecto disuasorio.
Pero los monarcas marroquíes alcanzarían varios de sus objetivos sin el recurso a la guerra. En virtud del tratado de Angra de Cintra, de abril de 1958, España procedió a la descolonización total de lo que había sido denominado Protectorado de España en Marruecos: entregó el denominado Protectorado sur, la región de Tarfaya. Era un territorio de interés para España, económico, por los recursos pesqueros y mineros, y estratégico, dada su proximidad a las islas Canarias. Sin embargo, el gobierno de Franco, que salía del aislamiento internacional, y que afrontaba una pésima situación económica, decidió olvidar la inamistosa política de Rabat, así como su implicación en los ataques a Ifni y Sahara. Tal vez la actitud del gobierno de Franco fue entendida por el monarca marroquí y por su sucesor, Hassán II, como un signo de debilidad, de falta de voluntad española para mantener la presencia en África si una amenaza de guerra, o el desencadenamiento de un conflicto armado, erosionaba al régimen en el interior, al beneficiar a la oposición antifranquista.
Sabedor de que no tardarían en llegar otras reclamaciones marroquíes, el gobierno español decidió, antes de entregar Tarfaya, separar los territorios de Ifni y Sahara, que integraban el Gobierno General del África Occidental Española, en dos provincias distintas. Lo hizo mediante decreto de Presidencia del Gobierno de fecha 10 de enero de 1958. El objetivo era mostrar a Marruecos y a Naciones Unidas que esos territorios tenían distinta categoría, que uno, Ifni, sería devuelto a su antiguo propietario cuando este mostrase una mejor voluntad en sus relaciones con la exmetrópoli, y que el otro, Sahara, estaba habitado por una población distinta y deseosa de permanecer vinculada a España. El régimen de gobierno y administración de las dos provincias continuó a cargo de la Presidencia del Gobierno a través de la Dirección General de Plazas y Provincias Africanas. Cada una estaría regida por un gobernador general con residencia en Sidi Ifni y en El Aaiún, respectivamente, cargos que ostentarían generales del Ejército de Tierra, y su nombramiento se haría por decreto, acordado en Consejo de Ministros, a propuesta conjunta de la Presidencia del Gobierno y del Ministerio del Ejército.
La administración española carecía de datos fiables sobre el número de habitantes del Sahara atlántico. En 1961, el Gobierno comunicó a la Comisión de Naciones Unidas para la Información de Territorios no Autónomos que allí vivían 30.000 personas. Seguramente eran más, pues el nomadeo y el ocultamiento de la mujer a los europeos, por los cabezas de familia, dificultaban el recuento por las autoridades. Pero aunque ese cálculo sea aproximado, no cabe duda de que la población no podía ser muy superior, si acaso unos pocos miles, y que era escasa para el territorio, precisamente por ser la mayoría desierto, con una densidad media de un habitante por kilómetro cuadrado. El nomadismo ya estaba en retroceso, ya que existía una alternativa, urbana, a esa forma de vida, que requiere de un largo y exigente aprendizaje. Smara y las factorías de El Aaiún, el pequeño núcleo de Villa Cisneros y el cabo Bojador y los morabitos desperdigados, dedicados a santones venerados, no eran ya las únicas poblaciones de construcciones fijas. La reciente campaña militar había dado lugar al establecimiento de nuevas unidades en el territorio y a la construcción de varios fuertes para cubrir las fronteras. A su vez, este dispositivo militar fue un factor de atracción para la llegada de población civil española y para que los saharauis buscaran puestos de trabajo y subvenciones en el entorno del poder colonial. Las tres poblaciones citadas irían creciendo, a ritmo lento, y también La Güera, y en menor medida algunos poblados en zonas del interior, a base de jaimas y algunas casas dispuestas siempre en torno a un oasis o un fuerte militar.
Entre 1907 y 1959 España creó varias unidades militares que tuvieron como objetivos la ocupación, el control y la defensa de territorios situados en el continente africano. Con el objetivo de asegurar el dominio sobre el Protectorado en Marruecos y disminuir el número de bajas propias causadas por la oposición de las tribus de la zona del Rif a la presencia española, durante el reinado de Alfonso XIII se fundaron dos unidades militares compuestas por profesionales (no personal del servicio militar): Regulares Indígenas, en 1911, que estaba compuesta de oficiales y suboficiales españoles y de suboficiales y tropa indígena, en su mayoría marroquí; y Tercio de Extranjeros, que nació en 1920 y pronto se denominó la Legión, cuyo mando correspondía a oficiales españoles, mientras que el personal de tropa y suboficialidad estaba integrado por españoles y extranjeros, en su mayoría europeos, sudamericanos y centroamericanos. Una vez terminada la campaña de Marruecos, a finales de la década de 1920, tanto el gobierno de Primo de Rivera como el de la Segunda República redujeron los efectivos de ambas unidades. Lo mismo sucedió cuando Marruecos accedió a la independencia, en 1956, pero el Ministerio del Ejército las mantuvo operativas, hasta la actualidad, con cometidos y características distintos a los de la etapa fundacional. Los sucesivos gobiernos también crearon unidades militares, y asimismo policiales, para los otros tres territorios africanos, Ifni, Guinea y Sahara.
Por lo que al Sahara se refiere, en 1926 se creó una Mía (centuria) de Policía a pie para cabo Juby. Era una unidad con mandos europeos y tropa nativa con misiones defensivas del puesto allí establecido, así como policiales y de rescate de náufragos y de aviadores en el desierto. La necesidad de cubrir otras necesidades, tanto en las poblaciones próximas a la costa como en el desierto, condujo a la organización en octubre de 1928 de las Tropas de Policía del Sahara, cuyo medio de desplazamiento era el dromedario. Esta sí era una unidad acorde a las características del territorio. Su modelo era el de las tropas a camello de los británicos en India y, más recientemente, de las unidades conocidas genéricamente como meharistas y creadas por los franceses para el Sahara argelino. Mientras la Policía a pie realizaba su labor en la zona de cabo Juby, la Policía del Sahara pasó a desempeñar funciones propias de tropas nómadas, como eran las de imponer la lealtad de los chiuj o jefes de las facciones tribales, llevar a cabo una acción política, social y administrativa mediante el contacto directo con la población indígena, mantener y controlar los pozos, vigilar las fronteras, perseguir a los delincuentes y ladrones de ganado y auxiliar a los náufragos y a quienes sufrían una avería o accidente de aviación. Pero era una fuerza reducida, lo que se explica por el presupuesto empleado y porque las necesidades españolas en el territorio eran entonces escasas.
El mando de la Policía del Sahara correspondía a un capitán jefe, asistido por cinco oficiales europeos, con experiencia adquirida en Marruecos en el trato con la tropa indígena, y dos caídes; estos caídes eran oficiales nativos, pero no de carrera, sino que habían ascendido desde su contratación como soldados para la Policía a pie por méritos en el servicio. La nueva unidad siempre dispuso de algunos individuos de tropa europea, pero se nutría sobre todo de personal indígena, de los conocidos como áscaris. La tropa nativa tenía dos procedencias, de fuera y de dentro de Sahara. Una parte se reclutaba en Marruecos, entre personal que había servido en la Mehal-la5 y en Regulares. Otra parte del personal se reclutaba en Sahara, en función de sus antecedentes y aptitudes físicas: pastores, cazadores y guerreros del desierto; los últimos eran gentes acostumbradas a sobrevivir con el fruto obtenido tras el combate a otras tribus, a los franceses o a los españoles, hombres que no conocían otro estilo de vida que el del nómada, habituados al desierto y con capacidades para el combate. Los oficiales encargados de la recluta procuraban equilibrar la procedencia tribal, para así evitar el dominio de unas tribus sobre otras y también problemas de insubordinación. No obstante, el mayor contingente lo proporcionaron las tribus de Ulad Delim y Ergibat, dada su tradición guerrera.6
El aumento de efectivos fue muy lento. Hasta después de la guerra civil de 1936-1939, no hubo unidades propiamente militares en el Sahara español. Durante la segunda guerra mundial, las unidades del Grupo de Tiradores de Ifni fueron desplegadas en distintos territorios para mejorar el dispositivo defensivo. Este grupo poseía seis tabores, unidad de entidad y organización similar a los batallones de infantería. Solo uno de los tabores fue desplegado en el Sahara. Es evidente que el Gobierno estaba más preocupado por lo que pudiera ocurrir en las islas Canarias e Ifni, territorios más próximos a los escenarios de la guerra mundial. Por lo que se refiere a la Policía del Sahara, las Mías recibieron algunos vehículos de motor, pero la mayor parte de sus efectivos seguían desplazándose a dromedario, por lo reducido del presupuesto para la motorización de la unidad y la escasez de carreteras en la colonia, y en general tanto sus medios de comunicación como armamento estaban anticuados. No obstante, durante las décadas de 1940 y 1950, España fue imponiendo su soberanía sobre el territorio gracias al trabajo hecho por las patrullas, a dromedario y motorizadas, y el establecimiento de puestos de policía en zonas del interior, en pequeños poblados cercanos a las fronteras de Marruecos y de los territorios que más tarde conformarían Argelia y Mauritania.
Como consecuencia de la guerra contra el Yeicht Taharir y de las reiteradas reclamaciones de Ifni y Sahara por parte del gobierno de Rabat, el gobierno de Franco decidió situar en ambos territorios unidades de la Legión, dotadas de baterías de artillería transportada y grupos ligeros de caballería mecanizada. Pero lo sucedido durante la reciente campaña militar impulsó a varios jefes y oficiales a plantear la necesidad de una unidad militar especializada en el control de las extensas zonas de desierto. El desconocimiento del territorio por la oficialidad recién llegada, sin pasar por un curso de formación previo, las duras condiciones que el desierto impone, la antigüedad del material de guerra y las carencias en intendencia y sanidad habían dado lugar a serios problemas durante la campaña recién terminada: extravío de columnas de tropas, fallos en las transmisiones, errores en la interpretación de las capacidades y movimientos del enemigo, y dominio por las guerrillas enemigas de amplias zonas del territorio español. Parecía aconsejable disponer de una unidad militar compuesta, en su mayor parte, por personal que conociera y estuviera acostumbrado a vivir y moverse por el desierto. Dadas las características del territorio, una parte de este personal tendría que tener conocimientos previos de montar en dromedario. Oficiales españoles recorrieron las zonas de frigs, las agrupaciones de jaimas, para censar de nuevo a las familias y reclutar personal militar, a veces entre quienes habían combatido en las filas del Ejército de Liberación o dado a este algún tipo de colaboración.
Esta labor de reclutamiento fue completada con otra iniciativa. El nuevo gobernador general del Sahara, el general de división Mariano Alonso Alonso, realizó una buena labor política, pues combatió el problema del agua con trabajos para la afloración de nuevas fuentes y la mejora de los pozos y puso en marcha la enseñanza para los jóvenes saharauis, y también atendió a las necesidades militares. A semejanza de las unidades que había conocido en Marruecos, creó en el Sahara las primeras harcas, que eran unidades mercenarias con veinticinco hombres cada una, al mando de un oficial español. Se crearon cinco, para situarlas muy próximas a las líneas fronterizas de la zona norte. Su misión era recorrer el desierto, vigilar y, en su caso, descubrir e informar al mando sobre los movimientos sospechosos de las fuerzas marroquíes. También fueron empleadas para combatir a las bandas armadas enemigas que, con carácter residual, habían permanecido en la zona fronteriza de Marruecos con el Sahara español, con el permiso del gobierno de Rabat, y para dar seguridad a las poblaciones nómadas y al personal de las prospecciones petrolíferas, que proliferaban a finales de la década de 1950.
Estaba a punto de nacer una unidad militar para servicio en el Sahara español. La experiencia bélica aconsejaba sustituir los Grupos de Policía Nómada con otras fuerzas de mayor entidad y operatividad. Además, aunque la utilidad de tropas a dromedario estaba demostrada, la Policía precisaba de un parque más numeroso de vehículos ligeros todoterreno, tipo land rover. Lo que sucedió fue que el mando de la Policía solicitó al Ministerio del Ejército un aumento de plantilla y una mejora de la dotación en armamento, transmisiones y vehículos. El Ministerio lo concedió. El jefe de los Grupos Nómadas cursó una nueva petición de armamento, de mayor calibre, que incluía lanzagranadas, morteros y cañones sin retroceso. El Estado Mayor del ministro, teniente general Antonio Barroso, emitió un informe negativo, basado en la consideración de que se iba camino de crear en el Sahara dos ejércitos con mandos distintos. Como resultado, se suprimió la unidad policial existente y nacieron tres unidades diferentes: Policía Territorial, con funciones de policía, que tendría cuarteles en las ciudades y en los puestos del interior; Servicio de Información y Seguridad, labor que, con escasos medios y personal poco preparado, ya realizaba la policía; y Agrupación de Tropas Nómadas (ATN). La ATN, los Nómadas, era una unidad del Ejército de Tierra. En cambio, la Policía Territorial y el Servicio de Información dependían de Presidencia del Gobierno y el servicio en ambas unidades podía ser solicitado por oficiales de los tres Ejércitos y de la Guardia Civil.
Tropas Nómadas fue creada a finales de 1959, como unidad de carácter y objetivos militares, y dependiente en consecuencia del Gobierno Militar del Sahara. Su misión general era la de irradiar la acción del mando a los más alejados territorios de la provincia, y sus misiones específicas las siguientes, que unas eran propias de policía y otras de combate e inherentes a toda unidad militar: acopio de información; vigilancia y control de sus zonas de acción, y en especial de las regiones fronterizas; aprehensión de malhechores y sospechosos aislados; persecución y destrucción de partidas enemigas infiltradas y cuya cuantía no exigiera el empleo de mayores medios; guarnecer y mantener los puestos avanzados; el control, protección y asistencia a los nómadas que se movían por la zona española; y cuanto incumbiese a un eficiente servicio de policía en el campo. Su primer jefe fue el teniente coronel de Infantería Enrique Alonso Allustante. La primera plantilla tenía la siguiente composición: 3 jefes y 56 oficiales europeos, 1 caíd (oficial indígena), 53 suboficiales, 265 soldados europeos y 771 soldados nativos. Nómadas tenía Plana Mayor y dos Grupos, en los subsectores Río Rojo y Río de Oro, y cada Grupo Plana Mayor y tres mías, unidades de entidad compañía. La transformación más importante consistió en la creación, en 1963, de un tercer grupo. Al principio, las mías eran mixtas, con dos secciones motorizadas con vehículos land rover y una a dromedario. Luego, a la búsqueda de mayor operatividad, se establecieron dos mías motorizadas y una a dromedario. Finalmente, todas las mías fueron motorizadas, y se organizó otra unidad, denominada ferga, que, sin ser compañía, tenía entidad superior a sección, para agrupar a todos los dromedarios de cada grupo.
Dadas las características de las misiones y los grandes espacios donde estas debían ser cumplidas, la Agrupación dispondría de cuarteles en todas las ciudades y en varios puntos del interior del territorio, con especial atención a la zona norte, la fronteriza con Marruecos; unos años más tarde será preciso vigilar también la corta línea fronteriza con Argelia y la larga frontera con Mauritania, ya que en ambos países establecerían bases de actuación y aprovisionamiento las partidas guerrilleras del Frente Polisario. Los Nómadas se establecieron en una serie de fuertes ya existentes y paulatinamente se construyeron nuevas bases. De estas bases partían las patrullas motorizadas o montadas a dromedario, de acuerdo con las necesidades del Estado Mayor del general jefe del Sector del Sahara. La jefatura de cada grupo organizaba y ordenaba a las compañías los servicios de patrulla montada a realizar, tanto su composición, itinerario como duración, con el fin de controlar las jaimas, las zonas de pastos, los pozos de aguadas, así como toda la información relacionada con el orden público, sanidad, etc., que la patrulla se encontraba durante la realización del servicio. Por este motivo, las mías montadas disponían de cabeceras y de destacamentos fijos de sección y eventuales de pelotón y escuadra, y eran estos últimos los que se montaban con ocasión de concentraciones de personal indígena en pozos, aguadas o zonas de pastoreo.
Por lo que se refiere a su personal, el soldado nativo era siempre voluntario. Mediante su alistamiento en Nómadas no adquiría un compromiso de permanencia en la unidad para un período de tiempo determinado, a diferencia de la tropa profesional alistada en la Legión. Normalmente su alistamiento se producía por una captación directa de los mandos españoles, capitanes, tenientes y sargentos, dentro de la zona de acción de cada compañía, o bien por petición directa del interesado en filiar en Nómadas, de modo que cada soldado ingresaba para una compañía en concreto. El criterio fundamental a la hora de contratar nativos era que fueran conocedores del territorio, pastores, personal procedente de la policía indígena o exmiembros de las tropas coloniales francesas, más que otros requisitos como pudieran ser la edad o la cultura. Cuando se producían vacantes, se reclutaba a personas ya contactadas durante las misiones de patrulla del territorio. A continuación, el capitán informaba al jefe del grupo y el nuevo personal nativo ingresaba en la mía correspondiente, para hacer la instrucción e incorporarse paulatinamente a los distintos servicios de la unidad.
Nómadas siempre dispuso de personal de tropa europeo, aportado por el servicio militar obligatorio, que tenía una duración de quince meses, de los que tres eran de instrucción y doce de servicio en una de las unidades establecidas en la colonia. El personal europeo era empleado prioritariamente en servicios en el interior de los cuarteles. Las patrullas estaban integradas por personal mixto, nativo y europeo, pero con mayoría de nativos; por supuesto, los guías y la inmensa mayoría del personal de la ferga eran nativos. Paulatinamente, se fue incorporando un número mayor de europeos a las patrullas, para que al menos una parte de esta tropa adquiriese conocimientos del territorio. Además, desde comienzos de los años setenta, esta medida resultaría imprescindible, por seguridad, ya que algunos capitanes de las mías y tenientes de las secciones empezaron a desconfiar de la fidelidad de una parte de la tropa nativa.
Como consecuencia de los escasos recursos que para sobrevivir ofrecía el territorio, los nativos consideraban que ingresar en Nómadas era un muy buen empleo. Así pues, los jefes de tribus intercedían para las filiaciones, y lo mismo hacía el personal de Nómadas con hijos varones. El empleo de soldado aportaba un sueldo, superior o muy superior a lo que ganarían como pastores o como empleados en el sector servicios de las ciudades, así como la posibilidad de vivir cerca de sus familias. Otros empleos a los que entonces tenían acceso y que estaban bien considerados entre la población nativa eran los de policía y los de conserjes y otros en los servicios administrativos del Gobierno General. Los menos afortunados de entre quienes habían abandonado la vida nómada tenían que conformarse con los empleos en la construcción y el mantenimiento de caminos y carreteras y en las obras que se llevaban a cabo en las ciudades. Durante sus dieciséis años de existencia pasaron por las filas de la Agrupación 440 jefes y oficiales, 339 suboficiales, 1.977 individuos de tropa indígena y 10.004 individuos de tropa europea, lo que muestra la tendencia a sustituir al personal nativo por el procedente del servicio militar obligatorio. Pues los jóvenes españoles hacían este servicio en todas las provincias, y sorteaban para todas las unidades, incluidas la Policía Territorial y Nómadas.
La tropa nativa no disponía de alojamiento en el interior de los cuarteles, a diferencia de los europeos. Como se ha dicho, esta tropa estaba empleada en una mía concreta, y esta situación le permitía vivir junto a su familia, y en ocasiones en la zona de nomadeo de su tribu, si es que mantenía este vínculo de relación social. Así pues, la tropa nativa y sus familias se alojaban en las poblaciones próximas a los fuertes, como era el caso de Smara, o en zonas intermedias entre los fuertes y las pequeñas poblaciones, unas veces en jaimas de piel de dromedario o de cabra y otras en pequeñas casas o chabolas de techado metálico, cuando ahorraban dinero y deseaban que se percibiese su mejora de posición económica.
Por lo que se refiere a la oficialidad y suboficialidad nativa, la plaza de caíd no fue cubierta. En cambio, sí hubo, desde el principio, sargentos y cabos nativos. Estos sargentos no tenían categoría de suboficial, sino de tropa. Se había dado la opción de que el personal de la Policía Indígena se integrase en Nómadas o en Policía Territorial, y buena parte de estos sargentos y cabos procedían de esta unidad; pasados unos meses, otros saharauis fueron designados para ambos grados por oficiales españoles, al considerarles adecuados para ejercer labores de cierta responsabilidad, incluido el mando de tropa. Aunque no se les dio la opción de hacer los cursos reglamentarios de suboficial, que les habrían habilitado para servir en cualquier unidad del Ejército español, estos sargentos cobraban a menudo más dinero que los sargentos españoles, en virtud de los complementos obtenidos en concepto de trienios y familia. Todos los salarios se complementaban con las retribuciones específicas de trienios, gratificaciones de mando y destino, indemnización por agua, plus de destacamento y nomadeo, y gratificaciones de residencia, fuerzas especiales, vivienda y masita (vestuario).
Para los oficiales españoles que sirvieron en Nómadas y en puestos del interior de la Policía Territorial, los asuntos indígenas suponían otro aprendizaje más, que a unos fascinaba y en el que otros pusieron escaso interés. El choque, eso sí, estaba asegurado, pues el Ministerio del Ejército español, a diferencia de lo que hacían los franceses y otros ejércitos, nunca se ocupó de dar un curso de preparación para el servicio en las colonias. Además, los oficiales destinados en Smara y en los pequeños puestos tenían una autonomía que nunca habían imaginado durante sus años de academia y el servicio en los cuarteles peninsulares, y a menudo más competencias.
Algunos, los menos, llegaron por haber pedido ese destino, es decir, voluntarios; otros, cada vez más, recibirían el destino con carácter forzoso. Algunos quedaron embrujados y procuraron permanecer aquí, conscientes de lo que el desierto africano y los saharauis les ofrecían como experiencia vital, no solo militar. Otros acabaron asirocados, con su espíritu medio destruido tras haber hecho del servicio en África un refugio por saberse inadaptados en los destinos fáciles. Fueron muchos los que llegaron, forzosos, para servir en las distintas unidades, y desearon que pasaran rápido los dos años de destino obligatorio. Los que alargaron el servicio en el interior del desierto, en rara ocasión lo hicieron por la paga superior que suponía el destino en Sahara, caso distinto es el de los destinados en las ciudades. Aquellos quedaron atrapados por una vida distinta, dura, difícil, por unas noches de claridad lunar, dicen algunos, de un mar de estrellas, por vientos que le pueden barrer a uno, por los grandes horizontes, por aquello que es distinto a lo que uno ha conocido en su lugar de procedencia y cautivados también, en ocasiones, por unas gentes orgullosas, hospitalarias, muy fieles a quienes reconocían como sus jefes y en todo más sencillas que los que nos llamamos, nosotros a nosotros mismos, occidentales.
Cuando sus padres se instalaron en Don Benito, Sonsoles permaneció varios años en Madrid. Vivía en casa de su abuela Antonia, en la calle de Hermanos Miralles (hoy General Porlier), donde también residía su prima María Jesús. Cursó la mayor parte de sus estudios en el colegio de Loreto, en la calle del General Mola, que antes se llamó, y tal es su nombre en la actualidad, del Príncipe de Vergara, en homenaje al general Baldomero Espartero. Más adelante, cuando sus padres y sus siete hermanos se trasladaron a vivir a El Aaiún, en 1964, Sonsoles se unió a la familia. Finalizó los estudios de bachillerato allí, en el Instituto de Enseñanza Media General Alonso.
A medida que los pueblos accedían a la independencia y se incorporaban a Naciones Unidas, el independentismo tenía más fuerza en la ONU, pues, en general, sus gobernantes trabajaban a favor de la libre determinación de los pueblos aún sometidos a situaciones coloniales. En 1960, la Asamblea General de Naciones Unidas creó un comité compuesto por diecisiete miembros, el cual quedó encargado de la descolonización; este comité vino a sustituir a uno anterior, que se había ocupado de pedir y recibir información sobre los territorios no autónomos, y no tardaría en convertirse en el Comité de los 24.
También en 1960, la Asamblea General aprobó la Declaración sobre concesión de la independencia a los países y pueblos coloniales y las Resoluciones 1514 (XV), que será la Carta Magna de la descolonización, y 1541, a modo de guía para que los Estados declararan si administraban o no territorios no autónomos. Estos documentos establecieron las bases del proceso descolonizador: principio de autodeterminación para los territorios calificados como no autónomos y que figurasen en la lista del Comité de Descolonización, y principio de respeto a la integridad territorial. Así quedó deslegitimada definitivamente cualquier relación colonial. Al menos en teoría, ya que esas resoluciones contemplan como resultado de la autodeterminación tanto la independencia como la unión a otro Estado e incluso la integración en la potencia administradora, ya que a las grandes potencias les interesó esa redacción.
Para evitar que España fuese incluida en el bloque colonialista, el gobierno de Franco modificó las respuestas, primero dilatorias y después ambiguas, a la pregunta sobre si administraba territorios no autónomos, en referencia a aquellos étnica y culturalmente distintos y geográficamente separados del país que los administra, que era el paso previo a la demanda de la apertura de un proceso para su autodeterminación. Ese comportamiento le había sido permitido al gobierno español por una suma de factores: la reciente descolonización de Marruecos, la escasa entidad económica de los territorios que administraba, la debilidad del nacionalismo en Guinea, su inexistencia en el Sahara y la ausencia de conflictos armados en ambos escenarios. Pero tras las independencias de Somalia, Togo, Nigeria, Camerún, Gabón, Chad, Dahomey, Níger, Costa de Marfil, Congo francés y Congo belga, y a punto de llegar las independencias de Argelia, traumática para Francia, y Mauritania, el Comité de Descolonización había fijado su vista en Portugal y España, para que respondieran a lo ya preguntado, ¿qué territorios no autónomos administraban? A diferencia de Portugal, España se había plegado a las presiones de la ONU y comunicado que facilitaría la información solicitada al secretario general. El gobierno de Franco actuó de esta forma porque tenía una necesidad que el gobierno portugués, colaborador de los aliados en la segunda guerra mundial y miembro de la Organización del Tratado del Atlántico Norte, sentía de manera menos acuciante. A causa de la experiencia de aislamiento internacional tras la guerra mundial, por su alianza y colaboración con los gobiernos fascistas, el español buscaba ahora ser aceptado sin recelos en la sociedad internacional. En el curso de los debates conducentes a la aprobación de las dos resoluciones citadas, el representante permanente español, Jaime de Piniés, reconoció que España administraba territorios no autónomos, que eran Sahara, Ifni, Fernando Poo y Río Muni. Esa decisión pragmática libró a España de las continuadas condenas que sufrió Portugal.
En España, las competencias en materia colonial estaban en manos de Presidencia del Gobierno, y en menor medida de los ministerios militares y de otros ministerios. La mano derecha de Franco y ministro de la Presidencia, Luis Carrero Blanco, apostaba por la continuidad y veía en el caso concreto de Guinea el mejor ejemplo de la labor civilizadora, que no colonizadora, de España. En general, el Ministerio de Exteriores carecía de competencias e incluso de información en temas coloniales. Con dos excepciones. En cuanto a información, la remitida por sus representantes diplomáticos y consulares. En cuanto a competencias, cuando el tema colonial incidía en la política exterior del Estado español. Precisamente, el hecho de que la representación española ante Naciones Unidas fuera competencia de Exteriores y de que ahora, superada la fase de exclusión y condena, el principal tema de litigio España-Naciones Unidas fuera la cuestión colonial, hizo ganar peso a Exteriores en el tema de Guinea. Este fue, en materia de descolonización, y tras el de Marruecos, el que se planteó primero a nivel internacional.
El realismo del ministro de Exteriores, Fernando María Castiella, basado en la idea de que no se podía ir contra la descolonización y menos aún si se quería que España mejorase sus relaciones internacionales, se enfrentaba al pensamiento dominante en los grupos dirigentes. Estos tenían una visión retrospectiva de la grandeza española y se dejaban arrastrar por una valoración errónea de las capacidades del Estado español en política exterior y por un sueño imperialista basado en dos pilares: el dominio del estrecho de Gibraltar y la influencia en el occidente africano y en una gran zona del Atlántico, Melilla-Cádiz-Ceuta-Canarias-Guinea-Sahara. Sin embargo, los factores actuantes a favor de la descolonización, y, sobre todo, las noticias de las guerras coloniales, con los temidos efectos desestabilizadores en el interior de las metrópolis, inclinarían paulatinamente la balanza a favor de los franquistas partidarios de no correr riesgos innecesarios por apostar en contra del curso de la historia y de ir sacrificando el dominio directo de territorios africanos a cambio de ganar peso en la sociedad internacional, de conseguir el ingreso de España en la Comunidad Económica Europea y de, tal vez, recuperar Gibraltar.
La estrategia seguida le supuso a Castiella un duro enfrentamiento con otros sectores del franquismo. Pero lo que buscaba era fortalecer a España y al gobierno de Franco, y no lo contrario, estableciendo nuevas fórmulas en materia colonial, como el gobierno autónomo, retrasando, sin esquivar, la descolonización y atenuando sus efectos políticos y económicos mediante algún tipo de asociación de las excolonias con la metrópoli. Así lo entendió Franco, quien autorizó una parte de su programa en asuntos coloniales. Lógicamente, sus competidores en el Consejo de Ministros le pasarían factura por sus dos principales fracasos: las Comunidades Europeas dijeron no a la integración de España y el gobierno de Londres se negó a dar paso alguno en la descolonización de Gibraltar. El resultado del proceso de descolonización de Guinea también erosionará la posición de Castiella.