«Si el hombre no se hallara entre el cielo y el infierno no tendría pensamiento, voluntad y menos aún libertad de elección, pues todas estas cosas las tiene por el equilibrio entre el bien y el mal»
EMANUEL SWEDENBORG
El Cielo y sus maravillas...
Hacia el s. II de nuestra era se comenzó a difundir la idea de que todos tenemos un ángel bueno y un ángel malo. Hallamos las primeras referencias en El Pastor de Hermas, obra cristiana de reminiscencias esenias escrita por Hermas, hermano del papa Pío I, que algunos códices incluyeron entre los libros del Nuevo Testamento. En ella se dice que todo hombre camina con dos ángeles sentados sobre sus hombros. Uno, el de la justicia (derecha) y el otro, el de la iniquidad (izquierda). Cada uno de ellos intenta guiar las emociones y decisiones de la persona según su naturaleza. Mientras el de la izquierda induce a ceder a los desmanes de los deseos, el bueno protege de los peligros físicos y espirituales e invita a desarrollar las inclinaciones positivas. A Hermas, el protagonista de la obra, se le aconseja comprender el mensaje de ambos ángeles pero confiar únicamente en el de la justicia. En cualquier caso, sólo las elecciones del ser humano pueden inclinar la balanza a favor de uno u otro. Nuestra voluntad y libre albedrío están asegurados.
Los ángeles islámicos, Raaqib y Atid, llamados «los escribas» o los Kiraman Katibin, se sitúan asimismo sobre los hombros y registran las acciones del ser humano: las buenas, el de la derecha y las malas, el de la izquierda, pero no pueden influir en las elecciones personales.
Por su parte, el judaísmo sostiene la idea de que cada hombre recibe al nacer un espíritu bueno y otro maligno. Bien y mal están mezclados y es misión del ser humano separarlos, pues ambos ángeles intentarán atraerlo e inmiscuirse en sus asuntos, como el vino con el agua. El bueno por medio de sus buenas obras, el maligno por las malas acciones. Claro que, como en El Pastor de Hermas, también el judaísmo dice que el hombre ha de intentar unirse únicamente al bueno para transformar su naturaleza.
La iconografía angélica ha reflejado la creencia en los «ángeles del hombro» en numerosas ocasiones. El primer retrato del que tenemos noticia es precisamente el conocido como Pastor de Hermas (s. III d. J.C.), hallado en las catacumbas de Roma.
Normalmente, en las reproducciones de este tema el ángel de la derecha tiene alas y aureola, mientras que el de la izquierda aparece con un tridente. La literatura también se hizo eco de este concepto que aparece en dramas medievales como El castillo de la perseverancia (s. XV); o la obra renacentista La trágica historia del doctor Fausto, de Christopher Marlowe (1592), donde ambos ángeles compiten en ofrecer sus consejos (acto 2, escena I).
En la mentalidad popular, el ángel bueno y el malo se han convertido en la voz de la conciencia. Y aunque la Iglesia Católica se resistió en principio a tratarlos como materia de fe, la existencia del primero parece apuntalada por las Sagradas Escrituras: «Él mandó a sus ángeles que cuiden de ti y te guarden en cuantos pasos des» (Sal. 90:11). Así como por una frase de Jesús: «Guardaos de menospreciar a uno de estos pequeños, porque yo os digo que sus ángeles, en los cielos, ven continuamente el rostro de mi Padre que está en los cielos» (Mt. 18:10). Los primeros padres de la Iglesia se pronunciaron afirmativamente al respecto. San Basilio, por ejemplo, escribió: «Cada persona tiene un ángel como protector y pastor, para conducirlo a la vida». Tuvieron que pasar ochocientos años para que, en el siglo XIII, otros teólogos como Honorio de Autum, san Alberto Magno o santo Tomás de Aquino impulsaran esta causa diciendo que cuando una persona peca, el ángel guardián no la abandona, sino que trata de llevarla al arrepentimiento y la reconciliación con Dios. Finalmente, el papa León X (1475-1521) aprobó la doctrina de la existencia de un ángel personal. Pablo V (1560-1621) difundió la creencia en dicho protector, y en 1670 Clemente X (1590-1676) instauró la celebración de la fiesta del Santo Ángel de la Guarda el día 2 de octubre.
En cuanto al ángel malo podría decirse que su principal logro ha sido hacernos creer que no existe. Un hecho sobrenatural vino, sin embargo, a disipar cualquier duda, al menos para los cristianos. Y fue protagonizado el 13 de octubre de 1884 por el papa León XIII. Al parecer, mientras estaba oficiando misa fue asaltado por una visión: «Vi demonios y oí sus crujidos, sus blasfemias, sus burlas. Oí la espeluznante voz de Satanás desafiando a Dios, diciendo que él podía destruir la Iglesia y llevar a todo el mundo al infierno si se le daba suficiente tiempo y poder (...) pidió permiso a Dios para influenciar al mundo durante cien años como nunca antes había podido hacerlo». Tras acabar el acto religioso, se encerró en su despacho y escribió una oración, rezada aún hoy al final de la misa, para implorar a Dios que deje encerrado al demonio en el abismo infernal.
Como soldado de las tropas de las tinieblas, el ángel malo sentado en nuestros hombros debe compartir sin duda la suerte de Luzbel –en hebreo Hélel, «portador de luz»–, el ángel más bello y el primero en ser creado, conocido hoy por muchos otros nombres. En la Biblia no se habla de su destierro de la corte celestial, aunque se da por hecho, pues sólo así se entiende la actuación de la serpiente en el Paraíso. En el Apocalipsis de San Juan en cambio sí se alude a la batalla librada en los cielos, al inicio de la Creación, entre el arcángel Miguel y sus legiones y el dragón: «Así fue abatida aquella antigua serpiente llamada diablo y Satanás que anda engañando al orbe y fue arrojada a la Tierra junto con sus ángeles» (Ap. 12:7-9).
Desde la epopeya el Gilgamesh asirio babilónica hasta el Prometeo griego, cuyo hígado permanentemente renovado devoran in aeternum los buitres, o el ángel caído persa, Peri, que tiene prohibida la entrada al Paraíso, todas las tradiciones antiguas señalan la presencia de un héroe solar que se vuelve oscuro y cae en desgracia a causa de su pecado.
¿Cuál fue la falta de Luzbel? ¿Qué lo indujo a cambiar el todo por la nada, la armonía por el caos, la dicha por la eterna nostalgia? La cuestión ha dado lugar a diversas hipótesis.
La más popular achaca su suerte a la soberbia que lo hizo anhelar convertirse en Dios él mismo y ser adorado: «No serviré» (Jer. 2, 20) y «Seré igual al Altísimo» (Is. 14, 14). Numerosos ángeles lo siguieron creyendo ascender así también ellos en la escala de perfección. Otra teoría aduce como motivo la envidia que lo llevó a desobedecer y no postrarse ante Cristo, pues él quería ser el Hijo de Dios.
Más explícito al respecto, el relato coránico cifra el pecado de Iblis –que así se lo llama en el Corán– en el orgullo y la ira, pues en este caso no quiso postrarse ante Adán por considerarse mejor. Y retó a Dios: «Concédeme una prórroga hasta el Día del Juicio y te demostraré que... he de hacerles grato todo cuanto es perverso en la Tierra y los induciré a caer en el error». «Sea –dijo Dios– aunque te advierto: no tendrás poder sobre mis criaturas, excepto sobre aquellas que (...) te siguen por voluntad propia...» (2:34, 7:11-12-13, 15:30-40, 17:65).
Libros apócrifos como La vida de Adán y Eva (siglos II y III) apuntan que fue la envidia la que llevó al ángel caído a tentarlos. Aunque en el Génesis (5:23) se apunta hacia la lujuria como posible causa, pues algunos ángeles consideraron hermosas a las hijas de los hombres, se enamoraron de ellas, las tomaron por esposas y les enseñaron todo tipo de artes. También tuvieron con ellas hijos gigantes que devastaron la tierra, se volvieron contra sus padres y sembraron la maldad. Dios tuvo que enviar el Diluvio Universal para purificar la tierra de tanta iniquidad.
El mismo argumento fue ampliado con todo lujo de detalles en el Libro de Enoc, apócrifo del que nos han llegado tres versiones, aunque la única íntegra está escrita en etíope y ha sido preservada por la iglesia copta. Un libro que, al parecer, formó parte en los primeros siglos de nuestra era del canon de los libros bíblicos por atribuirse a Enoc, padre de Matusalén y abuelo de Noé, del que se dice «caminó con Dios y acabó siendo arrebatado al cielo en vida» (Gn. 5:23). En dicha obra se dice el número –doscientos– y nombre de los ángeles que, capitaneados por un tal Samyaza, descendieron para procrear con las hijas de los hombres y enseñarles las artes mágicas del cielo. Al igual que en la Biblia, su descendencia fueron gigantes, los nephilim, que amenazaron con devastar la tierra.
Otra leyenda hebrea e islámica complementa la hipótesis de la lujuria desde otra perspectiva. Su protagonista es Lilith, una figura del folclore rabínico, considerada unas veces como la primera esposa de Adán y otras, como la encarnación primordial femenina del diablo. En una versión, tras haber abandonado el Edén, Lilith se habría unido a Samael y a otros demonios. En otra habría seducido a Adán y cohabitado con él durante mucho tiempo. De cualquiera de las dos uniones habrían nacido los ángeles tenebrosos que acabaron por unirse a las hijas de los hombres. Estos ángeles lujuriosos tuvieron un triste destino, pues, según se dice en el Nuevo Testamento: «Dios no perdonó a los ángeles que pecaron, mas los precipitó a las cuevas tenebrosas del tártaro y los mantiene encerrados allí hasta el Día del Juicio» (2 P. 2:4).
Relegado a vivir en las orillas de la noche, en el centro del caos primordial, la figura del diablo es casi una alegoría en el Antiguo Testamento para convertirse en el Gran Tentador en el Nuevo. Incita a Jesús a pecar durante su retiro en el desierto (Mt. 4:11; Lc. 4:1-13; Mc. 1:12). Y el pecado más grande, la traición de Judas, sucede bajo su influjo (Lc. 22:3; Jn. 13:26). En los cuatro evangelios se habla de los hombres malos como «hijos del diablo», y es él quien siembra la mala hierba en el campo del reino de los cielos (Mt. 13:39), o merodea como un león rugiente buscando a quien devorar (1 P. 5:8).
Algunos padres de la Iglesia, como san Agustín, opinan que Dios consintió en la existencia de los ángeles rebeldes y les permitió que nos tentaran para hacer ver a los hombres la miseria de la vida terrenal y suscitar en nosotros el deseo de la armonía celestial. Por otra parte, Dios no nos ha dejado solos ante el mal. A nuestro lado caminan los ángeles custodios, cuya fidelidad al Creador y su bondad los hace más poderosos. Para probarlo, el mismo Cristo ha sido elevado por encima de los ángeles, sean buenos o malos, y sus seguidores ungidos participarán el Día del Juicio en juzgar a los demonios (Heb. 1:4; Fili. 2:9-11; 1 Cor. 6:3.).
En cuanto a la redención de los ángeles rebeldes existen asimismo distintas opiniones. En el judaísmo se dice por un lado que hay una chispa de santidad en todo lo creado, incluso en los ángeles caídos. Quizá por ello, el Día del Juicio, la infinita misericordia de Dios extenderá su perdón a todos los seres, dando lugar a la reconciliación universal. Algunos teólogos cristianos apuestan que ese día «el último enemigo» ya no tendrá razón de existir, depondrá las armas y regresará al reino del Padre, un reino del que continuamente siente nostalgia. Otros consideran, en cambio, que el castigo será eterno, porque los demonios no desean el perdón divino, odian a Dios y a los hombres. Mientras tanto, podemos concluir con el místico y teólogo alemán Jacob Böhme (s. XVII) que «... Los ángeles del Bien y el Mal están cerca el uno del otro y, sin embargo, hay una inmensa distancia entre ellos (...) Aunque el diablo caminara millones de kilómetros para entrar en el Cielo y verlo, aún estaría en el Infierno y no lo vería» (Mysterium Magnun).