«Alabadlo, todos vosotros ángeles suyos..., Pues el Señor habló, y con sólo mandar que existiesen todas las cosas quedaron creadas»
SALMO 148: 2-5
Los ángeles son cuestión de fe para todas las religiones monoteístas, judaísmo, cristianismo e islamismo. En los textos sagrados de todas ellas encontramos abundantes respuestas a las numerosas preguntas que suscita la existencia de estos seres. Tan sólo algunas cuestiones dividen a los teólogos. Una es averiguar el momento en que fueron creados, ya que en ninguna parte se consigna. Los rabinos hebreos sostienen que fue en el segundo día del Génesis, al hacerse la luz. También así debería haber sido según el islamismo, pues esta religión sostiene que están hechos de luz, aunque no todos los ángeles fueron creados a la vez ni el mismo día. Por su parte, en el cristianismo, teólogos como san Agustín (354-430 d. J.C.) argumentan que si son los primeros seres en grado, debieron de ser también los primeros en ver la luz, y por tanto fueron creados el primer día.
Es también espinoso saber cuántos ángeles hay. Se cuenta que mientras los turcos otomanos tomaban Constantinopla en 1453, los teólogos debatían cuántos ángeles caben en la punta de un alfiler. Aunque en este caso existe suficiente información en los textos sagrados, según los cuales hay «millares de miríadas» y «miríadas de miríadas» (Dn. 7:10 y Sal. 68:18). Determinar su sexo tampoco fue asunto baladí. La mayoría de los textos sagrados del judaísmo y el catolicismo hablan de ángeles masculinos, aunque en el Zohar, libro de la Cábala hebrea, los hay masculinos y femeninos.
Por último, otra cuestión que sigue creando dudas atañe a su naturaleza. En el Nuevo Testamento se dice expresamente: «Todos ellos son espíritus» (He. 1:14). Pero ¿cómo explicar entonces que aparezcan bajo forma corporal? Tras muchas disquisiciones, los teólogos cristianos decidieron que su naturaleza podría ser doble, una teoría avalada según algunos por el Salmo 104:4 donde se dice: «Haces que tus ángeles sean veloces como los vientos –naturaleza espiritual– y tus ministros activos como fuego abrasador –cuerpos».
En realidad, la forma que adoptan los ángeles es tan variada como su cometido y parece adaptarse a la misión que han de cumplir. Tres personajes vestidos de blanco –color que simboliza la inmortalidad– acuden a la puerta de Abraham, que los agasajó con agua, pan y un cordero que parecen comer (Gn. 18:3). Unas tradiciones dicen que en realidad eran Miguel, Gabriel y Rafael, otros que uno era el mismísimo Yahvé, y que los otros dos, tras anunciar al patriarca el nacimiento de un heredero largo tiempo deseado, Isaac, continúan su viaje hasta Sodoma y Gomorra, donde el justo Lot les da cobijo y los salva de la violencia ciudadana (Gn. 18:3 y 19:1).
Otras veces son simplemente ejecutores que dejan constancia con sus obras, como el ángel exterminador que descarga la décima plaga sobre Egipto (Ex. 12:23). Otras, protectores, y convertidos en una nube densa ocultan el pueblo de Israel del ejército del faraón, durante el pasaje del mar Rojo (Ex. 14:19-20 y 23:20). En ocasiones son guerreros con una espada desenvainada, como el que ve Josué antes de derribar las murallas de Jericó (Jos. 5:13). Idéntico aspecto elige el que amonesta por sus desmanes a un aterrado rey David (1C. 21:16). Más esquivo e inasible es el que lucha con Jacob durante toda una noche, hiriéndole incluso el muslo, antes de atender sus ruegos de bendecirlo y sustituir su nombre, Jacob, «Tramposo», por el de Israel, «el elegido de Dios» (Gn. 28:11-19 y 32:27-29).
Bajo el disfraz de un gallado joven benévolo y sabio el arcángel Rafael recompensa la fe y paciencia de Tobías, lo acompaña durante un arriesgado viaje, lo ayuda a ganar dinero, le enseña a curar la ceguera de su padre con la hiel de un pez y exorciza a su mujer, Sara, poseída por siete demonios. Al final se presenta: «Soy el ángel Rafael, uno de los siete espíritus principales... del Señor» (Tob. 12:15).
En otras ocasiones «el ángel del Señor» se presenta sólo como una voz. Así lo oye Agar, esclava de Abraham y madre de su hijo ilegítimo Ismael. Ambos están vagando por el desierto, desterrados por una celosa Sara, mujer de Abraham, y a punto de morir de sed, cuando una voz les indica el lugar donde hallar un manantial (Gn. 21:17). También una voz pone a prueba a Abraham ordenándole sacrificar a Isaac, pero permitiéndole salvar la vida al niño en el último momento tras comprobar su obediencia a Dios (Gn. 22:3).
En forma de llamas recompensan la fe de tres jóvenes de la nobleza israelí, amigos del profeta Daniel, cuando éstos son condenados a morir quemados por no adorar a los ídolos de Nabucodonosor (Dan. 3:3-97). Y también de fuego y llamas son los carros y caballos que raptan en vida al profeta Elías (2R. 2:11) para llevárselo al cielo ante la mirada atónita de su discípulo Eliseo. El mismo Eliseo, poco después, sería testigo de cómo otros carros y caballos de fuego celestiales deslumbran y ciegan a las huestes sirias que intentaban darles muerte a él y a su criado (2R. 6:17). Y asimismo, como con un «cuerpo de oro... rostro semejante a un relámpago y ojos como antorchas de fuego» fue el ángel que reveló al profeta Daniel acontecimientos futuros. (Dan. 10:5).
No de fuego, pero sí resplandecientes, son los cuerpos de los ángeles que, con frecuencia, aparecen en el Nuevo Testamento, donde cumplen la función de excelentes mensajeros. Con un «resplandor de luz divina el ángel del Señor» anuncia a los pastores el nacimiento de Jesús (Lc. 2:8-12), cuyos hechos y milagros, por otra parte, desde su Encarnación hasta su Ascensión, están rodeados de estos seres luminosos. El arcángel Gabriel, el que más protagonismo cobra en el Nuevo Testamento, aparece en todo su esplendor, de pie, ante el altar donde se quema el incienso en el templo, para avisar a Zacarías del advenimiento próximo de su hijo Juan el Bautista (Lc. 1:8-22). Y también como un ser luminiscente anuncia a María la Encarnación de Jesús (Lc. 1:26-28-29).
José, sin embargo, recibe la noticia de la Concepción del Niño a través de una voz que le habla en sueños (Mt. 1:18-24). Y de nuevo mientras duerme, la misma voz le ordena huir a Egipto con el Niño y su madre (Mt. 3:3-15); o más tarde, tras la muerte de Herodes, regresar a Galilea (Mt. 2:19-23).
Protagonistas de algunas parábolas: «Cuando el mendigo muere es llevado por los ángeles al seno de Abraham» (Lc. 16:21), realizan también milagros: «En la piscina de Betsaida, ante una gran muchedumbre de enfermos (...) un ángel del Señor descendía de cuando en cuando y agitaba el agua. El primero en entrar después quedaba sano de cualquier enfermedad que tuviese» (Jn. 1:5).
Continúan protegiendo a Jesús de adulto. Tras el ayuno de cuarenta días en el desierto le sirven alimento (Mt. 4:11). Y, al principio de su
Pasión, durante su plegaria en el huerto de Getsemaní, lo consuelan (Lc. 22:43). No abandonan a su suerte tampoco a Pedro, y son ellos quienes rompen sus cadenas y lo liberan de la prisión (Hch. 5:18 y 12:4-9).
Tras la Crucifixión, cuando María Magdalena y otras mujeres van a la tumba de Jesús, un «ángel del Señor, brillante como un relámpago», hace rodar la piedra del sepulcro, se sienta sobre ella y dice: «No está aquí, ha resucitado» (Mt. 28:1-6). También dos personajes vestidos de blanco explican a los apóstoles la Ascensión del Salvador y les anuncian que regresará a la Tierra un día del mismo modo (Hch. 1:10).
Mención aparte merecen los relatos de las experiencias visionarias de Isaías y Ezequiel relatadas en el Antiguo Testamento y acaecidas, según la exégesis rabínica, entre los siglos VI y VIII a. J.C. Ambas coinciden en dar amplias descripciones de extraños ángeles que conducían carros de luz donde se situaba el trono resplandeciente de Dios. Coros angélicos como los serafines y tronos, son mencionados por primera vez en ellas y detallados como seres de seis alas y cuatro caras –hombre, león, águila y toro– que, mientras mueven las ruedas de carrozas iridiscentes, alaban la Gloria de Dios (Is. 6:1-4) con gran estruendo, voces, viento huracanado y fuego (Ez. 1:4-28).
Demasiado extensas para ser reflejadas aquí por completo, dichas experiencias serían precursoras del Apocalipsis de San Juan (Ap. 4:6-7), en el que también se describen los poderes de los ángeles sobre elementos de la naturaleza como el viento, el fuego y el agua (Ap. 7:1-8, 14:18, 16:5); o se advierte de que siete ángeles anunciarán con sus trompetas el final de los tiempos (Ap. 8:9 y 15:16). Será entonces cuando el dragón del mal, finalmente encadenado, será arrojado al abismo (Ap. 20:1-3).
En el primer milenio d. J.C., estas visiones, y otras como la relatada en el libro apócrifo de Enoc, darían lugar a una escuela cabalística llamada Mercabá, «Carruaje o Vehículo de Luz». En ella, los adeptos que cumplían los requisitos morales y físicos trataban de obtener una visión semejante mediante un entrenamiento a base de ayunos, posturas físicas y repetición de nombres de ángeles o fórmulas secretas. Su fin era el viaje místico en sí mismo, aunque también podía aprovecharse para pedir a los ángeles éxito en todas las cosas.
Cabría enmarcar en este tipo de experiencia visionaria «el Viaje Nocturno» de Muhammad (*), el Profeta del Islam. En su caso, son los arcángeles Yibril y Mijail –Gabriel y Miguel– quienes lo despiertan y hacen subir a lomos del Buraq, animal sobrenatural. Es transportado así, en una noche, de La Meca a Jerusalén, recorrido llamado «el Viaje Nocturno» o Isra; y a continuación experimenta su «Ascensión a los cielos» o Miraj.
En el Corán sólo se alude a este hecho en la sura 17:1. Pero el relato fue recogido en más de veintiséis hadices «dichos y hechos del Profeta», por el historiador Abu Ja’far Muhammad al Tabari (839-923 d. J.C.). Según éstos, en el séptimo cielo, Muhammad halló un gran árbol cuyo tronco era el ángel Samrafil, una criatura prodigiosa con setenta mil cabezas y caras, setenta mil bocas en cada cara, en cada boca setenta mil lenguas y cada lengua capaz de hablar setenta mil idiomas. Otras descripciones dicen que cada una de las hojas de este árbol es una letra del Corán tallada en un trono de piedra preciosa, y que cada letra es representada por un ángel que tiene la llave de miríadas de océanos de conocimiento.
Al igual que pasó con la Mercabá en la tradición hebrea, la Ascensión «muhammadiana» iba a ser el núcleo de un entrenamiento práctico para los seguidores del sufismo extático, corriente mística islámica cuyo objetivo es perfeccionar la naturaleza humana hasta llevar el alma a sus estados más elevados de conexión con los ángeles y con Dios.
Como en las otras religiones del Libro, en el Islam la existencia de los ángeles es cuestión de fe: «... todos los creyentes creen en Dios, Sus ángeles, Sus revelaciones y en todos Sus enviados...» (2:285).
El mismo Corán es una «escritura divina, la palabra de un Noble Enviado –Gabriel– dotado de fuerza y alto rango...» (81:19-21). En algunos hadices se cuenta que el Profeta describió cómo, mientras meditaba en una cueva del monte Hira, Gabriel se le apareció bajo la forma de una figura imponente y deslumbradora y que: «desplegando ante mis ojos una larga tela de seda con letras doradas dijo: “Recita”. “No sé recitar”, respondí. Inmediatamente me cogió y estrujó mis miembros, mi boca y mi nariz contra los pliegues de esta tela con tal violencia que mi respiración quedó suspendida...».
Se dice que en ese encuentro, el primero de una larga lista de revelaciones, Gabriel enseñó al profeta algunas suras –capítulos del Corán– cuya recitación un determinado número de veces tiene poderes milagrosos: al Fatihah (1), el verso del Trono (2:255), Ya Sin (36) o Al-Iklas (112).
No fue ésta la primera vez que, según la tradición islámica, el Profeta habría tenido un encuentro con seres celestiales. Durante su niñez aconteció la denominada «apertura del pecho». Tras perderse en el desierto por un descuido de su nodriza, fue hallado con la cara pálida, y al ser interrogado contó haber sido inmovilizado por dos hombres con túnicas de un blanco cegador, semejantes a grandes pájaros, que abrieron su pecho, extrajeron su corazón, lo lavaron en la nieve y quitaron de él un coágulo negro que arrojaron lejos. Según diferentes hadices, una experiencia similar antecedió al Viaje Nocturno. Tras despertarlo, Gabriel y Miguel le abrieron de nuevo el pecho, sacaron su corazón, lo lavaron con agua de Samsam –el mismo manantial que salvó de morir de sed a Agar y a Ismael– y, una vez así purificado, lo llenaron de bondad, sabiduría, fe, certeza y de islam o «sumisión a Dios». Por último, tras cerrarle la herida, le practicaron entre los hombros una marca con el sello de la profecía.
En el Corán los ángeles son citados más de cien veces. Se dice expresamente que su apariencia es hermosa (53:6). Que no tienen necesidad de comer y beber –en el episodio de Abraham habrían aparentado ingerir alimento sin hacerlo– pues su sustento es únicamente glorificar a Dios repitiendo incansablemente «la ilaha illa Allah», «no hay otra divinidad sino Dios» (21:20 y 41:38 y 51:26-28). Que pueden tomar forma humana aunque fueron creados con alas «... dos, tres o cuatro...»(35:1). Se especifica que rezan por el perdón de todos en la Tierra (42:5); cuidan del universo y la naturaleza y apuntan en un libro cada uno de los pensamientos, palabras y actos de cada ser humano al que acompañan durante y después de la muerte (13:11, 6:61, 43:80, 50:1718, 82:10-11).
Aparte de Gabriel y Miguel, el Corán es más prolijo en nombres de ángeles que las Sagradas Escrituras. Se habla de Malik, guardián del Infierno (43:77), o de Harut y Marut, que advierten a los babilonios de que su interés por las artes mágicas los condenará (2:102). Y también de Malak al Mawt o Azrael, ángel de la muerte (30:12). En cuanto al Paraíso y al Infierno, ambos están custodiados por ingentes séquitos al mando de arcángeles.
Para terminar este breve repaso por la angelología de las tres grandes religiones, sólo una breve referencia a la cuestión sobre si los ángeles pueden morir. En el cristianismo se cree que son incorruptibles, es decir que no pueden perecer (Luc. 20:36). Los rabinos hebreos arguyen que sólo los ángeles caídos mueren. Mientras que en el Islam, ya sean buenos o malos, oscuros o luminosos, todos son mortales. En el Día del Juicio, incluso los cuatro arcángeles mayores, Israfil, Yibril, Mijail y Azrael habrán de morir uno a uno, aunque sólo para ser resucitados inmediatamente, pues todo en el universo es mortal excepto Dios, que es eterno.