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«Tú eres el ave cuyas alas vi al despertar llamando en plena noche (...) Tú eras la sombra que dormía en calma, Todo sueño levanta en mí tu germen: tú eras imagen, pero yo soy tu marco que te completa en fúlgido relieve...»

RAINER MARÍA RILKE

El libro de las imágenes

«Ampárame bajo la sombra de tus alas»

SALMO 16:8

Seres alados en todas las culturas

Las entidades protectoras son un elemento común a todas las religiones politeístas. Etéreas e invisibles en algunos casos, en otros la iconografía y el arte las muestran con alas, elemento sutil, símbolo de elevación y ligereza espiritual. En el siglo IV a. J.C., los sumerios situaban a la entrada de templos y palacios esculturas de seres alados llamadas sukalli, representaciones de dioses menores que derraman sobre las copas de los reyes el «agua de vida celestial». Isthar, la diosa mesopotámica de la sexualidad, también estaba dotada de alas. Y lo mismo ocurría con los grifos, conocidos como karibu, vocablo al que debemos la palabra «querubines», seres mitológicos, mitad leones mitad águilas que, situados en las puertas de templos y palacios, velaban los tesoros de dioses y humanos. No es casual que Dios ubicara a las puertas del Paraíso un querubín con espada de fuego para custodiar el Árbol de la Vida. O que dos querubines de oro macizo escoltarán el Arca de la Alianza (Ex. 25:18).

En Persia, el zoroastrismo (s. II a. J. C.) contaba con seis entidades etéreas, los Amesha Spentas, antecesores de los arcángeles hebreos. Los nombres de los Amesha personificaban un atributo de su dios Ahura Mazda, y cada uno de ellos protegía la vida en la Tierra y hacía progresar a los seres humanos.

Las alas eran también símbolo de poder ultraterreno en el antiguo Egipto y algunos dioses las lucían. Es el caso de Ba, presente en los ritos funerarios por ser el conductor de los difuntos en el otro mundo. O de la diosa Isis, dispensadora de favores y fertilidad.

En Grecia hallamos al veloz Hermes, con alas en el casco y los talones, y a la alada Iris, ambos mensajeros de Zeus. O al espeluznante monstruo Tifón, que desataba huracanes y tempestades con un batir de sus enormes alas. Sin alas pero como genios tutelares, los griegos tenían, según el filósofo Platón, un daimon, una entidad entre el mundo visible y el invisible, que los acompañaba durante toda su vida y aún después de muertos a través del Hades. Idea heredada probablemente por los romanos, cuyos numenes, espíritus guardianes, prestaban su guía o provocaban infortunios.

Al norte de Europa, celtas y germanos veían a los cisnes como aves proféticas que transportaban volando el alma de los difuntos. Las capas de bardos, poetas y músicos estaban confeccionadas con plumas de esta ave. Por su parte, elfos y hadas componen otro grupo de seres luminosos y alados que prestaba su auxilio a los pueblos nórdicos.

Un manto de plumas era asimismo la investidura celestial reservada en China a los inmortales taoístas capaces de volar. Mientras que en el Tíbet se cree que los bodisatvas, seres superiores liberados del círculo de la reencarnación, son semejantes a ángeles y que escogen en virtud de su gran compasión regresar a la Tierra para enseñar, sanar y guiar a los mortales. Quienes aseguran haberlos visto los describen con un aura de brillante luz que emana paz y armonía. Por su parte, en el sintoísmo japonés se dan las claves para comunicarse y vivir en paz con los kami, genios de los tres mundos, celeste, terrestre y subterráneo.

En el Pañacavimca Brahmana (IV, I, 13), antiguo texto hindú en sánscrito, se dice «aquel que comprende tiene alas». Aparte de entidades como Ghandharvas, músicos celestes que entonan canciones loando la armonía del mundo, y los Nagas cuya energía positiva dirige la Creación, encontramos en esta religión seres alados como los Kinpuruch, ayudantes de los dioses, o los Fereshta, protectores que avisan a la humanidad de los peligros que la acechan. Sin olvidar al dios pájaro Garuad, que contiene las tempestades y protege a las mujeres durante su embarazo.

Al otro lado del Atlántico, los tocados de los chamanes indios de Norteamérica nos hablan también de la creencia en el poder espiritual de las plumas. Y en Centroamérica hallamos a Quetzalcóatl, la serpiente emplumada de los mayas, aztecas y toltecas. Mientras que más al sur los incas rinden culto a Viracocha, dios que va acompañado del pájaro Inti, al que se le atribuyen el don de la videncia y la profecía. En cuanto a África u Oceanía, muchas de las religiones animistas que en estos continentes pululan cuentan con la noción de gemelo invisible o tótem protector, que puede ser desde un animal terrestre a un pájaro alado.

Fue Platón (s. IV a. J.C.) quien, al tratar la cuestión del alma en el diálogo Fedro, dijo que la fuerza de las alas consiste en llevar hacia arriba lo pesado, elevándolo hacia el lugar en donde habitan los dioses. «Lo divino es hermoso, sabio y bueno y esto es lo que más alimenta y hace crecer las alas; en cambio lo vergonzoso, lo malo... las consume y las hace perecer.»

Heredera de esta concepción, la cultura europea ha seguido considerando las alas como un símbolo de elevación hacia lo sublime, un instrumento que representa el anhelo de trascender la condición humana y acceder a las regiones celestes.

No es de extrañar, pues, que aún en nuestros días la imaginación popular evoque a los ángeles como espíritus alados y aéreos capaces de transportarnos en un vuelo místico más allá de las nubes, hacia las moradas celestiales.