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Fuego, espada y «noble furia»1

Cuando el general Chernyajovsky lanzó su ofensiva contra Prusia Oriental el 13 de enero, los agentes políticos colocaron, con la intención de elevar la moral de los combatientes, letreros que rezaban: «¡Soldado, recuerda que te estás introduciendo en la guarida de la bestia fascista!».

El ataque no tuvo un arranque muy prometedor: el comandante del 3.er ejército de Panzer, que contaba con un buen servicio de espionaje, retiró sus tropas de la primera línea de trincheras en el último momento, por lo que se desperdició el bombardeo masivo. Entonces los alemanes lanzaron una serie de contraataques efectivos, y en el transcurso de la semana siguiente, según tuvo oportunidad de comprobar Chernyajovsky, la actuación de la defensa alemana en el desfiladero de Insterburg reportó a su ejército, tal como había temido, un considerable número de bajas.

Con todo, el general, que no en vano era uno de los altos mandos soviéticos más resueltos e inteligentes, no tardó en encontrar una oportunidad propicia. El 39.º ejército estaba haciendo mayores progresos en lo más extremo del flanco derecho, por lo que se apresuró a hacer que el 11.º ejército de guardias diese un rodeo para dirigir a dicho flanco el grueso del ataque. Este empuje inesperado entre los ríos Pregel y Nemunas aterrorizó a las unidades de la milicia Volkssturm. Asimismo, la acción estuvo acompañada por otro ataque a través del Nemunas, en la zona de Tilsit, protagonizado por el 43.º ejército. Todo esto no hizo sino aumentar el caos de la retaguardia alemana, lo que se debió en parte a que los funcionarios del Partido Nazi habían prohibido la evacuación de los civiles. El 24 de enero, el 3.er frente bielorruso de Chernyajovsky se hallaba a distancia de tiro de Königsberg, la capital de Prusia Oriental.

Amén de ignorar las instrucciones de la Stavka, el general soviético, comandante de unidades blindadas y «maestro en la ciencia militar», estaba dispuesto a cambiar las tácticas de batalla aprobadas por sus superiores.2 «Los cañones autopropulsados se convirtieron en parte integral de la infantería después de cruzar el Nemunas», anotó Vasily Grossman.3 A sus treinta y siete años, Ivan Danilovich Chernyajovsky era mucho más joven que la mayoría de comandantes en jefe soviéticos. Tenía algo de intelectual, y acostumbraba recitar poesía romántica con gracejo humorístico al escritor Ilya Ehrenburg. Le llamaban la atención las contradicciones, y gustaba de describir a Stalin como un ejemplo viviente de proceso dialéctico. «Es imposible comprenderlo: lo único que puede hacer uno es tener fe.»4 Es evidente que Chernyajovsky no estaba destinado a sobrevivir en medio de la fosilización estalinista que siguió a la guerra. Tal vez tuvo suerte de morir pronto en combate, con la fe intacta.

Los hipnóticos llamamientos a la venganza frente al pueblo alemán que hacía públicos el novelista en sus artículos del Krasnaya Zvezda («Estrella Roja»), el periódico del ejército soviético, le habían reportado una ingente cantidad de adeptos entre los frontoviki, los soldados apostados en primera línea de combate. Goebbels respondió con enconadas invectivas al «judío Ilya Ehrenburg, el demagogo favorito de Stalin».5 El Ministerio de Propaganda acusó al escritor de incitar a la violación de las mujeres alemanas. Sin embargo, y aun cuando Ehrenburg no abdicó nunca de las más sangrientas arengas, la declaración más célebre que aún le atribuyen los historiadores occidentales fue una invención de los nazis. Se le acusaba de haber instado a los soldados del Ejército Rojo a tomar a las mujeres alemanas, en calidad de «botín legítimo», y «romper su orgullo racial». «Hubo un tiempo —respondió él en el Krasnaya Zvezda— en que los alemanes falsificaban relevantes documentos de estado. Ahora han caído tan bajo que falsean mis artículos.»6 Con todo, su aserto de que los soldados soviéticos no estaban «interesados en sus Hildegardas, sino en los soldaditos alemanes que han insultado a nuestras mujeres» resultó estar errado de medio a medio, tal como demostró poco más tarde el salvaje comportamiento del Ejército Rojo. Asimismo, sus frecuentes referencias a Alemania como «la Bruja Rubia» no propiciaron un trato precisamente humano a las mujeres alemanas e incluso polacas.

El 2.º frente bielorruso del mariscal Rokossovsky atacó en dirección norte y noroeste desde las cabezas de puente del Narew el 14 de enero, un día después de que lo hiciera Chernyajovsky. Tenía por objetivo principal aislar Prusia Oriental, para lo que se dirigió a la desembocadura del Vístula y a Danzig. A Rokossovsky lo inquietaba el plan de la Stavka, por cuanto separaría a sus ejércitos del ataque de Chernyajovsky sobre Königsberg y del que iba a efectuar Zhukov hacia poniente desde el Vístula.

La ofensiva lanzada contra el 2.º ejército alemán comenzó «con unas condiciones atmosféricas perfectas para el ataque», tal como anotó con pesar el comandante del bando contrario.7 El suelo estaba cubierto por una delgada capa de nieve, y el río Narew, congelado. La niebla se despejó al mediodía, y los ejércitos de Rokossovsky no tardaron en recibir el respaldo de constantes incursiones aéreas. Durante los dos primeros días, el avance resultó lento; sin embargo, la artillería pesada soviética y los cohetes Katyusha hicieron posible, una vez más, las primeras acometidas de relieve. El terreno, duro como el acero, hizo también que los proyectiles resultaran mucho más mortíferos a causa de las explosiones de superficie. El paisaje nevado no tardó en quedar hollado por la acción de los cráteres y las marcas negras y amarillas de las quemaduras.

Esa primera noche, el general Reinhardt, comandante en jefe del grupo de ejércitos, telefoneó a Hitler, que a la sazón se encontraba aún en el Adlerhorst, e intentó advertirlo del peligro que acechaba a toda Prusia Oriental si no le permitía llevar a cabo una retirada. El Führer se negó a escucharlo. Lo siguiente que recibieron en el cuartel general de Reinhardt, a las tres de la madrugada, fueron órdenes de trasladar los cuerpos Grossdeutschland, la única reserva efectiva de la región, al frente del Vístula.

Reinhardt no fue el único mando que tronó contra sus superiores. El 20 de enero, la Stavka ordenó de súbito a Rokossovsky que alterase el eje de su avance debido al retraso sufrido por Chernyajovsky. Las nuevas órdenes lo compelían a atacar en dirección noreste, hacia el centro de Prusia Oriental, y no sólo a acordonar la región del Vístula. Rokossovsky estaba preocupado por el enorme hueco que se abría a su derecha al desviarse los ejércitos de Zhukov hacia poniente en dirección a Berlín; sin embargo, este cambio de trayectoria cogió desprevenidos a los mandos alemanes. El 3.er cuerpo de guardias de caballería, situado en el flanco derecho de Rokossovsky, se movió con gran agilidad a través del helado paisaje y entró en Allenstein a las tres de la madrugada del 22 de enero. A su izquierda, el 5.º ejército blindado de guardias de Volski avanzó con gran celeridad hacia la ciudad de Elbing, cercana al estuario del Vístula. Parte de la brigada de tanques que iba en cabeza entró en la ciudad al día siguiente, 23 de enero, pues el enemigo había tomado sus vehículos por Panzer alemanes, aunque fue rechazada tras la escaramuza tan violenta como caótica que tuvo lugar en el centro de la población. El grueso del ejército pasó rodeando la ciudad y prosiguió su camino hasta la orilla de la gran laguna Frisches Haff. Prusia Oriental se hallaba prácticamente aislada del Reich.

Pese a que las fuerzas armadas alemanas habían previsto desde hacía meses el asalto a Prusia Oriental, en las ciudades y aldeas reinaba la desorganización y la incertidumbre. En las zonas situadas en la retaguardia, la Feldgendarmerie, la abominada policía militar, imponía el orden con medios severos. Los Landser los llamaban «perros de traílla» a causa del distintivo metálico que llevaban al cuello con una cadena semejante a un collar canino.

La mañana del 13 de enero, día del ataque de Chernyajovsky, la Feldgendarmerie detuvo en cierta estación a un tren que partía hacia Berlín y transportaba soldados de permiso. A gritos, los agentes ordenaron bajar y formar de inmediato en el andén a todos los miembros de las divisiones cuyos números se disponían a leer. Los ocupantes del tren, muchos de los cuales llevaban al menos dos años sin ver a sus familias, esperaron tensos en sus asientos, rezando para que no nombrasen su división. Sin embargo, fueron pocos los que no hubieron de bajar de los vagones, y todo el que se negara a presentarse al oír el nombre de su unidad se arriesgaba a ser ejecutado. El joven soldado Walter Beier fue uno de los pocos que se libró de apearse y continuó su viaje, casi sin poder dar crédito a su suerte, hacia el lugar en que vivía su familia, cerca de Frankfurt del Óder. Con todo, al final se encontró enfrentado al Ejército Rojo mucho más cerca de su hogar de lo que nunca hubiese podido imaginar.8

El principal responsable del caos creado en la zona era el Gauleiter Erich Koch, dirigente nazi caído en la infamia desde su ejercicio como comisario del Reich en Ucrania. Tanto se ufanaba de su brutalidad que no parecía importarle que lo conocieran como «el otro Stalin».9 Imbuido por completo de la obstinación hitleriana por la defensa inamovible, había obligado a decenas de miles de miembros de la población civil a cavar trincheras. Por desgracia, no preguntó a los mandos del ejército dónde las necesitaban. También había sido uno de los primeros en forzar a impúberes y ancianos a alistarse en la milicia Volkssturm, el ejemplo más palmario de sacrificio inútil achacable al Partido Nazi. Pero lo que más dice en contra de Koch es el hecho de que se negase a consentir la evacuación de los civiles.

Cuando se presentó el ataque enemigo, y tras haber prohibido que se evacuase a los ciudadanos por considerarlo una muestra de derrotismo, puso pies en polvorosa junto con sus subordinados, los jefes del Partido Nazi local, en el más absoluto de los secretos. Las consecuencias de este acto resultaron terribles para las esposas, hermanas e hijos que intentaron escapar cuando ya era demasiado tarde a través de una tierra sobre la que se había depositado una capa de nieve de un metro y con temperaturas que alcanzaban los veinte grados bajo cero. Hubo, empero, un grupo de granjeras que se quedó por voluntad propia en la ciudad, persuadidas de que su situación no cambiaría demasiado y que pasarían sin más a trabajar para nuevos amos.

El distante tronar de la artillería cuando se iniciaron las ofensivas sembró el terror entre las granjas aisladas y las aldeas del paisaje por lo general llano y boscoso de Prusia Oriental. Las mujeres de la región tenían noticia de las atrocidades cometidas en Nemmersdorf durante el otoño anterior, al invadir parte de las tropas de Chernyajovsky Prusia Oriental a finales del precipitado avance del verano de 1944. Asimismo, es muy probable que hubiesen visto en un Kino local las imágenes que habían publicado los noticieros y que presentaban a sesenta y dos mujeres y niñas violadas y asesinadas.10 (El Ministerio de Propaganda de Goebbels había enviado enseguida a los cámaras al frente con el fin de que dejaran constancia de tal ignominia y pudiesen explotarla al máximo.) De cualquier manera, nunca pudieron imaginar el alcance de los horrores que se les avecinaban. El destino más extendido de toda mujer y niña, independientemente de su edad, era ser víctima de las violaciones colectivas.

«Los soldados del Ejército Rojo no creen en el “aleccionamiento individual” en lo referente a las mujeres alemanas —escribió en su diario el dramaturgo Zakhar Agranenko mientras servía en calidad de oficial de infantería de marina en Prusia Oriental—. Nueve, diez u once hombres a la vez las violan de manera colectiva.»11 Más tarde describía cómo muchas mujeres alemanas de Elbing preferían ofrecerse, en un intento desesperado de conseguir protección, a los infantes de marina soviéticos.

Los ejércitos rusos avanzaban en anchas columnas interminables en las que se mezclaba lo moderno con lo medieval. En ellas podían verse soldados de unidades blindadas con negros cascos acolchados cuyos T-34 hacían agitarse la tierra a medida que bajaban y subían con el terreno; cosacos sobre sus desgreñadas monturas con el botín sujeto con correas a la silla; vehículos Studebaker proporcionados por la Ley de Préstamo y Arriendo estadounidense y Dodge que transportaban cañones ligeros de campaña; Chevrolets cargados con morteros protegidos por lonas impermeables y tractores que tiraban de obuses de gran tamaño, y detrás de todo esto, un segundo escalón en carretas tiradas por caballos. La variedad de personajes entre los soldados era casi tan grande como la existente entre su equipo militar. Los había que consideraban que los niños alemanes no eran sino hombres de las SS en estado embrionario, por lo que debían ser asesinados antes de que creciesen y volvieran a invadir Rusia, en tanto que otros optaban por salvarlos y darles comida. Tampoco faltaban los saqueadores que bebían y violaban sin compasión, ni en el otro extremo, austeros comunistas y miembros de la clase intelectual que se horrorizaban de veras ante tales comportamientos. El escritor Lev Kopelev, a la sazón agente político, fue detenido por el servicio de contraespionaje SMERSH por haber «incurrido en la propaganda del humanismo burgués que fomenta la compasión por el enemigo».12 Asimismo, el acusado había osado criticar el tono feroz de los artículos de Ilya Ehrenburg.

Los avances iniciales de los ejércitos acaudillados por Rokossovsky fueron tan rápidos que las autoridades alemanas de Königsberg llegaron a enviar varios trenes de refugiados a Allenstein ignorantes de que había sido capturada por el 3.er cuerpo de guardias de caballería. Para los cosacos, este tipo de transporte suponía una combinación ideal de mujeres y botín que iba a parar directamente a sus manos.

En Moscú, Beria y Stalin sabían muy bien lo que estaba sucediendo. Cierto informe los puso al corriente de que «muchos alemanes declaran que todas sus compatriotas de Prusia Oriental que han quedado atrapadas en la región están siendo violadas por los soldados del Ejército Rojo». Se referían numerosos casos de violaciones colectivas, «que incluyen a mujeres de menos de dieciocho años y ancianas». De hecho, había víctimas de tan sólo doce años. «El grupo del NKVD destacado con el 43.º ejército ha descubierto que las mujeres alemanas rezagadas en Schpaleiten habían intentado suicidarse —seguía diciendo el informe—. Interrogaron a una de ellas, llamada Emma Korn. El 3 de febrero —les refirió— entraron en la ciudad las tropas de primera línea de combate del Ejército Rojo. Llegaron a la bodega en que nos ocultábamos, nos apuntaron con sus armas, a mí y a las otras dos mujeres, y nos ordenaron que saliéramos al patio. Una vez allí, se turnaron para violarme doce soldados, mientras que otros hacían lo mismo a mis dos vecinas. La noche siguiente irrumpieron en la bodega seis militares borrachos y nos violaron delante de los niños. El 5 de febrero, les tocó el turno a tres soldados más, y el día seis nos violaron también y nos golpearon ocho soldados borrachos.»13 Tres días más tarde, las agredidas intentaron suicidarse y acabar asimismo con la vida de sus hijos cortándoles las muñecas, aunque, claro está, no supieron cómo hacerlo de un modo efectivo.

La actitud de los miembros del Ejército Rojo para con las mujeres se había tornado en una abierta relación de propiedad, más aún desde que el propio Stalin había sumado leña al fuego al permitir a los oficiales que tuvieran una «mujer de campaña». (A esta pokhodno-polevaya zhena se la conocía por las siglas PPZh por la semejanza que éstas guardaban con las de la ametralladora de reglamento del Ejército Rojo, la PPSh.) Estas jóvenes que tomaban como amantes los oficiales de mayor graduación hacían por lo general las labores de transmisión de señales, oficina y sanidad, uniformadas con una boina caída hacia atrás en lugar de la estrecha pilotka calada hacia delante.

La suerte de una mujer de campaña no era precisamente fácil cuando la lujuria del hombre era a un tiempo intensa e indiscriminada. «Ahí lo tienes, Vera —escribió a una amiga una joven soldado del 19.º ejército llamada Musya Annenkova—. ¡Eso es lo que ellos entienden por “amor”! Hacen lo posible por mostrarse cariñosos con una, aunque es difícil saber qué es lo que esconden en realidad en sus corazones. Carecen de sentimientos sinceros: sólo conocen la pasión efímera o el amor entendido al modo de los animales. Aquí es muy difícil encontrar a un hombre realmente fiel.»14

El mariscal Rokossovsky publicó la Orden Número 006 con el fin de encauzar «los sentimientos de odio hacia la lucha contra el enemigo en el campo de batalla» y recordar a un tiempo los castigos por «saqueo, violencia, robo y destrucción y quema innecesarias». Todo apunta a que tuvo poca repercusión. También hubo algunos intentos arbitrarios de evitar tales excesos mediante el ejercicio de la autoridad. El comandante de una división de fusileros, al parecer, ejecutó «personalmente de un disparo a un teniente que estaba haciendo formar en fila a un grupo de sus hombres ante una mujer alemana tumbada en el suelo con los brazos y las piernas extendidos».15 Mas, por lo general, o bien los propios oficiales eran cómplices de tales delitos, o bien la falta de disciplina hacía demasiado peligroso restaurar el orden entre los soldados ebrios armados con metralletas.

El mismo general Okorokov, jefe del departamento político del 2.º frente bielorruso, se opuso durante una reunión celebrada el 6 de febrero a lo que consideraba una «negación del derecho a vengarse del enemigo». Las autoridades moscovitas, por su parte, se mostraban menos preocupadas ante las violaciones y los asesinatos que ante la destrucción injustificada. El 9 de febrero, el Krasnaya Zvezda declaró en un editorial que «cada atentado contra la disciplina militar no hace sino debilitar al victorioso Ejército Rojo … Nuestra venganza no puede ser ciega. Nuestra furia no es irracional. Un arrebato de furor obcecado puede hacer que un soldado destroce una fábrica del territorio conquistado al enemigo, una fábrica que puede sernos de mucha utilidad».

Los agentes políticos esperaban hacer extensiva esta teoría a las violaciones. «Si engendramos en un soldado un verdadero sentimiento de odio —declaró el departamento político del 19.º ejército—, éste no intentará tener trato sexual con una mujer alemana, pues sabe que será repudiado.»16 Con todo, este burdo sofisma no hace más que subrayar el fracaso de las autoridades a la hora de comprender el problema. Ni siquiera las jóvenes reclutas y el personal sanitario del Ejército Rojo desaprobaban estos delitos. «¡El comportamiento de nuestros soldados ante los alemanes, y en particular ante sus mujeres, es totalmente correcto!», afirmó un miembro de veintiún años del grupo de reconocimiento capitaneado por Agranenko.17 Kopelev montó en cólera cuando oyó a una de las ayudantes de su departamento de política hacer chistes al respecto.

Los crímenes cometidos por los alemanes en la Unión Soviética y la implacable propaganda del régimen contribuyeron sin duda a la terrible violencia ejercida en contra de las mujeres germanas en Prusia Oriental. Sin embargo, la venganza no explica por completo lo sucedido, aun cuando más tarde se convirtió en su justificación. Una vez que los soldados llenaban sus cuerpos de alcohol, la nacionalidad de sus presas era lo de menos. Lev Kopelev hablaba de cómo, tras oír un «frenético alarido» en Allenstein, pudo ver a una muchacha «con las trenzas de su largo cabello rubio despeinadas y las vestiduras desgarradas que gritaba con voz estridente: “¡Soy polaca! ¡Por el amor de Dios, soy polaca!”». La perseguían dos «tanquistas» beodos a la vista de todo el mundo.18

Tanto se ha ocultado esta cuestión en Rusia que aún hoy se niegan los veteranos a reconocer qué sucedió en realidad durante aquellos violentos ataques en territorio alemán. Admiten haber oído hablar de algún que otro exceso, aunque le restan importancia al calificarlos de consecuencia inevitable de la guerra. Sólo algunos se muestran dispuestos a confesar que presenciaron este tipo de escenas. Sin embargo, son poquísimos los que acaban por hablar sin tapujos del asunto, y todos ellos mantienen una actitud impenitente. «Todas se levantaban las faldas ante nosotros y se acostaban a nuestro lado», afirma el antiguo dirigente de una compañía blindada del Komsomol, que incluso llega a jactarse de que en Alemania nacieran «dos millones de hijos nuestros».19

Es sorprendente la capacidad de los oficiales y soldados soviéticos para convencerse de que la mayoría de las víctimas se sintió feliz con su destino, o al menos reconoció que había llegado su turno de sufrir después de lo que había hecho en Rusia la Wehrmacht. «Los nuestros estaban tan sedientos de sexo —refirió un comandante soviético a un periodista británico en aquella época— que a menudo violaban a ancianas de sesenta, setenta o incluso ochenta años… ante la sorpresa, cuando no verdadero delirio, de las abuelas.»20

Uno de los factores que más influyeron fue la bebida (de todo tipo, incluidos productos químicos peligrosos requisados a laboratorios y talleres). De hecho, la ingestión compulsiva menguó seriamente la capacidad de lucha del Ejército Rojo. La situación llegó a tales extremos que el NKVD hubo de informar a Moscú de «intoxicaciones masivas a causa del alcohol incautado en el territorio alemán ocupado».21 Daba la impresión de que los soldados soviéticos necesitasen de ayuda etílica para atacar a una mujer. Sin embargo, y con mayor frecuencia de la que cabe esperar, en ocasiones bebían más de la cuenta e, incapaces de completar el acto de violación, usaban la botella a modo de sustitutivo, con horribles resultados. No fueron pocas las víctimas que quedaron mutiladas de un modo infame.

Parece imposible analizar estas desconcertantes contradicciones psicológicas si no es de manera muy superficial. Según algunos testimonios, cuando las víctimas de violaciones colectivas de Königsberg suplicaban después a sus agresores que acabasen con su sufrimiento, los hombres del Ejército Rojo daban muestras de sentirse ofendidos. «Los soldados rusos no disparan a las mujeres —respondían—; eso sólo lo hacen los alemanes.»22 El ejército soviético había logrado convencerse de que, puesto que había asumido la misión moral de liberar a Europa del fascismo, sus miembros tenían derecho a comportarse como les viniera en gana, tanto en lo personal como en lo político.

La sumisión y la humillación eran rasgos dominantes en las relaciones de la mayoría de los soldados y las mujeres de Prusia Oriental. Las víctimas se convertían así en el objeto de la venganza por los crímenes perpetrados por la Wehrmacht durante la invasión de la Unión Soviética. Una vez disipada la cólera inicial, este afán de humillación sádica se tornó muchísimo menos marcado. Cuando el Ejército Rojo alcanzó Berlín tres meses más tarde, sus soldados tendían a mirar a las mujeres alemanas como un derecho temporal de conquista más que como blanco de su odio. Ese espíritu de dominación no cesó en ningún momento, aunque tal vez haya que considerarlo más bien una consecuencia indirecta de las humillaciones de que ellos mismos habían sido víctimas a manos de sus comandantes y de las autoridades soviéticas en general. «La extrema violencia de los sistemas totalitarios —escribió Vasily Grossman en su gran novela Vida y destino— demostró ser capaz de paralizar el espíritu humano a través de continentes enteros.»23

Existía, por descontado, un buen número de fuerzas e influencias diferentes que también tenían un peso considerable en este sentido. La libertad sexual se había convertido en materia de animados debates en los círculos del Partido Comunista durante los años veinte, pero durante la siguiente década, Stalin garantizó que la sociedad soviética se describía a sí misma como prácticamente asexual. Este hecho no tenía nada que ver con el puritanismo genuino, sino que se debía más bien a que el amor y el sexo no encajaban con el dogma diseñado para «desindividualizar» al individuo.24 Habían de reprimirse los impulsos y emociones humanos. Con tal fin, se prohibió la obra de Freud, se convirtió el divorcio y el adulterio en cuestiones que merecían la enérgica desaprobación del partido y se volvieron a introducir las sanciones criminales en contra de la homosexualidad. La nueva doctrina se extendió incluso a la completa supresión de la educación sexual. En lo referente a las artes visuales, se consideraba peligrosamente erótico el contorno, aun vestido, de unos pechos de mujer: debían estar ocultos tras un mono de trabajo. El régimen quería, a todas luces, convertir toda forma de deseo en amor al partido y, por encima de todo, a su gran dirigente.

La mayoría de los soldados del Ejército Rojo de educación pobre adolecía de una notable ignorancia en el terreno de lo sexual y mostraba una actitud ignorante en extremo en lo referente a las mujeres. En consecuencia, los intentos llevados a cabo por el estado soviético por reprimir la libido de sus gentes dio pie a lo que cierto escritor ruso describió como un «erotismo cuartelero» que demostró ser más primitivo y violento que «la más sórdida pornografía extranjera».25 Y todo esto se unía a la influencia deshumanizadora de la propaganda moderna y los impulsos atávicos y bélicos de hombres marcados por el miedo y el sufrimiento.

De igual modo que el no ser de nacionalidad alemana no sirvió para librar a las mujeres de la violación, las credenciales que demostraban su pertenencia a un partido de izquierda tampoco protegieron en gran medida a los hombres. Los comunistas alemanes que salieron a la luz después de doce años de convicción clandestina con el fin de dar la bienvenida a sus fraternos libertadores acababan, por lo general, siendo objeto de investigación por parte del SMERSH. Las sonrisas que asomaron a sus rostros al ver llegar al Ejército Rojo no tardaron en congelarse a causa de su incredulidad. La retorcida lógica del servicio de contraespionaje podía transformar cualquier narración, por verídica que fuese, en una conspiración tan calculada como aleve. Y, en cualquier caso, siempre quedaba la pregunta fatídica que se había concebido en Moscú con antelación para que se formulase a todo prisionero o no combatiente que manifestase ser leal a Stalin: «¿Por qué no estás con los partisanos?». (El que en Alemania no hubiese grupos de partisanos no se consideraba una excusa válida.) Esta despiadada actitud maniquea que se inculcó durante los años de guerra tendió, como cabe esperar, a agravar el odio genérico de muchos soldados soviéticos. Nunca recibían una respuesta directa si preguntaban a sus agentes políticos por qué la clase obrera alemana no había combatido a Hitler. No es extraño, por ende, que cuando cambiaron de modo abrupto las directrices del partido a mediados de abril para afirmar que no se debía odiar a todos los alemanes, sino sólo a los nazis, fuesen pocos los que se dieron por enterados.

La propaganda de odio había dado con oídos muy receptivos, y la repugnancia que se profesaba a todo lo que fuese alemán se había tornado visceral. «Hasta los árboles eran nuestro enemigo», declara un soldado del 3.er frente bielorruso. El Ejército Rojo se mostró conmocionado al tiempo que incrédulo cuando murió el general Chernyajovsky a causa de un proyectil que había errado el blanco a las afueras de Königsberg. Sus soldados lo enterraron en una sepultura improvisada. Cortaron ramas de los árboles, el único sustituto de las flores del que disponían, para lanzarlas sobre el ataúd como mandaba la tradición. Sin embargo, un joven soldado saltó de pronto al interior de la fosa para sentarse a horcajadas sobre el féretro y limpiarlo con movimientos frenéticos de todo el ramaje: provenía de los árboles enemigos y estaba mancillando el lugar de descanso del héroe.26

Tras la muerte de Chernyajovsky, tomó el mando del 3.er frente bielorruso por orden de Stalin el mariscal Vasilevsky, antiguo jefe del estado mayor general. Sus opiniones acerca de los problemas de disciplina parecen haber sido algo diferentes de las de otros mandos superiores. Según cierto relato, el jefe de su estado mayor lo informó en determinada ocasión de actos de pillaje y daños perpetrados por sus hombres. «Camarada mariscal —dijo—, el comportamiento de los soldados deja mucho que desear. Están destrozando muebles, espejos y platos. ¿Cuáles son tus órdenes al respecto?» Vasilevsky, que era tal vez el más inteligente y culto de los comandantes soviéticos, guardó silencio por unos instantes. «Me importa un carajo —repuso al fin—. Ya es hora de que nuestros soldados se tomen la justicia por su propia mano.»27

El impulso destructivo de los soldados soviéticos en Prusia Oriental llegó a extremos en verdad alarmantes. Fue mucho más allá del hecho de destrozar a hachazos los muebles para hacer fogatas. De un modo irreflexivo, convirtieron en pasto de las llamas casas que podrían haberles proporcionado calor y refugio frente a las gélidas noches del exterior. Asimismo, los hizo montar en cólera el encontrarse con que los campesinos gozaban de un nivel de vida mucho más elevado del que les habían supuesto. Provocó una gran indignación el pensar que los alemanes, que vivían tan bien, hubiesen tenido que invadir la Unión Soviética para saquearla y destruirla.

Agranenko anotó en su diario la opinión de un viejo zapador acerca de los alemanes: «¿Cómo vamos a tratarlos, camarada capitán? Párate a pensar. No les falta nada, están bien alimentados, poseen ganado, huertos y manzanos, y sin embargo, van y nos invaden. Llegaron incluso a mi oblast [“región”] de Voronezh. Sólo por eso, camarada capitán, deberíamos estrangularlos. —Se detuvo unos instantes—. Lo siento por los niños, camarada capitán, aunque sean pequeños alemanitos».28

Las autoridades soviéticas, sin duda guiadas de la intención de liberar a Stalin de cualquier responsabilidad en el desastre de 1941, habían logrado inculcar un sentimiento de culpabilidad colectiva en el pueblo soviético por haber permitido que su patria se viese invadida. Tampoco cabe dudar de que la expiación de una culpabilidad reprimida aumenta la violencia de la venganza. Con todo, existían otros motivos mucho más directos para este empleo indiscriminado de la fuerza. Dmitri Shcheglov, agente político del 3.er ejército, reconoció que al ver las despensas alemanas, los soldados se mostraban «indignados ante la abundancia» que encontraban allá donde mirasen. También abominaban el orden que reinaba en la vida doméstica de los alemanes. «Me hubiese encantado estampar mi puño contra todas esas prolijas hileras de latas y botellas», escribió.29 Los miembros del Ejército Rojo quedaron estupefactos ante el número tan elevado de hogares que contaban con radio, al ver ante sus ojos la prueba palpable de que tal vez la Unión Soviética no era el paraíso del trabajador y el campesino tal como les habían asegurado.30 Las granjas de Prusia Oriental provocaban una mezcla de desconcierto, envidia, admiración e ira que alarmó a los agentes políticos.

Estos temores de los departamentos ideológicos del ejército se vieron confirmados por informes provenientes de los censores postales del NKVD, que subrayaban con tinta azul los comentarios negativos y con tinta roja los positivos. La policía secreta incrementó de un modo drástico la censura de las cartas que los soldados enviaban a sus familias, con la esperanza de controlar la manera en que describían el estilo de vida del pueblo llano alemán y evitar las «conclusiones incorrectas en lo político» que podían provocar.31 El NKVD comprobó asimismo aterrorizado que los soldados remitían a sus hogares tarjetas postales alemanas en las que no faltaban las «citas antisoviéticas extraídas de discursos de Hitler».32 Este hecho obligó cuando menos a los departamentos políticos a proporcionar a la tropa papel nuevo para correspondencia.

Los soldados soviéticos hicieron trizas los relojes, la porcelana, los espejos y los pianos de las casas de clase media, que ellos daban por sentado que pertenecían a barones alemanes. Una médica militar escribió a sus familiares desde un lugar cercano a Königsberg: «No podéis imaginar cuántas cosas de valor han destruido los Ivan, cuántas casas hermosas y confortables han reducido a cenizas. Sin embargo, los soldados tienen razón por otro lado. No pueden llevarse todo con ellos, ni en este mundo ni en el otro. Cuando uno de ellos rompe un espejo del tamaño de una pared, se siente, en cierta medida, mejor. Se trata de una especie de distracción que alivia la tensión general del cuerpo y la mente».33

En las calles de las aldeas podían contemplarse tormentas de nieve provocadas por el relleno de almohadas y los colchones de plumas destripados. Muchas de estas cosas desconcertaban por su carácter inusitado a los soldados que habían crecido en las provincias de la Unión Soviética, en especial a los uzbecos y los turcomanos, procedentes del Asia central. Al parecer, se mostraban perplejos al ver por vez primera un mondadientes hueco. «Creíamos que eran pajitas para el vino», confesó un soldado a Agranenko.34 Otros, y de esto no se libraban ni algunos oficiales, intentaban fumar los puros incautados tragándose el humo como si fueran sus cigarrillos de tabaco negro majorka liados con papel de periódico.

No era extraño que los objetos requisados a modo de botín acabasen siendo descartados y pisoteados poco después de haberse obtenido. Nadie quería dejar nada que pudiese interesar a una shtabnaya krysa («sabandija del estado mayor») o a una tylovaya krysa («sabandija de retaguardia», es decir, perteneciente al segundo escalón). Solzhenitsyn describía escenas que semejaban «mercados tumultuosos» en los que los soldados llegaban a probarse las tallas grandes de las bragas de las prusianas.35 Algunos llevaban tantas capas de ropa bajo sus abrigos que apenas si podían moverse, y la dotación de los tanques llenaba sus carros con tal cantidad de botín que resulta increíble que las torretas pudieran girar. Las reservas de proyectiles se vieron también menguadas por el hecho de que los vehículos se hallasen cargados de trofeos tan indiscriminados. Los oficiales sacudían la cabeza desesperados al ver a sus hombres tomar despojos tales como trajes de etiqueta que pretendían enviar a casa en su paquete mensual. El idealista Kopelev desaprobaba tajante esta actitud, y consideraba que el bulto de cinco kilos que permitían franquear las autoridades como medida especial constituía «una incitación directa e imperdonable para el saqueo».36 A los oficiales se les permitía enviar el doble, mientras que para los generales y los oficiales del SMERSH apenas se había impuesto un límite; con todo, los últimos no tenían verdadera necesidad de rebajarse a saquear, pues los miembros de su estado mayor les ofrecían artículos selectos. El propio Kopelev eligió una elaborada escopeta de caza y una serie de grabados de Durero para el general Okorokov, su superior en el departamento político del 2.º frente bielorruso.

Un grupito de oficiales alemanes prosoviéticos que tuvo la oportunidad de visitar Prusia Oriental quedó pasmado ante lo que vio. Uno de ellos, el conde Von Einsiedel, vicepresidente del Comité Nacional para una Alemania Libre, organismo controlado por el NKVD, contó a sus compañeros a su regreso: «Los rusos están locos de remate por el vodka y las bebidas alcohólicas. Violan a las mujeres, se emborrachan hasta caer inconscientes y prenden fuego a las casas».37 Beria no tardó en ser informado. Ilya Ehrenburg, el más feroz de todos los propagandistas, también se sintió conmocionado al visitar la zona, aunque esto no lo hizo más moderado en sus escritos.

Los soldados del Ejército Rojo nunca habían recibido una buena alimentación durante la guerra. La mayor parte del tiempo la pasaban aquejados de una hambre constante. De no haber sido por los cargamentos estadounidenses de carne de cerdo en conserva y trigo, muchos habrían estado cerca de la inanición. Habían recurrido, de manera inevitable, a vivir de la tierra, si bien esta actitud no respondió nunca a un plan oficial del Ejército Rojo como había sucedido en el caso de la Wehrmacht. En Polonia, habían robado maíz para sembrar de los agricultores y descuartizado los pocos animales que habían dejado atrás los alemanes. En Lituania, la desesperada necesidad de azúcar había llevado a los soldados a saquear colmenas: entre sus filas, durante el otoño anterior, no eran pocos los que se delataban por tener la cara y las manos hinchadas de un modo espectacular a causa de las picaduras de abeja. Mas las granjas bien ordenadas y mejor abastecidas de Prusia Oriental les ofrecían una cantidad de provisiones que iba más allá de lo que nunca hubiesen soñado. Las vacas, que emitían agónicos mugidos a causa de sus ubres hinchadas porque los que las ordeñaban habían huido, acababan a menudo sacrificadas con fusiles y ametralladoras para convertirse en improvisados filetes. «Han salido corriendo y han dejado todo atrás —escribió un soldado—, así que no nos falta el cerdo, el azúcar ni ningún otro alimento. Tenemos tanta comida que podemos dejar de llevarnos a la boca cualquier cosa.»38

A pesar de que las autoridades soviéticas eran bien conscientes del terrible castigo que se estaba imponiendo a Prusia Oriental, parecían enojadas —de hecho casi ofendidas— porque la población civil estuviese huyendo. Los campos y las ciudades se habían quedado prácticamente despoblados. El jefe del NKVD del 2.º frente bielorruso informó a G.F. Aleksandrov, jefe de ideología del comité central, de que quedaban «muy pocos alemanes … muchos asentamientos están abandonados por completo».39 Ofrecía ejemplos de aldeas en las que había quedado media docena de personas y pequeñas ciudades con unos quince habitantes, casi todos de más de cuarenta y cinco años de edad. La «noble furia» estaba desencadenando el mayor movimiento migratorio de la historia acuciado por el terror. Entre el 12 de enero y mediados de febrero de 1945 abandonaron sus hogares en las provincias orientales del Reich casi ocho millones y medio de alemanes.

En Prusia Oriental no fueron pocos los que corrieron a esconderse en los bosques, sobre todo miembros de la Volkssturm y mujeres vulnerables, a rezar para que pasase la furia. La inmensa mayoría, por otra parte, había empezado a huir poco antes de la invasión. Algunos dejaban mensajes para sus familiares. «Querido papá —rezaba el que encontró Dmitri Shcheglov escrito con tiza y caligrafía infantil en una puerta—: Debemos escapar a Alt-P. en carreta. De ahí cogeremos un barco hacia el Reich.»40 Apenas unos cuantos volverían a ver sus hogares. Aquello conllevó la destrucción abrupta de toda una región, con marcados carácter y cultura propios, subrayados tal vez por el hecho de que siempre había estado en la zona más oriental de Alemania, en la frontera eslava. Stalin había planeado desde el principio tomar la mitad septentrional y hacer de Königsberg parte de la Unión Soviética. El resto se ofrecería a una Polonia satélite a modo de compensación parcial por la anexión de todos sus territorios orientales, convertidos en «Bielorrusia occidental» y «Ucrania occidental». Prusia Oriental estaba condenada a desaparecer como tal del mapa.

Una vez que el 5.º ejército blindado de guardias de Rokossovsky hubo llegado al Frisches Haff, las únicas salidas posibles eran por mar, desde Pillau, en el extremo sudoeste de la península de Samland, o sobre el hielo hasta el Frische Nehrung, el extenso banco de arena que rodeaba el lago situado cerca de Danzig. Tal vez los más desafortunados de entre los fugitivos fuesen aquellos que huyeron hacia Königsberg, ciudad que no tardó en verse aislada por el lado de tierra. Escapar de la ciudad resultó una labor más que difícil, lo que se debía sobre todo a que las autoridades nazis no habían hecho preparativo alguno para la evacuación de los civiles, y las primeras embarcaciones tardaron un tiempo en arribar a Pillau. Mientras tanto, el sitio de la capital de Prusia Oriental se convirtió en uno de los más terribles de toda la guerra.

Los refugiados que lograron llegar al Frische Nehrung, el banco de arena de la laguna, única ruta aún abierta hacia poniente, recibieron poca compasión de los oficiales de la Wehrmacht. Éstos los conminaron a salir de la carretera, que, según insistían, estaba destinada en exclusiva al uso militar. Los civiles hubieron, por lo tanto, de abandonar sus carretas y pertenencias para proseguir su camino a duras penas por las dunas.41 Con todo, muchos ni siquiera llegaron a los alfaques. En tierra firme había apostadas columnas de tanques soviéticos que aplastaban sin más los carros de refugiados que se cruzaban en su camino y barrían los convoyes con fuego de ametralladora. Cierto destacamento blindado adelantó el 19 de enero a una columna de refugiados y se dedicó a «masacrar a los pasajeros de las carretas y demás vehículos».42

Aun a pesar de que Prusia Oriental no alojaba ninguno de los más renombrados campos de concentración nazis, un destacamento del NKVD que inspeccionaba cierta área del bosque cercano a la aldea de Kumennen topó con los cadáveres de cien civiles agrupados en tres grupos sobre la nieve, víctimas con toda probabilidad de una columna de ajusticiados. Himmler había ordenado que se evacuasen los campos cuando se acercara el Ejército Rojo. «La mayoría son mujeres de entre dieciocho y treinta y cinco años —exponía el informe—, ataviadas con ropajes raídos que mostraban un número y una estrella de seis puntas en la manga izquierda y en la parte delantera. Algunos de los cadáveres calzaban zuecos, y al cinturón llevaban tazas y cucharas. En los bolsillos tenían comida: patatas de tamaño reducido, nabos suecos, granos de trigo… Una comisión especial de investigación formada por médicos y oficiales determinó que habían muerto por disparos efectuados a poca distancia y que todas estaban medio muertas de inanición cuando fueron ejecutadas.»43 No deja de ser significativo que las autoridades soviéticas no las identificasen como judías a despecho de la mención de las estrellas de seis puntas que llevaban cosidas a la ropa, sino como «ciudadanos de la Unión Soviética, Francia y Rumanía». Los nazis asesinaron a un millón y medio aproximado de judíos soviéticos por el solo hecho de ser judíos, pero Stalin no quería que nada desviase la atención del sufrimiento de la madre patria.44