Pocos minutos después de las diez de la mañana del 21 de octubre de 1942, un bimotor de pasajeros de la marina atravesó las nubes bajas sobre Washington D.C., luego pasó sobre el río Potomac para su destino final en el aeropuerto de Anacostia. Cuando la blanca cúpula del Capitolio estuvo a la vista, el vicealmirante Henry Kent Hewitt se permitió lanzar un suspiro de alivio. Antes del alba, Hewitt había decidido volar a Washington desde su cuartel general cerca de Norfolk en vez de hacer las cinco horas en coche atravesando Virginia. Pero de improviso arreció el mal tiempo, y durante más de una hora de ansiedad, el aparato había volado en círculo alrededor de la capital buscando un claro entre las nubes. Pese a ser una persona caracterizada por la paciencia, Hewitt ardía de impaciencia ante la demora. El presidente Roosevelt en persona le había convocado en la Casa Blanca para esta reunión secreta y, aunque lo más probable era que no se tratase de una reunión de mera cortesía, hacer esperar a su comandante en jefe no le gustó nada al hombre elegido para propinar el primer golpe estadounidense en pro de la liberación de Europa.
Kent Hewitt parecía un improbable hombre de armas. Con 55 años cumplidos, tenía una ancha y alta frente de intelectual y cabellos canos. Una doble papada le formaba una nasa carnosa en la garganta, y en el puente de un barco y con el uniforme de fajina, parecía «una figura gordinflona y desaliñada vestida de caqui»,1 como observó en cierta ocasión un almirante británico con más precisión que misericordia. Hasta el fino uniforme que llevaba esa mañana parecía de un azul desvaído, pese a los galones dorados de oficial que lucía en las mangas. Oriundo de Hasensack, Nueva Jersey, Hewitt era hijo de un ingeniero mecánico y nieto de un ex presidente de la Trenton Iron Works. Un tío suyo había sido alcalde de Nueva York; otro, director del Metropolitan Museum of Art. Kent optó por la marina, pero como guardiamarina en la base de Annapolis, se dijo que temía tanto las alturas que le «arrancaba el alquitrán a las jarcias».2 Como joven marino, le gustaba bailar el «turkey trot»;3 en tiempos más recientes, era más probable que jugueteara con la regla de cálculo o asistiera a una reunión de su logia masónica.
Sin embargo, Hewitt se convirtió en un formidable lobo de mar. A bordo del acorazado Missouri, había dado la vuelta al mundo durante quince meses con la Gran Flota Blanca de Theodore Roosevelt demostrando tal maestría en la navegación que las estrellas parecían comer de su mano. Como capitán de un destructor en la primera guerra mundial, mereció la Cruz de la Marina por heroísmo. Más tarde, dirigió el Departamento de Matemáticas de la Academia Naval, y durante dos años después de la invasión de Polonia capitaneó buques escolta de convoyes entre Terranova e Islandia que transportaban pertrechos bélicos a través del mar del Norte.
En abril de 1942, Hewitt recibió la orden de desplazarse a Hampton Roads para comandar la nueva fuerza anfibia de la flota del Atlántico; más tarde en ese verano, se produjo la decisión de Roosevelt de ocupar el norte de África con la operación ANTORCHA. Dos grandes flotas transportarían a más de 100.000 soldados hasta las playas de la invasión. Una flota navegaría 2.800 millas desde Gran Bretaña hasta Argelia y se compondría casi exclusivamente de barcos británicos transportando soldados norteamericanos. La segunda flota, llamada Task Force 34, era la de Hewitt. Navegaría 4.500 millas desde Hampton Roads y otros puertos de Estados Unidos hasta Marruecos con más de cien barcos llevando 33.843 soldados. En un mensaje del 3 de octubre, el general Eisenhower, jefe supremo de ANTORCHA, sintetizó la misión en pocas palabras: «El objetivo de las operaciones en su conjunto es ocupar Marruecos y la Argelia franceses con vistas a la inmediata y previsible ocupación de Tunicia».4 La ambición aliada puesta de manifiesto en ANTORCHA había sido definida por Roosevelt y Churchill: «El completo control del norte de África del Atlántico al mar Rojo».
A través de una pequeña ventanilla sobre el ala del avión, Hewitt pudo contemplar la gloria del veranillo de San Martín sobre la capital de la nación. Grandes manchas de color carmesí y naranja, ámbar y verde pálido, se extendían desde los álamos del Lincoln Memorial a los robles y arces más allá de la catedral nacional. En la otra orilla del Potomac, el nuevo edificio del Pentágono ocupaba Hell’s Bottom, entre el cementerio de Arlington y el río. Ya circulaban chistes sobre el inmenso laberinto de cinco lados, incluida la historia de un mensajero de Western Union que entró un viernes en el Pentágono y salió el lunes ya nombrado teniente coronel. El ejército, aunque ahora poseía el edificio más grande del mundo, aún alquilaba otros treinta y cinco edificios de oficinas en la ciudad. Los cínicos observaban que si los militares conquistaban territorio enemigo con la misma celeridad con que invadían Washington, la guerra acabaría en una semana.5
El avión aterrizó en la pista y se dirigió a un hangar. Hewitt se abrochó la chaqueta y se apresuró a bajar y caminar hasta el coche oficial que le esperaba. El coche aceleró hasta la puerta del aeropuerto, cruzó el río Anacostia y tomó la dirección de Pennsylvania Avenue. Hewitt tuvo tiempo suficiente para detenerse un instante en el edificio del Departamento de Marina y ver si tenía mensajes antes de seguir hacia la Casa Blanca.
«Se hace todo lo que se puede»,6 solía decir, «y luego se espera lo mejor.» Desde que había recibido las primeras órdenes ultrasecretas para la Task Force 34, había hecho todo lo posible hasta el borde del agotamiento. Cada día traía nuevos problemas por resolver, nuevos errores para enmendar, nuevas ansiedades que dominar. Los ejercicios para el desembarco de ANTORCHA habían sido realizados a toda prisa y con torpeza. Con los depredadores del Eje hundiendo casi 200 navíos aliados por semana, muchos de ellos cerca de la costa de Estados Unidos, todo el entrenamiento anfibio se había realizado en la bahía de Chesapeake, cuyas tímidas mareas y suaves olas no se parecían en nada al furioso oleaje característico de la costa marroquí. Durante un ejercicio, una sola embarcación llegó a la playa asignada, aunque un faro había brindado luz adicional en una noche clara y con el mar en calma; el resto de la flotilla estaba desperdigado a lo largo de muchos kilómetros de la costa de Maryland. En otro, en Cove Point, a 150 kilómetros de Norfolk, falló la seguridad y los hombres llegaron a la playa, donde fueron recibidos por un avispado vendedor de helados. En Escocia, las tropas destinadas a Argelia no iban mucho mejor; a veces los ejercicios se llevaban a cabo sin barcos rea les porque no había ninguno disponible. Las tropas avanzaban a pie por un océano imaginario hacia una costa imaginaria.7
¿Presentarían batalla las ocho divisiones de Vichy en el norte de África? Nadie lo sabía. Los servicios aliados de inteligencia calculaban que si esas tropas resistían con todos sus recursos, las fuerzas de Eisenhower tardarían unos tres meses en empezar a avanzar hacia Tunicia. Si los submarinos aliados torpedeaban un transporte en la travesía del Atlántico, ¿cuántos destructores habría disponibles para recoger a los supervivientes? Hewitt no estaba seguro de disponer de uno solo sin poner en peligro a toda la flota; le atormentaba la posibilidad de abandonar a los hombres en el agua. ¿Se había filtrado alguna información sobre la expedición? Cada día recibía informes sobre alguien que en alguna parte había hablado demasiado. En los primeros meses de su creación, la fuerza anfibia había sido tan secreta que usaba un apartado de correo de Nueva York para la correspondencia. Sólo un reducido grupo de elegidos conocía el destino de Hewitt, pero no se podía mantener más en secreto la existencia de una gran flota estadounidense destinada a conquistar costas hostiles. Unas semanas antes, Hewitt había recibido una carta de Walt Disney, escrita en un papel con membrete en relieve que decía «Bambi: una gran historia de amor», en la que se ofrecía para dibujar un logotipo para la fuerza anfibia. Siempre un caballero, Hewitt le contestó el 7 de octubre agradeciéndole la propuesta con palabras amables y evasivas.8
El coche oficial pasó Capitol Hill y entró en Independence Avenue. Pronto empezaría el racionamiento nacional de gasolina, pero la población de Washington casi se había duplicado en los últimos tres años y las calles estaban llenas de coches. El racionamiento del café empezaría incluso más pronto, una taza por persona y por día, y las tiendas habían empezado a acaparar todo lo que podían para clientes especiales, como los bares que habían hecho acopio de licores justo antes de la Prohibición. Los vendedores de periódicos voceaban las noticias de los distintos frentes en las esquinas: disminuía la lucha en Guadalcanal; las defensas soviéticas paraban los ataques de los tanques nazis en Stalingrado; otro mercante hundido en el Atlántico, ya eran 500 los navíos hundidos por submarinos alemanes desde Pearl Harbor. Las noticias internas también se relacionaban con la guerra, aunque eran menos febriles: el primer martes sin carne había transcurrido sin incidentes; los presos convictos por un solo delito eran animados a pedir la libertad condicional a fin de poder alistarse en las fuerzas armadas; una inspección a las tiendas de Washington señalaba que «no hay más medias de nailon por más que se quiera comprarlas o se pague lo que sea».9
El automóvil se detuvo ante el gris y macizo edificio del Departamento de Marina, justo al sur del Mall. Hewitt salió del coche y subió rápidamente las escalinatas. Él sabía donde habían ido a parar todas esas medias. Aquella mañana, durante el vuelo de Norfolk, pudo ver a los estibadores en los muelles aún afanándose por cargar 50.000 toneladas de alimentos, gasolina y municiones en las bodegas de los barcos anclados en Hampton Roads. Entre los cargamentos secretos en sellados contenedores había seis toneladas de ropa interior y de medias de mujer que se pensaban usar para comerciar con los nativos marroquíes.10 Compradores clandestinos militares habían dejado vacías todas las tiendas de la costa este.
Para Hewitt, se trataba de guardar otro secreto.
Desde el 30 de julio, fecha de la decisión definitiva de Roosevelt, ANTORCHA se había vuelto tan complicada que los documentos de la operación ahora llenaban dos sacas de correos que pesaban veinte kilos cada una. Dos temas en especial habían preocupado a los estrategas anglonorteamericanos y en ambas instancias, el presidente, que se definía a sí mismo como un «holandés empedernido»,11 había hecho valer su opinión de forma categórica.
En primer lugar, insistió en que casi ninguna tropa británica participara en el desembarco inicial. Una furibunda anglofobia se había extendido por la Francia de Vichy en los últimos dos años a consecuencia de varios incidentes desgraciados. Los bombardeos de la RAF habían matado accidentalmente a 500 civiles galos en un ataque a la planta de Renault en las afueras de París. Las fuerzas británicas habían intervenido en las posesiones francesas de ultramar en Siria y Madagascar. Gran Bretaña también había patrocinado un fracasado ataque contra el puerto de Dakar, en Senegal, a cargo de las fuerzas de la Francia Libre de Charles de Gaulle, a quien el mariscal Pétain y numerosos oficiales franceses consideraban un renegado impertinente. Y lo peor de todo, en julio de 1940, una flota británica había dado un ultimátum a la flota de Vichy en Mers el-Kébir, cerca de Orán. A fin de que los barcos franceses no cayeran en manos alemanas, los capitanes recibieron la orden de fondear en Gran Bretaña o en un puerto neutral. Cuando el ultimátum fue rechazado, los británicos abrieron fuego. En cinco minutos, habían masacrado a 1.200 marineros franceses.
«Tengo la razonable certidumbre de que un desembarco simultáneo de tropas anglonorteamericanas redundaría en una resistencia unánime de todos los franceses en África, mientras que un desembarco inicial norteamericano, sin participación de fuerzas británicas de tierra, ofrece una auténtica probabilidad de no tropezar con la resistencia de los franceses, o a lo sumo con una resistencia puramente simbólica»,12 cablegrafió Roosevelt a Churchill el 30 de agosto. Para probar su teoría, el presidente contrató a una empresa de Princeton, Nueva Jersey, para que llevara a cabo una discreta encuesta de opinión en el norte de África. Los resultados, sacados de una muestra dudosamente científica de 150 encuestados, afianzaron la opinión presidencial.13
En Londres, reinaba el escepticismo. Un diplomático británico creía que el «espíritu de Lafayette» de Roosevelt sólo reflejaba un afecto sentimental de los yanquis por París, «donde todo buen norteamericano esperaba residir en la otra vida». Pero, habiendo ganado la discusión sobre el tema más importante de invadir África o Francia, Churchill optó por coincidir con el presidente.14 «Me considero su subordinado», escribió Churchill a Roosevelt. «Ésta es una empresa norteamericana en la que nosotros somos sus asistentes.» La posterior sugerencia presidencial de que los británicos esperaran todo un mes después de la invasión antes de ir al norte de África fue amablemente rechazada; el plan exigía que los británicos pisasen los talones de sus congéneres yanquis en Argelia.15
El segundo asunto de vital importancia era dónde desembarcar. La mayoría de los estrategas británicos, apoyados por Eisenhower, habían subrayado la importancia de controlar Tunicia a las dos semanas de la invasión, antes de que los alemanes de la cercana Sicilia y de la tierra firme italiana pudieran establecer una cabeza de puente. «Toda la concepción de ANTORCHA puede triunfar o derrumbarse dependiendo de una temprana ocupación aliada de Tunicia», advertía un mensaje británico. Una vez ocupado Tunicia, el control aliado de la navegación mediterránea podía estar asegurado. El Afrika Korps de Rommel se encontraría atrapado en Libia y los aliados estarían en posesión de un trampolín para las posteriores operaciones en Sicilia o el continente europeo.
Estas consideraciones implicaban situar a las fuerzas invasoras de las dos armadas en las playas mediterráneas de Argelia, y acaso incluso tan al este como Bizerta, el principal puerto de Tunicia. «Debemos correr el grave riesgo» de llegar a Túnez primero, clamaban los mandos británicos. Desembarcar demasiado al oeste tenía que evitarse «como la plaga» debido al riesgo de que el subsiguiente avance «al este sea tan lento como para permitir que las fuerzas alemanas lleguen antes a Túnez». A finales de agosto, el plan preliminar de ANTORCHA de Eisenhower favorecía desembarcos dentro del Mediterráneo en los puertos argelinos de Orán, Argel y Bône.16
Pero el general Marshall y los estrategas del Departamento de Guerra tenían otras ideas. Tunicia y el este de Argelia estaban al alcance de la aviación del Eje de Sicilia y fuera del alcance de los aviones aliados de Gibraltar. Además, los norteamericanos temían que Hitler irrumpiera a través de la España neutral y taponara el estrecho de Gibraltar, encerrando a las fuerzas aliadas como en una bolsa.17 Eso requería que al menos se llevase a cabo un desembarco en la costa atlántica de Marruecos a fin de garantizar una línea abierta de abastecimiento a través del Atlántico.
Durante semanas, los telegramas fueron y vinieron en lo que Eisenhower llamó un «concurso transatlántico de ensayos». La Royal Navy creía que, aunque el estrecho de Gibraltar sólo tenía poco más de 10 kilómetros de ancho en su parte más estrecha, no podía ser más controlado por fuerzas extranjeras que el Canal de la Mancha. Los estrategas británicos también calcularon que incluso con el consentimiento de Madrid para cruzar España, consentimiento, según los británicos, harto improbable, los alemanes necesitarían al menos seis divisiones y más de dos meses para conquistar Gibraltar.
Sin embargo, para los norteamericanos, los peligros eran excesivos. Los desembarcos de ANTORCHA debían obtener el éxito, argumentaba Marshall, porque un primer gran fracaso de la ofensiva estadounidense en la guerra «sólo causaría el ridículo y una pérdida generalizada de confianza».18
Roosevelt estuvo de acuerdo y volvió a intervenir. «Quiero subrayar», telegrafió a Churchill el 30 de agosto, «que en cualquier circunstancia uno de nuestros desembarcos debe tener lugar en el Atlántico.» El presidente descartó alegremente la noción de que las fuerzas del Eje pudieran levantar defensas en Tunicia antes de la llegada de los aliados. En otro mensaje al primer ministro, reiteró «nuestra convicción de que las fuerzas alemanas aéreas y de paracaidistas no pueden hacer llegar a Argelia o Túnez una masiva cantidad de tropas durante al menos dos semanas después del ataque (inicial)».
Una vez más, Churchill accedió, en parte porque el general Brooke, jefe del Estado Mayor Imperial, compartía la inquietud estadounidense y creía que desviar la flota de Hewitt a Marruecos era «un plan mucho más sabio».19
Si no más sabio, era más seguro a corto plazo, pero las guerras rara vez se ganan a corto plazo. Los norteamericanos se habían mostrado osados hasta el punto de la locura al proponer MAZO, el desembarco propiciatorio de una fuerza mayoritariamente británica en la costa francesa. Ahora, con una mayoría de soldados estadounidenses en ANTORCHA, prevaleció la cautela y desapareció la audacia. La Task Force 34 de Hewitt depositaría una tercera parte de las fuerzas invasoras a más de 1.500 kilómetros de Túnez. Los invasores se bifurcarían al este y al oeste violando el principio sagrado de concentración y debilitando la fuerza de su impacto. En Londres, Eisenhower describió las posibilidades de conquistar rápidamente Túnez como pasando «del dominio de lo probable a lo remotamente posible».20 El 5 de septiembre se tomó la decisión final de probar desembarcos en tres sitios de Marruecos y media docena de playas alrededor de Orán y Argel. «Por favor, que se lleven a cabo antes de las elecciones», pidió Roosevelt a Marshall. El presidente se vería decepcionado. Se interpusieron varias demoras y el 21 de septiembre, Eisenhower fijó la invasión para la mañana del domingo 8 de noviembre, cinco días después de las elecciones legislativas en Estados Unidos.21
ANTORCHA seguía siendo una operación asombrosamente audaz, una empresa llena de imaginación y poderío, pero en un momento clave los aliados se sometieron a las instigaciones de sus propios miedos.
Habiendo cumplido sus obligaciones en el Departamento de Marina, Hewitt salió de allí a las 13 horas y vio que el día se había vuelto cálido y húmedo, con temperaturas que rondaban los 30 grados. El coche lo recogió y avanzó por Independence Avenue antes de girar al norte cruzando el Mall en la calle 15.
En la Casa Blanca, un agente del servicio secreto hizo pasar al chófer por la puerta sur y luego guió a Hewitt por un camino tortuoso para evitar a los periodistas. Al caminar por los estrechos pasillos, el almirante vio que la residencia estaba preparada para el combate. Negros cortinajes colgaban en las ventanas y las claraboyas también estaban pintadas de negro. Todas las habitaciones del viejo edificio estaban equipadas con cubos de arena y palas, además de máscaras de gas plegadas. El Fish Room, atestado de objetos y donde Roosevelt guardaba sus trofeos de pesca, le recordó al almirante su último encuentro con el presidente. En diciembre de 1936, en su calidad de capitán del Indianapolis, había llevado a Roosevelt en un viaje de un mes por Suramérica. Recordaba con cariño a su pasajero en la cubierta y rebosante de felicidad cuando pescó dos peces a la vez. Roosevelt los bautizó «Maine» y «Vermont», ya que en esos dos estados no había podido ganar la reciente reelección.22
A la espera, como estaba previsto, en una pequeña antecámara abovedada, estaba el jefe militar que dirigiría las tropas norteamericanas en Marruecos una vez que Hewitt los depositara en tierra: el general de división George S. Patton. Él también había sido conducido por un camino tortuoso para evitar a la prensa, pero Patton era incapaz de pasar inadvertido. Alto e inmaculado en su uniforme a medida, la raya del pantalón recta como una bayoneta, los guantes doblados sobre la mano izquierda, Patton era la imagen misma del guerrero en busca de una guerra.
Incluso cuando estrechó su mano y le devolvió la amplia sonrisa, Hewitt no sabía a qué atenerse con este hombre tan extravagante. Era obvio que se trataba de un oficial capaz y carismático destinado a la gloria, pero, comedido y absolutamente encantador en un momento, al siguiente podía mostrarse blasfemo y truculento. Anteriormente, los estrategas militares habían recomendado al menos seis meses de preparación desde el día de la orden de invasión hasta el día de partida de la flota. La demorada decisión de invadir Marruecos había dado a la Task Force 34 únicamente siete semanas para preparar una de las más complicadas operaciones militares de la historia de Estados Unidos. George Patton pareció empeñado en dificultar las cosas al máximo.
En vez de trasladar su cuartel general a Hampton Roads, Patton había seguido en la espaciosa oficina del Edificio de Municiones en el Mall pese a que bramaba contra «los malditos imbéciles de Washington». «Le ruego, tal como ya le he escrito, que venga a verme lo antes posible», le había escrito Hewitt presa de la exasperación.23 Sin consultar a la marina, los estrategas del ejército habían propuesto varios lugares de desembarco en Marruecos, uno de los cuales carecía de playa y otro estaba lleno de bancos de arena.24 En los últimos días, Patton se había finalmente trasladado de Washington a Norfolk; sin embargo, parecía seguir recelando al máximo de los oficiales navales y de Hewitt en particular. «Esa banda de serpientes de cascabel», los llamaba.25 Hewitt se había sentido perplejo al principio, luego molesto, pero sus discretas quejas de agosto habían subido de tono hasta que a mediados de septiembre formuló una protesta formal por la «nula cooperación del ejército».26 Sólo el aval personal de Eisenhower ante el Departamento de Guerra en pro de las virtudes personales de Patton había evitado que lo echasen y acabase una carrera sobresaliente antes de empezar.27 Marshall añadió su propia reprimenda en una reunión personal con Patton: «No moleste más a la marina».28
Hubo otro momento de tensión cuando Hewitt propuso retrasar ANTORCHA una semana para no arriesgarse a que la marea prevista para la madrugada del 8 de noviembre encallara las lanchas de desembarco. Patton objetó enérgicamente. Hasta los superiores de Hewitt coincidieron en que un nuevo aplazamiento resultaba imposible. Extrañamente, Patton parecía no tomarse de forma personal los reparos de Hewitt a su conducta ni sus desacuerdos profesionales. Aún más extraño, Hewitt se dio cuenta de que el sujeto le caía bien y sospechaba que Patton también le tenía simpatía. Hewitt sólo podía son reír ante los casamientos de penalty que producía una guerra.
A las dos en punto se abrió la ancha puerta del despacho oval y Roosevelt habló: «Adelante, capitán y veterano de caballería, y cuéntenme las buenas noticias».29 El presidente estaba radiante en su silla de ruedas y les señaló un par de sillas vacías. A Patton, ignorante de que Hewitt y Roosevelt habían viajado juntos hacía seis años, le desconcertó que el almirante tuviera que presentarle al presidente.
«Pues, bien, caballeros», dijo Roosevelt moviendo su cigarrillo en el aire, «¿qué tienen en mente?»
Hewitt tenía muchas cosas en mente, pero trató de sintetizar la operación ANTORCHA lo máximo posible. Trescientos barcos de guerra y casi 400 buques de transporte y de carga desembarcarían a más de 100.000 soldados, tres cuartas partes de ellos norteamericanos, el resto, británicos, en el norte de África. La Task Force 34 zarparía con rumbo a Marruecos el domingo por la mañana. La otra flota partiría poco después de Gran Bretaña con rumbo a Argelia. Con suerte, los franceses de Vichy que controlaban el norte de África no se opondrían a los desembarcos. Pasara lo que pasara, los aliados pivotarían hacia el este para ocupar Tunicia antes de que llegasen los alemanes.
Las paredes grises y verdes del despacho oval creaban un ambiente náutico. Patton esperó una pausa para decir con su voz nasal y aguda: «Señor, lo único que quiero decirle es lo siguiente. Dejaré esas playas como un conquistador o como un cadáver».30
Roosevelt sonrió y acusó recibo de las palabras de Patton con aquel movimiento brusco de cabeza que en privado Marshall llamaba «el gesto de la boquilla del pitillo».31 ¿Piensa el general poner su vieja montura en la torreta de un tanque?, preguntó el presidente. ¿Cargaría con el sable desenvainado?
La conversación siguió a trancas y barrancas dejando muchas cosas sin decir. Hewitt optó por no extenderse en los riegos que suponía ANTORCHA. A diferencia de la mayoría de los oficiales de alto rango, había sentido un gran alivio al enterarse de que no habría un ataque frontal contra la costa francesa; ahora, hasta los más acérrimos partidarios de MAZO se aplacaron cuando a mediados de agosto una incursión de 6.000 tropas anglocanadienses contra Dieppe, el puerto francés ocupado por los alemanes, acabó en catástrofe. Hewitt había presenciado los preparativos para Dieppe durante una visita a Inglaterra y aún le costaba aceptar que la mitad de esos voluntariosos jóvenes estaban muertos o en campos de internamiento alemanes.
Pero ANTORCHA tenía sus propios riesgos. Salvo por los desembarcos en agosto en Guadalcanal, representaría la primera gran operación llevada a cabo por Estados Unidos en cuarenta y cinco años y la más audaz de todos los tiempos. Algunos la consideraban la apuesta anfibia más ambiciosa desde que Jerjes cruzara el Helesponto en el siglo V a.C. El único precedente moderno de desembarco en una playa hostil tras una larga travesía oceánica y por aguas peligrosas era el desastre británico en Gallipoli en 1915, que costó un cuarto de millón de bajas aliadas. La misión inicial de tomar tres ciudades portuarias, Casablanca, Argel y Orán, se había complicado debido a la necesidad de desembarcar en nueve puntos costeros dispersos a lo largo de 1.500 kilómetros. Y no sólo los submarinos amenazaban a la Task Force 34; también lo hacía el mar, porque tras la larga travesía a través del Atlántico deberían afrontar las inmensas olas en la costa de Marruecos.32
Por su parte, Roosevelt no quiso mencionar el persistente resentimiento del Departamento de Guerra contra ANTORCHA; incluso su secretario de Guerra, Henry L. Stimson, le había acusado de la «peor clase de orgía de dispersión», denominando al norte de África como «el gran bebé secreto del presidente». Tampoco el presidente se quejó de los atrasos en la fecha de desembarco, aunque debía temerse los malos resultados que obtendría su partido en las inminentes elecciones a menos de dos semanas. (Los demócratas perderían casi sesenta escaños con un electorado descontento que desconocía que la nación estaba a punto de contraatacar.)
A la media hora, la conversación derivó en trivialidades. Roosevelt ofreció amplios detalles a Hewitt de cómo amarrar un barco con un ancla de popa para mantenerse en la dirección del viento, una táctica que había utilizado en una ocasión con un yate.33 Patton trató por última vez de que la conversación volviera a recalar en ANTORCHA. «El almirante y yo creemos que debemos desembarcar al coste que sea, ya que el desenlace de la guerra depende de nuestro éxito», le dijo al presidente, pero la reunión había acabado. «Por supuesto que sí», replicó Roosevelt con otro gesto de boquilla. Les acompañó hasta la puerta, les dio la mano y se despidió con un emocionado «Que Dios les acompañe».
Patton regresó al Edificio de Municiones. Hewitt fue directamente al aeropuerto de Anacostia y voló a Hampton Roads. Al anochecer estaba de regreso en su despacho, un diminuto dormitorio reformado en el Hotel Nansemond en Ocean View. Sólo había estado afuera diez horas, pero le aguardaba una gruesa pila de papeles, que incluían partes meteorológicos del norte de África y del Atlántico y las últimas noticias de la inteligencia sobre los submarinos alemanes.
«Se hace todo lo que se puede; y luego se espera lo mejor.» Había anochecido cuando subió a la lancha del Almirantazgo en el muelle de Willoughby Spit. El timonel dirigió la embarcación por Hampton Roads hacia el Hotel Chamberlin en Fortress Monroe, donde Hewitt tenía una suite con su esposa Floride. Observó la silueta de los barcos amarrados en la gran bahía. Sus estructuras destacaban sobre la línea del horizonte, negras azabache, pero en las cubiertas se veía el ocasional resplandor naranja de los pitillos. Dentro de dos días, esta armada transportaría a 33.843 soldados, todos ellos bajo su responsabilidad.
Hewitt comió una cena ligera en el Chamberlin, luego se sentó en un sillón en la sala y abrió el periódico vespertino. Pocos minutos después, Floride Hewitt miró a su marido y lanzó un grito cuando le vio caído en el suelo. Hewitt se levantó lentamente, más sorprendido que atemorizado. «Supongo que me caí»,34 dijo. Se despachó la lancha en busca del oficial médico, que examinó a Hewitt y le declaró sano, pero agotado. El almirante, advirtió el médico, debía descansar más.
Al alba del 22 de octubre, en Hampton Roads reinaba un ruido infernal. A bordo de doce buques en cinco muelles distintos, los marineros vestidos con overoles y gorras blancas arrancaban el linóleo de las cubiertas, los paneles de madera y el corcho de aislamiento. Cientos de hombres quitaban la pintura de los mamparos con martillos y cinceles. Los incendios de barcos ocurridos ese otoño en las islas Salomón convencieron a las autoridades de que había que quitar todo el material inflamable de la Task Force 34, dando a la flota el aspecto bélico de un garaje a medio construir.35
Desde Norfolk y Portsmouth en la ribera sur de Roads hasta Newport News y Hampton en el norte, los remolcadores esperaban a un grupo de cargueros en los embarcaderos. Batallones de estibadores hormigueaban en cada barco apilando en las popas las lonas que habían cubierto las escotillas y movían las botavaras por encima de las bodegas abiertas. Las pasarelas sujetaban las eslingas de carga a una uña de trinquete y los ruidosos cabrestantes a vapor ponían otra carga más en el barco. Por encima de la cacofonía de las remachadoras y las soldadoras y el chirrido de las raspaduras de metal, la música de Over There resonaba desde un depósito donde la banda había practicado su repertorio de guerra. «The Yanks are coming, the Yanks are coming...»
En las bodegas entraron tanques y cañones, botes de goma y motores fuera borda, municiones y ametralladoras, lentes de aumento y escaleras de mano, relojes de alarma y bicicletas. En las bodegas entraron tractores, cemento, alquitrán y más de un millón de galones de gasolina, casi todos en latas de cinco galones. En las bodegas entraron miles de metros de alambre, maquinaria para perforar pozos, vagones de tren, 750.000 botellones de repelente de insectos y 7.000 toneladas de carbón en bolsas de arpillera. En las bodegas entraron zapatillas negras de baloncesto, 3.000 vehículos, altavoces, 5.000 metros de cuerdas de algodón y 100.000 dólares en monedas de oro confiadas personalmente a George Patton.36 Y en las bodegas entraron una sección de palomas mensajeras, seis matamoscas y setenta rollos de papel insecticida para cada 1.000 soldados, además de 25 kilos de raticida por compañía.37
Un contenedor especial, requisado el 18 de octubre con un mensaje urgente al Departamento de Guerra, portaba mil condecoraciones para heridos de guerra.38
En teoría, sólo 800 personas en el mundo conocían el destino final de las flotas de ANTORCHA. Muchas cajas habían sido selladas y puestas bajo custodia para evitar cualquier filtración sobre el norte de África francés. Los libros de frases en francés con claves de pronunciación, para ser distribuidos en alta mar, revelaban perfectamente la ambivalencia de los aliados. Tanto se enseñaba «Yo soy tu amigo» como «Te mataré si te resistes».39 Una emisora de propaganda, improvisada con un transmisor de Jersey City y un generador de una fábrica de tejidos de Carolina del Sur, estaba instalada secretamente en el acorazado Texas, con un texto para ser transmitido a las tribus beréberes: «Atención, nosotros, los guerreros sagrados de Estados Unidos, hemos llegado ... Hemos venido para liberaros».40 Los responsables de intendencia no sólo habían acaparado toda la lencería que pudieron comprar, sino también 70.000 pares de gafas de sol y una cantidad similar de pañuelos de cuello confeccionados en un taller secreto de Filadelfia, así como 10 millones de tabletas de sal y 67.000 brazaletes con la bandera estadounidense, además de 138.000 imperdibles para fijarlos en las mangas de los uniformes. Unos rótulos en letras negras advertían: «No abrir hasta haber llegado a destino».41 Un suministro para treinta días de bombas, obuses y minas de gas venenoso había sido consignado en principio a un posterior convoy, pero a finales de septiembre fue cancelado cuando los comandantes aliados consideraron «muy improbable» que el enemigo usara armas químicas en los inicios de la campaña africana.42
Usando una guía comercial Michelin de Marruecos, una imprenta oficial en las afueras de Washington pasó semanas reproduciendo toneladas de mapas que fueron llevados a las bodegas junto con cajas selladas de Baedeckers, viejos números del National Geographic, guías francesas de turismo y el volumen «M» de varias enciclopedias. Correos secretos adquirieron en el extranjero mapas en relieve de yeso de los puertos y costas marroquíes. El Departamento de Guerra descubrió que los hombres provenientes del sindicato de pasteleros y panaderos eran quienes hacían los mejores modelos. Otras cajas secretas contenían unos peculiares tubos abiertos de 53 centímetros con dardos de un kilo y medio, junto con un manual de instrucciones porque nadie en la Task Force 34 había oído hablar jamás de un lanzacohetes o cohetes antitanques o M9, pronto conocidos como bazucas. 43
Se suponía que todo el cargamento sería embarcado como carga de combate, un principio clave para acciones de guerra por el cual todo el equipo se almacena en orden inverso a la secuencia necesaria para un desembarco bajo fuego enemigo. En cambio, el único principio imperante fue el caos. El material había estado llegando a puerto desde finales de septiembre en vagones de tren tan mal marcados que en un momento se paralizó todo embarque mientras los soldados revisaban 700 cajas misteriosas que habían acabado por error en una vía muerta de Richmond.
Diferentes líneas de ferrocarril servían a distintos muelles, de modo que las cargas extraviadas tenían que ser transportadas a través de la bahía. Los muelles se llenaron de material; los cargamentos estaban tan mal preparados que los soldados que se encaramaban a los vehículos en busca de sus equipos rompieron casi una tercera parte de los parabrisas. La munición necesaria como lastre llegó tarde, obligando a algunos buques a regresar a los muelles para volver a cargar. Proyectiles de artillería, granadas extraviadas y TNT campeaban en los muelles o en las pasarelas, camarotes y dormitorios de las tropas. El capitán del Lakehurst confesó que un torpedo hundiría su barco en pocos minutos a menos que diera en los depósitos de gasolina y de municiones, con lo cual el hundimiento sería mucho más rápido.
Un oficial con una mente retorcida y una formación clásica tomó prestadas unas palabras de la Eneida para describir el puerto de embarque de Hampton Roads: «Forsan et haec olim meminissee invabit». Algún día, tal vez, la memoria de estas cosas será agradable. Algún día, tal vez, pero no muy pronto.44
Ese jueves caótico, Patton voló de Washington a Norfolk en un avión C-47 de transporte con su maletín y un séquito de ocho oficiales de rango superior. Con su letra oblicua y rúnica, había escrito su testamento y un extenso texto para su esposa Bea sobre cómo cuidar a los caballos en su ausencia. A su cuñado escribió: «Mi proverbial buena suerte ahora debe dar el máximo de sí. Toda mi vida he querido liderar a un grupo de hombres en una batalla desesperada; ahora voy a hacerlo». A una amiga de la familia, señaló que para cuando ella leyera la carta: «Estaré muerto o no; si es así, prométeme un buen velatorio irlandés». Ahora, andando de buque en buque por los muelles, Patton inspeccionó la carga con la mirada posesiva de un hombre que pensaba utilizar cada bala, bomba y zapatilla de baloncesto. Cuando le preguntó a un joven capitán de intendencia cómo iba la carga, el oficial le contestó: «No lo sé, pero mis camiones han llegado sin novedad». Patton se tomó un respiro para escribir en su diario: «Ésa es la respuesta. Si cada uno cumple con su deber, esta empresa aparentemente imposible se llevará a cabo. Cuando pienso en la grandeza de mi trabajo y tomo conciencia de quién soy, me quedo atónito, pero después de reflexionar me pregunto quién es mejor que yo. No conozco a nadie».45 Fue la correcta autoevaluación de un hombre que había pasado las últimas cuatro décadas preparándose para este momento, desde el día que había llegado como un cadete más a West Point. Había pasado más de un cuarto de siglo desde que recibiera por primera vez el sabor intoxicador de la batalla y la fama durante la expedición punitiva a México en 1916, cuando por un instante se había convertido en un héroe nacional por matar a tres bandidos y haber atado sus cuerpos en los estribos del coche como si fueran trofeos de caza. Había sido ascendido a coronel a los 32 años durante la Gran Guerra y fue padre fundador de la guerra acorazada. Entonces, su carrera pareció haber llegado a su fin debido a la inactividad del ejército de entreguerras. A los cincuenta años, después de leer Generalship: Its Diseases and Their Cures, el clásico de J. F. C. Fuller, Patton había llorado amargamente porque ochenta y nueve de los cien grandes comandantes biografiados allí eran menores que él. Ahora, a los 56 años, le había llegado la hora del adiós.46
Patton era una auténtica paradoja y lo seguiría siendo, un gran cúmulo de gestos calculados y emociones palmarias y espontáneas. Instruido, con dominio del francés y lleno de privilegios, podía ser grosero, descortés y presuntuoso. Había sintetizado su profundo estudio de la historia y de la ciencia militar en un manifiesto de ocho palabras: «Violentos ataques en todas partes y contra todo». En menos de tres años, sería el líder militar más famoso del siglo XX, una persona cuyo nombre, como los de Jeb Stuart y Phil Sheridan, evocaba el ímpetu y el brío de una carga de caballería. Moriría en menos de cuatro años y el obituario del New York Times publicaría el epitafio perfecto: «No fue un hombre de paz».
«Denme generales con suerte»,47 había dicho recientemente Roosevelt a un oficial británico. En la reunión celebrada en el despacho oval la tarde anterior, el presidente había descrito con perspicacia a Patton como un hombre con suerte que además creía en ella. «Patton es fascinante», había escrito después de la reunión. Por su parte, muy propio de él, Patton había puesto de manifiesto su disgusto porque el presidente no le había dado un mensaje de «victoria o muerte» a Hewitt, de cuya determinación dudaba. «Un gran político», escribió en su diario Patton después de la reunión, «no es necesariamente un gran líder militar.»
Tampoco un gran líder militar era necesariamente un gran político, tal como Patton había demostrado en incontables ocasiones durante los preparativos de ANTORCHA. Mientras Hewitt preparaba sus barcos, Patton entrenaba a sus hombres y había afrontado esa tarea imponiendo su voluntad.
Su mando en ANTORCHA consistía en tres divisiones provenientes de diversas unidades (la 9.a de infantería, la 3.a de infantería y el 2.o regimiento acorazado). Otras ocho divisiones tuvieron que cederle tanto equipo y tropas que tardaron seis meses en recuperarse. En las últimas dos semanas, Patton había viajado a diferentes cuarteles de Virginia y Carolina del Norte para inspeccionar las tropas y «endurecerles el alma».48 Más tarde, un comandante recordó que siempre se enteraba de las visitas de Patton porque las unidades así honradas invariablemente daban parte de que varios oficiales «habían sido puestos bajo arresto por haber incurrido en su ira». El 14 de octubre, Patton envió idénticas cartas a todos los oficiales a cargo de tropas. «Si no obtienen el éxito, no quiero verlos con vida», avisaba. «No veo razón alguna para sobrevivir a una derrota y estoy seguro de que si todos ustedes entran en batalla con igual resolución, triunfaremos, tendremos larga vida y hasta ganaremos un poco de gloria.»49
En un brindis en una base, Patton declaró: «A la salud de nuestras mujeres. Dios santo, qué viudas más guapas dejaremos». Su consejo a la 9.a división para derrotar a los alemanes fue: «Cojan a esos pusilánimes hijos de puta por la nariz y denles una buena patada en los huevos». A otros les ordenó masacrar «en masa a esos hunos bastardos». En Fort Bragg, mientras se dirigía a las tropas que había capitaneado en la 2.a división acorazada, las lágrimas le corrieron por las mejillas y se retiró del podio sin decir palabra. Los hombres le ovacionaron. En su diario, Patton se reprochó una vez más su «inclinación a exteriorizar emoción, un atributo muy poco militar».50
La mañana del viernes 23 de octubre, más de 150 jefes de compañía, capitanes de barco y oficiales de alto rango llenaron un depósito fuertemente vigilado en Norfolk. Hewitt habló brevemente revelando por primera vez que el destino sería África. Durante más de cuatro horas, los planificadores de ANTORCHA revisaron la operación hasta el último detalle. Terminaron con los procedimientos debidos para enterrar a los muertos y registrar sus tumbas.
Entonces, Patton subió a la tribuna con pantalones y botas de montar y una pistola con empuñadura de marfil a cada lado. Arengó a los hombres y señaló que mataría a cualquier soldado norteamericano que molestara a las mujeres marroquíes.
«Si tienen alguna duda sobre lo que deben hacer, se lo diré muy simplemente», dijo con su voz estridente y aguda.51 «La idea es avanzar y normalmente se sabe donde está el frente por el ruido de los tiros. Para dejarlo aún más claro: supongamos que pierden una mano o una oreja o quizá parte de la nariz, y piensan que deben ir a primeros auxilios. Si yo los veo haciendo eso, será el último itinerario que hagan. Como oficiales, se espera que avancen.»
A continuación desafió a la marina a emular al almirante David Farragut, que había maldecido los torpedos en 1864, en la bahía de Mobile, pero, continuó Patton: «No tengo ninguna fe en que la maldita marina nos deje a menos de cien kilómetros de la playa o no se demore una semana para el previsto desembarco. No importa. Póngannos en África. Y nosotros caminaremos».
Terminó con arrogancia: «Atacaremos durante sesenta días y, entonces, si tenemos que hacerlo, sesenta más. Si avanzamos con desesperación a la máxima velocidad y luchamos, esa gente no podrá enfrentarse con nosotros».
Los hombres se pusieron firmes mientras Patton salía del recinto. La mayoría de los marinos y muchos de sus colegas del ejército nunca habían oído hablar de George S. Patton. Ahora sabían quién era.
Cuando se aproximó la hora de la partida, se desató la anarquía en los muelles. A veces Patton contribuía al desorden. En una mañana especialmente febril, entre las 8 y las 9, sus oficiales de intendencia cambiaron seis veces los planes de carga.52
Sin embargo, más habitualmente, Patton, Hewitt y los demás oficiales daban muestras de inventiva para resolver problemas, algo que caracterizaría a los norteamericanos durante la guerra. A las once, los médicos militares cayeron en la cuenta de que la Task Force había almacenado sólo una pequeña fracción del necesario plasma sanguíneo. Experiencias recientes habían demostrado que el plasma, el fluido que queda después de eliminar los glóbulos rojos y blancos de la sangre, era sumamente eficaz para mantener con vida a los soldados heridos y que secado podía ser conservado sin refrigeración alguna durante semanas.53 Con la autorización del Departamento de Guerra, hacia el final de ese día, el jefe médico del puerto había requisado prácticamente todo el plasma existente al este del río Mississippi y enviado tres bombarderos para transportarlo. Cuando el tiempo empeoró en Norfolk, el personal de tierra encendió grandes fogatas para guiar a los pilotos. Los camiones cruzaron el campo de aterrizaje y corrieron a toda velocidad hasta el puerto con mil preciosas unidades poco antes de que zarpara la flota.
No menos emocionante fue la historia del buque a vapor Contessa. Hacía semanas que el Departamento de Guerra buscaba un barco de poco calado capaz de navegar por las sinuosas aguas de un río marroquí hasta el aeropuerto de Port Lyautey, uno de los principales objetivos de Patton. Una búsqueda a escala mundial dio como resultado el Contessa, un herrumbrado lanchón de carga quemado por la sal y con un calado apenas superior a los cinco metros que había hecho su vulgar carrera transportando plátanos y cocos en el Caribe. Se le ordenó dirigirse a Newport News. El patrón, el capitán William H. John, un británico de cejas pobladas y bigote desaliñado en un rostro alargado y achatado, supo en puerto que cargarían mil toneladas de bombas, cargas de profundidad y combustible de alto octanaje para la aviación y zarparían con rumbo a un destino desconocido. De inmediato, la tripulación desertó.54
Descargaron las bananas del Contessa y el 24 de octubre lo subieron a un dique seco para un rápido calafateo y una reparación de las grietas en la quilla. El capitán John y un teniente de navío de la reserva llamado A. V. Leslie se dirigieron a la penitenciaría de Norfolk, donde los guardianes estatales ya habían identificado a los presos más sórdidos de Virginia. John y Leslie entrevistaron a cincuenta reclusos. Muchos eran marineros alcoholizados, «de mirada vidriosa e inestables al máximo», pero dispuestos a un viaje que había sido descrito como con buena paga y peligroso, y lejos de las celdas de Norfolk. Eligieron a quince hombres cuyas condenas quedaron conmutadas. Policías de la marina con armas antidisturbios les escoltaron hasta el Contessa. Secado y fuertemente emparchado, el lanchón frutero bajó del dique seco con el casco limpio y fue al Dique X, el muelle de las municiones, para empezar a embarcar el cargamento.
Toda la confusión que caracterizó el embarque de la carga ahora se reprodujo con la llegada a Hampton Roads de 34.000 soldados. Los trenes con las ventanillas cerradas cruzaron Norfolk y Portsmouth, a veces llegando al muelle correcto y a veces no. Muchos hombres se encontraban exhaustos tras haber viajado toda la noche y algunos, toda la semana. Un comandante de artillería, sospechando que iban a un campo de batalla tropical, había decidido aclimatar a sus hombres cerrando herméticamente las ventanillas de los vagones y transformándolos en lo que un oficial superviviente denominó «un sofocante infierno».55
La policía militar patrullaba las vías y las estaciones de autobuses en busca de desertores. En los últimos seis meses, el ejército había presentado cargos de deserción contra más de 2.600 soldados, declarando culpable al 90 por 100. La indisciplina también plagaba las unidades que habían sido estacionadas durante semanas en Virginia. Tantos hombres poblaban el penal de Solomon’s Islands en la bahía de Chesapeake durante los ejercicios anfibios que había una lista de espera para entrar en la cárcel; sólo el 3 de octubre treinta hombres pasaron por el consejo de guerra por distintas infracciones. Al presentir que irían a la guerra, muchos soldados bebían hasta perder el conocimiento. Los jefes distribuyeron panfletos de advertencia. «La verdad es que el abuso de las glándulas sexuales cansa y debilita a un hombre.» Finalmente, muchos hombres debilitados se arrastraron hasta los muelles.
Hubo establecimientos de Norfolk que sirvieron a quienes iban en busca de libertinaje antes de embarcar pese al ocasional letrero de «Prohibida la entrada a marineros y perros». La corrupción de la ciudad aumentaba con la llegada de cada nuevo regimiento. Cada noche, miles de hombres andaban de una punta a otra de Main Street, que era descrita como «la manzana más grande y más poblada de cervecerías de todo el mundo».56 Los taxis se convirtieron en burdeles rodantes y flotillas de caravanas con chicas se ocupaban de los concupiscentes.57 El 18 de octubre, la policía antivicio arrestó a 115 personas en «la mayor redada moral de la historia local». Con las celdas llenas a rebosar, el jefe de policía de la ciudad solicitó al gobierno que le proporcionara «un campo de concentración ... un campo lo bastante grande como para alojar a dos o tres mil mujeres». La dura realidad de la guerra, incluidos numerosos ataques de submarinos en las costas de Virginia, había llevado la ciudad a la histeria. Circulaban rumores de que los negros locales planeaban masacrar a los ciudadanos blancos durante un apagón eléctrico. Se decía que los organizadores habían comprado 300 piquetas en una ferretería del centro.58
Los soldados, sobrios o no, encontraron el rumbo a los veintiocho barcos de transporte. Fueron desconectados los teléfonos públicos en todos los muelles y los ingenieros del puerto levantaron una alta valla alrededor de cada zona del puerto. «Si dicen adónde van, es muy posible que nunca lleguen allí», advertían los letreros de seguridad, lo que era absurdo porque muy pocos tenían una remota idea de su destinación. Algunos soldados inflaban condones con gas natural de los calentadores de las tiendas de campaña y los hacían volar en dirección a la ciudad con notas invitando a cualquier chica dispuesta a satisfacer las necesidades de un guerrero de viaje a que se saltase las medidas de seguridad. En un acto absurdo y final, el ejército insistió en que los hombres subieran a bordo por orden alfabético en vez de por unidad táctica. Miles y miles subieron por las rampas con pesadas mochilas militares y anduvieron horas arriba y abajo por las escaleras en busca de sus camaradas. Otros tuvieron que desembarcar de noche para reagruparse antes de regresar a bordo.59
De ocho a doce oficiales compartían cada camarote. Tuvieron que acomodarse en cuatro literas una encima de la otra mientras que los coys ocupaban el resto del espacio disponible. Se decía: «Dios debe amar mucho a los soldados porque ha creado a tantos», entre otras cosas. Partidas de póquer y de dados proliferaron por las escaleras. Los marineros no paraban de fregar. Muchachos casi imberbes se tendían en los camastros y miraban con expresión ausente los mamparos o se esforzaban por poner por escrito en cartas a sus casas lo que todos ellos sentían. «Siento miedo. Te añoro. Te amo.»60
Un distante fragor de cabrestantes señaló la subida de la eslinga con la última carga. Y un nuevo ruido se sumó a la barahúnda generalizada: el sonido de miles de soldados afilando sus bayonetas y sus puñales de combate cuerpo a cuerpo.
La madrugada del 24 de octubre reveló un bosque de mástiles y torretas a lo largo y ancho de Hampton Roads, de donde se disponía a zarpar la mayor flota de guerra jamás reunida en aguas estadounidenses. Borrascas efímeras soplaban del Atlántico envolviendo a las embarcaciones con una niebla grisácea. Unas lanchas con los focos recubiertos transportaban a unos pocos oficiales que acababan de pasar una última noche con sus mujeres en el Hotel Chamberlin. Arropado con una capa náutica, Hewitt subió a bordo del buque insignia, el Augusta. El sonido en aumento de la sirena del contramaestre anunció la llegada del almirante.
En 1907, desde este mismo fondeadero, despedido con vítores patrióticos y ante la presencia de Theodore Roosevelt a bordo de su yate, el Mayflower, Hewitt había zarpado a navegar por el mundo con dieciséis acorazados en la Gran Flota Blanca. Para hacer menos aparatosa esta salida, Hewitt organizó una reunión en alta mar con varios de sus barcos más poderosos, incluido el nuevo acorazado Massachusetts, que había zarpado de Maine. Un contingente aún más numeroso esperaba a la Task Force cerca de Bermudas. Ese grupo contaba con el Ranger, el único verdadero portaaviones, y cuatro «portaaviones» de escolta, unos petroleros que habían sido revestidos con cubiertas de vuelo. Ninguno de los portaaviones tenía más de una decena de aviadores experimentados; la marina también informó que algunas tripulaciones incluían «apenas un puñado de oficiales y de hombres que habían visto agua salada alguna vez».61 Pero de los 102 barcos de la flota, sólo el Contessa sufrió una grave demora. Aún cargando gasolina y bombas en el Dique X, seguiría al convoy a solas en dos días.
Patton se instaló en la cómoda cabina de capitán a bordo del Augusta. Había un montón de novelas de misterio en la mesilla al lado de la cama, junto con el Corán, que pensaba leer durante la travesía. A menudo practicaba ante el espejo feroces gestos marciales, pero aquí no había necesidad de teatro. Estaba solo como únicamente puede estarlo un mando de tierra que viaja a lejanos confines del mundo.62
«Ésta es mi última noche en Estados Unidos», había escrito en su diario la noche anterior. «Pueden pasar años antes de volver o quizá sea para siempre. Si Dios quiere, cumpliré mis deberes con mis hombres y conmigo mismo.» Pensó en la mañana del miércoles en Washington, hacía sólo tres días. Antes de ir a la Casa Blanca, había ido a ver en el hospital Walter Reed Army, en la calle 16, a su viejo héroe, el general John J. Pershing. El general, un débil anciano de 82 años, le hacía recordar sus aventuras en México, donde Patton había servido como ayudante de campo. «Me gustan los generales tan audaces que resultan peligrosos.» Patton besó la mano de Pershing, una mano desecada como una hoja caída, y le pidió la bendición. «Adiós, George», replicó el viejo general. «Que Dios te bendiga, te proteja y te dé la victoria.»
«Generales tan audaces que resultan peligrosos.»63 Él podía afrontar ese reto. A su viejo amigo Eisenhower en Londres le había escrito: «Debemos pensar en vencer o ser aniquilados en Casablanca». También garrapateó dos notas a Bea. «Probablemente pase algún tiempo antes de que recibas una carta mía, pero estaré pensando en ti y amándote», dijo en una. En la otra, para ser abierta sólo «si se me declara oficialmente muerto», confesaba cuán difícil le resultaba expresar sus sentimientos por una mujer que había conocido a los 16 años. Se dirigía a ella como de ultratumba: «Tu confianza en mí fue lo único seguro en un mundo de tenebrosas incertidumbres».
Poco después de las siete de la mañana, el Joseph T. Dickman levó anclas y avanzó por las aguas, seguido por el Thomas Jefferson, el Leonard Wood y un majestuoso desfile de embarcaciones. Los destructores se adelantaron y entraron en las nieblas marinas, el barco en cabeza en la posición conocida como «Dead Man’s Corner», mientras los transportes retiraban las redes antisubmarinas que protegían Hampton Roads. Impuesto el silencio en las radios, los ajustes de curso recorrían la flota en un éxtasis de señales luminosas y de banderas de códigos de señales. Los aviones patrulleros y dos dirigibles plateados vigilaban el canal que giraba al este en Cape Henry y Cape Charles. Aumentando la velocidad a catorce nudos, los barcos de transporte salieron de la boca del río James y cruzaron Thimble Shoals y Tail of the Horseshoe. Los soldados se ajustaron las chaquetas salvavidas y se amonto naron en las barandillas de cubierta mirando en silencio Old Point Comfort.64
La madrugada era luminosa y ventosa.65 Los ángeles pendían invisibles de los obenques y las crucetas. Los jóvenes destinados a sobrevivir y a morir de viejos cincuenta años más tarde recordarían siempre ese momento, cuando un ejército al alba partió a alta mar por una causa que aún ninguno de ellos comprendía del todo. En tierra, mientras la gran armada zarpaba majestuosamente, sus sueños, como seres vivos, entraron en las habitaciones donde dormían sus seres queridos.66
Incluso antes de que la armada levara anclas en Virginia, una reducida avanzadilla invasora ya se encontraba cerca de la costa africana. La partida era de menos de una decena de hombres; su misión valiente y arriesgada se convertiría en una de las más famosas operaciones clandestinas de la guerra.
Dio comienzo con una luz. El general de división Mark W. Clark apareció en el puente del submarino Seraph a las diez de la noche del 21 de octubre y enfocó con sus binoculares una luz brillante en la costa argelina. Sujetado con el fin de aguantar las sacudidas del submarino, paseó los lentes por la blanca línea del rompiente a tres kilómetros de distancia. Tras varios días de lento viaje submarino a cuatro nudos por hora desde Gibraltar, Clark desesperaba por llegar a tierra. Aunque el Seraph subía cada noche a la superficie a cargar las baterías, el aire fétido del interior estaba tan viciado que no encendían las cerillas. Clark y los otros cuatro oficiales norteamericanos habían pasado el tiempo jugando incontables partidas de bridge y, después de unas lecciones impartidas por los comandos británicos a bordo, de otros juegos de naipes. Clark tenía la cabeza llena de chichones. Con su metro noventa de altura le resultaba imposible evitar los innumerables conductos y clavijas del submarino.
«Allí, a la izquierda, está la colina como pan de azúcar. Puedo ver su contorno contra el cielo», le comunicó al capitán del Seraph, el teniente Norman I. A. Jewell. Un pálido resplandor indicaba hacia el este el puerto pesquero de Cherchell, que se creía fundado por Selene, hija de Marco Antonio y Cleopatra. Argel estaba a menos de cien kilómetros de costa. Clark volvió a enfocar la luz que brillaba en el tejado de una granja aislada. «Hay una playa debajo de la casa. Y una mancha oscura detrás de la playa. ¡Esos son los árboles!», dijo Clark. «Sí, señor, éste es el lugar que buscamos.»
Jewell ordenó poner en marcha los motores. El Seraph avanzó hasta casi 400 metros del rompiente y allí permaneció subiendo y bajando con la marejada. La luna creciente iluminó la cubierta y el mar oscuro. Los comandos montaron diestramente las canoas, unos kayaks hechos con lonas y planchas de nogal americano. Clark y el resto de los hombres volvieron a verificar sus equipos, incluidos los cinturones llenos de dinero y 1.000 dólares en monedas canadienses de oro que se habían obtenido con dificultades el domingo por la tarde del Banco de Inglaterra en Londres. Cada hombre llevaba uniforme militar; seis saboteadores alemanes capturados con vestimenta civil y desembarcados de un submarino alemán en las costas de Nueva York y Florida habían sido ejecutados en la silla eléctrica del Distrito de Columbia hacía dos meses. Nadie en esta misión tenía la menor intención de ser ejecutado por espía.
Las primeras tres parejas de hombres lograron controlar las canoas y sentarse en aquel mínimo espacio, pero cuando Clark estaba a punto de bajar del submarino, el fuerte oleaje volcó el bote y al comando que ya estaba allí, el capitán Godfrey B. Courtney. «¡Tengo que desembarcar!», gritó Clark. «¡Tengo que desembarcar de inmediato!»67 Trajeron otra canoa y uno de los norteamericanos cedió su sitio a Clark. La tripulación enderezó la embarcación volcada y rescató a Courtney de las aguas. Listos finalmente, los hombres se alejaron remando del Seraph y en formación V avanzaron hacia la luz por encima de la playa.68
Mark Clark, Wayne para los amigos, era una extraña opción para liderar una misión clandestina detrás de las líneas enemigas. Como asistente de Eisenhower y jefe de planificación, conocía mejor que nadie la operación ANTORCHA. Asimismo, era uno de los pocos norteamericanos que conocía Ultra, el grupo de inteligencia reunido en torno al desciframiento británico de los mensajes en clave de la radio alemana, un secreto tan insondable que en broma era conocido como QAL, «quemar antes de leer». Si las fuerzas de Vichy capturaban a Clark y lo entregaban a la Gestapo, las consecuencias serían incalculables tanto para ANTORCHA como para la causa aliada.69
El hecho de que Eisenhower hubiera confiado la misión a Clark pese a los peligros que entrañaba era tanto una señal de su ingenuidad como comandante en jefe como de su fe en Clark, que se había convertido en su imprescindible álter ego. Los padres de Clark eran un militar y la hija de un inmigrante judío rumano; como cadete en West Point, se hizo bautizar como episcopaliano, el credo considerado más conveniente para los aspirantes a general. En la academia, le conocían por el Contrabandista por su habilidad para entrar dulces prohibidos en las barracas.70 Aún más importante que eso fue que hizo amistad con un sargento de compañía, un cadete mayor que él llamado Ike Eisenhower. Gravemente herido por metralla en 1918, Clark, entonces un joven capitán, había sido destinado a una gira por Chautauqua predicando el evangelio de la vida castrense con un grupo de ventrílocuos, actores itinerantes y campaneros suizos.
Más recientemente, mientras servía como oficial en el Departamento de Guerra, se le atribuyó el diseño de técnicas de cadena de montaje para crear divisiones en serie. En junio de 1941, su superior le describió como una «rara combinación de atractiva personalidad con corazón decidido, fino tacto e inteligencia». Después de Pearl Harbor, Marshall le pidió una lista de diez generales de brigada para seleccionar al jefe de planificación de guerra. «Le doy un nombre concreto y nueve posibilidades», replicó Clark.71 «Dwight D. Eisenhower.» Años después, Eisenhower le dijo a Clark: «Tú eres más responsable que nadie en este país de la oportunidad que me dieron».
La deuda se pagó en agosto de 1942, cuando Eisenhower le nombró su jefe de planificación de guerra en Londres y subcomandante de la operación ANTORCHA. Pronto los dos norteamericanos se convirtieron en favoritos de Churchill y eran convocados con frecuencia al 10 de Downing Street y a la residencia del primer ministro en Chequers para realizar sesiones de brainstorming a medianoche. Clark describió gráficamente a Churchill con su bata holgada y zapatillas hablando de estrategia mientras bebía un brandy o devoraba una cena de última hora:
Cuando le pusieron la sopa delante, la atacó con ganas, la boca a cinco centímetros del líquido y el cuerpo doblado. Comía con un ronroneo y sorbiendo el líquido, y la cuchara volaba tan rápidamente de la boca al plato que casi no se veía, hasta que limpió el fondo del plato y bramó con gusto: «¡Más sopa!». Dirigiéndose a los invitados, comentó: «Una buena sopa, ¿verdad?».72
Al igual que Eisenhower, en los últimos dos años Clark había sobrepasado a cientos de oficiales de mayor antigüedad durante su ascenso de comandante a general de división. Meticuloso y sagaz, también era dado a una autopromoción implacable que ofendía a sus amigos e indignaba a sus rivales. Entre estos últimos estaba Patton, quien confió a su diario a fines de septiembre: «Parece más interesado en su futuro que en ganar la guerra».73 Otro general calificó a Clark como el «genio perverso»74 de la fuerza aliada, pero ese epíteto caricaturizaba y ultrajaba su papel. En verdad, era un hábil comunicador, sus memorándum diarios a Eisenhower son pequeñas obras de arte de precisión y eficacia, pero estaba al albur de sus inseguridades. «Cuantas más estrellas se poseen, cuanto más alto se asciende, más expuesto está uno a cualquier peligro», afirmó en una ocasión.75 «La gente siempre está a la espera de una oportunidad para malinterpretar tus acciones.»
El viaje a Cherchell había sido organizado apresuradamente a petición secreta del general Charles Emmanuel Mast, un alto mando de Vichy en Argelia. Mast había enviado un mensaje diciendo que quería conferenciar con un mando norteamericano sobre el modo en que los aliados podían «entrar sin prácticamente disparar un tiro». Clark insistió en encabezar la misión, «contento como un niño con un juguete nuevo», con la posible aventura y la oportunidad de consumar el mayor golpe diplomático norteamericano de la guerra.76
Además de recoger información por medio de Ultra, los aliados se las habían ingeniado, por medio de seducciones y robos, para apropiarse de varios códigos diplomáticos de los italianos, los franceses de Vichy y los españoles. Washington también disponía de una red de espionaje en el norte de África: una docena de vicecónsules conocidos como los Doce Apóstoles, que técnicamente servían como «oficiales de control de alimentos» según un acuerdo comercial todavía en vigor entre Washington y Vichy. Pero los Apóstoles no eran de ningún modo espías profesionales. Uno había sido un vendedor de Coca-Cola en Mississippi y otro fue descrito como «un ornamento del Harris de París».77 Un tercero confesó más tarde: «Yo no sabía ni cómo abrir el cajón de un escritorio». El apóstol Kenneth Pendar, un ex arqueólogo de Harvard, reconoció: «Nosotros volamos ... para caer como Alicia en el País africano de las Maravillas».78 Un despectivo agente alemán informó en Berlín: «Se concentran enteramente en sus intereses sexuales, sociales y culinarios». Aunque de hecho los Apóstoles obtuvieron una valiosa información sobre puertos, playas y defensas costeras, no podían dar respuesta a la pregunta fundamental de si lucharían los franceses. Clark intentó averiguarlo.79
Sólo el ladrido de un perro y los murmullos del oleaje rompían el silencio reinante mientras Clark y el capitán Courtney esperaban a menos de 200 metros de la playa. Era poco más de la medianoche del 22 de octubre. La luz de la luna y la desnuda bombilla que se balanceaba en la ventana superior revelaron que la granja en el alto tenía tejas naranjas y las paredes de estuco cubiertas de hiedra. Desde la playa llegó la señal de todo en orden: guión punto guión de un código Morse «K». Inclinados sobre sus remos, los dos hombres se deslizaron limpiamente a través del rompiente y se unieron a los demás que ya arrastraban sus botes por la arena.
De un olivar al borde de la colina salió un hombre alto y encorvado vestido con un jersey de cuello alto, zapatillas y una gorra de baloncesto. Era Robert Murphy, el diplomático norteamericano de mayor rango en Argelia y jefe de los Apóstoles. «Bienvenidos a África», dijo con aire de experimentado anfitrión recibiendo a los invitados. Clark dejó a un lado el pomposo discurso que se había preparado en francés y contestó simplemente: «Suerte que lo hemos logrado». Los hombres portaron a hombros las canoas y siguiendo a Murphy subieron la colina y traspasaron una gran puerta verde. Al entrar en un recinto con hileras de palmeras, pasaron la casa del propietario, un patriota francés llamado Henri Teissier, que miraba nervioso desde las sombras. Al ver a Clark con una carabina, otro francés murmuró: «¡Un general con escopeta! ¿Qué clase de ejército es este?».80 Después de esconder las canoas en una gran despensa, se reunieron en una pequeña habitación desordenada de la granja, donde celebraron su buena suerte con vasos de whisky antes de retirarse a descansar.
Murphy estaba demasiado excitado para dormir. El encuentro había sido obra suya y creía que si tenía éxito, el norte de África podía pasar a manos aliadas sin derramamiento de sangre. De 47 años, pálida piel irlandesa y «una alegría contagiosa», el hombre había crecido en Milwaukee.81 Un pie destrozado en un accidente de ascensor le había impedido la entrada en el ejército en la primera guerra mundial; en cambio, había estudiado derecho antes de ingresar en el cuerpo diplomático. Con dominio del alemán y del francés, simpático y culto, pasó una década en París; allí estaba cuando llegaron los alemanes, y él, por orden de Washington, siguió a lo que quedaba del gobierno hasta Vichy. Había ayudado a organizar un envío de casi 2.000 toneladas de oro del Banco de Francia a Dakar en un crucero estadounidense, y Roosevelt, que siempre apreciaba a un agente encantador, nombró a Murphy su representante personal en el África francesa con la admonición: «No se moleste en contactar con el Departamento de Estado». Durante meses, Murphy había viajado entre Washington y Londres, a veces disfrazado de teniente coronel porque, según señaló el general Marshall, «nadie presta la más mínima atención a un teniente coronel».82 En sus frecuentes viajes al norte de África, contrabandeaba transmisores de radio en la maleta diplomática.83
Debido a su inclinación natural al statu quo conservador, los franceses libres de Charles de Gaulle recelaban de Murphy y lo desdeñaban por «creer que Francia consistía en la gente que cenaba con él». El diplomático británico Harold Macmillan llegó a la conclusión de que Murphy «tiene el hábito incorregible de ver a todo el mundo y coincidir en todo con todos». Bob Murphy hacía caso omiso de esos comentarios con una sonrisa de indiferencia y con la convicción de que él era una apuesta personal de Roosevelt.
A las seis de la mañana llegó en coche de Argel el general Mast con un séquito de cinco oficiales. Murphy despertó a Clark y los otros para hacer las presentaciones y luego ofreció un desayuno de café y sardinas en la sala. De baja estatura, complexión recia y con dominio del inglés, Mast había sido capturado por los alemanes en 1940 y repatriado después de meses de reclusión en el famoso penal sajón de Königstein. Pese a su cargo de vicecomandante de la 19.a compañía del ejército de Vichy, Mast tenía el corazón de un insurrecto. Si los norteamericanos invadían el norte de África, le dijo a Clark, debían considerar hacerlo en primavera, cuando los oficiales rebeldes estuvieran totalmente preparados para poner el hombro. Clark tenía órdenes estrictas de no revelar que ANTORCHA estaba en marcha y respondió vagamente: «Lo mejor es hacer algo pronto. Tenemos el ejército y los medios».84
Durante más de cuatro horas, los generales intercambiaron falsedades. Mast presionó para que los aliados se pusieran de parte de su jefe Henri Giraud, un general veterano cuya reciente y valiente fuga de Königstein había avivado la resistencia francesa. Si ustedes traen a Giraud de su escondite en el sur de Francia, prometió Mast, todo el norte de África «se lanzaría a la revuelta» y se uniría apoyándolo como símbolo del resurgimiento francés. Con armas suficientes, y aquí Mast casi lloró al describir el estado calamitoso de las tropas francesas, el norte de África podía reunir una fuerza de 300.000 combatientes haciendo causa común con los aliados, todos bajo el mando inspirado de Giraud. También instó a una invasión simultánea del sur de Francia para evitar que Alemania dominara la parte del país que aún controlaba Vichy.
Clark tamizaba cuidadosamente las propuestas de Mast. Prometió el envío inmediato al norte de África de 2.000 armas automáticas, promesa que no se cumpliría. En una rara muestra de sinceridad, reconoció que la invasión simultánea del norte de África y de Francia continental excedía los medios aliados. Pero aseguró a Mast que cualquier ataque sería algo más que el asalto relámpago de Dieppe en agosto. Una fuerza de invasión de África implicaría a medio millón de hombres y 2.000 aviones. Se trataba de una exageración multiplicada por cinco.
«¿De dónde vendrán esos 500.000 hombres?», preguntó Mast. «¿Dónde están?»85
«En Estados Unidos y en Gran Bretaña», contestó Clark.
«Bastante lejos, ¿eh?»
«No.»
Tal vez las mentiras y los malentendidos fueron inevitables. Clark no podía revelar la inminencia de ANTORCHA, aunque la buena fe de Mast parecía genuina. A media mañana diminutas semillas de confusión y recelo habían brotado sobre la fecha de la invasión, las realidades políticas de la situación francesa en el norte de África, el alcance de la posible ayuda mutua y, lo más importante, quién mandaría a quién. A las once, Mast se puso en pie y anunció que debía regresar a Argel para que nadie recelase de su ausencia. Antes de entrar en su coche, le advirtió a Clark: «La marina francesa no está de nuestra parte. Pero lo están el ejército y la fuerza aérea».86
Asimismo, Mast reiteró su declaración de que el general Giraud pretendía el mando supremo de todas las fuerzas en el norte de África, incluida cualquier tropa aliada. Clark no se comprometió a nada y Mast partió tras despedirse efusivamente. Pasó lentamente delante de los jugadores de cartas en el bar y de los viejos que jugaban a la petanca en la plaza de Cherchell llevándose la agradable ilusión de que tenía semanas, incluso meses, para prepararse adecuadamente antes de la invasión aliada.
Tras doce horas de albergar esta conspiración, el señor Teissier se mostraba visiblemente inquieto. De cualquier modo, sirvió a los conspiradores un suculento almuerzo a base de pollo picante acompañado de vino tinto y naranjas. Varios de los oficiales del general Mast habían permanecido en la granja para seguir las conversaciones. Entregaron mapas y gráficos que indicaban depósitos de gasolina y de municiones, aeropuertos, número de tropas y otros secretos militares. Clark intercambió su camisa oficial por la de un oficial francés y salió a caminar y a tomar un poco de aire fresco.
El feliz coloquio acabó abruptamente con una llamada de teléfono a primera hora de la tarde. Teissier contestó. Después colgó el auricular y lanzó un grito: «¡La policía estará aquí en cinco minutos!». La noticia, comentó Clark más tarde, tuvo el efecto de «echar cincuenta zorrinos muertos sobre la mesa». Un oficial francés abrió la puerta de un golpe. Otros saltaron por las ventanas y desaparecieron entre los árboles. Las monedas de oro resonaron por el suelo junto con los dólares estadounidenses y canadienses que Murphy debía utilizar para posibles sobornos. Clark reunió a los comandos británicos y envió a un par a la playa con un walkie-talkie para que alertaran al Seraph. Con otros seis camaradas, bajó a la bodega debajo del patio. «No quiero que cierren la puerta», gritó. Teissier cerró la puerta de cualquier modo. Los hombres se agazaparon en la oscuridad aferrados a sus fusiles y a las mochilas plenas de documentos.
Murphy y Teissier acordaron simular que había habido una fiesta. A las 21.30, un joven guardacostas simpatizante de Teissier hizo acto de presencia en la puerta verde para explicar su anterior llamada telefónica: un agente fuera de servicio había detectado actividades anómalas en la granja; la policía, sospechando que podía tratarse de contrabandistas, estaba organizando una redada. Murphy le pidió que demorara a la policía el máximo posible. «Hemos celebrado una fiesta. Han venido algunas chicas y ha habido bastante bebida y comida», dijo Murphy. «Ya se ha ido todo el mundo, pero le puedo asegurar que aquí no ha pasado nada extraño.»
Pronto Clark y los otros salieron del sótano. «Id a la playa lo antes posible», urgió Murphy. Con las canoas al hombro, los comandos bajaron corriendo la colina. El rápido tableteo de un molino cercano señaló que soplaba un fuerte viento de mar. Para consternación de Clark, las olas superaban los dos metros de altura. Se quitó los pantalones y metió los cinturones del dinero y los pantalones plegados en el interior de la canoa. Tras una breve carrera en el agua, él y otro comando se subieron a bordo y remaron frenéticamente. Una inmensa ola levantó la proa de la embarcación hasta que estuvo vertical y luego la echó hacia atrás en el agua espumeante. «Al diablo con los pantalones», gritó alguien. «¡Salvad los remos!»
Con frío y en calzoncillos, Clark requisó los pantalones de un comando y salió corriendo hacia la granja, donde lo recibió un horrorizado Teissier. «Por favor», rogó el francés, «¡váyase de esta casa!» «No me gusta que me den prisa», replicó Clark. Envuelto en un mantel de seda, volvió descalzo a la playa con una barra de pan, dos jerséis y varias botellas de vino. Para entrar en calor, Clark se puso a hacer unas frenéticas flexiones; luego los hombres estudiaron sus opciones. ¿Debían ir a Cherchell y robar un bote de pesca? Tal vez debían comprar uno; Murphy sugirió ofrecer 200.000 francos. Un oficial francés señaló que ambas opciones alertarían a la policía o al ejército. Los norteamericanos acordaron que si aparecía un árabe en la playa, lo atraparían y lo estrangularían.
A las cuatro de la madrugada, alguien divisó un lugar protegido donde el oleaje parecía más sosegado. Clark y un compañero montaron en el kayak. Otros cuatro los llevaron a hombros y los empujaron hacia adelante cuando el agua les llegó a los hombros. Una vez más, la embarcación casi se puso perpendicular, pero esta vez se montó en la ola. A bordo del Seraph, el teniente Jewell acercó tanto el submarino a la costa que la quilla temblaba por la proximidad del fondo. Los otros kayaks, después de volcar al menos una vez más, superaron finalmente el rompiente y se dirigieron al submarino. Murphy dio saltos de alegría en la playa y besó a los oficiales franceses que recogían las armas abandonadas por los comandos y borraban todas las huellas en la arena.
Los hombres de Clark pusieron a secar los documentos mojados en la sala de máquinas. Reanimado con un buen trago de ron de la bodega del Seraph, Clark redactó un mensaje para Londres.
Sólo para Eisenhower ... Todos los problemas solucionados satisfactoriamente salvo cuando los franceses pretendieron el mando supremo ... Anticipo que el grueso del ejército y de la fuerza aérea franceses opondrán poca resistencia ... La resistencia inicial de la marina francesa y de las defensas costeras señaladas por la información francesa decaerá rápidamente cuando desembarquen nuestras tropas, según la misma fuente.
Jewell puso el submarino rumbo al oeste, a Gibraltar, e hizo sonar el claxon de inmersión.
Mientras la Task Force 34 de Hewitt zigzagueaba rumbo a Marruecos con las legiones de Patton a bordo, más de 300 barcos zarpaban del estuario de Clyde y de la costa oeste inglesa. Para que todos los barcos atravesaran en secuencia el estrecho de Gibraltar y llegaran puntualmente a las costas de Berbería, la travesía de dos semanas debía, según una frase de Churchill, «encajar como un brazalete». El desafío fue aceptado por la Royal Navy como una prueba de fuego para la marinería inglesa, y los barcos iban en una formación tan perfecta que «sólo la blanca espuma de las hélices indicaba que los navíos se movían».87
Los aliados habían adoptado ocho estrategias distintas para sugerir que la flota se dirigía a Escandinavia, a Francia o a Oriente Medio. Los planes incluyeron aparatosas búsquedas de dinero noruego, conferencias sobre el peligro de la congelación, el acopio de ropa contra el frío, compras de grandes cantidades de diccionarios franceses e instrucciones a los cocineros del ejército sobre cómo preparar el arroz. Un destacamento de reporteros fue enviado al norte de Escocia para que aprendiera a esquiar y a usar las raquetas de nieve. Estas pistas falsas, aparte del efecto que puedan haber tenido en el espionaje alemán, confundieron tanto a las tropas norteamericanas que muchos pensaron que sencillamente volvían a casa, sobre todo cuando al principio la flota viró muy al oeste para evitar a los submarinos alemanes antes de girar al sureste rumbo al Mediterráneo.88
Al igual que los buques de Hewitt, los cargados en el Reino Unido llevaban miles de toneladas de suministros de guerra. El cargamento incluía 500.000 dólares en té, herramientas de mano para cinco mil nativos, 390.000 pares de calcetines y cinco millones de dólares en oro embalados por el Banco de Inglaterra en treinta pequeñas cajas fuertes. Complementando todos los diccionarios franceses, había un glosario especial para traducir del británico al americano señalando, por ejemplo, que un «acumulador» era una «batería», que «pedido» era «solicitud» y que una «perola» era una vasija para preparar el té.89
La carga en los puertos ingleses hizo que hasta el caos de Hampton Roads pareciera un modelo de simplicidad logística. El 8 de septiembre, Eisenhower envió a Washington un cable de 15 páginas de extensión confesando que sus jefes de intendencia en Gran Bretaña estaban profundamente desconcertados. Aproximadamente 260.000 toneladas de suministros, municiones y armas, lo suficiente para combatir al menos un mes, se habían extraviado después de llegar al Reino Unido. ¿Consideraría el Departamento de Guerra hacer otro envío similar? El telegrama explicaba que el sistema estadounidense de marcar y despachar era harto deficiente —un regimiento norteamericano y su equipo llegaron al país en cincuenta y cinco barcos distintos— y los procedimientos británicos de almacenamiento, aún peores. El pillaje rondaba el 20 por 100 y muchos contenedores eran escondidos apenas llegaban en miles de almacenes cercanos a los muelles. Eisenhower, no tan abochornado como era de esperar, también solicitaba que por favor le enviaran varios artículos añadidos, incluido un sillón de barbero y «un automóvil a prueba de balas y para siete pasajeros, pero de aspecto normal».90
El cable provocó graves dudas sobre la capacidad organizativa de Eisenhower entre los altos mandos que pudieron leerlo. Tanto él como Patton parecían estar improvisando de un modo alarmante. Un cortante mensaje del Departamento de Guerra a Londres en octubre señaló: «Parece que ya hemos enviado el material al menos dos veces y en algunos casos tres». Pero con ANTORCHA a punto de iniciar su andadura, los jefes de logística tenían poco derecho al pataleo. Hacia el 16 de octubre se había enviado otro cargamento de 186.000 toneladas a través del Atlántico y a los británicos se les pidieron prestados 11 millones de municiones. Gran parte de este cargamento ya estaba de viaje a África.91
Muy pocos de los 72.000 hombres embarcados en el Reino Unido sabían o les importaba saber de estos problemas. Los norteamericanos, doblando en número a sus camaradas británicos, provenían mayoritariamente de tres divisiones estacionadas en Inglaterra, Escocia e Irlanda del Norte: la 1.a de infantería, la 1.a acorazada y la 34.a de infantería. Al cabo de unos días, la vida en el convoy se volvió monótona y sólo se aliviaba con combates de boxeo en cuadriláteros improvisados en los que los púgiles se golpeaban hasta que caía uno de los dos. Un manual del ejército, Qué hacer a bordo de un navío de transporte, tenía secciones dedicadas al «mareo, el frío y la pérdida de equilibrio» y «la malaria y otras plagas». Un ensayo igualmente deprimente sobre «problemas mentales» advertía que «uno de los impulsos que se deben controlar es el sexual», consejo que no lograba neutralizar las incesantes evocaciones que tenía la tropa de conquistas reales o imaginarias. (El Hotel Belgravia, de Belfast, llamado la Academia de Equitación Belgravia, era el lugar elegido para las fantasías de la 34.a división.)92 Los exámenes físicos obligatorios para detectar enfermedades venéreas dieron su merecido a numerosos tenorios.
Las bandas de los regimientos organizaron conciertos vespertinos de canciones y marchas guerreras universitarias que siempre acababan con el Himno de las barras y las estrellas, el Dios salve a la reina y La marsellesa en orden rotatorio. Una formación escocesa marchaba de proa a popa en el Cathay ruidosamente acompañada por los gaiteros; aunque a todos los soldados se les había ordenado que se quitaran la insignia de su unidad, era vox populi que cualquier enemigo potencial sabría quiénes eran los escoceses. Yanquis con armónicas o guitarras tocaban Marching Through Georgia o una procaz balada sobre un eximido por razones médicas llamada 4-F Charley. Por su parte, los británicos cantaban: «No habrá ascensos en este lado del océano / a la mierda con todos, a la mierda con todos». Un actor de la 34.a división en el Otranto brindaba un entretenimiento más refinado entonando monólogos de Hamlet por el sistema de megafonía.93
Para los oficiales, el viaje era extrañamente lánguido, como si fueran a la guerra en un crucero de Cunard. Los camareros los despertaban cada mañana con tazas de té. Antes de cada comida, colgaban menús impresos en los comedores. Más tarde, un oficial norteamericano que viajaba en el Durban Castle recordó: «A la cena, se iba de uniforme, y después, se tomaba el café en el salón».94 Cada tarde, jóvenes y delgados grumetes indios de librea blanca y negra llenaban con agua caliente las bañeras y preguntaban: «¿Un baño, sahib?».95 En el Monarch of Bermuda, el general de brigada Theodore Roosevelt Jr., subcomandante de la 1.a división de infantería, entretuvo en una ocasión a sus camaradas de armas recitando de memoria largos pasajes de Kipling después de que fuera desafiado con una serie de primeras líneas de párrafos. Luego los animó al observar que el buque insignia de la división a varios cientos de metros a popa parecía avanzar al doble de velocidad que el Monarch. «Rumbo a puertos desconocidos, así es como estamos», escribió a su esposa el 26 de octubre. «Aquí estoy otra vez en una gran aventura.»96
A quienes estaban por debajo de la línea de flotación, en las bodegas conocidas como el «reino de los torpedos», la aventura les parecía menos fascinante. El hedor a sudor, gasolina y colchones de lana laceraba el olfato mientras el oído sufría un incesante repiqueteo de dados y unos ronquidos tan sonoros que se los comparaba con el desmoche de las ramas de los árboles. Las literas se apilaban hasta casi dos metros; un soldado en la cucheta superior se pasaba el tiempo escribiendo poesía en el metal del techo, a pocos centímetros de su nariz, y dibujando un mapa turístico de su Filadelfia natal. Para que no se vieran luces, de noche se cerraban las escotillas; el aire estaba tan viciado que algunos guardias improvisaron unos ventiladores, que no dieron resultado. En medio de una mar gruesa a media travesía, los inmensos bidones que se usaban para los vómitos resbalaban por la cubierta y lo salpicaban todo. Las baterías de cocina, lavadas con agua de mar, causaban disentería en masa. Se formaban largas colas de soldados indispuestos ante la enfermería.97
Los soldados sorprendidos comiendo sus raciones de chocolate de emergencia eran apodados «soldados chocolate» y castigados a perderse dos comidas. El castigo era bienvenido. La cocina servía tanta grasa de cordero que por todo el convoy se oían balidos de descontento y el 13.o regimiento acorazado propuso un nuevo grito de guerra: «¡Beeeé!». Las pasas crujientes del pan resultaron ser insectos; pronto los soldados aprendieron a inspeccionar el pan a través de una luz. La 1.a división de infantería en el Reina del Pacífico organizó destacamentos para tamizar la harina en busca de insectos. La carne agusanada a bordo del Keren provocó tal indignación a los soldados de la 34.a división que los oficiales tuvieron que personarse para imponer la disciplina en el comedor. Cuando los soldados a bordo del Letitia ofendieron el honor culinario de un cocinero francés, éste «enfureció y amenazó con saltar por la borda».98
La moral sufría como los estómagos. Las relaciones entre los congéneres se deterioraron. A los yanquis no les gustaba la comida británica y no les gustaba la guerra. Los británicos, que siempre habían tenido derecho a raciones de ron, se quedaron de piedra cuando en los barcos no pudieron conseguir algo más fuerte que ginger ale.99 Para supervisar la moral, los censores norteamericanos suprimieron párrafos de las más de 8.000 cartas de la tropa. «Los ingleses no son más que unos hijos de puta; nos alimentan con una comida que no comería ni un cerdo», escribió un soldado descontento.100 Otro confesaba: «No te preocupes por mis continuas quejas. Pero me detesto a mí mismo, esta vida y estoy harto de todo».
«Para formar un buen ejército con los mejores hombres se necesitan tres años», sentenció a comienzos del siglo XIX Sylvanus Thayer, fundador de la academia de West Point. La mayoría de los soldados norteamericanos camino de África en octubre de 1942 no llevaba tres años en el ejército, y algunos, menos de tres meses. Eran buenos hombres, pero aún no formaban un buen ejército. Ciertamente, aquello no era un ejército, sino una mezcolanza de unidades combinadas a raíz de la decisión de lanzar ANTORCHA. Rara vez los expedientes administrativos pueden constituir un ejército poderoso.
La 1.a división acorazada, creada en 1940 y conocida como los «Old Ironsides», era un buen ejemplo. Más de la mitad de sus tropas habían quedado en el Reino Unido a la espera de un convoy posterior. También habían quedado atrás la mitad de sus tanques de tamaño mediano después de que se comprobó que no entraban por centímetros en la rampa de popa de los únicos navíos de desembarco disponibles. En su lugar embarcaron tanques ligeros con unos cañones de 37 mm. Algunas unidades todavía llevaban material de la época de la caballería. Incluso antes de cruzar el Atlántico hasta Irlanda del Norte, la 1.a división acorazada había sido desmantelada por distintas razones. Era bastante agradable pescar caballas en la bahía de Dundrum y comprar langosta a cincuenta céntimos la pieza, pero entrenarse en los estrechos caminos británicos y en los campos con cercados de piedra era algo bastante limitado. (Los oficiales británicos remolcaban los tanques estadounidenses y pagaban a los granjeros locales un chelín por cada cinco metros de valla destruida.) Muchos de los mejores soldados de la división se ofrecieron voluntarios para formar parte de los Rangers, el cuerpo de paracaidistas y las unidades de comandos y fueron reemplazados por hombres de temple inferior y sin entrenamiento en unidades acorazadas. Algunas tropas sólo habían disparado tres veces en su vida con cañones de tanques. Hacía tiempo que el Departamento de Guerra había supuesto que la división combatiría en el norte de Europa y poco se pensó en otros campos de batalla. Los Old Ironsides, la única división acorazada norteamericana que viviría combates en el desierto en la segunda guerra mundial, fueron también los únicos que no tuvieron ningún entrenamiento en el desierto. Hamilton H. Howze, el jefe de operaciones de la 1.a acorazada y un futuro general de cuatro estrellas, más tarde afirmó: «Aquella división no valía nada».101
Este penoso secreto, sospechado por pocos y creído por menos, también era aplicable a otras unidades. La 34.a de infantería merece especial atención porque había sido la primera división norteamericana enviada al teatro de guerra europeo y porque la historia de la división en el norte de África y otras partes simbolizaría las tribulaciones y los triunfos de todo el ejército, así como de las ochenta y nueve divisiones que finalmente participaron en la segunda guerra mundial.
Veinte meses antes, la 34.a división sólo había existido al principio como regimientos de la Guardia Nacional de Iowa y unidades de Minnesota. En tiempos de paz, los guardias se reunían una vez a la semana, normalmente los lunes por la tarde. Por las dos horas de duros ejercicios en orden cerrado cobraban un dólar. El entrenamiento en el arte de la guerra se limitaba a asaltos con bayoneta contra un poste de fútbol americano y escaramuzas en la plaza del pueblo, donde los pelotones practicaban flanquear el monumento local a la guerra civil. La instrucción más sofisticada en prácticas castrenses se limitaba a un par de semanas en un campamento de verano. A las tropas se las convocaba para servicios civiles en caso de inundaciones, cosechas o como esquiroles en la industria cárnica Swift de Sioux City, don de en 1938 los guardias habían abierto una brecha en un cordón de obreros antes de instalar las ametralladoras en una plataforma de carga. Esto había sido lo más cerca que jamás habían estado de un combate.102
El 10 de febrero de 1941, tras nueve falsas alarmas, el Departamento de Guerra nacionalizó los regimientos de Iowa y Minnesota para formar la 34.a división.103 Fue una de las últimas de las dieciocho divisiones de la guardia integradas en el ejército por una ley aprobada en el Congreso que limitó a los guardias a un año de servicio en defensa del hemisferio occidental. Los regimientos organizaron rápidos reclutamientos para completar sus filas antes de viajar a Luisiana para recibir instrucción. La 151.a división de artillería de campaña ofreció a los nuevos reclutas 21 dólares mensuales «y una oportunidad de ir al sur con los artilleros acorazados». Quienes firmaron se reunieron ante un balcón del depósito estatal de armas, donde un general de división de la Guardia les dijo: «Espero que regreséis con Hitler y Mussolini en el morral», palabras desconcertantes para unas tropas que se habían alistado para doce meses de defensa nacional. Muchos preferían hacerle caso al presidente Roosevelt, quien había prometido a una multitud en Boston: «Lo he dicho antes, pero lo volveré a decir una y otra vez: vosotros no seréis enviados a guerras extranjeras». Las editoriales de los diarios del Medio Oeste hacían gala del mismo espíritu de negación. El 27 de febrero de 1941 se pudo leer en el Daily Freeman Journal de Webster City, Iowa: «La segunda guerra mundial es una batalla de aviones y de unidades navales.104 Nadie espera que la infantería nacional deje las fronteras de Estados Unidos, aun en el caso de que este país entre en guerra».
Diez meses después, la guerra estaba declarada, y no fue una guerra amable que no requería el uso de la infantería. La 34.a división fue enviada al Reino Unido en enero de 1942 como símbolo del compromiso estadounidense con la causa aliada. En Gran Bretaña, las tropas descargaron los suministros y custodiaron varios cuarteles con pocas oportunidades de que los soldados se convirtieran en expertos combatientes. La división añoraba las grandes maniobras en Luisiana y las Carolinas que beneficiaban a otras unidades. Como en el caso de la 1.a acorazada, cientos de los mejores hombres se fueron a formar nuevas unidades; el flamante 1.er batallón de tropas de asalto provenía mayoritariamente de la 34.a división. Tomada la decisión de lanzar ANTORCHA, la 34.a, ya en Gran Bretaña y por tanto disponible aunque mal preparada, fue consignada a Argelia. Los rangos inferiores aún estaban ahítos de muchachos de Iowa y Minnesota, pero no los cuadros superiores de la división: gracias a una purga generalizada de oficiales de guardia, la 34.a retuvo a unos pocos líderes originarios del Medio Oeste. Una vez abiertas las compuertas, se formó una bola de nieve. Sólo en el año anterior, por ejemplo, fueron separados del servicio tres veces y en su totalidad los mandos del 168.o regimiento de infantería.105
Entre los supervivientes de las purgas había un interesante ciudadano y soldado llamado Robert R. Moore. Ahora a bordo del Keren, Moore había pasado el tiempo desde la partida a Gran Bretaña sofocando amotinamientos en el comedor y manteniendo ocupados a sus hombres con ejercicios físicos y duras tareas. De altura media, con un ancho rostro irlandés y amplia sonrisa, Moore tenía ojos grises y un mechón que le colgaba sobre la frente. Provenía de Villisca, un pueblo de Iowa con una población de 2.011 habitantes, donde era propietario de la tienda local de ramos generales, un sitio acogedor con un toldo a rayas plegable y letreros del helado Meadow Gold en la ventana. Moore se había alistado en 1922 en la guardia, a los diecisiete años, y seis años después obtuvo el mando de la compañía F del 2.o batallón del 168.o de infantería. Conocido como capitán Bob o el «Capitán Niño», Moore era obstinado, encantador e implacable, y purgó la compañía de todos los elementos que consideraba «despreciables». Trabajó duramente para que sus guardias estuvieran preparados para una guerra en la que nadie esperaba luchar.106
Catorce años después, Bob Moore tenía treinta y siete años. Ya no era un muchacho ni un capitán. Había sido ascendido a comandante, y segundo en el mando, del 2.o batallón. De noche en el Keren, en el camarote atestado o a la luz de la luna en la cubierta, escribía cartas a casa y pensaba en los últimos días pasados en Iowa, en febrero de 1941, cuando su regimiento se preparaba para partir a lo que todos creían que sería un año de instrucción. Esos días marcaban el punto de referencia con el que se podía medir todo el progreso subsiguiente en la transmutación de normales muchachos norteamericanos en tropas capaces de aniquilar al Tercer Reich. Moore recordaba que los hombres se habían arrancado la insignia «Iowa» y la habían reemplazado por la de «US» en los uniformes. Aún tenía en su poder la carta que había enviado a los 114 hombres de la compañía F ordenándoles que se presentaran en el depósito de armas de Villisca con «tres pares de calzoncillos (largos o cortos, no importa; los que usen); 6 pañuelos; 6 pares de calcetines; 1 camisa blanca (si la tienen. Sin embargo, no es imprescindible)». Durante tres semanas, habían practicado el manual de armas con los mismos cascos redondos y con los mismos rifles Springfield de cerrojo que habían utilizado sus padres en Meuse-Argonne. Montaron tiendas de campaña en la plaza del pueblo luciendo las botas de cuatro hebillas que el ejército había diseñado deliberadamente dos centímetros más bajas que la profundidad normal de un lodazal; luego comieron pollo frito en el sótano de la iglesia presbiteriana. Los metodistas organizaron un banquete ciudadano para honrar a los guerreros que se iban a la guerra con pavos asados servidos por estudiantes de economía vestidos con uniformes blancos, rojos y azules. Los actos después de la cena incluyeron un solo de If I’m Not at the Roll Call y una lectura de Old Glory de Eva Arbuckle. Un animador local aportó una canción con estos animosos versos: «Los muchachos están bien, no hay nada que temer / porque se han entrenado cada semana los últimos tres años». La espléndida velada acabó con la gente del pueblo puesta en pie y cantando Dios bendiga a América, y acto seguido se oyeron las tristes notas del toque de silencio ejecutado por el corneta de la compañía.107
Luego llegó la hora de la partida y las tropas se reunieron en los depósitos de armas de 32 pueblos de Iowa durante la primera semana de marzo de 1941, mientras la ciudadanía llenaba las calles que desembocaban en el depósito. Viejos veteranos de la Gran Guerra, sus sombras largas y azules estiradas sobre la nieve, se cuadraban con los pies fríos recordando su propia llamada a filas hacía casi un cuarto de siglo. En Des Moines, una emisora de radio cubrió el paso de los 600 hombres del 168.o de infantería desde la calle East First, el puente Grand Avenue y la Union Station. Cuando la banda se lanzó a tocar Field Artillery March de Sousa, un himno evocador de la Gran Guerra, una madre que caminaba con su hijo en brazos gritó: «¡Esos bastardos! ¡Juraron que no volverían a tocarlo!». En Clarinda, la banda de la escuela tocó God Be With You Until We Meet Again mientras la compañía antitanques subía al tren especial de Burlington. En Red Oak, donde los oficiales de la compañía M habían pedido a las madres que permaneciesen en casa para «evitar cualquier exteriorización de emociones cuando los hombres partan para un año de ejercicios», un gran número de madres lacrimosas llenó los andenes para abrazar a sus hijos.108
Y en Villisca, el 2 de marzo, los coches atestaron la plaza del pueblo y 1.500 personas fueron hasta la pequeña estación en una calle adyacente. «Hay más coches de los que jamás he visto un domingo por la mañana en este pueblo», dijo uno de los veteranos antes de volver a contar su propia partida en 1917. Poco antes de las ocho, alguien vio el fulgor de la batuta de un batonista en la Tercera Avenida. «¡Ya vienen!», exclamó la multitud. Detrás del portaguión, Bob Moore encabezaba a sus hombres por el viaducto con paso perfecto de marcha. En la estación, dio la orden de descanso para unos últimos abrazos y besos y palabras de ánimo en las que nadie creía. Un avión sobrevolaba la ciudad. Un gracioso gritó: «¡Un avión alemán!». Unas risitas nerviosas se oyeron entre el gentío. Luego llegó la orden inevitable. Los hombres se dispusieron a embarcar sus equipos en el tren y luego echaron besos por las ventanillas. Con un temblor, el tren se puso en movimiento y se oyó un grito formado en los pulmones de la gente del andén, un grito de orgullo, esperanza y temor por todo lo que les esperaba.109
«Los muchachos están bien, no hay nada que temer.» Han pasado ochenta y siete semanas desde aquel momento, bastante menos de los tres años que Sylvanus Thayer creía necesario para formar un buen ejército con los mejores hombres. Bob Moore sabía que ahora era mejor oficial y que sus hombres eran mejores soldados. Pero faltaba ver si la división servía para algo.
A medida que el convoy se aproximaba a la costa del Mediterráneo a principios de noviembre, los hombres finalmente se enteraron de su destinación: Argelia. Disminuyeron las quejas. Se logró un sentimiento de entrega al servicio cuando las tropas tomaron conciencia de que pronto intentarían la operación anfibia más audaz en la historia de la guerra.
«Todo el mundo se sentía entusiasmado y trataba de calmarse», escribió un soldado. Alguien del 1.er batallón de Rangers en el Ulster Monarch confundió a dos tortugas juguetonas con dos torpedos y provocó un breve, aunque frenético, pánico. Los oficiales francófonos de la 1.a división de infantería se ofrecieron a dar clases de francés sólo para salir de las clases empolvados de tiza y con expresión desesperada. Los soldados con chalecos salvavidas amarillos saltaban en cubierta y cantaban «Nous sommes soldats américains, nous sommes vos amis». Para ocultar la participación británica en ANTORCHA, todos los isleños se cosieron una bandera estadounidense en la manga. «Mientras ayude a salvar vidas, no nos importa si llevamos la maldita bandera china», dijo un oficial británico.110 Un nuevo manual de 15 páginas recién rescatado de un contenedor advertía: «Nunca fume o escupa delante de una mezquita» y «Cuando vea a dos hombres caminando de la mano, ignórelos. No son mariquitas». La repetida lectura del manual recalcaba tanto la dignidad árabe que muchos soldados pensaban que los norteafricanos eran como «las primeras familias de Virginia, pero con batas».111
Poco después del atardecer del 5 de noviembre, el convoy empezó a girar hacia el este y pasó por las Columnas de Hércules. Pronto, la flota empezó a dividirse en dos; 33.000 hombres iban con destino a Argel, 39.000 para Orán. La bruma marítima rodeaba los castillos de proa. Los artilleros antiaéreos se subieron los cuellos de los chaquetones mientras vigilaban un cielo lleno de estrellas, pero aún vacío de aviones enemigos. Desde la proa se divisaba Gibraltar. Las luces de Algeciras en la costa española al norte y de Ceuta en el Marruecos español al sur atrajeron a miles de hombres a cubierta. Hacía meses o incluso años que la mayoría no veía una ciudad iluminada por la noche; la visión les hizo añorar sus hogares y la paz.
«La suerte está echada», escribió Ted Roosevelt a su mujer, «y el resultado está en el regazo de los dioses.»112
Conocido por TUXFORD en los libros de códigos británicos y por DURBAR en los estadounidenses, bajo cualquier nombre, Gibraltar era formidable. Los cañones sobresalían como púas de la inmensa losa de piedra caliza jurásica de cinco kilómetros de largo y kilómetro y medio de ancho. Los centinelas británicos patrullaban todo el perímetro alertas contra cualquier enemigo del imperio, pero prestando especial atención a los equipos de vigilancia conocidos como «los espías del Führer», que vigilaban la Roca desde La Línea, ya en territorio español. Unos mineros canadienses barrenaban la piedra con explosivos de gelignita y perforadoras especiales con el objeto de horadar la roca y sacar diamantes industriales de nueve quilates. En Gibraltar ya había 50 kilómetros de túneles. Excavadoras de aire comprimido retiraban las piedras que los ingenieros arrojaban al mar para añadir 250 metros a la pista de aterrizaje del aeropuerto. El puerto estaba lleno de petroleros, cargueros y buques de guerra cargando combustible. Parecían «troncos en el dique de un aserradero».113 Los marineros paseaban por las callejas estrechas de Gibraltar encantados de saber que el licor sólo costaba diez chelines la botella.114
Los «espías» tenían mucho que observar. Catorce escuadrones de aviones cazas que habían llegado en cajones de embalaje en las últimas semanas ahora estaban montados ala por ala alrededor del cementerio colonial. La caja de salida del hipódromo había sido convertida en una de las torres de control más atareadas del mundo. Varios centenares de pilotos hacían turnos de patrulla con sus aparatos Spitfire y Hurricane a fin de controlar las condiciones locales; los vientos que pasaban sobre los acantilados podían ser tan traicioneros que a veces las mangas de viento al final de la pista se confundían.115
A última hora de la tarde del 5 de noviembre de 1942, cuando los barcos que navegaban con rumbo a Argelia asomaron la nariz en el Mediterráneo, cinco fortalezas volantes B-17 aterrizaron en el aeródromo tras un vuelo angustioso desde Inglaterra. Su partida había sido pospuesta dos veces debido a una densa neblina en la costa del Canal; como señaló un piloto, «hasta los pájaros caminaban». Habiendo volado a una altura de 30 metros sobre el nivel del mar para evitar los cazas enemigos, los aviones dieron vueltas sobre Gibraltar durante una hora hasta que finalmente la pista estuvo despejada.116
Los autocares se estacionaron delante de la escalerilla de los bombarderos para esconder a los pasajeros de miradas indiscretas. El líder, desembarcando de un avión llamado Red Gremlin, viajaba con el nombre de guerra de «general Howe», pero las maletas enviadas a un ex convento ahora conocido como la Casa de Gobierno tenían escrito en las etiquetas «general de división Dwight D. Eisenhower». A las ocho de la tarde, cablegrafió a Londres: «Puesto de comando abierto en Gibraltar, 2000 Zulu. Notifiquen a todos los interesados».117
Eisenhower dejó la suite de invitados del segundo piso haciendo caso omiso de la cesta de cerezas en la sala del gobernador general y de inmediato se encaminó por el túnel que hacía un ángulo bajo el monte Misery, por encima del puerto. El guardia en la casilla de centinelas se cuadró cuando el jefe de ANTORCHA y su equipo se dirigieron al cuartel general. En el futuro, Eisenhower cubriría los 800 metros haciendo jogging, pero esa tarde la caminata de diez minutos le permitió a su anfitrión británico describirle la guarida subterránea que sería su cuartel general en las próximas tres semanas.118
Era un pueblo subterráneo con alcantarillas, tubos de calefacción y cañerías para el agua dispuestos a lo largo de los túneles. Unos letreros indicaban salidas a un lavadero y al hospital de convalecientes Monkey’s Cave. Cada ocho metros brillaba una bombilla desnuda provocando sombras fantasmagóricas en las paredes de húmeda piedra caliza. Pasos de tablones franqueaban los charcos y los ruidosos ventiladores dificultaban cualquier conversación. Las ratas eran una molestia y se comían hasta los paquetes de jabón. Se habían abierto galerías que iban a una treintena de edificios construidos con chapas de acero; unos bidones recogían el agua que caía.
La rápida caminata de Eisenhower permitió que los británicos le tomasen la medida. Estaba la sonrisa incandescente, por supuesto, que «valía un cuerpo de ejército en cualquier campaña».119 Tenía los ojos bien abiertos y la mirada era fija; la cabeza de amplia frente y perfectamente centrada sobre los anchos hombros. Tanto la cara como las manos estaban en continuo movimiento y de él emanaba una amabilidad magnética que hacía que todos quisieran satisfacerlo. Tal vez eso se debía, como dijo un admirador, a que «la gente intuía que era una persona buena y recta en el sentido moral»,120 o como señaló un mariscal del aire británico, a que «Ike tiene unas cualidades de niño pequeño que te hacen quererlo».121
En su rápido ascenso, el talento, el sentido de la oportunidad y la suerte convergieron mágicamente, y para muchos, providencialmente. Patton, quien a comienzos de ese mismo año le había confiado a Eisenhower, «Eres mi más viejo amigo», decía que las iniciales D. D. significaban «destino divino». Treinta meses antes, Eisenhower había sido un teniente coronel que jamás había comandado ni un pelotón en combate. El joven Ike, el tercer hijo de un comerciante fracasado del Medio Oeste que acabó de empleado en una lechería, había elegido la carrera militar porque en West Point la educación era gratuita. Tras unos estudios poco brillantes, empezó una carrera normal de oficial y se estancó dieciséis años en el rango medio de comandante. Incluso su entrada en los círculos más selectos, en los que viviría durante veinte años, no fue auspiciosa. El registro de visitantes de la Casa Blanca señala que el 9 de febrero de 1932 el despacho oval recibió la visita de un tal «P. D. Eisenhauer».122
Su visión del mundo parecía convencional y sus dones, conmensurables con la modestia que exteriorizaba. Era un auténtico creyente en la causa aliada: «Si llega a ganar [el Eje] aprenderemos de verdad lo que es la esclavitud, los trabajos forzados y la pérdida de libertad individual». Naturalmente predispuesto a tomar decisiones, había tenido pocas oportunidades para hacerlo en el ejército de entreguerras. «Aquí se habla mucho y se aporrean los escritorios, pero se hace muy poco»,123 escribió con signos de frustración. Se enorgullecía de ser apolítico tal como se esperaba de un oficial norteamericano, e impresionaba a los demás, como observó más tarde un almirante británico, como un hombre «sincero, sin doblez y muy sencillo», pero «no muy seguro de sí mismo».124
Sin embargo, tenía profundidad suficiente para evitar apreciaciones simplistas. «Tengo la sensación», escribió el corresponsal de guerra Don Whitehead, «que era mucho más complicado de lo que aparentaba. Era un hombre que creaba eventos con tal sutileza que luego los demás creían ser los arquitectos de esos eventos. Y él se contentaba con que las cosas quedasen así.»125 La sinceridad y su sentido de la justicia eran tan evidentes que ocultaban su incisivo intelecto. Leía mucho y pensaba aún más, y poco después de la primera guerra mundial llegó a la conclusión de que una segunda guerra era inevitable (sus amigos le llamaban Ike, el alarmista) y que el bando ganador debía luchar como una coalición bajo un mando unificado. Se graduó como número uno en la Escuela de Oficiales del Ejército y sirvió seis años en Washington y en Filipinas en el equipo de ese Maquiavelo estadounidense llamado Douglas A. MacArthur, aprendiendo el mejor arte cortesano de cualquier palacio o cuartel general.
Su capacidad para trabajar duro era legendaria; en los últimos once meses había tenido un solo día libre, que pasó practicando tiro de pistola en las afueras de Londres. Escribía bien y hablaba mejor; la famosa «sintaxis sin rumbo fijo» de sus años en la Casa Blanca, según un historiador, «resultó afectada por razones presidenciales».126 Sus frecuentes cartas encabezadas por «querido general» a Marshall fueron dictadas con claridad, precisión y ocasional adulación, como esta del 20 de octubre de 1942:
Siempre que me siento tentado a flaquear ante los problemas que aquí afrontamos, pienso en los infinitamente mayores que usted debe soportar y expreso mi ferviente deseo de que el ejército tenga la suerte suficiente de retenerle a usted como su jefe hasta la victoria final.127
A Mark Clark y a otras personas de su confianza, Eisenhower decía que prefería mandar una división en combate, pero sus palabras parecían carentes de contenido. Lo mismo sucedía con su actitud de máximo rigor, una cualidad que aún debía desarrollar. «Pienso»,128 escribió en octubre, «que todos mis comandantes se sienten todavía inclinados a percibir fracasos y errores inexcusables con ojos demasiado tolerantes.» Como si temiese quedar al descubierto, le había escrito a un amigo: «Las reputaciones falsas y los hábitos de hablar demasiado y de brillar superficialmente serán descubiertos y lanzados por la borda».129
A medida que se acercaba el Día D de ANTORCHA, adoptó una actitud de gran confianza en sí mismo. «Nunca me he sentido mejor en mi vida», escribió el 12 de octubre, dos días antes de cumplir cincuenta y dos años, «y a medida que se acerca el gran día, siento que podría darle una paliza a Tarzán.» De hecho, había estado irritable y a menudo deprimido y se fumaba cuatro paquetes de Camel al día. A Marshall le confesó: «me ha resultado un tanto difícil mantener delante de todo el mundo una actitud de confianza y optimismo». Pasaron años antes de que reconociera «el ambiente sombrío, casi terrorífico, de aquellos días».130 Por el momento, la ocultación de sus preocupaciones formaba parte del arte de ser general.
En las entrañas de Gibraltar, cerca de los túneles Green Lane y Great North Road, varias edificaciones prefabricadas alojaban el centro de operaciones. La armada británica avanzaba hacia el este centímetro a centímetro en el mapa del Mediterráneo que cubría una pared. Un mapa del Mediterráneo oriental registraba la posición aproximada de Hewitt. Un pesaroso oficial británico le mostró a Eisenhower el húmedo despacho que debía compartir con Clark. Era una celda de tres metros cuadrados con reloj de pared, mapas de Europa y el norte de África y varias sillas de respaldo recto. El simple escritorio tenía una garrafa de agua, un juego de estilográficas y un antiguo teléfono del tipo de dos campanillas. Eisenhower estaba tan fascinado de encontrarse al mando de la fortaleza de Gibraltar que apenas notó las carencias del lugar.
Durante cuarenta y ocho horas, caminó y fumó. La comunicación por cable con Londres y Washington funcionaba bien, pero él no tenía nada que informar. En los convoyes que habían salido de Gran Bretaña, la radio guardaba silencio, y de las fuerzas de Hewitt no se sabía prácticamente nada, salvo que el pronóstico meteorológico anunciaba mal tiempo en Marruecos y olas de cinco metros de altura. «Querido Kent», le comunicó por radio a Hewitt, «te deseo la gloria del mayor éxito posible a ti y al general Patton ... Estaré por aquí si me necesitas ... Como siempre, Ike.»131
El 6 de noviembre, Eisenhower encontró tiempo para preguntar a Londres sobre la salud de su perro Telek. En privado le reiteró a Clark sus reparos sobre invadir África en vez de Europa. Aún no estaba nada claro si los franceses resistirían. Aunque el general Mast había garantizado que no habría resistencia en los aeropuertos próximos a Orán y a otros lugares clave, el 4 de noviembre Robert Murphy había transmitido desde Argel el aviso de un comandante francés que reveló «órdenes de defender el África francesa a toda costa, por tanto, no tendríamos que cometer el error de atacar».132 Murphy envió otro cable temeroso insistiendo en que ANTORCHA debía postergarse al menos dos semanas para analizar la política de Vichy. Fue terminantemente rechazado. La propuesta era «inconcebible», dictaminó Eisenhower. Él y Clark pensaron que le «había entrado el canguelo».133
El 7 de noviembre, Eisenhower condujo un Ford para ir a ver los monos de la Roca. Un «oficial a cargo de los monos» era responsable de su supervivencia, una dura responsabilidad, dada la convicción británica de que sin los monos, el imperio perdería Gibraltar. Eisenhower tocó a uno para que le diera buena suerte. A medida que caían las sombras del anochecer, los azules reflectores se movían sobre el aeropuerto y la frontera española. Cuatrocientos metros más abajo, pequeñas embarcaciones se apiñaban en el puerto. A 24 kilómetros de Point Europa, se extendía África, una mancha rojiza en el horizonte.134
«Estamos a punto y debemos seguir adelante», había cablegrafiado a Marshall esa mañana. «Hemos hecho todo lo posible para asegurar un desembarco exitoso nos encontremos con lo que nos encontremos.»
Con la cabeza despejada, Eisenhower regresó al túnel y trotó por el Great North Road. Habían llegado las primeras noticias concretas de ANTORCHA. Eran malas.
Hasta que los aviones de reconocimiento finalmente detectaron la armada en el Mediterráneo occidental, el alto mando del Eje no había previsto una invasión en esa parte del mundo. La especulación sobre las zonas de des embarco iba del sur de Francia a Egipto. La marina alemana consideraba que el norte de África era el destino más improbable. Hitler creía que los barcos aliados iban a Trípoli o Bengasi en un intento de rodear el Afrika Korps de Rommel, que había empezado a retirarse de El Alamein después de llevarse una paliza a manos de VIII ejército de Montgomery. Con la esperanza de aniquilar la flota aliada en los estrechos de Sicilia, Hitler ordenó que se concentraran allí todas las fuerzas disponibles, treinta cinco submarinos y setenta y seis buques. «Espero un ataque implacable y victorioso», proclamó el Führer.135 Demasiado tarde. Pronto se daría cuenta de que casi todas las unidades para la emboscada estaban excesivamente al este.
Pero no todas. En la madrugada del sábado 7 de noviembre, el Thomas Stone iba a una velocidad de once nudos en la columna izquierda de buques, a 33 millas de la costa española. El Stone era uno de los contados cargueros estadounidenses de la flota. Transportaba a 1.400 soldados del 2.o batallón del 39.o regimiento de la 9.a división. Eisenhower los había enviado en el último momento pese a que tenían escaso entrenamiento anfibio. Un oficial de guardia en el puente divisó la blanca estela de un torpedo a varios cientos de metros del lado de babor. «¡Giro a la derecha!», ordenó al timonel. Y luego movimiento de flanqueo. El barco dio un giro de noventa grados y ya casi estaba paralelo al camino del torpedo cuando se oyó en la popa una gran explosión. La detonación fue tan fuerte que los marineros del Samuel Chase a 600 metros por delante pensaron que les habían dado a ellos.136
Los hombres que ya estaban en sus puestos se lanzaron a cubierta. El capitán B. Frank Cochran, capellán de la 39.a división, se había levantado temprano a leer la Biblia; ahora oyó las voces de los heridos y los gritos de una brigada de bomberos que manipulaba las cajas de municiones. El impacto destrozó la popa, arrancó el árbol de hélice del Stone y mató a nueve hombres. Con el timón fijado a la derecha, el barco se deslizó en un lánguido arco hasta detenerse por completo a 160 millas de Argelia. Se lanzaron dos cohetes de humo blanco, la señal de «he sido torpedeado». Cumpliendo órdenes, los otros barcos de la formación siguieron adelante sin aminorar la marcha; los marineros miraban con los ojos muy abiertos desde las barandillas.
El comandante del 2.o batallón era un sujeto obstinado llamado Walter M. Oakes. Con el Stone sin peligro de naufragar y la ayuda saliendo de Gibraltar, Oakes reunió a sus hombres en cubierta y anunció con gran pompa que ellos continuarían viaje a Argelia en veinticuatro lanchas de desembarco. El capellán Cochran, quien permanecería a bordo del Stone, se ofreció a bendecir a los soldados, y a las tres de la tarde, la tropa bajó por las redes de abordaje a las endebles embarcaciones. Entre ellos, había un cocinero, que se coló en una lancha antes de que lo dejaran atrás. «Los hombres de este batallón», dijo a sus nuevos camaradas, «están llenos de coraje.»
Pronto, también estuvieron desesperadamente mareados. Tras balancearse de un lugar a otro hasta el anochecer, la frágil flotilla de lanchas avanzó hacia el sur en tres columnas a ocho nudos. A las 20 horas se averió la primera lancha. Noventa minutos más tarde, la flotilla reanudó la marcha, pero se calaron los motores de otras dos lanchas. Como una plaga se recalentaron los motores y se rompieron los conductos de gasolina, y para cada reparación, todas las lanchas debían detenerse. Se levantó viento del este y con él la mar se puso brava obligando a los hombres a achicar agua con los cascos. A las 23 horas, la corbeta Spey, con la misión de guiar las lanchas a la bahía de Argel, salió a investigar un misterioso contacto de radar a cuatro millas al este. Mientras las embarcaciones esperaban, un blanco resplandor y el estruendo de un cañón de 20 mm irrumpió en la noche. Con la corbeta de regreso, el escarmentado capitán explicó que sus hombres habían confundido la lancha n.º 28 de desembarco, que iba perdida y en la dirección errónea, con un submarino enemigo. Por suerte, no dieron en el blanco.
Poco después de la medianoche, la lancha n.o 9 informó que se estaba hundiendo después de colisionar con otra embarcación. Los hombres se aprestaron a subir en los botes salvavidas. Para entonces, la flotilla avanzaba a menos de cuatro nudos cuando aún le faltaban cien millas de navegación. Se rompían las cuerdas de remolque, se fundían los motores, los soldados haciendo arcadas sobre la borda rezaban por llegar a tierra. El comandante Oakes acordó que los hombres se metieran en siete lanchas aún en condiciones aceptables y hundieran el resto, una tarea que los artilleros de la Spey hicieron con sumo gusto.
Incluso entonces, la batalla estuvo perdida; el mar era demasiado poderoso; las embarcaciones, demasiado débiles. Empapados y fracasados, el batallón y su polizón cocinero embarcaron entusiasmados en la Spey. Con toda premeditación y para evitar mares abiertos que pudieran arrojar a los hombres por la borda, la corbeta se dirigió al sur con peligro de irse a pique por los 700 hombres extras, pero decidida a invadir Argel aunque llegara fuera de horario.
Pasaron varias horas antes de que Eisenhower recibiera los primeros informes directos sobre el Stone. Como todo primer informe, eran exagerados. El barco no había sido hundido; sus hombres no habían muerto. Para cuando le llegó un informe más preciso, ya estaba ocupado con un problema mucho más grave que el mero ataque de un torpedo. Habían llegado los franceses.
Dos días antes, el ubicuo Seraph había pasado a buscar al general Henri Honoré Giraud por su escondite en la Costa Azul. Llevaba un sombrero de ala curva, un arrugado traje de espiguilla, prismáticos colgándole del cuello y tenía pelillos en las arrugas de las mejillas.137 No había mejorado su aspecto después del chapuzón sufrido durante el difícil traslado de un bote pesquero al submarino, pero su aspecto seguía siendo imponente, y su bigote al estilo Dalí, magnífico. Alto y delgado, marchó por el Grand North Road como si estuviera en los Campos Elíseos. Eran las 17 horas del 7 de noviembre.
En un maletín, Giraud portaba sus propios planes de invasión del norte de África, de la liberación de Francia y de la victoria final contra Alemania. Entró en la pequeña oficina donde le esperaban Eisenhower y Clark, y tan pronto como se encendió el letrero de «No molestar» en el exterior de la puerta cerrada, él mismo proclamó: «Ha llegado el general Giraud». A continuación, dijo: «Tal como lo entiendo, cuando desembarquemos en el norte de África, debo asumir el mando de todas las fuerzas aliadas y ser el je fe supremo aliado en el norte de África». Clark quedó atónito. Eisenhower pudo musitar: «Debe haber algún malentendido».
Ciertamente lo había. Eisenhower había tratado de evitar esa reunión en parte porque no estaba resuelto el asunto del mando y hasta le había escrito a Giraud una disculpa por no verlo personalmente en un papel con falso membrete de Londres, pero cuando el general se presentó en Gibraltar exigiendo respuestas, Eisenhower transigió.138
No cabía duda de que Giraud era intrépido. Los servicios de inteligencia estadounidenses informaron que su último mensaje antes de ser capturado en 1940 había sido: «Rodeado por cien tanques enemigos, los estoy destruyendo a conciencia».139 Un oficial describió que enviaba a los hombres al combate con el grito: «Allez, mes enfants!».140 Con una mano dentro de su túnica como Napoleón, usaba la otra para señalar el cielo siempre que hablaba del noble ejército francés. En cautiverio, firmaba sus cartas añadiendo «Resolución, Paciencia, Decisión».
Pero el valor tiene sus limitaciones. Giraud, observó uno de sus compatriotas, tenía la mirada incierta de un gato de porcelana.141 «Tan solemne y estúpido»,142 escribió Harold MacMillan, agregando que el general siempre estaba predispuesto «a tragarse cualquier cantidad de lisonjas y de Bénédictine». En privado, los norteamericanos le llamaban «papá Snooks».143
La principal habilidad del general era el don de dejarse apresar para luego escapar. También había sido hecho prisionero en 1914, pero escapó a Holanda y luego a Inglaterra haciéndose pasar por carnicero, mozo de establo, mercader de carbón y mago en un circo itinerante. Su fuga de Königstein en abril de 1942, después de dos años de prisión junto a otros noventa generales franceses, fue aún más espectacular. Guardando los cordeles de atar de los paquetes de regalo, elaboró una soga reforzada con trozos de alambre introducidos en latas de manteca de cerdo; tras afeitarse el bigote y oscurecerse el pelo con polvo de ladrillo, arrojó la soga por un parapeto y, a los sesenta y tres años de edad, bajó cincuenta metros hasta el río Elba. Haciéndose pasar por un ingeniero alsaciano, viajó en tren a Praga, Munich y Estrasburgo cuando ofrecían una recompensa de 100.000 marcos por su cabeza, para luego cruzar la frontera suiza y llegar a la Francia de Vichy.144
Ahora estaba en el despacho de Eisenhower, exigiéndole su propio puesto. Giraud no hablaba inglés y Clark, que apenas sabía francés, se las ingenió con la ayuda de un coronel norteamericano para traducir las palabras de un hombre que a menudo se refería a sí mismo en tercera persona. «El general Giraud no puede aceptar una posición subordinada en este mando. Sus compatriotas no lo entenderían y su honor de soldado quedaría manchado.» Eisenhower le explicó que los aliados, mediante el turbio acuerdo de Cherchell aprobado por Roosevelt, esperaban que Giraud sólo mandara las fuerzas francesas; era imposible acceder a su exigencia de mandar todas las fuerzas aliadas. Para aliviar el disgusto de Giraud, el agregado militar norteamericano en Suiza había ingresado diez millones de francos en una cuenta numerada. Llamaron a un oficial para que describiera en un mapa los desembarcos a punto de empezar en Argelia y Marruecos.145
Giraud no dio marcha atrás. Quedó impresionado con el plan, pero ¿qué pasaba con el desembarco en el sur de Francia? Creía que veinte divisiones acorazadas serían suficientes. ¿Estaban listas? ¿Y era consciente Eisenhower de que él era de mayor rango, cuatro estrellas en vez de tres? Pero el meollo del asunto era el mando supremo de cualquier desembarco en suelo francés. «Giraud no puede aceptar nada menos», sentenció.
Después de cuatro horas, Eisenhower salió de lo que ahora llamaba «mi mazmorra» con el rostro tan encendido como la bombilla roja que iluminaba la puerta. Había convenido cenar en el comedor del Almirantazgo británico mientras Giraud disfrutaba de la hospitalidad del gobernador general en la Casa de Gobierno. Varios días antes, Eisenhower había advertido a Marshall: «La cuestión del mando supremo será un asunto delicado ... Tendré que andar sobre terreno resbaladizo en este asunto, pero creo que me las puedo arreglar sin incurrir en graves ofensas». Por desgracia, Clark había acabado la primera reunión diciéndole a Giraud: «Caballero, espero que sepa que a partir de ahora usted está con el culo al aire».146 Eisenhower envió un rápido mensaje a Marshall que concluyó con una escueta confesión: «Estoy harto».147
La cena en la Casa de Gobierno, donde la cesta de cerezas siempre estaba llena y la alacena bien provista, no ablandó para nada a Giraud. De vuelta en el despacho de Eisenhower a las 10.30 y a la luz de la bombilla roja, volvió a negarse a entrar en razón. Tras dos horas de hablar en vano, Giraud se retiró del campo de batalla. Las cosas seguían en punto muerto: Giraud pretendía el mando supremo y no el mando limitado de las tropas francesas que le ofrecían los norteamericanos. Su chiste favorito era que los generales se levantaban temprano para no hacer nada en todo el día, mientras que los diplomáticos se levantaban tarde con el mismo propósito y esperando que la madrugada del día siguiente ofreciera otra oportunidad para la inacción. Ahora anunció su plan de ir a comprar ropa interior y zapatos en el mercado local. Clark le volvió a amenazar, pero esta vez de forma menos grosera. «Nos gustaría que el honorable general supiera que su hora de utilidad a los norteamericanos para la restauración de la gloria que tenía Francia es ahora», dijo por medio del intérprete. «No le necesitaremos después de esta noche.»148
Giraud se despidió con resignación y una declaración final en tercera persona: «Giraud será un espectador en este asunto». Eisenhower murmuró una amarga broma sobre «preparar un pequeño accidente de avión» para su huésped y luego salió a meditar un momento.149
Desde la Roca, el Mediterráneo se extendía hasta fundirse con el cielo nocturno en mil tonalidades de añil. Eisenhower era un hábil jugador de cartas y barruntaba un farol. Tal vez Giraud estaba ganando tiempo para observar el desarrollo de la invasión. Eisenhower sospechaba que cambiaría de actitud en cuanto la situación se definiera más.
Por otro lado, las noticias eran esperanzadoras. Después de más de dos semanas de lucha en El Alamein, Rommel estaba en plena retirada de Egipto, el VIII ejército británico podía hacer trizas el Afrika Korps o empujar a Rommel hacia las fuerzas de ANTORCHA que pronto ocuparían Tunicia. Y no sólo la emboscada del Eje en el Mediterráneo se había visto situada demasiado al este, sino que una jauría de submarinos alemanes había sido alejada de Marruecos y puesta rumbo al Atlántico por un convoy de mercantes británicos que había zarpado de Sierra Leona. Hundieron más de una decena de mercantes, pero los cargueros de Hewitt de la Task Force 34 seguían indemnes. ¿Era posible que el gran secreto se mantuviera hasta el día siguiente? Se habían producido algunas horribles filtraciones en los servicios de inteligencia; por ejemplo, en el cuartel general aliado en Londres, unos documentos secretos lanzados al fuego habían sido succionados indemnes por la chimenea. Los oficiales se desplegaron por St. James Square durante una hora haciendo trizas todo papelito blanco a la vista. Aun así, el Eje parecía seguir en babia con respecto a ANTORCHA. Eisenhower le había escrito a Marshall: «No es necesario que le diga que las últimas semanas han sido un período de tensión y de inquietud. Pienso que lo hemos superado ... Si un hombre se lo pudiera permitir, se pondría absolutamente frenético con las cuestiones de la meteorología, la política, los personajes de Francia y Marruecos, etc.».
Eisenhower regresó a su catacumba fumándose otro Camel. Estiró un colchón y se dispuso a estar fuera del centro de operaciones mientras esperaba informes del frente. «Sólo temo al mal tiempo y a posibles graves pérdidas a manos de los submarinos»,150 había escrito con el ánimo de un hombre obligado por su cargo a no tener miedo a nada. Años después, tras haber sido laureado por el mundo civilizado que él había contribuido a salvar, Eisenhower recordaría esas horas como las más atroces de toda la guerra. En un mensaje a Marshall, había añadido una conmovedora posdata.
«Hasta cierto punto», escribió, «un hombre debe simplemente creer en su suerte.»151