La boda fue un éxito. Quiero decir que pasaron millones de cosas y no hubo que ingresar a nadie con intoxicación.

Enrique siempre fue un poco litri, aunque nunca ha sido rencoroso, y en esta ocasión, además, tenía un buen motivo para perdonarme: no le sería fácil encontrar a otro decorador solvente —y, menos, a una decoratriz divina como yo— con tan poco tiempo para trabajar y el verano por medio. Por añadidura, que diría una clásica, me conoce la mar de bien y sabe lo mariviperina que puedo ser cuando alguien me toca más de la cuenta el periscopio. Así que el jueves por la mañana me entregó las llaves de su bemeuve con una sonrisa muy deportiva y se guardó muchísimo de recomendarme de nuevo que se lo cuidara, ordinariez que yo no le hubiera consentido, aun a sabiendas de que al pobre coche en un sitio tan refinado y tan exclusivo como Entrevías le podía pasar de todo, que hay que tener valor para prestarle un buga de cinco kilos a una insensata como yo y para una turné por una zona tan residencial.

En justa correspondencia, yo le dejé a Enrique, radiante con aquel modelo New Arctic, las llaves de mi autobianchi por si de pronto se encontraba en un desavío, y me di cuenta de que las aceptaba sólo para no soliviantarme, que me había levantado yo frenética y completamente susceptible por culpa de la dichosa boda y debía de notárseme hasta de espaldas, a pesar del atracón de técnica de relajación mental que me había metido en el cuerpo de seis a ocho de la mañana, a pesar de haberle dedicado la noche a un camionero de Baracaldo que tiene echada la solicitud para la erchancha, a pesar de haberme jurado mi Javi como tres mil veces —eso sí, con la intensidad y la pasión de un papagayo— que las cosas no tenían por qué cambiar. Como si yo no me supiera de cabo a rabo la película. Siempre lo mismo: hoy no puedo verte porque la parienta quiere que la acompañe de compras a Simago, y el domingo viene mi suegra a pasar el día, y el viernes por la noche hemos quedado tres matrimonios a tomar unas cañas y a ir después al cine porno de la calle Monte Olivetti; pero, eso sí, pasado mañana me puedo pasar por tu casa, de dos y veinte a tres menos cuarto, y así me echas un cable. Ni hablar, guapito de cara. Bien está que me haya callado como una muerta cuando salieron las amonestaciones, aunque al final no sirviera para nada porque, modernas ellas, se decidieron por una boda civil, que el juez no daba la murga que daba el cura, por Dios. Y bien está que me haya prestado a representar el papelón de madrina bis en una ceremonia de tan poquísima categoría, con lo que una ha sido siempre a la hora de cuidar su imagen. Y que me haya gastado una fortuna en el ajuar, en la vajilla, en la cristalería, en la peluquería, en el mundicolor. Ha sido como pagar un rescate, pero hasta aquí llegaron las aguas, darlin. Que lo supiera. Y lo iba a saber. Servidora se lo iba a decir tan bien dicho y tan clarito que, a partir de entonces, igual me llamaban la leidi diáfana. Me lo había jurado a mí misma por mis propios muertos y así andaba yo de desgualdrajada, tan confusa, tan histérica, tan suspicaz. Así andaba yo de mariafilada y maricandente dos horas antes de la boda de mi Javi.

—Vas la mar de elegante —me dijo la bruja de la Queta, supongo que con la peor intención—. Un poco clásica, pero fenomenal.

Iba a una boda de mucho caché en Entrevías, no al carnaval del Círculo de Bellas Artes; a ver qué otra clase de vestimenta puede lucir cualquier mujer consecuente en una situación tan clásica como la que me tocaba vivir: tu chulo prometiéndole, delante del juez y de ti, un cúmulo de despropósitos a una dependienta de la sección de mercería del Sepu. Yo no podía presentarme vestida como Lamia Kashogui en una fiesta en Puerto Banús, por más que me apeteciera, que me apetecía horrores; tenía que quedar como una dama, por trabajito que me costase y aunque fuera lo último que hiciera en esta vida. Así que no tuve más remedio que olvidarme del modelo tantas veces soñado para la ocasión, un diseño exclusivo en rayón dorado, de largo insinuante, talle en su sitio, delantera al bies y escote discreto, y, sobre los hombros, un capidengue fucsia de croché, monísimo, que pensaba copiar, a ratos perdidos, del figurín del Hola. A cambio, me había enfundado un traje gris a rayas, tipo diplomático, aburridísimo el pobre, y apenas llevaba dos horas con él y ya me estaba entrando una depresión horrorosa y unas ganas horribles de ingresar en la Trapa.

Otro novio que pasaba a mejor vida. Otro hombre que me dejaba en la cuneta, arrecidita de frío y muerta de hambre. El deslumbre, la entrega, el amor, esa ilusión que te entra y te embarga en cuanto te descuidas un poco: esos sí que son alimentos perecederos. Una lástima. Un destino. Una condena. Y no sirve de nada todo lo que hagas para remediarlo. Y mira que a mi Javi había procurado yo controlarlo desde el principio, ser astuta con la cosa del dinero, que el secreto estaba, después de intentarlo todo, en no quedarse corta ni pasarse, o eso al menos pensaba yo, ilusa de mí. Por descontado, nada de presentárselo a la competencia, que entre las marilobas ya se sabe, se lleva a rajatabla el principio de solidaridad: si el novio de una amiga te gusta, ofrécele el doble, y si una hermana te recomienda un chulo es que ya no sabe cómo quitárselo de encima. Por supuesto, si por las buenas no se consigue nada, hay métodos más refinados para destrozarle a una íntima el último romance. Sirva de ejemplo: te presentas en tu reunión con tus habituales acompañada de un jabibi guapísimo —alto, moreno intenso, pelo ondulado, labios como colchones— al que has conocido hace un mes y del que te has enamorado como una perra, y como el mójame sabe el terreno que pisa y no quiere perder el momio, que no están los tiempos para promiscuidad ni frivolidades, no permite que ninguna de tus amigas se pase de la raya, y así un día y otro, una noche y otra, sin inmutarse, sin distraerse, sin desfallecer, hasta que el cónclave de marivíboras no lo resiste más, todas hasta las mechas de tanto idilio, de tanto mimo, de tanta fidelidad y, por fin, la que más te quiere te dice de pronto uy, ya sé a quién se parece tu marido: es clavadito a Aretha Franklin. Es el principio del fin. Desde ese mismo instante, empiezas a ver a tu marido como un travestón con tendencia a engordar y a ponerse dramática cantando blues y le vas cogiendo, de hora en hora, un asco galopante, una tirria y un desapego y una desconfianza y un repelús que acabas con tu matrimonio con la pericia de Zsa Zsa Gabor.

Hundida. Acaba siendo tu pan de cada día: sentirte hundida por culpa de un hombre. Otro niñato que te partía el corazón, que te dejaba vacía el alma, hueca la voluntad, exangüe el pulso, turbia la conciencia, herida la memoria, arrasada la cuenta corriente. Otro mocito de extrarradio, agakán de suburbio que te repudiaba por estéril, por rara y por mayor.

¿Cómo podía sentirse una mujer en una situación como la mía? Destrozada. Desdichadísima me sentía yo, al volante de aquel cochazo tan escandaloso, camino del holocausto, hasta que me dio un repente y me encorajiné conmigo misma por marigrotesca y marimasoca y me dije ay por Dios, qué culebrón el mío, parezco Televisa, anímate, mujer, reacciona. A fin de cuentas, otra vez estaba en libertad.

Libertad vigilada, eso sí.

En el vecindario de mi Javi, tan distinguido, cien pares de ojos me estaban preparando el recibimiento y yo tenía que hacer honor a mi fama, a mi reputación de mujer adinerada y generosa, de profesional moderna, independiente, incapaz de inmiscuirme con mala intención en algo tan popular y tan bonito como el casorio de un escayolista y una dependienta. Yo tenía que aparecer majestuosa, segura de mí misma, levemente sarcástica, desprendida hasta el extremo de darle los últimos consejos de experta a la novia para que se viera radiante, con todas las marías del bloque asomadas a los descansillos de la escalera y disfrutando como perdidas del encuentro, tan civilizado, entre las dos rivales. Y tenía que hacer lo imposible para que, entre las pestañas, se me transparentase una grandísima serenidad, nada de crispaciones, ningún rencor, ningún gesto o palabra que me delatase, sino más bien todo lo contrario, servidora la prototipo del ferplei, y si era posible una pizca de desinterés, mejor que mejor. A fin de cuentas, aquel día se cerraba otra historia de sometimiento y esclavitud, que hay que ver lo que es una cuando se encapricha de un querubín barriobajero, y empezaba de nuevo un periodo de calma e inapetencia que, eso sí, ojalá me durase poquito.

Reduje la velocidad y aspiré hondo. Todo iba a salir bien. Tomé rápidamente conciencia de que mi aspecto era más que respetable y me alegré de no haber caído en la tentación de pintarme más de la cuenta. La gente se quedaba mirando el coche y haría cábalas sobre aquel señor tan formal que lo conducía. Tuve que dar una vuelta estúpida antes de desembocar en la calle donde vivía mi Javi, pero es que Antonio Romero, mi yo legal, siempre ha tenido el sentido de la orientación en la bragueta. De pronto, me sentía con ánimos para mirar el lado bueno de las cosas. Allí empezaba a morir una historia en la que hubo de todo, y el futuro volvía a ser sólo mío. De la mañana a la noche, me encontraba otra vez libre; al borde mismo de los cuarenta años, desde luego, pero, como dice una amiga mía, la verdadera independencia es privilegio de la madurez, por eso una estaría dispuesta a dar cualquier cosa para que el privilegio de la independencia le cayera a las demás. Pero no puede ser, vaya por Dios. Tarde o temprano, siempre pasa lo mismo: otra vez independiente, otra vez libre, otra vez sola. No podía echarme a llorar de ningún modo, después de haberme tirado hora y media pintándome. Ni hablar. Me sobrepuse. Sonreí. Me felicité por la suerte que tenía. Aparqué. Me deslicé la lengua suavemente por los labios, me arreglé la permanente y me pasé revista en el retrovisor. Estaba estupenda. Libre. Desencadenada. Así que me miré honestamente al fondo de los ojos y, antes de abrir la puerta y empezar a dejarme los tacones en el sintasol del piso de mi ex suegra, invoqué, arrebatada, a Rita Hayworth y me dije, con un pellizco de rabia.

—Si fueras un rancho, te llamarías Tierra de Nadie.

La madre de mi Javi estaba descompuesta. La buena mujer se había vestido como una piriñaca y no hacía más que quitarse y ponerse collares, quería echarse encima todo el joyerío, porque a ella la gente de esa pelandusca que se llevaba a su niño no la iba a hacer de menos, desde luego que no, y si quería divertirme lo que tenía que hacer era no perderla de vista. Estaba clarísimo que la señora se había levantado con ganas de guerra:

—Y es que no he podido pegar ojo en toda la noche, don Antonio, qué lástima de chiquillo, este casorio no puede traer nada bueno, mire lo que le digo, nadie conoce a mi Javi mejor que yo, ni siquiera usted, y usted perdone, que yo sé que usted lo conoce divinamente, yo estoy en el mundo, yo lo comprendo todo, don Antonio, bueno, todo menos esta mamarrachada de boda, ¿qué necesidad tenía él de casarse?, ninguna, ¿usted la conoce a ella?, yo sólo la conozco de lejos, todo el mundo me dice que es feísima, y hay que ver la cara y la planta de mi Javi, ¿verdad usted?, yo qué le voy a decir con lo bien visto que usted tiene a mi Javi, que usted sí que le conviene y no esa niñata, y encima de Jaén, yo le puedo decir a usted que las mujeres más malas de este mundo son las de Jaén, y no se apure que mi Javi se está duchando y ahora podemos hablar, se lo juro por la memoria de mi padre, las peores, las de Jaén, falsas como ninguna, y las más sucias del mundo, yo las tengo caladas desde ni se sabe cuándo, ¿no ve usted que yo he llevado una vida muy desenvuelta y siempre con gente del barullo?, pues las peores las de Jaén, por eso le digo que esto no puede salir bien, y también le digo que menda lerenda hará todo lo posible para que no salga bien, ¿toda la vida sacrificándome por este niño para que ahora venga una de Jaén y se lo lleve?, ni hablar, le digo yo que ni hablar, aunque me cueste la salud, aunque me cueste la vida, que ya me la está costando, tres días llevo sin comer, no sé ni cómo no me desmayo, qué lástima de niño, a usted también le da lástima, ¿verdad?, yo sé que usted le ha ayudado mucho, yo sé que mi Javi le ha sacado muchísimo, pero más me ha sacado a mí, una fortuna, y encima ahora quería que le comprase el frigorífico, ¡el frigorífico!, que se lo compre la guarra ésa con la coquina...

Para mí que la señora había desayunado dinamita, por Dios, qué manera de hervirle el campanario, qué forma de escupir la mortificación; claro que su Javi le había pedido que fuese la madrina y a ella le había dado lástima y había dicho que sí.

Mi Javi atravesó la salita de estar envuelto en una toalla, y con el pelo chorreando, me guiñó un ojo alegremente y me hizo una señal con la cabeza para que le siguiera a su habitación. Yo ya la conocía, ya sabía dónde estaba, de un domingo en que le acompañé a casa a la vuelta del rastro de Vicálvaro y andaba yo cachonda perdida, pero al niño le daba mucha pereza bajar al centro, así que me dijo vente un rato a mi casa, y yo, marimorbosa que soy, no me lo pensé dos veces, allí que nos presentamos, justo cuando la madre de mi Javi, hecha una aparición, salía de su dormitorio con el orinal en la mano; ella ni se inmutó, ella como si acarrease una arroba de chanel número cinco, ni parpadear, me sonrió como una abadesa y me dijo pase usted, don Antonio, pase usted al cuarto del niño, que yo no les molesto. Y no nos molestó.

Tampoco ahora quería molestarnos, por Dios, que a ella nunca le ha gustado meterse en la vida de nadie.

—Vaya con él, don Antonio, que yo comprendo que tienen que despedirse.

Así que pasé a la habitación de mi Javi, y cerré con el pestillo, y le dije anda, déjame que te seque bien, porque se había quedado en cueros y se había sentado en la cama y empezaba a ponerse los calcetines, blanquísimos, pero aún estaba todo mojado. El sonreía como si estuviera maquinando una travesura, en vez de un mocito a punto de casarse parecía un niño en trance de hacer la primera comunión, nadie le hubiera echado su edad. Se mordisqueaba el labio de abajo y me echaba miraditas de reojo, pero sin levantar la cabeza, como si aquello de ponerse los calcetines fuera tan complicado como una operación a corazón abierto. Yo sabía perfectamente lo que tenía que hacer. Me arrodillé a sus pies, marimagdalena total, y durante dos minutos exactamente hice el paripé de pasarle la toalla entre los dedos, pero en el primer segundo del minuto siguiente ya estaba la lengua de esta servidora cumpliendo con su obligación.

A mí me apetecía horrores hacérselo todo muy despacio, muy majestuoso, señorial, en plan videoclip de la Mouskouri, porque aquél, en el fondo, era un momento muy dramático y la emoción se lleva fatal con las prisas.

—Date prisa que es tardísimo.

Y era cierto que andábamos apuradísimos de hora. Faltaban tres cuartos para las doce y mi Javi aún tenía que vestirse, peinarse, perfumarse, aún tenía que desayunar un colacao caliente para calmarse los nervios y tenía que zalamear a su madre para que no acabase dando la nota, que la daría.

A pesar de todo, a mi Javi se le encaramó toda la gloria en un santiamén, como si acabara de salir de unos ejercicios espirituales; qué poderío, qué impaciencia, qué manera tan poco atenta y tan sabrosa de agarrarme por los tirabuzones y decirme:

—Trágatela toda y apúrate que todavía tienes que decorar el coche.

¿Cómo puede ir una novia a casarse en un coche que no esté decorado? ¿En qué cabeza de chorlito cabe eso? En la mía, naturalmente, que no había previsto tamaña contingencia ni en mis peores pesadillas. Claro que no por eso me iba a librar de la sofocación. El cuñado de mi Javi, un rubio espeluznante que siempre que me ve me mira como si yo fuera un cajero automático, empezó a pegar gritos desde la calle y allí estaba con todo lo que hace falta en un momento así: un cubo lleno de cintas, de flores de plástico, de angelitos de papel de plata, de campanitas de cartón rebozadas en purpurina, de mariposas de cristal pintado, conejitos de tela, ardillitas de felpa, pollitos de plumón... Si el ilustrísimo señor subdirector general de promoción de la tecnología llega a ver su coche decorado, coge una septicemia.

El coche del ilustrísimo señor subdirector general quedó que parecía una tómbola.

Mi Javi, cuando lo vio, dijo qué envidia, quién fuera la novia.

El cuñado de mi Javi era el encargado de llevar en su málaga al novio y a la madrina, definitivamente compuesta como una paella, y una servidora, en su sagrada función de padrino —o madrina bis, que a fin de cuentas era una boda laica y las bodas laicas admiten fantasías—, tenía que ir, como mandan los cánones, en la tómbola y con mi rival a cuestas. Lo suyo hubiera sido que el chófer fuera otro, pero a mí me parecía que ya era tentar demasiado a la suerte dejar el bemeuve en manos de cualquier obrero con fijaciones de lujo y velocidad. El coche, pues, lo tuve que conducir yo y la novia pidió que le acompañaran en el viaje sus ancianos padres, con la señora madre de la novia advirtiéndole todo el rato a su santo esposo que si le entraban ganas de mear que lo dijera, que no fuera a hacérselo encima de aquella tapicería tan preciosa, porque aquella tapicería era de terciopelo y el señor padre de la novia, por lo visto, tenía la divertida costumbre de mearse encima sin darse cuenta.

—El pobrecito sufre una angurria malísima, don Antonio —me decía la buena mujer, y luego le pegaba un coscorrón tremendo al pobre mártir que yo llevaba a mi lado y le advertía:

—Domingo, si te vas a mear avisa que nos paramos en donde haga falta.

Iba yo encantada de la vida, como cualquiera se puede figurar, en compañía tan selecta, con tal aplomo que cada dos por tres estaba a punto de pegarme una galleta con el vehículo de delante, atravesando Madrid tan despreocupada y tan relajada como si llevase en el maletero «los lirios» de Van Gogh, ilusionadísima con la idea de tener que parar de pronto en la Puerta de Alcalá, en Cibeles, en la Plaza de Colón o, ya dando un rodeo —que, una vez metidos en gastos, lo mismo da ocho que ochenta—, en la Plaza de la Villa o en San Francisco el Grande para que el pobre Domingo diluviara perniles abajo. Si no fuera porque ya no teníamos tiempo para nada, les hubiera dado una turné por toda la capital, disfrutando de una mañana tan bonita y de aquel coche que, en marcha, parecía una verbena. Les habría paseado por todo el Madrid monumental, sin parar hasta conseguir que el habilidoso padre de la novia hiciera su gracia lo más brillantemente posible, en el lugar más céntrico y en hora punta.

Por desgracia, el palacio de las bodas de la calle del Pradillo está en una zona extravagante, lejos de cualquier escenario mínimamente pintoresco. El palacio de las bodas está en un distrito sin personalidad y por dentro parece una estación de autobuses, lleno de gente estupefacta que cualquiera confundiría con emigrantes a punto de emprender un viaje sin retorno, aunque es preciso reconocer que resulta entretenidísimo: chochos a medio vestir —quiero decir que no van de novias clásicas porque no pegaría mucho, pero tampoco de muy modernas porque ya no se lleva ir así para casarse, de modo que se quedan a mitad de camino y resultan las pobres deslucidísimas—, chavalotes endomingados que están pidiendo a gritos un catre, desairados padrinos que no se saben su papel en una boda municipal e incrédula, familiares atónitos que nunca se enteran del número que dice por los altavoces la señorita encargada del control y se pasan todo el tiempo preguntando ¿a quién le toca ahora?, como si estuviesen en la cola de la carnicería.

Por supuesto, yo entré como una reina. Llevaba del brazo a la novia de mi Javi, que destacaba un horror con su inmenso traje blanco del más puro estilo victoriajol —cincuenta y dos mil pesetas le había costado en una tienda de la calle de la Montera, que un traje de novia no se puede comprar en cualquier parte, me había dicho mi Javi con una media sonrisa que significaba a ver si tienes un detalle y contribuyes, pedazo de maricón, pero yo me hice la maritapia y me quejé como una marquesa del ruido del tráfico—, con tres metros de cola y un velo tieso e interminable que sólo servía para proclamar que ella, sin lugar a dudas, habría dado un ojo de la cara por casarse en el Valle de los Caídos, con el órgano a todo tren y la escolanía al completo dando la tabarra. Pobrecita. Es lo que tiene de malo esto de ser mujer, que si un hombre se empeña tú sucumbes y renuncias a lo más sagrado.

Lo más sagrado, parece ser, es la familia. Incluso la familia de mi Javi y la de la novia de mi Javi, todos ellos con un estilazo despampanante, a ver si alguien se piensa que una se trata con cualquier cosa. Véase si no: el pobre Domingo lucía ya una mancha estupenda en los perniles y su santa esposa, sofocadísima, le había dicho anda, coge mi toquillita y te la pones así, tapándote un poco, de manera que el buen hombre, flaco y tembloroso como una gallina paquistaní, estaba para un retrato; una sobrinilla de la novia de mi Javi, maravillosamente vestida de Blancanieves, el angelito, chillaba como una parturienta porque tenía ganas de cagar, aquella familia por lo visto sufría una tara congénita en sus desagües; los tres cuñados de mi Javi, recién llegados en coche de línea de su pueblecito de Jaén, vestían como en el Nodo y no paraban de rascarse la entrepierna, como si los que estuvieran a punto de casarse fueran ellos; y la madre de mi Javi, enfundada en un visón sintético que daba calambres si te rozabas con él, se había colocado en una esquina de aquella sala de espera, sin querer juntarse con nadie y con una cara de mala intención, de estar dispuesta a dar el do de pecho en cuanto se encartase, que ponía los pelos de punta. Mi Javi, hecho un manojito de nervios, me suplicó:

—Ve con mi madre, por favor, tú que la entiendes.

Para ser sinceras, si alguien allí entendía a alguien, era la madre de mi Javi a mi Javi y a mí.

—Ay qué dolor de niño, don Antonio, por Dios usted no lo deje nunca, siga echándole una mano y dándole consejos y preocupándose por sus cosas, él a usted le quiere, ¿no ve que yo lo sé todo de este niño?, yo no sé para qué se casa, yo sé que a él le van las dos cosas, las dos, a usted qué le voy a decir, cuando ustedes dos sean viejos acabarán juntitos, ya lo verá, los dos juntitos, ni casorio ni nada, así que cuídemelo, y perdónelo, yo sé que usted lo perdona porque usted es un caballero.

Un caballero lo sería su señor padre.

Yo era la madrina bis —porque ella, la del visón eléctrico, era la madrina titular; mi Javi acaparaba el protocolo—, una mujer destrozada, repudiada por el amor, invitada probablemente distinguida, pero simple invitada a fin de cuentas, en una ceremonia que tenía que haber protagonizado si en este mundo cada cual ocupase el lugar que de veras se merece: servidora, el sitio de la novia, con el catetísimo modelo de la contrayente, su maquillaje revlón, sus nervios de telenovela brasileña, las miradas conmovedoras a su futuro, que iba hecho un brazo de mar.

Porque el futuro de mi Javi pasaba automáticamente a ser de ella y yo no tenía más remedio que sentirme marisoraya sin trono, saribíblica desesperada, por más que me trabajase la compostura, por mucho que me almidonase la dignidad, que había que ver lo que se me soliviantaba el portafalopio con el espectáculo, viendo a mi Javi hecho un figurín de galerías en rebajas con el traje que yo le compré —eso sí, a su gusto—, con la camisa y la corbata y los zapatos que él se compró con el dinero que yo le di, con el sello de oro y esmalte que su madre, en un arrebato de generosidad, le había regalado la noche anterior, con la sombra de ojos que alguna maricona esteticién le habría recomendado y con el gel que se había echado en el pelo hasta dejárselo maiquelyacson perdido.

Valiente papelón el mío. Así me estaba poniendo de cardíaca, tan frenética que ya notaba que me subía la calentura. Que me subía el sofocón por el pecho como una culebra. Que me entraban unas ganas horrorosas de echarme a llorar y yo no podía caer tan bajo.

Jamás.

No podía desmoronarme. No podía dar allí mismo un concierto de lágrimas, con aquel público, con mi pinta de ejecutiva pudiente, no podía descolgarme con un recital de lloros. Tenía que contenerme; maricontenida me dicen desde aquella fecha. Y si no lo conseguía, debía buscar los retretes y encerrarme en alguno que estuviese limpito, eso sí, para que nadie me viese hundida y dislocada por la llantera.

Para darme un poquito de coraje pensé: «Tú, molibraun, siempre a flote».

Por fortuna, la megafonía vino a socorrerme.

—Mora Lagares —dijo, por los altavoces, la señorita del control—. Mora Lagares, sala número tres.

Aquéllos éramos nosotros. Quiero decir: Francisco Javier Mora Rodríguez es mi Javi; María del Pilar Lagares Sañudo, la novia de mi Javi, desde aquel día señora de Mora, mientras el cuerpo aguante. Así que Mora Lagares eran ellos. Los estaban llamando. Los reclamaban. Los acorralaban. Algo había que hacer.

—Mora Lagares, sala número tres —insistió la del control, ya con un engallinamiento de impaciencia.

Y es que en el palacio de las bodas de la calle del Pradillo el tiempo es oro. En el palacio de las bodas de la calle del Pradillo —para que no me llamen maridespecho— el amor urgía, como diría mi amiga la Seriales, una mariquita en almíbar que habla levitando. El amor estaba en ebullición al pie de la escalera que conduce, en los juzgados de la calle del Pradillo, a las salas de matrimonios, y al amor le estaban metiendo unas prisas locas por los altavoces para que se personase en la sala número tres, pero la comitiva andaba atorrullada, sin saber en qué orden ponerse, sin decidir quién tenía que abrir la marcha, como si aquello fuera la Pascua Militar en el Palacio de Oriente.

Me tocaba decidir a mí. Después de todo, servidora es una mujer con iniciativa, una mujer con estudios y con experiencia, una mujer de mundo, sabiendo siempre el terreno que pisa y, por supuesto, tremendamente dotada para la improvisación, porque allí lo que hacía falta era seguridad en una misma, improvisar y dejarse de monsergas. Le pasé a la novia el brazo por los hombros, en plan amiga maravillosa, modelo de saber perder, y la empujé escaleras arriba, procurando darle al trance una cierta ligereza, un aire de informalidad, una pincelada de displicencia, levemente irónica, frente al envaramiento ceremonioso, cateto y emigrante de los de Jaén.

La sala número tres, con sus sillitas de fórmica y su tarima con mesa para su señoría, parecía un aula de una academia de idiomas y, cuando la emigración entró, allí nos estaba esperando la señorita fotógrafa, que pasó en seguida a ocuparse de la escenografía, y en este punto debo reconocer que servidora tuvo un patinazo, porque yo tenía la seguridad de que mi lugar estaba junto a mi Javi, faltaría más, y allí me habría correspondido ponerme si la boda se hubiera cometido con sacramentos, que está una harta de ver contrayentes y padrinos en las iglesias, el padrino junto al novio y la novia junto a la madrina, y aunque yo era madrina duplicada, para las fotos y para la sociedad no tenía más remedio que ser el besman, como dicen las puertorriqueñas, así que me fui flechada junto a mi Javi y le dije a mi suegra vicaria, tan extrovertida ella, tan expresiva, tan parajismera, a usted le toca ponerse junto a la novia, lo siento. Pues no. La fotógrafa dijo que ni hablar, que qué clase de degenerada era yo, que en las iglesias ya se sabe que puede pasar de todo, pero allí, en el juzgado, un sitio tan correcto, no se admitían determinadas promiscuidades, sólo las corrientes, así que, me dijo, haga usted el favor de ponerse junto a la novia y compórtese, aguántese las ganas de sacarle los ojos a su sustituta, y que la señora se ponga junto al novio, a ver si así se calma. Todo eso por señas, claro, la mayor parte, y con esas dos o tres palabras justas y tajantes que saben soltar las que llevan años mandando las mismas cosas.

—Señora, intente tranquilizarse, está usted nerviosísima.

La madre de mi Javi, la del abrigo eléctrico, estaba a punto de que le diese un pipijerpe —etimológicamente, herpes en el pipí; familiar y figuradamente, un síncope—, los pelos del visón sintético parecían las alambradas de la película La gran evasión, hacían hasta ruido al chocar los unos contra los otros, como si por allí en medio anduviese dando sablazos la cabra de Errol Flynn, y la pobre mujer tenía los ojos como trompetas de la banda de honores de la Zarzuela, a punto de reventar como el eslip de un negro en plenitud de puro brillantes, de tan hinchados de sentimiento y de coraje como los tenía, más de rabia que de otra cosa, la verdad, que así pasó lo que pasó.

Apareció, por una puertecita que parecía la de los camerinos, la secretaria del juzgado, redicha como una poetisa de Ceuta. Desplegó el libro de dichos sobre la mesita auxiliar que había a la izquierda de la del señor juez y dijo:

—Los carnés de los contrayentes y de los testigos, por favor.

Ni que hubiera pedido el certificado de virginidad. La que se armó. La madre de mi Javi no llevaba carné, a ella nadie le había dicho que hiciera falta presentarlo, con ella no había contado nadie desde el principio, eso era lo que pasaba, ella sobraba allí, eso estaba clarísimo, todo lo tenían calculado, todo preparadito, con mala leche, como si ella fuera tonta. A gritos. Todo lo dijo a gritos. La secretaria del juzgado se había quedado pétrea y estaba clarísimo que la fotógrafa se las prometía felices, ella ya se veía rica, famosa, la más cotizada, ganadora del Fotoprés de instantáneas en el apartado vida cotidiana, así que empezó a gastar carrete y la madre de mi Javi, envenenada, se le echó encima y casi la deja tuerta.

—¿Por qué no le retratas el coño a tu madre?

Evidentemente, con un retrato del coño de su madre la señorita fotógrafa de la sala tres del palacio de las bodas de la calle del Pradillo no ganaría el Fotoprés en apartado alguno, ni se volvería célebre ni cotizada ni internacional. La madre de mi Javi tenía que comprenderlo. Tenía que entrar en razón. Tenía que calmarse. Alguien, seguramente la secretaria del juzgado, dijo que aquello no se podía consentir. Mi Javi y yo intentábamos que la madre de mi Javi recuperase la compostura. Mi Javi había cambiado de color por lo menos tres veces: al principio, cuando su madre empezó a gritar, se puso pálido como un cirio; luego, colorado hasta dar lástima verle; por fin, azulón como el segundo uniforme del Real Madrid. Mi Javi odia al Real Madrid. Yo odio los visones. Por lo menos, los visones sintéticos; aquel día estuve a punto de electrocutarme con el abrigo de mi suegra vicaria, de la suegra de mi sustituta, de mi rival, de mi enemiga que se había quedado como un pasmarote, sin correr riesgos, disfrutando del espectáculo tan ricamente, imponiendo sus prerrogativas de novia vestida de blanco, haciendo valer de antemano su condición de legítima, tiesa como una reina, dejando que yo, la repudiada, le sacase a ella y a su futuro las castañas del fuego.

—Tienen que sacarla de aquí —dijo la secretaria del Juzgado, con una angustia que parecía que a la madre de mi Javi la tenía ella incrustada en la madriguera de la satisfacción.

Por supuesto, la madre de mi Javi, que oyó a la de los dichos, gritó que a ella no la tenía que sacar nadie, que ella se iba por su cuenta, por su propio pie, y sola. Que la dejasen sola. Que la dejaran irse. Que se olvidaran de ella. Que reventásemos todos. Y a mí me dijo:

—Suélteme usted, don Antonio, que no les voy a morder.

Servidora, desde luego, mordida no salió, pero acalambrada, hasta las varices.

A la madre de mi Javi la sustituyó sobre la marcha, en el papel de madrina principal, la madre de la novia de mi Javi, y la buena mujer estuvo todo el rato volada, sin parar de mirar hacia atrás, preocupadísima por si Domingo, su santo esposo, volvía a mearse encima y acababa inundando aquella sala número tres, que ya era lo que nos faltaba. La madrina de ocasión le hacía, de vez en cuando, gestos a su santo esposo desde la distancia, exigiéndole continencia. El señor juez, que había salido como un pachá cuando se calmaron las aguas, tuvo una intervención sobria pero no exenta de empaque y convicción, y los contrayentes, descompuestos por los prolegómenos, dudaron y se equivocaron tantas veces que para mí que aquel matrimonio no pudo ser válido; es una baza que guardo por si alguna vez quiero recuperar a mi Javi.

Claro que ¿para qué?

El amor se lo gastó mi Javi con una de Jaén y para mí sólo guardó caprichos. Desde entonces, desde la boda, me envía recuerdos de vez en cuando. Eso sí, también me han llegado, de su parte, letras de un coche que él se compró con un crédito que yo avalé, recibos del alquiler de un piso que muchos meses no puede pagar, facturas de luz, del arreglo del televisor, del dentista de la de Jaén —que está preñada y con el embarazo se le pica la dentadura, cuando lo que se le tenía que picar es el lenguado— y de un hotel de Mallorca donde pasaron una semana de vacaciones y en cuyo departamento de contabilidad, al haberse quedado sin dinero y no poder liquidar toda la cuenta de extras, dejó mi nombre y dirección como garantía. Ciertamente, yo amaba hasta el amor que mi Javi dilapidaba con otras, pero una no se puede alimentar sólo de dengues y hay que ahorrar para el invierno, que es largo y duro como la memoria de un falangista.

Yo ya se lo había advertido: «Con la boda cerramos cuentas». Nunca debí decirlo: la verdad es que estuve a punto de cerrar «mi» cuenta, y para siempre.

El reportaje fotográfico, como dicen esos buitres de la cámara, salió por una fortuna. Y encima a mí me sacaron feísima. La cretina de la fotógrafa de la sala tres no tuvo la menor consideración con mi edad ni la delicadeza de advertirme de los estragos causados en mi maquillaje por el ingrato incidente de la madrina titular. Así ha quedado una servidora, en el álbum de ese día en que el amor cometió con mi Javi prevaricación y dictaminó sentencia de matrimonio con una dependienta de la sección de mercería del Sepu; así ha quedado la madrina bis, que parezco un loro con malaria.

La peor de todas las fotos, con diferencia, es aquella donde servidora está firmando el acta, inclinadísima, enseñando toda la solería de la azotea, maricalvicie perpetua, y con un perfil medio ganchudo y celulitoso que me hace el vivo retrato de mi tía Asunción hasta sin gafas. Un crimen. Pero mi Javi me dijo que ni hablar de romperla, que a lo mejor alguna vez hasta le servía para hacerme chantaje, y el hijoputa aclaró que no es que pensase echar mano de mi fealdad congénita —no sé adónde vamos a llegar, con los chulos utilizando semejante vocabulario—, sino la evidencia de haber testificado en una boda que a saber cómo terminaría. Una insensatez, seguramente. Pero una siempre ha sido ligera de pluma y, para la ocasión, utilizó una resplandeciente Sheaffer de oro, regalo de mi amiga la Maratón cuando le decoré, desinteresadamente, el picadero que se ha comprado por Antón Martín. Una estilográfica de mucho lujo y demasiado ostentosa —típico regalo de mariquita pudiente a una amiga con la que se quiere quedar bien sin mucho gasto— que yo no había utilizado jamás y que allí mismo se desgració.

Me agaché para firmar y, por culpa de la descomposición de alma que yo tenía, la Sheaffer de cuarenta mil pesetas, nada más poner la rúbrica debajo de mi nombre, se me escapó de las manos y se desplumilló contra el suelo de la sala de matrimonios número tres con la suicida determinación de un discípulo de Mishima. La Sheaffer de cuarenta mil pesetas dejó sobre las baldosas pulimentadas un rosetón de tinta como un cuajarón de sangre en homenaje a mi derrota.

—Coño, estás más nervioso que yo —dijo mi Javi alegremente.

Mi Javi, como su señora madre, nunca ha tenido el menor sentido del decoro. Mi amiga la Maratón me había regalado, sin saberlo, una estilográfica sensible y solidaria, una pluma compasiva y algo atolondrada que no pudo superar el trance de caligrafiar mi capitulación, y mi Javi se lo tomaba a guasa. La pobre Sheaffer fue todo lo que hizo en su vida, y a saber en qué manos andará, después de lo que ha pasado.

Al menos, se libró de la humillación de tener que firmar, «también», la factura del banquete.

El banquete, para cuarenta y ocho comensales, fue en Salones Peñafiel, Avenida de la Albufera mil no sé cuántos, lejísimos, a un paso ya del Miguelete, como quien dice. El trayecto del juzgado a los salones lo hicimos, naturalmente, en el bemeuve del ilustrísimo señor subdirector general de promoción de la tecnología, y mi Javi se empeñó en conducirlo él, porque a saber cuándo tendría de nuevo la oportunidad de llevar un carro como ése, y aunque aquello contravenía gravemente las normas que establecen que los recién casados deben volver juntos, en el mismo coche y el uno al lado del otro, ni mi rival ni yo supimos negarle el capricho. Por supuesto, habría sido imperdonable que la recién casada viajase en el asiento de al lado del conductor, de manera que hicimos un viaje heterodoxo y transgresor, curiosamente orgiástico, un viaje durante el cual las corrientes de amor se mezclaban como parejas en un suinguin. El amor estaba allí, hirviendo, y saltaba, como un conejo aturdido, del asiento del conductor a la parte derecha del asiento de atrás, donde la recién casada trataba de resignarse a aquel desaire automovilístico, a su desdicha de flamante esposa postergada por un volante, a su primera desilusión de una vida en común, a aquel primer gatillazo, como una erección escurridiza, de su hombre que parecía con prisas por enseñarle en qué consiste la verdadera infidelidad. El amor, en aquel interior movedizo y prestado del bemeuve, buscaba donde cobijarse y rebotaba contra mí, contra mi Javi, contra la mujer desfalleciente de mi Javi, incluso contra la suegra de mi Javi, que se había sentado junto al conductor y parecía muy aliviada por no tener que vigilar, durante un rato, la angurria de su Domingo. El amor buscaba con desesperación a quién agarrarse y era un amor oblicuo, un amor en aspa, un amor acostumbrado, sin duda, a andar de la ceca a la meca, pero con la ilusión de sentar cabeza después de la boda.

«Tiempo tiene el amor para volverse escéptico», me dije, repentinamente maripetrarca.

Escéptico fue, por cierto, el menú que nos sirvieron en Salones Peñafiel. Un menú muy instructivo, si se tenía en cuenta el compromiso adquirido con el ilustrísimo señor subdirector general de promoción de la tecnología. No sería mala idea invitar al director de Salones Peñafiel, bodas y banquetes, a las Jornadas Técnicas y a la Exposición sobre Tecnologías para la Conservación de Alimentos Perecederos. Los futuros clientes de Salones Peñafiel lo agradecerían horrores. Salones Peñafiel está repleto de dorados estrepitosos y alfombras engañadizas, de impertinentes espejos que reflejan la felicidad como si fuera pescado crudo, de lámparas que relinchan como diosas histéricas, de camareros mecánicos que no tienen compasión alguna con la lentitud mandibular de niños y viejos, y de vajillas estofadas de floripondios que todo lo confunden. En Salones Peñafiel hay una orquestina ortopédica que ejecuta cada dos por tres «El sitio de Zaragoza». El señor director de Salones Peñafiel podía ser la estrella de mi Exposición en Guadalajara en cuanto el tequila me lo pusiera dicharachero. En Salones Peñafiel, bodas y banquetes, el marco ideal para sus fiestas inolvidables, sirven deliciosos menús agarrotados por el tiempo y la experiencia, y es que, a partir de cierta edad, también las gambas se vuelven intransigentes, el jamón se pone frenético, las delicias de merluza se hacen ariscas, al redondo de ternera se le suben los humos, al sorbete tropical le salen dientes, la gran tarta nupcial sabe a discordia y a la bendición papal —un irreverente mejunge de café, licor de pera y chantillí— le brotan herejías.

Salones Peñafiel —con los distinguidos invitados cantando a voz en grito que viva España, la recién adquirida sobrina de mi Javi berreando porque quería mear, la suegra de mi Javi regañándole al suegro de mi Javi para que no se mease por mucho que quisiera, la orquestina ortopédica atacando el vals de rigor cuando a la mitad de los invitados aún no les habían servido la bendición pontificia, y todo el mundo aullando, cada cinco minutos, que se besen los novios —colmó el vaso de mi paciencia, un vaso la mar de particular que servidora ha tenido siempre en las ingles, como debe ser.

—Una y no más, santo Tomás —le dije a mi Javi mientras nos hacíamos, muy amartelados, la foto de la despedida.

—¿Cuándo nos vemos?

—Cuando ésa reviente.

Han pasado siete meses, ella aún no ha reventado, yo todavía estoy pagando, a plazos, la factura del banquete —que liquidé con tarjeta, utilizando para firmar un bolígrafo de plástico barato que alguien me dejó—, y mi Javi y yo no nos hemos vuelto a ver.

De vez en cuando, me manda recuerdos.