EL TÉRMINO «CAPITALISMO» es controvertido. Son muchos los expertos que evitan utilizarlo. Consideran que se trata de una palabra excesivamente polémica, ya que surgió en el ámbito de la crítica y durante decenios se ha empleado con un sentido peyorativo. El término se ha definido de diferentes formas o bien, como ha ocurrido con frecuencia, ni siquiera se ha llegado a definir. Engloba demasiadas cosas y resulta complicado delimitar su alcance. ¿No sería mejor renunciar a él y hablar, más bien, de «economía de mercado»?
Sin embargo, también son muchos los expertos en ciencias sociales y culturales cuyos trabajos, muy serios, han contribuido de un modo sustancial al debate sobre el capitalismo. Veinticinco años después del final de la guerra fría, que, por cierto, fue, en parte, una guerra en torno a conceptos clave, el término ha vuelto a incorporarse al discurso científico. La crisis internacional de los mercados financieros y la deuda que vivimos desde 2008 ha avivado el interés —en un sentido crítico— por el capitalismo. Recientemente, The New York Times daba cuenta del nuevo boom de las asignaturas sobre la historia del capitalismo que están experimentando las universidades estadounidenses. Hacía tiempo que este concepto no estaba tan de moda en Europa, aun cuando sea cierto que los periodistas y los expertos en ciencias sociales y culturales le prestan más atención que los economistas.[1] Sin embargo, si vamos a utilizar esta palabra, es preciso que conozcamos su historia y que empleemos una definición precisa.
El sustantivo «capitalismo» no se asentó en las lenguas francesa, alemana e inglesa —después de varios intentos aislados— hasta la segunda mitad del siglo XIX. Con todo, ya por aquel entonces los conceptos de «capital» y «capitalista» estaban muy extendidos. En alemán, el término Kapital pasó de la jerga comercial (donde su uso se había generalizado, como muy tarde, a principios del siglo XVI) a la de los autores de las ciencias sociales y económicas, disciplinas que surgieron en los siglos XVII y XVIII. En un primer momento, hacía referencia al dinero (invertido o prestado) y, más adelante, al patrimonio consistente en dinero, documentos de crédito, títulos, mercancías y medios de producción, aunque generalmente solo «en el sentido de las ganancias que se espera que aporte» (1776), y no tanto en el sentido del patrimonio que se iba a consumir o a acumular.
Desde el siglo XVII, un «capitalista» es el «hombre que posee abundante capital, dinero en efectivo y un gran patrimonio y puede vivir de sus intereses y rentas». Más concretamente, se designaba como «capitalistas» a los comerciantes, banqueros, rentistas y otras personas que prestaban dinero, esto es, que «utilizaban los capitales para hacer negocios o actuar como intermediarios» (1717). Entretanto, «capitalista» se iba empleando también para referirse a cualquiera que ganase dinero mediante su actividad profesional «si reunía el excedente de su trabajo, de lo que ganaba más allá de lo que necesitaba gastar para su consumo, con el fin de reutilizarlo para la producción y el trabajo» (1813). Desde finales del siglo XVIII, además, cada vez fue más frecuente contemplar a los capitalistas como personas diferentes —pronto, incluso, como el polo opuesto— a los trabajadores, como la «clase de los patrones (propietarios de empresas dentro del sistema de Verlag,[*] industriales y comerciantes)», que no vivían de su salario o de sus rentas, sino de los beneficios que obtenían (1808). Este matiz claramente ligado a la idea de las clases sociales se fue reforzando en los decenios posteriores, cuando se incrementó la pobreza pública, estallaron los episodios revolucionarios de 1848-1849 y se impuso la industrialización, con sus fábricas y su trabajo asalariado, también en Alemania. En realidad, hasta principios del siglo XIX los observadores habían ilustrado sus análisis casi exclusivamente con las vivencias de Inglaterra, que por aquel entonces ya se encontraba en pleno proceso de industrialización capitalista.[2]
Exceptuando ciertos usos iniciales, muy limitados y que no llegaron a imponerse en el idioma, el sustantivo «capitalismo» reflejó desde mediados del siglo XIX en la lengua francesa fundamentalmente ese matiz de crítica a la sociedad de clases, que se impondría también hacia 1860 en el idioma alemán y algo más tarde en el inglés. El socialista Louis Blanc criticaba en 1850 el capitalismo por ser la «apropiación del capital por parte de unos y la exclusión de los demás». Pierre Joseph Proudhon censuraba en 1851 los solares del mercado de la vivienda de París como la «plaza fuerte del capitalismo» y defendía la adopción de medidas contra la usura de los arrendadores y la especulación. En 1867, un representativo diccionario incluía el término capitalisme como neologismo, lo definía como «poder de los capitales o de los capitalistas» y remitía a Proudhon. En 1872, el socialista Wilhelm Liebknecht despotricaba en Alemania contra el «Moloch del capitalismo», que cometía sus abusos «en el campo de batalla de la industria».[3]
En alemán, al menos, el término se expandió rápidamente a partir de su polémico impulso inicial. Y aunque Karl Marx apenas utilizó esta palabra, en las décadas de los cincuenta y los sesenta del siglo XIX escribió profusamente sobre los «modos de producción capitalista» y consiguió un gran efecto con sus textos. Rodbertus, economista que simpatizaba con el socialismo de estado, constató en 1869: «El capitalismo se ha convertido en un sistema social». En 1870, Albert Schäffle, profesor de Economía Nacional, de ideología liberal-conservadora, publicó su obra Kapitalismus und Socialismus mit besonderer Rücksicht auf Geschäfts- und Vermögensformen («El capitalismo y el socialismo, con especial atención a las formas de los negocios y el patrimonio»), en la que abordó en detalle la oposición entre trabajo asalariado y capital. A Schäffle precisamente remitió la enciclopedia Meyers Konversations-Lexikon en 1876, cuando habló por primera vez del «capitalismo», término todavía incluido en la entrada de «capital». No fue hasta 1896 cuando esta popular obra de consulta creó una entrada específica y argumentada para el «capitalismo» como «designación del método de producción capitalista, frente al socialista y colectivista».
En 1902 apareció la gran obra de Werner Sombart, Der moderne Kapitalismus («El capitalismo moderno»), que contribuyó decisivamente a la generalización del uso del término. Desde entonces, se multiplicó a gran velocidad la literatura que, desde una perspectiva histórico-social, analizaba la teoría, el pasado y el presente del capitalismo, en buena medida en oposición con respecto a Sombart, quien consideraba su obra como una continuación y un perfeccionamiento de la marxista, aunque lo cierto es que, al subrayar el papel de los empresarios y las empresas a través de su concepto del «espíritu capitalista» y de su amplia visión —de hecho, su análisis se extendía hasta la Italia de la Alta Edad Media—, llegaba mucho más lejos que Marx.[4] En inglés, el término «capitalismo» empezó a adquirir cierta importancia como muy tarde en la última década del siglo XIX. Sin embargo, el polémico debate en torno a aquel sustantivo no llegó a encenderse verdaderamente hasta la época de la primera guerra mundial. En la Encyclopaedia Britannica, el concepto se mencionó brevemente en la undécima edición (1910-1911), dentro de un artículo sobre el «capital», si bien en la duodécima edición, de 1922, aparecía ya con una entrada propia y detallada, en la que se lo definía como un «sistema» en el que los medios de producción pertenecían a propietarios particulares, que contrataban a gerentes y trabajadores para la producción.[5]
En definitiva, el concepto surgió desde un espíritu crítico y con un enfoque comparativo. A menudo se utilizaba el término para describir fenómenos contemporáneos, que se consideraban nuevos y modernos, en un marcado contraste con respecto a circunstancias del pasado, o bien se empleaba para confrontar el presente con las ideas que se estaban defendiendo y con los indicios ya observables del inicio del socialismo. El concepto «capitalismo» surgió desde la perspectiva de un recuerdo, en ocasiones idealizado, de un pasado diferente o bien desde el sueño de un futuro mejor —esto es, una alternativa socialista—, y, mayoritariamente, en el contexto de una visión crítica del presente. Con todo, fue muy útil para el análisis científico. Esta doble función lo convirtió en un concepto sospechoso, lo que lo hacía también más interesante. Y, aunque ambas funciones podían ser incompatibles, no necesariamente lo fueron en todos los casos. Así ha sido hasta hoy.
NUMEROSOS INTELECTUALES Y expertos en ciencias sociales y culturales de finales del siglo XIX y principios del XX consideraron que el capitalismo era la característica fundamental que definía su época. Numerosos historiadores emplearon el término en sus investigaciones sobre la historia de aquel modelo económico en siglos anteriores, cuando aún no existía el concepto. En el debate científico acerca del capitalismo participaron más autores germanohablantes que ingleses o franceses, y contribuyeron a que la idea de capitalismo traspasase los límites de un concepto de lucha política para convertirse en un concepto de sistema, cuyo estudio académico exigía un gran esfuerzo.[6] Aquí partiremos de tres clásicos de este debate en torno al capitalismo, que aportaron definiciones del término que siguen siendo determinantes: Karl Marx, Max Weber y Joseph A. Schumpeter.
Karl Marx utilizó en muy pocas ocasiones el sustantivo «capitalismo» y cuando lo hizo, fue solo de paso. Sin embargo, escribió con tanto detalle y tanta energía acerca del modo de producción capitalista que su idea del capitalismo marcó a las generaciones posteriores más aún que las aportaciones de ningún otro autor. La esencia del concepto de capitalismo de Marx se puede resumir en cuatro puntos:
Marx considera que el mercado desarrollado, que requiere una división del trabajo y una economía monetaria, es el elemento central del capitalismo. Destaca la competencia inmisericorde, que atraviesa fronteras y fomenta los avances técnicos y organizativos, pero al mismo tiempo enfrenta a los actores del mercado. Subraya el carácter coercitivo de las «leyes» del mercado, que capitalistas y obreros, productores y consumidores, vendedores y compradores deben observar, sean cuales fueren sus objetivos individuales, so pena de caer en la ruina.
Marx aborda en profundidad, como una de las características del capitalismo, la acumulación, en principio ilimitada, esto es, la formación y la multiplicación permanente del capital, en cierto modo como un fin en sí mismo, primero como «acumulación originaria», por la transferencia desde otras áreas (no sin desposesión y no sin violencia), y más tarde como reinversión de los beneficios que, a fin de cuentas, procedían del valor creado por el trabajo: el capital se presentaba así como trabajo coagulado.
Como núcleo del modo de producción capitalista, Marx identifica la relación de tensión que existe entre los capitalistas, en calidad de propietarios de los medios de producción, y los empresarios y gerentes que dependen de ellos, por una parte, y los obreros libres —contratados a cambio de una remuneración o un salario y que no poseen los medios de producción—, por otra. Ambos bandos se encuentran vinculados por una relación basada en el intercambio (de la fuerza de trabajo o la prestación del trabajo por el salario o la remuneración, considerando el trabajo o la fuerza de trabajo como mercancía), así como por una relación de dominación y dependencia que permite la «explotación» del obrero por parte del capitalista; una explotación en el sentido de que hay una parte del valor creado por el obrero —lo que se conoce como «plusvalía»— que ni se pone a su disposición ni se le paga, sino que pasa a las manos del capitalista/empresario, quien destinará una porción de ella a la acumulación y otra, a cubrir su propio consumo. La relación entre el capital y el trabajo asalariado entendida de tal modo no solo estimula la dinámica del sistema, según Marx, sino que también desencadena la lucha de clases, que a largo plazo lleva a que la burguesía y el proletariado se enfrenten como enemigos irreconciliables. Con ello, siempre a juicio del autor, se creaban las condiciones necesarias para la revolución del proletariado, que acabaría con el sistema capitalista para sustituirlo por otro, en concreto por la alternativa socialista o comunista, que, sin embargo, Marx nunca describió con mayor detalle. Con esta previsión, que al mismo tiempo también puede leerse como un llamamiento al proletariado para que asuma su deber histórico, el pensador transformó su visión teórica en una indicación práctica para la acción política. Así lo han entendido muchos otros autores desde finales del siglo XIX.
Marx describió la enorme dinámica del sistema capitalista, que, dirigida por la burguesía, disolvía todo lo heredado, se extendería por todo el mundo y tenía la fuerza (y la capacidad) suficiente para invadir con su lógica otros ámbitos de la vida, más allá del económico. Estaba convencido de que el modo de producción capitalista tendía a marcar la sociedad, la cultura y la política de un modo decisivo. Lo que el economista Adam Smith aún denominaba «commercial society» y el filósofo Georg Wilhelm Friedrich Hegel, «sociedad civil», representaba para Marx la «formación de la sociedad capitalista».
Fue así como Marx —quien, de forma parecida a Friedrich Engels, observaba la situación no solo de Alemania, sino también de los países de la Europa occidental, más desarrollados ya, concebía la revolución industrial como un profundo cambio de gran trascendencia y reconocía la explosividad social de la creciente cuestión obrera— definió ese capitalismo que apareció por primera vez en toda su intensidad como capitalismo industrial, cuya esencia era la «gran industria» y el trabajo asalariado en masa. Marx no negó la existencia de variantes del capitalismo más antiguas, anteriores a la industrialización, pero no se dedicó a estudiarlas. Lo que le interesaba era el capitalismo en su expresión moderna, dentro de la economía industrial, así como su nacimiento (en Inglaterra, en el siglo XVI).
Son muchísimos los autores que critican la concepción de Marx. Con sobrados motivos para ello, le reprochan que haya subestimado el efecto civilizador de los mercados y que haya exagerado el papel del trabajo como única fuente del nuevo valor creado. Se le censura su falta de atención a la importancia del conocimiento y de la organización como fuentes de productividad, su fallida previsión de las consecuencias sociales del capitalismo industrial y su desconfianza —que parece tan propia de la vieja Europa— frente al mercado, los intercambios y los intereses particulares. Sin embargo, el análisis de Marx es un esbozo original, fascinante y fundamental, al que se siguen refiriendo aún hoy la mayoría de quienes interpretan el capitalismo, aunque lo hagan para criticar al autor.[7]
Max Weber abordó el tema del capitalismo en el contexto de la larga historia de la modernización de Occidente. A partir de esta base, desvinculó el concepto de la época de la industrialización, al que hasta entonces había estado anclado. A diferencia de Marx, no esperaba que el sistema se derrumbara como consecuencia de sus crisis, sino que lo que temía era que su dinámica se anquilosara debido a un exceso de organización y burocratización. Tampoco creía en la superioridad de un futuro sistema socialista. El planteamiento temático de su análisis llega mucho más allá y se remonta a edades más lejanas en el tiempo que las que interesaron a Marx.
Weber destacó con gran agudeza las características del comportamiento económico capitalista, orientado hacia el intercambio y los precios de mercado, que consideraba un resultado de las luchas y las concesiones que se realizaban dentro de ese mismo mercado. Subrayó la «racionalidad formal contable» de la economía de este modelo, presente sobre todo en la estructura de la empresa capitalista, entre cuyas características daba especial importancia a la separación de la hacienda de los sujetos económicos, a la organización —sistemática, racional y pensada para la consecución de los objetivos— como asociación de dominación y a la orientación hacia la obtención de la rentabilidad a largo plazo. Dentro de esa organización sistemática, racional y pensada para la consecución de los objetivos de la empresa, incluía la división del trabajo y también la coordinación del mismo, la existencia de un trabajo formalmente libre, desempeñado por obreros que no poseen los medios de producción, y la subordinación de aquellos a la disciplina empresarial, esto es, a las órdenes que, en último término, los empresarios y los gerentes están legitimados a dar, dado que son los dueños del capital. Subrayó que la dirección efectiva de una empresa capitalista requiere, por una parte, mercados de dinero, créditos y capital, y, por otra, una mentalidad económica específica, que, a su juicio, no hay que confundir con un afán ilimitado de lucro, sino que se caracteriza más bien por una «atemperación racional» y una disposición a invertir y reinvertir, calculando a largo plazo, con el fin de conseguir el éxito de la empresa en el futuro. Weber consideraba que una fuente importante de este «espíritu del capitalismo» se hallaba en la ética calvinista-puritana que se estableció desde el siglo XVI (a diferencia de Werner Sombart, que consideraba que los judíos habían desempeñado un papel muy destacado en el nacimiento de esta mentalidad económica).
Weber subrayó, tanto desde el punto de vista teórico como desde el histórico, que el capitalismo así interpretado requiere una cierta realidad social diferenciada y, con ella, una relativa autonomía del subsistema «economía», especialmente frente a la política. Una autonomía que se traduzca en la libertad de contratos, de mercado laboral, de mercado de bienes y de creación de empresas. Por otro lado, mostró de forma convincente hasta qué punto el ascenso del capitalismo dependió durante siglos de los factores extraeconómicos, especialmente de la política y del Derecho, así como de los estados y de sus guerras y necesidades financieras. Y estaba seguro del extraordinario «significado cultural» del capitalismo, que impuso su dinámica y sus principios incluso en numerosas áreas no económicas de la vida. Sabía que el capitalismo plenamente desarrollado y con todas las características ya señaladas constituía un fenómeno de la Edad Moderna, así que decidió diferenciar el «capitalismo moderno» de otras formas más antiguas y menos evolucionadas («capitalismo inicial», «capitalismo orientado políticamente», «capitalismo de arriendo», «capitalismo de presa»). Weber estaba convencido de que si el capitalismo moderno había surgido únicamente en Occidente, era, en buena medida, porque solo en esta región se había adoptado una peculiar forma de estado. No era un admirador acrítico del capitalismo moderno. Es cierto que destacó su «racionalidad formal contable», pero también llamó la atención sobre el hecho de que el incremento de la eficiencia económica que perseguía permanentemente no siempre iba acompañado de un aumento duradero del bienestar en todos los sectores de la población. Antes al contrario, como resume Wolfgang Schluchter, en el capitalismo «no se satisface el afán en general, sino tan solo el afán adquisitivo». En ello Weber veía una «irracionalidad fundamental y, en último término, inevitable».[8]
También Weber ha recibido numerosas críticas. Su tesis de la relación entre la ética del protestantismo puritano y el espíritu del capitalismo se sigue poniendo en duda desde una perspectiva empírica y se ha relativizado con mucha frecuencia (lo mismo cabe decir de la importancia que Sombart atribuía al origen judío del espíritu capitalista, idea ya superada). Weber expresó prejuicios a la hora de juzgar la capacidad de las civilizaciones no occidentales —en concreto, de las sociedades islámicas— de desarrollar el capitalismo y se basó en un nivel de progreso de la investigación en la materia que, evidentemente, no es el mismo que el que tenemos un siglo después.[9] Sin embargo, sus análisis siguen siendo unos de los mejores que se han realizado acerca del capitalismo.
Joseph A. Schumpeter no solo utilizó el término «capitalismo» para sus propias investigaciones, sino que también logró influir de forma duradera en el debate científico acerca del capitalismo a través de su obra Capitalismo, socialismo y democracia (publicada por primera vez en 1942). La propiedad privada, el mecanismo del mercado y la economía de empresa forman parte, a su entender, de los elementos definitorios del «capitalismo». Concluyó que el «capitalismo es cualquier forma de economía de la propiedad privada en la que se llevan a cabo innovaciones a través del dinero prestado, lo que, en general ... requiere la creación de créditos». Al subrayar la concesión de créditos —y, con ella, la generación de deuda, así como la especulación— como característica central del capitalismo, Schumpeter aportó una contribución que hoy en día, tras el crecimiento desproporcionado del capitalismo financiero que se ha producido en los últimos decenios, nos suena extraordinariamente actual.
Schumpeter se centró en explicar la dinámica económica. Quería identificar el mecanismo que permite que la economía cambie por sí misma, y lo encontró en la innovación, esto es, en la combinación de elementos, recursos y posibilidades de una forma que permita el surgimiento de la novedad económica: nuevos métodos de producción y distribución, nuevas formas de organización dentro de las empresas o entre ellas, la exploración de nuevos mercados para el aprovisionamiento y la venta, la producción de bienes nuevos o muy mejorados, el despertar de nuevas necesidades... Schumpeter dejó claro que la introducción de lo nuevo acompañado de la necesidad supone el reemplazo, y a menudo también la destrucción, de lo antiguo. En este sentido —y acercándose conceptualmente a Sombart— habló de la «destrucción creativa» como núcleo del desarrollo capitalista.
Desde esta perspectiva, desarrolló su teoría del cambio coyuntural: a su juicio, las innovaciones representan impulsos para el crecimiento y crean oleadas de avance económico, en las que, tras los empresarios pioneros, participarán también muchos otros empresarios, llegados «en tropel», hasta que la oleada pierda su fuerza inicial, se frene y se acabe desmoronando. Más adelante, otro paquete de innovaciones permitirá que comience un nuevo ciclo. Todo ello explica el enorme interés de Schumpeter por la figura del empresario, al que considera portador del mecanismo de transformación que investiga.
Pero también de ahí surge la convicción del autor sobre la importancia del crédito, ya que el éxito de las innovaciones jamás puede estar completamente garantizado y, en cualquier caso, de existir, solo podrá cosecharse en el futuro. Como los beneficios de las innovaciones no se obtendrán (si es que alguna vez se obtienen) hasta un momento posterior —coincidiendo con la subida del ciclo—, los empresarios que deseen imponer dichas innovaciones requieren capital en préstamo, que aceptarán como deudores y devolverán, una vez realizado con éxito su proyecto, con los beneficios que obtengan en el futuro, más los intereses correspondientes. Schumpeter consideraba que esta «conexión [interna] entre crédito e imposición de lo nuevo» era una particularidad de la fuerza dinámica del capitalismo, así como la base sobre la que esta se apoyaba.[10]
Sabía que el capitalismo traía consigo una gran cantidad de bienestar material y libertad personal —en unas proporciones sin parangón en la historia de la humanidad— no solo para minorías muy reducidas, sino también para una amplia mayoría. Y explicaba esta enorme capacidad de la economía capitalista tanto desde el punto de vista psicológico como desde el sociológico: este modelo económico utiliza y crea continuamente estímulos poderosos —en concreto, la esperanza, a menudo ilusoria, de enriquecerse, y el miedo, muy justificado, de sufrir un cierto descenso en la escala social—, y vela por que las personas especialmente capaces, ambiciosas y activas sean contratadas para puestos de dirección de la economía y se mantengan en ellos. Sin embargo, Schumpeter también preveía el hundimiento del capitalismo: a medida que iba extendiéndose, el sistema mermaba sus condiciones sociales. El autor señaló este efecto en varias instituciones sociales, como la familia numerosa, que durante largo tiempo había sido una fuente de motivación y energía para el empresario capitalista, pero que cada vez se veía más perjudicada por el espíritu de racionalidad orientada hacia la consecución de objetivos y el individualismo que requería el sistema. El capitalismo fracasaría por las consecuencias indeseadas de su éxito.[11]
La obra de Schumpeter ha recibido críticas. En la segunda mitad del siglo XX, sus previsiones no se habían cumplido o solo lo habían hecho de forma puntual. Su concepto de innovación estaba demasiado centrado en ciertos individuos y en grandes acciones particulares y discontinuas. Su idea de las oleadas coyunturales de cincuenta o sesenta años (los ciclos Kondratieff) sigue siendo muy discutida. Su propuesta de definición del término «capitalismo» no ha encontrado eco en los principales círculos de los economistas, que cada vez incluyen menos la sociedad, la política y la cultura en el ámbito de sus competencias. Sin embargo, la obra de Schumpeter sigue viva, en afinidad o en contradicción con otras ideas, y resulta imprescindible para comprender la historia del capitalismo.
EXISTEN OTRAS VOCES que han contribuido a delimitar el concepto de capitalismo. En los años veinte y treinta del siglo pasado, John Maynard Keynes consideró que la esencia de este sistema se hallaba en su apelación a los «instintos de lucro y de amor al dinero que presentan los individuos, como principal fuerza motriz de la máquina económica». A su juicio, el estado de ánimo, los sentimientos y las casualidades —y no solo la racionalidad orientada hacia los objetivos y el cálculo, que tanto había subrayado Max Weber— desempeñaban un importante papel en el capitalismo. Veía en este sistema la acción de «impulsos animales» (animal spirits), que no solo contemplaba con cierta distancia y extrañeza, sino que reconocía también como destacadas fuerzas motrices de la economía capitalista, que, en su opinión, se desarrollaba bajo la presión de una inseguridad incalculable y necesitaba de semejantes propulsores. Este agudo y relevante economista —el que mejor conocía la realidad de los negocios de su tiempo— observó la presencia de lagunas en la racionalidad orientada hacia los fines del capitalismo, que solo podían resolverse recurriendo a las emociones. La crítica que ha venido haciéndose al capitalismo financiero desde su última gran crisis, en 2008, retoma precisamente esta idea.[12]
En su obra The Great Transformation, publicada por primera vez en 1944, Karl Polanyi apenas utilizó el término «capitalismo», aunque, partiendo especialmente de ejemplos de la Inglaterra del siglo XIX, estudiaba la aparición de una economía de mercado surgida de su «enraizamiento» en lo político y lo social, con tendencia a la autorregulación y cuya dinámica se oponía claramente a la necesidad de integración de la sociedad. Polanyi concebía el mercado, un subsistema independiente y diferenciado, como un «mecanismo diabólico» (hablaba de las satanic mills) que obligaba a un cambio constante, desgarraba el tejido social e impediría el nacimiento de un orden social seguro y con una identidad estable en tanto en cuanto no se consiguiera, por ejemplo a través de la legislación y la administración, crear nuevas formas de «enraizamiento» de los mercados y limitar así su dinámica. La obra de este autor, que se apoya en unas bases empíricas poco sólidas y no se ajusta al avance que habían experimentado en su momento los estudios sobre la historia de la economía, ignora esencialmente la evolución social previa a la industrialización, que estuvo mucho más marcada por los mercados y era mucho menos idílica de lo que suponía Polanyi, quien, por otra parte, exagera el desarrollo de las fuerzas del mercado en su estudio del siglo XIX y de los primeros años del XX. Con todo, el libro es una importante fuente de inspiración desde el punto de vista conceptual y ha ejercido una gran influencia en el análisis crítico del capitalismo que han llevado a cabo las ciencias sociales en los últimos años.[13]
La mayoría de los autores reconoce que el mercado es un elemento necesario, aunque no suficiente, para que exista el «capitalismo». La comparación entre este sistema y la economía planificada de los estados socialistas, tan frecuente en los decenios de la guerra fría, subrayó aún más la importancia del mercado como componente fundamental del capitalismo. Sin embargo, el historiador Fernand Braudel no estaba de acuerdo con esta idea. En su obra en tres volúmenes Civilización material, economía y capitalismo, siglos XV-XVIII, publicada en 1979, describió pormenorizadamente el nacimiento del capitalismo, que diferenció con claridad del concepto de «economía de mercado». En este último incluía los mercados locales, los negocios de los mercaderes y de la mayoría de comerciantes, así como las ferias y las bolsas. En cambio, trató de reservar el término «capitalismo» para los negocios de una estrecha y exclusiva «superestructura» de capitalistas acaudalados y poderosos, que, según las circunstancias, podían ser mercaderes de éxito dedicados al comercio con regiones remotas, navieros, aseguradores, banqueros, empresarios en general o también terratenientes, y que, en la mayoría de los casos, se dedicaban a más de una actividad. En ese capitalismo «de las capas más altas» así entendido, la competencia no desempeñó un papel destacado, ya que, por lo general, la monopolización de las oportunidades de mercado iba estrechamente unida a quienes ejercían el poder político.
Así, y con toda la razón, Braudel llamaba la atención sobre el hecho de que durante largos períodos fue más habitual la mezcla de poder mercantil y de poder político que la separación nítida entre ambos. Por otra parte, apuntó eficazmente hacia esa impresión generalizada de que en el seno del capitalismo surgen con facilidad tendencias hacia el oligopolio y el monopolio que son contrarias a la competencia —principio básico de la economía de mercado— y que pueden dejarla parcialmente sin efecto. Sin embargo, la oposición definitoria capitalismo-economía de mercado que plantea Braudel conduce a la confusión. El capitalismo que fue surgiendo a principios de la Edad Moderna en esa especie de «planta superior» estaba marcado por una importante competencia, por las ganancias y las pérdidas, por los ascensos y los descensos, por las oportunidades y los riesgos. Hundía sus raíces en la economía de mercado y en la mayoría de los casos no la excluía, sino que contribuía a su generalización. En esencia, así ha sido hasta nuestros días.[14]
Entre quienes han aplaudido el concepto de capitalismo de Braudel y las amplias reflexiones del autor sobre la historia de este sistema económico en regiones no europeas, cabe destacar a Immanuel Wallerstein y Giovanni Arrighi, que han dado un importante impulso a la cuestión de las dimensiones transnacionales —y, en última instancia, globales— del capitalismo. Ya el Manifiesto comunista había previsto la expansión internacional del capitalismo. Especialmente los teóricos socialistas del imperialismo, como Rosa Luxemburgo, Lenin o Rudolf Hilferding, abordaron muy pronto los efectos transfronterizos y las conexiones de este modelo económico, sobre todo en relación con sus estímulos para la expansión imperialista, la dependencia surgida entre las periferias explotadas y las metrópolis imperiales y dominantes, y la relación entre capitalismo y conflictos internacionales. En el tercer cuarto del siglo XX esta tradición de pensamiento se siguió desarrollando a través de las diferentes teorías de la dependencia y, sobre todo, del enfoque sistema-mundo de Wallerstein. Finalmente, Arrighi impulsó la globalización de la investigación acerca del capitalismo. Para ello, desplazó espacialmente el foco de atención de la economía mundial y las regiones capitalistas líderes desde el norte de Italia, a finales de la Edad Media, hacia los Países Bajos, a principios de la Edad Moderna, e Inglaterra, a partir del siglo XVIII, para llegar a Estados Unidos, ya en el siglo XX y, tal vez, a China en el futuro.[15] Gracias a la apertura de los estudios históricos a los acontecimientos mundiales que ha tenido lugar en los dos últimos decenios, el capitalismo se ha ido concibiendo cada vez más como un fenómeno global[16] y ahora se presta más atención a la cuestión de la extensión espacial de la expansión capitalista y las conexiones transregionales. Aparecen nuevas preguntas en el orden del día o se reformulan interrogantes antiguos, como los relacionados con el lugar que ocupa Occidente en la historia del capitalismo. Las definiciones de este sistema económico, que en su mayoría adoptan una perspectiva europeo-norteamericana, podrían cambiar a largo plazo. Pero una cosa es segura: por mucho que el concepto y las teorías del capitalismo sean, por su origen, producto de la experiencia y las investigaciones occidentales, lo cierto es que su validez y su valor analítico no se limitan a Occidente. Antes al contrario: invitan a estudiar los fenómenos ocurridos más allá de las fronteras a lo largo de la historia mundial.
Pues bien, a partir de esta historia conceptual y teórica, y tras examinar las propuestas de definición más recientes,[17] las explicaciones que se expondrán a continuación se basarán en la siguiente idea del «capitalismo»:[18]
En primer lugar, el capitalismo se fundamenta en los derechos de propiedad individuales y en decisiones descentralizadas; decisiones estas que determinan una serie de resultados, ya sea en forma de ganancias o de pérdidas, que cabe atribuir a los individuos, entendiendo como tales no solo a personas concretas, sino también a los grupos, empresas o agrupaciones de empresas.
En segundo lugar, en el capitalismo se produce una coordinación de los diferentes actores económicos, especialmente en lo relativo a mercados y precios —a través de la competencia y la colaboración— y en lo relativo a la demanda y la oferta —a través de la compra y de la venta de mercancías—. La «transformación en mercancía», la comercialización de recursos, productos, funciones y oportunidades, resulta crucial, y para que exista es necesario que haya una división del trabajo y una economía monetaria.
En tercer lugar, el capital es básico para este tipo de economía. Ello implica la inversión y la reinversión de ahorros y beneficios en el presente con vistas a obtener ventajas en el futuro. Aquí se incluirían la concesión y la obtención de créditos, la aceptación del lucro como valor de referencia y la acumulación con perspectivas de cambio, crecimiento y expansión dinámica. También el contacto permanente con la inseguridad y el riesgo, así como el control de la rentabilidad a medida que pasa el tiempo.
He optado por no añadir la existencia de un proyecto empresarial/de una empresa como característica definitoria del capitalismo, para no excluir de entrada una serie de variantes tempranas y poco formales de este sistema. Sin embargo, es evidente la tendencia hacia el desarrollo de las empresas como unidades capitalistas de toma de decisiones, acción y responsabilidad. Cuando estas unidades aparecen, su pretensión de imponerse reposa en una serie de derechos «privados» (esto es, no estatales, no municipales, no colectivos) de propiedad y disposición. Son autónomas frente al estado y al resto de instituciones sociales, pero también frente a los hogares de los actores económicos. En su interior, se estructuran fundamentalmente de forma jerárquica. La empresa es el espacio en el que interactúan el capital y el trabajo, esto es, el empresario legitimado desde una perspectiva capitalista y que emplea a la mano de obra, por una parte, y los trabajadores dependientes, esto es, los obreros y empleados que no poseen ni capital ni medios de producción, por otra. Generalmente, los obreros reciben un salario establecido por contrato, es decir, sin que existan más vinculaciones jurídicas, así que, en este sentido, son libres. Las relaciones entre capital y trabajo, entre empleadores y empleados, es, por un lado, una relación de intercambio de acuerdo con los principios del mercado y, por otro, una relación de dominación asimétrica, con toda una variedad de requisitos y consecuencias sociales asociados.
La definición que hemos escogido nos permite estudiar una serie de fenómenos capitalistas que, sin embargo, solo se dieron de forma minoritaria y dentro de entornos no capitalistas.
Para hablar de una «economía capitalista» o de un «sistema capitalista», los principios capitalistas deben tener un cierto predominio, y no solo como mecanismo de regulación dentro de la economía (que también), sino, además, como elementos que tienden a ir más allá de la propia economía para adentrarse en otras áreas de la sociedad y marcarlas en mayor o menor medida: lo cierto es que históricamente lo normal ha sido que el capitalismo haya acabado arraigando en contextos no capitalistas. El carácter sistémico y expansivo del capitalismo más allá del área económica se ha evidenciado en muy diferentes grados y formas. Este modelo puede darse en distintas sociedades, culturas y formas de estado y atravesar fronteras para adentrarse en entornos que han ido variando a lo largo de la historia y que se han dejado influir tanto en lo social como en lo político.
Una definición de trabajo como esta perfila la noción de «capitalismo» como un tipo ideal, un modelo que se utiliza aun cuando se sepa que la realidad histórica nunca coincidió con él, sino que, antes al contrario, lo tradujo en formas distintas y cambiantes y en medidas diferentes y también cambiantes. Así pues, con esta definición es posible aplicar el concepto a épocas muy lejanas en el tiempo, en las que el término aún no se utilizaba, sabiendo, desde luego, que en ellas el fenómeno se daba en forma de modestos inicios, a través de indicios poco marcados o en pequeños islotes capitalistas situados en medio de un mar de circunstancias no capitalistas. Entendido el concepto como un tipo ideal, podríamos aplicarlo también para explorar realidades con una estructura capitalista menguante, que tal vez se darán en el futuro.
El análisis que se expone a continuación no puede cubrir todos los países y regiones en los que se ha dado el capitalismo, sino que más bien lo aborda como un fenómeno mundial, cuyos principales pasos, variaciones, impulsos, problemas y consecuencias se presentarán de forma sucesiva, a través de distintos ejemplos nacionales y regionales. Para ello, he escogido las principales regiones que determinan cada fase y cada variante. Con el fin de ilustrar los primeros siglos del capitalismo comercial he elegido China, Arabia y ciertas zonas de Europa. En la fase de la irrupción del «capitalismo moderno» en el sentido de Weber —aproximadamente entre 1500 y 1800—, Europa occidental se mantuvo en el centro del fenómeno, aunque con una serie de conexiones globales. En los siglos XIX y XX el capitalismo industrial y, por último, el ascenso del capitalismo financiero reclamarán nuestra atención, fundamentalmente a través de ejemplos de casos europeos, norteamericanos y también japoneses. La apresurada globalización del capitalismo que se produjo en la segunda mitad del siglo XX y a principios del siglo XXI nos obliga a extender nuestra mirada más allá de Occidente para conocer las experiencias del Extremo Oriente. En general, la evolución en Europa y en Norteamérica ocupará la mayor parte de este estudio, lo que se justifica por el propio objeto del análisis: durante largos períodos de su historia, el capitalismo fue un fenómeno occidental, aunque, de no contar con sus conexiones globales, nunca habría podido desarrollarse o, al menos, lo habría hecho de un modo completamente diferente. Pero, sin duda alguna, también mis preferencias tienen su importancia en tal elección, ya que me siento más familiarizado con la historia de Europa que con la de cualquier otra región del mundo. Queda para un estudio más detallado la inclusión más exacta y amplia de otros elementos en el análisis.