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La mirada

Están delante de mí, abriendo los ojos enormemente, y yo me veo de golpe en esa mirada de espanto: en su pavor.

Desde hacía dos años, yo vivía sin rostro. No hay espejos en Buchenwald. Veía mi cuerpo, su delgadez creciente, una vez por semana, en las duchas. Ningún rostro, sobre ese cuerpo irrisorio. Con la mano, a veces, reseguía el perfil de las cejas, los pómulos prominentes, las mejillas hundidas. Podría haber conseguido un espejo, sin duda. Se encontraba de todo en el mercado negro del campo a cambio de pan, de tabaco, de margarina. Ocasionalmente, incluso ternura.

Pero no me preocupaban estos detalles.

Contemplaba mi cuerpo, cada vez más borroso, bajo la ducha semanal. Enflaquecido pero vivo: la sangre todavía circulaba, no había nada que temer. Sería suficiente, ese cuerpo menguado pero disponible, apto para una supervivencia soñada, aunque poco probable.

La mejor prueba de ello, por lo demás: aquí estoy.

Me observan, la mirada descompuesta, llena de espanto.

Mi pelo cortado al rape no puede ser motivo, ni causa de ello. Los jóvenes reclutas, los campesinos humildes, mucha más gente lleva inocentemente el pelo cortado al rape. Trivial en cuanto estilo. A nadie le asombra un corte de pelo al cero. No tiene nada de espantoso. ¿Mi atuendo entonces? Sin duda resulta de lo más intrigante: unos trapos estrafalarios. Pero calzo unas botas rusas, de cuero flexible. Llevo una metralleta alemana cruzada al pecho, signo evidente de autoridad en los tiempos que corren. Y la autoridad no asusta, más bien tranquiliza. ¿Mi delgadez? Deben de haber visto cosas peores antes. Si van siguiendo a los ejércitos aliados que, esta primavera, se adentran en Alemania ya habrán visto cosas peores. Otros campos, otros cadáveres vivientes.

Pueden sorprender, intrigar, estos detalles: mi cabeza rapada, mis harapos estrafalarios. Pero no están sorprendidos, ni intrigados. Es espanto lo que leo en sus ojos.

No queda más que mi mirada, eso concluyo, que pueda intrigarles hasta ese punto. Es el horror de mi mirada lo que revela la suya, horrorizada. Si, en definitiva, mis ojos son un espejo, debo de tener una mirada de loco, de desolación.

Se han apeado del coche al instante, hace un instante. Han dado unos pasos al sol, estirando las piernas. Me han descubierto entonces, han avanzado hacia mí.

Tres oficiales, con el uniforme británico.

Un cuarto militar, el chófer, se ha quedado junto al automóvil, un enorme Mercedes gris que todavía lleva matrícula alemana.

Han avanzado hacia mí.

Dos de unos treinta años, rubios, más bien rosados. El tercero, más joven, moreno, luce un escudo con la cruz de Lorena y la palabra «Francia» inscrita en él.

Recuerdo los últimos soldados franceses que vi, en junio de 1940. Del ejército regular, se entiende. Pues irregulares, francotiradores, también seguí viendo desde entonces: a muchos. En fin, relativamente a muchos, los suficientes para conservar algún recuerdo.

En el «Tabou» por ejemplo, en el maquis de Borgoña, entre Laignes y Larrey.

Pero a los últimos soldados regulares del ejército francés los vi en junio de 1940, por las calles de Redon. Daba pena verlos, replegándose en desorden, en la desgracia, en la vergüenza, grises de polvo y de derrota, deshechos. El soldado que veo ahora, cinco años después, bajo un sol de primavera, no tiene aspecto de derrota. Luce una Francia sobre su corazón, en el bolsillo izquierdo de su guerrera militar. Triunfal, alegremente al menos.

Debe de tener mi edad, algunos años más. Podría simpatizar con él.

Me mira, despavorido de espanto.

—¿Qué pasa? —digo, irritado, sin duda cortante—. ¿Es el silencio del bosque lo que tanto os extraña?

Gira la cabeza hacia los árboles, alrededor. Los otros también. Aguzan el oído. No, no es el silencio. Nada les había llamado la atención, no habían oído el silencio. Quien les llena de espanto soy yo, eso es todo, manifiestamente.

—Se acabaron los pájaros —digo, siguiendo mi idea—. El humo del crematorio los ha ahuyentado, eso dicen. Nunca hay pájaros en este bosque…

Escuchan, atentos, tratando de comprender.

—¡El olor de carne quemada, eso es!

Se sobresaltan, se miran unos a otros. Con un malestar casi palpable. Una especie de hipido, de náusea.

«Extraño olor», escribió Léon Blum.

Deportado en abril de 1943, con Georges Mandel, Blum vivió dos años en Buchenwald. Pero estaba encerrado fuera del recinto del campo propiamente dicho: más allá de la alambrada electrificada de púas, en un chalet del barrio de los oficiales S.S. Jamás salía de allí, ni entraba nadie en aquel recinto, salvo los soldados de guardia. Dos o tres veces le llevaron al dentista. Pero dentro de un coche, de noche, por carreteras desiertas a través del bosque de hayas. Los S.S., escribió en sus memorias, circulaban sin cesar con la metralleta cruzada en el pecho y los perros atados con correas por el estrecho camino de ronda habilitado entre la alambrada de púas y la casa. «Como sombras impasibles y mudas», escribió Léon Blum.

El rigor de este enclaustramiento explica su ignorancia. Léon Blum no sabía siquiera dónde estaba, a qué región de Alemania había sido deportado. Vivió durante dos años en un chalet del barrio de los acuartelamientos S.S. de Buchenwald ignorándolo todo de la existencia del campo de concentración, tan cercano sin embargo.

«El primer indicio que descubrimos», escribió tras su regreso «es el extraño olor que nos llegaba a menudo, al caer la tarde, a través de las ventanas abiertas, y que nos obsesionaba toda la noche cuando el viento seguía soplando en la misma dirección: era el olor de los hornos crematorios.»

Cabe imaginar a Léon Blum en aquellas tardes. Tardes de primavera, probablemente: ventanas abiertas a la dulzura de la primavera recuperada, a los efluvios de la naturaleza. Momentos de nostalgia, de añoranza, en la lacerante incertidumbre de su renacer. Y de repente, traído por el viento, el extraño olor. Dulzón, insinuante, con tufos acres, propiamente nauseabundos. El olor insólito, que era el del horno crematorio.

Extraño olor, en verdad obsesivo.

Bastaría con cerrar los ojos, aún hoy. Bastaría no con un esfuerzo, sino todo lo contrario, bastaría con una distracción de la memoria, atiborrada de futilidades, de dichas insignificantes, para que reapareciera. Bastaría con distraerse de la opacidad irisada de las cosas de la vida. Un breve momento bastaría, en cualquier momento. Distraerse de uno mismo, de la existencia que habita en uno, que se apodera de uno de forma obstinada y también obtusa: oscuro deseo de seguir existiendo, de perseverar en esa obstinación, cualquiera que sea su razón, su sinrazón. Bastaría con un instante de auténtica distracción del propio ser, del prójimo del mundo: instante de no-deseo, de quietud de más acá de la vida, en el que podría aflorar la verdad de ese acontecimiento antiguo, originario, donde flotaría el extraño olor sobre la colina del Ettersberg, patria extranjera a la que siempre acabo volviendo.

Bastaría con un instante, cualquiera, al azar, de improviso, por sorpresa, a botepronto. O bien, todo lo contrario, con una decisión largamente madurada.

El extraño olor surgiría en el acto en la realidad de la memoria. Renacería en él, moriría por revivir en él. Me abriría, permeable, al olor a limo de ese estuario de muerte, mareante.

Aunque más bien sentía ganas de reír, antes de que aparecieran esos tres oficiales. De brincar al sol y chillar como un animal —¿a grito pelado? ¿cómo es a grito pelado?— corriendo de un árbol a otro por el bosque de hayas.

Y es que me sentaba bien, en definitiva, estar vivo.

La víspera, hacia mediodía, había sonado una sirena de alarma. «Feindalarm, Feindalarm!», gritaba una voz ronca, llena de pánico, por el circuito de altavoces. Hacía días que esperábamos esta señal, desde que la vida del campo se había paralizado, a medida que se acercaban las vanguardias blindadas del general Patton.

Se acabaron las partidas, al alba, hacia los kommandos exteriores. La última vez que pasaron lista de los deportados fue el 3 de abril. Se acabaron los trabajos, excepto en los servicios internos de mantenimiento. Una espera soterrada reinaba en Buchenwald. El mando S.S. había reforzado la vigilancia y doblado los guardias de los miradores. Las patrullas eran cada vez más frecuentes en el camino de ronda, más allá del recinto de la alambrada electrificada.

Así pasó una semana, esperando. El ruido de la batalla se acercaba.

En Berlín se tomó la decisión de evacuar el campo, pero la orden sólo se ejecutó en parte. El comité internacional clandestino organizó enseguida una resistencia pasiva. Los deportados no se presentaron cuando los mandos pasaron lista para reagruparlos para la partida. Entonces soltaron destacamentos de S.S. por las profundidades del campo, armados hasta los dientes pero asustados por la inmensidad de Buchenwald. Y por la masa decidida e inasible de decenas de miles de hombres todavía válidos. Los S.S. a veces disparaban ráfagas a ciegas, tratando de obligar a los deportados a reunirse en la plaza donde pasaban lista.

¿Pero cómo aterrorizar a una multitud determinada por la desesperación, que está más allá del umbral de la muerte?

De los cincuenta mil detenidos de Buchenwald, los S.S. apenas consiguieron evacuar a la mitad: a los más débiles, a los más viejos, a los menos organizados. O a aquellos que, como los polacos, habían preferido colectivamente la aventura por las carreteras de la evacuación a la espera de una batalla indecisa. De una matanza probable de última hora. Se sabía que habían llegado a Buchenwald equipos de S.S. amados de lanzallamas.

No voy a contar nuestras vidas, no tengo tiempo. Por lo menos, no el de entrar en los pormenores, que constituyen la sal del relato. Pues los tres oficiales con uniforme británico están ahí, plantados delante de mí, con los ojos desorbitados.

No sé qué estarán esperando, pero lo hacen a pie firme.

El 11 de abril, la víspera por decirlo en dos palabras, poco antes de mediodía, había sonado la sirena de alarma, emitiendo breves mugidos, repetidos de forma lancinante.

Feindalarm, Feindalarm!

El enemigo estaba en las puertas: la libertad.

Los grupos de combate se congregaron entonces en los puntos fijados de antemano. A las tres de la tarde, el comité militar clandestino dio la orden de pasar a la acción. De golpe aparecieron compañeros con los brazos cargados de armas. Fusiles automáticos, metralletas, algunas granadas de mango, parabellums, bazukas, puesto que no hay otra palabra española para esta arma anticarro. Panzerfaust,en alemán. Armas robadas en los cuarteles de los S.S., en particular durante el desorden provocado por el bombardeo aéreo de agosto de 1944. O abandonadas por los centinelas en los trenes en los que transportaron a los supervivientes de Auschwitz, en pleno invierno. O bien sacadas por piezas de la fábrica Gustloff, montadas después en los talleres clandestinos del campo.

Armas pacientemente acumuladas en el decurso de los largos años para este día improbable: hoy.

El grupo de choque de los españoles estaba concentrado en un ala de la planta baja del bloque 40, el mío. En la calle, entre este bloque y el 34 de los franceses, apareció Palazón, seguido por los que llevaban las armas, a paso ligero.

—¡Grupos, a formar! —aullaba Palazón, el responsable militar de los españoles.

Habíamos saltado por las ventanas abiertas, aullando también.

Cada cual sabía qué arma le estaba reservada, qué camino tenía que coger, qué objetivo alcanzar. Desarmados, mezclados entre la multitud azorada, ansiosa, desorientada, de los domingos por la tarde, ya habíamos ensayado estos gestos, recorrido este itinerario: el impulso se había vuelto reflejo.

A las tres y media, la torre de control y las de vigilancia habían sido ocupadas. El comunista alemán Hans Eiden, uno de los decanos de Buchenwald, podía dirigirse a los detenidos por medio de los altavoces del campo.

Más tarde, nos lanzamos sobre Weimar, armados. Noche cerrada, los blindados de Patton nos alcanzaban por la carretera. Sus tripulantes descubrían, pasmados en un primer momento, regocijados tras nuestras explicaciones, esas bandas armadas, esos extraños soldados harapientos. En la colina del Ettersberg se intercambiaban palabras de agradecimiento en todas las lenguas de la vieja Europa.

Ninguno de nosotros, jamás se habría atrevido a soñar algo así. Ninguno había estado lo suficientemente vivo como para soñar incluso, para arriesgarse a imaginar un porvenir. Bajo la nieve, en formaciones de pasar lista, en rigurosa fila, a miles, para presenciar la ejecución en la horca de un compañero ninguno de nosotros se habría atrevido a soñar algo así hasta el final: una noche, armados, lanzados sobre Weimar.

Sobrevivir, sencillamente, incluso despojado, mermado, deshecho, ya habría constituido un sueño un poco disparatado.

Nadie se habría atrevido a soñar eso, es verdad. No obstante, de repente era como un sueño: era verdad.

Yo reía, me daba risa estar vivo.

La primavera, el sol, los compañeros, el paquete de Camel que me había dado aquella noche un joven soldado americano de Nuevo México que hablaba un castellano cantarín, todo eso me daba más que nada risa.

Tal vez no habría debido. Tal vez sea una indecencia reír, con la pinta que llevo. Viendo la mirada de los oficiales con uniforme británico, no debo de tener aspecto de poder reír.

Tampoco de hacer reír, aparentemente.

Están a unos pasos de mí, silenciosos. Evitan mirarme. Hay uno que tiene la boca seca se le nota. El segundo tiene un tic nervioso en el párpado. En cuanto al francés, está buscando algo en el bolsillo de su guerrera militar, cosa que le permite desviar la mirada.

Río otra vez, qué importa que esté fuera de lugar.

—El crematorio se cerró ayer —les digo—. Nunca más habrá humo en el paisaje. ¡Tal vez vuelvan los pájaros!

Tuercen el gesto, vagamente asqueados.

Pero no pueden comprender de verdad. Habrán captado el sentido de las palabras probablemente. Humo: todo el mundo sabe lo que es, cree saberlo. En todas las memorias de los hombres hay chimeneas que humean. Rurales ocasionalmente, domésticas: humos de los dioses lares.

Pero de este humo de aquí, no obstante, nada saben. Y nunca sabrán nada de verdad. Ni supieron éstos, aquel día. Ni todos los demás, desde entonces. Nunca sabrán, no pueden imaginarlo, por muy buenas intenciones que tengan.

Humo siempre presente, en penachos o en volutas, sobre la chimenea achaparrada del crematorio de Buchenwald, en las inmediaciones del barracón administrativo del servicio de trabajo, el Arbeitsstatistik donde yo había trabajado aquel último año.

Me bastaba con ladear un poco la cabeza, sin abandonar mi puesto de trabajo en el fichero central, con mirar por una de las ventanas que daban al bosque. El crematorio estaba ahí, macizo, rodeado de una empalizada alta, rematado por una corona de humo.

O de llamas, por la noche.

Cuando las escuadrillas aliadas avanzaban hacia el corazón de Alemania, para efectuar bombardeos nocturnos, el mando S.S. exigía que se apagara el horno crematorio. Las llamas, en efecto, que sobresalían por la chimenea, constituían un punto de referencia ideal para los pilotos angloamericanos.

«Krematorium, ausmachen!», gritaba entonces una voz breve, vehemente, por el circuito de altavoces.

«¡Crematorio, apaguen!»

Dormíamos, la voz sorda del oficial S.S. de servicio en la torre de control nos despertaba. O mejor dicho: primero formaba parte de nuestro sueño, resonaba en nuestros sueños, antes de despertarnos. En Buchenwald, durante las cortas noches en las que nuestros cuerpos y nuestras almas se empeñaban en revivir —oscuramente, con una esperanza tenaz y carnal que la razón desmentía en cuanto había amanecido—, esas dos palabras, Krematorium, ausmachen!, que estallaban prolongadamente en nuestros sueños, llenándolos de ecos, nos devolvían en el acto a la realidad de la muerte. Nos arrancaban del sueño de la vida.

Más adelante, cuando regresamos de esta ausencia, al oírlas —no forzosamente en un sueño nocturno: una ensoñación en pleno día, un momento de desazón, incluso en medio de una conversación amistosa, lo mismo valdrían para el caso—, más adelante, esas dos palabras alemanas —son siempre esas dos palabras, sólo ellas, Krematorium, ausmachen!, las que se han oído— nos remitirían igualmente a la realidad.

Así, en el sobresalto del despertar, o del regreso al propio ser, a veces llegábamos a sospechar que la vida sólo había sido un sueño, ocasionalmente placentero, desde el regreso de Buchenwald. Un sueño del que esas dos palabras nos despertaban de golpe, sumiéndonos en una angustia extraña por su serenidad. Pues no era la realidad de la muerte, repentinamente recordada, lo que resultaba angustiante. Era el sueño de la vida, incluso apacible, incluso lleno de pequeñas alegrías. Era el hecho de estar vivo, aun en sueños, lo que era angustiante.

«Irse por la chimenea, deshacerse en humo» eran giros habituales en la jerigonza de Buchenwald. En la jerga de todos los campos, no son testimonios lo que falta. Se empleaban de todas las maneras, en todos los tonos, incluido el del sarcasmo. Especialmente éste, sobre todo entre nosotros, por lo menos. Los S.S. y los capataces civiles, los Meister, los empleaban siempre en tono de amenaza o de predicción funesta.

No podían comprenderlo, realmente no podían esos tres oficiales. Habría que contarles lo del humo: denso a veces, negro como el hollín en el cielo variable. O bien ligero y gris, casi vaporoso flotando al albur de los vientos sobre los vivos arracimados, como un presagio, una despedida.

Humo para una mortaja tan extensa como el cielo, último rastro del paso, cuerpos y almas de los compañeros.

Se necesitarían horas, temporadas enteras, la eternidad del relato para poder dar cuenta de una forma aproximada.

Habrá supervivientes, por supuesto. Yo, por ejemplo. Aquí estoy como superviviente de turno, oportunamente aparecido ante esos tres oficiales de una misión aliada para contarles lo del humo del crematorio, el olor a carne quemada sobre el Ettersberg, las listas interminables bajo la nieve, los trabajos mortíferos, el agotamiento de la vida, la esperanza inagotable, el salvajismo del animal humano, la grandeza del hombre, la desnudez fraterna y devastada de la mirada de los compañeros.

¿Pero se puede contar? ¿Podrá contarse alguna vez?

La duda me asalta desde este primer momento.

Estamos a 12 de abril de 1945, el día siguiente de la liberación de Buchenwald. La historia está fresca, en definitiva. No hace ninguna falta un esfuerzo particular de memoria. Tampoco hace ninguna falta una documentación digna de crédito, comprobada. Todavía está en presente la muerte. Está ocurriendo ante nuestros ojos, basta con mirar. Siguen muriendo a centenares, los hambrientos del Campo Pequeño, los judíos supervivientes de Auschwitz.

No hay más que dejarse llevar. La realidad está ahí, disponible. La palabra también.

No obstante, una duda me asalta sobre la posibilidad de contar. No porque la experiencia vivida sea indecible. Ha sido invivible, algo del todo diferente, como se comprende sin dificultad. Algo que no atañe a la forma de un relato posible, sino a su sustancia. No a su articulación, sino a su densidad. Sólo alcanzarán esta sustancia, esta densidad transparente, aquellos que sepan convertir su testimonio en un objeto artístico, en un espacio de creación. O de recreación. Unicamente el artificio de un relato dominado conseguirá transmitir parcialmente la verdad del testimonio. Cosa que no tiene nada de excepcional: sucede lo mismo con todas las grandes experiencias históricas.

Siempre puede expresarse todo, en suma. Lo inefable de que tanto se habla no es más que una coartada. O una señal de pereza. Siempre puede decirse todo, el lenguaje lo contiene todo. Se puede expresar el amor más insensato, la más terrible crueldad. Se puede nombrar el mal, su sabor, de adormidera, sus dichas deletéreas. Se puede expresar a Dios, lo que no es poco. Se puede expresar la rosa y el rocío, el lapso de la mañana. Se puede expresar la ternura, el océano tutelar de la bondad. Se puede expresar el porvenir, los poetas se aventuran en él con los ojos cerrados, el labio fértil.

Puede decirse todo de esta experiencia. Basta con pensarlo. Y con ponerse a ello. Con disponer del tiempo, sin duda, y del valor, de un relato ilimitado, probablemente interminable, iluminado —acotado también, por supuesto— por esta posibilidad de proseguir hasta el infinito. Corriendo el riesgo de caer en la repetición más machacona. Corriendo el riesgo de no salir victorioso del empeño, de prolongar la muerte, llegado el caso, de hacerla revivir incesantemente en los pliegues y recovecos del relato, de ser tan sólo el lenguaje de esta muerte, de vivir a sus expensas, mortalmente.

¿Pero puede oírse todo, imaginarse todo? ¿Podrá hacerse alguna vez? ¿Tendrán la paciencia, la pasión, la compasión, el rigor necesarios? La duda me asalta desde este primer momento, este primer encuentro con unos hombres de antes, de fuera —procedentes de la vida—, viendo la mirada espantada, casi hostil, desconfiada al menos, de los tres oficiales.

Permanecen silenciosos, evitan mirarme.

Me he visto en su mirada horrorizada por primera vez desde hace dos años. Me han estropeado esta primera mañana los tres tipos estos. Estaba convencido de haberlo superado con vida. De vuelta a la vida, cuando menos. No es tan evidente. Tratando de adivinar mi mirada en el espejo de la suya, no parece que me encuentre más allá de tanta muerte.

He tenido una idea, de golpe —si se puede llamar idea a esta bocanada de calor, tónica, a este aflujo de sangre, a este orgullo de un conocimiento del cuerpo, pertinente—, la sensación, en cualquier caso repentina muy fuerte, no de haberme librado de la muerte, sino de haberla atravesado. De haber sido, mejor dicho, atravesado por ella. De haberla vivido, en cierto modo. De haber regresado de la muerte como quien regresa de un viaje que le ha transformado: transfigurado tal vez.

He comprendido de repente que tenían razón esos militares para asustarse, para evitar mi mirada. Pues no había realmente sobrevivido a la muerte, no la había evitado. No me había librado de ella. La había recorrido, más bien, de una punta a otra. Había recorrido sus caminos, me había perdido en ellos y me había vuelto a encontrar, comarca inmensa donde chorrea la ausencia. Yo era un aparecido, en suma.

Siempre asustan los aparecidos.

De repente, me había intrigado, incluso estimulado, que la muerte ya no estuviera en el horizonte, por delante, como el final imprevisible del destino, aspirándome hacia su indescriptible certidumbre. Que perteneciera ya a mi pasado, desgastada y raída, vivida y apurada hasta las heces, su hálito cada día más débil, más alejado de mí, en mi nuca.

Resultaba estimulante imaginar que el hecho de envejecer, de ahora en adelante, a partir de ese día fabuloso de abril, no iba a acercarme a la muerte, sino por el contrario a alejarme de ella.

Tal vez no me había limitado a sobrevivir tontamente a la muerte, sino que había resucitado de ella: tal vez fuera inmortal desde ese momento. Con una prórroga ilimitada, por lo menos, como si hubiera nadado en la laguna Estigia hasta alcanzar la otra orilla.

Esa sensación no se desvaneció en los ritos y las rutinas del regreso a la vida, durante el verano de ese regreso. No sólo estaba seguro de estar vivo, estaba convencido de ser inmortal. Fuera de alcance, en cualquier caso. Todo me había ocurrido, ya nada podía sucederme. Nada sino la vida, para devorarla con avidez. Con esa misma seguridad atravesé, más adelante, diez años de clandestinidad en España.

Todas las mañanas, en aquella época, antes de sumergirme en la aventura cotidiana de las reuniones, de las citas establecidas a veces con semanas de antelación, de las que la policía franquista podía haberse enterado por alguna imprudencia o chivatazo, me preparaba para una detención posible. Para una tortura segura. Todas las mañanas, sin embargo, me encogía de hombros, tras este ejercicio espiritual: nada podía sucederme. Ya había pagado el precio, ya había pagado la parte mortal que portaba dentro de mí. Yo era invulnerable, provisionalmente inmortal.

Diré en su momento, cuando el desorden concertado de este relato lo permita —lo exija, mejor dicho— cuándo, por qué y cómo la muerte dejó de estar en pasado, en mi pasado cada vez más lejano. Cuándo y por qué, con motivo de qué acontecimiento, ha resurgido en mi porvenir, inevitable y taimada.

Pero la certidumbre de haber atravesado la muerte se desvanecía a veces, mostraba su reverso nefasto. Esta travesía se convertía entonces en la única realidad pensable, en la única experiencia verdadera. Todo lo demás tan sólo había sido, desde entonces, un sueño. Una peripecia fútil, en el mejor de los casos, aun cuando era placentera. A pesar de los gestos cotidianos, de su eficacia instrumental, a pesar del testimonio de mis sentidos, que me permitían orientarme en el laberinto de las perspectivas, la multitud de los utensilios y de las apariencias ajenas, yo tenía entonces la impresión abrumadora y precisa de vivir sólo en sueños. De ser un sueño yo mismo. Antes de morir en Buchenwald, antes de desaparecer en humo en la colina del Ettersberg, había tenido este sueño de una vida futura en la que me encarnaría engañosamente.

Pero todavía no hemos llegado a eso.

Todavía estoy en la luz de la mirada que se posa sobre mí, horrorizada, de los tres oficiales de uniforme británico.

Iba a hacer dos años que vivía rodeado de miradas fraternas. Si es que había miradas: la mayoría de los deportados carecían de ella. La tenían apagada, obnubilada, cegada por la luz cruda de la muerte. La mayoría de ellos sólo vivía debido a la inercia: luz debilitada de una estrella muerta, su mirada.

Pasaban, caminando con paso de autómata, contenido, controlando su impulso, contando los pasos, salvo en los momentos del día en que precisamente había que marcarlo, el paso marcial, durante el desfile delante de los S.S., mañana y noche, en la plaza donde se pasaba lista, a la hora de la partida y del regreso de los kommandos de trabajo. Caminaban con los ojos entornados, protegiéndose así de los fulgores brutales del mundo, protegiendo de las corrientes de aire glacial la llamita vacilante de su vitalidad.

Pero sería fraterna la mirada que habría sobrevivido. Por haberse alimentado de tanta muerte probablemente. Alimentado de un legado tan opulento.

Los domingos me acercaba al bloque 56, en el Campo Pequeño. Doblemente enclaustrada, esta parte del recinto interior estaba reservada al periodo de cuarentena de los recién llegados. Reservada a los inválidos —el bloque 56 en particular— y a todos los deportados que todavía no habían sido integrados en el sistema productivo de Buchenwald.

Me acercaba los domingos por la tarde, todas las tardes de domingo de aquel otoño, en 1944, tras la lista de mediodía, tras la sopa de fideos de los domingos. Saludaba a Nicolai, mi compañero ruso, el joven bárbaro. Charlábamos un poco. Más valía estar a buenas con él. Que él me considerara a buenas con él, mejor dicho. Era el jefe de Stubendienst, el servicio de intendencia del bloque 56. Era también uno de los cabecillas de las pandillas de adolescentes rusos, salvajes, que controlaban los tráficos y los repartos de poder en el Campo Pequeño.

Nicolai me consideraba de confianza. Me acompañaba hasta los camastros en los que se pudrían Halbwachs y Maspero.

Semana tras semana había yo contemplado cómo surgía, cómo florecía en sus ojos el aura oscura de la muerte. Compartíamos eso, esa certeza, como un mendrugo de pan. Compartíamos esa muerte que crecía, ensombreciendo su mirada, como un mendrugo de pan: signo de fraternidad. Como se comparte la vida que a uno le queda. La muerte, un mendrugo de pan, una especie de fraternidad. Nos concernía a todos, era la sustancia de nuestras relaciones. No éramos otra cosa más que eso, nada más —nada menos, tampoco— que esa muerte que crecía. La única diferencia entre nosotros era el tiempo que nos separaba de ella, la distancia todavía por recorrer.

Apoyaba una mano que yo pretendía ligera en el hombro puntiagudo de Maurice Halbwachs. Un hueso que amenazaba desmenuzarse, al límite de la fractura. Le hablaba de sus clases en la Sorbona, antaño. En otro lugar, en el exterior, en otra vida: la vida. Le hablaba de su clase sobre el potlatch. Sonreía, moribundo, con su mirada posada en mí, fraterna. Le hablaba de sus libros, extensamente.

Los primeros domingos Maurice Halbwachs todavía hablaba. Se preocupaba por la marcha de los acontecimientos, por las noticias de la guerra. Me preguntaba —postrer afán pedagógico del profesor del que yo había sido estudiante en la Sorbona— si había ya optado por una vía, si había encontrado mi vocación. Le contestaba que me interesaba la historia. Asentía con la cabeza, ¿por qué no? Tal vez fuera eso lo que motivó que Halbwachs me hablara entonces de Marc Bloch, de cuando se conocieron en la Universidad de Estrasburgo, después de la primera guerra mundial.

Pero pronto empezaron a faltarle las fuerzas para pronunciar siquiera una palabra. Ya sólo podía escucharme, y eso a costa de un esfuerzo sobrehumano. Lo que por cierto constituye lo propio del hombre.

Me escuchaba hablarle de la primavera que estaba por volver, darle buenas noticias de las operaciones militares, recordarle páginas de sus libros, de las lecciones de sus enseñanzas.

Sonreía, agonizando, con la mirada, fraterna, puesta en mí.

El último domingo, Maurice Halbwachs ni siquiera tenía fuerzas para escuchar. Apenas si las tenía para abrir los ojos.

Nicolai me había acompañado hasta el camastro donde Halbwachs se pudría, al lado de Henri Maspero.

—Tu señor profesor se va por la chimenea hoy mismo —susurró.

Aquel día, Nicolai estaba de un humor particularmente jovial. Me había salido al paso, risueño, en cuanto crucé el umbral del bloque 56 para sumergirme en la pestilencia irrespirable del barracón.

Comprendí que las cosas le iban a pedir de boca. Debía de haber culminado con éxito algo considerable.

—¿Has visto mi gorra? —me había dicho Nicolai.

Se descubría, tendía la gorra hacia mí. Era imposible no verla. Una gorra de oficial del ejército soviético, eso es lo que era.

Nicolai acariciaba con el dedo, con gesto suave, el ribete azul de su hermosa gorra de oficial.

—¿Has visto? —insistía.

Había visto, ¿y qué más?

—¡Una gorra del N.K.D.V.! —exclamaba triunfal—. ¡Una de verdad! ¡La he organizado hoy mismo!

Asentí con la cabeza, no acababa de comprender muy bien.

Sabía qué quería decir «organizar» en la jerigonza de los campos. Era el equivalente de robar, o de conseguir algo mediante cualquier arreglo, trueque o extorsión en el mercado paralelo. También sabía qué era el N.K.D.V., por descontado primero se había llamado checa, luego G.P.U., ahora N.K.D.V., el Comisariado del Pueblo para los Asuntos Interiores. Aproximadamente en la misma época, por cierto, los comisariados del pueblo habían desaparecido, se habían convertido sencillamente en ministerios.

Yo sabía que el N.K.D.V. era la policía, pero no comprendía la importancia que Nicolai otorgaba, ostensiblemente, al hecho de llevar una gorra de policía.

Pero iba a darme las explicaciones del caso de inmediato.

—¡Con esto —exclamó— se ve enseguida que soy un jefe!

Le miré, se había vuelto a poner la gorra. Estaba de lo más vistoso, con aspecto marcial, sin duda. Se veía que era un jefe.

Nicolai había dicho Meister. El joven ruso hablaba corrientemente, incluso con locuacidad, un alemán bastante primario, aunque expresivo. Cuando le faltaba alguna palabra, la improvisaba, la fabricaba a partir de prefijos y de formas verbales germánicas que conocía. Desde que me relacionaba con él, durante mis visitas dominicales a Maurice Halbwachs, nos habíamos entendido en alemán.

Pero la palabra Meister me daba sudores fríos. Llamábamos así a los jefecillos, a los capataces civiles alemanes, a veces más duros que los propios S.S., en cualquier caso, más duros que los tipos de la Wehrmacht, que a gritos y a palos mandaban en las fábricas de Buchenwald sobre el trabajo abrumador de los deportados. Meister: maestros de obra, maestros de mano de obra esclava.

Le había dicho a Nicolai que la palabra Meister, no me entusiasmaba.

Se había reído con una carcajada salvaje, profiriendo un taco ruso en el que se trataba de joder a mi madre. Una sugestión frecuente en los tacos rusos, todo hay que decirlo.

Luego, me había dado una palmada en el hombro, condescendiente.

—¿Prefieres que diga Führer en vez de Meister, por ejemplo? ¡Todas las palabras alemanas para decir jefe son siniestras!

En aquella ocasión, había dicho Kapo para decir «jefe». Todas las palabras alemanas para decir Kapo, había dicho.

Aún seguía riendo.

—¿Y en ruso? ¿Tú crees que las palabras rusas para decir Kapo son divertidas?

Asentí con la cabeza, yo no sabía ruso.

Pero dejaba de reír de golpe. Un velo de extraña inquietud le oscurecía la mirada durante un instante.

Me apoyaba de nuevo la mano sobre el hombro.

La primera vez que vi a Nicolai, no se comportó con tanta familiaridad. Todavía no llevaba la gorra ribeteada de azul del N.K.D.V. pero ya tenía cara de jefecillo.

Se había abalanzado sobre mí.

—¿Qué andas buscando por aquí?

Estaba plantado en medio del pasillo del bloque 56, entre las altas hileras de camastros, prohibiendo la entrada en su territorio. Yo veía en la penumbra el brillo del cuero bien pulido de sus botas de montar. Pues entonces todavía no llevaba la gorra de las tropas especiales del Comisariado del Pueblo para los Asuntos Interiores, pero sí unas botas y un pantalón de montar, con una guerrera militar bien cortada.

El perfecto jefecillo, en suma.

Más me valía darle una lección de entrada, de lo contrario no conseguiría imponerme. Dos meses en el campo me habían enseñado eso.

—¿Y tú? —le dije—. ¿Buscas pelea? ¿Sabes por lo menos de dónde vengo?

Tuvo un momento de vacilación. Observó detenidamente mi atuendo. Llevaba yo un chaquetón azul, casi nuevo. Lo suficiente para hacerle vacilar, por supuesto. Para hacerle cavilar al menos.

Pero su mirada siempre acababa volviendo al número de prisionero cosido en mi pecho y a la letra «S» que remataba, en un triángulo de tela roja.

Esta indicación de mi nacionalidad —«S» por Spanier, español— no parecía impresionarle, más bien todo lo contrario. ¿Dónde se había visto que un español formara parte de los privilegiados de Buchenwald? ¿De los círculos de poder del campo? No, finalmente esa «S» en mi pecho le movía a risa.

—¿Pelea?, ¿contigo? —dijo con aires de suficiencia.

Entonces a gritos, le traté de Arschloch, de tonto del culo, y le ordené que me trajera a su jefe de bloque. Trabajo en la Arbeitsstatistik, le dije. ¿Quería acabar figurando en una lista de transporte?

Me veía a mí mismo hablándole así, me oía decirle todo aquello a gritos y me encontraba bastante ridículo. Incluso bastante infame, por amenazar con mandarlo a un transporte. Pero ésas eran las reglas del juego y no era yo quien había instaurado esas reglas en Buchenwald.

En cualquier caso, la alusión a la Arbeitsstatistik obró el milagro. Era la oficina del campo donde se distribuía la mano de obra en los diferentes kommandos de trabajo. También donde se organizaban los transportes con destino a los campos exteriores, generalmente más duros que el propio campo de Buchenwald. Nicolai adivinó que no me estaba echando ningún farol, que de verdad estaba trabajando en las oficinas. Su actitud se suavizó en el acto.

Me ha puesto la mano en el hombro, entonces.

—Créeme —decía con voz breve y brutal—. ¡Más vale llevar la gorra del N.K.D.V. si se pretende tener aspecto de Kapo ruso!

No acababa de comprender del todo qué es lo que me quería decir. Lo que entendía, resultaba más bien desconcertante. Pero no le pregunté nada. Tampoco iba a decir nada más, por cierto, estaba claro. Había dado media vuelta y me acompañaba al camastro de Maurice Halbwachs.

Dein Herr Professor —había dicho en un susurro— kommt heute noch durch’s Kamin!

Cogí la mano de Halbwachs, que no había tenido fuerzas para abrir los ojos. Había percibido sólo una respuesta de sus dedos, una presión suave: un mensaje casi imperceptible.

El profesor Maurice Halbwachs había llegado al límite de la resistencia humana. Se vaciaba lentamente de sustancia, alcanzada la fase última de la disentería, que se lo llevaba en la pestilencia.

Un poco más tarde, mientras yo le contaba lo primero que se me pasó por la cabeza, sencillamente para que escuchara el sonido de una voz amiga, abrió de repente los ojos. La congoja inmunda, la vergüenza de su cuerpo delicuescente eran perfectamente legibles en ellos. Pero también una llama de dignidad, de humanidad derrotada aunque incólume. El destello inmortal de una mirada que constata que la muerte se acerca, que sabe a qué atenerse, que calibra cara a cara los peligros y los envites, libremente: soberanamente.

Entonces, presa de un pánico repentino, ignorando si podía invocar a algún Dios para acompañar a Maurice Halbwachs, consciente de la necesidad de una oración, no obstante, con un nudo en la garganta, dije en voz alta, tratando de dominarla, de timbrarla como hay que hacerlo, unos versos de Baudelaire. Era lo único que se me ocurría.

O mort, vieux capitaine, il est temps, levons l’ancre…

La mirada de Halbwachs se torna menos borrosa, parece extrañarse. Continúo recitando. Cuando llego a

… nos cœurs que tu connais sont remplis de rayons,

un débil estremecimiento se esboza en los labios de Maurice Halbwachs.

Sonríe, agonizando, con la mirada sobre mí, fraterna.

También estaban los S.S., sin duda.

Pero no era fácil captar su mirada. Estaban lejos: macizos, por encima, más allá. Nuestras miradas no podían cruzarse. Pasaban, atareados, arrogantes, destacándose en el cielo pálido de Buchenwald, donde flotaba el humo del crematorio.

A veces no obstante, había conseguido mirar a los ojos al Obersturmführer Schwartz.

Había que cuadrarse, descubrirse, dar un taconazo meticulosamente, de forma clara y distinta, anunciar con voz fuerte —aullar, más bien— el número de prisionero. Con la mirada en el vacío, por la cuenta que nos traía. Con la mirada en el cielo, donde flotaría el humo del crematorio, más valía. Después, con un poco de audacia y de astucia, uno podía intentar mirarla de frente. Los ojos de Schwartz, entonces por breve que fuera el instante durante el cual alcanzaba a captar su mirada, sólo expresaban odio.

Un odio obtuso, bien es verdad, presa de un desasosiego perceptible. Como la de Nicolai en otras circunstancias, pero por motivos comparables, la mirada de Schwartz se había quedado prendada en la «S» de mi identificación nacional. El también debía de andar preguntándose cómo se las había arreglado un rojo español para alcanzar las cumbres de la jerarquía de la administración interna de Buchenwald.

Pero resultaba tranquilizador, confortaba el corazón, el odio del Obersturmführer Schwartz, por desorientada que se mostrase la mirada que estaba cargada de él. Era una razón para vivir, para tratar de sobrevivir incluso.

Así, paradójicamente, por lo menos a primera y corta vista, la mirada de los míos, cuando les quedaba alguna, por fraterna que fuera —porque lo era, más bien—, me remitía a la muerte. Era ésta la sustancia de nuestra fraternidad, la clave de nuestro destino, el signo de pertenencia a la comunidad de los vivos. Vivíamos juntos esta experiencia de la muerte, esta compasión. Nuestro ser estaba definido por eso: esto junto al otro en la muerte que avanzaba. Mejor dicho, que maduraba dentro de nosotros, que nos alcanzaba como un mal luminoso, como una luz cruda que nos devoraría. Todos nosotros, que íbamos a morir, habíamos escogido la fraternidad de esta muerte por amor a la libertad.

Eso es lo que me enseñaba la mirada de Maurice Halbwachs, agonizando.

La mirada del S.S., por el contrario, cargada de odio desasosegado, me remitía a la vida. Al deseo insensato de durar, de sobrevivir: de sobrevivirle. Al propósito firme de conseguirlo.

Pero hoy, este día del mes de abril, después del invierno que ha cubierto Europa, después de la lluvia de acero y de fuego, ¿a qué me remite la mirada horrorizada, descompuesta, de los tres oficiales que visten uniforme británico?

¿A qué horror, a qué locura?