«Dado que tarde o temprano hasta la mujer más razonable comete una locura, yo fui el escollo con el que el cielo, que se ríe de las vanas decisiones humanas, echó por tierra los novelescos proyectos virtuosos de esa mujer. Me azuzaba la resistencia, y cuantos más obstáculos me encontraba, más me aprestaba a vencerlos.» Quien así habla es Louis-François-Armand de Vignerot du Plessis, duque de Fronsac y mariscal de Richelieu, entre otros títulos. Nacido en 1696, murió, nonagenario, en 1788. Era sobrino nieto del cardenal de Richelieu, y su vida se desarrolló a lo largo de los regímenes absolutistas de Luis XIV (de quien fue ahijado), el regente Felipe II de Orleans y Luis XV; son los años de las favoritas reales Maintenon, Montespan, Pompadour y Du Barry, años de disipación y lujo cortesanos.
Su fama de seductor inspiró el personaje de Valmont de Las amistades peligrosas de Laclos,1 el de Cherubino de la obra de teatro Las bodas de Fígaro (1785) de Beaumarchais (que a su vez dio pie a la ópera de Mozart), y el de Robert Lovelace de la novela Clarissa (1748) de Samuel Richardson, entre otros. Al mismo tiempo, se ganó el profundo desagrado del moralista Chamfort: en su opinión, era «el reflejo de todos los abusos, de todas las depravaciones morales y políticas de su época», y también la ironía del duque de Saint-Simon, quien describe a nuestro personaje con dieciséis años como
«la más preciosa criatura de cuerpo y espíritu que jamás se haya visto. Su padre lo había presentado ya a la corte, donde la señora de Maintenon, antigua amiga del señor de Richelieu, lo trató como a un hijo ... Supo contestar con tanta gracia, y desenvolverse con tanta brillantez, tanta sutileza, tanta libertad, tanta educación, que pronto se convirtió en el preferido de la corte ...; su figura cautivó a las damas ... Librado al mundo provisto de todo aquello que era menester para complacer sin valer nada, hizo numerosas tonterías que provocaron que, menos de tres meses después de su boda, su padre cometiera a su vez la tontería de hacerlo encerrar en la Bastilla. Fue un lugar que conoció muy bien, pues le veremos en ella más de una vez».
Se casó en tres ocasiones (a los quince años; a los treinta y ocho, y a los ochenta y cuatro), pero ni esas bodas ni sus mujeres lograron domeñar al conquistador impenitente que había en él.
Fue amigo y protector de Voltaire, y los dos se visitaban con frecuencia. Se interesó en la alquimia, por supuesto con mala fortuna, y fue nombrado miembro de la Academia Francesa pese a que no se distinguía precisamente por su cultura.
Fue embajador en Viena y Dresde, y gobernador de la entonces región francesa de Guyenne. Nombrado mariscal de Francia en 1748, participó en numerosas batallas; en 1756, durante la Guerra de los Siete Años, conquistó Mahón, donde probó el all-i-oli; le gustó tanto que adaptó la receta, dando así origen a la mahonesa. Además de ser un gran amante de los vinos de Burdeos, cuya fama extendió, a él se debe el «solomillo a la Richelieu»: durante la ocupación de Hannover, quiso ofrecer a varios aristócratas alemanes prisioneros un ágape, y cuando le dijeron que sólo había un buey y verduras, contestó que no hacía falta nada más: dispuso que se sirviera un menú de veintidós platos elaborados con buey.
Coetáneo de Giacomo Casanova (1725-1798), los dos coincidieron en la corte de Luis XV durante uno de los viajes del italiano. En su primer encuentro, que fue más bien una justa verbal, las agudezas y el esprit de ambos dieron paso a la cordialidad, aunque Casanova guardó siempre las distancias. Como relata éste, asistía en la corte a una pieza teatral cuando una famosa actriz
«lanza un grito tan fuerte e inesperado que creí que se había vuelto loca. Suelto de buena fe una pequeña carcajada sin imaginar que pudiera parecerle mal a nadie. Un cordon bleu2 que estaba detrás de la marquesa [de Pompadour] me pregunta bruscamente de qué país soy, y bruscamente le respondo que era de Venecia.
»—Cuando estuve en Venecia también yo me reí mucho con el recitativo de vuestras óperas.
»—Le creo, caballero, y estoy seguro de que a nadie se le ocurrió impediros reír.
»Mi respuesta, algo agria, hizo reír a la señora de Pompadour. ...
»El mismo cordon bleu, a quien no conocía y que era el mariscal de Richelieu, me dijo ... [sigue una conversación general]. Media hora después el señor de Richelieu me pregunta cuál de las dos actrices me agradaba más por su belleza.
»—Aquélla.
»—Tiene las piernas feas —repuso el mariscal.
»—No se ven, caballero, y además, cuando examino la belleza de una mujer, lo primero que separo son las piernas.
»... Mi agudeza se hizo famosa, y el mariscal de Richelieu me brindó la acogida más amable».3
Más adelante, a propósito de una apuesta en torno a si la señora de la Popelinière tiene cáncer en un seno o es una estratagema de Richelieu para alejarla de su esposo, Casanova concluye: «Temía una trampa. Conocía el carácter del mariscal, y la historia del agujero en la pared de la chimenea por donde este famoso señor entraba en la casa de esa mujer era conocida por todo París», aludiendo a un célebre episodio que se narra en el presente volumen.
Richelieu participó en numerosas intrigas cortesanas, como la que convirtió a Jeanne Bécu en la señora de Du Barry (antigua conocida suya), la última favorita de Luis XV, con fines políticos.
Sobre el telón de fondo de las intrigas familiares, los entresijos de tres cortes distintas, la conspiración de Cellamare, el desenfreno del Regente y de su hija y la Guerra de los Seis Años, en un siglo que culminaría con la Revolución de 1789, el mariscal despliega en estas páginas sus ingeniosos, descarados y variopintos recursos para seducir. Implacable a la hora tanto de lanzarse a una conquista como de acabar con ella, la dificultad de su objetivo lo acicatea; la resistencia de la «presa» es un desafío; busca después la amistad de las mujeres seducidas, las más de las veces para convertirlas en cómplices. En su opinión, todas las damas son susceptibles de caer en sus brazos, pues todas quieren cometer una locura: simplemente, necesitan un pequeño empujón. Y todas, sin excepción, son capaces de desplegar gran astucia: «Era honesta, virtuosa; ignoraba les mañas empleadas por tantas mujeres acostumbradas a vivir en la vorágine del mundo y deseosas de conseguir sus objetivos; sin embargo, la naturaleza les enseña esas habilidades. Diríase que todas las mujeres nacen con un poso de destreza y astucia que se desarrolla cuando llega la ocasión; la mujer más simple despliega tanta sutileza como cualquier otra cuando su corazón y su amor propio se interesan».
Destaca la constante presencia de cierta duquesa, cuyo nombre no se ha sabido, que decidió dejar de ser su amante para convertirse en su confidente y amiga, sin por ello dejar de amarlo y, por lo tanto, de sufrir a causa de él. Ella, junto a muchas otras, se encargará de leerle la cartilla, aunque inútilmente.
Seguramente nunca necesitó las célebres pastilles à la Richelieu, que su tío abuelo el cardenal suministró a numerosas mujeres como afrodisiaco, y que contenían la cantaridina que también utilizó el marqués de Sade (y, a propósito, no son ciertas las noticias de que Sade participara en el asedio de Mahón a las órdenes de Richelieu, pues el tal sieur de Sade documentado era un primo lejano del divino marqués).
Esta edición ofrece los episodios más «galantes» y curiosos extraídos de los tres volúmenes titulados Vie privée du maréchal de Richelieu [Vida privada del mariscal de Richelieu, que contiene sus amores e intrigas, y todo lo que se refiere a los diversos papeles que desempeñó este hombre célebre durante más de ochenta años], traducidos directamente de la edición de 1791. Si los dos primeros volúmenes narran en tercera persona la biografía del mariscal (acompañados al final de cartas que demuestran la veracidad de lo narrado), en el tercero toma la palabra el propio Richelieu, que, a sus cincuenta años y de modo epistolar, relata sus lances amorosos de juventud... a una mujer. No podía ser de otra manera.