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El castigo en las posguerras

Julián Casanova

LAS GUERRAS MUNDIALES, la de 1914-1918 y la de 1939-1945, marcaron la historia de Europa del siglo XX. España no participó en ninguna de ellas, aunque decenas de miles de españoles lucharon en la segunda. Y en la guerra civil española de 1936-1939, cuando el resto de Europa no estaba en guerra y oficialmente había una política unánime de no intervención, decenas de miles de europeos combatieron, murieron y desaparecieron en suelo español.

La Primera Guerra Mundial ha sido considerada por muchos historiadores como la auténtica línea divisoria de la historia europea del siglo XX, la ruptura traumática con las políticas entonces dominantes. La destrucción y los millones de muertos que provocó, los cambios de fronteras, el impacto de la revolución rusa y los problemas de adaptación de millones de excombatientes están en el origen de la violencia y de la cultura del enfrentamiento que se instalaron en muchas de las sociedades del continente en las dos décadas siguientes. De ella salieron el comunismo y el fascismo, convertidos primero en alternativas y después en polos de atracción para intelectuales, vehículos para la política de masas, viveros de nuevos líderes que, saliendo de la nada, arrancando desde fuera del establishment y del viejo orden monárquico e imperial, propusieron rupturas radicales con el pasado.

Veinte años después de la firma de los tratados de paz que dieron por concluida la Primera Guerra Mundial, comenzó otra guerra destinada a resolver todas las tensiones que el comunismo, los fascismos y las democracias habían generado en los años anteriores. El estallido de la guerra en 1939 hizo realidad los peores augurios. En 1941, la guerra europea se convirtió en mundial con la invasión alemana de Rusia y el ataque japonés a la armada estadounidense en Pearl Harbor. El catálogo de destrucción humana que resultó de ese largo conflicto de seis años nunca se había visto en la historia.

La crisis del orden social, de la economía, del sistema internacional se iban a resolver mediante las armas, en una guerra total combatida por poblaciones enteras, sin barreras entre soldados y civiles, que puso la ciencia al servicio de la eliminación del contrario. Un grupo de criminales que consideraba la guerra como una opción aceptable en política exterior se hizo con el poder y puso contra las cuerdas a políticos parlamentarios educados en el diálogo.

Mientras que muchos europeos iniciaban esa guerra en septiembre de 1939, los españoles habían acabado la suya unos meses antes, una guerra civil de casi tres años que reforzó las poderosas tendencias maniqueas de la época y que se convirtió muy pronto en internacional, en «cruzada santa», en «la última gran causa». Las dictaduras que surgieron en Europa en los años treinta, en Alemania, Austria o España, tuvieron que enfrentarse a movimientos de oposición de masas y para controlarlos necesitaron poner en marcha nuevos instrumentos de terror. Ya no bastaba con la prohibición de partidos políticos, la censura o la negación de los derechos individuales. Y la brutal realidad que se derivó de sus decisiones fueron los asesinatos, las torturas y los campos de concentración.

La dictadura de Franco, salida de la guerra civil y consolidada en los años de la Segunda Guerra Mundial, situó a España en la misma senda de la muerte y del crimen seguida por la mayoría de los países de Europa. En realidad, la larga posguerra española anticipó algunas de las purgas y castigos que iban a vivirse en otros sitios después de 1945. Aparentemente, la historia de España entre 1939 y 1945 debería parecerse poco a la de otros países liberados del fascismo por las tropas aliadas o soviéticas. La comparación, sin embargo, aporta notables enseñanzas sobre algunos de los grandes temas que investigaciones recientes han sacado a la luz acerca de la represión, la colaboración, la resistencia o las memorias que quedaron de todo ese pasado de violencia. Y es lo que haremos en las páginas que siguen, indagar en las similitudes y diferencias entre la legislación represiva franquista, y en especial la Ley de Responsabilidades Políticas, y la violencia retributiva que se propagó por el resto de Europa tras el final de la Segunda Guerra Mundial.1

POSGUERRAS

Los vencedores de la guerra civil española decidieron durante años la suerte de los vencidos. La destrucción del contrario en la guerra dio paso a la centralización y el control de la violencia por parte de la autoridad militar, un terror institucionalizado y amparado por las leyes del nuevo Estado. Comenzó en ese momento un nuevo período de ejecuciones masivas y de cárcel y tortura para miles de hombres y mujeres. El desmoronamiento del ejército republicano en la primavera de 1939 llevó a varios centenares de miles de soldados a cárceles e improvisados campos de concentración. La cultura política de la violencia y de la división entre vencedores y vencidos, «patriotas y traidores», «nacionales y rojos», se impuso en la sociedad española al menos durante dos décadas después del final de la guerra civil.

Un paso esencial de esa violencia vengadora sobre la que se asentó el franquismo fue la Ley de Responsabilidades Políticas, de 9 de febrero de 1939. En ella se declaraba «la responsabilidad política de las personas, tanto jurídicas como físicas», que, con efectos retroactivos, desde el 1 de octubre de 1934, «contribuyeron a crear o agravar la subversión de todo orden de que se hizo víctima a España» y que a partir del 18 de julio de 1936 se hubieron opuesto al «Movimiento Nacional con actos concretos o con pasividad grave». Todos los partidos y «agrupaciones políticas y sociales» que habían integrado el Frente Popular, sus «aliados, las organizaciones separatistas», quedaban «fuera de la Ley» y sufrirían «la pérdida absoluta de los derechos de toda clase y la pérdida total de todos sus bienes», que pasarían «íntegramente a ser propiedad del Estado».2

La puesta en marcha de ese engranaje represivo y confiscador causó estragos entre los vencidos, abriendo la veda a una persecución arbitraria y extrajudicial que en la vida cotidiana desembocó muy a menudo en el saqueo y en el pillaje. Caer bajo el peso de esa ley significaba, en palabras de Marc Carrillo, «la muerte civil». Los afectados, condenados por los tribunales y señalados por los vecinos, quedaban hundidos en la más absoluta miseria.3

Más allá de esa ley, las formas de aplicar el castigo por parte de los vencedores fueron variadas. Siguió habiendo, en primer lugar, en las últimas semanas de la guerra y primeras de la posguerra, violencia arbitraria, vengativa, con asesinatos in situ, sin juicio previo, continuación del «terror caliente» que había dominado en la retaguardia franquista durante la contienda. La victoria incondicional del ejército de Franco dio paso a la centralización y el control de la violencia por parte de la autoridad militar, un terror institucionalizado y amparado por la legislación represiva del nuevo Estado. Ese Estado de terror, continuación del Estado de guerra, transformó la sociedad española, destruyó familias enteras e inundó la vida diaria de prácticas coercitivas y de castigo, de miedo. La amenaza de ser perseguido, humillado, la necesidad de disponer de avales y buenos informes para sobrevivir, podía alcanzar a cualquiera que no acreditara una adhesión inquebrantable al Movimiento o un pasado limpio de pecado republicano.

Quienes habían provocado con la sublevación militar la guerra, la habían ganado y gestionaron desde el nuevo Estado la victoria, asentaron la idea, imposible de contestar, de que los republicanos eran los responsables de todos los desastres y crímenes que habían ocurrido en España desde 1931. Proyectar la culpa exclusivamente sobre los republicanos vencidos libraba a los vencedores de la más mínima sospecha. El supuesto sufrimiento colectivo dejaba paso al castigo de solo una parte. Franco, el máximo responsable de la represión, lo recordaba con el lenguaje religioso que le servía en bandeja la Iglesia católica: «No es un capricho el sufrimiento de una nación en un punto de su historia; es el castigo espiritual, castigo que Dios impone a una vida torcida, a una historia no limpia».4

Cargar la responsabilidad sobre los vencidos es algo que también se hizo en Europa tras la Segunda Guerra Mundial. Y aunque hubo un acuerdo general en concentrar en los alemanes la culpa, el castigo y la violencia vengadora contra quienes habían luchado o colaborado con los nazis causó estragos y no fue nada ejemplar, pese a que se intentara saldarlo para el recuerdo posterior con los juicios de Nuremberg. En realidad, como señala Isván Deák, «en los anales de la historia nunca ha habido tanta gente implicada en el proceso de colaboración, resistencia y castigo a los culpables como en Europa durante y después de la Segunda Guerra Mundial».5 En España se perseguía con saña a la izquierda y en otros países eran los fascistas, nazis y colaboracionistas el blanco de las iras como devolución al sufrimiento que ellos habían causado.

Las purgas en la inmediata posguerra y la expulsión de alrededor de quince millones de alemanes de diferentes países produjeron un trastorno demográfico enorme en Europa central y del Este, a la vez que un número considerable de individuos eran perseguidos por colaboración y crímenes de guerra.6 En todo el territorio ocupado por los nazis, lo que había sido la Europa de Hitler, esa amenaza de castigo aterrorizó o regocijó a amplios sectores de la población, aunque muchos verdugos y criminales de guerra pudieron evitarlo.

Cientos de miles de personas fueron víctimas de esa violencia retributiva y vengadora, con un amplio catálogo de sistemas de persecución: desde linchamientos, especialmente en los últimos meses de la guerra, a sentencias de muerte, prisión o trabajos forzados. Pero no en todos los lugares fue igual y con la misma intensidad. Una de las grandes paradojas de esa posguerra, escribe Deák, es que «el porcentaje más pequeño de ex nazis fueron ejecutados o encarcelados en Alemania occidental. Y por otro lado, Alemania occidental hizo un esfuerzo más grande que cualquier país de Europa para expiar colectivamente por su pasado».7 En Francia, casi diez mil colaboracionistas, o acusados de serlo, fueron linchados en los últimos instantes de la guerra y en el momento de la liberación. En Austria, los tribunales iniciaron procedimientos contra cerca de 137.000 personas, aparte de los cientos de miles de funcionarios destituidos de sus puestos.8

Un caso paradigmático de violencia fascista y antifascista, bastante extraordinario por concentrarse en un corto período de tiempo, fue Hungría. El largo período de gobierno autoritario y ultranacionalista del almirante Miklós Horthy, la primera dictadura de corte derechista que se estableció en Europa tras la Primera Guerra Mundial, mantenida sin demasiados problemas durante sus primeros veinte años, dio un cambio radical con su decisión de meter a Hungría en la Segunda Guerra Mundial al lado de la Alemania nazi en abril de 1941.

Horthy, ferviente anticomunista, llevaba ya tiempo inclinado ante Hitler, esperando recuperar algunos territorios perdidos en Trianon y anexionados a Checoslovaquia y Rumanía. Y así fue, aunque la guerra a cambio fue desastrosa. Si la primera de esas guerras mundiales había resultado traumática para Hungría, la segunda la superó. Decenas de miles de soldados húngaros murieron en el frente ruso y los bombardeos aliados causaban estragos en las ciudades. Tres años después de entrar en ella, el descontento crecía y Horthy inició conversaciones secretas para rendirse a los aliados. La respuesta de Adolf Hitler fue la «Operación Margarita», la invasión de Hungría, para asegurar el absoluto control del país, el 19 de marzo de 1944.9

Horthy permaneció en su puesto como regente, con un gobierno títere presidido por Döme Sztójay, y con el poder real en manos del plenipotenciario nazi Edmund Veesenmayer. A partir de ese momento, «la regulación de la cuestión judía» dio un giro radical, con la cooperación activa de las autoridades húngaras. Horthy, mediante sucesivas «Leyes Judías», en 1938, 1939 y 1941, había ido recortando los derechos de los súbditos húngaros de religión judía y hubo matanzas de judíos en el frente ruso, protagonizadas por las SS, asistidas por tropas húngaras. Pero con la invasión nazi, de las restricciones se pasó a la persecución abierta y se metió a Hungría de lleno en la solución final.

El 15 de mayo de 1944 iniciaron su marcha los primeros trenes de deportación. En los dos meses siguientes, cerca de medio millón de judíos de todo el país fueron trasladados a campos de exterminio. La solución final la dirigió en Hungría Adolf Eichmann y contó con la entusiasta colaboración del ministro de Interior, Andor Jaross, y sus secretarios de Estado, László Endre y László Baky. Se decretó que los judíos tenían que llevar una estrella amarilla pegada en la ropa y el 15 de junio Jaross dispuso la concentración de los 200.000 judíos de Budapest (15% de la población) en unas dos mil casas dispersas por la capital, señaladas con una gran estrella amarilla.

Horthy echó el 29 de agosto del gobierno a Sztójay y lo sustituyó por un hombre de confianza, Géza Lakatos, quien logró parar las deportaciones y preparó la firma de un armisticio con la Unión Soviética. Cuando el 15 de octubre Horthy anunció a la nación por radio que había solicitado «un armisticio con nuestros anteriores enemigos y el cese de hostilidades contra ellos», Hitler mandó al teniente coronel de las Waffen-SS Otto Skorzeny, en la «Operación Panzerfaust», quitar a Horthy la autoridad, ponerlo bajo «custodia protectiva» y favorecer la toma del poder del partido fascista húngaro la Cruz Flechada, con su líder Ferenç Szálasi a la cabeza.10

Szálasi, de 47 años, que había abandonado el ejército húngaro en 1935, para hacer carrera política, anunció al país el establecimiento del «orden nacionalsocialista húngaro». Su gobierno, de «unidad nacional», comenzó una orgía de sangre antijudía y frente a todos los ciudadanos considerados peligrosos para el nuevo orden y la continuidad de la guerra. El terror reinó en los 163 días que la Cruz Flechada estuvo en el poder, con miles de personas asesinadas a orillas del río Danubio y otras muchas torturadas en los sótanos del número 60 de la elegante avenida Andrássy, el cuartel general del grupo fascista, un edificio neorrenacentista construido en 1880.11

En diciembre de 1944, Pest estaba ya bajo sitio de las fuerzas soviéticas. Los alemanes, con los miembros más radicales de la Cruz Flechada, se refugiaron en las colinas de Buda y antes de rendirse, el 13 de febrero de 1945, en la retirada volaron los puentes sobre el Danubio y los principales edificios públicos. La capital era una ruina. Los soviéticos fueron recibidos como liberadores por muchos húngaros, especialmente por los judíos, horrorizados por lo que había pasado. La gente se pasó en masa al Partido Comunista, minúsculo antes de la guerra y un partido muy pequeño todavía en 1944. Se afiliaron a él de todos los estratos sociales, incluidos miembros de la Cruz Flechada, que cambiaron sus carnés verdes por los rojos. En 1942, el Partido Comunista, en la clandestinidad, solo tenía 450 afiliados; en octubre de 1945 ya eran medio millón.12

Los partidos demócratas burgueses, de pequeños propietarios, el socialista y el comunista crearon un Frente Nacional Húngaro de Independencia. Y comenzaron la persecución de los fascistas o de quienes tras 1939 «habían violado los derechos del pueblo húngaro». Un decreto del 26 de febrero de 1945 prohibió los grupos ultraderechistas, rescindió todas las leyes antijudías «y permitió la circulación de listas de individuos buscados por crímenes de guerra y la iniciación de procedimientos contra quienes eran capturados». El trabajo de cazar a los culpables fue confiado al Departamento de Seguridad Política, trasformado posteriormente en el temido Departamento de Seguridad de Estado (AVO), famoso por la represión bajo dominio comunista. Se crearon tribunales populares, compuestos al principio por delegados de todos esos partidos, que iniciaron numerosos procedimientos sumarios, parciales y con pocas garantías.13

Entre febrero de 1945 y abril de 1950, casi 60.000 personas pasaron por esos tribunales; 27.000 fueron declaradas culpables, de las cuales 10.000 fueron sentenciadas a penas de prisión y 477 condenadas a muerte, aunque solo 189 fueron ejecutadas.14 Según László Karsai, unos 300.000 ciudadanos húngaros, alrededor del 3% de la población, «sufrieron algún tipo de castigo durante las purgas de la inmediata posguerra». Al contrario de lo que ocurrió en otros países, en Hungría no hubo linchamientos de supuestos colaboradores o criminales de guerra.15

Hubo, sin embargo, castigos ejemplares, que salieron de los catorce grandes juicios políticos que tuvieron lugar entre 1945 y 1946. Cuatro ex presidentes de Gobierno, varios ministros y altos oficiales del ejército fueron ejecutados. Ese fue el destino, en el juicio más esperado, de Ferenç Szálasi, principal instigador del paraíso nacionalsocialista, convertido en pesadilla de cientos de miles de húngaros, ejecutado el 12 de marzo de 1946. Un año antes, un decreto del 17 de marzo de 1945 había ordenado la expropiación de las tierras y de las propiedades de los miembros de la Cruz Flechada y de los principales criminales de guerra.16

La mayoría de los actos de castigo «retributivo» a los fascistas, como señala Tony Judt, fueron llevados a cabo antes de que se constituyeran formalmente los tribunales establecidos para que pasaran por un juicio. De las aproximadamente diez mil ejecuciones sumarias que tuvieron lugar en Francia en la transición desde Vichy a la Cuarta República, alrededor de un tercio ocurrieron antes del día D, 6 de junio de 1944, la fecha del inicio del desembarco de Normandía, y un 30% más durante los combates de las siguientes semanas. Algo parecido sucedió en los países del Este y en Italia, donde la mayoría de las 15.000 personas asesinadas por fascistas o colaboracionistas encontraron ese fatal destino antes o durante los días de la liberación por las tropas aliadas.17

Además, como ocurrió con la Ley de Responsabilidades Políticas, la «legislación retroactiva» fue una práctica general en Europa durante ese tiempo de odios. Los legisladores húngaros, por ejemplo, establecieron en 1945 que los criminales de guerra podrían ser procesados «incluso si en el momento que cometieron sus crímenes, esos hechos no estaban sujetos a persecución de acuerdo con las leyes entonces en vigor».18

Como puede observarse, la violencia directa, dirigida en el momento final de la guerra en España contra los republicanos y en Europa contra los fascistas, y los procedimientos judiciales que siguieron, adoptaron una considerable variedad de formas, perfectamente comparables. En muchos casos, antes de que se montaran los tribunales o las instituciones «legítimas», ya se había hecho justicia. La diferencia esencial fue la duración de esas posguerras y de la violencia contra los vencidos. En Europa, tras los dos primeros años de posguerra, las sentencias decrecieron y pronto llegaron las amnistías, un proceso acelerado por la guerra fría, que devolvieron el pleno derecho de ciudadanos a cientos de miles de ex nazis, sobre todo en Austria y Alemania. En el Este, fascistas de bajo origen social fueron perdonados e incorporados a las filas comunistas y se pasó de perseguir a fascistas a «enemigos del comunismo», que a menudo eran izquierdistas, mientras que en Occidente, donde las coaliciones de izquierdas se cayeron a plazos en 1947, la tendencia fue perdonar a todo el mundo. La identificación y el castigo de los nazis había acabado en 1948 y era un tema olvidado a comienzos de los años cincuenta.19

En España, sin embargo, la posguerra fue larga y sangrienta, con la negación del perdón y la reconciliación, y con Franco, los militares y la Iglesia católica mostrando un compromiso firme y persistente con la venganza. Las leyes que siguieron a la de Responsabilidades Políticas, la de Represión de Masonería y el Comunismo de 1 de marzo de 1940, la de seguridad del Estado de 29 de marzo de 1941 y la que cerró ese círculo de represión legal, la de Orden Público de 30 de julio de 1959, fueron concebidas para seguir castigando, para mantener en las cárceles a miles de presos, para torturarlos y humillarlos hasta la muerte. Envalentonados por el triunfo, los vencedores colmaron su sed de venganza hasta la última gota y llevaron su peculiar tarea purificadora hasta el último rincón de España.

Hacia 1950, todos los países del este de Europa estaban en el campo de las «democracias populares», pero en la década anterior a la consolidación del dominio comunista la experiencia de cada uno de esos países, durante la Segunda Guerra Mundial y en la inmediata posguerra, había sido muy distinta. Los partidos comunistas, bajo el amparo del ejército rojo soviético, neutralizaron y reprimieron a todos los demás partidos antifascistas que habían formado coaliciones nada más derrotar a las potencias del Eje. El comunismo, como hicieron algunas democracias y el franquismo en España, reinventó la historia y durante años negó a la población cualquier posibilidad de un conocimiento crítico sobre ese pasado reciente.20

MEMORIAS

En la posguerra, el «pacto de silencio» se convirtió en una estrategia de la política europea y fue ampliamente adoptada durante el período de guerra fría, cuando muchas cosas tenían que olvidarse para consolidar la nueva alianza militar frente al bloque comunista.21 El término fue utilizado en 1983 por Hermann Lübbe, en una descripción retrospectiva, para mostrar que mantener silencio fue una «estrategia pragmática necesaria» adoptada en la posguerra en Alemania, y apoyada por los aliados, para facilitar la reconstrucción y la integración de los antiguos nazis.

Tras un período en el que la guerra y sus terrores parecían hundirse en el olvido, generaciones más jóvenes comenzaron a preguntarse en Alemania, Francia o Italia, desde mediados de los años sesenta, qué había pasado durante la guerra y la posguerra. «El cambio paradigmático del modelo del “olvido” a una reorientación hacia el “recuerdo” ocurrió con la vuelta de la memoria del Holocausto, tras un período de estado latente.»22 Desde las imágenes del juicio a Adolfo Eichmann en Jerusalén en 1961 al reconocimiento posterior en Alemania de su pasado como verdugos, el recuerdo, «recordar para nunca olvidar», se convirtió en la única respuesta adecuada para esa experiencia tan destructiva y devastadora y se rechazó el modelo, que había estado vigente hasta ese momento, de sellar el pasado traumático y mirar al futuro.

Tras 1989, la apertura de archivos en Europa del este desafió también algunas de las construcciones de la memoria y al recuerdo del Holocausto se sumó el del sufrimiento bajo el comunismo. Los temas de retribución y justicia se plantearon además en Sudáfrica y en los países del Cono Sur, donde las comisiones de la verdad y los informes sobre violaciones de los derechos humanos tuvieron, tras la caída de las dictaduras, un carácter fundacional para la reconstrucción de la democracia y de la memoria colectiva. Cómo adaptar las memorias a la historia y la gestión pública del pasado se convirtieron en asuntos relevantes en la última década del siglo XX y en la primera del XXI, cuando se asistió en muchos países a una «reorientación general desde las políticas del olvido a las nuevas culturas del recuerdo».23 Una reorientación que también se produjo en España.

La sociedad que salió del franquismo y la que creció en las dos primeras décadas de la democracia mostró índices elevados de indiferencia hacia la causa de las víctimas de la guerra civil y de la dictadura. Tras la Ley de Amnistía aprobada el 15 de octubre de 1977, el Estado renunciaba a abrir en el futuro cualquier investigación judicial o a exigir responsabilidades contra «los delitos cometidos por los funcionarios públicos contra el ejercicio de los derechos de las personas». Bajo el recuerdo traumático de la guerra, interpretada como una especie de locura colectiva, con crímenes reprobables en los dos bandos, y el del miedo impuesto por la dictadura, nadie habló entonces de crear comisiones de la verdad que investigaran los miles de asesinatos y la sistemática violación de los derechos humanos practicada hasta el final por Franco y sus fuerzas armadas.

Por diversas razones, la lucha por desenterrar el pasado oculto, el conocimiento de la verdad y la petición de justicia nunca fueron señas de identidad de la transición a la democracia en España, pese al esfuerzo de bastantes historiadores por analizar aquellos hechos para comprenderlos y transmitirlos a las generaciones futuras. España estaba llena de lugares de la memoria de los vencedores de la guerra civil, con el Valle de los Caídos en primer plano, inaugurado en abril de 1959, lugares para desafiar «al tiempo y al olvido», como decían los franquistas, homenaje al sacrificio de los «héroes y mártires de la Cruzada». Los otros muertos, las decenas de miles de rojos e infieles asesinados durante la guerra y la posguerra, no existían. Pero ni los gobiernos ni los partidos democráticos parecían interesados en generar un espacio de debate sobre la necesidad de reparar esa injusticia. Y tampoco había una presión social fuerte para evitar ese olvido oficial de los crímenes de la dictadura franquista.

Todo eso empezó a cambiar, lentamente, durante la segunda mitad de los años noventa, cuando salieron a la luz hechos y datos desconocidos sobre las víctimas de la guerra civil y de la violencia franquista, que coincidían con la importancia que en el plano internacional iban adquiriendo los debates sobre los derechos humanos y las memorias de guerras y dictaduras, tras el final de la guerra fría y la desaparición de los regímenes comunistas de Europa del este. Surgió así una nueva construcción social del recuerdo. Una parte de la sociedad civil comenzó a movilizarse, se crearon asociaciones para la recuperación de la memoria histórica, se abrieron fosas en busca de los restos de los muertos que nunca fueron registrados y los descendientes de los asesinados por los franquistas, sus nietos más que sus hijos, se preguntaron qué había pasado, por qué esa historia de muerte y humillación se había ocultado y quiénes habían sido los verdugos.

El pasado se obstinaba en quedarse con nosotros, en no irse, aunque las acciones para preservar y transmitir la memoria de esas víctimas y sobre todo para que tuvieran un reconocimiento público y una reparación moral, encontraron muchos obstáculos. Con el Partido Popular en el poder y José María Aznar de presidente, desde mayo de 1996 hasta marzo de 2004, no hubo ninguna posibilidad. Mientras tanto, en esos años finales del siglo XX y en los primeros del XXI, varios cientos de eclesiásticos «martirizados» durante la guerra civil fueron beatificados. Todo seguía igual: honor y gloria para unos y silencio y humillación para otros.

La llegada al Gobierno del socialista José Luis Rodríguez Zapatero abrió un nuevo ciclo. Por primera vez en la historia de la democracia, una democracia que cumplía ya treinta años, el poder político tomaba la iniciativa para reparar esa injusticia histórica. Ese era el principal significado del Proyecto de ley presentado a finales de julio de 2006, conocido como Ley de Memoria Histórica. Con una Ley, la memoria adquiriría una discusión pública sin precedentes y el pasado se convertiría en una lección para el presente y el futuro. El proyecto no entraba en las diferentes interpretaciones del pasado, no intentaba delimitar responsabilidades ni decidir sobre los culpables. Y tampoco proponía crear una Comisión de la Verdad que, como en otros países, registrara los mecanismos de muerte, violencia y tortura e identificara a las víctimas y a sus verdugos.

La Ley, aprobada finalmente el 31 de octubre de 2007, aunque insuficiente, abrió nuevos caminos a la reparación moral y al reconocimiento jurídico y político de las víctimas de la guerra civil y del franquismo. A partir de esa ley, el juez Baltasar Garzón pidió en octubre de 2008 investigar las circunstancias de la muerte y el paradero de decenas de miles de víctimas de la guerra civil y de la dictadura de Franco, abandonadas muchas de ellas por sus asesinos en las cunetas de las carreteras, en las tapias de los cementerios, enterradas en fosas comunes, asesinadas sin procedimientos judiciales ni garantías previas. Como los poderes políticos nunca se habían tomado en serio el reconocimiento jurídico y político de esas víctimas, fue un juez quien tomó la iniciativa, el mismo, por cierto, que actuó contra los GAL, envió a prisión a cientos de terroristas de ETA u ordenó el arresto de Augusto Pinochet.

En vez de permitir que ese pasado de degradación y asesinato político se investigara, de intentar comprender y explicar por qué ocurrió, condenarlo y aprender de él, un sector de jueces, de políticos y medios de comunicación iniciaron un acoso directo a Baltasar Garzón, que culminó en mayo de 2010 en la suspensión e inhabilitación del juez por atreverse a investigar los crímenes del franquismo.

Asentada la democracia, debemos recordar el pasado para aprender. Miles de familias están esperando que el Estado ponga los medios para recuperar a sus seres queridos, asesinados, escondidos debajo de la tierra, sin juicios ni pruebas, para que no quedara ni rastro de ellos. Es necesario dar a conocer la relación de víctimas de la violencia franquista durante la guerra y la posguerra, ofrecer la información sobre el lugar en el que fueron ejecutadas y las fosas en las que fueron enterradas. Y frente a esas historias todavía por descubrir, no puede dejarse de lado, abandonar o destruir, la memoria de los vencedores. Sus lugares de memoria son la mejor prueba del peso real que la unión entre la religión y el patriotismo tuvo en la dictadura. No es posible renunciar al objetivo de saber, a que coexistan memorias y tradiciones diferentes.

El olvido oficial, que es lo que muchos tratan de que siga presente en España, no hará desaparecer el recuerdo de las víctimas, porque nadie ha encontrado todavía la fórmula para borrar los pasados traumáticos, que vuelven a la superficie una y otra vez. Para combatir el silencio e indiferencia hacia ese terror organizado, el único remedio reside en las políticas públicas de memoria, basadas en la conservación de archivos, la creación de museos y en la educación. Los Estados democráticos necesitan compilar y preservar los documentos y testimonios de las épocas de dictadura, ponerlos a disposición de los investigadores y de las instituciones. Y esa historia necesita ser divulgada, explicar lo que pasó. Ese fue uno de los objetivos básicos del proyecto de investigación sobre la Ley de Responsabilidades Políticas que el lector tiene ahora en sus manos.